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    Usar "carrillo" en una oración

    carrillo oraciones de ejemplo

    carrillo


    1. , varias comunidades de Heredia solicitaron que una ley aprobada por el Congreso se reformara y, en octubre de 1843, los vecinos de San Pedro y Santa Bárbara, amparándose en un decreto emitido el 15 de abril de 1841 por el gobierno de Braulio Carrillo, pidieron que se les posesionara de las tierras llamadas "Los Anonos" y "Rosales"


    2. Si bien, la emigración ecuatoriana es de larga data, tuvo un pico a finales de los noventa (Carrillo, 2005)


    3. Miguel Carrillo, canónigo


    4. morisca, herrada en la barba y en un carrillo, 20 de Enero de1539[33]


    5. los juanetes del carrillo son massobresalientes; la cabeza en general es mas chica y su frente masestrecha


    6. por el redondo carrillo


    7. —Está bien eso, Bartolo, pero tu madre te pegó en el carrillo derecho yel que tienes


    8. y el otro llevaen un carrillo algo que parece un tumor


    9. Según Cyd Charisse, Sanlúcar era antes un nido de comunistas, y los comunistas ganaban siempre las elecciones, pero gracias a Dios que eso ha cambiado, no mucho, porque ahora las ganan los socialistas, que no sabe ella lo que es peor, aunque de vez en cuando hasta las ganan los del PP, pregúntale a esa asistenta tuya a quién vota, le dijo a Felipe, seguro que sigue votando a Carrillo y a los que fusilaron a Muñoz Seca, que era de El Puerto de Santa María, en Paracuellos


    10. La primera parte de la figura consta del punto de fuga de su biografía: el 6 de noviembre de 1936, apenas iniciada la guerra civil, Carrillo empezó a convertirse en el villano del franquismo y en el héroe del antifranquismo

    11. Convencido de que la caída de la capital era inevitable, el gobierno de la república había escapado a Valencia y abandonado la defensa imposible de Madrid en manos del general Miaja, quien a las diez de la noche convocó en el Ministerio de la Guerra una reunión destinada a constituir la Junta de Defensa, el nuevo gobierno de la ciudad en el que debían estar representados todos los partidos que sostenían al gobierno fugitivo; la reunión se prolongó hasta muy tarde, y en ella se decidió confiar la Consejería de Orden Público al líder de la JSU: Santiago Carrillo


    12. ¿Participó Carrillo en aquella improvisada reunión restringida? ¿Tomó la decisión de llevar a cabo la matanza o intervino en la toma de la decisión? La propaganda franquista, que hizo de los fusilamientos de Paracuellos el epítome de la barbarie republicana, siempre aseguró que sí: según ella, Carrillo fue el responsable personal de la matanza, entre otras razones porque era imposible sacar ese ingente número de presos de las cárceles sin contar con el jefe de la Consejería de Orden Público; por su parte, Carrillo siempre defendió su inocencia: él se limitó a evacuar a los presos de las cárceles para evitar el riesgo de que se unieran a los franquistas, pero su jurisdicción terminaba en la capital y los crímenes ocurrieron fuera de ella y debían imputarse a los grupos de incontrolados que prosperaban al calor del desorden de guerra que reinaba en Madrid y sus alrededores


    13. ¿Tenía razón la propaganda franquista? ¿Tiene razón Carrillo? Los historiadores han discutido hasta la saciedad el asunto; en mi opinión, las indagaciones de Ian Gibson, Jorge M


    14. No cabe duda de la autoría comunista y anarquista de los asesinatos y de que éstos no fueron obra de incontrolados; tampoco de que sus inspiradores fueron los comunistas; tampoco de que Carrillo no dio la orden de cometerlos ni de que, hasta donde llegan las evidencias documentales, no tuvo una implicación directa en ellos


    15. Lo anterior no exonera a Carrillo de toda responsabilidad en los hechos: no hay constancia de que participara en la reunión restringida posterior a la Junta de Defensa en que los fusilamientos se planificaron -no se decidieron: la decisión ya estaba tomada-, pero Serrano Poncela dependía de él y, aunque es probable que las ejecuciones de los primeros días se consumaran sin que Carrillo lo supiera, es muy difícil aceptar que las de los posteriores no llegaran a sus oídos


    16. A Carrillo se le puede acusar de no haber intervenido para evitarlas, de haber hecho la vista gorda con ellas; no se le puede acusar de haberlas ordenado u organizado


