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    Usar "perdonar" en una oración

    perdonar oraciones de ejemplo

    perdona


    perdonaba


    perdonaban


    perdonabas


    perdonado


    perdonamos


    perdonan


    perdonando


    perdonar


    perdonas


    perdono


    perdonáis


    perdoné


    1. Perdona á los pecadores


    2. Homero no ha incluído estas otras versiones en su poema; ha pensado otra versión en la cual Ulises perdona a Penélope y extermina solamente a los Pretendientes y a todas las criadas que han ido a la cama con ellos


    3. La grandeza de Homero está en haber sabido imaginar una solución en la cual Ulises perdona sí a Penélope, pero no perdona todas sus pretensiones, representadas simbólicamente por los Pretendientes y por las criadas infieles, exterminándolos despiadadamente


    4. Ulises comprende y perdona los agravios de la mujer y Penélope comprende y perdona los agravios del marido


    5. Perdona, Matilde; pero es un lance tan gracioso … ¡ja,ja!… ¡tan inesperado!


    6. perdona lo pasado, pues eres discreto y sabes que losprimeros movimientos no son en mano del


    7. por todo se estiende, y atodos alcanza, y aun hasta los encantados no perdona; y, pues la


    8. que me comprende, y me perdona, pues es por él


    9. se les perdona todo; yo te compraréun justillo y una saya de terciopelo tomados de oro


    10. Túsabes muy bien, y perdona lo indecoroso de la comparación, en

    11. vivos colores pintó el desprecio que el mundoarroja sobre el marido que perdona y que la


    12. perdona cuando por toda reparación pasan unas cuentasdel


    13. Por eso, enconcepto de éstos, aquel Mayoral que no disimula ni perdona falta, quecomo rayo hiere al que delinque, que en todas ocasiones tiene enterezabastante y valor para «meter en cintura» a gente tan perversa eingobernable, ése es más meritorio, más digno de consideración yrespeto


    14. Perdona que te eche, pero es preciso


    15. algún trastorno? Y perdona la falta de consideración al llamar trastorno a lo que estás pasando


    16. Tampoco me perdona, mi empresa publicitaria, la demora en regresar, en tanto que Hugo, mi antiguo asistente, ha pasado a ser jefe de estudios


    17. —¡El gobernador les perdona la vida!


    18. - ¡Han sido exterminados, al igual que lo fueron los de Nicosia! ¡Mustafá no perdona los meses que le mantuvieron a raya! ¡Ese hombre no es un guerrero; es un tigre!


    19. Estos agentes explican que el embajador norteamericano en España no perdona la expulsión del oficial de la CIA Kenneth Moskow


    20. Perdona la frialdad, perdona las palabras que utilizaré: una investigación no puede tener en cuenta en modo alguno las ofensas a la sensibilidad o a las buenas maneras

    21. –¿Puedo darte las gracias en su nombre, señor? Perdona, pero, ¿debo entender que él no lo sabe todavía?


    22. –¡Oh! Perdona, señor, pero, ¿vas a dejarla en libertad?


    23. Veo que usted perdona las ofensas y abre sus brazos a los que han intentado matarle


    24. Veo que Su Majestad, llevado de su buen corazón, está por las blanduras y perdona a todo el mundo


    25. -El Gobierno perdona a los absolutistas, pues condenémosles nosotros


    26. Ni un solo instante me ha pasado por la cabeza concordar aquello con esto: conozco a Felipe, y sé que no perdona lo que en su criterio, reflejo exacto del criterio general, es imperdonable


    27. Carlos, en la cual le decía: Nunca es más grande un Monarca que cuando perdona las faltas de sus vasallos


    28. –Oh, no te preocupes -dijo inconsciente, como un niño que perdona una tontería


    29. 7, 37-47); el de la que le masajea los pies con perfume mientras Él le perdona sus pecados; el de la viuda pobre (Me


    30. Ésa es la ventaja del catolicismo: pecas, te confiesas, el cura te perdona en nombre de Cristo, cumples la liviana penitencia y quedas limpio de pecado

    31. —Lo sé, Ben, perdona


    32. Y perdona por lo de los calcetines de rayas


    33. ¿Estabas muy apegado a ella? (Perdona, Leo, las preguntas que se hacen en estos casos son siempre las mismas


    34. –¿Cómo puedes pensar en recibir en tu casa al Dios que perdona, mientras te obstinas en mantener a tu hija en una cárcel? – le dijo ella, con emoción


    35. Carece, si usted me perdona por mencionarlo, de las cualidades especiales que requiere el personaje


    36. Perdona un segundo, voy a


    37. —Bien —gruño reaccionando en exceso—, perdona por preguntar


    38. Debería haber pensado que nadie perdona la limosna y menos que nadie los que han levantado cabeza y todos los días tienen delante de los ojos lo que hicieron en otro tiempo para poder vivir


    39. te creo, te creo, perdona, para eso he venido hoy


    40. Se agarraba al palo mientras los hijos, con la excepción de Abisina y Cosme, correteaban sin cuidado, con esa libertad y desorientación en la que poco a poco se incumple cualquier obligación, y lo que se perdona como una travesura comienza a valorarse como el pillaje a que conduce la primera falta

    41. De aquí se podría deducir que Josefina está prácticamente más allá del bien y del mal, que puede hacer lo que se le ocurra, aun cuando entrañe un peligro para la comunidad, y que todo se le perdona


    42. Lord Hern no perdona a los incompetentes que dejan escapar a un prisionero por el camino fácil


    43. Quizá yo debiera reemplazar a mi inexorable Suegra Universal con esta imagen buena, con esta mujer que entiende, que perdona


    44. Como la vida… Perdona, ahora vuelvo


    45. ¡Qué descubrimiento, las dos nuevas Faridas de hoy! ¡Cómo me ha mostrado la doctora el truco del poder: los pies de las chinas! ¡Y cómo me ha abierto la dama fin de siglo una lucerna a los placeres mal llamados vicios, a la pasión que ofrece y demanda el dolor! ¡Y cómo entre las dos, con ese gráfico del sexo y el género, han establecido mi naturaleza y me han clavado la bandera de mi identidad, tomando posesión de mí como el montañero conquista una cima virgen! "Perdona, querrás decir lesbiana": esas palabras definitorias completaron el golpe de timón


    46. El diablo es el genio de la noche, y no perdona a aquéllos que se hacen los valientes y le retan saliendo de noche


    47. El emperador perdona a éste


    48. Perdona, dijo él en su angustiado pensamiento


    49. ella me imitó, ¿y qué, y qué…?, ¿eso es todo lo que sabes decir?, ¿y qué?, pues yo te diré qué, que ya va siendo hora de que aceptes la realidad, Carlos, pero, vamos a ver, Sonia, y me revolví en la cama, y me revolví por dentro, acopiando paciencia para intentar hacerme entender por última vez, aunque ya no tenía esperanzas de que eso sucediera, ¿a ti qué más te da lo que yo piense, lo que yo crea?, ¿es que afecta a tu vida para algo?, ¿es que te impide gastar una parte considerable de mi dinero?, ¡oye!, me increpó entonces, ¡que yo también gano dinero!, lo sé, admití, pero yo gano más, y tengo muchísimo más de lo que gano, y nos lo gastamos los dos, es lógico, ¿no?, porque vivimos juntos y porque además tú tienes mucha más imaginación que yo para eso, se te ocurren muchas más maneras de gastarlo, yo lo único que hago es pagar un par de cuotas al mes y ni en los dos próximos años van a sumar lo que tú acabas de pagar por el pedazo de espejo que has puesto en el baño, estás exagerando, se defendió, no lo creo, volví a atacar, y en todo caso, eso da lo mismo, lo que importa es que yo te dejo vivir a ti, y no voy reprochándote a todas horas que te hayas convertido al neoliberalismo creativo, ¡oye!, parecía furiosa pero yo ya no podía parar, no quería parar, no me daba la gana de parar, ¿o no?, no me insultes, perdona, le dije, y sonreí, no pretendía insultarte, me limitaba a intentar calificarte… Ya no tenía ganas de dormir, y sin embargo me di la vuelta y me tapé a medias con la sábana, a pesar del calor, como una forma de dar por concluida aquella conversación


    50. Perdona por el retraso, pero entre la diferencia horaria, y que los diplomáticos no corren si no les achuchas…











































    1. perdonaba a todo el mundo y se deshacíaen elogios de su suegra


    2. perdonaba y aun olvidaba el martirio de suhijo, ella lo tenía grabado a fuego en el


    3. hermana, ápersuadirle que pasase al Oriente con algun socorro que le enviaria,porque Philadelphia estaba en mayor aprieto que el año antes, y que lanecesidad que padecían no perdonaba aún á los muertos


    4. las perdonaba de buen grado porque él mismo había caído enellas y aún parecía


    5. científica o filosófica, pues por experiencia sabía que esto era loque no se perdonaba en aquella


    6. traición yde engaño, pero que se las perdonaba, teniendo presente el estado


    7. Mas si perdonaba a mi tía su elevación en la escala social,


    8. Perdonaba, pues, y todos iban á vivir en adelante en la más


    9. Sí, fue idea mía asestar aquel golpe contra los jacobinos, y también, a través siempre de Tallien, tuve bastante influencia en otras dos o tres disposiciones de la Asamblea, como la amnistía a favor de La Vendée, que perdonaba a los primeros rebeldes que se alzaron contra el despotismo de París


    10. El periódico no me perdonaba el dinero gastado en mi rescate, ni el ridículo de haber armado el más edificante alboroto en torno mío, frente a un público cuyos Pastores deben considerarme como transgresor de la Ley, objeto de abominación

    11. Se perdió el Centro del Mundo, se perdió esa vitalidad de un pueblo que no perdonaba a los malos gobernantes, se perdió una clase de gente que hacía de la cultura su centro, del conocimiento una base para su cultura, y de la lucha el sostén de ese conocimiento


    12. Saluvio no se perdonaba su error


    13. El cazador de pieles había vuelto con historias de bosques y ciervos y flores por todas partes; pero había estado bebiendo mucho y mucho era lo que se le perdonaba


    14. No perdonaba a sor Gabriela su malignidad para con ella ni sus calumnias, y éstas le parecían mucho más execrables que los torpes deseos de padre Rivadeneira, al que si bien no excusaba, sí entendía


    15. El fraile no perdonaba a la priora el incumplimiento de su promesa y lo único que le mantenía en una actitud inoperante era la esperanza de que, finalmente, las gestiones que ella había llevado a cabo dando parte de la huida a quien correspondía, que era al obispo Carrasco, y subrepticiamente y sin que éste lo supiera a la Santa Hermandad, dieran el fruto apetecido


    16. Sin embargo, la aristocracia no le perdonaba que hubiera elevado a la clase medía e intentara gobernar con ella, así co-mo el clero no podía tolerar la separación de la iglesia del Estado, el matrimonio civil, que reemplazó al religioso, y la ley que permitió ente-rrar en los cementerios a muertos de cualquier credo


    17. El conde finalmente había acudido acompañado de su senescal Gombau de Besora, que no perdonaba a Berenguer la ofensa inferida a su hija la noche de la cena y que estaba al mando de los hombres de armas que estaban ante la tribuna


    18. Celoso, él no perdonaba traición de sus concubinas


    19. Había seguido adelante con su vida, pero no perdonaba con facilidad


    20. Y he aquí que, después de aquello, el crédito del visir se du­plicó en el ánimo del sultán Saladino, quien no perdonaba ocasión de demostrar, ante toda su corte, la estimación y amistad que sentía por él

    21. Díjome que no llorase ni me afligiese; que Dios, con lo mucho que había yo sufrido, me perdonaba todas mis culpas, y que [114] si aún faltaba algo por perdonar, ella se encargaría de obtener en el cielo la total absolución


    22. La quiso en la niñez, en la juventud, en sus desposorios, en todo su reinado, sin que los errores de ella amenguaran este afecto; la quiso cuando la vio tambaleándose al borde del abismo; la quiso también caída, y todo se lo perdonaba con una garbosa y campechana indulgencia, como entre iguales


    23. Por el tono contenido y solemne de su voz, Dagny comprendió que aceptaba su confesión, que le ofrecía su rendición y que la perdonaba


    24. Aceptó lo que ella reconocía, admitía y perdonaba cuando dijo:


    25. La llamada anónima de alguien diciendo que su familia la perdonaba, y el modo en que accidentalmente había borrado esa llamada


    26. En aquel tiempo, esté oso perdonaba en la medida que amaba…»


    27. Aunque la edad no perdonaba, y a sus 51 años, permanecer largo tiempo en pie era algo que, además de tedioso, resultaba agotador


    28. En cambio, sí, era hombre de sórdida avaricia y obsceno vicio, siniestro y sucio aun en aquello que por entonces se perdonaba con mayor liviandad y, muy especialmente, en lo que el marqués de Villabianca denominaba criminalidades venéreas


    29. Rodó hacia un costado, con los ojos fijos y sin ver, y se consintió una fantasía de película: ella le golpeaba en las solapas antes de ceder con un pequeño sollozo al cerco protector de sus brazos y de permitir que él la besara; no le perdonaba, simplemente cedía


    30. Al millonario que había heredado su fortuna y no hacía más que gastarla, le perdonaba el buen Pantoja; pero aun así no le tenía en olor de santidad, diciendo que si él no robaba, lo habían hecho sus padres, y la responsabilidad, como el dinero, se transmitía de generación en generación

    31. Julián quedó profundamente humillado; no se perdonaba las torpezas cometidas en su conferencia con la señora de Rênal, ni dejaba de pensar en los medios de repararlas


    32. Los transportes y la dicha que respiraba Julián eran demostración terminante de que la perdonaba de todo corazón


    33. Pero en el campo de batalla se demostraba como un soldado nato, y por su acero y brío César le perdonaba cualquier vulgaridad


    34. Le perdonaba difícilmente que emplease ciertos términos de su oficio que por eso hubiesen sido muy convenientes al propio, sólo que en sentido figurado, lo que les daba una intención ingeniosa bastante tonta, por ejemplo, el verbo pedalear


    35. Continuaba todo el día hablando con Albertina, la interrogaba, la perdonaba, reparaba el olvido de cosas que siempre había querido decirme cuando vivía


    36. Los ataques estaban permitidos de una forma encubierta pero no se perdonaba el fracaso


    37. Podía ser generoso con sus amigos, pero nunca perdonaba a un enemigo


    38. Gin no perdonaba la impuntualidad, ni por cuestión de un minuto


    39. Michelle había asegurado que la perdonaba sin demasiada convicción


    40. Si ella lo perdonaba, él sería el servidor de sus deseos

    41. Pero había aprendido que, si bien cuando un forastero cometía un disparate, se le perdonaba, era prudente al viajar prestar atención a indicaciones sutiles para no ofender en lo posible


    42. El cura le decía que era un acto de guerra y le perdonaba en nombre de Dios, pero él no podía perdonarse


    43. Aquel inexplicable incidente, fue el punto de partida de la desinteligencia entre Beaujeu y La Sale, pues al primero no podía agradarle ser subordinado de un simple particular, lo cual no perdonaba a Cavelier; y sin embargo, nada le hubiera sido más fácil que rehusar aquel mando


    44. Era, para utilizar la palabra que usaba Ella Davidson, «fácil», y en aquel mundo y en aquellos tiempos, la «facilidad» no se perdonaba así como así


    45. Y el silencioso, que lo perdonaba todo: "Dios lo acoja en su seno celestial"


    46. Era evidente que me perdonaba


    47. Gerald Simpson no perdonaba a Maou su independencia, su imaginación


    48. Él aborrecía el fanatismo, pero perdonaba a los fanáticos


    1. Ni perdonaban los indios, á los que andaban descarriados porque en cualquier parte


    2. perdonaban de buen grado el corto apego que tenía ásu tierra


    3. perdonaban nila verdad misma, ni la ciencia adorada


    4. despotismo no le perdonaban los azotes y lastorturas con que les había obligado á


