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    Usar "murmurar" en una oración

    murmurar oraciones de ejemplo

    murmura


    murmuraba


    murmuraban


    murmurabas


    murmurado


    murmuramos


    murmuran


    murmurando


    murmurar


    murmuras


    murmuro


    murmurábamos


    murmuré


    1. objeto envida de grandes murmuraciones y se murmura mucho aún de su


    2. y rabioso, murmura entre dientes, rasgando el visillo delbalcón:


    3. Diferente al arroyo que murmura encantador en suscascadas


    4. la cabeza y, alzando los ojos haciaél, murmura:


    5. De vez en cuando murmura, como para


    6. Juan se muerde los labios, se retuerce el bigote y murmura:


    7. sentidos caen enun sopor; ella murmura a sus oídos un largo


    8. peca, según se murmura, a pesardel honesto recato con que lo encubre, su pecado, en mi sentir,


    9. Para enterrar sus difuntos tienen cementerios señalados, y la fiesta fúnebre se reduce á colocar sobre la sepultura del finadola cabeza de un pollo con un áscua encima, mientras el Pandita murmura las oraciones adecuadas


    10. Un niño de las últimas filas murmura:

    11. Murmura: Vale, tío


    12. Afloja la presión; el chico murmura algo y se retira


    13. Mauri murmura algo en sueños y se da la vuelta


    14. Ella murmura algo; su respiración es lenta y acompasada


    15. Alguien murmura unas palabras más y entra en la habitación


    16. Durante la entrevista Grant habla a Lee con tanta deferencia que uno de los miembros de su estado mayor murmura a su vecino: Pero, ¿cuál de los dos se rinde al otro?


    17. La de los ojos dormidos murmura:


    18. En el silencio, el Viejo se sacude y murmura algo con una voz que parece un trueno surgido desde el centro de la tierra


    19. —¿Crees que lo que se murmura sea cierto? ¿Que Laura y Roca son amantes?


    20. Se acerca a Elena y murmura unas palabras

    21. No obedece a una orden expresa del funcionario, tampoco se dicta en voz alta, apenas se nota que se está dictando, más bien parece como si el funcionario siguiese leyendo como antes, sólo que al mismo tiempo murmura y el escribiente lo escucha


    22. El supuesto Klamm puede que no tenga nada en común con el real, la similitud sólo puede existir en los ojos ciegos por la excitación de Barnabás, puede que él sea el más ínfimo de los funcionarios, puede que ni siquiera sea funcionario, pero algún cometido tiene que tener en ese pupitre, algo lee en su libraco, algo murmura al oído del escribiente, en algo piensa cuando dirige su mirada tras largo tiempo a Barnabás, y aun cuando nada de eso sea verdad y sus actos no signifiquen nada, alguien le habrá puesto allí y lo habrá hecho con alguna intención


    23. Ahora bien, ¿puede hacerse una idea del asunto un funcionario, incluso en el caso de que se bajase y se ocupase de él, en virtud de lo que nuestro pobre, cansado y viejo padre le murmura? Los funcionarios son muy instruidos, pero también parciales, en su especialidad un funcionario deduce de una palabra cadenas enteras de pensamientos, pero se puede intentar aclararles cosas que no son de su departamento durante horas, quizá asientan amablemente con la cabeza, pero no comprenderán nada


    24. Y mientras Jabavu habla la gente del salón murmura: «Sí, sí»


    25. Eso, eso, dice la madre Teresa de Calcuta, y luego murmura algo que Pe no entiende


    26. —Eso es lo que una dice: mal obedecen los labios cuando el corazón murmura


    27. Sus amistades, sus distracciones, su conducta con su mujer y sus hijos, la expresión de su rostro cuando se encuentra solo, las palabras que murmura durmiendo, incluso los movimientos característicos de su cuerpo, son analizados escrupulosamente


    28. Qué feo eso de que le digan a uno la verdad, sobre todo si se trata de una de esas verdades que uno ha evitado decirse aun en los soliloquios matinales, cuando recién se despierta y murmura pavadas amargas, profundamente antipáticas, cargadas de autorrencor, a las que es necesario disipar antes de despertarse por completo y ponerse la máscara que, en el resto del día, verán los otros y verá a los otros


    29. El año pasado vi caer un avión en la playa, murmura David


    30. Sabe que, a espaldas de Camargo, la gente murmura sobre su disfunción sexual, pero a él lo tranquiliza recordándole que el síndrome puede ser pasajero y que un día todo volverá a la normalidad

    31. Henry murmura su conformidad, se alegra: la casa es grande, alrededor de seiscientos cincuenta metros cuadrados, y necesita de nuevo el sonido de la voz de un niño


    32. Ella sigue caminando, murmura "lo siento" a quienquiera que haya golpeado con la puerta


    33. -Joder-Cabel murmura -A través de la cocina, primera puerta a la derecha


    34. El niño entorna los ojos mientras murmura «Lo siento» y Lucy lo deja en el suelo, frente a mí


    35. El teniente general de policía, Berryer, habla hecho raptar a los "niños pervertidos y vagabundos"; los exentos no consentían en devolvérselos a sus padres "sino por dinero"; se murmura que de lo que se trata es de proveer a los placeres del rey


    36. Lo que iba a sacar era el pañuelo, porque está resfriado, y murmura:


    37. Lo lamento — murmura la Dra


    38. Un arroyo murmura cerca de donde estoy, y los jardineros zoroastros conducen sus aguas por medio de layas hasta pequeñas acequias que se pierden por los macizos de flores dispuestos alrededor


    39. Hay que decir que, desde hace quince días, en el edificio no se habla (no se murmura) de otra cosa más que de la instalación del señor Ozu en el piso del difunto Pierre Arthens


    40. —Es una buena idea —le concede el general, luego murmura a su asistente algo relativo a emplear la misma técnica en otras construcciones

    41. Los actores se van con sus pelucas, trajes, espadas y utensilios; durante un rato no sucede nada; el público se agita, murmura, se tira pedos, rompe nueces, escupe flema; y si se trata de un teatro de calidad, se inicia una pequeña obra dentro de la obra, un entreacto


    42. Cuando el silencio se hace embarazoso, murmura entre dientes y sin entusiasmo:


    43. El Feldwebel, con calma, levanta los brazos y murmura:


    44. --Hay quien murmura sobre ello -admitió el muchacho-, sobre todo las mujeres y algún que otro necio


    45. ¡Engañoso bosque de invierno en el silencio atravesado por el vuelo de un búho! ¡Noche tierna, sé nuestro refugio! Lentamente allá abajo respira el mar, murmura en sueños


    46. que entre los árboles siega mientras el viento murmura


    47. Uno de los diputados del Soviet murmura a sus amigos:


    48. Schulgin, con voz entrecortada y haciendo un gesto de indecisión y desesperanza, murmura:


    49. ¡Qué pérdida, Dios mío, qué pérdida! murmura mi madre a menudo, pero nunca delante de Paula, porque piensa que tal vez puede oírla


    50. Estoy agradablemente borracho; lo bastante como para aceptar la bendición que sobre mí murmura el Hermano John, haciéndome la señal de la cruz sobre la frente:












    1. Jacinta no quitaba susojos de los ojos de él, observando con atención sostenida si se dormía,si murmuraba alguna queja, si sudaba


    2. «Ya verán, ya verán» murmuraba en su agitación epiléptica; ya tientas buscó también las botas y se las puso


    3. Se murmuraba en voz baja


    4. Quien más murmuraba contra tales visitas era don Juan, el hermanoaustero, huraño y de


    5. Entre tanto el cocinero del rey murmuraba abstraído ypensativo:


    6. Entonces caía anonadado, sudoroso, sobre una poltrona y murmuraba en elsilencio del cuarto,


    7. trono; eran de losque tenían la sartén por el mango; y si en su presencia se murmuraba


    8. murmuraba que, duranteestas ausencias, Rafaela usaba y hasta abusaba de la libertad en que


    9. En el pueblo se murmuraba


    10. se murmuraba que habíase casado con la López buscandouna

    11. condesesperación, y murmuraba sin cesar:


    12. aleuropeísmo, hablaba con bastante afectación el francés y murmuraba elinglés con


    13. Se murmuraba, en la tertulia, de los ausentes, en presencia de Maltrana,cambiando


    14. Y volviéndose hacia Maltrana, murmuraba con expresión llorosa:


    15. murmuraba palabras dulces; su cabecita, que en lasnoches de invierno se refugiaba en


    16. En medio de la senda, bajo la luz lívida del atardecer, Salvador,desorientado, inconsolable, murmuraba:


    17. habló como siempre, de lo que se murmuraba, y élencogió los hombros


    18. Ahora vivía con tres compañeros malcarados y parcos en palabras, que,según se murmuraba en el boliche


    19. murmuraba el viento de lasnoches invernales al colarse por el


    20. murmuraba estaspalabras con el mentón apoyado en el pecho y

    21. Su voz produjo un efecto extraño: ora murmuraba, bien que de manerabastante


    22. La gente murmuraba que el comendador había


    23. murmuraba en la ciudad que renunciandodefinitivamente a


    24. remota murmuraba una horribleconsagración en sus orejas


    25. murmuraba en su cerebroel desaliento


    26. libre el paso altiempo que murmuraba en voz muy baja:


    27. El catalán, atento a los repulgos de la muchacha, murmuraba:


    28. Rosamun murmuraba algo para sí misma mientras recogía los platos y utensilios esparcidos por la cocina


    29. A veces, mientras conducía, murmuraba en voz baja la letra de canciones que Jack no pudo identificar


    30. Y llegó el momento: el foyer estaba repleto de gente y yo, dejando atrás a Ouvrard, me abrí paso sola y casi desnuda entre una muchedumbre que murmuraba caminando directa hacia él

    31. La madre, con un rosario en la mano, multiplicaba las bendiciones, murmuraba padrenuestros y repetía su refrán: Dio provvederá


    32. Todo va bien, ¿eh? – acabó de anudar el vendaje alrededor del brazo y le puso la mano encima para que lo sostuviera bien apretado, mientras ella tiraba del nudo con todas sus fuerzas y Tully murmuraba algo en su lengua


    33. Puedo caminar, sencillamente estaba cansada y… -Pero no le dejaron poner los pies en el suelo y se la llevaron a lo largo del pasillo, mientras murmuraba protestas durante todo el trayecto


    34. El señor Endicott se removió inquieto; una expresión de profundo pesar iba apareciendo en su rostro en tanto murmuraba algo entre dientes


    35. El almirante se apartó de su lado mientras murmuraba:


    36. Murmuraba palabras incoherentes, comparando interesada los horarios de todo el servicio de ferrocarriles


    37. En el centro una pequeña fuente murmuraba, lanzando un surtidor en un recipiente de porcelana azul


    38. Se pasó una mano por la frente, avivó la antorcha, revisó sus pistolas y se dirigió a la entrada, mientras murmuraba:


    39. Debía esperar a alguien, porque de cuando en cuando se incorporaba con movimientos de impaciencia y murmuraba frases truncas


    40. Se dio cuenta de que, mientras todo el mundo estaba ocupado con las flores, Islanzadí tocaba gentilmente a Arya en un hombro y murmuraba en un tono casi inaudible:

    41. Sin embargo, el no descartaba la posibilidad de ver aparecer un día al niño, porque se murmuraba de criaturas salvadas mediante el tráfico de huérfanos


    42. Los enanos la miraban con desaprobación, y Eragon oyó que uno de ellos murmuraba:


    43. Eragon le apoyó una mano en el escamoso cuello, y mientras Saphira murmuraba contenta, él miró fijamente la cara de la elfa, cautivado


    44. Una eternidad más tarde sintió que le tocaban el hombro y se encontró con los ojos demudados de Tao-Chien, «está bien, está bien», le pareció que murmuraba, y vio más atrás a Eliza Sommers y a Lucky, sollozando abrazados, y comprendió que era un intruso en el do-lor de esa familia


    45. Mientras Rachel murmuraba frases tranquilizadoras, afuera, el viento, que había soplado toda la tarde con fuerza, empezó a producir sus antiguos ruidos portentosos, a silbar por las rendijas de la puerta de la bodega, y hacer temblar los cristales de las ventanas


    46. Hincó con impaciencia la punta de su blanca sombrilla entre las blancas piedras del pavimento, mientras murmuraba para sí:


    47. Murmuraba y casi no dirigió la palabra a Giacomo


    48. Murmuraba algo entre dientes


    49. Junto a él murmuraba Triss, de pie había un caballero con una armadura brillante


    50. —¿Vampiros? —oí que Raquel murmuraba en la fila de enfrente










































    1. Ante ellos habían desfilado mujeres que musitaban Avemarías y enjugaban lágrimas y varones que murmuraban maldiciones y juramentos de venganza


    2. de quienes creían y sabían que don Francisco era el Delfín, y callaban, y el de los que no creían y apenas murmuraban


    3. Murmuraban en su alma las sensaciones de


    4. maná sabroso, reíanse lasfuentes, murmuraban los arroyos, alegrábanse las selvas y


    5. —Se murmuraban en la antecámara muchas cosas


    6. murmuraban en la sombra


    7. lo que loscanónigos murmuraban contra Su Eminencia y lo que el cardenal decía delcabildo,


    8. botella en la mano, murmuraban al oído de losinvitados:


    9. Escuchaba las enhorabuenas que todosal paso la murmuraban, mecida en una embriagadora satisfacción del amorpropio


    10. Los circunstantes se miraban unos a otros con estupor y se murmuraban aloído juicios poco lisonjeros

    11. —me figuré que otras voces murmuraban en el


    12. murmuraban tanto de su vida en aquella corteseptentrional? ¿Por


    13. Los que penetraban en la salay la veían en aquella actitud murmuraban


    14. murmuraban, no encajaban en la austera y piadosa mansión de


    15. Todos los tertulianos murmuraban por lo bajo de la impostura


    16. 41 Murmuraban entonces de él los Judíos, porque había dicho: Yo soy el


    17. 61 Y sabiendo Jesús en sí mismo que sus discípulos murmuraban de esto,


    18. 11 Y tomándo[lo,] murmuraban contra el padre de la familia,


    19. 30 Y los escribas y los Fariseos murmuraban contra sus discípulos, diciendo:


    20. 2 Y murmuraban los Fariseos y los escribas, diciendo: Este á los pecadoresrecibe, y con ellos come

    21. 7 Y viendo [esto] todos, murmuraban, diciendo, que habia entrado á posar conun hombre pecador


