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    gotear frasi di esempio

    gotea


    goteaba


    goteaban


    goteado


    gotean


    goteando


    gotear


    goteo


    1. gotea minando eledificio con su lento y seguro trabajo, ese


    2. ¡Viejas calles de una vieja villafeudal, con iglesias, con caserones, con huertos conventuales! De losnegruzcos aleros gotea la lluvia, y en las


    3. En el patio, una bolsa con carne, pesada debido a la sangre, cuelga de una viga de madera y las moscas revolotean alrededor, y cuando gotea se dispersan y luego se vuelven a agrupar


    4. por un lado, gotea por el otro,


    5. A pesar de que está parado frente a ti, y del ala de su bien conocido sombrero gotea lentamente la lluvia, sólo le reconoces con dificultad


    6. Ahora toda beneficencia y todo pequeño regalo indignan a los de abajo; ¡y los demasiado ricos, que estén en guardia! Quien hoy, semejante a una botella ventruda, gotea por cuellos demasiado estrechos: a esas botellas la gente gusta hoy de romperles el cuello


    7. Para cuando termino, aparece Jéróme, cierra de golpe la puerta contra la lluvia y gotea en el suelo


    8. En una higuera, por el contrario, teniendo cuidado de que soporte el peso, no se acaba nunca de dar vueltas; Cósimo está bajo el pabellón de las hojas, ve transparentarse el sol en medio de las nervaduras, los frutos verdes hincharse poco a poco, huele el látex que gotea por el cuello de los pedúnculos


    9. La mujer de Patrick Madden mantiene en alto los dos dedos ensangrentados; tiene sangre entre los intersticios de los dientes, y la sangre le resbala por los dedos, y gotea por la muñeca y la pulsera de diamantes hasta el codo


    10. dejados por el tiempo, al eco que gotea en las simas

    11. –¿Es el radiador el que gotea?