    5. Los asaltantes, al empujarse, se toleraban y perdonaban


    6. Nadie preguntaba por Zulema, ella era sólo un fantasma extranjero oculto en los cuartos de atrás, cuyo desprecio por el pueblo era retribuido en igual forma, en cambio estimaban a Riad Halabí y le perdonaban que no se sentara a beber o comer con los vecinos, como exigían los ritos de la amistad


    7. No perdonaban medio alguno, acudieron al comandante de la plaza desde que se supo la sentencia del Consejo, hicieron representaciones, empeñaron a los personajes principales de la población cerca del comandante, prometieron gruesas cantidades en cambio de la vida del joven, y no descansaron un momento


    8. Era consciente del vacío que se le hacía en las cortes europeas pues no le perdonaban su pasado


    9. Todo lo perdonaban los Iberos a su querida hija, con tal que sacudiese con firme voluntad la maligna ilusión que le quedaba en el alma


    10. La investigación que he llevado a cabo (extensa) me ha provocado un verdadero respeto por estas heroínas desconocidas, las damas filantrópicas victorianas, a quienes sus maridos les perdonaban la vida, probablemente (¿en qué medida lo sabemos?), y a quienes ahora despreciamos

    11. De fijo los perdonaban, supuesto que les consentían amarse


    12. Pero también era encantador y generoso, de modo que se le perdonaban sus errores


    13. Esta franqueza militar arrancaba alcohólicas lágrimas a los veteranos más tundidos por armas e intemperies, y por ella se lo perdonaban todo: ocasión hubo en que hubieron de renunciar al saqueo de una riquísima ciudad, solemnemente prometido días antes por Aureliano, aceptando en su lugar la jocosa oferta de repartirse los perros que bullían por sus calles


    14. Las variaciones de juicio de la duquesa no perdonaban a nadie, excepto a su marido


    15. Seguramente no me daba apenas cuenta, y a fuerza de ver, ya en el colegio, que mis compañeros más estimados no toleraban que les faltaran, no perdonaban un mal proceder, acabé por mostrarme, en mis palabras y en mis actos, bastante orgulloso


    1. Me conformaba conque no me enseñaras todo lo tuyo, admiraba tu inteligencia, esa superioridad amarga y peculiar que emanaba de tu ser, creía que tú también me perdonabas, como los demás, por tener yo ese don de acercarme a la gente con facilidad y con serenidad, ese don de ser amado allí donde tú sólo eras tolerado; creía que me perdonabas que yo me permitiera tratar de tú al mundo


    1. Podía habérsele perdonado al viejo la suposición, pues los ojos


    2. sus buenos oficios, para con lafamilia del muerto, sus doblones, y en que, perdonado


    3. perdonado de vuestro destierro conel rey, pone en vuestro lugar un amante, y se


    4. —Te ha perdonado —dijo el P


    5. honores y perdonado por los Borbones, dando en lugar de


    6. Habríale perdonado un


    7. [76] En Valladolid aconteció esto á un caballero, por lo quefué perdonado de los Reyes Católicos


    8. que el perdonado se corrigecon la gracia tan sólo, luego la corrección del perdonador es ineficazpara el


    9. —Creía que la habías perdonado


    10. perdonado el pensamiento de tu corazon

    11. hacerte perdonar para ser perdonado, necesitas comprar lagenerosidad con generosidad y el


    12. ¿Es uno? ¿Es varios? ¿Astuto o cobarde manso como un santo o colérico? ¿Lo veis con la horca en la mano acechando a los condenados que va a meter en el horno recogiendo haces de leña para alimentar el fuego de su Infierno seductor sí porque seduce con su inteligencia y su temperamento posee la sabiduría tiene el poder de creación y de destrucción la fuerza invencible, el conocimiento él es el que lo ve todo el que observa a los habitantes de la tierra y moldea su corazón atento a sus obras escucha a los que gritan aconseja y las aguas lo ven y tiemblan y el propio abismo se estremece y las nubes descargan sus trombas los nubarrones aportan la voz el fragor del trueno desgarra el cielo y los relámpagos iluminan el mundo la tierra ruge cuando él aparece él es el amo del mundo y sin embargo nadie conoce sus huellas apenas se le ve apenas se escucha su paso ligero una resonancia un silbido nada más este ser es temible por la fascinación que ejerce sobre todos y que los precipita en el abismo el asesinato es su ocupación la destrucción la finalidad de su vida él es la gran serpiente de mordedura sangrante tetanizante que deja manar la sangre mala emponzoñada por su veneno es el maestro de la estrangulación que se enrosca en torno al cuello del animal y lo aprieta hasta que la bestia se ahoga con los ojos desorbitados y hasta que ve el último estertor de agonía fascina a los seres impulsa a las víctimas a correr hacia todas partes desesperadas hasta el agotamiento no conoce la piedad no ha perdonado a nadie la conciencia no es su fuerte nada lo atormenta si no es la ausencia de crimen vive sólo para el asesinato del que es siervo el celoso siervo


    13. Te ha perdonado las clases hasta las cuatro


    14. Éste me dijo que lo habían atrapado mientras volvía a su tierra, pero que le habían perdonado la vida con la esperanza de que supiera donde se encontraba el Gran Secreto


    15. No podía matarle… Ni su conciencia, ni el pueblo, se lo hubieran perdonado


    16. Pero todo estaba en su sitio, y después de echar una rápida mirada a sus varios cajones y bolsos, Jo dedujo que Amy había olvidado y perdonado las ofensas


    17. Bebí, consumí drogas y fui de putas con el descaro de quien cuenta con complicidad y es perdonado


    18. -Si mis compatriotas hubieran sabido el mal que aquel hombre había causado a los españoles, de seguro le hubieran perdonado


    19. El islam nunca ha perdonado a «los judíos» que se encontraran con Mahoma y decidieran que no era el auténtico enviado


    20. -Yo, en cambio, os hubiera perdonado la vida y os hubiera dado un mando en el ejército de la India -dijo el teniente-

    21. Esa sencillez captaba la simpatía de quienes no le hubieran perdonado fingir una alcurnia inexistente


    22. Sólo ante ellos se atrevía a practicar inocentes pedanterías, porque en el fondo se sabía perdonado de antemano


    23. Creo que para entonces la mayoría de los soldados me había perdonado el trágico episodio de Escobar y me tenía respeto, porque había curado a muchos de sus heridas y fiebres, les había alimentado en la mesa común y ayudado a acomodar sus viviendas


    24. Le dije que Alba es mi única nieta, que me he ido quedando solo en este mundo, que se me ha achicado el cuerpo y el alma, tal como Férula dijo al maldecirme, y lo único que me falta es morir como un perro, que esa nieta de pelo verde es lo último que me queda, el único ser que realmente me importa, que por desgracia salió idealista, un mal de familia, es una de esas personas destinadas a meterse en problemas y hacer sufrir a los que estamos cerca, le dio por andar asilando fugitivos en las embajadas, lo hacía sin pensar, estoy seguro, sin darse cuenta que el país está en guerra, guerra contra el comunismo internacional o contra el pueblo, ya no se sabe, pero guerra al fin, y que esas cosas están penadas por la ley, pero Alba anda siempre en la luna y no se da cuenta del peligro, no lo hace por maldad, todo lo contrario, lo hace porque tiene el corazón desenfrenado, igual como lo tiene su abuela, que todavía anda socorriendo pobres a mis espaldas en los cuartos abandonados de la casa, mi Clara clarividente, y cualquier tipo que llegue donde Alba contando el cuento de que lo persiguen, consigue que ella arriesgue el pellejo para ayudarlo, aunque sea un perfecto desconocido, yo se lo dije, se lo advertí muchas veces que podían ponerle una trampa y un día iba a resultar que el supuesto marxista era un agente de la policía política, pero ella no me hizo caso, nunca me ha hecho caso en su vida, es más testaruda que yo, pero aunque así sea, asilar a un pobre diablo de vez en cuando no es una fechoría, no es algo tan grave que merezca que la lleven detenida, sin considerar que es mi nieta, nieta de un senador de la República, miembro distinguido del Partido Conservador, no pueden hacer eso con alguien de mi propia casa, porque entonces qué diablos queda para los demás, si la gente como uno cae presa, quiere decir que nadie está a salvo, que no han valido de nada más de veinte años en el Congreso y tener todas las relaciones que tengo, yo conozco a todo el mundo en este país, por lo menos a toda la gente importante, incluso al general Hurtado, que es mi amigo personal, pero en este caso no me ha servido para nada, ni siquiera el cardenal me ha podido ayudar a ubicar a mi nieta, no es posible que ella desaparezca como por obra de magia, que se la lleven una noche y yo no vuelva a saber nada de ella, me he pasado un mes buscándola y la situación ya me está volviendo loco, éstas son las cosas que desprestigian a la Junta Militar en el extranjero y dan pie para que las Naciones Unidas comiencen a joder con los derechos humanos, yo al principio no quería oír hablar de muertos, de torturados, de desaparecidos, pero ahora no puedo seguir pensando que son embustes de los comunistas, si hasta los propios gringos, que fueron los primeros en ayudar a los militares y mandaron sus pilotos de guerra para bombardear el Palacio de los Presidentes, ahora están escandalizados por la matanza, y no es que esté en contra de la represión, comprendo que al principio es necesario tener firmeza para imponer el orden, pero se les pasó la mano, están exagerando las cosas y con el cuento de la seguridad interna y que hay que eliminar a los enemigos ideológicos, están acabando con todo el mundo, nadie puede estar de acuerdo con eso, ni yo mismo, que fui el primero en tirar plumas de gallinas a los cadetes y en propiciar el Golpe, antes que los demás tuvieran la idea en la cabeza, fui el primero en aplaudirlo, estuve presente en el Te Deum de la catedral, y por lo mismo no puedo aceptar que estén ocurriendo estas cosas en mi patria, que desaparezca la gente, que saquen a mi nieta de la casa a viva fuerza y yo no pueda impedirlo, nunca habían pasado cosas así aquí, por eso, justamente por eso, es que he tenido que venir a hablar con usted, Tránsito, nunca me imaginé hace cincuenta años, cuando usted era una muchachita raquítica en el Farolito Rojo, que algún día tendría que venir a suplicarle de rodillas que me haga este favor, que me ayude a encontrar a mi nieta, me atrevo a pedírselo porque sé que tiene buenas relaciones con el gobierno, me han hablado de usted, estoy seguro que nadie conoce mejor a las personas importantes en las Fuerzas Armadas, sé que usted les organiza sus fiestas y puede llegar donde yo no tendría acceso jamás, por eso le pido que haga algo por mi nieta, antes que sea demasiado tarde, porque llevo semanas sin dormir, he recorrido todas las oficinas, todos los ministerios, todos los viejos amigos, sin que nadie pueda ayudarme, ya no me quieren recibir, me obligan a hacer antesala durante horas, a mí, que les he hecho tantos favores a esa misma gente, por favor, Tránsito, pídamelo que quiera, todavía soy un hombre rico, a pesar de que en los tiempos del comunismo las cosas se pusieron difíciles para mí, me expropiaron la tierra, sin duda se enteró, lo debe haber visto en la televisión y en los periódicos, fue un escándalo, esos campesinos ignorantes se comieron mis toros reproductores y pusieron mis yeguas de carrera a tirar del arado y en menos de un año Las Tres Marías estaba en ruinas, pero ahora yo llené el fundo de tractores y estoy levantándolo de nuevo, tal como lo hice una vez antes, cuando era joven, igual lo estoy haciendo ahora que estoy viejo, pero no acabado, mientras esos infelices que tenían título de propiedad de mi propiedad, la mía, andan muriéndose de hambre, como una cuerda de pelagatos, buscando algún miserable trabajito para subsistir, pobre gente, ellos no tuvieron la culpa, se dejaron engañar por la maldita reforma agraria, en el fondo los he perdonado y me gustaría que volvieran a Las Tres Marías, incluso he puesto avisos en los periódicos para llamarlos, algún día volverán y no me quedará más remedio que tenderles una mano, son como niños, bueno, pero no es de eso que vine a hablarle, Tránsito, no quiero quitarle su tiempo, lo importante es que tengo buena situación y mis negocios van viento en popa, así es que puedo darle lo que me pida, cualquier cosa, con tal que encuentre a mi nieta Alba antes que un demente me siga mandando más dedos cortados o empiece a mandarme orejas y acabe volviéndome loco o matándome de un infarto, discúlpeme que me ponga así, me tiemblan las manos, estoy muy nervioso, no puedo explicar lo que pasó, un paquete por correo y adentro sólo tres dedos humanos, amputados limpiamente, una broma macabra que me trae recuerdos, pero esos recuerdos nada tienen que ver con Alba, mi nieta ni siquiera había nacido entonces, sin duda yo tengo muchos enemigos, todos los políticos tenemos enemigos, no sería raro que hubiera un anormal dispuesto a fregarme enviándome dedos por correo justamente en el momento en que estoy desesperado por la detención de Alba, para ponerme ideas atroces en la cabeza, que si no fuera porque estoy en el límite de mis fuerzas, después de haber agotado todos los recursos, no hubiera venido a molestarla a usted, por favor, Tránsito, en nombre de nuestra vieja amistad, apiádese de mí, soy un pobre viejo destrozado, apiádese y busque a mi nieta Alba antes que me la terminen de mandar en pedacitos por correo, sollocé


    25. Basta saber que existió, que su historia es cierta y que lo he perdonado


    26. –He aquí lo que me queda -me dijo-, un hábito que me consagra a los que sufren, y esto que me consagra a la muerte… ¿Sabe usted?… son sus cabellos… espero que él me habrá perdonado desde el cielo


    27. Mis padres me habían perdonado, por descontado, y Balthazar culpaba a Lucas de todo, por lo que me trataba con mayor delicadeza para compensar la supuesta crueldad de Lucas


    28. –Quizás…, quizás Abdollah Khan lo haya perdonado -dijo ella presa de una gran excitación-


    29. En el pasado, cuando hablaban de ella, siempre decían que la odiaban, pero en cuanto ha aparecido la han perdonado y lo han olvidado todo


    30. Quiero oír que lo has perdonado

    31. B-TT-RB-RY, se enterará de algo que le conviene y puede tener la seguridad de que será perdonado una vez más


    32. perdonado, y tan creída está de que por sus oraciones ha vuelto el caballero, que ayer, en acción de gracias, confesó y comulgó, y a las monjas del Sacramento llevó de limosna un buen puñadito de monedas de cinco duros


    33. Fue mi primer enfrentamiento, y pese a que al final ella se retiró, no creo que haya aceptado del todo mi designación, ni que me haya perdonado -volvió a dirigirse al grupo en general-


    34. Lucy se hizo tan necesaria a la señora Ferrars como Robert o Fanny; y mientras Edward nunca fue perdonado de todo corazón por haber pretendido alguna vez casarse con ella, y se referían a Elinor, aunque superior a Lucy en fortuna y nacimiento, como una intrusa, ella siempre fue considerada y abiertamente reconocida como una hija favorita


    35. En una ocasión le había perdonado la vida porque era una mujer


    36. Su dicha era absoluta, pero la de ella tenía un fondo de amargura puesto que los Honeychurch no los habían perdonado: estaban disgustados por la hipocresía de Lucy en el pasado


    37. Yo, de todas maneras, se los había perdonado; pero ahora, créelo, me alegraría de que me debiera lo menos doscientos, para perdonárselos también»


    38. ¿ha perdonado usted al hombre que tiene la culpa de todos sus males y que la ha arrastrado tantas veces al pecado?»