    22. 11 Y tomándo[lo], murmuraban contra el padre de la familia,


    23. 30 Y los escribas y los Fariséos murmuraban contra sus discípulos, diciendo:


    24. 2 Y murmuraban los Fariséos y los escribas, diciendo: Este á los pecadoresrecibe, y con ellos come


    25. 41 Murmuraban entónces de él los Judíos, porque habia dicho: Yo soy el pan


    26. 61 Y sabiendo Jesus en sí mismo que sus discípulos murmuraban de esto,


    27. 11 Y tomándo[lo] murmuraban contra el padre de la familia,


    28. 41 Murmuraban entonces de él los Judíos, porque habia dicho: Yo soy el pan


    29. 61 Y sabiendo Jesus en sí mismo que sus discípulos murmuraban de esto, les


    30. Todos creían, y murmuraban entre ellos, que la luz era el reflejo del farol que alumbraba las lecturas del santo Mahdi

    31. Los kif murmuraban a los lados, emitiendo sus chasquidos guturales y alegrándose de lo que veían…


    32. Voces que murmuraban


    33. Las mujeres gemían, los niños lloraban y los jenízaros murmuraban, deseosos de empezar el saqueo


    34. Y exhausto se dejó caer entre los brazos de Morgan, mientras los marineros murmuraban con voz temblorosa:


    35. Y a medida que pasaba el tiempo aumentaba su nerviosidad y su rostro cambiaba por momentos de expresión; en él se alternaban el odio, la tristeza, cólera, la alegría; sus labios murmuraban maldiciones, juramentos, amenazas


    36. Las lenguas maliciosas del pueblo murmuraban que el Juez Hidalgo se daba vuelta como un guante cuando traspasaba el umbral de su casa, se quitaba los ropajes solemnes, jugaba con sus hijos, se reía y sentaba a Casilda sobre sus rodillas, pero esas murmuraciones nunca fueron confirmadas


    37. No vitoreaban como Eragon hubiera esperado; más bien hacían reverencias y murmuraban «Asesino de Sombras»


    38. Se llevaron los índices a los labios e hicieron una reverencia dedicada a Eragon y Saphira, al tiempo que murmuraban su respuesta en el lenguaje antiguo


    39. Los aldeanos murmuraban entre ellos, pero luego se quedaron quietos y callados


    40. El malestar cundió entre los guardias, murmuraban en los retretes, en los pasillos, en la sala de armas, pero el Teniente Juan de Dios Ramírez los ignoró

    41. El duque era asimismo conde de Pernambuco y las malas lenguas de la Corte murmuraban que el título se debía a un mal paso del rey, que así pago una deuda de honor contraída con el de Alburquerque y que por medio andaba el buen nombre de la duquesa doña Leonor


    42. En cuanto a los responsables, nadie dudaba de quiénes eran, y se murmuraban nombres en voz baja


    43. Stephen sintió cómo las nubes detenían su marcha, cómo los montes dormidos se estremecían y murmuraban, cómo los velos de fría niebla danzaban


    44. Todos lo miraban pasar y luego murmuraban entre ellos


    45. —¿Cómo sabremos que no han pasado ya el puente cuando lleguemos allí? Algunos hombres murmuraban por lo bajo aprobando las dudas de Yarbro


    46. Las malas lenguas murmuraban que, teniendo en cuenta las antiguas profesiones de las actrices que formaban la cooperativa, nunca les faltaría dinero en las malas rachas


    47. Sus agarrones y embestidas eran más lentas que antes, una película de puñetazos y fintas y gestos esquivos mal sincronizados, y murmuraban y maldecían a la vez, sujetos a duras penas unos a otros


    48. Los huéspedes se levantaban y murmuraban algo para el cuello de su camisa


    49. Es un extranjero murmuraban en torno de él, quiere ver la tumba


    50. Todos los sábados recorrían las milongas y mientras bailaban les murmuraban amenazas bíblicas a las muchachas, tratando de redimirlas, o en todo caso, de seducirlas










































    1. perverso! Eso es lo que tú murmurabas durante tus largos silencios


    1. Recordaba que el a había murmurado cuando le bajó los pantalones y


    2. redujo a unasencilla oración, a un postrer adiós murmurado, por


    3. Habiendo murmurado uno que el interruptor era de Nieva, se


    4. queuna voz secreta le había murmurado al oído: ¡Marenval, ahí tienes unasunto asombroso, en el que


    5. Luego, recostándose de nuevo, había murmurado:


    6. En cierta ocasión en que me encontraba en una farmacia de Chengdu, un viejo ayudante de mirada sobrecogedora y gafas de montura gris había murmurado sin mirarme: «Para navegar por los océanos es preciso contar con un timonel…» A sus palabras siguieron unos tensos instantes de silencio, y tardé unos segundos en darme cuenta que esperaba que yo completara la frase, que no era sino una observación aduladora realizada por Lin Biao y referida a Mao


    7. De haber murmurado sus apasionados versos al oído de la muchacha, ella habría apreciado la descomunal nariz como un símbolo erótico


    8. Había murmurado unas disculpas a Perlmutter y Daley


    9. Estaba tan enfrascada en sus pensamientos que, al principio, no oyó su nombre murmurado por una voz


    10. En los pasillos comenzaba a resonar su nombre murmurado a media voz

    11. Por eso había murmurado Loyer sus oraciones mientras corría


    12. —Tendrías que hacerte loquera —ha murmurado entre dientes—


    13. Era ésta la palabra que el guerrero amarillo había murmurado a mi oído cuando estaba al borde del Pozo de la Abundancia


    14. º Ejército, a pesar de que un instructor de la sección política le había murmurado al oído:


    15. Las palabras que había murmurado a mi oído, «Hook volverá», eran el aliciente que necesitaba para aplica toda mi fuerza a luchar contra aquellos cordones


    16. Bajo su cuerpo, su caballo corría como si hubiera comprendido todo lo que él le había murmurado al oído


    17. Una y otra vez iban refunfuñando los versos, y el vapor que impulsaba sus pulmones iba perdiendo fuerzas a cada nuevo verso murmurado


    18. Y en ese momento recordó también la palabra mágica que el brujo había murmurado aquella noche a su oído, mientras él contenía la respiración, los leones dejaban de rugir a lo largo del río y las hojas de los árboles se quedaban inmóviles en las ramas


    19. Por eso el médico evitó una expresión de despecho que ya no hubiera alterado nada, y después de haber murmurado, él, el más miedoso de los hombres, que no pueden dejarse pasar ciertas cosas, agregó que así era mejor y que esa solución lo alegraba


    20. Se produjo en la pequeña y desnuda habitación donde las voces habían murmurado, y se habían mezclado durante tanto tiempo: la voz del hombre, la voz de la mujer, la voz del niño

    21. Las mismas voces que habían murmurado su nombre musitaron después otro


    22. Sosteniendo la almohada en la mano derecha lista para actuar, y con la jeringa en la izquierda, se inclinó sobre Laurie porque creyó que había murmurado algo


    23. Estaban solos en una estancia del piso superior cuando el secretario real le había murmurado que había recibido noticias de Roma


    24. Los ojos de Birgit repitieron lo que ella había murmurado la noche de la víspera, mientras yacían abrazados en el lecho


    25. Mientras contemplaba los interminables pasillos de libros, el Dragón Azul había sacudido la cabeza y murmurado


    26. Aunque Chyna había apenas murmurado y parecía imposible que la oyera por encima del chisporroteo de los huevos y las cebollas, Veiss dijo:


    27. Un americano había murmurado algo que no le había sentado bien al guarda


    1. Tal vez murmuramos, comomurmuraban los israelitas en el


    1. Murmuran las campanas el vicio triste del secreto,


    2. ellos murmuran todos una plegaria igual;


    3. malas lenguas murmuran, piensa él remediar el mal casándoseconmigo


    4. Las fuentes murmuran, los sapos cantan,la


    5. Servidores delvalle no los quieren; pero los forasteros que les vienen de criados pocoduran, y, antes de najarse, algo murmuran en el pueblo


    6. 12 Teniendo vuestra conversacion honesta entre los Gentiles; para que, en loque ellos murmuran de


    7. 12 y tengais vuestra conversacion honesta entre los Gentiles: para que en loque ellos murmuran de vosotros


    8. Saben que pasamos mucho tiempo en casa de Hilaria y todos murmuran


    9. Hace ya varias semanas que sé que murmuran de nosotras y que, para evitarlo, llevo siempre una pepita de girasol y un diente de lobo envueltos en una hoja de laurel


    10. Usted sabe lo que pasa en los servicios oficiales: las gentes de idénticas procedencias se mantienen unidas, las mujeres murmuran, dicen cosas que a lo mejor pueden ser simples embustes

    11. Bon apetit, murmuran


    12. Algunos murmuran en voz baja o echan una última ojeada a los tres cuerpos inmóviles en la orilla del caño


    13. Murmuran que los dioses nos están castigando por los pecados de vuestra Casa, porque vuestro hermano asesinó al rey Aerys, por la masacre de los hijos de Rhaegar, por la ejecución de Eddard Stark y la crueldad de la justicia de Joffrey


    14. Éstos se encogen de hombros, murmuran y retiran la mirada


    15. –¿Crees que no lo sé? ¿Crees que no siento cómo nos observan, cómo pegan pequeños mordisquitos a los pasteles y se miran entre ellas cuando se dan cuenta de que no son de Casa Popp? Sé lo que murmuran esas viejas cotorras tan bien como si me lo gritaran al oído, Otto


    16. Comprendí que la clave para entenderse en un lenguaje claro con el propio interior está en sentir las letras, no sólo en leerlas con la vista en los libros -en crear en sí mismo un intérprete que tradujera lo que los instintos murmuran sin palabras


    17. Él insiste en que siga rezando por los que murmuran sobre mí y yo rezo por ellos cada noche, de verdad, pero tengo la sensación de que ellos rezan incluso con mayor ahínco por mí y por el dinero


    18. Me escriben cartas, se me acercan en las veladas, me tiran de la manga en muchas ceremonias de levantamiento y acostarse a las que me invitan; se plantan frente a mi casa, me alcanzan en alta mar, me persiguen por las calles y los jardines, me envían vinos, plantan las putas más seductoras en mi cama, me murmuran en el confesionario y me amenazan con matarme, todo con la esperanza de que yo, por medio de un gesto de prestidigitación, canalice el próximo barco de tesoro a este o aquel puerto, de forma que caiga en las manos de este o aquel administrador local que redirigirá las ganancias a esta o aquella cuenta


    19. Sí, por lo acaecido en la “Rosales” hay mucha intranquilidad en los buques: la suboficialidad y la marinería murmuran y se hacen eco de las versiones que alientan los enemigos del gobierno


    20. Los miran con los ojos muy abiertos y sus labios de plástico murmuran: «Siempreiris, Siempreiris»

    21. Y él contempla aterrado cómo aquel ser reptante se acerca inexorablemente, la cabeza erguida y la fina lengua lamiendo el aire, mientras las voces murmuran algo que por fin puede entender


    22. «Non praevalebunt, non praevalebunt…», murmuran sus labios mirando fijamente la cortina de lluvia que azota los cristales de la ventana, en ese patio desde donde llega a ratos el lamento del perro de siempre


    23. Y lo gritan, y lo dicen, y lo murmuran borrachos de pólvora, espantados tanto del enemigo como de sí mismos, mientras empujan los cañones, meten las balas y disparan una y otra vez, ciegos, ensordecidos, desesperados ahora y en la hora de nuestra muerte, amén, con la certeza súbita de que sólo el más salvaje, el más cruel, el que cargue y dispare y blasfeme y rece con mayor rapidez y eficacia, podrá sobrevivir a la jornada


    24. Toda frase que extraigo, terminada y entera, de esta caldera es solamente una fila de seis pece­cillos que se han dejado pescar mientras millones de peces saltan y murmuran haciendo burbujear la caldera como plata hirviendo, y se escapan por entre mis dedos


    25. Si [284] murmuran de mí en esa tierra de maldición hazme el favor de decirles que ahí me las den todas


    26. Muchos son los que murmuran


    1. t En medio de las enlutadas y llorosas mujeres que por aquel camino sombreado acompañaban el féretro, murmurando oraciones, iba una extranjera, adulta, hermosa todavía a pesar de la mortal palidez de su semblante


    2. Oyó los pasos que se alejaban poco á pocoy volvió á sentarse murmurando:


    3. murmurando en su corazón; y vaviniendo así el olvido sobre su


    4. Y evocaba la tarde en que llegara a la ciudad murmurando los


    5. murmurando entre sí, con una voz baja y compasiva


    6. El maestro Durand fue a cumplir las órdenes del capitán, murmurando:


    7. Y precedió al joven por unas obscuras escaleras murmurando:


    8. margen de LaCorrespondencia, y murmurando entre dientes las


    9. sentaba el último en la mesa, murmurando el benedicite entre


    10. Esto se iba murmurando, por lo menos, en

    11. muros, con la frente entre lasmanos y murmurando sin cesar:


    12. lehabía puesto unos remedios enérgicos sobre la herida, murmurando luegouna invocación


    13. arrodillado, y estaba murmurando sus oraciones y pasandolas cuentas del enorme


    14. La mujer que los había contado recogió la mantilla y la desocupó en lagorra del pescador, murmurando


    15. María Teresa puso su mano en la de Juan, murmurando:


    16. Se pegó más a la reja, murmurando con timidez la condición


    17. fija la vista en el suelo y murmurando susoraciones


    18. Juan Claudio llenó las copas y Catalina secose las lágrimas, murmurando:


    19. Apretaba los puños, murmurando


    20. Se puso en pie murmurando:

    21. corazón de raíz, y cayó haciaatrás murmurando:


    22. murmurando por el somero cauce que naturalmentehabían abierto, y en cuyas márgenes crecían


    23. Hablando de sus proyectos y murmurando de esta suerte llegaron hasta lapuerta de


    24. de todo el dinero, murmurando:


    25. murmurando de los maestros con unarabia de desheredados


    26. Bobart, muy corrido, emprendió el camino del castillo, murmurando: "Y ahora, ¿qué voy á


    27. aquellos ojos en sus mejillas, y encendiosetoda en rubor, murmurando:


    28. Un cuarto de hora lo menos quedaba Pilar murmurando de laspetimetras y de


    29. Una ligera brisa del Sudeste hinchó las velas, murmurando triste entre


    30. , emprende todos los actos de su vida;y murmurando el

    31. - Oh, cariño, ¡estoy en casa!-Ella podía oír a Chloe y su padre murmurando en otra