    12. Nadie ha tocado nunca un timbre tan terrible: no me refiero al sonido que produjo sino a la presión en sí, al tacto del botón contra mi dedo, o de mi dedo contra el botón, nadie ha sentido nunca lo mismo que yo; aunque mi sensación fue lógica, ya que físicamente sería imposible tocar el timbre sin el hueso, quiero decir que sin el hueso nuestro dedo se torcería sobre el botón como un tubo de goma, o se aplastaría ridículamente, o se introduciría en sí mismo como un guante vacío, así que hasta cierto punto resulta lógico suponer que el timbre suena con el hueso, que es mi esqueleto el que llama a la puerta, pero nadie ha sentido nunca tal cosa, y me produjo pena y sorpresa comprobar que hasta aquel momento crucial yo ignoraba lo que realmente somos y que el conocimiento puede producirse así, de improviso, mientras el zumbido eléctrico molesta el oído todavía, que se me haya revelado en ese instante doméstico, que cuando Galia abrió la puerta yo ya fuera otro, que el sonido de su timbre me despertara de un sueño de ignorancia para sumirme en la vigilia de un mundo que, por desagradable que fuera, era más cierto, porque si mi dedo había hecho sonar el timbre era debido a que llevaba hueso en su interior; lo había percibido de repente: mi dedo era un dedo con hueso y su utilidad radicaba en el hueso, al palparlo noté la dureza debajo, tras impensables láminas de músculo, y la realidad de aquella presencia me dejó asombrado, estuporoso, con un estupor y un asombro no demasiado intensos pero permanentes: oh Dios mío tengo un hueso debajo, mi dedo no es un dedo, es un hueso articulado y protegido contra el desgaste: la idea me vino así, con una lógica tan aplastante que no me sorprendió en sí misma sino su ausencia hasta ese timbre; no había una idea extraña e increíble, había una extraña e increíble omisión de la idea en todo el mundo, justo hasta el histórico momento en que llamé a la puerta del piso de Galia, pero Galia estaba en el umbral con su bata azul celeste y su cabello ondulado como por rulos invisibles, y me contemplaba sorprendida; y es que es una mujer muy perspicaz: apenas me entretuve un instante demasiado largo entre su saludo y mi entrada, y ya me había preguntado qué me ocurría: yo me frotaba el índice de mi descubrimiento contra el pulgar, incapaz de creer aún que lo obvio podía estar tan oculto, casi temeroso de creerlo, y opté por disimular esperando tener más tiempo para razonar, así que entré, le di un beso, me quité el abrigo húmedo y la bufanda y saludé al pasar a César, que ladraba incesante en el patio de la cocina: Galia me dijo qué tal y yo le dije muy bien, y le devolví estúpidamente la pregunta y ella me respondió igual, y de repente me pareció absurdo este diálogo especular de respuestas consabidas, o quizá era que la revelación me había estropeado la rutina, véase si no otro ejemplo: mantuve tieso el culpable dedo índice mientras entraba, y ni siquiera lo utilicé para quitarme el abrigo, como si una herida repentina me impidiera usarlo, y es que desde que había comprobado que ocultaba un hueso lo miraba con cierta aprensión, como se miran los fetiches o los amuletos mágicos; pero hice lo que suelo hacer: me senté en uno de los dos grandes sofás de respaldo recto, estiré las piernas, saqué un cigarrillo —con los dedos pulgar y medio— y dije que sí casi al mismo instante que Galia me preguntaba si quería café, incluso antes de saber si realmente tenía ganas de café, ya que la tradición es que acepte, y Galia, tan maternal, necesita que yo acepte todo lo que me da y rechace todo lo que no puede darme; tomar el café en la salita, mientras termino el cigarrillo y justo antes de pasar al dormitorio, se ha vuelto, a la larga, el rato más excitante para ambos; charlamos de lo acontecido durante la semana, Galia me pregunta siempre por Ameli y Héctor Luis, se muestra interesada en mis problemas y apenas me habla de los suyos, pero el diálogo es una excusa para que ella me inspeccione, me palpe, capte cosas en mi mirada, en mi forma de vestir, en mis gestos, pues Galia, a diferencia de Alejandra, es una mujer afectuosa, impulsiva y, como ya he dicho, perspicaz, y la conversación no le interesa tanto como ese otro lenguaje inaudible de la apariencia, así que es muy natural que la interrumpa para decirme: estás cansado, ¿verdad?, o bien: hoy no tenías muchas ganas de venir, ¿no es cierto? o bien: cuéntame lo que te ha pasado, vamos, has discutido con Alejandra, ¿me equivoco?, así estemos hablando del tiempo que hace, los estudios de Héctor Luis o lo que sea, da igual, su mirada me envuelve y nota las diferencias; por lo tanto, no fue extraño que esa tarde me dijera, de repente: te encuentro raro, Héctor, y yo, con simulada ingenuidad: ¿sí?, y ella, confundida, aventura la idea de que pueda tratarse de Alejandra o de la niña: no, no es Alejandra, le digo, tampoco es Ameli; Alejandra sigue sin saber nada de lo nuestro, tranquila, y en cuanto a Ameli, ya la dejo por imposible, pero ella concluye que tengo una cara muy curiosa este jueves y yo la consuelo a medias diciéndole que estoy cansado, y ella insiste: pero no es cara de estar cansado sino preocupado, y yo: pues lo cierto es que no me pasa nada, Gali, porque cómo decirle que estoy pensando inevitablemente en el hueso de mi dedo índice, cómo decirle que de repente me he descubierto un hueso al llamar al timbre de su casa: ¿acaso no iba a sentirse un poco dolida?, ¿acaso no pensaría que era una forma como cualquier otra de decirle que ya estaba harto de visitarla cada semana, todos los jueves, desde hace años?, sonaba mal eso de: acabo de darme cuenta, Gali, justo al llamar al timbre de tu puerta, de que tengo un hueso en el dedo, de que mi dedo índice son tres huesos camuflados, para acto seguido decir: bueno, Gali, no pensemos más en que mi dedo índice son tres huesos, ¿no?, y vamos a la cama, que se hace tarde; sonaba mal, sobre todo porque con Galia, igual que con Alejandra, tenía que andar de puntillas: nuestra relación se había prolongado tanto que, a su modo, también era rutinaria, a pesar de que ella seguía llamándola «una locura»; curiosamente, Galia es viuda y libre y yo estoy casado y tengo dos hijos, pero ella sigue diciendo que lo nuestro es «una locura» y yo pienso cada vez más en una aburrida traición, un engaño cuya monótona supervivencia lo ha despojado incluso del interés perverso de todo engaño dejando solo los inconvenientes: jamás podría hablarle a Alejandra de Galia, ahora ya no, y jamás podría terminar con Galia, ahora ya no, cada relación se había instalado en su propia rutina y ya ni siquiera podía soñar con escaparme de ésta, porque se suponía que cada una servía precisamente para huir de la rutina de la otra: mi deber era cuidar de ambas, conocer a Galia y a Alejandra, saber qué les gustaba oír y qué no, lo cual, naturalmente, era difícil, y por eso mi propia rutina consistía en callarme frente a las dos; pero en momentos así callarme también era un esfuerzo, porque si me notaba incluso la división entre los huesos, si podía imaginármelos al tacto, sentirlos allí como un dolor o una comezón repentina, ¿cómo podía evitar pensar en eso?; y ni siquiera era mi dedo lo que me molestaba, ya dije, sino mi error al no darme cuenta hasta ahora: esa ceguera era lo que jodía un poco, perdonando la expresión; porque hubiera sido como si me creyera que el arlequín de la fiesta de disfraces no esconde a nadie debajo, cuando es bien cierto que ese alguien bajo el arlequín es quien le otorga forma a este último, que no podría existir sin el primero: sería tan solo puros leotardos a rombos blancos y negros, bicornio de cascabeles, zapatillas en punta y antifaz, pero no el arlequín, y de igual manera, ¿qué error me llevó a creer hasta esa misma tarde que mi dedo índice era un dedo?; si lo analizamos con frialdad, un dedo es un disfraz, ¿no?, una piel elegante que oculta el cuerpo de un hueso, o de tres huesos si nos atenemos a lo exacto, y a poco que lo meditemos, una vez llegados a este punto y pinchado en el hueso, valga la expresión, ya no se puede retroceder y razonar al revés: decir, por ejemplo, que el hueso es simplemente la parte interna de un dedo: sería como llegar a ver el alma: ¿acaso pensaríamos en el cuerpo con el mismo interés que antes?; pero mientras hablaba con Galia y la tranquilizaba estaba razonando lo siguiente: que este descubrimiento conlleva sus problemas, porque es un hallazgo delator, como atrapar a un miembro de la banda y lograr que revele la guarida de los demás: si mi dedo índice derecho, el dedo del timbre, lleva huesos ocultos, la conclusión más sencilla se extiende como un contagio a los otros cuatro de esa misma mano y, ¿por qué no?, a los cinco de la otra: tengo un total de diez huesos entre las dos manos, tirando por lo bajo, cinco huesos en cada una, y lo peor de todo es que se mueven: porque hay que pensar en esto para horrorizarse del todo: ¿alguna vez vieron moverse solos a diez huesos?, pues ocurre todos los días frente a ustedes, en el extremo final de los brazos: hagan esto, alcen una mano como hice yo aprovechando que Galia se acicalaba en el cuarto de baño (porque Galia se acicala antes y después de nuestro encuentro amoroso), alcen cualquiera de las dos manos frente a sus ojos y notarán el asco: cinco repugnantes huesos bajo una capa de pellejo (ni siquiera huesos limpios, por tanto, sino envueltos en carne) moviéndose como ustedes desean, cinco huesos pegados a ustedes, oigan, y tan usados: saber que nos rascamos con huesos, que cogemos la cuchara con huesos, que estrechamos los huesos de los demás en la calle, que acariciamos con huesos la piel de una mujer como Galia: saberlo es tan terrible pero no menos real que los propios huesos, saberlo es descubrirlo para siempre, y lo peor de todo fue lo que me afectó: no se trata de que no se me pusiera tiesa en toda la tarde, perdonando la intimidad, ya que esto me ocurría incluso cuando pensaba que los dedos eran dedos, no, lo peor fue el cuidado que puse: tanto que no parecía que estaba haciendo el amor sino operando algún diente delicado; y es que me invadió una notoria compasión por Galia, tan hermosota a sus cincuenta incluso, al pensar que sobaba sus opulencias, sus suavidades, con huesos fríos y duros de cadáver: mi culpa llegó incluso a hacerme balbucear incongruencias, desnudos ambos en la cama: ¿soy demasiado duro?, comencé por decirle, y ella susurró que no y me abrazó maternalmente, e insistir al rato, todo tembloroso: ¿no estoy siendo quizá algo tosco?, y ella: no, cariño, sigue, sigue, pero yo la tocaba con la delicadeza con que se cierran los ojos de un muerto, porque ¿cómo olvidar que eran huesos lo que deslizaba por sus muslos?, aún más: ¿cómo es que ella no lo sabía?, ¿acaso no se percataba de que las caricias que más le gustaban, aquellas en que mis dedos se cerraban sobre su carne, eran debidas a los huesos?: sin ellos, tanto daría que la magreara con un plumero: ¿cómo podría estrujar sus pechos sin los huesos?, ¿cómo apretaría sus nalgas sin los huesos?, ¿cómo la haría venirse, en fin, sin frotar un hueso contra su cosa, perdonando la vulgaridad?: sin los huesos, mis dedos valdrían tanto como mi pilila, perdonando la obscenidad, o sea, nada: ¿cómo es que ella no se horrorizaba de saber que nuestros retozos, que tanto le agradaban, eran puro intercambio de huesos muertos?, porque incluso sus propias manos, y mis brazos, y los suyos, Dios mío, ¿no eran largos y recios huesos articulados que se deslizaban por nuestros cuerpos, nos envolvían, apretaban nuestra carne, nos abrazaban?, ¿acaso era posible no sentir el grosero tacto de los húmeros, la chirriante estrechez del cúbito y el radio, los bolondros del codo y la muñeca?; sumido en esa obsesión me hallaba cuando dije, sin querer: ¿no estoy siendo muy afilado para ti?, y ella dijo: ¿qué?, y supe que la frase era absurda: «afilado»», ¿cómo podía alguien ser «afilado» para otro?, y casi al mismo tiempo me percaté de que era la pregunta correcta, la más cortés, la más cierta: porque con toda seguridad había huesos y huesos, unos afilados y otros romos, unos muy bastos y ásperos corno rocas lunares y otros pulidos quizá como jaspes: incluso era posible que el tacto del mismo hueso dependiera del ángulo en que se colocaba con respecto a la piel, porque un hueso es un poliedro, casi un diamante, y hay que imaginarse sobando a la querida con diez durísimos y helados cuarzos para comprender mi situación, pensar en la carilla adecuada que usaremos para deslizarlos por la piel, el borde más inofensivo, no sea que nuestros apretujones se conviertan en el corte del filo de un papel, en la erizante cosquilla de una navaja de barbero; y entre ésas y otras se nos pasó el tiempo y terminamos como siempre pero peor, resoplando ambos bocarriba como dos boyas en el mar, mirando al techo, con esa satisfacción pacífica que solo otorga la insatisfacción perenne: cuánto tiempo hace que tú y yo no disfrutamos, Galia, pienso entonces, que vamos llevando esto adelante por no aguardar la muerte con las manos vacías, tiempo repetido que nunca se recobra porque nunca se pierde, días monótonos, el trasiego de la rutina incluso en la excepción: porque, Galia, hemos hecho un matrimonio de nuestra hermosa amistad, eso es lo que pienso, pero hubiéramos podido ser felices si todo esto conservara algún sentido, si existiera alguna otra razón que no fuera la inercia para mantenerlo; oía su respiración jadeante de cincuenta años junto a mí y trataba de imaginarme que estaba pensando lo mismo: ese silencio, Galia, que nunca llenamos, la distancia de nuestra proximidad, por qué tener que imaginarlo todo sin las palabras, qué piensas de mí, qué piensas de ti misma, por qué hablar de lo intrascendente, y va y me indaga ella entonces: ¿qué tal el trabajo?, porque cree que el exceso de dedicación me está afectando, y yo le digo que bien, y ella, apoyada en uno de sus codos e inclinada sobre mí, los pechos como almohadas blandas, vuelve a la carga con Alejandra: pero te ocurre algo, Héctor, dice, desde que has entrado hoy por la puerta te noto cambiado, ¿no será que Alejandra sospecha algo y no me lo quieres decir?, y le he contestado otra vez que no, y a veces me interrogo: ¿por qué todo esto?, ¿por qué lo mismo de lo mismo, este vaivén inacabable?, ¿qué pasaría si un día hablara y confesara?, ¿qué pasaría si por fin me decidiera a hablar delante de Alejandra, pero también delante de Galia y de mí mismo?, decir: basta de secretos, de engaños, de misterios: ¿qué sentido le encontráis a todo?, ¿por qué oficiar siempre el mismo ritual de lo cotidiano?, y para cambiar de tema le comento que Ameli está atravesando ahora la crisis de la adolescencia y discute frecuentemente conmigo y que Héctor Luis ha decidido que no será dentista sino aviador; a Galia le gusta saber lo que ocurre con mis hijos, ese tema siempre la distrae, incluso me ofrece consejos sobre cómo educarlos mejor, y yo creo que goza más de su maternidad imaginaria que Alejandra de la real; en todo caso, es un buen tema para cambiar de tema, y pasamos un largo rato charlando sin interés y pienso que es curioso que venga a casa de Galia para hablar de lo que apenas importa, ya que eso es prácticamente lo único que hago con Alejandra; en los instantes de silencio previos a mi partida seguimos mirando el techo, o bien ella me acaricia, zalamera, incluso pesada, y me dice algo: esa tarde, por ejemplo: me gusta tu pecho velludo, así lo dice, «velludo», y no sé por qué pero de repente me parece repugnante recibir un piropo como ése, aunque no se lo comento, claro, y ella, insistente, juega con el vello de mi pecho y sonríe; Galia es una orquídea salvaje, pienso, y a saber por qué se me ocurre esa pijada de comparación, pero es tan cierta como que Dios está en los cielos aunque nunca le vemos: Galia es una orquídea salvaje en olor, tacto, sabor, vista y sonido, y me encuentro de repente pensando en ella como orquídea cuando la oigo decir: ¿por qué me preguntaste antes si eras «afilado»?, ¿eso fue lo que dijiste?, y me pilla en bragas, perdonando la expresión, porque al pronto no sé a lo que se refiere, y cuando caigo en la cuenta, y para no traicionarme, le respondo que quería saber si le estaba haciendo daño en el cuello con mis dientes, y ella va y se echa a reír y dice: ¡vampirillo, vampirillo!, y vuelve a acariciarme, y como un tema trae otro, lo de los dientes le recuerda que necesita hacerse otro empaste, porque hace dos días, comiendo empanada gallega, notó que se le desprendía un pedacito de la muela arreglada, así que pasará por mi consulta sin avisarme cualquier día de éstos, y de esa forma nos veremos antes del jueves, dice, y su sonrisa parece dar a entender que está recordando el día en que nos conocimos, porque las mujeres son aficionadas a los aniversarios, ella tendida en el sillón articulado, la boca abierta, y yo con mi bata blanca y los instrumentos plateados del oficio, y como para confirmar mis sospechas me acaricia de nuevo el pecho «velludo» y dice: me gustaste desde aquel primer día, Héctor, me hiciste daño pero me gustaste, y claro está que nos reímos brevemente y yo le digo que nunca he comprendido por qué se enamoró de mí en la consulta, qué clase de erotismo desprendería mi aspecto, bajito, calvo y bigotudo, amortajado en mi bata blanca, entre el olor a alcohol, benzol, formol y otros volátiles, provisto de garfios, tenacillas, tubos de goma, lancetas y ganchos, porque no es que mi oficio me disgustara, claro que no, pero no dejaba de reconocer