    39. Hay una cosa que podrá parecerte insignificante, pero que nunca le he perdonado


    40. Es una peculiaridad de Leni, que ya le he perdonado hace mucho tiempo y de la que no hablaría si usted no hubiera cerrado la puerta con llave

    41. Me alegro de que me hayas perdonado lo de Silky


    42. Los demás no lo habían perdonado por su intervención en la ejecución del duque, pero su desprecio nunca podría igualar la repulsa que él mismo debía de sentir


    43. ¡Por el amor volvían a Dios! Y sus pensamientos continuaban subiendo, blancos como armiños, arrodillados como comulgantes, bendiciendo como desgraciados, seguros de que los perdonarían porque ya ellos habían perdonado


    44. Este me dijo que había sido atrapado mientras volvía a su tierra, pero que le habían perdonado la vida con la esperanza de que él supiera dónde se encontraba el Gran Secreto


    45. –Ahora voy creyendo que en nada se diferencian las varias razas de este mundo de la de los Primeros Nacidos y que, por tanto, me estaría permitido luchar por ellas sin distinción para ser perdonado de los pecados que he cometido atropellándolas, debido a la ignorancia engendrada en mí por un cúmulo de prejuicios


    46. Me alegré de que el pequeño Cózcatl fuera perdonado, pero sentí compasión por los otros esclavos y plebeyos


    47. Esto fue alegremente perdonado cuando el reportero descubrió que los generadores muggle, que supuestamente operaban las luces del escenario, estaban trabajando bastante misteriosamente sin una gota de combustible en su interior, dejando por lo tanto las reclamaciones de una producción no-mágica como algo absolutamente rebatible


    48. Aquello no lo podría perdonar, igual que no había perdonado a Rhaegar


    49. A pesar del éxito de la rebelión, los hermanos de Sazed no lo habían perdonado por su implicación en ella


    50. ¿La había perdonado realmente el padre Matías? Lo pareció, al menos, puesto que la trató como amiga, escuchó con interés la relación del naufragio y prestóse a acompañarla a Goa











































    1. El traidor y yo alcanzamos a intercambiar una mirada y creo que en ella nos perdonamos los agravios del pasado


    1. perdonan los condenados presos, los sueltos, ausentes ypresentes, y que los suelten


    2. y las mujeres del temple yclase de Beatriz perdonan con más


    3. Pero ellas me perdonan


    4. galanes,mientras que ellos no perdonan puesto ni


    5. Tengo por cierto que los padres de la Instrucción Cristiana no me perdonan este bromazo; habrán llevado sus quejas al Obispo, y éste, con perdón, habrá echado los pies por alto para que se me detenga


    6. -Se encuentra -afirmó Ibero con viveza-, en la infinidad del Universo, donde los seres que en cuerpo aborrecieron, en espíritu se adornan de bondad y perdonan


    7. Quizá a mi lado empeoró; quizá los que perdonan e idolatran son mucho más irritantes de lo que jamás llegan a imaginarse


    8. Las religiones no perdonan nunca el progresismo, saben que en la oscuridad se manipula mejor a las personas y a los pueblos


    9. Los colectivos no perdonan la indecisión, la cobardía en el proceso de asunción de la responsabilidad de dirigir, de liderar


    10. —Permíteme recordarte que entre la gente que sigue el rastro de las deudas, en oposición a los que las perdonan, «hace mucho tiempo» significa «muchos y muchos intereses compuestos»

    11. En el estadio de Kabul, los familiares de la víctima, haciendo uso del derecho que les otorga la ley islámica, perdonan a Zarmena


    12. Se perdonan los crímenes individuales, pero no la participación en un crimen colectivo


    13. A los vascos se lo perdonan todo, Xibert, porque todos hablan castellano


    14. El tiempo y la muerte y los cambios no perdonan, y el amor perdido en la juventud no vuelve jamás», dije en mi corazón


    15. Nunca te lo perdonan después


    16. BLOOM: Los deslices se perdonan


    17. —Supón que los habitantes de la ciudad construyen un puente y que a cambio les perdonan el penique por el derecho de tránsito


    18. No le perdonan a Castro el que les haya arrebatado sus casinos


    19. Hay personas a quienes todo el mundo quiere, a quienes todo el mundo regala con una sonrisa, a quienes todos miman y perdonan, y esas personas generalmente tienen algo de coquetas, algo de prostitutas


    1. tierra para que Dios ate y desate en el cielo, y perdonando lospecados, regenerando a las gentes


    2. suben el rio en las náos, y toman á Hieruquizaba, perdonando á


    3. perdonando á los que vinieron despues—18


    4. El hombre respiraba agitadamente mientras los ojos se le salían de las órbitas, pues al parecer comprendía que le estaban perdonando la vida


    5. Dioses creando y destruyendo; perdonando y castigando


    6. Alegrose Teresa de que la madeja de aquel lío se desenredase tan suavemente, y dio por buena la mezquindad del socorro final, perdonando el coscorrón por el bollo


    7. Pienso que Phaidor echaba de menos el estremecimiento que el espectáculo la habría proporcionado, y no que la extrañase mi decisión perdonando la vida a un enemigo de los suyos


    8. El místico sublime, el hereje incluso para sus hermanos herejes que, crucificado en Bagdad tras cortarle las manos, se desangraba perdonando a sus verdugos y repitiendo la blasfemia que proclamaba su fe: 'Ana al-Haqq', "yo soy la Verdad"


    9. Con aquella inspiración, el papa al Por Menor trasladó la Navidad a junio, porque las condiciones climáticas no eran tan pésimas para ir de compras, y el papa Descuento, sin percatarse de que las reglas del juego habían cambiado, respondió perdonando el infierno a todos los que le hicieran una paja a un sacerdote


    10. Sansón y diciendo como él: “Los dos sexos morirán cada uno por su lado”; excluidos, inclusive, salvo en los días de gran infortunio, en que la mayoría se apiña en torno a la víctima, como los judíos en torno a Dreyfus, de la simpatía a veces de la sociedad de sus semejantes, a quienes dan la repugnancia de ver lo que son, pintado en un espejo que, al no adularles ya, acusa todas las lacras que no habían querido observar en sí mismos y les hace comprender que lo que llamaban su amor (y a lo que, jugando con el vocablo, hablan anexionado, por sentido social, cuanto la poesía, la pintura, la música, la caballería, el ascetismo, han podido añadir al amor) dimana, no de un ideal de belleza que hayan elegido ellos, sino de una enfermedad incurable; como los judíos, también (salvo algunos que no quieren tratar sino a los de su misma casta, tienen siempre en los labios las palabras rituales y las bromas consagradas), huyendo unos de otros, buscando a los que son más opuestos a ellos, que no quieren nada con ellos, perdonando sus Sofiones, embriagándose con sus complacencias, pero unidos asimismo a sus semejantes por el ostracismo que les hiere, por el oprobio en que han caído, habiendo acabado por adquirir, por obra de una persecución semejante a la de Israel, los caracteres físicos y morales de una raza, a veces hermosos, espantosos a menudo, encontrando (a pesar de las burlas con que el que, más mezclado, mejor asimilado a la raza adversa es relativamente, en apariencia, el menos invertido, abruma al que ha seguido siéndolo más) un descanso en el trato de sus semejantes, y hasta un apoyo en su existencia, hasta el punto de que, aun negando que sean una raza (cuyo nombre es la mayor injuria), los que consiguen ocultar que pertenecen a ella los desenmascararán gustosos, no tanto por hacerles daño, cosa que no detestan, como por excusarse, y yendo a buscar, cono un médico busca la apendicitis la inversión hasta en la Historia, hallando un placer en recordar que Sócrates era uno de ellos, como dicen de Jesús los israelitas, sin pensar que no había anormales cuando la homosexualidad era la norma, ni anticristianos antes de Cristo, que sólo el oprobio hace el crimen, puesto que no ha dejado subsistir sino a aquellos que eran refractarios a toda predicación, a todo ejemplo, a todo castigo, en virtud de una disposición innata hasta tal punto especifica que repugna a los otros hombres más (aun cuando pueda ir acompañada de altas cualidades morales) que ciertos vicios que se contradicen, como el robo, la crueldad, la mala fe, mejor comprendidos y por ende más disculpados por el común de los hombres, formando una francmasonería mucho más extensa, más eficaz y menos sospechada que la de las logias, ya que descansa en una identidad de gustos, de necesidades, de hábitos, de peligros, de aprendizaje, de saber, de tráfico, de glosario, y en la que los mismos miembros, que no desean conocerse, se reconocen inmediatamente por signos naturales o de convención, involuntarios o deliberados, que indican al mendigo uno de sus semejantes en el gran señor a quien cierra la portezuela del coche, al padre en el novio de su hija, al que había querido curarse, confesarse, al que tenía que defenderse, en el médico, en el sacerdote, en el abogado que ha requerido; todos ellos obligados a proteger su secreto, pero teniendo su parte en un secreto de los demás que el resto de la Humanidad no sospecha y que hace que las novelas de aventuras más inverosímiles les parezcan verdaderas ya que en esa vida novelesca, anacrónica, el embajador es amigo del presidiario, el príncipe, con cierta libertad de modales que da la educación aristocrática y que un pequeño burgués tembloroso no tendría al salir de casa de la duquesa, se va a tratar con el apache; parte condenada de la colectividad humana, pero parte importante, de que se sospecha allí donde no está, manifiesta, insolente, impune, donde no se la adivina; que cuenta con adeptos en todas partes, entre el pueblo, en el ejército, en el templo, en el presidio, en el trono; que vive, en fin, a lo menos un gran número de ella, en intimidad acariciadora y peligrosa con los hombres de la otra raza, provocándolos, jugando con ellos a hablar de su vicio como si no fuera suyo, juego que hace fácil la ceguera o la falsedad de los otros, juego que puede prolongarse durante años hasta el día del escándalo en que esos domadores son devorados; obligados hasta entonces a ocultar su vida, a apartar sus miradas de donde quisieran detenerse, a clavarlas en aquellos de que quisieran desviarse, a cambiar el género de muchos adjetivos en su vocabulario, traba social ligera en comparación de la traba interior que su vicio, o lo que se llama impropiamente así, les impone no ya respecto de los demás, sino de sí mismos, y de suerte que a ellos mismos no les parezca un vicio