    32. La mirada de Imhof pivotó hacia Rollo, pero el director de seguridad ya estaba murmurando algo por la radio


    33. Pepita recoge la carta y los cuadernos y se marcha murmurando a su habitación:


    34. Iban los encamisados murmurando entre sí, con una voz baja y compasiva


    35. Mientras las lágrimas corrían por sus mejillas, la pobre Jo extendía la mano en un gesto de desamparo, como si buscara ayuda ciegamente en la oscuridad, y Laurie la tomó en la suya, murmurando lo mejor que su emoción le permitió hacerlo:


    36. La última vez que yo fui a «Doctors Commons» , un hombre muy educado, revestido de un delantal blanco, me saltó encima bruscamente, murmurando a mi oído las palabras sacramentales: «¿Una autorización de matrimonio?», y con gran trabajo le impedí que me llevara en brazos al estudio de un procurador


    37. Una voz gangosa, lánguida, que arrastraba perezosamente las sílabas, resonó en la puerta, murmurando:


    38. Bajaron quince escalones, y se abrió la puerta de un subterráneo, en el que entró murmurando:


    39. Al menos Tully podía sostenerse en pie y parecía actuar como el Tully de siempre, lo cual significaba que insistía en limpiarse y asearse él mismo por mucho que le temblaran las rodillas; que armaba un gran estruendo yendo de un lado para otro, en los lavabos de la cubierta inferior, murmurando en voz baja, (quizá creyendo que se le entendía) y que, sobre todo, procuraba demostrar, por todos los medios, que necesitaba conservar su intimidad incluso ante hembras de una especie distinta a la suya


    40. Haral había puesto en marcha el ordenador que lanzaba un torrente de documentos e impresos legales en tanto que Khym, inclinado sobre su hombro, iba murmurando correcciones y cambios de estilo

    41. El resto de los English Prices asienten, murmurando algo a la vez


    42. Todos los vecinos murmurando y la preocupación, aunque tengo que reconocer que la policía se portó muy bien


    43. De vez en cuando le entregaba una a Hastings, murmurando:


    44. Paseó de un lado a otro por la habitación, murmurando por sí mismo y lanzando imprecaciones


    45. Luego, murmurando una excusa, se puso en pie y abandonó la mesa


    46. El hindú volvió a colocar la tabla, la clavó, extendió las esteras y se sentó encima, murmurando:


    47. Rosalía se levantó, murmurando algo entre dientes y se dirigió hacia las sombras del jardín


    48. En cuanto hubo salido el griego, la duquesa cerró la puerta y se tumbó en la cama sin desnudarse, murmurando:


    49. El anciano contramaestre, que había escuchado la conversación, se alejó murmurando:


    50. Se oían voces murmurando buenas noches













































    1. Los marineros del brick oían esta conversación y comenzaron a murmurar:


    2. ¡Atención! ¿no oís los violentos latidos de un corazón que brinca y lasinspiraciones de una respiración anhelante? ¿No oís hasta el ágil yfresco césped murmurar bajo el ligero peso que le aprisiona?


    3. en la abatida humildad de una adoración,que hasta recela que su murmurar, murmurar de preces,


    4. reposo revolcándose en el lecho,sintiendo la sangre hervir y murmurar dentro de las


    5. reacios y hasta osaron murmurar un poco, Golbasto losrefrenó con varios latigazos


    6. Y las cabezas de la comisión se movían para murmurar el optimismo


    7. tallesde quien murmurar, y cuya opinión se puede comprometer, en cuyos casosvaría


    8. que entre los olmos murmurar se oia,


    9. La chica enrojeció aún más y apenas pudo murmurar las gracias


    10. Los puso en doña Rebeca con tal expresión de firmeza y desprecio, que lavieja abatió los brazos y la voz para murmurar:

    11. Para ayudarla en la ardua empresa, tres condiciones únicamente exigióella: una, que el hijo continuara los estudios hasta graduarse deBachiller en leyes; otra, que se casara con Isabel Ilincheta a fin deaño; y la tercera, que aceptara, sin murmurar, el regalo del palacioque, con ese preciso objeto, le hacía su padre


    12. miradas penetrantes y comenzaban a murmurar de la persistenciacon que el joven


    13. ignoraba, se echó a murmurar sin embozo, y en la puerta


    14. Fueron arrastrados unos muebles, crujió una cama, un criado salió al balcón contiguo y comenzó abarrerlo… Se les oía murmurar y refunfuñar; luego, se callaron


    15. —¡Ya lo creo que lo van a pasar bien! —no pudo por menos que murmurar muy por lo bajo el amanerado—


    16. Algunos comenzaron a murmurar entre sí, pero guardaron silencio cuando mi madre les pidió que dijeran lo que tuvieran que decir en voz alta


    17. Stoneward lo percibió todo, aunque se limitó a murmurar:


    18. Luego, sin dejar de murmurar por lo bajo, empezó a introducir polvos de olores extraños y diminutos frascos de líquido en un enorme caldero, trabajando en apariencia con indiscriminada precipitación


    19. Las dos mujeres londinenses se aterrorizaron con los largos pasillos reverberantes del castillo, se quejaron y llegaron a murmurar sobre la posible existencia de fantasmas


    20. Starkwedder, sentado en el escabel, la contempló antes de murmurar: -Prosiga

    21. Al igual que antes, Sloan se movió, y Eragon le oyó murmurar:


    22. Empezaron a murmurar entre ellos, y miraban con añoranza la fisura cavernosa que dejaban atrás


    23. Los expectantes elfos soltaron un grito sordo al oír las palabras de Vanir y se pusieron a murmurar para desaprobar su atroz insulto al protocolo


    24. El herido había comenzado a temblar y a murmurar cosas inconexas e ininteligibles; y cuando la anciana lo iba a cubrir se escucharon los pasos acompañados de la criada que regresaba con el galeno


    25. Le dio el dinero a la mujer, que, después de murmurar algo, salió, bajando incomprensiblemente la cabeza, al pasar por la puerta


    26. Pero los marineros, en vez de obedecer la orden de su capitán y soltar las amarras que sujetaban el navío a los postes de la orilla, em­pezaron a murmurar, y uno de ellos levantó la voz y dijo: "¡Oh capitán! ¡bien sabes, no obstante, que hemos recibido órdenes completamente distintas del rey nuestro señor, que quiere que mañana embarque en nuestro navío su visir para ver si encuentra a los piratas musulmanes que parece amenazan con llevarse a la princesa Mariam!" Pero exclamó el capitán, en el límite del furor ante semejante resistencia: "¿Quién se atreve a resistirse a mis órdenes?" Y blandiendo su sable, de un solo tajo derribó la cabeza del que había hablado


    27. Mi vecino se ha levantado, y también ha empezado a danzar y a murmurar frases incomprensibles


    28. Por aquellos días estaba en todo su auge el establecimiento de recreo y dulce sociedad fundado por Córdoba, Salamanca y otros en la calle del Príncipe: a él concurrían lo más granado de la oficialidad de nuestro ejército y los personajes más simpáticos de la situación, sin que faltasen liberales blandos de buena sombra; allí la vida se deslizaba plácidamente en la conversación, en los comentarios de toda noticia social o política, en el murmurar malicioso, en el referir ameno, en la lectura de la prensa, en el billar, en el juego, etc


    29. Todo lo que podía tener de extraño su comportamiento -sus desapariciones misteriosas detrás las cortinas, al pie de la cama; el modo demorado, furtivo, demasiado íntimo, con que manejaba el cepillo para el pelo; su silencio en unas ocasiones y su locuacidad en otras; su impaciencia, su forma de murmurar, su empeño en querer aparentar una gran dedicación a una tarea cuando en realidad no estaba haciendo nada en absoluto-, cada uno de sus extraños actos (que le habían parecido incomprensibles) se hicieron de repente inteligibles bajo la terrible suposición de que estaba loca


    30. Me imagino que el pobre muchacho debió murmurar algunas palabras incoherentes o delirantes, y que ella las retorció, convirtiéndolas en este mensaje sin sentido

    31. Bayta se unió a las tres muchachas que se turnaban en la tarea siempre repetida y siempre ineficaz de dar palmaditas en los hombros, acariciar los cabellos y murmurar cosas incoherentes


    32. Nuestro campesino hace un alto para secarse el sudor de su frente (con la que gana el pan desde el desliz de Adán y Eva) y murmurar la oración, como en el cuadro de Millet


    33. Unos cuantos miembros del Tribunal se ponen a murmurar entre ellos y me da la impresión de que los demás los imitan, pero mentalmente


    34. “Lady Dalrymple, Lady Dalrymple”, se oyó murmurar en todas partes, y con toda la premura que permitía la elegancia, Sir Walter y las dos señoras se levantaron para salir al encuentro de Lady Dalrymple, quien junto a miss Carteret y escoltada por Mr


    35. Goyuk se inclinó para murmurar algo al oído de Jad, y por un instante los dos hombres discutieron qué podían hacer


    36. A pocos pasos del final del túnel, el viejo comenzó a murmurar en su delirio


    37. –¡Mierda! – oyó murmurar a Brendan desde el extremo opuesto de la cerca-


    38. No podía pensar con claridad, tan sólo murmurar su nombre


    39. Él la oyó murmurar:


    40. Las mujeres comenzaron a murmurar que la chica no aguantaría el parto

    41. Bayer empezó a murmurar


    42. Pero Amalia no sólo soportó la pena, sino que además poseía el entendimiento de penetrarla con la mirada, nosotros sólo veíamos las consecuencias, ella veía el motivo, nosotros teníamos esperanza en encontrar algún medio, por pequeño que fuese, ella sabía que todo estaba decidido, nosotros teníamos que murmurar, ella tenía que callar


    43. ¡Era la misma! Y volvió a murmurar, el loor suyo, la misma frase cándida:


    44. Julián pensó en la elevada torre y comenzó a murmurar


    45. Kaise frunció el ceño, se sentó con una expresión hosca en el rostro y empezó a murmurar incoherencias


    46. Sarene dejó que el momento flotara en el aire antes de murmurar:


    47. Como Anna no sabía qué decir, se limitó a murmurar que estaba encantada


    48. —Sí, sí, claro —dijo ella, antes de murmurar el último verso del tedeum, contenta de llevar el velo y con la esperanza de que la joven atribuyese su estado a la contemplación, no al cansancio


    49. Volvió a murmurar y la luz descendió al pozo


    50. La señora Higgler empezó a murmurar











































    1. Murmuras un precio y una pregunta, un ¿moreno?, un ¿te hace?, cualquier mierda de ésas


    1. – ?Oh, Dios mio! – murmuro Genevieve con angustia-


    2. –El Portavoz de los Muertos – murmuro


    3. Anna hizo un gesto vago; luego, entrecerró los párpados y murmuro:


    4. Suelto un gemido, pongo los ojos en blanco y murmuro en voz baja:


    5. Permitiendo que las voces perdieran algo de intensidad, Perenelle empezó a recorrer cada voz hasta escoger una que destacaba sobre las demás: una voz segura y fuerte que sobresalía sobre el murmuro de tartamudeos temblorosos


    6. Y al cabo de un rato, deteniéndose en la puerta del restaurante, mientras los dos hombres se adelantaban hacia el coche, murmuro:


    7. Al irse con el dinero, le murmuro:


    8. Nadie ha tocado nunca un timbre tan terrible: no me refiero al sonido que produjo sino a la presión en sí, al tacto del botón contra mi dedo, o de mi dedo contra el botón, nadie ha sentido nunca lo mismo que yo; aunque mi sensación fue lógica, ya que físicamente sería imposible tocar el timbre sin el hueso, quiero decir que sin el hueso nuestro dedo se torcería sobre el botón como un tubo de goma, o se aplastaría ridículamente, o se introduciría en sí mismo como un guante vacío, así que hasta cierto punto resulta lógico suponer que el timbre suena con el hueso, que es mi esqueleto el que llama a la puerta, pero nadie ha sentido nunca tal cosa, y me produjo pena y sorpresa comprobar que hasta aquel momento crucial yo ignoraba lo que realmente somos y que el conocimiento puede producirse así, de improviso, mientras el zumbido eléctrico molesta el oído todavía, que se me haya revelado en ese instante doméstico, que cuando Galia abrió la puerta yo ya fuera otro, que el sonido de su timbre me despertara de un sueño de ignorancia para sumirme en la vigilia de un mundo que, por desagradable que fuera, era más cierto, porque si mi dedo había hecho sonar el timbre era debido a que llevaba hueso en su interior; lo había percibido de repente: mi dedo era un dedo con hueso y su utilidad radicaba en el hueso, al palparlo noté la dureza debajo, tras impensables láminas de músculo, y la realidad de aquella presencia me dejó asombrado, estuporoso, con un estupor y un asombro no demasiado intensos pero permanentes: oh Dios mío tengo un hueso debajo, mi dedo no es un dedo, es un hueso articulado y protegido contra el desgaste: la idea me vino así, con una lógica tan aplastante que no me sorprendió en sí misma sino su ausencia hasta ese timbre; no había una idea extraña e increíble, había una extraña e increíble omisión de la idea en todo el mundo, justo hasta el histórico momento en que llamé a la puerta del piso de Galia, pero Galia estaba en el umbral con su bata azul celeste y su cabello ondulado como por rulos invisibles, y me contemplaba sorprendida; y es que es una mujer muy perspicaz: apenas me entretuve un instante demasiado largo entre su saludo y mi entrada, y ya me había preguntado qué me ocurría: yo me frotaba el índice de mi descubrimiento contra el pulgar, incapaz de creer aún que lo obvio podía estar tan oculto, casi temeroso de creerlo, y opté por disimular esperando tener más tiempo para razonar, así que entré, le di un beso, me quité el abrigo húmedo y la bufanda y saludé al pasar a César, que ladraba incesante en el patio de la cocina: Galia me dijo qué tal y yo le dije muy bien, y le devolví estúpidamente la pregunta y ella me respondió igual, y de repente me pareció absurdo este diálogo especular de respuestas consabidas, o quizá era que la revelación me había estropeado la rutina, véase si no otro ejemplo: mantuve tieso el culpable dedo índice mientras entraba, y ni siquiera lo utilicé para quitarme el abrigo, como si una herida repentina me impidiera usarlo, y es que desde que había comprobado que ocultaba un hueso lo miraba con cierta aprensión, como se miran los fetiches o los amuletos mágicos; pero hice lo que suelo hacer: me senté en uno de los dos grandes sofás de respaldo recto, estiré las piernas, saqué un cigarrillo —con los dedos pulgar y medio— y dije que sí casi al mismo instante que Galia me preguntaba si quería café, incluso antes de saber si realmente tenía ganas de café, ya que la tradición es que acepte, y Galia, tan maternal, necesita que yo acepte todo lo que me da y rechace todo lo que no puede darme; tomar el café en la salita, mientras termino el cigarrillo y justo antes de pasar al dormitorio, se ha vuelto, a la larga, el rato más excitante para ambos; charlamos de lo acontecido durante la semana, Galia me pregunta siempre por Ameli y Héctor Luis, se muestra interesada en mis problemas y apenas me habla de los suyos, pero el diálogo es una excusa para que ella me inspeccione, me palpe, capte cosas en mi mirada, en mi forma de vestir, en mis gestos, pues Galia, a diferencia de Alejandra, es una mujer afectuosa, impulsiva y, como ya he dicho, perspicaz, y la conversación no le interesa tanto como ese otro lenguaje inaudible de la apariencia, así que es muy natural que la interrumpa para decirme: estás cansado, ¿verdad?, o bien: hoy no tenías muchas ganas de venir, ¿no es cierto? o bien: cuéntame lo que te ha pasado, vamos, has discutido con Alejandra, ¿me equivoco?, así estemos hablando del tiempo que hace, los estudios de Héctor Luis o lo que sea, da igual, su mirada me envuelve y nota las diferencias; por lo tanto, no fue extraño que esa tarde me dijera, de repente: te encuentro raro, Héctor, y yo, con simulada ingenuidad: ¿sí?, y ella, confundida, aventura la idea de que pueda tratarse de Alejandra o de la niña: no, no es Alejandra, le digo, tampoco es Ameli; Alejandra sigue sin saber nada de lo nuestro, tranquila, y en cuanto a Ameli, ya la dejo por imposible, pero ella concluye que tengo una cara muy curiosa este jueves y yo la consuelo a medias diciéndole que estoy cansado, y ella insiste: pero no es cara de estar cansado sino preocupado, y yo: pues lo cierto es que no me pasa nada, Gali, porque cómo decirle que estoy pensando inevitablemente en el hueso de mi dedo índice, cómo decirle que de repente me he descubierto un hueso al llamar al timbre de su casa: ¿acaso no iba a sentirse un poco dolida?, ¿acaso no pensaría que era una forma como cualquier otra de decirle que ya estaba harto de visitarla cada semana, todos los jueves, desde hace años?, sonaba mal eso de: acabo de darme cuenta, Gali, justo al llamar al timbre de tu puerta, de que tengo un hueso en el dedo, de que mi dedo índice son tres huesos camuflados, para acto seguido decir: bueno, Gali, no pensemos más en que mi dedo índice son tres huesos, ¿no?, y vamos a la cama, que se hace tarde; sonaba mal, sobre todo porque con Galia, igual que con Alejandra, tenía que andar de puntillas: nuestra relación se había prolongado tanto que, a su modo, también era rutinaria, a pesar de que ella seguía llamándola «una locura»; curiosamente, Galia es viuda y libre y yo estoy casado y tengo dos hijos, pero ella sigue diciendo que lo nuestro es «una locura» y yo pienso cada vez más en una aburrida traición, un engaño cuya monótona supervivencia lo ha despojado incluso del interés perverso de todo engaño dejando solo los inconvenientes: jamás podría hablarle a Alejandra de Galia, ahora ya no, y jamás podría terminar con Galia, ahora ya no, cada relación se había instalado en su propia rutina y ya ni siquiera podía soñar con escaparme de ésta, porque se suponía que cada una servía precisamente para huir de la rutina de la otra: mi deber era cuidar de ambas, conocer a Galia y a Alejandra, saber qué les gustaba oír y qué no, lo cual, naturalmente, era difícil, y por eso mi propia rutina consistía en callarme frente a las dos; pero en momentos así callarme también era un esfuerzo, porque si me notaba incluso la división entre los huesos, si podía imaginármelos al tacto, sentirlos allí como un dolor o una comezón repentina, ¿cómo podía evitar pensar en eso?; y ni siquiera era mi dedo lo que me molestaba, ya dije, sino mi error al no darme cuenta hasta ahora: esa ceguera era lo que jodía un poco, perdonando la expresión; porque hubiera sido como si me creyera que el arlequín de la fiesta de disfraces no esconde a nadie debajo, cuando es bien cierto que ese alguien bajo el arlequín es quien le otorga forma a este último, que no podría existir sin el primero: sería tan solo puros leotardos a rombos blancos y negros, bicornio de cascabeles, zapatillas en punta y antifaz, pero no el arlequín, y de igual manera, ¿qué error me llevó a creer hasta esa misma tarde que mi dedo índice era un dedo?; si lo analizamos con frialdad, un dedo es un disfraz, ¿no?, una piel elegante que oculta el cuerpo de un hueso, o de tres huesos si nos atenemos a lo exacto, y a poco que lo meditemos, una vez llegados a este punto y pinchado en el hueso, valga la expresión, ya no se puede retroceder y razonar al revés: decir, por ejemplo, que el hueso es simplemente la parte interna de un dedo: sería como llegar a ver el alma: ¿acaso pensaríamos en el cuerpo con el mismo interés que antes?; pero mientras hablaba con Galia y la tranquilizaba estaba razonando lo siguiente: que este descubrimiento conlleva sus problemas, porque es un hallazgo delator, como atrapar a un miembro de la banda y lograr que revele la guarida de los demás: si mi dedo índice derecho, el dedo del timbre, lleva huesos ocultos, la conclusión más sencilla se extiende como un contagio a los otros cuatro de esa misma mano y, ¿por qué no?, a los cinco de la otra: tengo un total de diez huesos entre las dos manos, tirando por lo bajo, cinco huesos en cada una, y lo peor de todo es que se mueven: porque hay que pensar en esto para horrorizarse del todo: ¿alguna vez vieron moverse solos a diez huesos?, pues ocurre todos los días frente a ustedes, en el extremo final de los brazos: hagan esto, alcen una mano como hice yo aprovechando que Galia se acicalaba en el cuarto de baño (porque Galia se acicala antes y después de nuestro encuentro amoroso), alcen cualquiera de las dos manos frente a sus ojos y notarán el asco: cinco repugnantes huesos bajo una capa de pellejo (ni siquiera huesos limpios, por tanto, sino envueltos en carne) moviéndose como ustedes desean, cinco huesos pegados a ustedes, oigan, y tan usados: saber que nos rascamos con huesos, que cogemos la cuchara con huesos, que estrechamos los huesos de los demás en la calle, que acariciamos con huesos la piel de una mujer como Galia: saberlo es tan terrible pero no menos real que los propios huesos, saberlo es descubrirlo para siempre, y lo peor de todo fue lo que me afectó: no se trata de que no se me pusiera tiesa en toda la tarde, perdonando la intimidad, ya que esto me ocurría incluso cuando pensaba que los dedos eran dedos, no, lo peor fue el cuidado que puse: tanto que no parecía que estaba haciendo el amor sino operando algún diente delicado; y es que me invadió una notoria compasión por Galia, tan hermosota a sus cincuenta incluso, al pensar que sobaba sus opulencias, sus suavidades, con huesos fríos y duros de cadáver: mi culpa llegó incluso a hacerme balbucear incongruencias, desnudos ambos en la cama: ¿soy demasiado duro?, comencé por decirle, y ella susurró que no y me abrazó maternalmente, e insistir al rato, todo tembloroso: ¿no estoy siendo quizá algo tosco?, y ella: no, cariño, sigue, sigue, pero yo la tocaba con la delicadeza con que se cierran los ojos de un muerto, porque ¿cómo olvidar que eran huesos lo que deslizaba por sus muslos?, aún más: ¿cómo es que ella no lo sabía?, ¿acaso no se percataba de que las caricias que más le gustaban, aquellas en que mis dedos se cerraban sobre su carne, eran debidas a los huesos?: sin ellos, tanto daría que la magreara con un plumero: ¿cómo podría estrujar sus pechos sin los huesos?, ¿cómo apretaría sus nalgas sin los huesos?, ¿cómo la haría venirse, en fin, sin frotar un hueso contra su cosa, perdonando la vulgaridad?: sin los huesos, mis dedos valdrían tanto como mi pilila, perdonando la obscenidad, o sea, nada: ¿cómo es que ella no se horrorizaba de saber que nuestros retozos, que tanto le agradaban, eran puro intercambio de huesos muertos?, porque incluso sus propias manos, y mis brazos, y los suyos, Dios mío, ¿no eran largos y recios huesos articulados que se deslizaban por nuestros cuerpos, nos envolvían, apretaban nuestra carne, nos abrazaban?, ¿acaso era posible no sentir el grosero tacto de los húmeros, la chirriante estrechez del cúbito y el radio, los bolondros del codo y la muñeca?; sumido en esa obsesión me hallaba cuando dije, sin querer: ¿no estoy siendo muy afilado para ti?, y ella dijo: ¿qué?, y supe que la frase era absurda: «afilado»», ¿cómo podía alguien ser «afilado» para otro?, y casi al mismo tiempo me percaté de que era la pregunta correcta, la más cortés, la más cierta: porque con toda seguridad había huesos y huesos, unos afilados y otros romos, unos muy bastos y ásperos corno rocas lunares y otros pulidos quizá como jaspes: incluso era posible que el tacto del mismo hueso dependiera del ángulo en que se colocaba con respecto a la piel, porque un hueso es un poliedro, casi un diamante, y hay que imaginarse sobando a la querida con diez durísimos y helados cuarzos para comprender mi situación, pensar en la carilla adecuada que usaremos para deslizarlos por la piel, el borde más inofensivo, no sea que nuestros apretujones se conviertan en el corte del filo de un papel, en la erizante cosquilla de una navaja de barbero; y entre ésas y otras se nos pasó el tiempo y terminamos como siempre pero peor, resoplando ambos bocarriba como dos boyas en el mar, mirando al techo, con esa satisfacción pacífica que solo otorga la insatisfacción perenne: cuánto tiempo hace que tú y yo no disfrutamos, Galia, pienso entonces, que vamos llevando esto adelante por no aguardar la muerte con las manos vacías, tiempo repetido que nunca se recobra porque nunca se pierde, días monótonos, el trasiego de la rutina incluso en la excepción: porque, Galia, hemos hecho un matrimonio de nuestra hermosa amistad, eso es lo que pienso, pero hubiéramos podido ser felices si todo esto conservara algún sentido, si existiera alguna otra razón que no fuera la inercia para mantenerlo; oía su respiración jadeante de cincuenta años junto a mí y trataba de imaginarme que estaba pensando lo mismo: ese silencio, Galia, que nunca llenamos, la distancia de nuestra proximidad, por qué tener que imaginarlo todo sin las palabras, qué piensas de mí, qué piensas de ti misma, por qué hablar de lo intrascendente, y va y me indaga ella entonces: ¿qué tal el trabajo?, porque cree que el exceso de dedicación me está afectando, y yo le digo que bien, y ella, apoyada en uno de sus codos e inclinada sobre mí, los pechos como almohadas blandas, vuelve a la carga con Alejandra: pero te ocurre algo, Héctor, dice, desde que has entrado hoy por la puerta te noto cambiado, ¿no será que Alejandra sospecha algo y no me lo quieres decir?, y le he contestado otra vez que no, y a veces me interrogo: ¿por qué todo esto?, ¿por qué lo mismo de lo mismo, este vaivén inacabable?, ¿qué pasaría si un día hablara y confesara?, ¿qué pasaría si por fin me decidiera a hablar delante de Alejandra, pero también delante de Galia y de mí mismo?, decir: basta de secretos, de engaños, de misterios: ¿qué sentido le encontráis a todo?, ¿por qué oficiar siempre el mismo ritual de lo cotidiano?, y para cambiar de tema le comento que Ameli está atravesando ahora la crisis de la adolescencia y discute frecuentemente conmigo y que Héctor Luis ha decidido que no será dentista sino aviador; a Galia le gusta saber lo que ocurre con mis hijos, ese tema siempre la distrae, incluso me ofrece consejos sobre cómo educarlos mejor, y yo creo que goza más de su maternidad imaginaria que Alejandra de la real; en todo caso, es un buen tema para cambiar de tema, y pasamos un largo rato charlando sin interés y pienso que es curioso que venga a casa de Galia para hablar de lo que apenas importa, ya que eso es prácticamente lo único que hago con Alejandra; en los instantes de silencio previos a mi partida seguimos mirando el techo, o bien ella me acaricia, zalamera, incluso pesada, y me dice algo: esa tarde, por ejemplo: me gusta tu pecho velludo, así lo dice, «velludo», y no sé por qué pero de repente me parece repugnante recibir un piropo como ése, aunque no se lo comento, claro, y ella, insistente, juega con el vello de mi pecho y sonríe; Galia es una orquídea salvaje, pienso, y a saber por qué se me ocurre esa pijada de comparación, pero es tan cierta como que Dios está en los cielos aunque nunca le vemos: Galia es una orquídea salvaje en olor, tacto, sabor, vista y sonido, y me encuentro de repente pensando en ella como orquídea cuando la oigo decir: ¿por qué me preguntaste antes si eras «afilado»?, ¿eso fue lo que dijiste?, y me pilla en bragas, perdonando la expresión, porque al pronto no sé a lo que se refiere, y cuando caigo en la cuenta, y para no traicionarme, le respondo que quería saber si le estaba haciendo daño en el cuello con mis dientes, y ella va y se echa a reír y dice: ¡vampirillo, vampirillo!, y vuelve a acariciarme, y como un tema trae otro, lo de los dientes le recuerda que necesita hacerse otro empaste, porque hace dos días, comiendo empanada gallega, notó que se le desprendía un pedacito de la muela arreglada, así que pasará por mi consulta sin avisarme cualquier día de éstos, y de esa forma nos veremos antes del jueves, dice, y su sonrisa parece dar a entender que está recordando el día en que nos conocimos, porque las mujeres son aficionadas a los aniversarios, ella tendida en el sillón articulado, la boca abierta, y yo con mi bata blanca y los instrumentos plateados del oficio, y como para confirmar mis sospechas me acaricia de nuevo el pecho «velludo» y dice: me gustaste desde aquel primer día, Héctor, me hiciste daño pero me gustaste, y claro está que nos reímos brevemente y yo le digo que nunca he comprendido por qué se enamoró de mí en la consulta, qué clase de erotismo desprendería mi aspecto, bajito, calvo y bigotudo, amortajado en mi bata blanca, entre el olor a alcohol, benzol, formol y otros volátiles, provisto de garfios, tenacillas, tubos de goma, lancetas y ganchos, porque no es que mi oficio me disgustara, claro que