que la consulta de un dentista de pago es cualquier cosa menos un balcón a la luz de la luna frente a un jardín repleto de tulipanes, eso le digo y ella se ríe, y por último el silencio regresa otra vez, inexorable, porque es un enemigo que gana siempre la última batalla; llega la hora de irme, esa tarde más temprano porque mi suegro viene a cenar a casa, y cuando voy a levantarme la oigo decir, como de forma casual: ¿qué haces frotándote los dedos sin parar, Héctor?, ¿te pican?, eso dice, y descubro que, en efecto, he estado todo el rato dale que dale moviendo los dedos de la mano derecha como si repitiera una y otra vez el gesto con el que indicamos «dinero» o nos desprendemos de alguna mucosidad, perdonando la vulgaridad, que es casi el mismo que el que utilizamos para indicar «dinero», y enrojezco como un niño de colegio de curas pillado en una mentira y quedo sin saber qué decirle, hasta que por fin me decido y opto por revelarle mi hallazgo: nada, digo, ¿es que nunca te has tocado el hueso que tenemos bajo los dedos?, y lo pregunto con un tono prefabricado de sorpresa, como si lo increíble no fuera que yo me los frotase sino que ella no lo hiciera: qué dices, me mira sin entender, y me encojo de hombros y le explico: es que resulta curioso, ¿no?, quiero decir que si te tocas los dedos notas durezas debajo, ¿verdad?, y esas durezas son el hueso, ¿no te parece curioso, Gali?, toca, toca mis dedos: ¿no lo palpas bajo la piel, la grasa y los tendones?, es un hueso cualquiera, como los que César puede roer todos los días, le digo, y ella retira la mano con asco: qué cosas tienes, Héctor, dice, es repugnante, dice, y yo le doy la razón: en efecto, es repugnante pero está ahí, son huesos, Gali, mondos y lirondos, blancos, fríos y duros huesos sin vida: sin vida no, dice ella, pero replico: sin vida, Gali, porque nadie puede vivir con los huesos fuera, los huesos son muerte, por eso nos morimos y sobresalen, emergen y persisten para siempre, pero se ocultan mientras estamos vivos, es curioso, ¿no?, quiero decir que es curioso que seamos incapaces de vivir sin los huesos de nuestra propia muerte, pero más aún: que los llevemos dentro como tumbas, que seamos ellos ocultos por la piel, que seamos el disfraz del esqueleto, ¿no, Gali?, y ella: ¿te pasa algo, Héctor?, y yo: no, ¿por qué?, y ella: es que hablas de algo tan extraño, y yo le digo que es posible y me callo y pienso que quién me manda contarle mi descubrimiento a Galia, sonrío para tranquilizarla y me levanto de la cama, no sin antes cubrirme convenientemente con la sábana, ya que siempre me ha parecido, a propósito del tema, que la desnudez tiene su hora y lugar, como la muerte, y recojo la ropa doblada sobre la silla, me visto en el cuarto de baño y para cuando salgo Galia me espera ya de pie, en bata estampada por cuya abertura despuntan orondos los pechos y destaca el abultado pubis, me da un besazo enorme y húmedo y me envuelve con su cariño y bondad maternales: te quiero, Héctor, dice, y yo a ti, respondo, y no te preocupes, dice, porque otro día nos saldrá mejor, y me recuerda aquel jueves de la primavera pasada, o quizá de la anterior, en que fuimos capaces de hacerlo dos veces seguidas y en que ella me bautizó con el apodo de «hombre lobo»: teniendo en cuenta que hoy he sido «vampirillo», más intelectual pero menos bestia, quién duda de que me convertiré cualquier futuro jueves en «momia» y terminará así este ciclo de avatares terroríficos que comenzó con un «frankenstein» entre luces blancas, olor a fármacos y cuchillas plateadas, pero esto lo digo en broma, porque bien sé que lo nuestro nunca terminará, ya que, a pesar de todo —incluso de mi escasa fogosidad—, es «una locura», o no, porque hay ritual: el rito de decirle adiós a César, ladrando en el patio encadenado a una tubería oxidada, el beso final de Galia, y otra vez en la calle, ya de noche, frotándome los dedos dentro de los bolsillos del abrigo mientras camino, porque vivo cerca de la casa de Galia y tengo mi trabajo cerca de donde vivo, así que me puedo permitir ir caminando de un sitio a otro, todo a mano en mi vida salvo los instantes de vacaciones en que nos vamos al apartamento de la costa, y, sin embargo, debido a la repetición de los veranos, también a mano el apartamento, y la costa, y todo el universo, pienso, tan próximo todo como mis propias manos, y, sin embargo, a veces tan sorprendentemente extraño como ellas: porque de improviso surge lo oculto, los huesos que yacen debajo, ¿no?, pienso eso y froto mis dedos dentro de los bolsillos del abrigo; y ya en casa, comprobar que mi suegro había llegado ya y excusarme frente a él y Alejandra con tonos de voz similares, aunque ambos creen que los jueves me quedo hasta tarde en la consulta «haciendo inventario», que es la excusa que doy, así me cuesta menos trabajo la mentira, ya que me parece que «hacer inventario» es suministrarle a Alejandra la pista de que mi demora es una invención, una alocada fantasía de mi adolescencia póstuma, hasta tal extremo de juego y cansancio me ha llevado el silencio de estos últimos años; además, sospecho que el viejo escoge los jueves para disponer de un rato a solas con Alejandra mientras yo estoy ausente, lo cual, hasta cierto punto, me parece una compensación, Alejandra tiene a su padre y yo tengo a Galia, y sospecho que desde hace meses ambas parejas pasamos el tiempo de manera similar: hablando de tonterías y fumando; el padre de Alejandra, rebasados los ochenta, tiene una cabeza tan perfecta y despejada que te hace desear verlo un poco confuso de vez en cuando, que Dios me perdone, porque además ha sido librero, propietario de una antigua tienda ya traspasada en la calle Tudescos, hombre instruido y amante de la letra impresa, particularmente de los periódicos, y con un genio detestable muy acorde con su inútil sabiduría y su fisonomía encorvada y su luenga barbilla lampiña; Alejandra, que ha heredado del viejo el gusto por la lectura fácil y la barbilla, además de cierta distracción del ojo izquierdo que apenas llega a ser bizquera, se enzarza con él en discusiones bienintencionadas en las que siempre terminan ambos de acuerdo y en contra de mí, aunque yo no haya intervenido siquiera, ya que al viejo nunca le gustó nuestro matrimonio, y no porque hubiera creído que yo era una mala oportunidad, sino por «principios», porque el viejo es de los que odian a priori, y yo nunca sería él, nunca compartiría todas sus opiniones, nunca aceptaría todos sus consejos y, particularmente, jamás permitiría que Alejandra regresara a su área de influencia (vacía ya, porque su otro hijo se emancipó hace tiempo y tiene librería propia en otra provincia); además, mi profesión era casi una ofensa al buen gusto de los «intelectuales discretos» a los que él representa, porque está claro que los dentistas solo sabemos provocar dolor, somos terriblemente groseros, apenas se puede hablar con nosotros a diferencia de lo que ocurre con el peluquero o el callista (debido a que no se puede hablar mientras alguien te hurga en las muelas), y, por último, ni siquiera poseemos la categoría social de los cirujanos: el hecho de que yo ganara más que suficiente como para mantener confortables a Alejandra y a mis dos hijos, poseer consulta privada, secretaria y servicio doméstico, no excusaba la vulgaridad de mi trabajo, pero lo cierto es que nunca me había confiado de manera directa ninguna de estas razones: frente a mí siempre pasaba en silencio y con fingido respeto, como frente a la estatua del dictador, pero se agazapaba aguardando el momento de mi error, el instante apropiado para señalar algo en lo que me equivoqué por no hacerle caso, aunque, por supuesto, nunca de manera obvia ni durante el período inmediatamente posterior a mi pequeño fracaso, porque no era tanto un cazador legal como furtivo y rondaba en secreto a mi alrededor esperando el instante apropiado para que su odio, dirigido hacia mí con fina puntería, apenas sonara, y entonces hablaba con una sutileza que él mismo detestaba que empleasen con él, ya que había que ser «franco, directo, como los hombres de antes», pero yo, lejos de aborrecerle, le compadecía (y fingía aborrecerle precisamente porque le compadecía): me preguntaba por qué tanto silencio, por qué llevarse todas sus maldiciones a la tumba, cuál es la ventaja de aguantar, de reprimir la emoción día tras día o enfocarla hacia el sitio incorrecto; pero lo más insoportable del viejo era su fingida indiferencia, esa charla intrascendente durante las cenas, ese acuerdo tácito para no molestar ni ser molestado, tan bien vestido siempre con su chaqueta oscura y su corbata negra de nudo muy fino: un día te morirás trabajando, me dice cuando me excuso por la tardanza, y no te habrá servido de nada: este gobierno nunca nos devuelve el tiempo perdido ese del señor Joyce, añade (su costumbre de citar autores que nunca ha leído solo es superada por la de citarlos mal), que diga, Proust, se corrige, a mí siempre los escritores franceses me han dado por atrás, con perdón, dice, y por eso me equivoco, y Alejandra se lo reprocha: papá, dice; mientras finjo que escucho al viejo, contemplo a Alejandra ir y venir instruyendo a la criada para la cena y llego a la conclusión de que mi mujer es como la casa en la que vivimos: demasiado grande, pero a la vez muy estrecha, adornada inútilmente para ocultar los años que tiene y llena de recuerdos que te impiden abandonarla; Alejandra tiene amigas que la visitan y le dan la enhorabuena cuando Ameli o Héctor Luis consiguen un sobresaliente; a diferencia de Galia, Alejandra es fría, distinguida e intelectual a su modo, y vive como tantas otras personas: pensando que no está bien vivir como a uno realmente le gustaría, porque Alejandra cree que el matrimonio termina unos meses después de la boda y ya solo persiste el temor a separarse; su religión es semejante: hace tiempo que dejó de creer en la felicidad eterna y ahora tan solo teme la tristeza inmediata; sin embargo, invita a almorzar con frecuencia al párroco de la iglesia y acude a ésta con una elegancia no llamativa, lo que considera una característica importante de su cultura, pues en la iglesia se arrodilla, reza y se confiesa y murmura por lo bajo cosas que parecen palabras importantes; a veces he pensado en la siguiente blasfemia: si a Dios le diera por no existir, ¡cuántos secretos desperdiciados que pudimos habernos dicho!, ¡qué opiniones sobre ambos hemos entregado a otros hombres!, pero lo terrible es que tanto da que Dios exista: dudo que al final me entere de todo lo que comentas sobre mí y sobre nuestro matrimonio en la iglesia, Alejandra, eso pienso; qué va: por paradójico que resulte, la iglesia es el lugar donde la gente como nosotros habla más y mejor, pero todo se disuelve en murmullos y silencio y oraciones, y la verdad se pierde irremediablemente: quizá la clave resida en arrodillarnos frente al otro siempre que tengamos necesidad de hablar, o en hacerlo en voz baja y muy rápido, sin pensar, cómo si rezáramos un rosario; y meditando esto oigo que el viejo me dice: ¿te pasa algo en los dedos, Héctor?, con esa malicia oculta de atraparme en otro error: y es que ahora compruebo que desde que he llegado no he dejado en ningún momento de palparme los extremos de las falanges, los rebordes óseos, el final de los metacarpos; ¿qué opinaría el viejo si le confiara mi hallazgo?, pienso y sonrío al imaginar las posibles reacciones: nada, le digo, y muevo los huesos ante sus ojos y cambio de tema; ni Ameli ni Héctor Luis están en casa cuando llego, e imagino que es la forma filial que poseen de «hacer inventario» por su cuenta, lo cual no me parece ni malo ni bueno en sí mismo, y nos sentamos a la mesa casi enseguida y Alejandra sirve de la fuente de plata con el cucharón de plata las albóndigas de los jueves, y nos ponemos a escuchar la conversación del viejo con el debido respeto, como quien oye una interminable bendición de los alimentos, interrumpido a ratos por las breves acotaciones de Alejandra, solo que esa noche el tema elegido se me hace extraño, alegórico casi, y además empiezo a sentirme incómodo nada más comenzar a comer, porque los brazos, que apoyo en el borde de la mesa, me han desvelado con todo su peso la presencia de los huesos, del cúbito y el radio que guardan dentro, y los codos se me figuran una zona tan inadecuada y brutal para esa respetuosa reunión como colocar quijadas de asno sobre la mesa mientras el viejo habla, y en su discurso de esa noche repite una y otra vez la palabra «corrupción»: ¿habéis visto qué corrupción?, dice, ¿os dais cuenta de la corrupción de este gobierno?, ¿acaso no se pone de manifiesto la corrupción del sistema?, ¿no son unos corruptos todos los políticos?, ¿no oléis a corrupción por todas partes?, ¿no se ha descubierto por fin toda la corrupción?, y mientras le escucho, intento no hacer ruido con mis brazos, porque de repente me parece que la madera de la mesa al chocar contra el hueso produce un sonido como el de un muerto arañando el ataúd y no me parece correcto escuchar la opinión del viejo con tal ruido de fondo, pero como tengo que comer, cojo tenedor y cuchillo y divido una albóndiga en dos partes y me llevo una a los labios intentando no mirar hacia los huesos que sostienen el tenedor, porque no es agradable la paradoja de verme alimentado por un esqueleto, aunque sea el mío, pero mientras mastico con los ojos cerrados oyendo al viejo hablar de la «corrupción» mi lengua detecta una esquirla, un pedacito de algo dentro de la albóndiga, y, tras quejarme a Alejandra con suavidad, recibo esta respuesta: será un huesecillo de algo, es que son de pollo, Héctor, y es quitarme con mis huesos índice y pulgar el huesecillo y dejarlo sobre el plato, e írseme la mente tras esta idea inevitable: que dentro de todo lo blando necesariamente existe lo que queda, el hueso, el armazón, la dureza, el hallazgo, aquello oculto que es blanco y eterno, lo que permanece en el cedazo, la piedra, lo que «nadie quiere»; es imposible huir de «eso que queda», porque está dentro, así que escondo los brazos bajo la mesa, incluso me tienta la idea de comer como César, acercando el hocico al plato, pero ¿acaso no es inútil todo intento de disimulo frente al apocalíptico trajín de la cena?, porque lo que percibo en ese instante es algo muy parecido a una hogareña resurrección de los muertos: incluso con el apropiado evangelista —mi suegro—, gritando «corrupción»: Alejandra coge el pan con sus huesos y lo hace crujir y lo parte, el viejo apoya los huesos en el mantel y los hace sonar con ritmo, Alejandra coge el cucharón con sus huesos y sirve más albóndigas repletas de huesecillos de pollo muerto, el viejo va y se limpia los huesos sucios de carne ajena con la servilleta, Alejandra señala con su hueso la cesta del pan y yo se la alcanzo extendiendo mis huesos y ella la coge con los suyos, hay un cruce de húmeros, cúbitos y radios, de carpos y metacarpianos, de falanges, y nos pasamos de unos a otros, de hueso a hueso, la vinagrera, el aceite, la sal, el vino y la gaseosa, y llegan Ameli y Héctor Luis, una del cine y el otro de estudiar, y saludan, y Ameli desliza sus frágiles huesos de quince años por mi cabeza calva, envuelve con sus breves húmeros mi cuello, me besa en la mejilla: ¿dónde has estado hasta estas horas?, le pregunto, y ella: en el cine, ya te lo he dicho, y yo: pero ¿tan tarde?; sí, dice, habla sin mirar sus manos gélidas, los huesos de sus manos muertas, sus brazos como pinzas blancas; sí, papá, la película terminó muy tarde; y de repente, mientras la contemplo sentándose a la mesa, su cabello oscuro y lacio, los ojos muy grandes, el jersey azul celeste tenso por la presencia de los huesos, he sentido miedo por ella, he querido cogerla, atraparla y bogar juntos por ese fluir desconocido e incesante hacia la oscuridad final: creo que deberías volver más temprano a casa a partir de ahora, Ameli, le digo, y ella: ¿por qué?, con sus ojos brillando de disgusto, y yo, mis brazos escondidos, ocultos, sin revelarlos: creo que las calles no son seguras, y el viejo me interrumpe: hoy ya nada es seguro, Héctor, dice y sigue comiendo, Alejandra sirve albóndigas y Héctor Luis se queja de que son muchas, y Ameli: ¡pero ya tengo quince años, papá!, y yo: es igual, y entonces Alejandra: no seas muy duro con la niña, Héctor, dice, le dimos permiso para que volviera hoy a esta hora, pero ella sabe que solamente hoy; guardo silencio: en realidad, todo se sumerge en el silencio salvo el entrechocar de los huesos; Ameli y Héctor Luis son tan distintos, pienso, pero en algo se parecen, y es que ambos se nos van; no los he visto crecer, los he visto irse: pero ni siquiera eso, pienso ahora, porque jamás he podido saber si alguna vez estuvieron por completo; Ameli tiene novio, pero es un secreto; sabemos que Héctor Luis ha salido con varias chicas, pero lo que piensa de ellas es secreto; ambos se han hecho planes para el futuro, tienen deseos, ganas de hacer cosas, pero todo es secreto: quizá lo comentan en los «pubs» a falta de una buena iglesia en la que poder hablar como nosotros, tan a gusto, pero en casa adoptan los dos mandamientos trascendentales de la familia: nunca hablarás de nada importante y ama el enigma como a ti mismo, ¡y si hubiera solo silencio!, pero es la charla insignificante lo que molesta, y ahora esos ruidos detrás: el golpe, el crujir de nuestros huesos; siento algo muy parecido a la pena, pero una pena casi biológica, como una mota en el ojo o el aroma inevitable de la cebolla cruda, y