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    Usa "morder" in una frase

    morder frasi di esempio

    morder


    mordido


    mordiendo


    mordí


    mordía


    mordían


    muerde


    muerden


    muerdes


    muerdo


    1. Fui a una agencia de viajes donde, entre todos los folletos, algunos de los cuales sugirieron lugares realmente hermosos y fascinantes, pero lleno de millonarios, que por desgracia en hatos te afile caninos entonces en sus ciudades natales morder sus subordinados y empleados, me interesaba precisamente qué, maltratado por todos los presentes, publicitado el encanto de ciudades como Argel y Trípoli y cerca del Sahara del desierto


    2. Cuántas cosas que pensé cuando lamiendo helados, compañero diario para dar largos paseos! Y cuánto tiempo se demoró esa chica dulce cuando le ofrecí un plátano: y era amante tan casto de la naturaleza, que le parecía una lástima que consuma la fruta, Él me miró y me lamió la parte superior de la banana, y luego se metió en la boca sin morder ella, entonces el excitado con la punta de la lengua


    3. todo el exceso deJuanito consistía en morder las duricias de la epidermis producidas porel


    4. labios sobre los labios de ladoncella, de beber y morder en ellos el amor, la lujuria, el


    5. de morder, extendiendo sus zarpas hacia los pantalones


    6. Su actitud me recordó la de un hombre en el instante de hacerse definitivamente con un pez que acabara de morder la carnada de su anzuelo


    7. Pero no puedo ignorar el hecho de que sabe que es capaz de morder


    8. El señor Lorry se ajustó bien la peluca y se entretuvo en morder el extremo de una pluma


    9. De modo que se quedaban todo el día sentados sobre los hormigueros y tocaban el arpa judía, y si las hormigas los mordían se levantaban y se iban al siguiente hormiguero hasta que las hormigas los volvían a morder


    10. ? ¡Ah! El doctor Watts escribió un himno que comenzaba así: «A los perros les encanta ladrar y morder, tal es su manera de ser»

    11. En ese caso empiezan a morder hacia arriba


    12. Las miles de corazas daban idea del testudo romano, pero aquella inmensa tortuga con conchas de acero tenía la ligereza del reptil y millares de patas y millares de bocas para gritar y morder


    13. Pero el aguijón que inquietó al bruto, haciéndole morder y cocear, quedó escondido en el misterio


    14. Cuando eso era así, mi derrota era establecida por círculo máximo buscando llegar, cuanto antes y cuanto más lejos mejor, a ningún sitio preestablecido; por ver si allí, o en algún lugar de la cuerda floja del horizonte, y en extraño equilibrio, se encontraba la angustia flotando sobre una nube blanca para poder morderla con los dientes y con idéntica fiereza a como, un perro de presa, pueda morder a su más conspicua frustración


    15. Parkinson se acercó y trató de hablar con el diablo, pero éste estaba muy ocupado aplicando unas tenazas sobre la lengua de un condenado por maledicencia; se oía el chisporroteo de las llamas al contacto con la sangre, en pequeños estallidos olorosos en tanto lanzaba una invocación a los ochenta gatos infernales, destinados a morder el corazón de sus enemigos


    16. Gracias a la estocada, logró morder el pecho del barghastiano con la punta de la espada larga, que rasgó el peto de cuero como si fuera mantequilla


    17. Finalmente – proseguí, con palabras que empezaban a morder -, vuelvo al lugar del crimen sin saber que está sometido a vigilancia y me entero más tarde que la evidencia que encontré había sido sembrada


    18. Y al morder los lombardos a la Santa


    19. Es un caballo juguetón y tiene cierta tendencia a morder


    20. En marzo de 1810, cuando Cauchy abandonó París, con escaso equipaje pero lleno de esperanzas, y se dirigió a Cherburgo para desempeñar su primera misión, la batalla de Waterloo (18 de junio de 1815), todavía tardaría cinco años en producirse, y Napoleón confiaba aún en asir Inglaterra por el cuello y hacerla morder el polvo

    21. Procedente de algún lugar que no podía ver, llegaban a mis oídos los golpes rítmicos de un hacha al morder la leña y el chasquido de los troncos al partirse


    22. Además, el castigar a los alumnos parecía procurarle un indefinible goce o, por lo menos, la comisura derecha de su boca se distendía, en esos casos, hasta casi morder la negra patilla de bandolero


    23. A diferencia de muchos de los cangaceiros de Luzia, que tenían que morder la comida con cuidado o masticar con las encías la carne de res seca hasta que estuviera blanda, el soldado comió rápida y ferozmente


