1.
Cuando estaba Franco no era lo mismo, ahí estaba él bien puesto, aunque claro, la
2.
ºllamado el Franco, quien por ausencia del arzobispo de Tarragona yhallarse vacante la silla de Zaragoza, fué coronado por el obispo deHuesca; pero de la de D
3.
El barco había entrado en su andar desembarazado y franco; y
4.
Así solo diré, que tiene elrio Paraguay franco para el
5.
En el citado año, Hernando Franco cobró 95540 mrs
6.
quizáfuera a tiempo que lo hubiera gastado, y entonces el rey me hacía franco
7.
—Me ha parecido bien criado, generoso, franco, con elalma abierta á la vida
8.
que el Capi es muy franco
9.
Su carácter franco y
10.
ahora hostiles? ¿Hay un secreto entre los dos? Seausted franco y diga qué les ha separado y qué les separa todavía
11.
Muchas veces, lo que quedaba en él de sincero y franco, un resto delcarácter de la
12.
Y estrechando su mano con un franco apretón de amistad, entró en elcarruaje, con
13.
Pero tan franco, tan claro era el ofrecimiento, que ni aun con la malafe de que ellos eran capaces
14.
engañaban los que decían que gozabapensión ni socorro de un franco de Rey ni Reinadesde que
15.
por serespañolas ambas madres, y por lo franco y fácil del trato en los lugaresde baños, trabé yo
16.
necesitaba de vez en cuando el trato franco y descuidado dela jardinera
17.
algunos doblones en un caso de apuro, era elportugués Diego Franco, campanero de la
18.
Era Diego Franco, el campanero de la
19.
día de su partida, a eso de las dos de latarde, Diego Franco, el campanero, había
20.
cobrado un franco cariño
21.
Sólo Paco, franco y noble, confesaba
22.
El franco y los céntimos
23.
alegre y franco: gustaba de laguerra y de la mesa, y era poco aficionadoa los libros y a la soledad,no
24.
franco elpaso, repitiendo sus excusas, haciendo recaer toda la
25.
franco: unsaloncito, primero, con muebles pretenciosos, y en la
26.
franco el paso al Santo Evangelio en lasprovincias amplísimas
27.
Yeste gran señor bondadoso y franco, que guardaba en la
28.
en Madrid y 24 enprovincias, franco de
29.
en Madrid y 70 en provincias, franco deporte
30.
en Madrid y 34 en provincias, franco de porte
31.
de nuestra convenio era el perdón franco y sin reservas de los daños recíprocos y la concordia en
32.
franco y medio, pedí un pichon, elcual me ha costado 9 reales
33.
Buscando en el amor, franco de porte,
34.
la pesadez de su influencia, en elsudor pegajoso y poco franco que origina, y en los tintes plomizosque toman las aguas, las cuales adquieren una completa inmovilidad;una de esas calmas en que ni el timón
35.
En cuanto a Mina, tenía el rostro franco, maquillado
36.
en una ciudad franco veneciana a sangre y fuego fue el golpe de gracia dado a la ciudad y su imperio, porque luego de penetrar en la ciudad y saquearla se repartieron los territorios como parte de un grandioso botín
37.
En los casos leves, estos locos se creen Nuvolari o el general Franco, y María Pita o Tórtola Valencia, según el sexo
38.
Llevaba algunos meses dirigiendo la JSU, las juventudes socialistas y comunistas unificadas, y aquel mismo día, a consecuencia de su paulatina radicalización ideológica pero también de su certidumbre de que con ello contribuía a defender la república contra el golpe de Franco, había ingresado en el partido comunista
39.
Pero tras esa reunión general se improvisó una reunión restringida, en el curso de la cual dirigentes comunistas y anarquistas organizaron un arreglo expeditivo para un problema secundario planteado en la primera reunión; un problema secundario en medio de las urgencias terminales de la defensa de Madrid, quiero decir: alrededor de diez mil presos atestaban las cárceles de la capital-la Modelo, San Antón, Porlier y Ventas-; muchos de ellos eran fascistas u oficiales rebeldes a quienes se había ofrecido la oportunidad de sumarse al ejército de la república y habían rechazado la oferta; Franco podía tomar la ciudad en cualquier momento -de hecho, había combates a doscientos metros de la Modelo-, y en ese caso los militares y los fascistas encerrados allí pasarían a engrosar las filas del ejército sublevado
40.