    11. Nadie ha tocado nunca un timbre tan terrible: no me refiero al sonido que produjo sino a la presión en sí, al tacto del botón contra mi dedo, o de mi dedo contra el botón, nadie ha sentido nunca lo mismo que yo; aunque mi sensación fue lógica, ya que físicamente sería imposible tocar el timbre sin el hueso, quiero decir que sin el hueso nuestro dedo se torcería sobre el botón como un tubo de goma, o se aplastaría ridículamente, o se introduciría en sí mismo como un guante vacío, así que hasta cierto punto resulta lógico suponer que el timbre suena con el hueso, que es mi esqueleto el que llama a la puerta, pero nadie ha sentido nunca tal cosa, y me produjo pena y sorpresa comprobar que hasta aquel momento crucial yo ignoraba lo que realmente somos y que el conocimiento puede producirse así, de improviso, mientras el zumbido eléctrico molesta el oído todavía, que se me haya revelado en ese instante doméstico, que cuando Galia abrió la puerta yo ya fuera otro, que el sonido de su timbre me despertara de un sueño de ignorancia para sumirme en la vigilia de un mundo que, por desagradable que fuera, era más cierto, porque si mi dedo había hecho sonar el timbre era debido a que llevaba hueso en su interior; lo había percibido de repente: mi dedo era un dedo con hueso y su utilidad radicaba en el hueso, al palparlo noté la dureza debajo, tras impensables láminas de músculo, y la realidad de aquella presencia me dejó asombrado, estuporoso, con un estupor y un asombro no demasiado intensos pero permanentes: oh Dios mío tengo un hueso debajo, mi dedo no es un dedo, es un hueso articulado y protegido contra el desgaste: la idea me vino así, con una lógica tan aplastante que no me sorprendió en sí misma sino su ausencia hasta ese timbre; no había una idea extraña e increíble, había una extraña e increíble omisión de la idea en todo el mundo, justo hasta el histórico momento en que llamé a la puerta del piso de Galia, pero Galia estaba en el umbral con su bata azul celeste y su cabello ondulado como por rulos invisibles, y me contemplaba sorprendida; y es que es una mujer muy perspicaz: apenas me entretuve un instante demasiado largo entre su saludo y mi entrada, y ya me había preguntado qué me ocurría: yo me frotaba el índice de mi descubrimiento contra el pulgar, incapaz de creer aún que lo obvio podía estar tan oculto, casi temeroso de creerlo, y opté por disimular esperando tener más tiempo para razonar, así que entré, le di un beso, me quité el abrigo húmedo y la bufanda y saludé al pasar a César, que ladraba incesante en el patio de la cocina: Galia me dijo qué tal y yo le dije muy bien, y le devolví estúpidamente la pregunta y ella me respondió igual, y de repente me pareció absurdo este diálogo especular de respuestas consabidas, o quizá era que la revelación me había estropeado la rutina, véase si no otro ejemplo: mantuve tieso el culpable dedo índice mientras entraba, y ni siquiera lo utilicé para quitarme el abrigo, como si una herida repentina me impidiera usarlo, y es que desde que había comprobado que ocultaba un hueso lo miraba con cierta aprensión, como se miran los fetiches o los amuletos mágicos; pero hice lo que suelo hacer: me senté en uno de los dos grandes sofás de respaldo recto, estiré las piernas, saqué un cigarrillo —con los dedos pulgar y medio— y dije que sí casi al mismo instante que Galia me preguntaba si quería café, incluso antes de saber si realmente tenía ganas de café, ya que la tradición es que acepte, y Galia, tan maternal, necesita que yo acepte todo lo que me da y rechace todo lo que no puede darme; tomar el café en la salita, mientras termino el cigarrillo y justo antes de pasar al dormitorio, se ha vuelto, a la larga, el rato más excitante para ambos; charlamos de lo acontecido durante la semana, Galia me pregunta siempre por Ameli y Héctor Luis, se muestra interesada en mis problemas y apenas me habla de los suyos, pero el diálogo es una excusa para que ella me inspeccione, me palpe, capte cosas en mi mirada, en mi forma de vestir, en mis gestos, pues Galia, a diferencia de Alejandra, es una mujer afectuosa, impulsiva y, como ya he dicho, perspicaz, y la conversación no le interesa tanto como ese otro lenguaje inaudible de la apariencia, así que es muy natural que la interrumpa para decirme: estás cansado, ¿verdad?, o bien: hoy no tenías muchas ganas de venir, ¿no es cierto? o bien: cuéntame lo que te ha pasado, vamos, has discutido con Alejandra, ¿me equivoco?, así estemos hablando del tiempo que hace, los estudios de Héctor Luis o lo que sea, da igual, su mirada me envuelve y nota las diferencias; por lo tanto, no fue extraño que esa tarde me dijera, de repente: te encuentro raro, Héctor, y yo, con simulada ingenuidad: ¿sí?, y ella, confundida, aventura la idea de que pueda tratarse de Alejandra o de la niña: no, no es Alejandra, le digo, tampoco es Ameli; Alejandra sigue sin saber nada de lo nuestro, tranquila, y en cuanto a Ameli, ya la dejo por imposible, pero ella concluye que tengo una cara muy curiosa este jueves y yo la consuelo a medias diciéndole que estoy cansado, y ella insiste: pero no es cara de estar cansado sino preocupado, y yo: pues lo cierto es que no me pasa nada, Gali, porque cómo decirle que estoy pensando inevitablemente en el hueso de mi dedo índice, cómo decirle que de repente me he descubierto un hueso al llamar al timbre de su casa: ¿acaso no iba a sentirse un poco dolida?, ¿acaso no pensaría que era una forma como cualquier otra de decirle que ya estaba harto de visitarla cada semana, todos los jueves, desde hace años?, sonaba mal eso de: acabo de darme cuenta, Gali, justo al llamar al timbre de tu puerta, de que tengo un hueso en el dedo, de que mi dedo índice son tres huesos camuflados, para acto seguido decir: bueno, Gali, no pensemos más en que mi dedo índice son tres huesos, ¿no?, y vamos a la cama, que se hace tarde; sonaba mal, sobre todo porque con Galia, igual que con Alejandra, tenía que andar de puntillas: nuestra relación se había prolongado tanto que, a su modo, también era rutinaria, a pesar de que ella seguía llamándola «una locura»; curiosamente, Galia es viuda y libre y yo estoy casado y tengo dos hijos, pero ella sigue diciendo que lo nuestro es «una locura» y yo pienso cada vez más en una aburrida traición, un engaño cuya monótona supervivencia lo ha despojado incluso del interés perverso de todo engaño dejando solo los inconvenientes: jamás podría hablarle a Alejandra de Galia, ahora ya no, y jamás podría terminar con Galia, ahora ya no, cada relación se había instalado en su propia rutina y ya ni siquiera podía soñar con escaparme de ésta, porque se suponía que cada una servía precisamente para huir de la rutina de la otra: mi deber era cuidar de ambas, conocer a Galia y a Alejandra, saber qué les gustaba oír y qué no, lo cual, naturalmente, era difícil, y por eso mi propia rutina consistía en callarme frente a las dos; pero en momentos así callarme también era un esfuerzo, porque si me notaba incluso la división entre los huesos, si podía imaginármelos al tacto, sentirlos allí como un dolor o una comezón repentina, ¿cómo podía evitar pensar en eso?; y ni siquiera era mi dedo lo que me molestaba, ya dije, sino mi error al no darme cuenta hasta ahora: esa ceguera era lo que jodía un poco, perdonando la expresión; porque hubiera sido como si me creyera que el arlequín de la fiesta de disfraces no esconde a nadie debajo, cuando es bien cierto que ese alguien bajo el arlequín es quien le otorga forma a este último, que no podría existir sin el primero: sería tan solo puros leotardos a rombos blancos y negros, bicornio de cascabeles, zapatillas en punta y antifaz, pero no el arlequín, y de igual manera, ¿qué error me llevó a creer hasta esa misma tarde que mi dedo índice era un dedo?; si lo analizamos con frialdad, un dedo es un disfraz, ¿no?, una piel elegante que oculta el cuerpo de un hueso, o de tres huesos si nos atenemos a lo exacto, y a poco que lo meditemos, una vez llegados a este punto y pinchado en el hueso, valga la expresión, ya no se puede retroceder y razonar al revés: decir, por ejemplo, que el hueso es simplemente la parte interna de un dedo: sería como llegar a ver el alma: ¿acaso pensaríamos en el cuerpo con el mismo interés que antes?; pero mientras hablaba con Galia y la tranquilizaba estaba razonando lo siguiente: que este descubrimiento conlleva sus problemas, porque es un hallazgo delator, como atrapar a un miembro de la banda y lograr que revele la guarida de los demás: si mi dedo índice derecho, el dedo del timbre, lleva huesos ocultos, la conclusión más sencilla se extiende como un contagio a los otros cuatro de esa misma mano y, ¿por qué no?, a los cinco de la otra: tengo un total de diez huesos entre las dos manos, tirando por lo bajo, cinco huesos en cada una, y lo peor de todo es que se mueven: porque hay que pensar en esto para horrorizarse del todo: ¿alguna vez vieron moverse solos a diez huesos?, pues ocurre todos los días frente a ustedes, en el extremo final de los brazos: hagan esto, alcen una mano como hice yo aprovechando que Galia se acicalaba en el cuarto de baño (porque Galia se acicala antes y después de nuestro encuentro amoroso), alcen cualquiera de las dos manos frente a sus ojos y notarán el asco: cinco repugnantes huesos bajo una capa de pellejo (ni siquiera huesos limpios, por tanto, sino envueltos en carne) moviéndose como ustedes desean, cinco huesos pegados a ustedes, oigan, y tan usados: saber que nos rascamos con huesos, que cogemos la cuchara con huesos, que estrechamos los huesos de los demás en la calle, que acariciamos con huesos la piel de una mujer como Galia: saberlo es tan terrible pero no menos real que los propios huesos, saberlo es descubrirlo para siempre, y lo peor de todo fue lo que me afectó: no se trata de que no se me pusiera tiesa en toda la tarde, perdonando la intimidad, ya que esto me ocurría incluso cuando pensaba que los dedos eran dedos, no, lo peor fue el cuidado que puse: tanto que no parecía que estaba haciendo el amor sino operando algún diente delicado; y es que me invadió una notoria compasión por Galia, tan hermosota a sus cincuenta incluso, al pensar que sobaba sus opulencias, sus suavidades, con huesos fríos y duros de cadáver: mi culpa llegó incluso a hacerme balbucear incongruencias, desnudos ambos en la cama: ¿soy demasiado duro?, comencé por decirle, y ella susurró que no y me abrazó maternalmente, e insistir al rato, todo tembloroso: ¿no estoy siendo quizá algo tosco?, y ella: no, cariño, sigue, sigue, pero yo la tocaba con la delicadeza con que se cierran los ojos de un muerto, porque ¿cómo olvidar que eran huesos lo que deslizaba por sus muslos?, aún más: ¿cómo es que ella no lo sabía?, ¿acaso no se percataba de que las caricias que más le gustaban, aquellas en que mis dedos se cerraban sobre su carne, eran debidas a los huesos?: sin ellos, tanto daría que la magreara con un plumero: ¿cómo podría estrujar sus pechos sin los huesos?, ¿cómo apretaría sus nalgas sin los huesos?, ¿cómo la haría venirse, en fin, sin frotar un hueso contra su cosa, perdonando la vulgaridad?: sin los huesos, mis dedos valdrían tanto como mi pilila, perdonando la obscenidad, o sea, nada: ¿cómo es que ella no se horrorizaba de saber que nuestros retozos, que tanto le agradaban, eran puro intercambio de huesos muertos?, porque incluso sus propias manos, y mis brazos, y los suyos, Dios mío, ¿no eran largos y recios huesos articulados que se deslizaban por nuestros cuerpos, nos envolvían, apretaban nuestra carne, nos abrazaban?, ¿acaso era posible no sentir el grosero tacto de los húmeros, la chirriante estrechez del cúbito y el radio, los bolondros del codo y la muñeca?; sumido en esa obsesión me hallaba cuando dije, sin querer: ¿no estoy siendo muy afilado para ti?, y ella dijo: ¿qué?, y supe que la frase era absurda: «afilado»», ¿cómo podía alguien ser «afilado» para otro?, y casi al mismo tiempo me percaté de que era la pregunta correcta, la más cortés, la más cierta: porque con toda seguridad había huesos y huesos, unos afilados y otros romos, unos muy bastos y ásperos corno rocas lunares y otros pulidos quizá como jaspes: incluso era posible que el tacto del mismo hueso dependiera del ángulo en que se colocaba con respecto a la piel, porque un hueso es un poliedro, casi un diamante, y hay que imaginarse sobando a la querida con diez durísimos y helados cuarzos para comprender mi situación, pensar en la carilla adecuada que usaremos para deslizarlos por la piel, el borde más inofensivo, no sea que nuestros apretujones se conviertan en el corte del filo de un papel, en la erizante cosquilla de una navaja de barbero; y entre ésas y otras se nos pasó el tiempo y terminamos como siempre pero peor, resoplando ambos bocarriba como dos boyas en el mar, mirando al techo, con esa satisfacción pacífica que solo otorga la insatisfacción perenne: cuánto tiempo hace que tú y yo no disfrutamos, Galia, pienso entonces, que vamos llevando esto adelante por no aguardar la muerte con las manos vacías, tiempo repetido que nunca se recobra porque nunca se pierde, días monótonos, el trasiego de la rutina incluso en la excepción: porque, Galia, hemos hecho un matrimonio de nuestra hermosa amistad, eso es lo que pienso, pero hubiéramos podido ser felices si todo esto conservara algún sentido, si existiera alguna otra razón que no fuera la inercia para mantenerlo; oía su respiración jadeante de cincuenta años junto a mí y trataba de imaginarme que estaba pensando lo mismo: ese silencio, Galia, que nunca llenamos, la distancia de nuestra proximidad, por qué tener que imaginarlo todo sin las palabras, qué piensas de mí, qué piensas de ti misma, por qué hablar de lo intrascendente, y va y me indaga ella entonces: ¿qué tal el trabajo?, porque cree que el exceso de dedicación me está afectando, y yo le digo que bien, y ella, apoyada en uno de sus codos e inclinada sobre mí, los pechos como almohadas blandas, vuelve a la carga con Alejandra: pero te ocurre algo, Héctor, dice, desde que has entrado hoy por la puerta te noto cambiado, ¿no será que Alejandra sospecha algo y no me lo quieres decir?, y le he contestado otra vez que no, y a veces me interrogo: ¿por qué todo esto?, ¿por qué lo mismo de lo mismo, este vaivén inacabable?, ¿qué pasaría si un día hablara y confesara?, ¿qué pasaría si por fin me decidiera a hablar delante de Alejandra, pero también delante de Galia y de mí mismo?, decir: basta de secretos, de engaños, de misterios: ¿qué sentido le encontráis a todo?, ¿por qué oficiar siempre el mismo ritual de lo cotidiano?, y para cambiar de tema le comento que Ameli está atravesando ahora la crisis de la adolescencia y discute frecuentemente conmigo y que Héctor Luis ha decidido que no será dentista sino aviador; a Galia le gusta saber lo que ocurre con mis hijos, ese tema siempre la distrae, incluso me ofrece consejos sobre cómo educarlos mejor, y yo creo que goza más de su maternidad imaginaria que Alejandra de la real; en todo caso, es un buen tema para cambiar de tema, y pasamos un largo rato charlando sin interés y pienso que es curioso que venga a casa de Galia para hablar de lo que apenas importa, ya que eso es prácticamente lo único que hago con Alejandra; en los instantes de silencio previos a mi partida seguimos mirando el techo, o bien ella me acaricia, zalamera, incluso pesada, y me dice algo: esa tarde, por ejemplo: me gusta tu pecho velludo, así lo dice, «velludo», y no sé por qué pero de repente me parece repugnante recibir un piropo como ése, aunque no se lo comento, claro, y ella, insistente, juega con el vello de mi pecho y sonríe; Galia es una orquídea salvaje, pienso, y a saber por qué se me ocurre esa pijada de comparación, pero es tan cierta como que Dios está en los cielos aunque nunca le vemos: Galia es una orquídea salvaje en olor, tacto, sabor, vista y sonido, y me encuentro de repente pensando en ella como orquídea cuando la oigo decir: ¿por qué me preguntaste antes si eras «afilado»?, ¿eso fue lo que dijiste?, y me pilla en bragas, perdonando la expresión, porque al pronto no sé a lo que se refiere, y cuando caigo en la cuenta, y para no traicionarme, le respondo que quería saber si le estaba haciendo daño en el cuello con mis dientes, y ella va y se echa a reír y dice: ¡vampirillo, vampirillo!, y vuelve a acariciarme, y como un tema trae otro, lo de los dientes le recuerda que necesita hacerse otro empaste, porque hace dos días, comiendo empanada gallega, notó que se le desprendía un pedacito de la muela arreglada, así que pasará por mi consulta sin avisarme cualquier día de éstos, y de esa forma nos veremos antes del jueves, dice, y su sonrisa parece dar a entender que está recordando el día en que nos conocimos, porque las mujeres son aficionadas a los aniversarios, ella tendida en el sillón articulado, la boca abierta, y yo con mi bata blanca y los instrumentos plateados del oficio, y como para confirmar mis sospechas me acaricia de nuevo el pecho «velludo» y dice: me gustaste desde aquel primer día, Héctor, me hiciste daño pero me gustaste, y claro está que nos reímos brevemente y yo le digo que nunca he comprendido por qué se enamoró de mí en la consulta, qué clase de erotismo desprendería mi aspecto, bajito, calvo y bigotudo, amortajado en mi bata blanca, entre el olor a alcohol, benzol, formol y otros volátiles, provisto de garfios, tenacillas, tubos de goma, lancetas y ganchos, porque no es que mi oficio me disgustara, claro que no, pero no dejaba de reconocer