no, pero no dejaba de reconocer que la consulta de un dentista de pago es cualquier cosa menos un balcón a la luz de la luna frente a un jardín repleto de tulipanes, eso le digo y ella se ríe, y por último el silencio regresa otra vez, inexorable, porque es un enemigo que gana siempre la última batalla; llega la hora de irme, esa tarde más temprano porque mi suegro viene a cenar a casa, y cuando voy a levantarme la oigo decir, como de forma casual: ¿qué haces frotándote los dedos sin parar, Héctor?, ¿te pican?, eso dice, y descubro que, en efecto, he estado todo el rato dale que dale moviendo los dedos de la mano derecha como si repitiera una y otra vez el gesto con el que indicamos «dinero» o nos desprendemos de alguna mucosidad, perdonando la vulgaridad, que es casi el mismo que el que utilizamos para indicar «dinero», y enrojezco como un niño de colegio de curas pillado en una mentira y quedo sin saber qué decirle, hasta que por fin me decido y opto por revelarle mi hallazgo: nada, digo, ¿es que nunca te has tocado el hueso que tenemos bajo los dedos?, y lo pregunto con un tono prefabricado de sorpresa, como si lo increíble no fuera que yo me los frotase sino que ella no lo hiciera: qué dices, me mira sin entender, y me encojo de hombros y le explico: es que resulta curioso, ¿no?, quiero decir que si te tocas los dedos notas durezas debajo, ¿verdad?, y esas durezas son el hueso, ¿no te parece curioso, Gali?, toca, toca mis dedos: ¿no lo palpas bajo la piel, la grasa y los tendones?, es un hueso cualquiera, como los que César puede roer todos los días, le digo, y ella retira la mano con asco: qué cosas tienes, Héctor, dice, es repugnante, dice, y yo le doy la razón: en efecto, es repugnante pero está ahí, son huesos, Gali, mondos y lirondos, blancos, fríos y duros huesos sin vida: sin vida no, dice ella, pero replico: sin vida, Gali, porque nadie puede vivir con los huesos fuera, los huesos son muerte, por eso nos morimos y sobresalen, emergen y persisten para siempre, pero se ocultan mientras estamos vivos, es curioso, ¿no?, quiero decir que es curioso que seamos incapaces de vivir sin los huesos de nuestra propia muerte, pero más aún: que los llevemos dentro como tumbas, que seamos ellos ocultos por la piel, que seamos el disfraz del esqueleto, ¿no, Gali?, y ella: ¿te pasa algo, Héctor?, y yo: no, ¿por qué?, y ella: es que hablas de algo tan extraño, y yo le digo que es posible y me callo y pienso que quién me manda contarle mi descubrimiento a Galia, sonrío para tranquilizarla y me levanto de la cama, no sin antes cubrirme convenientemente con la sábana, ya que siempre me ha parecido, a propósito del tema, que la desnudez tiene su hora y lugar, como la muerte, y recojo la ropa doblada sobre la silla, me visto en el cuarto de baño y para cuando salgo Galia me espera ya de pie, en bata estampada por cuya abertura despuntan orondos los pechos y destaca el abultado pubis, me da un besazo enorme y húmedo y me envuelve con su cariño y bondad maternales: te quiero, Héctor, dice, y yo a ti, respondo, y no te preocupes, dice, porque otro día nos saldrá mejor, y me recuerda aquel jueves de la primavera pasada, o quizá de la anterior, en que fuimos capaces de hacerlo dos veces seguidas y en que ella me bautizó con el apodo de «hombre lobo»: teniendo en cuenta que hoy he sido «vampirillo», más intelectual pero menos bestia, quién duda de que me convertiré cualquier futuro jueves en «momia» y terminará así este ciclo de avatares terroríficos que comenzó con un «frankenstein» entre luces blancas, olor a fármacos y cuchillas plateadas, pero esto lo digo en broma, porque bien sé que lo nuestro nunca terminará, ya que, a pesar de todo —incluso de mi escasa fogosidad—, es «una locura», o no, porque hay ritual: el rito de decirle adiós a César, ladrando en el patio encadenado a una tubería oxidada, el beso final de Galia, y otra vez en la calle, ya de noche, frotándome los dedos dentro de los bolsillos del abrigo mientras camino, porque vivo cerca de la casa de Galia y tengo mi trabajo cerca de donde vivo, así que me puedo permitir ir caminando de un sitio a otro, todo a mano en mi vida salvo los instantes de vacaciones en que nos vamos al apartamento de la costa, y, sin embargo, debido a la repetición de los veranos, también a mano el apartamento, y la costa, y todo el universo, pienso, tan próximo todo como mis propias manos, y, sin embargo, a veces tan sorprendentemente extraño como ellas: porque de improviso surge lo oculto, los huesos que yacen debajo, ¿no?, pienso eso y froto mis dedos dentro de los bolsillos del abrigo; y ya en casa, comprobar que mi suegro había llegado ya y excusarme frente a él y Alejandra con tonos de voz similares, aunque ambos creen que los jueves me quedo hasta tarde en la consulta «haciendo inventario», que es la excusa que doy, así me cuesta menos trabajo la mentira, ya que me parece que «hacer inventario» es suministrarle a Alejandra la pista de que mi demora es una invención, una alocada fantasía de mi adolescencia póstuma, hasta tal extremo de juego y cansancio me ha llevado el silencio de estos últimos años; además, sospecho que el viejo escoge los jueves para disponer de un rato a solas con Alejandra mientras yo estoy ausente, lo cual, hasta cierto punto, me parece una compensación, Alejandra tiene a su padre y yo tengo a Galia, y sospecho que desde hace meses ambas parejas pasamos el tiempo de manera similar: hablando de tonterías y fumando; el padre de Alejandra, rebasados los ochenta, tiene una cabeza tan perfecta y despejada que te hace desear verlo un poco confuso de vez en cuando, que Dios me perdone, porque además ha sido librero, propietario de una antigua tienda ya traspasada en la calle Tudescos, hombre instruido y amante de la letra impresa, particularmente de los periódicos, y con un genio detestable muy acorde con su inútil sabiduría y su fisonomía encorvada y su luenga barbilla lampiña; Alejandra, que ha heredado del viejo el gusto por la lectura fácil y la barbilla, además de cierta distracción del ojo izquierdo que apenas llega a ser bizquera, se enzarza con él en discusiones bienintencionadas en las que siempre terminan ambos de acuerdo y en contra de mí, aunque yo no haya intervenido siquiera, ya que al viejo nunca le gustó nuestro matrimonio, y no porque hubiera creído que yo era una mala oportunidad, sino por «principios», porque el viejo es de los que odian a priori, y yo nunca sería él, nunca compartiría todas sus opiniones, nunca aceptaría todos sus consejos y, particularmente, jamás permitiría que Alejandra regresara a su área de influencia (vacía ya, porque su otro hijo se emancipó hace tiempo y tiene librería propia en otra provincia); además, mi profesión era casi una ofensa al buen gusto de los «intelectuales discretos» a los que él representa, porque está claro que los dentistas solo sabemos provocar dolor, somos terriblemente groseros, apenas se puede hablar con nosotros a diferencia de lo que ocurre con el peluquero o el callista (debido a que no se puede hablar mientras alguien te hurga en las muelas), y, por último, ni siquiera poseemos la categoría social de los cirujanos: el hecho de que yo ganara más que suficiente como para mantener confortables a Alejandra y a mis dos hijos, poseer consulta privada, secretaria y servicio doméstico, no excusaba la vulgaridad de mi trabajo, pero lo cierto es que nunca me había confiado de manera directa ninguna de estas razones: frente a mí siempre pasaba en silencio y con fingido respeto, como frente a la estatua del dictador, pero se agazapaba aguardando el momento de mi error, el instante apropiado para señalar algo en lo que me equivoqué por no hacerle caso, aunque, por supuesto, nunca de manera obvia ni durante el período inmediatamente posterior a mi pequeño fracaso, porque no era tanto un cazador legal como furtivo y rondaba en secreto a mi alrededor esperando el instante apropiado para que su odio, dirigido hacia mí con fina puntería, apenas sonara, y entonces hablaba con una sutileza que él mismo detestaba que empleasen con él, ya que había que ser «franco, directo, como los hombres de antes», pero yo, lejos de aborrecerle, le compadecía (y fingía aborrecerle precisamente porque le compadecía): me preguntaba por qué tanto silencio, por qué llevarse todas sus maldiciones a la tumba, cuál es la ventaja de aguantar, de reprimir la emoción día tras día o enfocarla hacia el sitio incorrecto; pero lo más insoportable del viejo era su fingida indiferencia, esa charla intrascendente durante las cenas, ese acuerdo tácito para no molestar ni ser molestado, tan bien vestido siempre con su chaqueta oscura y su corbata negra de nudo muy fino: un día te morirás trabajando, me dice cuando me excuso por la tardanza, y no te habrá servido de nada: este gobierno nunca nos devuelve el tiempo perdido ese del señor Joyce, añade (su costumbre de citar autores que nunca ha leído solo es superada por la de citarlos mal), que diga, Proust, se corrige, a mí siempre los escritores franceses me han dado por atrás, con perdón, dice, y por eso me equivoco, y Alejandra se lo reprocha: papá, dice; mientras finjo que escucho al viejo, contemplo a Alejandra ir y venir instruyendo a la criada para la cena y llego a la conclusión de que mi mujer es como la casa en la que vivimos: demasiado grande, pero a la vez muy estrecha, adornada inútilmente para ocultar los años que tiene y llena de recuerdos que te impiden abandonarla; Alejandra tiene amigas que la visitan y le dan la enhorabuena cuando Ameli o Héctor Luis consiguen un sobresaliente; a diferencia de Galia, Alejandra es fría, distinguida e intelectual a su modo, y vive como tantas otras personas: pensando que no está bien vivir como a uno realmente le gustaría, porque Alejandra cree que el matrimonio termina unos meses después de la boda y ya solo persiste el temor a separarse; su religión es semejante: hace tiempo que dejó de creer en la felicidad eterna y ahora tan solo teme la tristeza inmediata; sin embargo, invita a almorzar con frecuencia al párroco de la iglesia y acude a ésta con una elegancia no llamativa, lo que considera una característica importante de su cultura, pues en la iglesia se arrodilla, reza y se confiesa y murmura por lo bajo cosas que parecen palabras importantes; a veces he pensado en la siguiente blasfemia: si a Dios le diera por no existir, ¡cuántos secretos desperdiciados que pudimos habernos dicho!, ¡qué opiniones sobre ambos hemos entregado a otros hombres!, pero lo terrible es que tanto da que Dios exista: dudo que al final me entere de todo lo que comentas sobre mí y sobre nuestro matrimonio en la iglesia, Alejandra, eso pienso; qué va: por paradójico que resulte, la iglesia es el lugar donde la gente como nosotros habla más y mejor, pero todo se disuelve en murmullos y silencio y oraciones, y la verdad se pierde irremediablemente: quizá la clave resida en arrodillarnos frente al otro siempre que tengamos necesidad de hablar, o en hacerlo en voz baja y muy rápido, sin pensar, cómo si rezáramos un rosario; y meditando esto oigo que el viejo me dice: ¿te pasa algo en los dedos, Héctor?, con esa malicia oculta de atraparme en otro error: y es que ahora compruebo que desde que he llegado no he dejado en ningún momento de palparme los extremos de las falanges, los rebordes óseos, el final de los metacarpos; ¿qué opinaría el viejo si le confiara mi hallazgo?, pienso y sonrío al imaginar las posibles reacciones: nada, le digo, y muevo los huesos ante sus ojos y cambio de tema; ni Ameli ni Héctor Luis están en casa cuando llego, e imagino que es la forma filial que poseen de «hacer inventario» por su cuenta, lo cual no me parece ni malo ni bueno en sí mismo, y nos sentamos a la mesa casi enseguida y Alejandra sirve de la fuente de plata con el cucharón de plata las albóndigas de los jueves, y nos ponemos a escuchar la conversación del viejo con el debido respeto, como quien oye una interminable bendición de los alimentos, interrumpido a ratos por las breves acotaciones de Alejandra, solo que esa noche el tema elegido se me hace extraño, alegórico casi, y además empiezo a sentirme incómodo nada más comenzar a comer, porque los brazos, que apoyo en el borde de la mesa, me han desvelado con todo su peso la presencia de los huesos, del cúbito y el radio que guardan dentro, y los codos se me figuran una zona tan inadecuada y brutal para esa respetuosa reunión como colocar quijadas de asno sobre la mesa mientras el viejo habla, y en su discurso de esa noche repite una y otra vez la palabra «corrupción»: ¿habéis visto qué corrupción?, dice, ¿os dais cuenta de la corrupción de este gobierno?, ¿acaso no se pone de manifiesto la corrupción del sistema?, ¿no son unos corruptos todos los políticos?, ¿no oléis a corrupción por todas partes?, ¿no se ha descubierto por fin toda la corrupción?, y mientras le escucho, intento no hacer ruido con mis brazos, porque de repente me parece que la madera de la mesa al chocar contra el hueso produce un sonido como el de un muerto arañando el ataúd y no me parece correcto escuchar la opinión del viejo con tal ruido de fondo, pero como tengo que comer, cojo tenedor y cuchillo y divido una albóndiga en dos partes y me llevo una a los labios intentando no mirar hacia los huesos que sostienen el tenedor, porque no es agradable la paradoja de verme alimentado por un esqueleto, aunque sea el mío, pero mientras mastico con los ojos cerrados oyendo al viejo hablar de la «corrupción» mi lengua detecta una esquirla, un pedacito de algo dentro de la albóndiga, y, tras quejarme a Alejandra con suavidad, recibo esta respuesta: será un huesecillo de algo, es que son de pollo, Héctor, y es quitarme con mis huesos índice y pulgar el huesecillo y dejarlo sobre el plato, e írseme la mente tras esta idea inevitable: que dentro de todo lo blando necesariamente existe lo que queda, el hueso, el armazón, la dureza, el hallazgo, aquello oculto que es blanco y eterno, lo que permanece en el cedazo, la piedra, lo que «nadie quiere»; es imposible huir de «eso que queda», porque está dentro, así que escondo los brazos bajo la mesa, incluso me tienta la idea de comer como César, acercando el hocico al plato, pero ¿acaso no es inútil todo intento de disimulo frente al apocalíptico trajín de la cena?, porque lo que percibo en ese instante es algo muy parecido a una hogareña resurrección de los muertos: incluso con el apropiado evangelista —mi suegro—, gritando «corrupción»: Alejandra coge el pan con sus huesos y lo hace crujir y lo parte, el viejo apoya los huesos en el mantel y los hace sonar con ritmo, Alejandra coge el cucharón con sus huesos y sirve más albóndigas repletas de huesecillos de pollo muerto, el viejo va y se limpia los huesos sucios de carne ajena con la servilleta, Alejandra señala con su hueso la cesta del pan y yo se la alcanzo extendiendo mis huesos y ella la coge con los suyos, hay un cruce de húmeros, cúbitos y radios, de carpos y metacarpianos, de falanges, y nos pasamos de unos a otros, de hueso a hueso, la vinagrera, el aceite, la sal, el vino y la gaseosa, y llegan Ameli y Héctor Luis, una del cine y el otro de estudiar, y saludan, y Ameli desliza sus frágiles huesos de quince años por mi cabeza calva, envuelve con sus breves húmeros mi cuello, me besa en la mejilla: ¿dónde has estado hasta estas horas?, le pregunto, y ella: en el cine, ya te lo he dicho, y yo: pero ¿tan tarde?; sí, dice, habla sin mirar sus manos gélidas, los huesos de sus manos muertas, sus brazos como pinzas blancas; sí, papá, la película terminó muy tarde; y de repente, mientras la contemplo sentándose a la mesa, su cabello oscuro y lacio, los ojos muy grandes, el jersey azul celeste tenso por la presencia de los huesos, he sentido miedo por ella, he querido cogerla, atraparla y bogar juntos por ese fluir desconocido e incesante hacia la oscuridad final: creo que deberías volver más temprano a casa a partir de ahora, Ameli, le digo, y ella: ¿por qué?, con sus ojos brillando de disgusto, y yo, mis brazos escondidos, ocultos, sin revelarlos: creo que las calles no son seguras, y el viejo me interrumpe: hoy ya nada es seguro, Héctor, dice y sigue comiendo, Alejandra sirve albóndigas y Héctor Luis se queja de que son muchas, y Ameli: ¡pero ya tengo quince años, papá!, y yo: es igual, y entonces Alejandra: no seas muy duro con la niña, Héctor, dice, le dimos permiso para que volviera hoy a esta hora, pero ella sabe que solamente hoy; guardo silencio: en realidad, todo se sumerge en el silencio salvo el entrechocar de los huesos; Ameli y Héctor Luis son tan distintos, pienso, pero en algo se parecen, y es que ambos se nos van; no los he visto crecer, los he visto irse: pero ni siquiera eso, pienso ahora, porque jamás he podido saber si alguna vez estuvieron por completo; Ameli tiene novio, pero es un secreto; sabemos que Héctor Luis ha salido con varias chicas, pero lo que piensa de ellas es secreto; ambos se han hecho planes para el futuro, tienen deseos, ganas de hacer cosas, pero todo es secreto: quizá lo comentan en los «pubs» a falta de una buena iglesia en la que poder hablar como nosotros, tan a gusto, pero en casa adoptan los dos mandamientos trascendentales de la familia: nunca hablarás de nada importante y ama el enigma como a ti mismo, ¡y si hubiera solo silencio!, pero es la charla insignificante lo que molesta, y ahora esos ruidos detrás: el golpe, el crujir de nuestros huesos; siento algo muy parecido a la pena, pero una pena casi biológica, como una mota en el ojo o el aroma inevitable