No intervenir para evitar una atrocidad semejante es injustificable, pero quizá es comprensible si se hace el esfuerzo de imaginar a un muchacho recién salido de la adolescencia, recién ingresado en un partido militarizado cuyas decisiones no estaba en condiciones de discutir o contrarrestar, recién llegado a un cargo cuyos resortes de poder no dominaba por completo (aunque conforme se hacía con ellos terminó con gran parte de la violencia arbitraria que infestaba Madrid) y sobre todo desbordado por el caos y las exigencias avasalladoras de la defensa de una ciudad desesperada donde los milicianos caían como moscas en los arrabales y la gente moría a diario bajo las bombas (y que asombrosamente resistió todavía dos años y medio al asedio de Franco)
41.
Todos ellos eran franquistas: todos habían hecho la guerra con Franco, casi todos habían combatido en la División Azul junto a las tropas de Hitler, todos se adscribían ideológicamente a la ultraderecha o mantenían buenas relaciones con ella, todos habían aceptado la democracia por sentido del deber y a regañadientes y muchos consideraban que la intervención del ejército en la política del país era hacia 1981 indispensable o conveniente
42.
Tampoco acataron sin titubeos, no obstante, la autoridad del Rey; lo hubieran hecho si el Rey les hubiera ordenado sacar las tropas a la calle, pero, dado que la orden que partió de la Zarzuela fue exactamente la opuesta, todos los capitanes generales salvo dos (Quintana Lacaci, en Madrid, y Luis Polanco, en Burgos) se debatieron durante toda la tarde y la noche en un tremedal de dudas, de un lado urgidos por las arengas telefónicas de Milans y sus apelaciones al honor militar y la salvación de España y los compromisos adquiridos, y de otro sujetados por el respeto al Rey y a veces por la reticencia o la prudencia de los segundos escalones de mando, quizá fascinados por el vértigo de revivir en su vejez la épica insurreccional de su juventud de oficiales de Franco y conscientes de que el respaldo de cualquiera de ellos al golpe podía de cantarlo del lado de los golpistas -decidiendo la intervención de sus demás compañeros y obligando entre todos al Rey a congelar o suprimir un régimen político que todos detestaban-, pero conscientes también de que ese mismo respaldo podía arruinar su hoja de servicios, aniquilar sus apacibles previsiones de retiro y condenarlos a pasar el resto de sus días en una prisión militar
43.
¿Había una trama detrás de la trama? También desde el mismo día del golpe se empezó a especular con la existencia de una trama civil escondida tras la trama militar, una trama al parecer integrada por un grupo de ex ministros de Franco, magnates y periodistas radicales que habría manejado en la sombra a los militares y los habría inspirado y financiado
44.
Hijo, nieto, biznieto y tataranieto de egregios militares golpistas -su padre, su bisabuelo y su tatarabuelo alcanzaron el grado de teniente general, su abuelo fue capitán general de Cataluña y jefe del Cuarto Militar de Alfonso XIII-, a la altura de 1981 Milans representaba mejor que nadie, con su perfil accidentado de viejo guerrero y su nutrido currículum bélico, no ya el ejército de Franco, sino el ejército de la Victoria
45.
pese a que fue el único de ellos que obtuvo los diplomas de Estado Mayor de los tres ejércitos, a la muerte de Franco nadie encarnaba mejor que Milans el prototipo de militar de intemperie y de ideas sucintas, alérgico a los despachos y los libros, directo, expeditivo, visceral y sin doblez que idealizó el franquismo
46.