que la consulta de un dentista de pago es cualquier cosa menos un balcón a la luz de la luna frente a un jardín repleto de tulipanes, eso le digo y ella se ríe, y por último el silencio regresa otra vez, inexorable, porque es un enemigo que gana siempre la última batalla; llega la hora de irme, esa tarde más temprano porque mi suegro viene a cenar a casa, y cuando voy a levantarme la oigo decir, como de forma casual: ¿qué haces frotándote los dedos sin parar, Héctor?, ¿te pican?, eso dice, y descubro que, en efecto, he estado todo el rato dale que dale moviendo los dedos de la mano derecha como si repitiera una y otra vez el gesto con el que indicamos «dinero» o nos desprendemos de alguna mucosidad, perdonando la vulgaridad, que es casi el mismo que el que utilizamos para indicar «dinero», y enrojezco como un niño de colegio de curas pillado en una mentira y quedo sin saber qué decirle, hasta que por fin me decido y opto por revelarle mi hallazgo: nada, digo, ¿es que nunca te has tocado el hueso que tenemos bajo los dedos?, y lo pregunto con un tono prefabricado de sorpresa, como si lo increíble no fuera que yo me los frotase sino que ella no lo hiciera: qué dices, me mira sin entender, y me encojo de hombros y le explico: es que resulta curioso, ¿no?, quiero decir que si te tocas los dedos notas durezas debajo, ¿verdad?, y esas durezas son el hueso, ¿no te parece curioso, Gali?, toca, toca mis dedos: ¿no lo palpas bajo la piel, la grasa y los tendones?, es un hueso cualquiera, como los que César puede roer todos los días, le digo, y ella retira la mano con asco: qué cosas tienes, Héctor, dice, es repugnante, dice, y yo le doy la razón: en efecto, es repugnante pero está ahí, son huesos, Gali, mondos y lirondos, blancos, fríos y duros huesos sin vida: sin vida no, dice ella, pero replico: sin vida, Gali, porque nadie puede vivir con los huesos fuera, los huesos son muerte, por eso nos morimos y sobresalen, emergen y persisten para siempre, pero se ocultan mientras estamos vivos, es curioso, ¿no?, quiero decir que es curioso que seamos incapaces de vivir sin los huesos de nuestra propia muerte, pero más aún: que los llevemos dentro como tumbas, que seamos ellos ocultos por la piel, que seamos el disfraz del esqueleto, ¿no, Gali?, y ella: ¿te pasa algo, Héctor?, y yo: no, ¿por qué?, y ella: es que hablas de algo tan extraño, y yo le digo que es posible y me callo y pienso que quién me manda contarle mi descubrimiento a Galia, sonrío para tranquilizarla y me levanto de la cama, no sin antes cubrirme convenientemente con la sábana, ya que siempre me ha parecido, a propósito del tema, que la desnudez tiene su hora y lugar, como la muerte, y recojo la ropa doblada sobre la silla, me visto en el cuarto de baño y para cuando salgo Galia me espera ya de pie, en bata estampada por cuya abertura despuntan orondos los pechos y destaca el abultado pubis, me da un besazo enorme y húmedo y me envuelve con su cariño y bondad maternales: te quiero, Héctor, dice, y yo a ti, respondo, y no te preocupes, dice, porque otro día nos saldrá mejor, y me recuerda aquel jueves de la primavera pasada, o quizá de la anterior, en que fuimos capaces de hacerlo dos veces seguidas y en que ella me bautizó con el apodo de «hombre lobo»: teniendo en cuenta que hoy he sido «vampirillo», más intelectual pero menos bestia, quién duda de que me convertiré cualquier futuro jueves en «momia» y terminará así este ciclo de avatares terroríficos que comenzó con un «frankenstein» entre luces blancas, olor a fármacos y cuchillas plateadas, pero esto lo digo en broma, porque bien sé que lo nuestro nunca terminará, ya que, a pesar de todo —incluso de mi escasa fogosidad—, es «una locura», o no, porque hay ritual: el rito de decirle adiós a César, ladrando en el patio encadenado a una tubería oxidada, el beso final de Galia, y otra vez en la calle, ya de noche, frotándome los dedos dentro de los bolsillos del abrigo mientras camino, porque vivo cerca de la casa de Galia y tengo mi trabajo cerca de donde vivo, así que me puedo permitir ir caminando de un sitio a otro, todo a mano en mi vida salvo los instantes de vacaciones en que nos vamos al apartamento de la costa, y, sin embargo, debido a la repetición de los veranos, también a mano el apartamento, y la costa, y todo el universo, pienso, tan próximo todo como mis propias manos, y, sin embargo, a veces tan sorprendentemente extraño como ellas: porque de improviso surge lo oculto, los huesos que yacen debajo, ¿no?, pienso eso y froto mis dedos dentro de los bolsillos del abrigo; y ya en casa, comprobar que mi suegro había llegado ya y excusarme frente a él y Alejandra con tonos de voz similares, aunque ambos creen que los jueves me quedo hasta tarde en la consulta «haciendo inventario», que es la excusa que doy, así me cuesta menos trabajo la mentira, ya que me parece que «hacer inventario» es suministrarle a Alejandra la pista de que mi demora es una invención, una alocada fantasía de mi adolescencia póstuma, hasta tal extremo de juego y cansancio me ha llevado el silencio de estos últimos años; además, sospecho que el viejo escoge los jueves para disponer de un rato a solas con Alejandra mientras yo estoy ausente, lo cual, hasta cierto punto, me parece una compensación, Alejandra tiene a su padre y yo tengo a Galia, y sospecho que desde hace meses ambas parejas pasamos el tiempo de manera similar: hablando de tonterías y fumando; el padre de Alejandra, rebasados los ochenta, tiene una cabeza tan perfecta y despejada que te hace desear verlo un poco confuso de vez en cuando, que Dios me perdone, porque además ha sido librero, propietario de una antigua tienda ya traspasada en la calle Tudescos, hombre instruido y amante de la letra impresa, particularmente de los periódicos, y con un genio detestable muy acorde con su inútil sabiduría y su fisonomía encorvada y su luenga barbilla lampiña; Alejandra, que ha heredado del viejo el gusto por la lectura fácil y la barbilla, además de cierta distracción del ojo izquierdo que apenas llega a ser bizquera, se enzarza con él en discusiones bienintencionadas en las que siempre terminan ambos de acuerdo y en contra de mí, aunque yo no haya intervenido siquiera, ya que al viejo nunca le gustó nuestro matrimonio, y no porque hubiera creído que yo era una mala oportunidad, sino por «principios», porque el viejo es de los que odian a priori, y yo nunca sería él, nunca compartiría todas sus opiniones, nunca aceptaría todos sus consejos y, particularmente, jamás permitiría que Alejandra regresara a su área de influencia (vacía ya, porque su otro hijo se emancipó hace tiempo y tiene librería propia en otra provincia); además, mi profesión era casi una ofensa al buen gusto de los «intelectuales discretos» a los que él representa, porque está claro que los dentistas solo sabemos provocar dolor, somos terriblemente groseros, apenas se puede hablar con nosotros a diferencia de lo que ocurre con el peluquero o el callista (debido a que no se puede hablar mientras alguien te hurga en las muelas), y, por último, ni siquiera poseemos la categoría social de los cirujanos: el hecho de que yo ganara más que suficiente como para mantener confortables a Alejandra y a mis dos hijos, poseer consulta privada, secretaria y servicio doméstico, no excusaba la vulgaridad de mi trabajo, pero lo cierto es que nunca me había confiado de manera directa ninguna de estas razones: frente a mí siempre pasaba en silencio y con fingido respeto, como frente a la estatua del dictador, pero se agazapaba aguardando el momento de mi error, el instante apropiado para señalar algo en lo que me equivoqué por no hacerle caso, aunque, por supuesto, nunca de manera obvia ni durante el período inmediatamente posterior a mi pequeño fracaso, porque no era tanto un cazador legal como furtivo y rondaba en secreto a mi alrededor esperando el instante apropiado para que su odio, dirigido hacia mí con fina puntería, apenas sonara, y entonces hablaba con una sutileza que él mismo detestaba que empleasen con él, ya que había que ser «franco, directo, como los hombres de antes», pero yo, lejos de aborrecerle, le compadecía (y fingía aborrecerle precisamente porque le compadecía): me preguntaba por qué tanto silencio, por qué llevarse todas sus maldiciones a la tumba, cuál es la ventaja de aguantar, de reprimir la emoción día tras día o enfocarla hacia el sitio incorrecto; pero lo más insoportable del viejo era su fingida indiferencia, esa charla intrascendente durante las cenas, ese acuerdo tácito para no molestar ni ser molestado, tan bien vestido siempre con su chaqueta oscura y su corbata negra de nudo muy fino: un día te morirás trabajando, me dice cuando me excuso por la tardanza, y no te habrá servido de nada: este gobierno nunca nos devuelve el tiempo perdido ese del señor Joyce, añade (su costumbre de citar autores que nunca ha leído solo es superada por la de citarlos mal), que diga, Proust, se corrige, a mí siempre los escritores franceses me han dado por atrás, con perdón, dice, y por eso me equivoco, y Alejandra se lo reprocha: papá, dice; mientras finjo que escucho al viejo, contemplo a Alejandra ir y venir instruyendo a la criada para la cena y llego a la conclusión de que mi mujer es como la casa en la que vivimos: demasiado grande, pero a la vez muy estrecha, adornada inútilmente para ocultar los años que tiene y llena de recuerdos que te impiden abandonarla; Alejandra tiene amigas que la visitan y le dan la enhorabuena cuando Ameli o Héctor Luis consiguen un sobresaliente; a diferencia de Galia, Alejandra es fría, distinguida e intelectual a su modo, y vive como tantas otras personas: pensando que no está bien vivir como a uno realmente le gustaría, porque Alejandra cree que el matrimonio termina unos meses después de la boda y ya solo persiste el temor a separarse; su religión es semejante: hace tiempo que dejó de creer en la felicidad eterna y ahora tan solo teme la tristeza inmediata; sin embargo, invita a almorzar con frecuencia al párroco de la iglesia y acude a ésta con una elegancia no llamativa, lo que considera una característica importante de su cultura, pues en la iglesia se arrodilla, reza y se confiesa y murmura por lo bajo cosas que parecen palabras importantes; a veces he pensado en la siguiente blasfemia: si a Dios le diera por no existir, ¡cuántos secretos desperdiciados que pudimos habernos dicho!, ¡qué opiniones sobre ambos hemos entregado a otros hombres!, pero lo terrible es que tanto da que Dios exista: dudo que al final me entere de todo lo que comentas sobre mí y sobre nuestro matrimonio en la iglesia, Alejandra, eso pienso; qué va: por paradójico que resulte, la iglesia es el lugar donde la gente como nosotros habla más y mejor, pero todo se disuelve en murmullos y silencio y oraciones, y la verdad se pierde irremediablemente: quizá la clave resida en arrodillarnos frente al otro siempre que tengamos necesidad de hablar, o en hacerlo en voz baja y muy rápido, sin pensar, cómo si rezáramos un rosario; y meditando esto oigo que el viejo me dice: ¿te pasa algo en los dedos, Héctor?, con esa malicia oculta de atraparme en otro error: y es que ahora compruebo que desde que he llegado no he dejado en ningún momento de palparme los extremos de las falanges, los rebordes óseos, el final de los metacarpos; ¿qué opinaría el viejo si le confiara mi hallazgo?, pienso y sonrío al imaginar las posibles reacciones: nada, le digo, y muevo los huesos ante sus ojos y cambio de tema; ni Ameli ni Héctor Luis están en casa cuando llego, e imagino que es la forma filial que poseen de «hacer inventario» por su cuenta, lo cual no me parece ni malo ni bueno en sí mismo, y nos sentamos a la mesa casi enseguida y Alejandra sirve de la fuente de plata con el cucharón de plata las albóndigas de los jueves, y nos ponemos a escuchar la conversación del viejo con el debido respeto, como quien oye una interminable bendición de los alimentos, interrumpido a ratos por las breves acotaciones de Alejandra, solo que esa noche el tema elegido se me hace extraño, alegórico casi, y además empiezo a sentirme incómodo nada más comenzar a comer, porque los brazos, que apoyo en el borde de la mesa, me han desvelado con todo su peso la presencia de los huesos, del cúbito y el radio que guardan dentro, y los codos se me figuran una zona tan inadecuada y brutal para esa respetuosa reunión como colocar quijadas de asno sobre la mesa mientras el viejo habla, y en su discurso de esa noche repite una y otra vez la palabra «corrupción»: ¿habéis visto qué corrupción?, dice, ¿os dais cuenta de la corrupción de este gobierno?, ¿acaso no se pone de manifiesto la corrupción del sistema?, ¿no son unos corruptos todos los políticos?, ¿no oléis a corrupción por todas partes?, ¿no se ha descubierto por fin toda la corrupción?, y mientras le escucho, intento no hacer ruido con mis brazos, porque de repente me parece que la madera de la mesa al chocar contra el hueso produce un sonido como el de un muerto arañando el ataúd y no me parece correcto escuchar la opinión del viejo con tal ruido de fondo, pero como tengo que comer, cojo tenedor y cuchillo y divido una albóndiga en dos partes y me llevo una a los labios intentando no mirar hacia los huesos que sostienen el tenedor, porque no es agradable la paradoja de verme alimentado por un esqueleto, aunque sea el mío, pero mientras mastico con los ojos cerrados oyendo al viejo hablar de la «corrupción» mi lengua detecta una esquirla, un pedacito de algo dentro de la albóndiga, y, tras quejarme a Alejandra con suavidad, recibo esta respuesta: será un huesecillo de algo, es que son de pollo, Héctor, y es quitarme con mis huesos índice y pulgar el huesecillo y dejarlo sobre el plato, e írseme la mente tras esta idea inevitable: que dentro de todo lo blando necesariamente existe lo que queda, el hueso, el armazón, la dureza, el hallazgo, aquello oculto que es blanco y eterno, lo que permanece en el cedazo, la piedra, lo que «nadie quiere»; es imposible huir de «eso que queda», porque está dentro, así que escondo los brazos bajo la mesa, incluso me tienta la idea de comer como César, acercando el hocico al plato, pero ¿acaso no es inútil todo intento de disimulo frente al apocalíptico trajín de la cena?, porque lo que percibo en ese instante es algo muy parecido a una hogareña resurrección de los muertos: incluso con el apropiado evangelista —mi suegro—, gritando «corrupción»: Alejandra coge el pan con sus huesos y lo hace crujir y lo parte, el viejo apoya los huesos en el mantel y los hace sonar con ritmo, Alejandra coge el cucharón con sus huesos y sirve más albóndigas repletas de huesecillos de pollo muerto, el viejo va y se limpia los huesos sucios de carne ajena con la servilleta, Alejandra señala con su hueso la cesta del pan y yo se la alcanzo extendiendo mis huesos y ella la coge con los suyos, hay un cruce de húmeros, cúbitos y radios, de carpos y metacarpianos, de falanges, y nos pasamos de unos a otros, de hueso a hueso, la vinagrera, el aceite, la sal, el vino y la gaseosa, y llegan Ameli y Héctor Luis, una del cine y el otro de estudiar, y saludan, y Ameli desliza sus frágiles huesos de quince años por mi cabeza calva, envuelve con sus breves húmeros mi cuello, me besa en la mejilla: ¿dónde has estado hasta estas horas?, le pregunto, y ella: en el cine, ya te lo he dicho, y yo: pero ¿tan tarde?; sí, dice, habla sin mirar sus manos gélidas, los huesos de sus manos muertas, sus brazos como pinzas blancas; sí, papá, la película terminó muy tarde; y de repente, mientras la contemplo sentándose a la mesa, su cabello oscuro y lacio, los ojos muy grandes, el jersey azul celeste tenso por la presencia de los huesos, he sentido miedo por ella, he querido cogerla, atraparla y bogar juntos por ese fluir desconocido e incesante hacia la oscuridad final: creo que deberías volver más temprano a casa a partir de ahora, Ameli, le digo, y ella: ¿por qué?, con sus ojos brillando de disgusto, y yo, mis brazos escondidos, ocultos, sin revelarlos: creo que las calles no son seguras, y el viejo me interrumpe: hoy ya nada es seguro, Héctor, dice y sigue comiendo, Alejandra sirve albóndigas y Héctor Luis se queja de que son muchas, y Ameli: ¡pero ya tengo quince años, papá!, y yo: es igual, y entonces Alejandra: no seas muy duro con la niña, Héctor, dice, le dimos permiso para que volviera hoy a esta hora, pero ella sabe que solamente hoy; guardo silencio: en realidad, todo se sumerge en el silencio salvo el entrechocar de los huesos; Ameli y Héctor Luis son tan distintos, pienso, pero en algo se parecen, y es que ambos se nos van; no los he visto crecer, los he visto irse: pero ni siquiera eso, pienso ahora, porque jamás he podido saber si alguna vez estuvieron por completo; Ameli tiene novio, pero es un secreto; sabemos que Héctor Luis ha salido con varias chicas, pero lo que piensa de ellas es secreto; ambos se han hecho planes para el futuro, tienen deseos, ganas de hacer cosas, pero todo es secreto: quizá lo comentan en los «pubs» a falta de una buena iglesia en la que poder hablar como nosotros, tan a gusto, pero en casa adoptan los dos mandamientos trascendentales de la familia: nunca hablarás de nada importante y ama el enigma como a ti mismo, ¡y si hubiera solo silencio!, pero es la charla insignificante lo que molesta, y ahora esos ruidos detrás: el golpe, el crujir de nuestros huesos; siento algo muy parecido a la pena, pero una pena casi biológica, como una mota en el ojo o el aroma inevitable de la cebolla cruda, y