de la cebolla cruda, y me disculpo para ir al baño y llorar a gusto por algo que no entiendo, y más tarde, en la cama, con Alejandra a mi lado leyendo complacida un librito de romances, me da por preguntarle: ¿soy demasiado duro contigo? mientras me observo los huesos tranquilos sobre la colcha: mis manos muertas y peladas, los cúbitos y radios en aspa, los húmeros convergiendo, y ella deja un instante el libro que sostiene con sus huesos, me mira sorprendida y dice: no, Héctor, no, ¿por qué preguntas eso?, y yo, insistente: ¿he sido duro contigo alguna vez?, y ella: nunca, y yo: ¿quizá soy demasiado tosco?, y ella: Héctor, ¿qué te pasa?, y yo: demasiado rudo quizá, ¿no?, y ella: no seas bobo, ¿lo dices porque hoy no hablaste apenas durante la cena?, ya sé que papá no te cae bien, me da un beso y añade: procura descansar, el trabajo te agota, y la veo extender las falanges blancas y articuladas de sus dedos, apagar la lamparilla de pantalla rosa y sumir la habitación en una oscuridad donde la luz de la luna, filtrada, hace brillar las superficies ásperas de nuestros huesos; después, en el sueño, he presenciado un teatro de sombras donde mis manos y brazos se movían, desplazándome, porque eran lo único, ya que la vida se había invertido como un negativo de foto y ahora solo importaba lo oculto, el secreto descubierto: los huesos de mis manos se extendían con un sonido semejante a los resortes de madera de ciertos juguetes antiguos, emergiendo del telón negro que los rodeaba: son ellos solos, el mundo es ellos, brazos y manos colgantes que hacen y deshacen, crean y destruyen, no nacen ni mueren, simplemente cambian su posición, horizontal, vertical, en ángulo, hacia arriba o hacia abajo, brazos que se balancean al caminar y manos que agarran con sus huesos cosas invisibles; y a la mañana siguiente, tras toda una noche de sueños interrumpidos y vueltas en la cama, creo comprenderlo: mi revelación es una lepra que avanza incesante, porque suena el despertador con su timbre gangoso que tanto me recuerda a una trompeta de cobre, pongo los pies descalzos en las zapatillas y lo noto: la dureza bajo las plantas, la pelusa del forro de las zapatillas adherida a los huesos del tarso, el rompecabezas de huesos irregulares de mis pies, los extremos de la tibia y el peroné sobresaliendo por el borde del pijama, las rótulas marcando un óvalo bajo la tela extendida, y al erguirme, el crujido de los fémures: el descubrimiento no me hace ni más ni menos feliz que antes, ya que lo intuyo como una consecuencia, pero un estupor inmóvil de estatua persiste en mi interior; y al ducharme viene lo peor, porque entonces compruebo que los golpes de las gotas no me lavan sino que se limitan a disgregarme la suciedad por mis huesos: arrastran el barro de mis costillas goteantes, concentran la cal en mis pies, desprenden la tierra, permean las junturas, las grietas, los desperfectos, rajan los pequeños metacarpos como cáscaras de huevo, horadan mis clavículas y escápulas, pero no hoy ni ayer sino todos y cada uno de los días en un inexorable desgaste, siento que me disuelvo en agua y salgo con prisa no disimulada de la bañera y seco mi esqueleto goteante, deslizo la toalla por el cilindro de los huesos largos como si envolviera unos juncos, la arranco con torpeza de la trabazón de las vértebras, froto como cristales de ventana los huesos planos, pienso que debo conservarme seco para siempre porque de repente sé que soy un armazón de cincuenta años de edad que solo puede humedecerse con aceite, y es en ese instante, o quizá un poco después, cuando apoyo la maquinilla de afeitar contra mi rostro, que siento la invasión final de esa lepra y quedo tan inerme que apenas puedo apartar las cuchillas giratorias de mi mejilla: algo parecido a una horrísona dentera me paraliza, porque de repente noto como el restregar de un rastrillo contra una pizarra o el arañar baldosas con las patas metálicas de una silla, incluso imagino que pueden saltar chispas entre la maquinilla y el hueso de la mandíbula o el pómulo; me palpo con la otra mano la cabeza, siento las durezas del cráneo, el arco de las órbitas, el puente del maxilar, el ángulo de la quijada, y pienso: ¿por qué finjo que me afeito?, ¿acaso mi rostro no es un añadido, una capa, una máscara?; entra Alejandra en ese instante y casi me parece que gritará al ver a un desconocido, pero apenas me mira y se dirige al lavabo; yo me aparto, desenchufo la maquinilla y la guardo en su funda, y ella: ¿ya te has afeitado, Héctor?, y yo: sí, y salgo del baño con rapidez: ¡no podría acercar esa maquinilla a los huesos de mi calavera!; todo es tan obvio que lo inconcebible parece la ignorancia, pienso mientras me visto frente al espejo del dormitorio y abrocho la camisa blanca alrededor de las delgadas vértebras cervicales: llevar un cráneo dentro, una calavera sobre los hombros, besar con una calavera, pensar con una calavera, sonreír con una calavera, mirar a través de una calavera como a través de los ojos de buey de un barco fantasma, hablar por entre los dientes de una calavera: aquí está, tan simple que movería a risa si no fuera espantoso, y me afano en terminar el lazo de mi corbata con los huesos de mis dedos sonando como agujas de tricotar; Alejandra llega detrás, peinándose la melena amplia y negra que luce sobre su propia calavera, y el paso del cepillo descubre espacios blancos en el cuero cabelludo donde los pelos se entierran: parece inaudito saberlo ahora, contemplarlo ahora; entre los dientes sostiene dos ganchillos: el asco llega a tal extremo que tengo que apartar la vista: allí emerge el hueso, pienso, el subterfugio, el disfraz, tiene un defecto, como una carrera en la media que descubre el rectángulo de muslo blanco; allí, tras los labios, los dientes, los únicos huesos que asoman, y vivimos sonriendo y mostrándolos, y nos agrada enseñarlos y cuidarlos y mi profesión consiste precisamente en mantenerlos en buen estado, blancos y brillantes, limpios, pelados, lisos, desprovistos de carne, como tras el paso de aves carroñeras: esa hilera de pequeñas muertes, esa dureza tras lo blando; ¿acaso no es enorme el descuido?; de repente tengo deseos de decirle: Alejandra, estás enseñando tus huesos, oculta tus huesos, Alejandra, una mujer tan respetable como tú, una señora de rubor fácil, tan educada y limpia, con tu colección de novela rosa y tu familia y tu religión, ¿qué haces con los huesos al aire?, ¿no estás viendo que incluso muerdes cosas con tus huesos?, ¡Alejandra, por favor, que son tus huesos hundidos en el cráneo oculto, los huesos que quedarán cuando te pudras, mujer: no los enseñes!; esto va más allá de lo inmoral, pienso: es una especie de exhumación prematura, cada sonrisa es la profanación de una tumba, porque desenterramos nuestros huesos incluso antes de morir; deberíamos ir con los labios cerrados y una cruz encima de la boca, hablar como viejos desdentados, educar a los niños para que no mostraran los dientes al comer: un error, un gravísimo error en la estructura social comparable a caminar con las clavículas despellejadas, tener los omoplatos desnudos, descubrir el extremo basto del húmero al flexionar el codo, mostrar las suturas del cráneo al saludar cortésmente a una señora, enseñar las rótulas al arrodillarnos en la misa o las palas del coxal durante un baile o la superficie cortante del sacro durante el acto sexual: y sin embargo, ella y yo, con nuestros horribles dientes, la prueba visible de la existencia de los cráneos: absurdo, murmuro, y ella: ¿decías algo?, pero hablando entre dientes debido a los ganchillos, como si lo hiciera a través de apretadas filas de lápidas blancas, un soplo de aire muerto por entre las piedras de un cementerio, o peor: la voz a través de la tumba, las palabras pronunciadas en la fosa: no, nada, respondo, y ella, intrigada, se me acerca y arrastra sus falanges por mis vértebras: te noto distante desde ayer, Héctor, ¿te ocurre algo?, ¿es el trabajo?, y juro que estuve a punto de decirle: te la pego con una antigua paciente desde hace varios años, todos los jueves a la misma hora, pero no te preocupes porque una increíble revelación me ha hecho dejarlo, ya nunca más regresaré con Galia, no merece la pena (y por qué no decirlo, pienso, por qué reprimir el deseo y no decir la verdad, por qué no descargar la conciencia y vaciarme del todo); sin embargo, en vez de esa explicación catártica, le dije que sí, que era el exceso de trabajo, y me mostré torpe, callándome la inmensa sabiduría que poseía mientras notaba cómo descendían sus falanges por el edificio engarzado de mi columna, y ella dijo: pero hace mucho tiempo que no me sonríes, y pensé: ¡te equivocas!, somos una sonrisa eterna, ¿no lo ves?: nuestros dientes alcanzan hasta los extremos de la mandíbula y no podemos dejar de sonreír: sonreímos cuando gritamos, cuando lloramos, al pelear, al matar, al morir, al soñar: sonreímos siempre, Alejandra, quise decirle, y la sonrisa es muerte, ¿no lo ves?, quise decirle, nuestras calaveras sonríen siempre, así que la mayor sinceridad consiste en apartar los labios, elevar las comisuras y sonreír con la piel intentando imitar lo mejor posible nuestra sonrisa interior en un gesto que indica que estamos conformes, que aceptamos nuestro final: porque al sonreír descubrimos nuestros dientes, «enseñamos la calavera un poco más», no hay otro gesto humano que nos desvele tanto; la sonrisa, quise decirle, traiciona nuestra muerte, la delata; cada sonrisa es una profecía que se cumple siempre, Alejandra, así que vamos a sonreír, separemos los labios, mostremos los dientes, sonriamos para revelar las calaveras en nuestras caras, hagamos salir el armazón frío y secreto, draguemos el rostro con nuestra sonrisa y extraigamos el cráneo de la profundidad de nuestros hijos, de ti y de mí, del abuelo, de los amigos, de los parientes y del cura; pero no le dije nada de eso y me disculpé con frases inacabadas y ella enfrentó mis ojos y me abrazó y sentí los crujidos, la fricción, costilla contra costilla, golpes de cráneos, y supuse que ella también los había sentido: no seamos tan duros, le dije, y ella respondió, abrazándome aún: no, tú no eres duro, Héctor, y yo le dije: ambos somos duros, y tenía razón, porque se notaba en los ruidos del abrazo, en el telón de fondo de nuestro amor: un sonido semejante al que se produciría al echarnos la suerte con los palillos del I Ching sobre una mesa de mármol, o jugando al ajedrez con fichas de marfil, un trajín de palitos recios como un pimpón de piedra, el entrechocar aparentemente dulce de nuestros esqueletos como agitar perchas vacías; me aparté de ella y terminé de vestirme: quizá soy dura contigo, repitió ella, yo también soy duro, dije, y pensé: y Ameli y Héctor Luis, y todos entre sí y cada uno consigo mismo, ¡qué duros y afilados y cortantes y fríos y blancos y sonoros!; ¿te vas ya?, me dijo, sí, le dije, porque no deseaba desayunar en casa, en realidad no deseaba desayunar nunca más, pero sobre todo, sobre todas las cosas, no deseaba cruzarme con los esqueletos de mis hijos recién levantados, así que casi eché a correr, abrí la puerta y salí a la calle con el abrigo bajo el brazo, a la madrugada fría y oscura; ya he dicho que tengo la consulta cerca, lo cual siempre ha sido una ventaja, aunque no lo era esa mañana: quería trasladarme a ella solo con mi voluntad, sin perder siquiera el tiempo que tardara en desearlo; caminaba observando con mis cuencas vacías las casas que se abren, las figuras blancas que emergen de ellas como fantasmas en medio de la oscuridad, las primeras tiendas de alimentos llenas de huesos y cadáveres limpios de seres y cosas; caminaba y observaba con mis órbitas negras, lleno de un extraño y perseverante horror: ¿qué hacer después de la revelación?, ¿dónde, en qué lugar encontraría el reposo necesario?; porque ahora necesitaba envolverme, ahora, más que nunca, era preciso hallar la suavidad; mientras caminaba hacia la consulta lo pensaba: todos tenemos ansias de suavidad: guantes de borrego, abrigos de lana, bufandas, zapatos cómodos; sin embargo, el mundo son aristas, y todo suena a nuestro alrededor con crujidos de metal; qué pocas cosas delicadas, cuánta aspereza, cuánta jaula de púas, qué amenaza constante de quebrarnos como juncos, de partirnos, qué mundo de esqueletos por dentro y por fuera, móviles o quietos, invasión blanca o negra de huesos pelados, qué cementerio: toda obra es una ruina, toda cosa recién creada tiene aires de destrucción, y nosotros avanzamos por entre cruces, mármol, inscripciones, rejas y ángeles de piedra como espectros, y la niebla de la madrugada nos traspasa, huesos que van y vienen, esqueletos que se acercan y caminan junto a mí y me adelantan, apresurados, aquel que limpia los huesos en ese tramo de la calle, ese otro que espera en la parada, envuelto en su impermeable, huesos blancos por encima de los cuellos, la muerte dentro como una enfermedad que aparece desde que somos concebidos, ¿no hay solución?; y sorprender entonces a un hombre, una figura, no como yo, no como los demás, que se detiene frente a mí y me habla: ¿tiene fuego?, dice, un individuo desaliñado de espesa melena y barba, rostro pequeño, casi escondido, chaqueta sucia y manos sucias que se tambalea de un lado a otro como si el mero hecho de estar de pie fuera un tremendo esfuerzo para él; le ofrezco fuego y se cubre con las manos para encender un cigarrillo medio consumido, entonces dice: gracias, y se aleja; me detengo para observarle: camina con cierta vacilación hasta llegar a la esquina, después se vuelve de cara a la pared, una figura sin rasgos, y distingo la creciente humedad oscura a sus pies, detenerme un instante para contemplarle, volverse él y alejarse con un encogimiento de hombros y una frase brutal; un borracho orinando, pienso, pero al mismo tiempo deduzco: se ha reconstruido, ha verificado su interior, ha exhumado cosas que le pertenecen y le llenan por dentro: líquidos que alguna vez formaron parte de él; eso es un proceso de autoafirmación, pienso: él es algo que yo no soy o que he dejado de ser, ha logrado obtener lo que yo pierdo poco a poco: integridad, quizá porque no tiene que callar, porque es libre para decir lo que le gusta y lo que no, pienso y golpeo con los huesos del pie el cadáver de una vieja lata en la acera, o porque ha aceptado la vida tal cual es, o quizá porque tiene hambre y sed, y necesidad de fumar, dormir y orinar en una esquina, quizá porque siente necesidades en su interior, dentro de esa intimidad de las costillas que en mí mismo forma un espacio negro: sus necesidades le llenan, y yo, satisfecho, camino vacío: eso pensé; era preciso, pues, reformarse, volver a la vida a partir de los huesos, resucitar, aunque es cierto que en algún sitio dentro de mí existían vestigios, cosas que se movían bajo las costillas o en el espacio entre éstas y el hueso púbico, pero era necesario comprobarlo; todo aturdido por el ansia, entré en uno de los bares que estaban abiertos a esas horas y me dirigí apresurado al cuarto de baño, respondiendo con un gesto al hombre que atendía la barra y que me dijo buenos días; ya en el urinario, muy nervioso, busqué mi pija semihundida, perdonando la frase, la extraje y me esforcé un instante: tras un cierto lapso, comprobé la aparición brusca del fino chorro amarillo y sentí una distensión lenta en mi pubis que califiqué como el hallazgo de la vejiga: al fin me sirves de algo, pensé mientras me sacudía la pilila, perdonando la bajeza; así, convertido en pura vejiga, salí a la calle de nuevo y respiré hondo: noté bolsas gemelas a ambos lados del esternón, sacos que se ampliaban con el aire frío de la mañana, y descubrí mis pulmones; en un estado de alborozo difícilmente descriptible me tomé el pulso y sentí, con la alegría de tocar el pecho de un pájaro recién nacido, el golpeteo suave de la arteria contra mi dedo, su pequeño pero nítido calor de hogar, y supe que guardaba sangre y que mi corazón había emergido; caminando hacia la consulta completé mi resurrección, la encarnación lenta de mi esqueleto; así pues, yo era pulmones y vejiga, yo era intestino, tripas, estómago, yo era músculos del pene, tendones, sangre, hígado, vesícula, bazo y páncreas, yo era glándulas y linfa, todo suave, todo lleno, ocupando intersticios como si vertieran sobre mí unas sobras de hombre: yo era, por fin, globos oculares líquidos, yo era lengua y labios, yo era el abrir lento de los párpados, la creación del paladar, la suave nariz horadada, la humedad limpia de la saliva, la lágrima tibia y el sudor de los poros; yo era sobre todo mi propio cerebro, las revueltas grises de los nervios, la masa de ideas invisibles, la voluntad, el deseo, el pensamiento; llegué a la consulta recién creado, aún sin piel pero ya formado y funcionando, atravesé el oscuro umbral con la placa dorada donde se leía «Héctor Galbo, odontólogo», preferí las escaleras y abrí la puerta con la delicadeza muscular de un relojero, con la exactitud de un ladrón o un pianista; Laura, mi secretaria, ya estaba esperándome, y el vestíbulo aparecía iluminado así como la marina enmarcada en la pared opuesta, y me dejé invadir por el olor a cedro de los muebles, la suavidad de la moqueta bajo los pies, y cuando mis globos oculares se movieron hacia Laura pude parpadear evidenciando mi perfección; entonces, la prueba de fuego: me incliné para saludarla con un beso y percibí la suavidad de mi mejilla, los delicados embriones de mis labios, y supe que por fin la piel había aparecido: cabello, pestañas, cejas, uñas, el