    17. Carrillo lo entendió y por eso -y aunque probablemente en la España de los años ochenta muy pocos se atrevían a exculparlo de la responsabilidad directa de los asesinatos, nunca negó su responsabilidad indirecta en ellos


    18. Durante los meses en que Carrillo dirigió la Consejería de Orden Público de Madrid Gutiérrez Mellado no era, como creía muchos años más tarde el secretario general del PCE, uno de los jefes de la quinta columna en la capital


    19. Lo sería tiempo después, pero en la madrugada del 6 de noviembre, justo en el momento en que nacía el mito contrapuesto que iba a perseguir a Carrillo el resto de su vida -el mito del héroe de la defensa de Madrid y el mito del villano de los fusilamientos de Paracuellos-, Gutiérrez Mellado llevaba tres meses encerrado en la segunda galería de la primera planta de la cárcel de San Antón, porque el futuro general era uno de los muchos oficiales que, tras haber intentado en julio sublevar las guarniciones de Madrid contra el gobierno legítimo de la república y haber sido hecho prisionero, había rechazado el ofrecimiento de sumarse al ejército republicano para defender la capital del avance franquista; eso significa que Gutiérrez Mellado era también uno de los oficiales que el 7 de noviembre, tras la reunión restringida de los dirigentes comunistas y anarquistas que siguió a la primera reunión de la Junta de Defensa de Madrid la noche anterior, debió ser sacado de la cárcel junto a decenas de compañeros y ejecutado al atardecer en Paracuellos


    20. Porque ambos llevaban años luchando en la misma trinchera y convertidos en abanderados de la concordia que combatieron en su juventud, es imposible que para Gutiérrez Mellado Carrillo fuera todavía en 1981 el villano de Paracuellos, pero no lo es que en algún momento de la noche del 23 de febrero, mientras intercambiaba con él cigarrillos y miradas en el silencio helado y humillante del salón de los relojes, el general sí intuyera con toda su exactitud la extraña ironía que iba a hacerle morir junto al mismo hombre que, según probablemente creía (y probablemente lo creía porque él también comprendía el espanto real de la guerra), una noche de cuarenta y cinco años atrás había ordenado su muerte

    21. Después del golpe de estado la estrella política de Santiago Carrillo se eclipsó con rapidez


    22. A lo largo de 1981 el PCE continuó debatiéndose en la maraña de conflictos intestinos que lo desgarraban desde que cuatro años atrás su secretario general anunciara el abandono de las esencias leninistas del partido; aferrado a su cargo y a su vieja y autoritaria concepción del poder, Carrillo trató de conservar la unidad de los comunistas bajo su mando a base de purgas, sanciones y expedientes disciplinarios


    23. El propio Carrillo resultaba irreconocible: atrás había quedado el héroe de la defensa de Madrid, el mito de la lucha antifranquista, el líder internacionalmente respetado, el símbolo del nuevo comunismo europeo, el secretario general investido de la autoridad de un semidiós y el estratega capaz de convertir cualquier derrota en victoria, el fundador de la democracia a quien sus propios adversarios consideraban un estadista sólido, lúcido, pragmático, necesario; ahora era apenas el capitoste nervioso y a la defensiva de un partido tangencial, enzarzado en abstrusos debates ideológicos y en peleas internas donde la ambición se disfrazaba de pureza de principios y el rencor acumulado de anhelos de cambio, un político menguante con maneras de brontosaurio comunista y lenguaje avejentado de aparatchik, perdido en un laberinto autofágico de paranoias conspirativas


    24. Durante aquellos meses de suplicio personal y estertores políticos Carrillo ni siquiera evitó el ademán exasperado de usar el recuerdo del 23 de febrero para defenderse de los rebeldes del PCE (o para atacarlos): lo hizo en reuniones donde sus camaradas le abucheaban -«Si el teniente coronel Tejero no consiguió que me tirara al suelo, menos van a conseguir que me calle aquí», dijo entre el griterío de un acto celebrado el 12 de marzo del 81 en Barcelona- y lo hizo en reuniones de los órganos del partido, recriminándoles a los dirigentes que la noche del golpe quedaron a cargo de la organización su ineptitud o su falta de coraje para responder con movilizaciones populares al levantamiento del ejército; tal vez también lo hizo (o al menos así lo sintieron sus detractores) favoreciendo un cuadro del pintor comunista José Ortega que le retrata erguido en el hemiciclo del Congreso durante la tarde del 23 de febrero, mientras el resto de los diputados salvo Adolfo Suárez y Gutiérrez Mellado -en el lienzo dos figuras modestas comparadas con la figura panorámica del secretario general- se protegen bajo sus escaños de los disparos de los golpistas