    24. Debían de verse ridículos cada vez que tenían que morder el cartucho de papel y ejecutar la compleja operación de cargar las carabinas y disparar, mientras los dos principiantes generaban una potencia de fuego para la cual hubieran sido necesarios veinte hombres


    25. –Verás a ese crápula del Varillas morder el polvo -aseguró don Rino-


    26. Los lobos lanzaron un aullido de victoria, y él aflojó las mandíbulas un instante con la intención de morder la garganta por delante y matar al animal


    27. Como de rigor, ni su madre ni sus hermanos advirtieron mudanza tanta; y la muchacha, mariposa del campo, no pudo substraerse a la flama que le fingía el vicioso y descuidado mancebo: quien, a su vez, ardía en deseos de morder aquella fruta tan en sazón que no perseguía por amor, sino porque creía tenerla al alcance de su ociosa juventud, de su dentadura de buen mozo que hoy vive aquí y mañana allí con su poquito de autoridad, gracias a los galones y a la espada, sin importarle cosa mayor derrumbar un cercado o trocar en lágrimas de desesperanza los apasionados besos con que le dieron la bienvenida… ¿qué remedio? El no creó el mundo ni las penas, es un ignorante, un irresponsable, un macho común y corriente que se proporciona un placer de amores donde le cuesta menos y le sabe más; es uno de tantos que no se angustian por averiguar quiénes fueron sus padres ni quiénes son sus hijos; un engendrador inconsciente que no sabe reparar los desfloramientos de las doncellas campesinas que se le entregan, ni los descosidos que en ocasiones le afean su uniforme de guardia trashumante


    28. Pero él la tranquilizó: era otra vez el insomnio, como siempre, y se volvió a morder la lengua para que no se le saliera la verdad por las tantas goteras que tenía en el corazón


    29. » Me hizo reír, la verdad, y la abracé y la besé: ¡Será mi primera boda!-Rió un poco, y durante un momento volvió a morder el palillo-, ¡No me diga que no era una mujer feliz! – dijo, en tono desafiante-


    30. Los caballos de combate estaban entrenados para morder y cocear

    31. Hasta en la Torre del Rey se oía el incesante tañido del bronce, la piedra y el acero robado al morder la madera, sonaba aún más alto cuando intentaba descansar en el cobertizo situado encima del Muro


    32. Cuando cayó, debió morder el polvo en su agonía


    33. Retorció y tiró con una mano, y sólo el dolor del hierro al morder la muñeca lo alertó sobre lo que hacía


    34. –¿Son éstas las fieras de que me hablaba, acostumbradas a hacer morder el polvo a los facciosos?


    35. -¡Usted aún tiene dientes para morder ese bizcocho! -replica Renato, redoblando el júbilo del viejo, que mientras tanto saca la sartenada de migas y la planta en medio de la mesa


    36. –¡Por el capitán De Montcada, que ha hecho morder el polvo a un capitán de la Legión!


    37. Sabían lo que era retirarse a tiempo, porque su general fue especialmente cauto en las últimas campañas de Italia por la falta de provisiones y suministros, pero no conocían lo que era morder el polvo en el campo de batalla


    38. En cuanto se quedó a solas volvió morder la cadena


    39. Mocasín mordisqueó y frotó y hocicó a Fawn, soportó que le arrancaran crines sin apenas estremecerse, comió trozos de manzana de su mano sin morder, y miró a Dag con prevención


    40. Miles contuvo su impulso de morder la servilleta

    41. Lo importante, según explicó Harker, era colocarse en situación favorable, lo cual sucedía cuando el cazador lograba derribar al búfalo guía, pero sin matarlo; el tirador se hallaba entonces en un punto ideal para disparar a gusto y hacer morder el polvo a setenta u ochenta cabezas, mientras pateaban el suelo en torno al jefe, sin saber qué hacer o qué dirección tomar


    42. Los Britanos, que ven morder el polvo a su señor, temen por su vida y a duras penas consiguen no arrojarse sobre los Galos, rompiendo la tregua acordada


    43. Se dieron cuenta de que no es necesario morder a alguien para conseguir que a uno le presten atención


    44. Estaba desafiando a Pleshy a un combate verbal y éste era lo bastante estúpido para morder el anzuelo


    45. "¿A menos que su jauría se haya degradado a morder punks callejeros y enviarlos fuera a buscar entre la basura?"