me disculpo para ir al baño y llorar a gusto por algo que no entiendo, y más tarde, en la cama, con Alejandra a mi lado leyendo complacida un librito de romances, me da por preguntarle: ¿soy demasiado duro contigo? mientras me observo los huesos tranquilos sobre la colcha: mis manos muertas y peladas, los cúbitos y radios en aspa, los húmeros convergiendo, y ella deja un instante el libro que sostiene con sus huesos, me mira sorprendida y dice: no, Héctor, no, ¿por qué preguntas eso?, y yo, insistente: ¿he sido duro contigo alguna vez?, y ella: nunca, y yo: ¿quizá soy demasiado tosco?, y ella: Héctor, ¿qué te pasa?, y yo: demasiado rudo quizá, ¿no?, y ella: no seas bobo, ¿lo dices porque hoy no hablaste apenas durante la cena?, ya sé que papá no te cae bien, me da un beso y añade: procura descansar, el trabajo te agota, y la veo extender las falanges blancas y articuladas de sus dedos, apagar la lamparilla de pantalla rosa y sumir la habitación en una oscuridad donde la luz de la luna, filtrada, hace brillar las superficies ásperas de nuestros huesos; después, en el sueño, he presenciado un teatro de sombras donde mis manos y brazos se movían, desplazándome, porque eran lo único, ya que la vida se había invertido como un negativo de foto y ahora solo importaba lo oculto, el secreto descubierto: los huesos de mis manos se extendían con un sonido semejante a los resortes de madera de ciertos juguetes antiguos, emergiendo del telón negro que los rodeaba: son ellos solos, el mundo es ellos, brazos y manos colgantes que hacen y deshacen, crean y destruyen, no nacen ni mueren, simplemente cambian su posición, horizontal, vertical, en ángulo, hacia arriba o hacia abajo, brazos que se balancean al caminar y manos que agarran con sus huesos cosas invisibles; y a la mañana siguiente, tras toda una noche de sueños interrumpidos y vueltas en la cama, creo comprenderlo: mi revelación es una lepra que avanza incesante, porque suena el despertador con su timbre gangoso que tanto me recuerda a una trompeta de cobre, pongo los pies descalzos en las zapatillas y lo noto: la dureza bajo las plantas, la pelusa del forro de las zapatillas adherida a los huesos del tarso, el rompecabezas de huesos irregulares de mis pies, los extremos de la tibia y el peroné sobresaliendo por el borde del pijama, las rótulas marcando un óvalo bajo la tela extendida, y al erguirme, el crujido de los fémures: el descubrimiento no me hace ni más ni menos feliz que antes, ya que lo intuyo como una consecuencia, pero un estupor inmóvil de estatua persiste en mi interior; y al ducharme viene lo peor, porque entonces compruebo que los golpes de las gotas no me lavan sino que se limitan a disgregarme la suciedad por mis huesos: arrastran el barro de mis costillas goteantes, concentran la cal en mis pies, desprenden la tierra, permean las junturas, las grietas, los desperfectos, rajan los pequeños metacarpos como cáscaras de huevo, horadan mis clavículas y escápulas, pero no hoy ni ayer sino todos y cada uno de los días en un inexorable desgaste, siento que me disuelvo en agua y salgo con prisa no disimulada de la bañera y seco mi esqueleto goteante, deslizo la toalla por el cilindro de los huesos largos como si envolviera unos juncos, la arranco con torpeza de la trabazón de las vértebras, froto como cristales de ventana los huesos planos, pienso que debo conservarme seco para siempre porque de repente sé que soy un armazón de cincuenta años de edad que solo puede humedecerse con aceite, y es en ese instante, o quizá un poco después, cuando apoyo la maquinilla de afeitar contra mi rostro, que siento la invasión final de esa lepra y quedo tan inerme que apenas puedo apartar las cuchillas giratorias de mi mejilla: algo parecido a una horrísona dentera me paraliza, porque de repente noto como el restregar de un rastrillo contra una pizarra o el arañar baldosas con las patas metálicas de una silla, incluso imagino que pueden saltar chispas entre la maquinilla y el hueso de la mandíbula o el pómulo; me palpo con la otra mano la cabeza, siento las durezas del cráneo, el arco de las órbitas, el puente del maxilar, el ángulo de la quijada, y pienso: ¿por qué finjo que me afeito?, ¿acaso mi rostro no es un añadido, una capa, una máscara?; entra Alejandra en ese instante y casi me parece que gritará al ver a un desconocido, pero apenas me mira y se dirige al lavabo; yo me aparto, desenchufo la maquinilla y la guardo en su funda, y ella: ¿ya te has afeitado, Héctor?, y yo: sí, y salgo del baño con rapidez: ¡no podría acercar esa maquinilla a los huesos de mi calavera!; todo es tan obvio que lo inconcebible parece la ignorancia, pienso mientras me visto frente al espejo del dormitorio y abrocho la camisa blanca alrededor de las delgadas vértebras cervicales: llevar un cráneo dentro, una calavera sobre los hombros, besar con una calavera, pensar con una calavera, sonreír con una calavera, mirar a través de una calavera como a través de los ojos de buey de un barco fantasma, hablar por entre los dientes de una calavera: aquí está, tan simple que movería a risa si no fuera espantoso, y me afano en terminar el lazo de mi corbata con los huesos de mis dedos sonando como agujas de tricotar; Alejandra llega detrás, peinándose la melena amplia y negra que luce sobre su propia calavera, y el paso del cepillo descubre espacios blancos en el cuero cabelludo donde los pelos se entierran: parece inaudito saberlo ahora, contemplarlo ahora; entre los dientes sostiene dos ganchillos: el asco llega a tal extremo que tengo que apartar la vista: allí emerge el hueso, pienso, el subterfugio, el disfraz, tiene un defecto, como una carrera en la media que descubre el rectángulo de muslo blanco; allí, tras los labios, los dientes, los únicos huesos que asoman, y vivimos sonriendo y mostrándolos, y nos agrada enseñarlos y cuidarlos y mi profesión consiste precisamente en mantenerlos en buen estado, blancos y brillantes, limpios, pelados, lisos, desprovistos de carne, como tras el paso de aves carroñeras: esa hilera de pequeñas muertes, esa dureza tras lo blando; ¿acaso no es enorme el descuido?; de repente tengo deseos de decirle: Alejandra, estás enseñando tus huesos, oculta tus huesos, Alejandra, una mujer tan respetable como tú, una señora de rubor fácil, tan educada y limpia, con tu colección de novela rosa y tu familia y tu religión, ¿qué haces con los huesos al aire?, ¿no estás viendo que incluso muerdes cosas con tus huesos?, ¡Alejandra, por favor, que son tus huesos hundidos en el cráneo oculto, los huesos que quedarán cuando te pudras, mujer: no los enseñes!; esto va más allá de lo inmoral, pienso: es una especie de exhumación prematura, cada sonrisa es la profanación de una tumba, porque desenterramos nuestros huesos incluso antes de morir; deberíamos ir con los labios cerrados y una cruz encima de la boca, hablar como viejos desdentados, educar a los niños para que no mostraran los dientes al comer: un error, un gravísimo error en la estructura social comparable a caminar con las clavículas despellejadas, tener los omoplatos desnudos, descubrir el extremo basto del húmero al flexionar el codo, mostrar las suturas del cráneo al saludar cortésmente a una señora, enseñar las rótulas al arrodillarnos en la misa o las palas del coxal durante un baile o la superficie cortante del sacro durante el acto sexual: y sin embargo, ella y yo, con nuestros horribles dientes, la prueba visible de la existencia de los cráneos: absurdo, murmuro, y ella: ¿decías algo?, pero hablando entre dientes debido a los ganchillos, como si lo hiciera a través de apretadas filas de lápidas blancas, un soplo de aire muerto por entre las piedras de un cementerio, o peor: la voz a través de la tumba, las palabras pronunciadas en la fosa: no, nada, respondo, y ella, intrigada, se me acerca y arrastra sus falanges por mis vértebras: te noto distante desde ayer, Héctor, ¿te ocurre algo?, ¿es el trabajo?, y juro que estuve a punto de decirle: te la pego con una antigua paciente desde hace varios años, todos los jueves a la misma hora, pero no te preocupes porque una increíble revelación me ha hecho dejarlo, ya nunca más regresaré con Galia, no merece la pena (y por qué no decirlo, pienso, por qué reprimir el deseo y no decir la verdad, por qué no descargar la conciencia y vaciarme del todo); sin embargo, en vez de esa explicación catártica, le dije que sí, que era el exceso de trabajo, y me mostré torpe, callándome la inmensa sabiduría que poseía mientras notaba cómo descendían sus falanges por el edificio engarzado de mi columna, y ella dijo: pero hace mucho tiempo que no me sonríes, y pensé: ¡te equivocas!, somos una sonrisa eterna, ¿no lo ves?: nuestros dientes alcanzan hasta los extremos de la mandíbula y no podemos dejar de sonreír: sonreímos cuando gritamos, cuando lloramos, al pelear, al matar, al morir, al soñar: sonreímos siempre, Alejandra, quise decirle, y la sonrisa es muerte, ¿no lo ves?, quise decirle, nuestras calaveras sonríen siempre, así que la mayor sinceridad consiste en apartar los labios, elevar las comisuras y sonreír con la piel intentando imitar lo mejor posible nuestra sonrisa interior en un gesto que indica que estamos conformes, que aceptamos nuestro final: porque al sonreír descubrimos nuestros dientes, «enseñamos la calavera un poco más», no hay otro gesto humano que nos desvele tanto; la sonrisa, quise decirle, traiciona nuestra muerte, la delata; cada sonrisa es una profecía que se cumple siempre, Alejandra, así que vamos a sonreír, separemos los labios, mostremos los dientes, sonriamos para revelar las calaveras en nuestras caras, hagamos salir el armazón frío y secreto, draguemos el rostro con nuestra sonrisa y extraigamos el cráneo de la profundidad de nuestros hijos, de ti y de mí, del abuelo, de los amigos, de los parientes y del cura; pero no le dije nada de eso y me disculpé con frases inacabadas y ella enfrentó mis ojos y me abrazó y sentí los crujidos, la fricción, costilla contra costilla, golpes de cráneos, y supuse que ella también los había sentido: no seamos tan duros, le dije, y ella respondió, abrazándome aún: no, tú no eres duro, Héctor, y yo le dije: ambos somos duros, y tenía razón, porque se notaba en los ruidos del abrazo, en el telón de fondo de nuestro amor: un sonido semejante al que se produciría al echarnos la suerte con los palillos del I Ching sobre una mesa de mármol, o jugando al ajedrez con fichas de marfil, un trajín de palitos recios como un pimpón de piedra, el entrechocar aparentemente dulce de nuestros esqueletos como agitar perchas vacías; me aparté de ella y terminé de vestirme: quizá soy dura contigo, repitió ella, yo también soy duro, dije, y pensé: y Ameli y Héctor Luis, y todos entre sí y cada uno consigo mismo, ¡qué duros y afilados y cortantes y fríos y blancos y sonoros!; ¿te vas ya?, me dijo, sí, le dije, porque no deseaba desayunar en casa, en realidad no deseaba desayunar nunca más, pero sobre todo, sobre todas las cosas, no deseaba cruzarme con los esqueletos de mis hijos recién levantados, así que casi eché a correr, abrí la puerta y salí a la calle con el abrigo bajo el brazo, a la madrugada fría y oscura; ya he dicho que tengo la consulta cerca, lo cual siempre ha sido una ventaja, aunque no lo era esa mañana: quería trasladarme a ella solo con mi voluntad, sin perder siquiera el tiempo que tardara en desearlo; caminaba observando con mis cuencas vacías las casas que se abren, las figuras blancas que emergen de ellas como fantasmas en medio de la oscuridad, las primeras tiendas de alimentos llenas de huesos y cadáveres limpios de seres y cosas; caminaba y observaba con mis órbitas negras, lleno de un extraño y perseverante horror: ¿qué hacer después de la revelación?, ¿dónde, en qué lugar encontraría el reposo necesario?; porque ahora necesitaba envolverme, ahora, más que nunca, era preciso hallar la suavidad; mientras caminaba hacia la consulta lo pensaba: todos tenemos ansias de suavidad: guantes de borrego, abrigos de lana, bufandas, zapatos cómodos; sin embargo, el mundo son aristas, y todo suena a nuestro alrededor con crujidos de metal; qué pocas cosas delicadas, cuánta aspereza, cuánta jaula de púas, qué amenaza constante de quebrarnos como juncos, de partirnos, qué mundo de esqueletos por dentro y por fuera, móviles o quietos, invasión blanca o negra de huesos pelados, qué cementerio: toda obra es una ruina, toda cosa recién creada tiene aires de destrucción, y nosotros avanzamos por entre cruces, mármol, inscripciones, rejas y ángeles de piedra como espectros, y la niebla de la madrugada nos traspasa, huesos que van y vienen, esqueletos que se acercan y caminan junto a mí y me adelantan, apresurados, aquel que limpia los huesos en ese tramo de la calle, ese otro que espera en la parada, envuelto en su impermeable, huesos blancos por encima de los cuellos, la muerte dentro como una enfermedad que aparece desde que somos concebidos, ¿no hay solución?; y sorprender entonces a un hombre, una figura, no como yo, no como los demás, que se detiene frente a mí y me habla: ¿tiene fuego?, dice, un individuo desaliñado de espesa melena y barba, rostro pequeño, casi escondido, chaqueta sucia y manos sucias que se tambalea de un lado a otro como si el mero hecho de estar de pie fuera un tremendo esfuerzo para él; le ofrezco fuego y se cubre con las manos para encender un cigarrillo medio consumido, entonces dice: gracias, y se aleja; me detengo para observarle: camina con cierta vacilación hasta llegar a la esquina, después se vuelve de cara a la pared, una figura sin rasgos, y distingo la creciente humedad oscura a sus pies, detenerme un instante para contemplarle, volverse él y alejarse con un encogimiento de hombros y una frase brutal; un borracho orinando, pienso, pero al mismo tiempo deduzco: se ha reconstruido, ha verificado su interior, ha exhumado cosas que le pertenecen y le llenan por dentro: líquidos que alguna vez formaron parte de él; eso es un proceso de autoafirmación, pienso: él es algo que yo no soy o que he dejado de ser, ha logrado obtener lo que yo pierdo poco a poco: integridad, quizá porque no tiene que callar, porque es libre para decir lo que le gusta y lo que no, pienso y golpeo con los huesos del pie el cadáver de una vieja lata en la acera, o porque ha aceptado la vida tal cual es, o quizá porque tiene hambre y sed, y necesidad de fumar, dormir y orinar en una esquina, quizá porque siente necesidades en su interior, dentro de esa intimidad de las costillas que en mí mismo forma un espacio negro: sus necesidades le llenan, y yo, satisfecho, camino vacío: eso pensé; era preciso, pues, reformarse, volver a la vida a partir de los huesos, resucitar, aunque es cierto que en algún sitio dentro de mí existían vestigios, cosas que se movían bajo las costillas o en el espacio entre éstas y el hueso púbico, pero era necesario comprobarlo; todo aturdido por el ansia, entré en uno de los bares que estaban abiertos a esas horas y me dirigí apresurado al cuarto de baño, respondiendo con un gesto al hombre que atendía la barra y que me dijo buenos días; ya en el urinario, muy nervioso, busqué mi pija semihundida, perdonando la frase, la extraje y me esforcé un instante: tras un cierto lapso, comprobé la aparición brusca del fino chorro amarillo y sentí una distensión lenta en mi pubis que califiqué como el hallazgo de la vejiga: al fin me sirves de algo, pensé mientras me sacudía la pilila, perdonando la bajeza; así, convertido en pura vejiga, salí a la calle de nuevo y respiré hondo: noté bolsas gemelas a ambos lados del esternón, sacos que se ampliaban con el aire frío de la mañana, y descubrí mis pulmones; en un estado de alborozo difícilmente descriptible me tomé el pulso y sentí, con la alegría de tocar el pecho de un pájaro recién nacido, el golpeteo suave de la arteria contra mi dedo, su pequeño pero nítido calor de hogar, y supe que guardaba sangre y que mi corazón había emergido; caminando hacia la consulta completé mi resurrección, la encarnación lenta de mi esqueleto; así pues, yo era pulmones y vejiga, yo era intestino, tripas, estómago, yo era músculos del pene, tendones, sangre, hígado, vesícula, bazo y páncreas, yo era glándulas y linfa, todo suave, todo lleno, ocupando intersticios como si vertieran sobre mí unas sobras de hombre: yo era, por fin, globos oculares líquidos, yo era lengua y labios, yo era el abrir lento de los párpados, la creación del paladar, la suave nariz horadada, la humedad limpia de la saliva, la lágrima tibia y el sudor de los poros; yo era sobre todo mi propio cerebro, las revueltas grises de los nervios, la masa de ideas invisibles, la voluntad, el deseo, el pensamiento; llegué a la consulta recién creado, aún sin piel pero ya formado y funcionando, atravesé el oscuro umbral con la placa dorada donde se leía «Héctor Galbo, odontólogo», preferí las escaleras y abrí la puerta con la delicadeza muscular de un relojero, con la exactitud de un ladrón o un pianista; Laura, mi secretaria, ya estaba esperándome, y el vestíbulo aparecía iluminado así como la marina enmarcada en la pared opuesta, y me dejé invadir por el olor a cedro de los muebles, la suavidad de la moqueta bajo los pies, y cuando mis globos oculares se movieron hacia Laura pude parpadear evidenciando mi perfección; entonces, la prueba de fuego: me incliné para saludarla con un beso y percibí la suavidad de mi mejilla, los delicados embriones de mis labios, y supe que por fin la piel había aparecido: cabello, pestañas, cejas, uñas, el florecer