me disculpo para ir al baño y llorar a gusto por algo que no entiendo, y más tarde, en la cama, con Alejandra a mi lado leyendo complacida un librito de romances, me da por preguntarle: ¿soy demasiado duro contigo? mientras me observo los huesos tranquilos sobre la colcha: mis manos muertas y peladas, los cúbitos y radios en aspa, los húmeros convergiendo, y ella deja un instante el libro que sostiene con sus huesos, me mira sorprendida y dice: no, Héctor, no, ¿por qué preguntas eso?, y yo, insistente: ¿he sido duro contigo alguna vez?, y ella: nunca, y yo: ¿quizá soy demasiado tosco?, y ella: Héctor, ¿qué te pasa?, y yo: demasiado rudo quizá, ¿no?, y ella: no seas bobo, ¿lo dices porque hoy no hablaste apenas durante la cena?, ya sé que papá no te cae bien, me da un beso y añade: procura descansar, el trabajo te agota, y la veo extender las falanges blancas y articuladas de sus dedos, apagar la lamparilla de pantalla rosa y sumir la habitación en una oscuridad donde la luz de la luna, filtrada, hace brillar las superficies ásperas de nuestros huesos; después, en el sueño, he presenciado un teatro de sombras donde mis manos y brazos se movían, desplazándome, porque eran lo único, ya que la vida se había invertido como un negativo de foto y ahora solo importaba lo oculto, el secreto descubierto: los huesos de mis manos se extendían con un sonido semejante a los resortes de madera de ciertos juguetes antiguos, emergiendo del telón negro que los rodeaba: son ellos solos, el mundo es ellos, brazos y manos colgantes que hacen y deshacen, crean y destruyen, no nacen ni mueren, simplemente cambian su posición, horizontal, vertical, en ángulo, hacia arriba o hacia abajo, brazos que se balancean al caminar y manos que agarran con sus huesos cosas invisibles; y a la mañana siguiente, tras toda una noche de sueños interrumpidos y vueltas en la cama, creo comprenderlo: mi revelación es una lepra que avanza incesante, porque suena el despertador con su timbre gangoso que tanto me recuerda a una trompeta de cobre, pongo los pies descalzos en las zapatillas y lo noto: la dureza bajo las plantas, la pelusa del forro de las zapatillas adherida a los huesos del tarso, el rompecabezas de huesos irregulares de mis pies, los extremos de la tibia y el peroné sobresaliendo por el borde del pijama, las rótulas marcando un óvalo bajo la tela extendida, y al erguirme, el crujido de los fémures: el descubrimiento no me hace ni más ni menos feliz que antes, ya que lo intuyo como una consecuencia, pero un estupor inmóvil de estatua persiste en mi interior; y al ducharme viene lo peor, porque entonces compruebo que los golpes de las gotas no me lavan sino que se limitan a disgregarme la suciedad por mis huesos: arrastran el barro de mis costillas goteantes, concentran la cal en mis pies, desprenden la tierra, permean las junturas, las grietas, los desperfectos, rajan los pequeños metacarpos como cáscaras de huevo, horadan mis clavículas y escápulas, pero no hoy ni ayer sino todos y cada uno de los días en un inexorable desgaste, siento que me disuelvo en agua y salgo con prisa no disimulada de la bañera y seco mi esqueleto goteante, deslizo la toalla por el cilindro de los huesos largos como si envolviera unos juncos, la arranco con torpeza de la trabazón de las vértebras, froto como cristales de ventana los huesos planos, pienso que debo conservarme seco para siempre porque de repente sé que soy un armazón de cincuenta años de edad que solo puede humedecerse con aceite, y es en ese instante, o quizá un poco después, cuando apoyo la maquinilla de afeitar contra mi rostro, que siento la invasión final de esa lepra y quedo tan inerme que apenas puedo apartar las cuchillas giratorias de mi mejilla: algo parecido a una horrísona dentera me paraliza, porque de repente noto como el restregar de un rastrillo contra una pizarra o el arañar baldosas con las patas metálicas de una silla, incluso imagino que pueden saltar chispas entre la maquinilla y el hueso de la mandíbula o el pómulo; me palpo con la otra mano la cabeza, siento las durezas del cráneo, el arco de las órbitas, el puente del maxilar, el ángulo de la quijada, y pienso: ¿por qué finjo que me afeito?, ¿acaso mi rostro no es un añadido, una capa, una máscara?; entra Alejandra en ese instante y casi me parece que gritará al ver a un desconocido, pero apenas me mira y se dirige al lavabo; yo me aparto, desenchufo la maquinilla y la guardo en su funda, y ella: ¿ya te has afeitado, Héctor?, y yo: sí, y salgo del baño con rapidez: ¡no podría acercar esa maquinilla a los huesos de mi calavera!; todo es tan obvio que lo inconcebible parece la ignorancia, pienso mientras me visto frente al espejo del dormitorio y abrocho la camisa blanca alrededor de las delgadas vértebras cervicales: llevar un cráneo dentro, una calavera sobre los hombros, besar con una calavera, pensar con una calavera, sonreír con una calavera, mirar a través de una calavera como a través de los ojos de buey de un barco fantasma, hablar por entre los dientes de una calavera: aquí está, tan simple que movería a risa si no fuera espantoso, y me afano en terminar el lazo de mi corbata con los huesos de mis dedos sonando como agujas de tricotar; Alejandra llega detrás, peinándose la melena amplia y negra que luce sobre su propia calavera, y el paso del cepillo descubre espacios blancos en el cuero cabelludo donde los pelos se entierran: parece inaudito saberlo ahora, contemplarlo ahora; entre los dientes sostiene dos ganchillos: el asco llega a tal extremo que tengo que apartar la vista: allí emerge el hueso, pienso, el subterfugio, el disfraz, tiene un defecto, como una carrera en la media que descubre el rectángulo de muslo blanco; allí, tras los labios, los dientes, los únicos huesos que asoman, y vivimos sonriendo y mostrándolos, y nos agrada enseñarlos y cuidarlos y mi profesión consiste precisamente en mantenerlos en buen estado, blancos y brillantes, limpios, pelados, lisos, desprovistos de carne, como tras el paso de aves carroñeras: esa hilera de pequeñas muertes, esa dureza tras lo blando; ¿acaso no es enorme el descuido?; de repente tengo deseos de decirle: Alejandra, estás enseñando tus huesos, oculta tus huesos, Alejandra, una mujer tan respetable como tú, una señora de rubor fácil, tan educada y limpia, con tu colección de novela rosa y tu familia y tu religión, ¿qué haces con los huesos al aire?, ¿no estás viendo que incluso muerdes cosas con tus huesos?, ¡Alejandra, por favor, que son tus huesos hundidos en el cráneo oculto, los huesos que quedarán cuando te pudras, mujer: no los enseñes!; esto va más allá de lo inmoral, pienso: es una especie de exhumación prematura, cada sonrisa es la profanación de una tumba, porque desenterramos nuestros huesos incluso antes de morir; deberíamos ir con los labios cerrados y una cruz encima de la boca, hablar como viejos desdentados, educar a los niños para que no mostraran los dientes al comer: un error, un gravísimo error en la estructura social comparable a caminar con las clavículas despellejadas, tener los omoplatos desnudos, descubrir el extremo basto del húmero al flexionar el codo, mostrar las suturas del cráneo al saludar cortésmente a una señora, enseñar las rótulas al arrodillarnos en la misa o las palas del coxal durante un baile o la superficie cortante del sacro durante el acto sexual: y sin embargo, ella y yo, con nuestros horribles dientes, la prueba visible de la existencia de los cráneos: absurdo, murmuro, y ella: ¿decías algo?, pero hablando entre dientes debido a los ganchillos, como si lo hiciera a través de apretadas filas de lápidas blancas, un soplo de aire muerto por entre las piedras de un cementerio, o peor: la voz a través de la tumba, las palabras pronunciadas en la fosa: no, nada, respondo, y ella, intrigada, se me acerca y arrastra sus falanges por mis vértebras: te noto distante desde ayer, Héctor, ¿te ocurre algo?, ¿es el trabajo?, y juro que estuve a punto de decirle: te la pego con una antigua paciente desde hace varios años, todos los jueves a la misma hora, pero no te preocupes porque una increíble revelación me ha hecho dejarlo, ya nunca más regresaré con Galia, no merece la pena (y por qué no decirlo, pienso, por qué reprimir el deseo y no decir la verdad, por qué no descargar la conciencia y vaciarme del todo); sin embargo, en vez de esa explicación catártica, le dije que sí, que era el exceso de trabajo, y me mostré torpe, callándome la inmensa sabiduría que poseía mientras notaba cómo descendían sus falanges por el edificio engarzado de mi columna, y ella dijo: pero hace mucho tiempo que no me sonríes, y pensé: ¡te equivocas!, somos una sonrisa eterna, ¿no lo ves?: nuestros dientes alcanzan hasta los extremos de la mandíbula y no podemos dejar de sonreír: sonreímos cuando gritamos, cuando lloramos, al pelear, al matar, al morir, al soñar: sonreímos siempre, Alejandra, quise decirle, y la sonrisa es muerte, ¿no lo ves?, quise decirle, nuestras calaveras sonríen siempre, así que la mayor sinceridad consiste en apartar los labios, elevar las comisuras y sonreír con la piel intentando imitar lo mejor posible nuestra sonrisa interior en un gesto que indica que estamos conformes, que aceptamos nuestro final: porque al sonreír descubrimos nuestros dientes, «enseñamos la calavera un poco más», no hay otro gesto humano que nos desvele tanto; la sonrisa, quise decirle, traiciona nuestra muerte, la delata; cada sonrisa es una profecía que se cumple siempre, Alejandra, así que vamos a sonreír, separemos los labios, mostremos los dientes, sonriamos para revelar las calaveras en nuestras caras, hagamos salir el armazón frío y secreto, draguemos el rostro con nuestra sonrisa y extraigamos el cráneo de la profundidad de nuestros hijos, de ti y de mí, del abuelo, de los amigos, de los parientes y del cura; pero no le dije nada de eso y me disculpé con frases inacabadas y ella enfrentó mis ojos y me abrazó y sentí los crujidos, la fricción, costilla contra costilla, golpes de cráneos, y supuse que ella también los había sentido: no seamos tan duros, le dije, y ella respondió, abrazándome aún: no, tú no eres duro, Héctor, y yo le dije: ambos somos duros, y tenía razón, porque se notaba en los ruidos del abrazo, en el telón de fondo de nuestro amor: un sonido semejante al que se produciría al echarnos la suerte con los palillos del I Ching sobre una mesa de mármol, o jugando al ajedrez con fichas de marfil, un trajín de palitos recios como un pimpón de piedra, el entrechocar aparentemente dulce de nuestros esqueletos como agitar perchas vacías; me aparté de ella y terminé de vestirme: quizá soy dura contigo, repitió ella, yo también soy duro, dije, y pensé: y Ameli y Héctor Luis, y todos entre sí y cada uno consigo mismo, ¡qué duros y afilados y cortantes y fríos y blancos y sonoros!; ¿te vas ya?, me dijo, sí, le dije, porque no deseaba desayunar en casa, en realidad no deseaba desayunar nunca más, pero sobre todo, sobre todas las cosas, no deseaba cruzarme con los esqueletos de mis hijos recién levantados, así que casi eché a correr, abrí la puerta y salí a la calle con el abrigo bajo el brazo, a la madrugada fría y oscura; ya he dicho que tengo la consulta cerca, lo cual siempre ha sido una ventaja, aunque no lo era esa mañana: quería trasladarme a ella solo con mi voluntad, sin perder siquiera el tiempo que tardara en desearlo; caminaba observando con mis cuencas vacías las casas que se abren, las figuras blancas que emergen de ellas como fantasmas en medio de la oscuridad, las primeras tiendas de alimentos llenas de huesos y cadáveres limpios de seres y cosas; caminaba y observaba con mis órbitas negras, lleno de un extraño y perseverante horror: ¿qué hacer después de la revelación?, ¿dónde, en qué lugar encontraría el reposo necesario?; porque ahora necesitaba envolverme, ahora, más que nunca, era preciso hallar la suavidad; mientras caminaba hacia la consulta lo pensaba: todos tenemos ansias de suavidad: guantes de borrego, abrigos de lana, bufandas, zapatos cómodos; sin embargo, el mundo son aristas, y todo suena a nuestro alrededor con crujidos de metal; qué pocas cosas delicadas, cuánta aspereza, cuánta jaula de púas, qué amenaza constante de quebrarnos como juncos, de partirnos, qué mundo de esqueletos por dentro y por fuera, móviles o quietos, invasión blanca o negra de huesos pelados, qué cementerio: toda obra es una ruina, toda cosa recién creada tiene aires de destrucción, y nosotros avanzamos por entre cruces, mármol, inscripciones, rejas y ángeles de piedra como espectros, y la niebla de la madrugada nos traspasa, huesos que van y vienen, esqueletos que se acercan y caminan junto a mí y me adelantan, apresurados, aquel que limpia los huesos en ese tramo de la calle, ese otro que espera en la parada, envuelto en su impermeable, huesos blancos por encima de los cuellos, la muerte dentro como una enfermedad que aparece desde que somos concebidos, ¿no hay solución?; y sorprender entonces a un hombre, una figura, no como yo, no como los demás, que se detiene frente a mí y me habla: ¿tiene fuego?, dice, un individuo desaliñado de espesa melena y barba, rostro pequeño, casi escondido, chaqueta sucia y manos sucias que se tambalea de un lado a otro como si el mero hecho de estar de pie fuera un tremendo esfuerzo para él; le ofrezco fuego y se cubre con las manos para encender un cigarrillo medio consumido, entonces dice: gracias, y se aleja; me detengo para observarle: camina con cierta vacilación hasta llegar a la esquina, después se vuelve de cara a la pared, una figura sin rasgos, y distingo la creciente humedad oscura a sus pies, detenerme un instante para contemplarle, volverse él y alejarse con un encogimiento de hombros y una frase brutal; un borracho orinando, pienso, pero al mismo tiempo deduzco: se ha reconstruido, ha verificado su interior, ha exhumado cosas que le pertenecen y le llenan por dentro: líquidos que alguna vez formaron parte de él; eso es un proceso de autoafirmación, pienso: él es algo que yo no soy o que he dejado de ser, ha logrado obtener lo que yo pierdo poco a poco: integridad, quizá porque no tiene que callar, porque es libre para decir lo que le gusta y lo que no, pienso y golpeo con los huesos del pie el cadáver de una vieja lata en la acera, o porque ha aceptado la vida tal cual es, o quizá porque tiene hambre y sed, y necesidad de fumar, dormir y orinar en una esquina, quizá porque siente necesidades en su interior, dentro de esa intimidad de las costillas que en mí mismo forma un espacio negro: sus necesidades le llenan, y yo, satisfecho, camino vacío: eso pensé; era preciso, pues, reformarse, volver a la vida a partir de los huesos, resucitar, aunque es cierto que en algún sitio dentro de mí existían vestigios, cosas que se movían bajo las costillas o en el espacio entre éstas y el hueso púbico, pero era necesario comprobarlo; todo aturdido por el ansia, entré en uno de los bares que estaban abiertos a esas horas y me dirigí apresurado al cuarto de baño, respondiendo con un gesto al hombre que atendía la barra y que me dijo buenos días; ya en el urinario, muy nervioso, busqué mi pija semihundida, perdonando la frase, la extraje y me esforcé un instante: tras un cierto lapso, comprobé la aparición brusca del fino chorro amarillo y sentí una distensión lenta en mi pubis que califiqué como el hallazgo de la vejiga: al fin me sirves de algo, pensé mientras me sacudía la pilila, perdonando la bajeza; así, convertido en pura vejiga, salí a la calle de nuevo y respiré hondo: noté bolsas gemelas a ambos lados del esternón, sacos que se ampliaban con el aire frío de la mañana, y descubrí mis pulmones; en un estado de alborozo difícilmente descriptible me tomé el pulso y sentí, con la alegría de tocar el pecho de un pájaro recién nacido, el golpeteo suave de la arteria contra mi dedo, su pequeño pero nítido calor de hogar, y supe que guardaba sangre y que mi corazón había emergido; caminando hacia la consulta completé mi resurrección, la encarnación lenta de mi esqueleto; así pues, yo era pulmones y vejiga, yo era intestino, tripas, estómago, yo era músculos del pene, tendones, sangre, hígado, vesícula, bazo y páncreas, yo era glándulas y linfa, todo suave, todo lleno, ocupando intersticios como si vertieran sobre mí unas sobras de hombre: yo era, por fin, globos oculares líquidos, yo era lengua y labios, yo era el abrir lento de los párpados, la creación del paladar, la suave nariz horadada, la humedad limpia de la saliva, la lágrima tibia y el sudor de los poros; yo era sobre todo mi propio cerebro, las revueltas grises de los nervios, la masa de ideas invisibles, la voluntad, el deseo, el pensamiento; llegué a la consulta recién creado, aún sin piel pero ya formado y funcionando, atravesé el oscuro umbral con la placa dorada donde se leía «Héctor Galbo, odontólogo», preferí las escaleras y abrí la puerta con la delicadeza muscular de un relojero, con la exactitud de un ladrón o un pianista; Laura, mi secretaria, ya estaba esperándome, y el vestíbulo aparecía iluminado así como la marina enmarcada en la pared opuesta, y me dejé invadir por el olor a cedro de los muebles, la suavidad de la moqueta bajo los pies, y cuando mis globos oculares se movieron hacia Laura pude parpadear evidenciando mi perfección; entonces, la prueba de fuego: me incliné para saludarla con un beso y percibí la suavidad de mi mejilla, los delicados embriones de mis labios, y supe que por fin la piel había aparecido: cabello, pestañas, cejas, uñas, el florecer