Aunque Milans y Gutiérrez Mellado se conocían desde hacía mucho tiempo, la animosidad de Milans no tenía un origen remoto; nació en cuanto Gutiérrez Mellado hubo aceptado integrarse en el primer gobierno de Suárez y creció a medida que el general se convertía en el aliado más fiel del presidente y trazaba y ponía en práctica un plan cuyo objetivo consistía en terminar con los privilegios de poder concedidos por la dictadura al ejército y en convertir a éste en un instrumento de la democracia: Milans no sólo se sintió personalmente postergado y humillado por la política de ascensos de Gutiérrez Mellado, quien hizo cuanto pudo por apartarlo de los primeros puestos de mando y ahorrarle así tentaciones golpistas; parapetado en sus ideas ultraconservadoras y en su devoción por Franco, también padeció como una injuria que Gutiérrez Mellado pretendiera desmantelar el ejército de la Victoria, al que él consideraba el único garante legítimo del legítimo estado ultraconservador fundado por Franco y en consecuencia la única institución capacitada para evitar otra guerra (como la ultraderecha, como la ultraizquierda, Milans era alérgico a la palabra reconciliación, a su juicio un simple eufemismo de la palabra traición: varios miembros de su familia habían sido asesinados durante la contienda, y Milans sentía que un presente digno no podía fundarse en el olvido del pasado, sino en su recuerdo permanente y en la prolongación del triunfo del franquismo sobre la república, lo que valía tanto para él como el triunfo de la civilización sobre la barbarie)
47.
Milans encontró en esas dos ofensas personales argumentos suficientes para condenar a Gutiérrez Mellado a la condición de arribista dispuesto a violar su juramento de lealtad a Franco a cambio de satisfacer sus sucias ambiciones políticas; esto explica que favoreciese con todos los medios a su alcance, incluida la presidencia de la junta de fundadores de El Alcázar, una salvaje campaña de prensa que no dejó de explorar ni uno solo de los recovecos de la vida personal, política y militar de Gutiérrez Mellado en busca de ignominias con que persuadir a sus compañeros de armas de que el hombre que estaba llevando a cabo una depuración alevosa de las Fuerzas Armadas carecía del menor atisbo de integridad moral o profesional; y esto explica también que, apenas llegó Gutiérrez Mellado al gobierno, Milans pasara a encarnar la resistencia del ejército a las reformas militares de Gutiérrez Mellado y a las reformas políticas que las permitían: entre finales de 1976 y principios de 1981 el ejército apenas conoció una protesta contra el gobierno, un incidente disciplinario de gravedad o un amago de conspiración donde no estuviese mezclado Milans o donde no se invocase el nombre de Milans
48.
No consiguió ni una cosa ni la otra, y ésa es una de las causas de que el golpe del 23 de febrero no acabara siendo lo que Milans había previsto que fuese: una forma de desquitarse de las humillaciones que Gutiérrez Mellado les había infligido a él y a su ejército y también una forma de -recobrando bajo el mando del Rey los fundamentos del estado instaurado por Franco recobrar para el ejército de la Victoria el poder que Gutiérrez Mellado le había arrebatado
49.
Como Milans, Tejero era ante todo un franquista; la diferencia es que, precisamente porque pertenecía a una generación posterior a la de Milans y no había conocido la guerra ni otra España que la España de Franco, Tejero era si cabe todavía más franquista que Milans: idolatraba a Franco, se regía por la tríada de mayúsculas Dios, Patria y Milicia, su enemigo a muerte era el marxismo, es decir el comunismo, es decir la Antiespaña, es decir los enemigos de la utopía de España como cuartel, que debían ser erradicados del solar patrio antes de que consiguieran envenenarlo
50.
Como cualquiera de los demás conjurados, Cortina pudo pensar que la primera posibilidad era remota (y, si lo hizo, el 23 de febrero le dio la razón con creces): en 1936 el golpe de Franco había fracasado y había provocado una guerra porque la gente se había echado a la calle con el apoyo del gobierno y con las armas en la mano para defender la república; secuestrados el gobierno y los diputados en el Congreso, amedrentada por el recuerdo de la guerra, desencantada de la democracia o del funcionamiento de la democracia, apoltronada y sin armas, en 1981 la gente no sabría más que aplaudir el golpe o resignarse a él, a lo sumo ofrecer una débil resistencia minoritaria
51.