de mi bigote negro; besarla fue como besarme a mí mismo: buenos días, doctor Galbo, me dijo, noté las cosquillas de mi camisa sobre mi pecho velludo, muy velludo, buenos días, dije, buenos días, Laura, y percibí mi laringe en el foso oculto entre la cabeza y el pecho, sentí el aire atravesando sus infinitos tubos de órgano: buenos días, repetí despacio saludando a todo mi cuerpo reflejado en el espejo del vestíbulo, mi cuerpo con piel y sentimientos, mi cuerpo vestido, bajito, mi cabeza calva y mi rostro bigotudo: buenos días, doctor Galbo, hoy viene usted contento, dice Laura, sí, le dije, vengo aliviado, quise añadir, he orinado en un bar y he descubierto por fin que tengo vejiga, y a partir de ahí todo lo demás, pero en vez de decirle esto pregunté: ¿hay pacientes ya?, y ella: todavía no, y yo: ¿cuántos tengo citados?, y ella: cinco para la mañana, la primera es Francisca, ah sí, Francisca, dije, sí: sus prótesis darán un poco la lata, y me deleito: oh mi memoria perfecta, mis sentidos vivos, mis movimientos coordinados, sí, sí, Francisca, muy bien, y mi imaginación: porque de repente me vi avanzando hacia mi despacho con los músculos poderosos de un tigre, todo mi cuerpo a franjas negras, mis fauces abiertas, los bigotes vibrantes, los ojos de esmeralda, y mi sexo, por fin, mi sexo: porque Laura, con la mitad de años que yo, me parecía una presa fácil para mis instintos, una captura que podía intentarse, la gacela desnuda en la sabana; ya era yo del todo, incluso con mis pensamientos malignos, incluso con mi crueldad, por fin: avíseme cuando llegue, le dije, y entré en mi despacho, me quité el abrigo y la chaqueta, me vestí con la bata blanca, inmaculada, mi bata y mi reloj a prueba de agua y de golpes, y mi anillo de matrimonio, y los periódicos que Laura me compra y deposita en la mesa, y mi ordenador y mis libros, y mis cuadros anatómicos: secciones de la boca, dientes abiertos, mitades de cabezas, nervios, lenguas, ojos, mejor será no mirarlos, pienso, porque son hombres incompletos, yo ya estoy hecho, pienso, envuelto al fin de nuevo en mi funda limpia, recién estrenado; por fin pensar: saber que he regresado al origen, me he recobrado, he impedido mi disolución guardándome en un cuerpo recién hecho; no recuerdo cuánto tiempo estuve sentado frente al escritorio saboreando mi triunfo, pero sé que la segunda y más terrible revelación llegó después, con el primer paciente, y que a partir de entonces ya no he podido ser el mismo, peor aún, porque me he preguntado después si he sido yo mismo alguna vez, si mi integridad fue algo más que una simple ilusión: y fue cuando sonó el timbre de la puerta, el siguiente timbre, el nuevo timbre que me despertó de la última ensoñación (como el de casa de Galia, o el del despertador con sonido de trompeta de cobre, ahora el de la consulta, pensé, y no pude encontrarles relación alguna entre sí, salvo que parecían avisos repentinos, llamadas, notas eléctricas que presagiaban algo), y Laura anunció a la señora Francisca, una mujer mayor y adinerada, como Galia, como Alejandra, con las piernas flebíticas y el rostro rojizo bajo un peinado constante, que entró con lentitud en la consulta hablando de algo que no recuerdo porque me encontraba aún absorto en el éxito de mi creación: fue verla entrar y pensar que iría a casa de Galia cuando la consulta terminara y le diría que todo seguía igual, que era posible continuar, que nada nos estorbaba, y después llegaría a mi casa y le diría a Alejandra que la quería, que nunca más sería duro con ella ni con Ameli, eso me propuse, y saludé a la señora Francisca con una sonrisa amable, y la hice sentarse en el sillón articulado, la eché hacia atrás con los pedales, la enfrenté al brillo de los focos y le pedí que abriera la boca, porque eso es lo primero que le pido a mis pacientes incluso antes de oír sus quejas por completo: como estoy acostumbrado a que esta instrucción se realice a medias, me incliné sobre ella y abrí mi propia boca para demostrarle cómo la quería: así, abra bien la boca, le dije, ah, ah, ah, y es curioso lo cerca que siempre estamos de la inocencia momentos antes de que un nuevo horror nos alcance: incluso éste aparece al principio con disimulo, revelándose en un detalle, en un suceso que, de otra manera, apenas merecería recordarse, porque mientras Francisca, obediente, abría más la boca, descubrí el último de los horrores, la luz del rayo que nunca debería contemplar un ser humano, la degradación final, tan rápida, pavorosa e inevitable como cuando presioné el timbre de Galia, pero mucho peor porque no era lo oculto, lo que era, sino lo que no era, aquello que falta, no lo que se esconde sino lo que no existe: la nueva revelación me violó, perdonando la brutalidad, de tal manera que todos mis logros anteriores adoptaron de inmediato la apariencia de un sueño que no se recuerda sino a fragmentos, e incapaz de reaccionar, permanecí inmóvil, inclinado sobre la mujer, ambos con la boca abierta, ella con los ojos cerrados esperando sin duda la llegada de mis instrumentos; pero como no llegaban los abrió, me vio y advirtió en mi rostro el horror más puro que cabe imaginarse: qué pasa, doctor, me dijo, qué tengo, qué tengo, pero yo me sentía incapaz de responderle, incapaz incluso de continuar allí, fingiendo, así que retrocedí, me quité la bata con delirante torpeza, la arrojé al suelo, me puse la chaqueta y salí de la habitación, corrí hacia el vestíbulo sin hacer caso a las voces de la paciente y a las preguntas de Laura, abrí la puerta, bajé las escaleras frenéticamente y salí a la calle: no sabía adónde dirigirme, ni siquiera si tenía sentido dirigirme a algún sitio; contemplé a los transeúntes con muchísima más incredulidad de la que ellos mostraron al contemplarme a mí: ¿era posible que todos ignoraran?, ¿hasta ese punto nos ha embotado la existencia?; hubo un momento terrible en el que no supe cuál debería ser mi labor: si caer en soledad por el abismo o arrastrar como un profeta a las conciencias ciegas que me rodeaban; es cierto que toda gran verdad precisa ser expresada, pero la locura de mi actual situación consistía en que esta verdad última era inexpresable: quiero decir que esta verdad final no era algo, más bien era nada, así que no podía soñar con explicarla: quizá el silencio en el gélido vacío entre las estrellas hubiera sido una explicación adecuada, pero no un silencio progresivo sino repentino y abrupto: una brecha de espacio muerto, una bomba inversa que absorbiera las cosas hacia dentro, que nos introdujera a todos en un mundo sin lugares ni tiempo donde la nada cobrara alguna especial y terrible significación, quizá entonces, pensé, y corrí por la acera intuyendo que cada minuto desperdiciado era fatal: ¿le ocurre algo?, fue la pregunta que me hizo un individuo que aguardaba frente a un paso de peatones cuando me acerqué, y solo entonces fui consciente de que tenía ambas manos sobre la boca, como si tratara de contener un inmenso vómito; mi respuesta fue ininteligible, porque sacudí la cabeza diciendo que no, pero esperando que él entendiera que eso era lo que me pasaba: que no; si hubiera podido hablar, habría respondido: nada, y precisamente ahí radicaba lo que me ocurría: me ocurría nada, pero era imposible hacerle comprender que nada era infinitamente peor que todos los algos que nos ocurren diariamente; no pude hacer otra cosa sino alejarme de él con las manos aún sobre la boca, corriendo sin saber por dónde iba pero con la secreta esperanza de no ir a ninguna parte, de no llegar, de seguir corriendo para siempre, porque no podía presentarme en casa de aquel modo, no con aquel fallo, sería preciso hacer cualquier cosa para remediar esa escisión, quizá comenzar desde el principio, reunir de nuevo el hilo en el ovillo, a la inversa: pensar en el instante anterior a la revelación, notar la presencia para comprender ahora la falta; pero cómo describirlo: cómo decir que había conocido de repente la boca cuando la paciente abrió la suya y yo quise indicarle cómo tenía que hacerlo y abrí la mía; fue entonces: el tiempo se congeló a mi alrededor y quedé solo en medio de mi hallazgo, como un náufrago, paralizado por la revelación suprema, incapaz de comprender, al igual que con la anterior, por qué no lo había sabido hasta entonces: la boca, claro, ahí, aquí, abajo, bajo mi nariz, en mi rostro, la boca: de repente me había percatado de la verdad, tan simple e invisible debido a su propia evidencia: la boca no es nada, lo comprendí al pedirle a la paciente que la abriera y al abrir la mía: ¿qué he abierto?, pensé: la boca; pero entonces, si la boca abierta también es la boca, el resultado era una oscuridad, un agujero vacío, un abismo; quiero decir que, de repente, al ver la boca, al inclinarme para verla, no la vi, pero no la vi justamente porque era eso: el no verla; si hubiera visto la boca de la misma forma que veo mis dedos, por ejemplo, no lo sería o estaría cerrada; sin embargo, el horror consiste en que una boca abierta también es una boca: como llamarle «dedos» al espacio vacío que hay entre ellos; ¡pero eso no era todo!: si aquel defecto, aquella nada, era, ¿cómo podía evitar la llegada del vacío?, ¿cómo impedir que todo siguiera siendo lo que es en la nada?, ¿cómo pretender recobrar mi cuerpo si me evacuo por ese agujero negro y absurdo?; lo comprendí: ¡si todo se hubiera cerrado a mi alrededor!, ¡si las junturas hubieran encajado perfectamente, sin interrupciones, sin oquedades!, pero tenía que estar la boca, la boca abierta que también era la boca, y ahora ¿cómo permanecer incólume?, ¿cómo seguir inmutable, conservándome dentro, si allí estaba eso que no era, esa nada negra implantada en mí?; corrí, en efecto, a ciegas, no recuerdo durante cuánto tiempo, hasta que un nuevo acontecimiento pudo más que mi propia desesperación: en una esquina, recostado en un portal, distinguí a un hombre, el borracho de aquella madrugada, que parecía dormir o agonizar: un sombrero gris le cubría casi todo el rostro salvo la barba, y allí, insertado en lo más hondo del pelo, un agujero abierto, sin dientes, sin lengua, una cosa negra y circular como una cloaca o la pupila de un cíclope ciego que me mirara, aunque yo fuera «nadie», el vacío terrible, la nada; de repente se había apoderado de mí un horror supremo, un asco infinito, la conjunción final de todo lo repugnante, y me alejé desesperado cubriéndome con las manos aquel «salto», aquel «vacío» letal, atenazado por una sensación revulsiva, un pánico que era como cribar mis ideas con violencia hasta romperlas, la certeza de mi perdición, el desprendimiento a trozos de mi voluntad frente a lo irremediable: esa boca abierta, el error por el que todo entra y todo sale, los secretos, la palabra, el vómito, la saliva, la vida, el aliento final, porque me había envuelto en mi propio cuerpo para hallar algo último que no cierra, ese terrible defecto tras los labios del beso, tras el lenguaje cotidiano, tras los gestos de comer y masticar, más allá de los dientes y la lengua, ese algo que no es el paladar ni la faringe ni la descarga de las glándulas, ese vacío que me recorre hacia dentro, el túnel deshabitado del gusano, la nada, la negación, eso que ahora empezaba a corroerme; porque si existía la boca, nada podía detener la entrada del vacío; así que cerca de casa empecé a perderme, a dividirme en secciones, a horadarme: primero fue la piel, que apenas se presiente, que es casi solamente tacto, la piel que cayó a la acera mientras corría, la piel con mi figura y mis rasgos que se me desprendió como la de un reptil mudando sus escamas, porque el vacío se introducía bajo ella como un cuchillo de aire y la separaba; entonces los músculos y los tendones, en silencio: ¿qué protección pueden ofrecer frente a los túneles de la nada?, ¿qué defensa procuran ante esa marea de vacío, ese fallo que me alcanzaba como a través de un sumidero?, también ellos caen y se desatan como cordajes de barco en una tempestad; la calle en la que vivo recibió el tributo de la lenta pero inexorable pérdida de mis vísceras: ese trago infecto de nada, que no está pero es, provoca la caída de mi estómago y mis intestinos, mi hígado derretido y mi bazo, los pulmones sueltos que se alejan por el aire como palomas grises, el corazón que ya no late, madura, se endurece y cae, gélido como el puño de un muerto, porque nada puede latir frente a la boca, los nervios arrastrados por la acera como hilos de un títere estropeado, los ojos como gotas de leche derramada, la suave materia de mi cerebro, la exactitud de mis sentidos, la excitante delicia del deseo, la provocación del hambre y el instinto, las sensaciones, los impulsos: todo cae y se pierde, todo gotea incesante desde mi armazón, todo se va y se desvanece calle abajo; entro en casa al fin, ya solo mi esqueleto muerto y limpio, y pienso: mis hijos están en el colegio, por fortuna; me dirijo al salón y allí encuentro a Alejandra, que me mira con pasmo; se halla sentada en su sofá tejiendo algo, y probablemente destejiéndolo también, creando y destruyendo en un vaivén de interminable dedicación; entonces me detengo frente a ella, aparto con lentitud las falanges blancas de mi oquedad y la descubro, por fin, en toda su horrible grandeza: la boca abierta, las mandíbulas separadas, el enorme vacío entre maxilares, la verdadera boca que no es, desprovista del engaño de las mucosas, ese espacio negro que nada contiene, y hablo, por fin, tras lo que me parecen siglos de silencio, y mis palabras, emergiendo de ese vacío, son también vacío y horadan: Alejandra, hablo, llevo años traicionándote con una mujer que conocí en la consulta, y ella: Héctor, qué dices, y yo: es guapa, pero no demasiado, cariñosa, pero no demasiado, inteligente, pero no demasiado: lo mejor que tiene es que me quiere y que intentó hacerme feliz, y que nunca me ha creado problemas salvo la necesidad de mentirte, de ocultártelo, una mujer con la que descubrí que puede haber una cierta felicidad cotidiana a la que nunca deberíamos renunciar, como hemos hecho tú y yo, ni siquiera a esa cierta felicidad cotidiana, una mujer, en fin, con la que he sabido que ya todo es igual, que incluso el pecado termina alguna vez, incluso la culpa, incluso lo prohibido, y ella: Héctor, Héctor, qué te pasa, dice, que ya basta de mentiras, respondo y me deshago de su lento abrazo y de sus lágrimas, y basta de silencio, porque era necesario hablar, pero no solo a ti, no, no solo a ti, y ella, gritando: ¿adónde vas?, pero su grito se me pierde con el mío propio, que ya solo oigo yo, y eso es lo terrible: porque mi garganta ha desaparecido y solo quedan las tenues vértebras y el deseo de ser escuchado; corro entonces a casa de Galia arrastrando apenas los jirones blancos de mis huesos por la acera, y ella misma abre la puerta y grita al verme: no, Galia, no podemos seguir juntos, dije entonces, no tengo nada más que hacer aquí, tú, viuda y solitaria, yo, casado y solitario, nada que hacer, Galia, no más consuelos, no más secretos, basta de felicidad y de cariño doméstico, porque llega un instante, Galia, en que todo termina, y lo peor de todo es que tú no eres una solución: ¿por qué?, me dijo: porque es necesario decir la verdad y revelar la mentira, repliqué, aunque nos quedemos vacíos, es necesario abrir las bocas, Galia, le dije, y volcarnos en hablar y hablar y destruirlo todo con las palabras, dije, porque si algo somos, Galia, es aliento, así que es necesario, por eso lo hago, dije, y me alejé de ella, que gritó: ¿adónde vas?, pero su grito se perdió dentro del mío, que ya era tan enorme como el silencio del cielo; y me alejé de todos, de una ciudad que no era mi ciudad, de una vida que no era mi vida, corrí ya casi llevado por el viento, las espinas delgadas de mi cuerpo flotando en el aire, corrí, volé hacia los bosques transportado por una ráfaga de brisa como el polvo o la basura, avancé por la hierba, entre los árboles, desgastándome con cada palabra: basta con eso, dije, no más hogar, no más vida, no más esfuerzo, dije, grité en silencio: ya basta de mundo y de existencia, ya basta de hacer y de procurar, soportar, callar y mirar buscando respuestas, no, no más luz sobre mis ojos, nunca otro día más, basta de desear y pretender, de conseguir y por último perder lo conseguido y enfermar y morir y terminar en nada, todo vacío, intrascendente, limitado y mediocre: basta, porque hay un error en nosotros, un hiato perenne, el sello de la nada, esta boca siempre abierta, este hueco hacia algo y desde algo, miradlo: está en vosotros, el sumidero, el vórtice; lo he soportado todo, incluso los años de silencio, los años iguales y el silencio, la muerte interior, el vacío interior, la falsa esperanza, la ausencia de deseos, pero no puedo soportar esta conexión: si tiene que existir esto, este hueco vacío y nulo, esta ausencia de mi carne y de mi cuerpo, si tiene que existir la boca, prefiero echarlo todo fuera, dejar que todo se vaya como un soplo puro, que lo oigan todos, que todos lo sepan, prefiero esto a la falsa seguridad de un cuerpo muerto, eso dije, eso grité, y me vi por fin convertido en nada, la oquedad llenando todos mis huesos abiertos como flautas mudas, desmenuzados como arena por fin, solo esa ceniza última, apenas el rastro leve que el viento termina por borrar, el vacío enorme de esa boca que tiene que decir y revelar y descubrir y gritar y acusar y vaciarme hacia fuera desde dentro y mezclarme con todo, esa boca abierta e infinita del silencio absoluto por la que hablo aunque nadie oiga