    25. Las elecciones generales de octubre de 1982, las primeras tras el golpe de estado, dieron la mayoría absoluta al partido socialista y permitieron la formación del primer gobierno de izquierdas desde la guerra, pero fueron la sentencia de muerte política de Santiago Carrillo: el PCE perdió la mitad de sus votos, y a su secretario general no le quedó más remedio que presentar su dimisión ante el Comité Ejecutivo


    26. Renunció a su cargo, no al poder; Carrillo era un político puro y un político puro no abandona el poder: lo echan


    27. Como la de Suárez antes del golpe, la retirada de Carrillo tras el golpe no fue una retirada definitiva sino táctica, pensada para mantener el control del partido a distancia y en espera del momento propicio para su retorno: consiguió colocar al frente de la secretaría general a un sustituto adicto y maleable (o que en un principio le pareció adicto y maleable), continuó siendo miembro del Comité Ejecutivo y del Comité Central y retuvo el cargo de portavoz del partido en el Congreso


    28. Allí, con sus cuatro misérrimos diputados, ni siquiera alcanzó a formar grupo parlamentario propio y se vio obligado a integrarse en el llamado grupo mixto, un grupo de aluvión donde convivían partidos con una mínima representación en el Congreso; y allí volvió a encontrarse con Adolfo Suárez, que intentaba resucitar a la política tras su dimisión como presidente del gobierno y acababa de fundar el CDS, un partido con el que había arañado la mitad de la misérrima representación parlamentaria obtenida por Carrillo


    29. Durante los tres años siguientes Carrillo continuó como pudo haciendo política en el Congreso y en el partido, donde peleó hasta el final por mantener el control del aparato y por tutelar a su sucesor


    30. No tardaron en producirse desavenencias entre ambos, y en abril de 1985 Carrillo fue finalmente cesado de todos sus cargos y reducido a la condición de militante de base; era una expulsión encubierta, y su orgullo no la toleró: de inmediato abandonó el partido y, en compañía de un grupo de fieles, fundó el Partido de los Trabajadores de España, una organización que al poco tiempo demostró su previsible irrelevancia y que en 1991 solicitó su ingreso en el PSOE, su adversario encarnizado durante cuatro décadas de franquismo y tres lustros de democracia

    31. Haciendo de la necesidad virtud, Carrillo interpretó ese gesto como una forma de cerrar un círculo personal, como un gesto de reconciliación con su propia biografía: de joven, el mismo día en que nació el mito del héroe de Madrid y del villano de Paracuellos, había abandonado el partido socialista de su familia, de su infancia y su adolescencia para integrarse en el partido comunista; de viejo recorría el camino inverso: abandonaba el partido comunista para integrarse en el partido socialista


    32. Hacia el invierno de 2001 Carrillo empezó a sospechar que su amigo estaba enfermo


    33. El ditirambo provocó numerosos comentarios; el de Carrillo fue acogido por los resabiados como un cinismo de perro viejo dispuesto a faltar a un amigo por una gracia de sociedad: «Adolfo no está bien: creo que padece una lesión cerebral»


    34. Lo encontró igual que siempre, o igual que siempre lo encontraba en aquella época, pero en un determinado momento Suárez le habló de los largos paseos a solas que daba por la urbanización y Carrillo lo interrumpió


    35. Y a continuación Carrillo le vio interpretar con palabras el papel estelar de una escena de western: un día cualquiera salía solo de su casa y, mientras paseaba por un parque cercano, tres terroristas armados se abalanzaban sobre él, pero antes de que pudieran apresarlo se revolvía, sacaba su pistola y los desarmaba de tres disparos; luego, después de advertirles que la próxima vez dispararía a matar y que si no acataban el imperio de la ley y la voluntad democrática de los ciudadanos iban a pasarse el resto de sus vidas en la cárcel, los entregaba atados de pies y manos a la justicia


    36. O eso es al menos lo que Carrillo me dijo en la única ocasión en que estuve con él, una mañana de primavera de 2007


    37. Por esas fechas Carrillo era ya un nonagenario, pero tenía el mismo aspecto de sus sesenta años; si acaso, su cuerpo parecía un poco más pequeño y el armazón de sus huesos un poco más frágil, su cráneo un poco más calvo, su boca un poco más sumida, su nariz un poco más blanda, sus ojos un poco menos sarcásticos y más cordiales tras las gafas de doble vidrio