de mi bigote negro; besarla fue como besarme a mí mismo: buenos días, doctor Galbo, me dijo, noté las cosquillas de mi camisa sobre mi pecho velludo, muy velludo, buenos días, dije, buenos días, Laura, y percibí mi laringe en el foso oculto entre la cabeza y el pecho, sentí el aire atravesando sus infinitos tubos de órgano: buenos días, repetí despacio saludando a todo mi cuerpo reflejado en el espejo del vestíbulo, mi cuerpo con piel y sentimientos, mi cuerpo vestido, bajito, mi cabeza calva y mi rostro bigotudo: buenos días, doctor Galbo, hoy viene usted contento, dice Laura, sí, le dije, vengo aliviado, quise añadir, he orinado en un bar y he descubierto por fin que tengo vejiga, y a partir de ahí todo lo demás, pero en vez de decirle esto pregunté: ¿hay pacientes ya?, y ella: todavía no, y yo: ¿cuántos tengo citados?, y ella: cinco para la mañana, la primera es Francisca, ah sí, Francisca, dije, sí: sus prótesis darán un poco la lata, y me deleito: oh mi memoria perfecta, mis sentidos vivos, mis movimientos coordinados, sí, sí, Francisca, muy bien, y mi imaginación: porque de repente me vi avanzando hacia mi despacho con los músculos poderosos de un tigre, todo mi cuerpo a franjas negras, mis fauces abiertas, los bigotes vibrantes, los ojos de esmeralda, y mi sexo, por fin, mi sexo: porque Laura, con la mitad de años que yo, me parecía una presa fácil para mis instintos, una captura que podía intentarse, la gacela desnuda en la sabana; ya era yo del todo, incluso con mis pensamientos malignos, incluso con mi crueldad, por fin: avíseme cuando llegue, le dije, y entré en mi despacho, me quité el abrigo y la chaqueta, me vestí con la bata blanca, inmaculada, mi bata y mi reloj a prueba de agua y de golpes, y mi anillo de matrimonio, y los periódicos que Laura me compra y deposita en la mesa, y mi ordenador y mis libros, y mis cuadros anatómicos: secciones de la boca, dientes abiertos, mitades de cabezas, nervios, lenguas, ojos, mejor será no mirarlos, pienso, porque son hombres incompletos, yo ya estoy hecho, pienso, envuelto al fin de nuevo en mi funda limpia, recién estrenado; por fin pensar: saber que he regresado al origen, me he recobrado, he impedido mi disolución guardándome en un cuerpo recién hecho; no recuerdo cuánto tiempo estuve sentado frente al escritorio saboreando mi triunfo, pero sé que la segunda y más terrible revelación llegó después, con el primer paciente, y que a partir de entonces ya no he podido ser el mismo, peor aún, porque me he preguntado después si he sido yo mismo alguna vez, si mi integridad fue algo más que una simple ilusión: y fue cuando sonó el timbre de la puerta, el siguiente timbre, el nuevo timbre que me despertó de la última ensoñación (como el de casa de Galia, o el del despertador con sonido de trompeta de cobre, ahora el de la consulta, pensé, y no pude encontrarles relación alguna entre sí, salvo que parecían avisos repentinos, llamadas, notas eléctricas que presagiaban algo), y Laura anunció a la señora Francisca, una mujer mayor y adinerada, como Galia, como Alejandra, con las piernas flebíticas y el rostro rojizo bajo un peinado constante, que entró con lentitud en la consulta hablando de algo que no recuerdo porque me encontraba aún absorto en el éxito de mi creación: fue verla entrar y pensar que iría a casa de Galia cuando la consulta terminara y le diría que todo seguía igual, que era posible continuar, que nada nos estorbaba, y después llegaría a mi casa y le diría a Alejandra que la quería, que nunca más sería duro con ella ni con Ameli, eso me propuse, y saludé a la señora Francisca con una sonrisa amable, y la hice sentarse en el sillón articulado, la eché hacia atrás con los pedales, la enfrenté al brillo de los focos y le pedí que abriera la boca, porque eso es lo primero que le pido a mis pacientes incluso antes de oír sus quejas por completo: como estoy acostumbrado a que esta instrucción se realice a medias, me incliné sobre ella y abrí mi propia boca para demostrarle cómo la quería: así, abra bien la boca, le dije, ah, ah, ah, y es curioso lo cerca que siempre estamos de la inocencia momentos antes de que un nuevo horror nos alcance: incluso éste aparece al principio con disimulo, revelándose en un detalle, en un suceso que, de otra manera, apenas merecería recordarse, porque mientras Francisca, obediente, abría más la boca, descubrí el último de los horrores, la luz del rayo que nunca debería contemplar un ser humano, la degradación final, tan rápida, pavorosa e inevitable como cuando presioné el timbre de Galia, pero mucho peor porque no era lo oculto, lo que era, sino lo que no era, aquello que falta, no lo que se esconde sino lo que no existe: la nueva revelación me violó, perdonando la brutalidad, de tal manera que todos mis logros anteriores adoptaron de inmediato la apariencia de un sueño que no se recuerda sino a fragmentos, e incapaz de reaccionar, permanecí inmóvil, inclinado sobre la mujer, ambos con la boca abierta, ella con los ojos cerrados esperando sin duda la llegada de mis instrumentos; pero como no llegaban los abrió, me vio y advirtió en mi rostro el horror más puro que cabe imaginarse: qué pasa, doctor, me dijo, qué tengo, qué tengo, pero yo me sentía incapaz de responderle, incapaz incluso de continuar allí, fingiendo, así que retrocedí, me quité la bata con delirante torpeza, la arrojé al suelo, me puse la chaqueta y salí de la habitación, corrí hacia el vestíbulo sin hacer caso a las voces de la paciente y a las preguntas de Laura, abrí la puerta, bajé las escaleras frenéticamente y salí a la calle: no sabía adónde dirigirme, ni siquiera si tenía sentido dirigirme a algún sitio; contemplé a los transeúntes con muchísima más incredulidad de la que ellos mostraron al contemplarme a mí: ¿era posible que todos ignoraran?, ¿hasta ese punto nos ha embotado la existencia?; hubo un momento terrible en el que no supe cuál debería ser mi labor: si caer en soledad por el abismo o arrastrar como un profeta a las conciencias ciegas que me rodeaban; es cierto que toda gran verdad precisa ser expresada, pero la locura de mi actual situación consistía en que esta verdad última era inexpresable: quiero decir que esta verdad final no era algo, más bien era nada, así que no podía soñar con explicarla: quizá el silencio en el gélido vacío entre las estrellas hubiera sido una explicación adecuada, pero no un silencio progresivo sino repentino y abrupto: una brecha de espacio muerto, una bomba inversa que absorbiera las cosas hacia dentro, que nos introdujera a todos en un mundo sin lugares ni tiempo donde la nada cobrara alguna especial y terrible significación, quizá entonces, pensé, y corrí por la acera intuyendo que cada minuto desperdiciado era fatal: ¿le ocurre algo?, fue la pregunta que me hizo un individuo que aguardaba frente a un paso de peatones cuando me acerqué, y solo entonces fui consciente de que tenía ambas manos sobre la boca, como si tratara de contener un inmenso vómito; mi respuesta fue ininteligible, porque sacudí la cabeza diciendo que no, pero esperando que él entendiera que eso era lo que me pasaba: que no; si hubiera podido hablar, habría respondido: nada, y precisamente ahí radicaba lo que me ocurría: me ocurría nada, pero era imposible hacerle comprender que nada era infinitamente peor que todos los algos que nos ocurren diariamente; no pude hacer otra cosa sino alejarme de él con las manos aún sobre la boca, corriendo sin saber por dónde iba pero con la secreta esperanza de no ir a ninguna parte, de no llegar, de seguir corriendo para siempre, porque no podía presentarme en casa de aquel modo, no con aquel fallo, sería preciso hacer cualquier cosa para remediar esa escisión, quizá comenzar desde el principio, reunir de nuevo el hilo en el ovillo, a la inversa: pensar en el instante anterior a la revelación, notar la presencia para comprender ahora la falta; pero cómo describirlo: cómo decir que había conocido de repente la boca cuando la paciente abrió la suya y yo quise indicarle cómo tenía que hacerlo y abrí la mía; fue entonces: el tiempo se congeló a mi alrededor y quedé solo en medio de mi hallazgo, como un náufrago, paralizado por la revelación suprema, incapaz de comprender, al igual que con la anterior, por qué no lo había sabido hasta entonces: la boca, claro, ahí, aquí, abajo, bajo mi nariz, en mi rostro, la boca: de repente me había percatado de la verdad, tan simple e invisible debido a su propia evidencia: la boca no es nada, lo comprendí al pedirle a la paciente que la abriera y al abrir la mía: ¿qué he abierto?, pensé: la boca; pero entonces, si la boca abierta también es la boca, el resultado era una oscuridad, un agujero vacío, un abismo; quiero decir que, de repente, al ver la boca, al inclinarme para verla, no la vi, pero no la vi justamente porque era eso: el no verla; si hubiera visto la boca de la misma forma que veo mis dedos, por ejemplo, no lo sería o estaría cerrada; sin embargo, el horror consiste en que una boca abierta también es una boca: como llamarle «dedos» al espacio vacío que hay entre ellos; ¡pero eso no era todo!: si aquel defecto, aquella nada, era, ¿cómo podía evitar la llegada del vacío?, ¿cómo impedir que todo siguiera siendo lo que es en la nada?, ¿cómo pretender recobrar mi cuerpo si me evacuo por ese agujero negro y absurdo?; lo comprendí: ¡si todo se hubiera cerrado a mi alrededor!, ¡si las junturas hubieran encajado perfectamente, sin interrupciones, sin oquedades!, pero tenía que estar la boca, la boca abierta que también era la boca, y ahora ¿cómo permanecer incólume?, ¿cómo seguir inmutable, conservándome dentro, si allí estaba eso que no era, esa nada negra implantada en mí?; corrí, en efecto, a ciegas, no recuerdo durante cuánto tiempo, hasta que un nuevo acontecimiento pudo más que mi propia desesperación: en una esquina, recostado en un portal, distinguí a un hombre, el borracho de aquella madrugada, que parecía dormir o agonizar: un sombrero gris le cubría casi todo el rostro salvo la barba, y allí, insertado en lo más hondo del pelo, un agujero abierto, sin dientes, sin lengua, una cosa negra y circular como una cloaca o la pupila de un cíclope ciego que me mirara, aunque yo fuera «nadie», el vacío terrible, la nada; de repente se había apoderado de mí un horror supremo, un asco infinito, la conjunción final de todo lo repugnante, y me alejé desesperado cubriéndome con las manos aquel «salto», aquel «vacío» letal, atenazado por una sensación revulsiva, un pánico que era como cribar mis ideas con violencia hasta romperlas, la certeza de mi perdición, el desprendimiento a trozos de mi voluntad frente a lo irremediable: esa boca abierta, el error por el que todo entra y todo sale, los secretos, la palabra, el vómito, la saliva, la vida, el aliento final, porque me había envuelto en mi propio cuerpo para hallar algo último que no cierra, ese terrible defecto tras los labios del beso, tras el lenguaje cotidiano, tras los gestos de comer y masticar, más allá de los dientes y la lengua, ese algo que no es el paladar ni la faringe ni la descarga de las glándulas, ese vacío que me recorre hacia dentro, el túnel deshabitado del gusano, la nada, la negación, eso que ahora empezaba a corroerme; porque si existía la boca, nada podía detener la entrada del vacío; así que cerca de casa empecé a perderme, a dividirme en secciones, a horadarme: primero fue la piel, que apenas se presiente, que es casi solamente tacto, la piel que cayó a la acera mientras corría, la piel con mi figura y mis rasgos que se me desprendió como la de un reptil mudando sus escamas, porque el vacío se introducía bajo ella como un cuchillo de aire y la separaba; entonces los músculos y los tendones, en silencio: ¿qué protección pueden ofrecer frente a los túneles de la nada?, ¿qué defensa procuran ante esa marea de vacío, ese fallo que me alcanzaba como a través de un sumidero?, también ellos caen y se desatan como cordajes de barco en una tempestad; la calle en la que vivo recibió el tributo de la lenta pero inexorable pérdida de mis vísceras: ese trago infecto de nada, que no está pero es, provoca la caída de mi estómago y mis intestinos, mi hígado derretido y mi bazo, los pulmones sueltos que se alejan por el aire como palomas grises, el corazón que ya no late, madura, se endurece y cae, gélido como el puño de un muerto, porque nada puede latir frente a la boca, los nervios arrastrados por la acera como hilos de un títere estropeado, los ojos como gotas de leche derramada, la suave materia de mi cerebro, la exactitud de mis sentidos, la excitante delicia del deseo, la provocación del hambre y el instinto, las sensaciones, los impulsos: todo cae y se pierde, todo gotea incesante desde mi armazón, todo se va y se desvanece calle abajo; entro en casa al fin, ya solo mi esqueleto muerto y limpio, y pienso: mis hijos están en el colegio, por fortuna; me dirijo al salón y allí encuentro a Alejandra, que me mira con pasmo; se halla sentada en su sofá tejiendo algo, y probablemente destejiéndolo también, creando y destruyendo en un vaivén de interminable dedicación; entonces me detengo frente a ella, aparto con lentitud las falanges blancas de mi oquedad y la descubro, por fin, en toda su horrible grandeza: la boca abierta, las mandíbulas separadas, el enorme vacío entre maxilares, la verdadera boca que no es, desprovista del engaño de las mucosas, ese espacio negro que nada contiene, y hablo, por fin, tras lo que me parecen siglos de silencio, y mis palabras, emergiendo de ese vacío, son también vacío y horadan: Alejandra, hablo, llevo años traicionándote con una mujer que conocí en la consulta, y ella: Héctor, qué dices, y yo: es guapa, pero no demasiado, cariñosa, pero no demasiado, inteligente, pero no demasiado: lo mejor que tiene es que me quiere y que intentó hacerme feliz, y que nunca me ha creado problemas salvo la necesidad de mentirte, de ocultártelo, una mujer con la que descubrí que puede haber una cierta felicidad cotidiana a la que nunca deberíamos renunciar, como hemos hecho tú y yo, ni siquiera a esa cierta felicidad cotidiana, una mujer, en fin, con la que he sabido que ya todo es igual, que incluso el pecado termina alguna vez, incluso la culpa, incluso lo prohibido, y ella: Héctor, Héctor, qué te pasa, dice, que ya basta de mentiras, respondo y me deshago de su lento abrazo y de sus lágrimas, y basta de silencio, porque era necesario hablar, pero no solo a ti, no, no solo a ti, y ella, gritando: ¿adónde vas?, pero su grito se me pierde con el mío propio, que ya solo oigo yo, y eso es lo terrible: porque mi garganta ha desaparecido y solo quedan las tenues vértebras y el deseo de ser escuchado; corro entonces a casa de Galia arrastrando apenas los jirones blancos de mis huesos por la acera, y ella misma abre la puerta y grita al verme: no, Galia, no podemos seguir juntos, dije entonces, no tengo nada más que hacer aquí, tú, viuda y solitaria, yo, casado y solitario, nada que hacer, Galia, no más consuelos, no más secretos, basta de felicidad y de cariño doméstico, porque llega un instante, Galia, en que todo termina, y lo peor de todo es que tú no eres una solución: ¿por qué?, me dijo: porque es necesario decir la verdad y revelar la mentira, repliqué, aunque nos quedemos vacíos, es necesario abrir las bocas, Galia, le dije, y volcarnos en hablar y hablar y destruirlo todo con las palabras, dije, porque si algo somos, Galia, es aliento, así que es necesario, por eso lo hago, dije, y me alejé de ella, que gritó: ¿adónde vas?, pero su grito se perdió dentro del mío, que ya era tan enorme como el silencio del cielo; y me alejé de todos, de una ciudad que no era mi ciudad, de una vida que no era mi vida, corrí ya casi llevado por el viento, las espinas delgadas de mi cuerpo flotando en el aire, corrí, volé hacia los bosques transportado por una ráfaga de brisa como el polvo o la basura, avancé por la hierba, entre los árboles, desgastándome con cada palabra: basta con eso, dije, no más hogar, no más vida, no más esfuerzo, dije, grité en silencio: ya basta de mundo y de existencia, ya basta de hacer y de procurar, soportar, callar y mirar buscando respuestas, no, no más luz sobre mis ojos, nunca otro día más, basta de desear y pretender, de conseguir y por último perder lo conseguido y enfermar y morir y terminar en nada, todo vacío, intrascendente, limitado y mediocre: basta, porque hay un error en nosotros, un hiato perenne, el sello de la nada, esta boca siempre abierta, este hueco hacia algo y desde algo, miradlo: está en vosotros, el sumidero, el vórtice; lo he soportado todo, incluso los años de silencio, los años iguales y el silencio, la muerte interior, el vacío interior, la falsa esperanza, la ausencia de deseos, pero no puedo soportar esta conexión: si tiene que existir esto, este hueco vacío y nulo, esta ausencia de mi carne y de mi cuerpo, si tiene que existir la boca, prefiero echarlo todo fuera, dejar que todo se vaya como un soplo puro, que lo oigan todos, que todos lo sepan, prefiero esto a la falsa seguridad de un cuerpo muerto, eso dije, eso grité, y me vi por fin convertido en nada, la oquedad llenando todos mis huesos abiertos como flautas mudas, desmenuzados como arena por fin, solo esa ceniza última, apenas el rastro leve que el viento termina por borrar, el vacío enorme de esa boca que tiene que decir y revelar y descubrir y gritar y acusar y vaciarme hacia fuera desde dentro y mezclarme con todo, esa boca abierta e infinita del silencio absoluto por la que hablo aunque nadie oiga