    13. Ahora está lloviendo, y mientras escribo gotean las cañerías y gotea el dormitorio en un balde


    1. Dela cubierta de los botes goteaba sobre el


    2. El agua que goteaba


    3. Una de estas aserradas herramientas de aniquilación incluso fulminó a alguien a su espalda, y se espantó hasta el extremo de no acertar a dilucidar si lo que goteaba por sus pómulos era la lluvia o un río de lágrimas


    4. El rostro de Jawahal se enmascaró en un velo de llamas y su silueta encendida se volvió y atravesó la puerta del vagón, lo que dejó una brecha abierta en el metal que goteaba acero candente


    5. En aquel momento apareció en la sentina un hombre con un puñal que goteaba sangre todavía


    6. Luego oímos el gorgoteo del agua que bajaba por los desagües, se agolpaba en los numerosos canalones y goteaba desde el borde de los aleros


    7. Al mismo tiempo, tenía que estar seguro de que la sangre que le goteaba del hombro izquierdo cayera cincuenta y seis metros hasta el suelo y no sobre la viga, donde todos pudieran verla


    8. Pero el hombrecillo de cristal continuaba durmiendo, mientras la tinta de la pluma goteaba sobre el pergamino en blanco


    9. Mientras el café goteaba lentamente al interior de la taza, entré en el despacho de Margaret


    10. Tras los cristales, la mañana era cegadora y el agua goteaba del alero

    11. Los días de lluvia el agua goteaba una nana sobre la cuna


    12. Resopló para escupir el excremento; la sangre le goteaba la ropa, y quiso protestar


    13. Vio que el líquido de frenos goteaba de los tubos; los habían cortado limpiamente


    14. Volvió a dejar el cucharón sobre los fogones, y mientras la grasa de aquél goteaba en la llama del gas, regresó a la mesa


    15. Habían cortado el suministro de agua a la Calle Columbia, y el agua que goteaba de los depósitos instalados en los techos tenía un desagradable sabor metálico


    16. Apoyando una mano en el suelo, empujó hasta quedar de rodillas mientras la sangre goteaba en la alfombra bajo él


    17. El agua le goteaba de los cabellos y le corría por la cara


    18. Y bien, mientras no suene la campanilla, no podemos entrar dijo Robinsón abriendo la boca lo más que podía para devorar el grasiento pan y recogiendo a la vez, en una de sus manos, el aceite que goteaba del mismo, a fin de remojar de tiempo en tiempo el pan que todavía le quedaba en su mano ahuecada que servía de recipiente


    19. -¿Y eso? -pregunté, señalando hacia la cueva donde la cabeza del toro estaba alzada sobre un trípode de lanzas de modo que la sangre goteaba en el suelo-


    20. Caía una manta de agua que goteaba por las pestañas de Stride

    21. De la mejilla le goteaba sangre y se la secó con un movimiento impaciente


    22. La lluvia le goteaba desde el sombrero sobre los pantalones


    23. La sangre que brotaba de la herida le goteaba por la mano


    24. Algo caliente le goteaba por la pierna


    25. Un veloz salto le llevó fuera del punto donde el animal cayó agonizante y, segundos después, el corazón de Horta, aún caliente, goteaba en la mano de Tarzán


    26. Los blancos y fuertes dientes del hombre de la selva se hundieron con evidente delectación en la carne cruda, de la que goteaba sangre, pero a Clayton le resultó de todo punto imposible compartir con su extraño anfitrión una comida que no había pasado por el fuego


    27. Tenía baja la cabeza, y de su boca enorme y entreabierta goteaba una baba horrible


    28. Las fosas nasales de la bestia estaban dilatadas, la saliva le goteaba de los incisivos curvos


    29. De los pinchos goteaba una espesa salsa marrón que le caía en los nudillos


    30. Le goteaba la nariz

    31. El sonido constante de agua que goteaba parecía tranquilizarlos con su ritmo, mientras el «plip, plop» resonaba en las salas, acentuando la sensación de vacío de aquel lugar


    32. De las yemas de sus dedos goteaba un líquido rojo


    33. El general cartaginés, con cuidado, despacio, tomó el anillo de oro del cónsul de Roma, el anillo de Claudio Marcelo, empapado en su sangre, se levantó y alzó en el aire la joya para observarla en todo su esplendor: la sangre goteaba por el interior del anillo pero el exterior de oro, ya limpio, resplandeció a la luz del sol


    34. –No me oirás gritar -replicó la mujer, mientras el aceite le goteaba del pelo y le empapaba la ropa


    35. y todo goteaba un líquido ardiente, jalea del infierno


    36. El soldado sonreía con una cara obtusamente honesta y permanecía en posición de «firme» mientras del grueso paño del capote el agua goteaba sobre el pavimento


    37. Hasta las mariposas abandonaron el espacio abierto donde se hallaba esa cosa sucia que esbozaba una mueca y goteaba


    38. Acudieron los soldados y vieron que Smelost, sangrando por una herida del muslo, salía tambaleando de la tienda del general, empuñando una espada corta que goteaba sangre


    39. Puso baldes debajo de los canalones en las esquinas de la casa para recoger agua dulce del viejo techo de lámina corrugada y por la noche podía oír el tamborileo de la lluvia en las habitaciones de arriba y cómo goteaba por toda la casa


    40. El agua goteaba a ambos lados de una larga pasarela suspendida por encima del suelo del túnel cuya superficie de lámina estaba humedecida por las filtraciones

    41. Todas ellas habían atravesado el cuerpo, y la sangre, que todavía goteaba por debajo del cadáver, formaba un charco a su alrededor


    42. Estaba pálido; el sudor le goteaba desde las cejas y le corría por los cristales de las gafas


    43. Resbalé con el líquido marrón que goteaba a través de los orificios de la rejilla, consiguiendo apenas mantener el equilibrio


    44. Mientras el agua goteaba de las ruedas y descendía en minúsculos arroyuelos por los flancos de los animales, la muchacha regresó junto a Levi y observó:


    45. Iván sentía una gran desazón; se abrió paso a empujones entre los que le rodeaban, y apretando la vela, manchándose con la cera que goteaba, se dedicó a mirar debajo de las mesas


    46. Me quemaba el cuello, me goteaba la nariz y me zumbaban los oídos


    47. De su barbilla goteaba sangre


    48. Le corría el sudor por las mandíbulas y le goteaba por su ya empapada camisa


    49. El agua del río goteaba desde su cabeza rapada pasando por sus cejas, hasta los ojos


    50. Un agua helada goteaba del techo del pasillo, y el musgo crecía en los muros






































    1. las espigas del trigo, enlas amapolas que goteaban de rojo los


    2. Ahondando poco a poco, pues su fuerza muscular no era entonces mucha, las lágrimas le rodaban por las mejillas, y de la nariz y barba goteaban sobre el hoyo


    3. Las luces de las velas titilaban, el polvo danzaba en la penumbra de la caverna y, a intervalos, los labios de piedra de una fuente goteaban a sus espaldas sobre un pilón de aguas oscuras, con un chapoteo hueco que resonaba por todas las esquinas de la gruta


    4. Eddie Heath yacía inmóvil, la cabeza envuelta en vendas, con un respirador que enviaba aire a sus pulmones mientras fluidos diversos goteaban hacia sus venas


    5. Los guantes de algodón goteaban sangre


    6. La casa Fuller y el patio estaban a oscuras bajo los altos árboles que aún goteaban a causa de la tempestad de la noche


    7. Sus abrigos goteaban por todo el suelo


    8. Bajo los cascos recién barnizados, los soldados y los oficiales goteaban sudor


    9. Trenton se alejaba rápidamente de la enorme puerta de hierro, sus manos todavía goteaban agua del cuenco


    10. –Yo le puse la corona en la cabeza -replicó el sacerdote mientras las algas le goteaban en el pelo-, y de buena gana se la quitaré y te la pondré a ti

    11. Goteaban en la bacía de bordes azules


    12. A sus espaldas Lockhart estaba de pie encima de la mesa de roble con la cara bañada en lágrimas entre velas que goteaban


    13. Éste se almacenaba en bolsas cónicas, como las que se empleaban para adornar pasteles, y las suspendían sobre tarros, cada una colgando como las mamas de una cerda, sólo que en lugar de producir leche goteaban azogue, dejando en el interior de las bolsas una reluciente masa semisólida


    14. de planchas alquitranadas manchadas de herrumbre en los lugares en que goteaban los canalones del


    15. Todo el mundo aguardó en silencio, no queriendo decir ni una palabra mientras las lágrimas corrían por el rostro de Owen y goteaban por su mandíbula