Como cualquiera de los demás conjurados, Cortina pudo también pensar que la segunda posibilidad era igualmente remota (y, si lo hizo, el 23 de febrero volvió a darle la razón con creces): en 1936 el golpe de Franco había fracasado y había provocado una guerra porque una parte del ejército había permanecido a las órdenes del gobierno y se había unido a la gente en defensa de la república; en 1981, en cambio, el ejército era casi uniformemente franquista y por lo tanto serían excepciones los altos mandos que se opusiesen a un golpe de estado, no digamos los que se opusiesen a un golpe de estado patrocinado por el Rey
52.
Era, de hecho, la única posibilidad, o al menos la única posibilidad que Cortina o cualquiera de los demás conjurados podía juzgar de antemano factible: cabía imaginar que -a pesar de que el golpe no fuera contra el Rey sino con el Rey, a pesar de que no fuera un golpe duro sino un golpe blando, a pesar de que no pretendiera en teoría destruir la democracia sino rectificarla, a pesar de que la presión que ejercerían sobre él los sublevados y gran parte del ejército sería enorme y a pesar incluso de que el gobierno resultante del golpe debería contar con la aprobación del Congreso y podría ser presentado por Armada no como un triunfo del golpe sino como una solución al golpe- el Rey decidiese no patrocinar el golpe y hacer uso de su condición de heredero de Franco y de jefe simbólico de las Fuerzas Armadas para detenerlo, tal vez recordando el ejemplo disuasorio de su abuelo Alfonso XIII y de su cuñado Constantino de Grecia, que aceptaron la ayuda del ejército para mantenerse en el poder y al cabo de menos de una década fueron destronados
53.
La incertidumbre era absoluta: de un lado los rebeldes convocaban bajo el amparo fraudulento del Rey el corazón franquista y la furia acumulada del ejército; del otro lado el Rey, eximido en principio de la tentación de contemporizar con los rebeldes -puesto que un tiroteo en el Congreso retransmitido por radio cambiaba el pórtico de un golpe blando con el que cabía la posibilidad de transigir por el pórtico de un golpe duro que era obligatorio rechazar-, convocaba la disciplina del ejército y su lealtad al heredero de Franco y jefe del estado y de las Fuerzas Armadas
54.
Poseía un talento de actor para el engaño, pero la primera vez que vio a Santiago Carrillo no le engañó: pertenecía a una familia de derrotados republicanos, varios de los cuales habían conocido durante la guerra las cárceles de Franco; nadie en su casa le inculcó, sin embargo, la menor convicción política, ni es fácil que nadie le hablara de la guerra excepto como de una catástrofe natural; sí es fácil en cambio que aprendiera desde niño a odiar la derrota del mismo modo que se odia una pestilencia familiar
55.
Fue así como empezó a labrar su prestigio de cachorro falangista y a ascender posiciones en el escalafón de dos enclaves estratégicos del régimen: la Secretaría General del Movimiento y el Ministerio de Presidencia del Gobierno; y fue así como, sin abandonar la lealtad a Herrero Tejedor, comenzó a ganarse la confianza de los dos subalternos del dictador que a mediados de los años sesenta acaparaban más poder efectivo en España y representaban la posibilidad más viable de un futuro franquismo sin Franco: el almirante Luis Carrero Blanco, ministro de la Presidencia, y Laureano López Rodó, ministro comisario del Plan de Desarrollo
56.
Hacia esa misma época decidió que su próximo destino debía ser el de gobernador civil; se trataba de un cargo muy apetecido porque en aquellos años un gobernador civil atesoraba un enorme poder en su provincia y, a fin de atraer a su causa al ministro de Gobernación, Camilo Alonso Vega -íntimo de Franco y en gran parte responsable del nombramiento de los gobernadores civiles-, durante tres veranos consecutivos alquiló un apartamento vecino al que ocupaba cada año el ministro en una urbanización de Alicante y lo sometió a un asedio sin pausa que empezaba con la misa diaria de la mañana y terminaba con la última copa de la madrugada
57.