florecer de mi bigote negro; besarla fue como besarme a mí mismo: buenos días, doctor Galbo, me dijo, noté las cosquillas de mi camisa sobre mi pecho velludo, muy velludo, buenos días, dije, buenos días, Laura, y percibí mi laringe en el foso oculto entre la cabeza y el pecho, sentí el aire atravesando sus infinitos tubos de órgano: buenos días, repetí despacio saludando a todo mi cuerpo reflejado en el espejo del vestíbulo, mi cuerpo con piel y sentimientos, mi cuerpo vestido, bajito, mi cabeza calva y mi rostro bigotudo: buenos días, doctor Galbo, hoy viene usted contento, dice Laura, sí, le dije, vengo aliviado, quise añadir, he orinado en un bar y he descubierto por fin que tengo vejiga, y a partir de ahí todo lo demás, pero en vez de decirle esto pregunté: ¿hay pacientes ya?, y ella: todavía no, y yo: ¿cuántos tengo citados?, y ella: cinco para la mañana, la primera es Francisca, ah sí, Francisca, dije, sí: sus prótesis darán un poco la lata, y me deleito: oh mi memoria perfecta, mis sentidos vivos, mis movimientos coordinados, sí, sí, Francisca, muy bien, y mi imaginación: porque de repente me vi avanzando hacia mi despacho con los músculos poderosos de un tigre, todo mi cuerpo a franjas negras, mis fauces abiertas, los bigotes vibrantes, los ojos de esmeralda, y mi sexo, por fin, mi sexo: porque Laura, con la mitad de años que yo, me parecía una presa fácil para mis instintos, una captura que podía intentarse, la gacela desnuda en la sabana; ya era yo del todo, incluso con mis pensamientos malignos, incluso con mi crueldad, por fin: avíseme cuando llegue, le dije, y entré en mi despacho, me quité el abrigo y la chaqueta, me vestí con la bata blanca, inmaculada, mi bata y mi reloj a prueba de agua y de golpes, y mi anillo de matrimonio, y los periódicos que Laura me compra y deposita en la mesa, y mi ordenador y mis libros, y mis cuadros anatómicos: secciones de la boca, dientes abiertos, mitades de cabezas, nervios, lenguas, ojos, mejor será no mirarlos, pienso, porque son hombres incompletos, yo ya estoy hecho, pienso, envuelto al fin de nuevo en mi funda limpia, recién estrenado; por fin pensar: saber que he regresado al origen, me he recobrado, he impedido mi disolución guardándome en un cuerpo recién hecho; no recuerdo cuánto tiempo estuve sentado frente al escritorio saboreando mi triunfo, pero sé que la segunda y más terrible revelación llegó después, con el primer paciente, y que a partir de entonces ya no he podido ser el mismo, peor aún, porque me he preguntado después si he sido yo mismo alguna vez, si mi integridad fue algo más que una simple ilusión: y fue cuando sonó el timbre de la puerta, el siguiente timbre, el nuevo timbre que me despertó de la última ensoñación (como el de casa de Galia, o el del despertador con sonido de trompeta de cobre, ahora el de la consulta, pensé, y no pude encontrarles relación alguna entre sí, salvo que parecían avisos repentinos, llamadas, notas eléctricas que presagiaban algo), y Laura anunció a la señora Francisca, una mujer mayor y adinerada, como Galia, como Alejandra, con las piernas flebíticas y el rostro rojizo bajo un peinado constante, que entró con lentitud en la consulta hablando de algo que no recuerdo porque me encontraba aún absorto en el éxito de mi creación: fue verla entrar y pensar que iría a casa de Galia cuando la consulta terminara y le diría que todo seguía igual, que era posible continuar, que nada nos estorbaba, y después llegaría a mi casa y le diría a Alejandra que la quería, que nunca más sería duro con ella ni con Ameli, eso me propuse, y saludé a la señora Francisca con una sonrisa amable, y la hice sentarse en el sillón articulado, la eché hacia atrás con los pedales, la enfrenté al brillo de los focos y le pedí que abriera la boca, porque eso es lo primero que le pido a mis pacientes incluso antes de oír sus quejas por completo: como estoy acostumbrado a que esta instrucción se realice a medias, me incliné sobre ella y abrí mi propia boca para demostrarle cómo la quería: así, abra bien la boca, le dije, ah, ah, ah, y es curioso lo cerca que siempre estamos de la inocencia momentos antes de que un nuevo horror nos alcance: incluso éste aparece al principio con disimulo, revelándose en un detalle, en un suceso que, de otra manera, apenas merecería recordarse, porque mientras Francisca, obediente, abría más la boca, descubrí el último de los horrores, la luz del rayo que nunca debería contemplar un ser humano, la degradación final, tan rápida, pavorosa e inevitable como cuando presioné el timbre de Galia, pero mucho peor porque no era lo oculto, lo que era, sino lo que no era, aquello que falta, no lo que se esconde sino lo que no existe: la nueva revelación me violó, perdonando la brutalidad, de tal manera que todos mis logros anteriores adoptaron de inmediato la apariencia de un sueño que no se recuerda sino a fragmentos, e incapaz de reaccionar, permanecí inmóvil, inclinado sobre la mujer, ambos con la boca abierta, ella con los ojos cerrados esperando sin duda la llegada de mis instrumentos; pero como no llegaban los abrió, me vio y advirtió en mi rostro el horror más puro que cabe imaginarse: qué pasa, doctor, me dijo, qué tengo, qué tengo, pero yo me sentía incapaz de responderle, incapaz incluso de continuar allí, fingiendo, así que retrocedí, me quité la bata con delirante torpeza, la arrojé al suelo, me puse la chaqueta y salí de la habitación, corrí hacia el vestíbulo sin hacer caso a las voces de la paciente y a las preguntas de Laura, abrí la puerta, bajé las escaleras frenéticamente y salí a la calle: no sabía adónde dirigirme, ni siquiera si tenía sentido dirigirme a algún sitio; contemplé a los transeúntes con muchísima más incredulidad de la que ellos mostraron al contemplarme a mí: ¿era posible que todos ignoraran?, ¿hasta ese punto nos ha embotado la existencia?; hubo un momento terrible en el que no supe cuál debería ser mi labor: si caer en soledad por el abismo o arrastrar como un profeta a las conciencias ciegas que me rodeaban; es cierto que toda gran verdad precisa ser expresada, pero la locura de mi actual situación consistía en que esta verdad última era inexpresable: quiero decir que esta verdad final no era algo, más bien era nada, así que no podía soñar con explicarla: quizá el silencio en el gélido vacío entre las estrellas hubiera sido una explicación adecuada, pero no un silencio progresivo sino repentino y abrupto: una brecha de espacio muerto, una bomba inversa que absorbiera las cosas hacia dentro, que nos introdujera a todos en un mundo sin lugares ni tiempo donde la nada cobrara alguna especial y terrible significación, quizá entonces, pensé, y corrí por la acera intuyendo que cada minuto desperdiciado era fatal: ¿le ocurre algo?, fue la pregunta que me hizo un individuo que aguardaba frente a un paso de peatones cuando me acerqué, y solo entonces fui consciente de que tenía ambas manos sobre la boca, como si tratara de contener un inmenso vómito; mi respuesta fue ininteligible, porque sacudí la cabeza diciendo que no, pero esperando que él entendiera que eso era lo que me pasaba: que no; si hubiera podido hablar, habría respondido: nada, y precisamente ahí radicaba lo que me ocurría: me ocurría nada, pero era imposible hacerle comprender que nada era infinitamente peor que todos los algos que nos ocurren diariamente; no pude hacer otra cosa sino alejarme de él con las manos aún sobre la boca, corriendo sin saber por dónde iba pero con la secreta esperanza de no ir a ninguna parte, de no llegar, de seguir corriendo para siempre, porque no podía presentarme en casa de aquel modo, no con aquel fallo, sería preciso hacer cualquier cosa para remediar esa escisión, quizá comenzar desde el principio, reunir de nuevo el hilo en el ovillo, a la inversa: pensar en el instante anterior a la revelación, notar la presencia para comprender ahora la falta; pero cómo describirlo: cómo decir que había conocido de repente la boca cuando la paciente abrió la suya y yo quise indicarle cómo tenía que hacerlo y abrí la mía; fue entonces: el tiempo se congeló a mi alrededor y quedé solo en medio de mi hallazgo, como un náufrago, paralizado por la revelación suprema, incapaz de comprender, al igual que con la anterior, por qué no lo había sabido hasta entonces: la boca, claro, ahí, aquí, abajo, bajo mi nariz, en mi rostro, la boca: de repente me había percatado de la verdad, tan simple e invisible debido a su propia evidencia: la boca no es nada, lo comprendí al pedirle a la paciente que la abriera y al abrir la mía: ¿qué he abierto?, pensé: la boca; pero entonces, si la boca abierta también es la boca, el resultado era una oscuridad, un agujero vacío, un abismo; quiero decir que, de repente, al ver la boca, al inclinarme para verla, no la vi, pero no la vi justamente porque era eso: el no verla; si hubiera visto la boca de la misma forma que veo mis dedos, por ejemplo, no lo sería o estaría cerrada; sin embargo, el horror consiste en que una boca abierta también es una boca: como llamarle «dedos» al espacio vacío que hay entre ellos; ¡pero eso no era todo!: si aquel defecto, aquella nada, era, ¿cómo podía evitar la llegada del vacío?, ¿cómo impedir que todo siguiera siendo lo que es en la nada?, ¿cómo pretender recobrar mi cuerpo si me evacuo por ese agujero negro y absurdo?; lo comprendí: ¡si todo se hubiera cerrado a mi alrededor!, ¡si las junturas hubieran encajado perfectamente, sin interrupciones, sin oquedades!, pero tenía que estar la boca, la boca abierta que también era la boca, y ahora ¿cómo permanecer incólume?, ¿cómo seguir inmutable, conservándome dentro, si allí estaba eso que no era, esa nada negra implantada en mí?; corrí, en efecto, a ciegas, no recuerdo durante cuánto tiempo, hasta que un nuevo acontecimiento pudo más que mi propia desesperación: en una esquina, recostado en un portal, distinguí a un hombre, el borracho de aquella madrugada, que parecía dormir o agonizar: un sombrero gris le cubría casi todo el rostro salvo la barba, y allí, insertado en lo más hondo del pelo, un agujero abierto, sin dientes, sin lengua, una cosa negra y circular como una cloaca o la pupila de un cíclope ciego que me mirara, aunque yo fuera «nadie», el vacío terrible, la nada; de repente se había apoderado de mí un horror supremo, un asco infinito, la conjunción final de todo lo repugnante, y me alejé desesperado cubriéndome con las manos aquel «salto», aquel «vacío» letal, atenazado por una sensación revulsiva, un pánico que era como cribar mis ideas con violencia hasta romperlas, la certeza de mi perdición, el desprendimiento a trozos de mi voluntad frente a lo irremediable: esa boca abierta, el error por el que todo entra y todo sale, los secretos, la palabra, el vómito, la saliva, la vida, el aliento final, porque me había envuelto en mi propio cuerpo para hallar algo último que no cierra, ese terrible defecto tras los labios del beso, tras el lenguaje cotidiano, tras los gestos de comer y masticar, más allá de los dientes y la lengua, ese algo que no es el paladar ni la faringe ni la descarga de las glándulas, ese vacío que me recorre hacia dentro, el túnel deshabitado del gusano, la nada, la negación, eso que ahora empezaba a corroerme; porque si existía la boca, nada podía detener la entrada del vacío; así que cerca de casa empecé a perderme, a dividirme en secciones, a horadarme: primero fue la piel, que apenas se presiente, que es casi solamente tacto, la piel que cayó a la acera mientras corría, la piel con mi figura y mis rasgos que se me desprendió como la de un reptil mudando sus escamas, porque el vacío se introducía bajo ella como un cuchillo de aire y la separaba; entonces los músculos y los tendones, en silencio: ¿qué protección pueden ofrecer frente a los túneles de la nada?, ¿qué defensa procuran ante esa marea de vacío, ese fallo que me alcanzaba como a través de un sumidero?, también ellos caen y se desatan como cordajes de barco en una tempestad; la calle en la que vivo recibió el tributo de la lenta pero inexorable pérdida de mis vísceras: ese trago infecto de nada, que no está pero es, provoca la caída de mi estómago y mis intestinos, mi hígado derretido y mi bazo, los pulmones sueltos que se alejan por el aire como palomas grises, el corazón que ya no late, madura, se endurece y cae, gélido como el puño de un muerto, porque nada puede latir frente a la boca, los nervios arrastrados por la acera como hilos de un títere estropeado, los ojos como gotas de leche derramada, la suave materia de mi cerebro, la exactitud de mis sentidos, la excitante delicia del deseo, la provocación del hambre y el instinto, las sensaciones, los impulsos: todo cae y se pierde, todo gotea incesante desde mi armazón, todo se va y se desvanece calle abajo; entro en casa al fin, ya solo mi esqueleto muerto y limpio, y pienso: mis hijos están en el colegio, por fortuna; me dirijo al salón y allí encuentro a Alejandra, que me mira con pasmo; se halla sentada en su sofá tejiendo algo, y probablemente destejiéndolo también, creando y destruyendo en un vaivén de interminable dedicación; entonces me detengo frente a ella, aparto con lentitud las falanges blancas de mi oquedad y la descubro, por fin, en toda su horrible grandeza: la boca abierta, las mandíbulas separadas, el enorme vacío entre maxilares, la verdadera boca que no es, desprovista del engaño de las mucosas, ese espacio negro que nada contiene, y hablo, por fin, tras lo que me parecen siglos de silencio, y mis palabras, emergiendo de ese vacío, son también vacío y horadan: Alejandra, hablo, llevo años traicionándote con una mujer que conocí en la consulta, y ella: Héctor, qué dices, y yo: es guapa, pero no demasiado, cariñosa, pero no demasiado, inteligente, pero no demasiado: lo mejor que tiene es que me quiere y que intentó hacerme feliz, y que nunca me ha creado problemas salvo la necesidad de mentirte, de ocultártelo, una mujer con la que descubrí que puede haber una cierta felicidad cotidiana a la que nunca deberíamos renunciar, como hemos hecho tú y yo, ni siquiera a esa cierta felicidad cotidiana, una mujer, en fin, con la que he sabido que ya todo es igual, que incluso el pecado termina alguna vez, incluso la culpa, incluso lo prohibido, y ella: Héctor, Héctor, qué te pasa, dice, que ya basta de mentiras, respondo y me deshago de su lento abrazo y de sus lágrimas, y basta de silencio, porque era necesario hablar, pero no solo a ti, no, no solo a ti, y ella, gritando: ¿adónde vas?, pero su grito se me pierde con el mío propio, que ya solo oigo yo, y eso es lo terrible: porque mi garganta ha desaparecido y solo quedan las tenues vértebras y el deseo de ser escuchado; corro entonces a casa de Galia arrastrando apenas los jirones blancos de mis huesos por la acera, y ella misma abre la puerta y grita al verme: no, Galia, no podemos seguir juntos, dije entonces, no tengo nada más que hacer aquí, tú, viuda y solitaria, yo, casado y solitario, nada que hacer, Galia, no más consuelos, no más secretos, basta de felicidad y de cariño doméstico, porque llega un instante, Galia, en que todo termina, y lo peor de todo es que tú no eres una solución: ¿por qué?, me dijo: porque es necesario decir la verdad y revelar la mentira, repliqué, aunque nos quedemos vacíos, es necesario abrir las bocas, Galia, le dije, y volcarnos en hablar y hablar y destruirlo todo con las palabras, dije, porque si algo somos, Galia, es aliento, así que es necesario, por eso lo hago, dije, y me alejé de ella, que gritó: ¿adónde vas?, pero su grito se perdió dentro del mío, que ya era tan enorme como el silencio del cielo; y me alejé de todos, de una ciudad que no era mi ciudad, de una vida que no era mi vida, corrí ya casi llevado por el viento, las espinas delgadas de mi cuerpo flotando en el aire, corrí, volé hacia los bosques transportado por una ráfaga de brisa como el polvo o la basura, avancé por la hierba, entre los árboles, desgastándome con cada palabra: basta con eso, dije, no más hogar, no más vida, no más esfuerzo, dije, grité en silencio: ya basta de mundo y de existencia, ya basta de hacer y de procurar, soportar, callar y mirar buscando respuestas, no, no más luz sobre mis ojos, nunca otro día más, basta de desear y pretender, de conseguir y por último perder lo conseguido y enfermar y morir y terminar en nada, todo vacío, intrascendente, limitado y mediocre: basta, porque hay un error en nosotros, un hiato perenne, el sello de la nada, esta boca siempre abierta, este hueco hacia algo y desde algo, miradlo: está en vosotros, el sumidero, el vórtice; lo he soportado todo, incluso los años de silencio, los años iguales y el silencio, la muerte interior, el vacío interior, la falsa esperanza, la ausencia de deseos, pero no puedo soportar esta conexión: si tiene que existir esto, este hueco vacío y nulo, esta ausencia de mi carne y de mi cuerpo, si tiene que existir la boca, prefiero echarlo todo fuera, dejar que todo se vaya como un soplo puro, que lo oigan todos, que todos lo sepan, prefiero esto a la falsa seguridad de un cuerpo muerto, eso dije, eso grité, y me vi por fin convertido en nada, la oquedad llenando todos mis huesos abiertos como flautas mudas, desmenuzados como arena por fin, solo esa ceniza última, apenas el rastro leve que el viento termina por borrar, el vacío enorme de esa boca que tiene que decir y revelar y descubrir y gritar y acusar y vaciarme hacia fuera desde dentro y mezclarme con todo, esa boca abierta e infinita del silencio absoluto por la que hablo aunque nadie oiga