    16. Unos grumos blancos goteaban por encima del borde


    17. Los pensamientos goteaban a través del silencio de su cerebro, uno tras otro


    18. Sin embargo, los toneles de agua, que estaban aparte, todavía goteaban mucho


    19. Mientras el sudor bañaba aún las frentes de los guerreros, y sus armas goteaban sangre recién derramada, se puso a pasear entre ellos, señalando lo equivocado de su forma de actuar


    20. Había toallas desperdigadas y empapadas en la loción y el champú que goteaban de los estantes

    21. Las lágrimas le goteaban sobre las manos, y temblaba al intentar contenerlas


    22. Olga se sentía junto a ellos, viendo cómo los sayotes y las máscaras de paja avanzaban y retrocedían y daban vueltas, cómo los brazos, las piernas y los torsos brillantes goteaban sudor en el frenesí de la danza religiosa


    23. Y allí se quedó, sentada en su pequeña caverna, sosteniendo al cachorro de león cavernario, meciéndolo mientras él le chupaba los dos dedos, tan abrumada por el recuerdo de su hijo que ni siquiera se percató de que las lágrimas que le bañaban el rostro goteaban sobre el pelaje tupido


    24. Eran animales realmente hermosos, pero evacuaban con tanta frecuencia y cantidad como cualquier caballo, y sus excrementos goteaban y se filtraban entre las tablas e iban a parar sobre el cargamento de comestibles guardados bajo cubierta


    25. Alrededor de la estatua se movía y agitaba, en convulsiones, un grupo de fakires, listados con bandas de ocre, cubiertos de incisiones cruciales que goteaban sangre, energúmenos estúpidos que en las ceremonias se precipitaban aún bajo las ruedas del carro de Jaggernaut


    26. Las puntas goteaban de prisa


    27. Sus guantes goteaban sangre


    28. Pero los relojes cantaban su tic-tac, el fuego chisporroteaba y las velas goteaban cera indiferentes


    29. Ella sólo recordaba los dos últimos, tal vez algunos fragmentos dispersos del hombre que había vivido en aquella casa, antes de que permitieran verle los sábados y sólo desde el otro lado de una mesa vieja en un lugar húmedo y maloliente, construido sobre un cementerio encantado de los indios, donde el viento soplaba con fuerza, las paredes goteaban y los techos eran demasiado bajos


    30. Era en la parroquia de San Isidro, un templo severo, grande; el recinto estaba casi en tinieblas; tinieblas como reflejadas y multiplicadas por los paños negros que cubrían altares, columnas y paredes; sólo allá, en el tabernáculo, brillaban pálidos algunos cirios largos y estrechos, lamiendo casi con la llama los pies del Cristo, que goteaban sangre; el sudor pintado reflejaba la luz con tonos de tristeza

    31. Los árboles goteaban en el gran parque y Lauren seguía sin poder dormir


    1. El pie izquierdo de Wilt pisó en el champú que había goteado en la tapa del inodoro, se deslizó hacia un lado y Wilt, la muñeca y la puerta del armarito de las medicinas a la que el primero intentó sujetarse se mantuvieron un instante en el aire


    2. —El aceite caído en tu frente debe de haber goteado del candil del ladrón a través de una grieta de las tablas que componen la tapa de la trampil a


    3. El olor era infecto y la escritura de la pared había goteado y salpicado


    4. Los envases de plomo se habían fundido sobre las varillas de combustible, y goteado plomo sobre los mecanismos de sujección


    1. Al entrar en Alemania empieza á sentirse ya el ruido de las prensas que gotean libros, el vuelo de los


    2. Por momentos crees que las lágrimas gotean del techo


    3. Nosotros actuamos tintineando, emitiendo chispas y destellos, mientras que ellos farfullan, ensucian y gotean


    4. – Éstos fueron mis pensamientos cuando noté de qué modo tan torpe y obtuso confundía la gente a dos maestros en el arte de la prosa, uno al que las palabras le gotean lentas y frías, como desde el techo de una húmeda caverna – él cuenta con su sonido y su eco sofocados – y otro que maneja su lengua como una espada flexible y que desde el brazo hasta los dedos del pie siente la peligrosa felicidad de la hoja vibrante, extraordinariamente afilada, que quiere morder, silbar, cortar


    5. Todas gotean de naturaleza, a tal punto se han empapado de vida


    6. Ahora está lloviendo, y mientras escribo gotean las cañerías y gotea el dormitorio en un balde


    1. Y las pobres chermanetes, goteando por todos los pliegues de susvestiduras,


    2. caía y caía por debajo de suchaquetón, goteando en el suelo


    3. bienestar, que no surgiese el fantasma lúgubre goteando sangre


    4. Enrojecido, disgustado, salió de Eyebright mojado y goteando


    5. Su tamaño era un poco superior al de una hani: lo habían suspendido con una cadena del riel superior del montacargas, con su flaca y alargada cabeza colgando de un cuello aún más prolongado, para que se descongelara y fuera goteando


    6. La sangre, que había brotado súbitamente, le corría entre los pelos goteando en el río


    7. La presidenta seguía con el tenedor alzado y un pedacito de tortita estaba goteando mermelada sobre la mesa sin que ella se diera cuenta


    8. La aparición de dos hombres desaliñados y vestidos de policías goteando agua por toda la carísima alfombra egipcia extendida en mitad del vestíbulo provocó un gesto de desaprobación en la muchacha que estaba sentada a la izquierda de ellos, tras el mostrador de recepción


    9. Al mismo tiempo y mientras se empavesaban los balcones, mil candilejas, puestas en los antepechos y goteando su aleve aceite sobre los transeúntes, [187] amenazaban con una iluminación general en la próxima noche


    10. mi hermana Anita dejaba el paraguas goteando y subía al desván a parar el gramófono, y llovía el día entero, y se encendían las lámparas a las dos de la tarde y mi hermana Julieta paseaba sobre nuestras cabezas, ¿Qué tendrá hoy?, y esto todos los domingos de ese invierno, todos los lluviosos domingos de ese invierno,

    11. Rodaron ambos por el suelo, empapados en barro, bajo la lluvia que seguía goteando de las ramas de los árboles


    12. Estrellas tales como la Barnard y la Próxima del Centauro pueden seguir goteando sus débiles fragmentos de radiación durante un total de 200 eones


    13. Los internos sostenían las radiografías todavía goteando contra luz, hablando entre ellos


    14. El muro se tornó melancólico en sombras y la sangre volvió a fluir goteando sus pantalones y el suelo de tumbas, mientras el vino se desperezaba en su cabeza y le inflamaba el corazón con la duda de si se habría dormido


    15. Los tres escrutaron el barrio a oscuras, donde los árboles seguían goteando y los coches dormían en garajes y cobertizos con los motores emitiendo crujidos a lo largo de toda la noche a medida que se iban enfriando


    16. No sabía bien cuánto tiempo había permanecido flotando, con los ojos cerrados y todos los sentidos aletargados; pero por fin su cabeza emergió a la superficie y se puso en pie, con el cabello empapado goteando sobre los hombros


    17. Un solo sonido destacaba del resto, el regular ping, ping, ping de un grifo goteando, en un lavabo sólo a unos cuantos pies de él


    18. —Me está goteando el agua de una rama directamente en la nuca


    19. Esperaba que todo cambiara, como el propio día, que había sido sombrío y lluvioso y sobre el que habíamos visto nubes panzudas mientras nos encaminábamos a la sala de cine en lo que había sido la tarde y ahora era un ocaso de sol rojizo y sombras inclinadas, plantas de cola caballo goteando gemas y un velero rojo en la bahía virando y poniendo rumbo hacia las lejanías de un azul ya crepuscular del horizonte


    20. El impermeable goteando agua, la agitación de Julia, su rostro sonrojado, su enojo repentino

    21. Empapados en sudor y con la nariz goteando, nos detuvimos y nos agachamos entre los matorrales


    22. El lugar era un laberinto de escaleras y túneles, de tuberías expulsando vapor o goteando por empalmes sellados con décadas de antigüedad


    23. El sonido del agua goteando y el vago olor a alcantarillado eran inconfundibles


    24. La sangre seguía goteando desde su frente, manchando el manto de Juan, quien, arrodillado y abrazado a los pies de su Maestro, no parecía prestar atención alguna a lo que estaba ocurriendo


    25. A pesar de ello, los regueros escaparon por el antebrazo, goteando hasta la roca del Calvario cuando toparon con el codo


    26. En su recuerdo parecían deslizarse, goteando, desde la ducha a la cama


    27. Y empalada en el poste de en medio, la cabeza de Martin, del antaño guapo Martin, con sangre goteando de sus rizos negros sobre las piedras del puente


    28. Todos se giraron para mirarme cuando entré por la puerta y bajé los escalones, goteando agua y un poco de sangre sobre el suelo


    29. Todo estaba en orden y el agua continuaba goteando apaciblemente de la boca de los tritones


    30. Las negras sotanas balanceándose al viento como fúnebres campanas, los roquetes y los manteles de altar goteando agua desde los alambres, la colada de Las Ánimas secándose al sol y el ronroneo del palomar en la azotea vecina

    31. Muchos llevaban las espadas goteando sangre


    32. Colgaban inertes, desgreñados, con las brillantes plumas oscuras y pegajosas, clavos sobresaliendo de los pequeños cuerpos y sangre goteando lenta, constantemente, al suelo


    33. Se puso en pie, goteando, y enfiló hacia el borde de la fuente, abriendo los ojos por primera vez desde que había entrado en el agua


    34. Su percepción inmediata y tambaleante fue la de una perspectiva radical, picassiana, en la que unas lágrimas, unos ojos hinchados y ojerosos, unos labios mojados y una nariz goteando se añadían a una humedad carmesí de pesadumbre


    35. Consigo subirle encima de la barandilla para que el Hudson pueda recibir el envite de su vómito, dejando mi jersey goteando sólo con un tercio del mismo


    36. –¡Qué asqueroso! – chilló una chica, al ver que la sangre me resbalaba goteando por el mentón- ¡Deberían encerrarte!


    37. Las ramas seguían goteando


    38. Otra vez había sangre fresca goteando en la porcelana blanca del lavabo y escurriéndose por el sumidero


    39. Jack sabía, por los ecos del agua goteando y el murmullo de voces, que seguía bajo tierra


    40. Más tarde vieron al mismo grupo al otro lado de la ciudad en Golden Square, visitando al vizconde Bolingbroke, que allí tiene una bonita casa; pero por desgracia, durante el camino, el arcón había sufrido una gotera, y las piezas de ocho habían ido goteando a las calles de Londres

    41. Éremos la llamó y la joven le contestó recién salida de la ducha, con el pelo aún goteando y envuelta en una toalla


    42. Goteando sangre, emprendió la subida


    43. —¿Qué? —gritó por encima del estrepito de la batalla, con sangre goteando de las cuchillas de acero del arma


    44. —¿Mmmm? —dijo Brutha, con las gachas goteando de su cuchara


    45. —¿Han amarrado bien al signore Basilica? —dijo, goteando en el suelo


    46. Las palabras entraron goteando en el oído de Rincewind, le subieron hasta el cerebro y empezaron a aporrear las paredes


    47. La Virgen aparecía con una cofia, el entrecejo fruncido, la boca oblicua torcida por los lamentos, y el Cristo sobre sus rodillas; era una escultura primitiva, de proporciones arbitrarias y anatomía violentamente exagerada que testimoniaba la ignorancia del escultor; la cabeza estaba erizada de espinas, el rostro y los miembros maculados y goteando sangre, con gruesos coágulos rezumando de la herida del flanco, de las llagas de las palmas de las manos y los pies


    48. Otro hombre cae de lo alto, sin un grito (quizá ya venga muerto), y queda enganchado en la red extendida sobre el alcázar, un brazo colgando y la sangre goteando a lo largo de ese brazo sobre la arena húmeda que cubre la cubierta


    49. No lo reconoce, aunque le atribuye aspecto de gaviero veterano: los pies descalzos, la piel morena (ni siquiera tiene aún la extrema palidez de la muerte), un tatuaje indescifrable, azulado, en el brazo colgante por el que sigue goteando la sangre


    50. Y cuando un inglés con casaca azul y una pistola en la mano se agarra a unos cabos de jarcia suelta para encaramarse arriba, Marrajo saca medio cuerpo fuera y le pega al tontolapolla un hachazo en las tripas, y grita de júbilo cuando el otro se suelta y cae entre los cascos de ambos barcos, aullando y con el mondongo suelto, largando metros y metros, ésa para ti y para tu primo, cabrón, uno, joder, ya tengo arranchao a uno, hostiaputa, mío, ése fue mío y de nadie más, cagüentodo, y en eso hay un fogonazo a dos palmos de su cabeza, algo ardiente le pasa zumbando junto a la cara, como si la quemara, y ve a nada, ahí mismo, la cara desencajada de otro casacón, un tipo con pinta de oficial joven o de guardiamarina guapito, vamos, de niño litri que acaba de sacudirle un pistoletazo marrándole por tanto así, y que ahora se vuelve a gritarle a los hornbres que tiene alrededor, gou, dice el guiri cabrón, jarriap, gou, gou, y con ellos salta como un gato a la porta y a la jarcia que cuelga, dispuesto a trepar por ella o meterse dentro o vaya usted a saber, ocho o diez enemigos pegados a la tablazón, trepando traca a traca con más cojones que la burra del Soto, y otros tantos asomando por las portas inglesas para cubrirlos a mosquetazos y tiros de pistola, la de Jesucristo es Dios, un barullo espantoso, las bordas de los dos navíos crujiendo una contra otra por impulso de la marejada, las pisadas, los golpes de los que pelean en la cubierta superior haciendo ruido arriba, la sangre goteando a través de los enjaretados



