En 1973, cuando ya albergaba esperanzas fundadas de conseguir un ministerio, concibió la idea genial de alquilar un chalet de veraneo a sólo unos metros del palacio de La Granja, en Segovia, en cuyos jardines se celebraba cada año y durante un día entero el aniversario del inicio de la guerra civil en presencia de Franco y de los principales gerifaltes del franquismo; Suárez invitaba al chalet a unos cuantos elegidos, quienes, antes y después de la recepción eterna, del almuerzo desabrido y del espectáculo que infligía a los asistentes el ministro de Información y Turismo, gozaban del privilegio de aliviarse del calor desalmado de cada 18 de julio, de ahorrarse la tortura de recorrer los ochenta kilómetros que separaban el palacio de Madrid con los trajes de noche y los esmóquines pegados por el sudor al cuerpo, y de ser agasajados por el anfitrión, cuya simpatía y hospitalidad generaban en ellos sentimientos de gratitud perdurable
58.
Franco acertó: la ambición de Suárez acabó siendo letal para el franquismo; su falta de escrúpulos también
59.
En ese momento Suárez ya tenía la convicción de que el príncipe Juan Carlos era el caballo ganador en la carrera inminente del posfranquismo -la tenía por Herrero Tejedor, por el almirante Carrero, por López Rodó, la tenía sobre todo por una razón y un instinto políticos que eran en él la misma cosa-, así que apostó su capital entero al Príncipe; éste, por su parte, también apostó por Suárez, necesitado como estaba de la lealtad de jóvenes políticos dispuestos a dar la batalla a su lado contra el poderoso sector de viejos franquistas inflexibles que desconfiaban de su capacidad para suceder a Franco
60.
Fue también en esta época, hacia el final de su mandato en Radio televisión, cuando el sexto sentido de Suárez registró un casi invisible desplazamiento del centro de poder que a poco tardar resultaría sin embargo determinante: aunque Carrero Blanco continuaba representando la seguridad de que a la muerte de Franco continuaría el franquismo, López Rodó empezaba a perder influencia y en cambio afloraba como nuevo referente político Torcuato Fernández Miranda, a la sazón ministro secretario general del Movimiento, un hombre frío, culto, zorruno y silencioso cuya altiva independencia de criterio provocaba las suspicacias de todas las familias del régimen y el agrado del Príncipe, que había adoptado a aquel catedrático de derecho constitucional como primer consejero político
61.
La intuición de Suárez resultó acertada, y en junio de 1973 Carrero fue designado presidente del gobierno -el primero nombrado por un Franco que continuó reservándose los poderes de jefe del estado- y Fernández Miranda sumó a la jefatura del Movimiento la vicepresidencia del gabinete, pero Suárez no consiguió el ministerio que ya creía merecer, y ni siquiera convenció a Fernández Miranda para que lo consolara con la vicesecretaría del Movimiento
62.
Suárez se sobrepuso a aquel doble contratiempo porque para cuando ocurrió ya se sentía demasiado seguro de sí mismo y de contar con la confianza del Príncipe como para dejarse derrotar por la adversidad, así que dedicó aquel paréntesis en su ascensión política a hacer dinero con negocios dudosos, convencido con razón de que era imposible prosperar políticamente en el franquismo sin gozar de una cierta fortuna personal («No soy ministro porque ni vivo en Puerta de Hierro ni estudié en el Pilar», dijo alguna vez en aquellos años); también lo dedicó a estrechar su relación con Fernández Miranda -y, a través de él, con el Príncipe- y a organizar la Unión del Pueblo Español (UDPE), una asociación política creada en la estela del mínimo impulso liberalizador promovido por el sustituto del almirante Carrero al frente del gobierno, Carlos Arias Navarro, e integrada por ex ministros de Franco y por jóvenes cuadros del régimen como el propio Suárez
63.