    38. Ese escalofrío fue sólo un anticipo del que recorrió el hemiciclo a las ocho menos veinte de la tarde, en el momento en que varios guardias civiles sacaron de allí a Adolfo Suárez y luego, sucesivamente, al general Gutiérrez Mellado, a Felipe González, a Santiago Carrillo, a Alfonso Guerra, a Agustín Rodríguez Sahagún


    39. De ahí que, igual que para toda la ultraderecha, para Tejero Santiago Carrillo viniera a representar algo semejante a lo que Adolfo Suárez representaba para Armada y Gutiérrez Mellado para Milans: la personificación de todos los infortunios de la patria y, en la medida en que su histérico egocentrismo le permitía sentirse la personificación de la patria, la personificación de todos sus infortunios; y de ahí también que, porque la fusión entre patriotismo y religión deshumaniza al adversario y lo convierte en el Mal, en cuanto vislumbró el retorno a España de la Antiespaña su fanatismo escatológico le impusiera el deber de acabar con ella, y que a partir de entonces cambiara su historial militar por un historial de rebeldías


    40. La idea fue de él: él la parió y la acunó y la crió; Milans y Armada quisieron adoptarla, subordinándola a sus fines, pero para ese momento el teniente coronel ya se sentía su propietario y, cuando en la noche del 23 de febrero creyó comprender que los dos generales perseguían el triunfo de un golpe distinto del que él había procreado, Tejero prefirió el fracaso del golpe al triunfo de un golpe que no era el suyo, porque pensó que el triunfo del golpe de Milans y de Armada no garantizaba la realización inmediata de su utopía de España como cuartel y la liquidación de la Antiespaña que nadie mejor que Santiago Carrillo personificaba, o porque para Tejero el golpe de estado era antes que nada una forma de acabar con Santiago Carrillo o con lo que Santiago Carrillo personificaba y de -recobrando el orden radiante de fraternidad y armonía regulado por los toques de ordenanza bajo el imperio radiante de Dios abolido al llegar la democracia- recobrar lo que Santiago Carrillo o lo que para él personificaba Santiago Carrillo le había arrebatado

    41. Eso fue lo que ocurrió, al menos desde el punto de vista político; desde el punto de vista personal lo que ocurrió fue todavía más singular: Armada, Milans y Tejero dieron en un solo golpe tres golpes distintos contra tres hombres distintos o contra lo que para ellos personificaban tres hombres distintos, yesos tres hombres -Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo: los tres hombres que habían cargado con el peso de la transición, los tres hombres que más se habían apostado en la democracia, los tres hombres que más tenían que perder si la democracia era destruida- fueron precisamente los tres únicos políticos presentes en el Congreso que demostraron estar dispuestos a jugarse el tipo frente a los golpistas


    42. Hasta aquí lo verificable; luego está lo inverificable: ¿qué hubiera ocurrido si Armada hubiera podido negociar con los parlamentarios la creación de un gobierno de unidad? ¿Lo hubieran aceptado? ¿Lo hubiera aceptado el Rey? El plan de Armada puede parecer inverosímil, y tal vez lo era, pero la historia abunda en inverosimilitudes y, como recordaba aquella noche Santiago Carrillo mientras permanecía encerrado en la sala de los relojes del Congreso, no hubiese sido la primera vez que un Parlamento democrático cede al chantaje de su propio ejército y presenta esa derrota como una victoria o como una prudente salida negociada -temporal, tal vez insatisfactoria pero imperiosa- a una situación límite: Armada tuvo siempre presente que veinte años atrás, poco antes de que él se instalara en París como estudiante de la Escuela de Guerra, el general De Gaulle había llegado de una forma parecida a la presidencia de la república francesa, y sin duda pensó que el 23 de febrero podría adaptar a España el modelo De Gaulle para dar un golpe encubierto


    43. Poseía un talento de actor para el engaño, pero la primera vez que vio a Santiago Carrillo no le engañó: pertenecía a una familia de derrotados republicanos, varios de los cuales habían conocido durante la guerra las cárceles de Franco; nadie en su casa le inculcó, sin embargo, la menor convicción política, ni es fácil que nadie le hablara de la guerra excepto como de una catástrofe natural; sí es fácil en cambio que aprendiera desde niño a odiar la derrota del mismo modo que se odia una pestilencia familiar