    1. gotear de la lluvia sobreel techo y la fatigosa respiración de los


    2. gemir delviento y el gotear del agua, sonaron lúgubres, fatídicas,


    3. continuo gotear del cielo y los chorros de losaleros


    4. gotear los racimos como esponjas, y cómo eran dulces como


    5. Aquel lento gotear de enero dentro del cuarto tenía un son de quejido yde miseria que laceraba el


    6. La estructura entera del puente empezó a gotear gruesas lágrimas de metal fundido que caían sobre el Hooghly y producían explosiones violentas al impactar con la fría corriente


    7. Ya no llovía y se oía el suave gotear de los árboles


    8. Empezaron a gotear las llaves, a filtrarse las cañerías, a romperse las tejas, a aparecer manchas verdosas de humedad en los muros


    9. Me empezaron a gotear


    10. No a gotear

    11. Sus cabellos eran de oro por un lado y de plata por otro; sus lágrimas, cuando llora­ba, eran un gotear de perlas; sus risas, cuando reía, eran dinares de oro tintineantes, y sus sonrisas, botones de rosa abriendo en sus la­bios bermejos


    12. No había un alma a la vista, ni se escuchaba otro ruido que el gotear de la lluvia


    13. El grifo debía de gotear


    14. Nadie más oyó el susurro en medio del rumor de las hojas, del gotear de la lluvia, entre los trinos de pájaros y el canto de los grillos


    15. Desconsolados, los de infantería permanecieron sentados en sus trincheras, mientras no paraba de gotear agua de los impermeables que llevaban puestos a modo de poncho


    16. El elemento en el que piensas al pensar en Marina estaba claramente al tanto de que la información había empezado a gotear


    17. La sangre había empezado a gotear desde su barba, manchando el manto y parte de la túnica


    18. La sangre empezó a gotear en dos puntos del vientre de Sebastian, y en uno del muslo


    19. Stride y Maggie se sacudieron de encima toda el agua que pudieron y entraron en la vivienda, donde el agua empezó a gotear sobre la alfombra


    20. Se oía gotear la lluvia desde los aleros del tejado en punta

    21. Las nubes habían cesado de gotear pero aún derramaban una oscura melancolía sobre las ruinas circundantes que negaba incluso la luz de las estrellas


    22. Incluso sonaba como un calabozo, desde el lento y monótono gotear de la humedad en las paredes hasta el chasquido hueco de los pasos por el corredor y las voces profundas de los guardias


    23. De pronto, un día apacible y gris, en que el viento había cedido a un aire quieto y tibio, la lluvia hizo su aparición, y Wang Lung y los suyos permanecieron en la casa pletórica de bienestar, viendo caer el agua sobre los campos cercanos a la entrada, empapándolos, mirándola gotear de los extremos del techo de paja que sobresalían de la puerta


    24. Basílides, con experta habilidad, clavó el cuchillo en la garganta del animal y éste lanzó su último balido de dolor entre un estertor horrible, a la vez que la sangre enrojecía toda la piedra y empezaba a gotear sobre una zanja que rodeaba todo el altar


    25. De cada punto donde habían estado los gusanos empezó a gotear un pequeño flujo de sangre


    26. Hundiéndose en la frescura del duro suelo de tierra apisonada, notó una suave y cálida sensación que crecía, un gotear aterrorizado por el interior de los muslos


    27. Bosch olía la salsa de piña y la oía crepitar al gotear sobre las brasas


    28. La tormenta cedió hacia el amanecer, el viento amainó, la lluvia empezó a gotear de los árboles y se hizo la calma


    29. Era por la tarde y un caballo sudoroso frotaba su hermoso cuerpo contra una valla mientras se oía gotear el agua en algún sitio


    30. Así es cómo se incorporaron a esa máquina de Japón y, cuando los tubos empezaron a gotear, así es cómo se incorporaron a gran cantidad del aceite de arroz

    31. Dicearco la abrió para que el agua empezara a gotear hacia el recipiente inferior


    32. Dos regueros de sangre empezaron a gotear hacia su muñeca, pero las heridas tardaron unos segundos en cerrarse por sí solas


    33. Se quedaron de pie, apiñados, hasta que el eco se apagó, y entonces pudieron escuchar el sonido del gotear del agua procedente de algún lugar profundo del interior de la oscuridad que los precedía


    34. El gotear del agua resonaba por los pasadizos, y hacía el frío suficiente como para que pudiesen ver su propio aliento en el aire húmedo


    35. La nieve comenzaba a derretirse, y se oía gotear desde los aleros


    36. Zedd no pudo detener las lágrimas que le descendieron por el rostro hasta gotear por la barbilla mientras la Hermana Tahirah lo cogía del brazo y tiraba de él hacia la entrada


    37. Oía el agua gotear en el lejano techo


    38. Me recliné sobre la espalda, y oía el gotear del agua


    39. En alguna parte, abajo en el patio, se oía un gotear constante de agua, y, de vez en cuando, se oía también el chorro de algún retrete, ruidoso como un torrente


    40. Hace ya muchos que el desdichado mestizo ahuecó la piedra para recoger las gotas inapreciables; pero aun hoy día nada atrae y fascina los ojos del turista como la trágica piedra y el pausado gotear del agua, cuando va a contemplar las maravillas de la cueva de McDougal

    41. Algo tibio empezó a gotear


    42. Dicho de la cera de las velas encendidas: gotear


    43. Acción y efecto de gotear


    44. Reinaba tal silencio en la habitación que alcancé a oír el agua de la violeta africana gotear en el suelo


    45. Con la ausencia de la daga la herida sangraba más; bajo el cuchicheo estridente, Seda oyó gotear la sangre de la muerta desde los peldaños hasta los agrietados ladrillos del patio; parecía el vacilante tictac de un reloj roto


    46. —Toda Irlanda está bañada por la Corriente del Golfo —dijo Stephen, dejando gotear miel en una rebanada de la hogaza


    47. Lo sacó de la sartén y lo echó en un plato, haciendo gotear encima el escaso jugo pardo


    48. Pudo oler el moho y la humedad y, desde mucho antes de llegar, oyó el gotear del agua


    49. Pensó en un sótano frío y húmedo, en una mujer encadenada, sentada en el suelo, gimiendo, tiritando al oír el gotear del agua


    50. –Era un buen chico, estoy segura de que trató de ayudarle -pensó en un sótano oscuro y frío, en una mujer encadenada, sentada en el suelo, gimiendo, temblando, y oyó el ruido del gotear del agua-








    1. prehistóricos, y el goteo de las rezumantes cañerías parecía el de


    2. empañando los vidrioscon el goteo de sus lágrimas


    3. que parecían formados por el goteo del agua del mar


    4. Podía dejar de escuchar el goteo de la


    5. –Bien, pues… -dijo con voz ronca mientras su pueblo proseguía con sus tareas en el piso inferior, tan acostumbrada la gente a que Firebrand hablase consigo mismo como lo estaba al vuelo de los tenebrales por el interior de las cavernas, al musical goteo del agua y a los vastos silencios de los negros rincones que se abrían delante y debajo de ellos-


    6. Los tc'a guardaban silencio salvo uno, que emitía un lento goteo de estática equiparable en su placidez al de los knnn


    7. Noche tras noche arrecian los bombardeos de la Luftwaffe sobre la ciudad y un incesante goteo de desertores llega a las líneas divisionarias…Ya acaba noviembre y el 20, los voluntarios conmemoran el sexto aniversario del fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera… El 12 de diciembre Muñoz Grandes recibe la comunicación oficial de su ascenso a Teniente General y, con ella, la orden de entregar el mando de la División a Esteban Infantes


    8. Se registran ataques de patrullas de esquiadores rusos que desaparecen tan rápidamente como llegan, causando un goteo incesante de bajas


    9. Benjamin enarcó las cejas atento al monótono goteo de la lluvia que iba cayendo en el exterior


    10. El agua se coló por los resquicios, primero como un menudo goteo o golpeteo palpitante que resonaba contra las piedras en los ecos de la inmensa bóveda celeste, luego con la furia de pequeñas cataratas que se deslizaban por los bordes y dejaban a su paso un olor a humedad permanente

    11. En sus ojos pintados seguían ardiendo sendas llamaradas negras, el goteo del poder del Caos


    12. –Doctora, no es seguro… -insistió él entre el goteo del agua


    13. Los miembros del grupo seguían su trabajo entre chapoteos mientras dialogaban, y a nuestro alrededor se producía el sonido constante del goteo del agua y del runrún de las bombas


    14. –Creo que aquí hay algo… -apunté, y mi voz sonó anegada por el goteo del agua y por la aspiración de las bombas


    15. Mientras respondía al saludo se le cayeron las llaves de la mano; cuando se agachó para recogerlas, olió algo que parecía un producto químico, y oyó un suave goteo


    16. La cueva tenía el penetrante olor a la prolongada humedad de la tierra y la piedra, y se oía el incesante goteo del agua en algún punto en las tinieblas


    17. Aguardaron, oyendo a lo lejos un goteo de agua


    18. Cierro el grifo y, excepto por el ocasional goteo de agua, el piso está en completo silencio


    19. –En ese caso -aceptó el forense a regañadientes- la sangre nunca adoptaría la forma de goteo


    20. Lo que había comenzado como un goteo se convirtió en una inundación

    21. Tras la breve estancia del capitán Cook en 1774 hubo un goteo constante de visitantes europeos


    22. Los ríos subterráneos fluyen con mucha lentitud, de manera que, una vez que la sal se ha movilizado por una mala gestión de la tierra, se pueden tardar quinientos años en purgar el suelo de esa sal movilizada, aun cuando se cambie de inmediato al riego por goteo y se deje de movilizar más sal


    23. Con la producción a toda marcha, las interceptaciones marítimas reducidas a un goteo, los envíos por aire que podían reanudarse, comenzaría de nuevo


    24. Los únicos sonidos que se escuchaban eran el rugir de la tormenta y el goteo del abrigo de Maggie sobre el suelo del porche


    25. Más cera cayó, formando un goteo estable sobre las escaleras


    26. El goteo en el lavabo se producía a intervalos regulares; cada plop latía aparte del anterior


    27. Kinderman escuchaba el goteo del agua


    28. Justo cuando se inclinaba para coger bayas del arbusto de Vitex agnuscastus que crecía en el cuadrante derecho del jardín, oyó sobreponerse unos pasos al goteo del agua en la fuente central


    29. La cuadrilla de la destilería estaba agrupada en torno al condensador, contemplando el lento goteo del brandy en un barril


    30. cancelados para dejar libre el paso a los convoyes que llevaban los tanques y la artillería de la Wehrmacht, que avanzaban hacia el este en constante goteo

    31. El goteo de informadores que acudían a la Fortaleza Roja asegurando tener noticias de Tyrion era constante, pero que hubiera cuatro en un día no era lo habitual


    32. El oído del halfling, agudizado por los años en que había escuchado los «clics» de los cerrojos, había captado en la distancia un sonido diferente del goteo del agua


    33. Un tropel de soldados franceses corría cuesta arriba y otros más llegaron poco después; el goteo fue continuo hasta el anochecer, momento en que se animaron a atravesar y llamar a la puerta trasera del convento


    34. —¿Más colosal que el precio de este incesante goteo de sangre y virtud que escapa hacia el norte? Si se acaba, si se corta de raíz, se acabaría de una vez por todas


    35. Las inscripciones de la barcaza estaban hechas con esmero, en cambio ésta denotaba precipitación y desidia, con mucho goteo y pintura corrida


    36. Pero para poder empezar a comprender al Dragón, para escuchar el frío goteo en su oscuridad,


    37. Cada salpicadura y derrame permanecía visible como un charco, reventón, o como un goteo de fuego frío


    38. Lo único que se oía era el goteo del agua en el fregadero de metal


    39. Las pintadas en el gallinero habían desencadenado un goteo de rencor y sospecha que ahora, después de las ejecuciones en la iglesia, empezó a correr con mayor libertad


    40. En el silencio que se hizo a continuación, el ingeniero pudo percibir el constante goteo del reloj de agua, al lado de las puertas

    41. El ruido de la ducha disminuyó hasta convertirse en un goteo


    42. Escuché nuestras respiraciones y presté atención a los sonidos: el áspero graznido de los cuervos, el murmullo de los cedros mecidos por el viento del noroeste, el insistente goteo del agua y el quejido de la montaña, cuyas rocas se encogían por el frío cada vez más penetrante


    43. Permanecieron en silencio, escuchando el constante goteo del agua sobre el tejado de pizarra


    44. Sonea relajó su voluntad y notó que el goteo de energía cesaba


    45. Después de unos días en las montañas, había aprendido a reconocer el más leve goteo de agua sobre la piedra


    46. A las nueve, cuando regresó a la comisaría con el pantalón y las botas empapados de agua y un goteo de lluvia por el cogote, ya había encontrado dos excepciones


    47. El sonido del goteo de agua


    48. El goteo y el suave chapoteo del agua resonaban por todas Partes


    49. A causa de esta expectación, la industria estaba paralizada y la impetuosa corriente del comercio había menguado hasta convertirse en un miserable goteo


    50. Por la belleza, probablemente, y por el peso del día que, empezando con aquella visita a Clarissa, lo había de­jado exhausto con su calor, su intensidad, y el goteo (¡plic, plic, plic!) de una impresión tras otra en esa bodega donde se encontraban, profunda, oscura, y nadie lo sabrá nunca

















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    gotear in English

    drip trickle down drip down trickle

    Sinonimi per "gotear"

    llover escurrir destilar chorrear filtrarse pingar