Por lo demás, en una época en que la muerte de Franco tras cuarenta años de gobierno absoluto aparecía a la vez como un hecho portentoso e inmediato y en que cada crisis de salud del dictador octogenario dejaba al país temblando de incertidumbre, Suárez cultivó de forma magistral la ambigüedad necesaria para preparar su futuro fuera cual fuera el futuro de España: por un lado, no perdía oportunidad de proclamar su fidelidad a Franco y a su régimen, y el 1 de octubre de 1975, acompañado de otros miembros de la UDPE, asistió en la plaza de Oriente a una manifestación multitudinaria de apoyo al general, acosado por las protestas de la comunidad internacional a raíz de su decisión de ejecutar a varios miembros de ETA y el FRAP; por otro lado, sin embargo, prodigaba en público y en privado declaraciones a favor de abrir el juego político y crear cauces de expresión para las distintas sensibilidades presentes en la sociedad, lugares comunes del potaje político de la época que a los franquistas les sonaban como osadías inofensivas o añagazas para ingenuos y que a los partidarios de terminar con el franquismo podían sonarles como afirmaciones todavía reprimidas del deseo de un futuro democrático para España
64.
Se trataba casi de conseguir la cuadratura del círculo, y en todo caso de conciliar lo inconciliable para eliminar lo muerto que parecía vivo; se trataba en el fondo de una martingala jurídica basada en el siguiente razonamiento: la España de Franco estaba regida por un conjunto de Leyes Fundamentales que, según el propio dictador había recalcado con profusión, eran perfectas y ofrecían soluciones perfectas para cualquier eventualidad; ahora bien, las Leyes Fundamentales sólo podían ser perfectas si podían ser modificadas -de lo contrario no hubiesen sido perfectas, porque no hubieran sido capaces de adaptarse a cualquier eventualidad-: el plan concebido por Fernández Miranda y desplegado por Suárez consistió en elaborar una nueva Ley Fundamental, la llamada Ley para la Reforma Política, que se sumase a las demás, modificándolas en apariencia aunque en el fondo las derogase o autorizase a derogarlas, lo que permitiría cambiar un régimen dictatorial por un régimen democrático respetando los procedimientos jurídicos de aquél
65.
La estrategia que ideó para conseguirlo fue un prodigio de precisión y de trapacería: mientras desde la presidencia de las Cortes Fernández Miranda ponía palos en las ruedas a los detractores de la ley, su presentación y defensa se encargaban a Miguel Primo de Rivera, sobrino del fundador de Falange y miembro del Consejo del Reino, que pediría el voto a favor «desde el emocionado recuerdo a Franco»; en las semanas previas a la reunión del pleno, Suárez, sus ministros y altos cargos de su gobierno, tras repartirse a los procuradores contrarios o renuentes a su proyecto, desayunaron, tomaron el aperitivo, almorzaron y cenaron con ellos, halagándolos con promesas pletóricas y enredándolos en trampas para incautos; sólo en unos pocos casos hubo que recurrir sin disimulo a la amenaza, pero a un grupo de procuradores sindicales no quedó más remedio que embarcarlos en un crucero por el Caribe rumbo a Panamá
66.
Hacia finales de febrero ya había tomado una decisión y había ideado un malabarismo de funambulista como el que permitió que las Cortes de Franco se inmolaran, sólo que esta vez optó por realizarlo prácticamente en solitario y prácticamente a escondidas: primero, con la disconformidad de Fernández Miranda y Osario pero con la conformidad del Rey, se entrevistó a escondidas con Santiago Carrillo y selló con él un pacto de acero; luego buscó cubrirse las espaldas con un dictamen jurídico del Tribunal Supremo favorable a la legalización y, cuando se lo denegaron, maniobró para arrancárselo a la Junta de Fiscales; luego sondeó a los ministros militares y sembró la confusión entre ellos ordenando al general Gutiérrez Mellado que les advirtiese de que el PCE podía ser legalizado (estaban a la espera de un trámite judicial, les dijo Gutiérrez Mellado, y también que si deseaban alguna aclaración el presidente estaba dispuesto a proporcionársela), aunque no les dijo cuándo ni cómo ni si efectivamente iba a ser legalizado, un malabarismo dentro del malabarismo con el que pretendía evitar que los ministros militares le acusaran de no haberlos informado y al mismo tiempo que pudieran reaccionar contra su decisión antes de que la anunciase; luego esperó a las vacaciones de Semana Santa, mandó a los reyes de viaje por Francia, a Carrillo a Cannes, a sus ministros de vacaciones y, con las calles de las grandes ciudades desiertas y los cuarteles desiertos y las redacciones de los periódicos y las radios y la televisión desiertas, se quedó solo en Madrid, jugando a las cartas con el general Gutiérrez Mellado
67.