    1. Y sientomayor necesidad, una vehemente necesidad de amar y perdonar a todo elmundo


    2. ¿A quién se le ocurre buscar el peligro,desear participar de la suerte de sus compañeros, presentarse,cuando todo el mundo se escondía y rechazaba toda complicidad?Era un quijotismo, una locura, que ninguna persona sensata en Manila selo podía perdonar y tenía mucha razon Juanito en ponerleen ridículo, representándole en el momento en que se ibaal Gobierno Civil


    3. generosidad, y deslumbrando con sulujo, se hace perdonar en ocasiones sus malos


    4. Esta petición contiene en sí por lo menos tres elementos: a) la capacidad de dejar de lado el orgullo herido, b) la capacidad de perdonar a la madre y c) la capacidad de reconocer en la madre la existencia de una parte positiva


    5. A los hombres y a las mujeres de hoy no les gusta arriesgar la vida y no les gusta perdonar


    6. hijos detras, caen en las manos de los enemigosinhumanos, que los deguellan, sin perdonar aun


    7. pidieran con mucho encarecimiento les hiciesetan gran merced y favor de perdonar la vida a


    8. perdonar los sujetos, y supeditar y acocear los soberbios,virtudes anejas a la profesión que yo


    9. el silencio es prudente y hasta obligatorio; ypor lo mismo, bien se puede perdonar á un escritorel


    10. el poder de perdonar los pecados? Enlas entrañas de la Virgen

    11. al menos, la discreción de hacerse perdonar con obras útiles


    12. perdonar con su generosidad el retraso en el pagode la deuda


    13. Y en su afán irresistible de decirlo todo, de no perdonar el relato deninguno de los


    14. combinadocon el de hacerse perdonar delitos propios,mientras que la credulidad resiste cuentos


    15. [F] Se puede perdonar esta ridícula afirmación al autor


    16. que más gozaron en ella, sin perdonar los fuegos con losque la velada terminó, y que estuvieron


    17. Cosas dechicos, que los hombres deben perdonar


    18. no se pueden perdonar


    19. muestras de lo que puede ysabe perdonar una paciencia, sin límites infinita


    20. digo que la perdones, que esa sea la únicasolución; pero confiesa que el perdonar es una solución

    21. bien selo pueden perdonar en gracia de los juicios maravillosamente exactos quehacía


    22. —Vamos, Reina, vamos, bien sabes que hay que perdonar las


    23. 24 Pues para que sepais que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierrade perdonar pecados, (dice al


    24. porel público, siempre dispuesto a perdonar a los tramposos guapos ygraciosos


    25. completamenteirreparables en el mundo, y ofensas que no se pueden perdonar


    26. hacerte perdonar para ser perdonado, necesitas comprar lagenerosidad con generosidad y el


    27. Y así bajó delpúlpito y encomendó a que muy devotamentesuplicasen a Nuestro Señor tuviese por bien de perdonar aaquel pecador, y volverle en su salud y sano juicio, y lanzardél el demonio, si Su Majestad había permitido quepor su gran pecado en él entrase


    28. podía perdonar a sus padres por lo que estaban haciendo con sus MEGA-mansion


    29. La estrategia de tal para cual supone una mezcla interesante de inclinaciones: amistad inicial, disposición a perdonar y represalia audaz


    30. Hablé de que un año sin Terror había vuelto a traer la paz a Francia; insistí en que ahora lo importante era olvidar todas las rencillas; que era el momento de perdonar las ofensas y mirar juntos en la misma dirección, hacia delante, hacia el lugar que la Historia tenía destinado a este glorioso pueblo capaz de romper sus cadenas y crear una sociedad nueva

    31. El viajero, hace ya algún tiempo, va para el medio siglo, fue conmilitón y buen amigo de Pacorro Raspay Domínguez, cabo de artillería que cogió unas purgaciones de garabatillo en Madrid, al acabar la guerra, y para hacérselo perdonar por Dios Nuestro Señor se metió monje bernardo


    32. El marido de la otra mujer había votado perdonar la vida al cacique


    33. Tomás de Albarado y Gibraleón es consejero del Supremo de la Inquisición, persona bondadosísima y siempre inclinada a perdonar; es tal su influjo entre los jueces del Santo Oficio y con el inquisidor general, que puede decirse que él hace lo que quiere en cuanto concierne a aquel Santo Tribunal; con esto y con decirle a usted que ama entrañablemente a Susanita y que la mima hasta el punto de otorgarla cuanto ésta le pide, comprenderá usted si hago bien en aconsejarle que dé este paso para conseguir su fin


    34. Sobre todo entre los que habían conocido al príncipe Cavalcanti personalmente, y éstos estaban decididos a no perdonar medio para ir a ver en el banquillo de los acusados a Benedetto, asesino de su compañero de cadena


    35. Protheroe no acostumbraba a perdonar


    36. –A los que se encuentran en la cala de la galeota y a los que hice mal en perdonar


    37. Escasos días antes Nicosia, la segunda ciudad en importancia de la isla, había sido conquistada al asalto y las huestes otomanas pasaban a cuchillo a todos sus habitantes, sin perdonar la vida más que a las jóvenes hermosas a las que destinaban a los harenes de Constantinopla


    38. Blanca y su flamante marido pasaron la primera noche de casados en la cámara nupcial del mejor hotel de la capital, que Trueba hizo llenar de flores para hacerse perdonar por su hija el rosario de violencias con que la había castigado en los últimos meses


    39. Quizá se pueda perdonar a Henry Woodhope su expresión de leve perplejidad, puesto que no podía adivinar adónde quería ir a parar el señor Lascelles, pero sólo dijo:


    40. Volker y Hagen salieron a su encuentro sin perdonar a nadie más que al jefe

    41. -Se lo dije, sí -prosiguió ella-, y como esa señora tiene un corazón bueno, generoso y amante; como nunca, nunca ha deseado el mal ajeno, ni ha vivido del odio; como sabe perdonar las ofensas y hacer bien a los que la aborrecen


    42. Y al oír estas frases, el emir el-hadj se encaró con los circunstan­tes, y les dijo: "Hay que perdonar sus palabras condenables a este hombre, porque la excusa su historia!"


    43. El Gobierno se empeña en perdonar a Vinuesa, regalándole más tarde una mitra, y el pueblo, que después de todo es soberano, se empeña en que Tamajón debe ser ahorcado


    44. Y ya le conducían al sitio de la ejecu­ción, vendándole los ojos y colocándole en la alfombra ensangrentada, en tanto que el ejecutor blandía su alfanje para hacerle saltar del cue­llo la cabeza, cuando se acercó al rey una vieja y le dijo: "¡Oh rey del tiempo! ¡Ya se han cortado las cien cabezas, y el baño está lleno de sangre! ¡Debes perdonar, pues, a ese joven musulmán que queda, y dármelo para dedicarle al servicio de la iglesia!" Y exclamó el rey: "¡Por el Mesías, que dices la verdad! Ya se hallan ahí las cien cabezas, y el baño está lleno


    45. cual, por razón del mismo gozo y embobamiento del triunfo, estaba muy dispuesto a perdonar


    46. -¿Pues qué -pregunté con asombro-, ¿Su Majestad no ha ofrecido en su Manifiesto de Cádiz perdonar a todo el mundo?


    47. ª Robustiana, que el Gobierno abre un poco la mano y empieza a perdonar, a perdonar


    48. Díjome que no llorase ni me afligiese; que Dios, con lo mucho que había yo sufrido, me perdonaba todas mis culpas, y que [114] si aún faltaba algo por perdonar, ella se encargaría de obtener en el cielo la total absolución


    49. Blas a todos saluda y bendice, añadiendo las carantoñas que sabes son muy de su carácter, y con las cuales se hace perdonar sus graves defectos: nos pide dinero y ropa


    50. Cristo Nuestro Señor nos ordenó perdonar las ofensas y hacer bien a nuestros enemigos











































    1. —Tú me perdonas, Juan—dijo Lucía antes de que hubieran pasado algunosmomentos, bajos los ojos y la voz, como pecador contrito que pidehumildemente la absolución de su pecado—


    2. –Pero el caso es que no puedo darte la absolución si no te arrepientes y perdonas a tus enemigos


    3. Y cuando lo haces, entiendes y perdonas


    1. Le perdono de todo corazón;en su lugar, hubiera


    2. y hanhecho de el un objeto tan miserable,que yo, que no puedo esperimentarla piedad, perdono a los que la


    3. nadie está libre en elmundo) yo las perdono de buen grado


    4. qué estoy yo en el mundo? Francamente, eso es un agravio que no te perdono, no te lo perdono


    5. -Acepto tu consejo y perdono al negro, con la condición de que seas un buen camarada para mí


    6. -Por eso no te hago devorar; pero si te perdono la vida es con la condición de que hagas una cosa


    7. Hoy mi espíritu está quebrantado: anhelo la tranquilidad y te perdono


    8. -Te lo perdono, porque me amas, y sobre todo porque me sacrificas tus pasiones, porque consientes que sea yo la destinada a quitarte esas espinas que desde hace tanto tiempo tienes clavadas en el corazón


    9. Entonces el lobo dijo al zorro: "¡Acepto tus disculpas y perdono tu mal paso y la molestia que me has ocasionado obligándome a asestarte ese golpe, pero tienes que ponerte de rodillas, con la cabeza en el polvo!"


    10. ¡Mírala en su cuello!" El califa contestó: "¡Es cierto! ¡Así que la perdono por consideración hacia ti!" Luego se encaró con Dalila, y le dijo: "Ven aquí, ¡oh vieja! ¿Cuál es tu nombre?" Ella contestó: "¡Mi nombre es Dalila, y soy la esposa del antiguo director de tus palomares!"

    11. -Sí, sí, perdono, perdono a todo el mundo -balbució el reo, fijando otra vez toda su atención en los ladrillos del piso-


    12. Las contrariedades, que en mi necedad estimé graves ofensas, ahora las perdono de todo corazón


    13. A todos ruego que me perdonen, y yo en los presentes perdono a cuantas personas de este y el otro bando hayan podido causarme algún agravio


    14. Le perdono, pero le compadezco, le compadezco…


    15. –¡Ay! – me dijo, mirándome tiernamente-, le perdono, le perdono la inclinación que siente hacia usted, porque posee todos los atractivos, el alma más bella y el más hermoso cuerpo


    16. Estoy muy disgustada con ella; pero Santa Susana intercede en su favor y la perdono; ve a decirle que puede entrar


    17. –Por esta vez, te perdono las gracias


    18. Pero te lo perdono y te quiero igual


    19. Veo ahora que mi primer acto de rebelión (me perdono la exageración de la palabra por el gusto que me da) fue haber decidido pintar el segundo retrato de S


    20. –¿Eso cree? De no haber nacido en algún otro lugar, ¿acaso no podrían haber sido sus hombres? ¿No compartieron muchas de las esperanzas que albergaban los suyos? No encuentro dicha en ninguna de estas muertes y perdono a los que pretendían hacernos daño

    21. ” “Lo perdono —dijo distraídamente la duquesa, que de pronto, como asaltada por una idea que la puso alegre, reprimió una ligera sonrisa, pero volviendo rápidamente a Swann—: Bueno, ¿qué?, ¿no dice usted si va a venir a Italia con nosotros?” “Señora, creo que no será posible


    22. Si el suicidio es una decisión de una complejidad tan excesivamente radical que a la larga se convierte en una decisión en realidad simplicísima, dejar de escribir porque uno ha fracasado me parece de una simplicidad aún más abrumadora, aunque de entre las excepciones de casos de fracasados que estoy dispuesto a mencionar se encuentra, por supuesto, el caso de Melville, ya que tiene derecho a lo que quiera (puesto que inventó la sencilla, pero complejísima a la vez, sutil rendición de Bartleby, personaje que nunca optó por la grosera línea recta de la muerte por propia mano, y menos aún por el llanto y deserción ante el fracaso; no, Bartleby, ante la idea del fracaso, se rindió de una forma estupenda, nada de suicidios ni amarguras interminables, se limitó a comer bizcochos, que era lo único que le permitía seguir prefiriendo «no hacerlo»), a Melville le perdono todo


    23. Pero quiero que sepas que te perdono


    24. «¡Oh no, no! ¡yo no puedo ser buena! yo no sé ser buena; no puedo perdonar las flaquezas del prójimo, o si las perdono, no puedo tolerarlas


    25. –En cuanto a ti, Milord -se dirigió a Gumpas-, perdono tu deuda por los tributos


    1. Chacun à son goût, si me perdonáis la cursilada


    1. —Ya te lo perdoné


    2. En cuanto a las habitaciones de ésta, no perdoné gasto ni


    3. Môme vino arrastrándose en busca de consuelo y lo perdoné por consideración a Lys, de lo cual se regocijó con múltiples cabriolas


    4. Y la perdoné del todo después de que él hubiera muerto…


    5. De modo que la perdoné por ella y por el Maestro


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    perdonar in English

    reprieve pardon let off excuse remit <i>[formal]</i> forgive absolve condone

    Sinónimos para "perdonar"

    absolver amnistiar remitir agraciar conmutar olvidar