    44. Hacia finales de febrero ya había tomado una decisión y había ideado un malabarismo de funambulista como el que permitió que las Cortes de Franco se inmolaran, sólo que esta vez optó por realizarlo prácticamente en solitario y prácticamente a escondidas: primero, con la disconformidad de Fernández Miranda y Osario pero con la conformidad del Rey, se entrevistó a escondidas con Santiago Carrillo y selló con él un pacto de acero; luego buscó cubrirse las espaldas con un dictamen jurídico del Tribunal Supremo favorable a la legalización y, cuando se lo denegaron, maniobró para arrancárselo a la Junta de Fiscales; luego sondeó a los ministros militares y sembró la confusión entre ellos ordenando al general Gutiérrez Mellado que les advirtiese de que el PCE podía ser legalizado (estaban a la espera de un trámite judicial, les dijo Gutiérrez Mellado, y también que si deseaban alguna aclaración el presidente estaba dispuesto a proporcionársela), aunque no les dijo cuándo ni cómo ni si efectivamente iba a ser legalizado, un malabarismo dentro del malabarismo con el que pretendía evitar que los ministros militares le acusaran de no haberlos informado y al mismo tiempo que pudieran reaccionar contra su decisión antes de que la anunciase; luego esperó a las vacaciones de Semana Santa, mandó a los reyes de viaje por Francia, a Carrillo a Cannes, a sus ministros de vacaciones y, con las calles de las grandes ciudades desiertas y los cuarteles desiertos y las redacciones de los periódicos y las radios y la televisión desiertas, se quedó solo en Madrid, jugando a las cartas con el general Gutiérrez Mellado


    45. Era una bomba, y a punto estuvo de estallarle en las manos: había tomado aquella decisión salvaje porque sus triunfos le habían dotado de una confianza absoluta en sí mismo y, aunque esperaba que la sacudida en el ejército sería brutal y que habría protestas y amenazas y tal vez amagos de rebelión, la realidad superó sus peores presagios, y en algunos momentos, durante los cuatro días de locos que siguieron al Sábado Santo, Suárez quizá pensó en más de un momento que había sobrevalorado sus fuerzas y que el golpe de estado era inevitable, hasta que al quinto tradujo de nuevo en beneficio propio la catástrofe anunciada: presionó hasta el límite a Carrillo y éste consiguió que el partido renunciara públicamente a algunos de sus símbolos y aceptara todos los que el ejército consideraba amenazados con su legalización: la monarquía, la unidad de la patria y la bandera rojigualda


    46. Era un resultado ínfimo, que no alcanzaba siquiera para formar grupo parlamentario propio en el Congreso y que lo confinó en el desván del grupo mixto junto con su eterno compinche Santiago Carrillo, quien por entonces alargaba su agonía al frente del PCE y no se cansaba de repetirle entre risas que así les pagaba el país a los dos el gesto de aguantar el tipo en la tarde del 23 de febrero; pero también era un resultado suficiente para permitirle ejercer de aristócrata de izquierda o de centro izquierda y de estadista de la concordia


    47. Si no me equivoco, hay en los gestos paralelos de Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo una lógica que sentimos en seguida, antes con el instinto que con la inteligencia, como si fueran dos gestos necesarios para los que hubieran sido programados por la historia y por sus dos contrapuestas biografías de antiguos enemigos de guerra


    48. Y hace un rato, después de escribir la frase de Borges que encabeza este fragmento, pensé que el gesto de Suárez es un gesto borgiano y esa escena una escena borgiana, porque me acordé de Alan Pauls, que en un ensayo sobre Borges afirma que el duelo es el ADN de los relatos de Borges, su huella digital, y me dije que, a diferencia del falso duelo que alguna vez inventaron Adolfo Suárez y Santiago Carrillo, esa escena es un duelo de verdad, es decir un duelo entre hombres armados y hombres desarmados, es decir un éxtasis, un trance vertiginoso, una alucinación, un segundo extirpado a la corriente del tiempo, «una suspensión del mundo», dice Pauls, «un bloque de vida arrancado al contexto de la vida», un agujero minúsculo y deslumbrante que repele todas las explicaciones o tal vez las contiene todas, como si efectivamente bastara saber mirar para ver en ese instante eterno la cifra exacta del 23 de febrero, o como si misteriosamente, en ese instante eterno, no sólo Suárez sino todo el país hubiera sabido para siempre quién era


    49. Entra el gran Carrillo


    50. También intervino, como mediador, en las conversaciones que condujeron a la legalización del PCE, después de negociar con Santiago Carrillo la aceptación de la Monarquía

























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