En octubre de 1989 fue nombrado presidente de la Internacional Liberal, una organización que por exigencia suya cambió su nombre por el de Internacional Liberal y Progresista: era el reconocimiento de que el falangista de Ávila que había llegado a secretario general del partido único de Franco se había convertido en un político de referencia para el progresismo internacional, y el certificado definitivo de que también para el mundo Emmanuele Bardone era ya el general De la Rovere
68.
El poder del Rey provenía de Franco, y su legitimidad del hecho de haber renunciado a los poderes o a parte de los poderes de Franco para cedérselos a la soberanía popular y convertirse en monarca constitucional; pero ésa era una legitimidad precaria, que le restaba poder efectivo al Rey y lo dejaba expuesto al albur de los vaivenes de una historia que había expulsado del trono a muchos de los que lo precedieron en él
69.
La democracia española no lo es, pero es una democracia de verdad, peor que algunas y mejor que muchas, y en cualquier caso, por cierto, más sólida y más profunda que la frágil democracia que derribó por la fuerza el general Franco
70.
Niebla, por los escombros de Madrid, las explosiones y la muerte; prisionera de Franco en la caída de Castellón de la Plana
71.
José María Alfaro -¡ay, José María Alfaro, poeta principiante y amigo, más tarde miembro del Comité Nacional de Falange y ahora embajador de Franco en Argentina!– leyó entre estruendosas aclamaciones, llenas de sorpresas para los espectadores, los nombres de los jefes republicanos condenados en la cárcel y de quienes cuidadosamente, durante la mañana, nos habíamos procurado la adhesión: Alcalá Zamora, Fernando de los Ríos, Largo Caballero… Unamuno envió desde Salamanca un telegrama que, reservado para el final, hizo poner de pie a la sala, volcándola, luego, enardecida, en las calles
72.
Y en España, la última renovación del alquiler de las bases se ha producido en enero de 1976, dos meses después de la muerte de Franco
73.
Los norteamericanos tienen muy claro lo que ha supuesto la firma de los acuerdos para Franco
74.
Alfredo Grimaldos, La sombra de Franco en la Transición
75.
Alfredo Grimaldos, La sombra de Franco en la Transición, Oberon, Madrid, 2004
76.
El discurso fue leído por Franco en televisión el 31 de enero y, apareció publicado en la Hoja del Lunes del día siguiente
77.
GRIMALDOS, Alfredo, La sombra de Franco en la Transición, Oberon, Madrid, 2004
78.
PALACIOS, Jesús, Las cartas de Franco, La Esfera de los Libros, Madrid, 2006
79.
Al general Franco en España se le permitió denominar a su invasión del país y a la aniquilación de la República instaurada democráticamente con el título honorífico de La Cruzada
80.
7 Age of Reason, de Paine, representa casi la primera ocasión en que se manifestó abiertamente ese franco desdén hacia la religión organizada
81.
Allí, un criado que estaba al cargo de la misma le requirió el nombre de la persona que lo enviaba; el fraile dio el patronímico de su colega y el lacayo, tras consultar una lista, le hizo el paso franco indicándole, con el gesto, una escalerilla de madera que desde el fondo ascendía a un altillo
82.