    1. La segunda parte del viaje a Italia terminó en Chichén Itzá, la extravagante noche en que Pavarotti le cantó a la pirámide y al aire de la selva, acompañado no sólo por la orquesta de Bellas Artes sino por todos los grillos y las ranas que pudieron congregarse, para no dejar solos a quienes desde nuestra silla murmurábamos como una oración la letra de las canciones que nos bendecían


    1. Murmuré algo en ese sentido


    2. Murmuré algunas palabras de admiración y aprobación


    3. Murmuré algo sobre una de las pistas del crucigrama mientras estudiaba el texto


    4. –¿Dónde está el baño? – murmuré con las piernas cruzadas


    5. Suspiré, y murmuré una corta plegaria de acción de gracias


    6. Murmuré lo que pude sobre mi iniciación, los detalles que podía revelarle a una sacerdotisa pues esas cosas eran secretas, pero le confirmé que a través de esos ritos me había reencarnado


    7. Me recosté en el asiento, cerré los ojos y murmuré:


    8. Con la cabeza apoyada en la almohada, murmuré:


    9. –¡Dios santo! – murmuré a solas en el dormitorio


    10. –¡No! – murmuré mientras caía de rodillas en el agua-

    11. –¡Oh, Dios! – murmuré en la penumbra de la habitación-


    12. Oh-oh murmuré, asaltado por una sensación extraña


    13. Me incorporé de un salto, pegué los brazos a los costados y murmuré una exclamación en tono suplicante


    14. –Es que de tarde en tarde me siento un tanto solitario – murmuré, encogiéndome de hombros


    15. Losé murmuré con impaciencia


    16. Maldije la generosidad del hombre, pero ya no podía negarme, así que murmuré unas palabras de agradecimiento y avancé con ellos


    17. Desalentado, murmuré unas frases y colgué


    18. Murmuré una disculpa y el Señor Garza Roja vino en mi ayuda diciendo: «Perdone al joven, mi señor


    19. «Y ahora el tratante es el propietario», murmuré


    20. Al pasar junto al balcón, apreté los dientes y murmuré secamente: “Cállate”

    21. Di la fuente de pastas a la señora Maude, murmuré una disculpa y me dirigí a la oficina de recepción


    22. Subió al primer ascensor y en cuanto se cerraron las puertas, murmuré «Enseguida vuelvo» a nadie en particular y corrí hacia el panel de las luces


    23. Cuando respondió, murmuré «Ay, perdón» y colgué


    24. Murmuré «Gracias» y me guardé el billete en el bolsillo de la bata sin mirar de cuánto era


    25. Al entrar en el salón para tomar café, murmuré:


    26. –¿Un masaje? – murmuré con expresión lasciva-


    27. La señora Haven había dejado de llorar y murmuré:


    28. –¡Muévete en cuanto te lo diga! – murmuré


    29. –¿Es esto lo que llaman alcoholismo laboral? – Murmuré mientras corríamos por el North End, en dirección al camión de Bart, masticando unas cápsulas de bencedrina-


    30. Murmuré algo acerca del agujero en la pared y de Mark

    31. En vez de eso, murmuré contra el cuello de Hollín:


    32. Y yo, el asno, murmuré:


    33. –Sí – murmuré entre dientes -, se me había olvidado


    34. –Que la paz y la bendición sean con él – murmuré


    35. –Alguien quería asegurarse de que lo recibiera – murmuré -


    36. –Pero el rey sólo llegó hasta Akyab y murió en ese lugar – murmuré yo -


    37. –¿Sería ese el nombre del muerto? – murmuré yo


    38. –¿Está terminando ya? – murmuré con desesperación


    39. –¿Hmm? – murmuré, frunciendo el ceño mientras me preguntaba adonde quería ir a parar-


    Mostrar más ejemplos

    murmurar in English

    murmur mumble mutter babble whisper

    Sinónimos para "murmurar"

    rezongar bisbisear rumorear cuchichear sisear desacreditar chismorrear cotillear comadrear intrigar comentar