Tras abrir la cancela, dejar el paso franco y preguntarle su nombre y condición, lo acompañó al interior de la casa y luego de hacerlo esperar en el recibidor y anunciarlo lo hizo pasar a una agradable estancia donde se encontraba un caballero de mediana edad; el hombre se hallaba tras una mesa y al verlo se levantó presto de su asiento y se llegó hasta él en una tesitura afable y cortés
83.
La hermana tornera se dirigió al portón con paso cansino y, con gran esfuerzo, retiró el gran travesaño de roble que aseguraba el cierre del mismo; luego procedió a empujar las gruesas hojas para dejar el paso franco
84.
Se retiró la oronda humanidad de la dueña y el quicio de la puerta quedó libre, dejando el paso franco a Diego, que chambergo en mano se introdujo en la estancia
85.
Pese a la recomendación del pontífice, las familias de los Abranavel, Caballería, Santangel, Mercado y otras tenían paso franco en él, ya que el rey debía atender antes a las conveniencias del reino que a sus rencores personales
86.
El barullo y la confusión que armaban los distintos industriales que montaban la recepción era tremendo, cada uno iba a lo suyo arrimando el ascua a su sardina, las discusiones por invadir el terreno del otro eran incesantes, los floristas luchaban a brazo partido por ocupar las mejores peanas para colocar sus flores, los restauradores querían paso franco para camareros y lugares apropiados para las mesas de rango y los encargados de la decoración interior bregaban con adornos, cintas y oropeles
87.
En éstas andaba su discurso mental cuando la puerta se abrió de nuevo y apareció en ella un hombre de media edad lujosamente vestido que tras recorrer con la mirada el establecimiento y a una leve indicación del ordenanza que había aparecido tras él, se dirigió sonriente a su encuentro con las manos tendidas y el paso franco
88.
Los asustados funcionarios dieron cuantas explicaciones y aclaraciones les exigió la policía y hablaron largo y tendido de la visita que a última hora les hizo aquel grupo de instaladores de sonido a cuyo frente iba un afectado personaje, con ínfulas de persona importante, cuya condición de afeminado era innegable, mostrando una carta de autorización sellada en papel de la acererías Meinz, firmada por el apoderado que acostumbraba a alquilar el palacete, que les obligó a dejar paso franco al trío, a riesgo de buscarse complicaciones
89.
Si se arrepentía, es decir, si escribía varios editoriales seguidos reconociendo sus errores, alabando a Franco, pidiendo perdón, él le garantizaba que estaría en la calle en menos de un año
90.
Julio siempre había supuesto que, dos años antes, su jefe habría celebrado la victoria de Franco, pero esta suposición no tenía más fundamento que la actual situación del señor Turégano
91.
A la llegada les esperaba un oficial que estaba con los conspiradores y que, al entregarle la documentación que traían, les dejó el paso franco para realizar la operación pertinente
92.
Y lo que en su juventud fuera ingenio y solaz para todos se ha tornado con los años en un escudo defensivo que, pretendiendo ser franco, roza la impertinencia y la mala educación
93.
– El nuevo Franco -dijo Luis
94.
–La ironía -acotó Plummer- es que los alemanes ayudaron a Franco a ganar la guerra civil
95.
Así había sido en la época de Franco, así había sido durante la violación de los mares territoriales en la década del 70 y, a juzgar por las apariencias, así sería ahora
96.
Como el niño norteamericano que creció queriendo ser presidente, el general Amadori obviamente había crecido soñando ser un nuevo Franco
97.
El General Franco se mantiene al margen durante el reclutamiento de voluntarios y no participa en los actos de despedida de la División Azul, con el fin de no involucrar al Estado en la Guerra
98.
Reducir en una cuantía importante la parte de deuda de guerra contraída por el General Franco con los alemanes, por la ayuda prestada durante la Guerra Civil
99.
Todos los del corrillo fijaron la atención en un joven bien parecido, de rostro alegre y franco que precipitadamente bajaba en dirección a San Gil
100.
De nuevo discutimos, pero Benjamín consiguió el paso franco