    46. – Éstos fueron mis pensamientos cuando noté de qué modo tan torpe y obtuso confundía la gente a dos maestros en el arte de la prosa, uno al que las palabras le gotean lentas y frías, como desde el techo de una húmeda caverna – él cuenta con su sonido y su eco sofocados – y otro que maneja su lengua como una espada flexible y que desde el brazo hasta los dedos del pie siente la peligrosa felicidad de la hoja vibrante, extraordinariamente afilada, que quiere morder, silbar, cortar


    47. Quienes no huían con bastante rapidez echaban los pulmones por la boca, todo cuanto se hallaba en la superficie del suelo quedó volatilizado por aquel viento de muerte era preciso hacinarse en el fondo de un cráter estarse quieto y morder la culata del fusil, si se quería tener una posibilidad de salvar la vida


    48. Sa’din retrocedió un paso, justo fuera del alcance de los dientes de uno de los caballos de batalla cuando éste le quiso morder, pero no respingo


    49. Antes de que Rincewind pudiera deternerle, Dosflores rodeó el agujero a toda velocidad y corrió hacia la caja, que intentaba infructuosamente morder con su tapa el tentáculo que la tenía prisionera


    50. Pero si se atreviesen a cometer esa locura, les enseñaríamos que tenemos dientes y sabemos morder









































    1. Me pareció tan poco probable que hubieran mordido un anzuelo tan pueril


    2. inútilmente, se habrá mordido y ensangrentadolos labios de cólera, al recordar que lo


    3. —Para un moreno que han traído del monte mordido por los perros


    4. les había mordido en elcorazón, y se aburrían en la


    5. hayan mordido en la punta del pie)se sube al punto á la cabeza,


    6. Hubiera mordido, pateado y llorado de


    7. tragaluz, vi a Víctor Julio, reconocido esteta, mordido por el gusano de la erudición


    8. Un perro que ha mordido a alguien ha aprendido que puede controlar una situación mordiendo


    9. Mi indecisa ex amiga había mordido el anzuelo y había caído en la pseudoreligión que los de la Hermandad propagaban


    10. —No lo habían mordido —dije—

    11. La serpiente les ha mordido, inoculando en su sangre pura el virus de un loco apetito


    12. Ya estaba seguro de la curación del mordido, pues tan solo pudo inyectarle el reptil una parte infinitamente pequeña de veneno


    13. Lo examinaron, y vieron que hacia la mitad de su altura estaba mordido por un proyectil de considerable calibre


    14. pero si prefieres el cuento del Jardín del Edén, considera que ése es el castigo de la raza humana por haber mordido el fruto del conocimiento


    15. ¿La habría mordido realmente el daimío? ¡Qué cosa más rara!


    16. Había que tener mucho cuidado y suerte de no ser mordido por estos perros adiestrados


    17. – Se había mordido la lengua para no soltar un taco y corrigió rápidamente su desliz-, los intereses del Imán y del Estado islámico


    18. En un instante me sentí mordido y rasguñado en los tobillos, en las piernas, en los muslos, en las manos, en los hombros, en el pecho


    19. ¿Pues y los melocotones? Me parece que la cabra ha mordido en las matas de estas remolachas


    20. Se había mordido los labios y notaba sabor de sangre

    21. Ya está cansado el buen Señor de recomendar a todos los individuos de las dos ramas borbónicas que hagan las paces y vivan como hermanos; no se ha mordido la lengua para decir que por ningún caso sea reconocido el Reino de Italia, y que se pongan todos los obstáculos a la desamortización y venta de bienes de la Iglesia


    22. Porque la hoja de la Bibruela había mordido bajo el esternón de su enemigo, en un golpe mortal de necesidad, bien conocido por cuantos manejamos hierros, que toca estómago, pulmones y corazón


    23. Helene no exageraba; todos los animales que vio estaban muertos, horriblemente enroscados en posiciones extrañas, a menudo con las lenguas ensangrentadas, como si se las hubieran mordido en el momento de la agonía final


    24. Ahora el lobo ha mordido la presa y no está dispuesto a soltarla


    25. – Está buscando indicios de que Gilly se hubiera mordido la lengua-


    26. Santiago se revolvió en el último banco, mordido por los recuerdos del padre Rafael, de la tarima mágica y del dedo de santa Pantolomina


    27. Has mordido más de lo que puedes masticar


    28. Por segunda vez en tres horas se había mordido la lengua con suficiente fuerza para sentir el sabor de la sangre


    29. Que ella con frecuencia ha mordido el pan del hospital


    30. Cuando tenía todo bien organizado y aprobado por la CIA y el Pentágono, lo llamé a su dormitorio de la universidad, donde seguramente contaba las ojivas nucleares que tenían los rusos en Chechenia, y le anuncié que, a pedido del público -los diez enfermos del hospital La Santa Reparación de Arroyito Bajo, Santo Domingo, y otros desahuciados del interior-, lo invitábamos a participar en mi programa de televisión, cuyas grabaciones se harían próximamente en una afamado estudio dominicano, donde en los días libres retiraban las cámaras y la escenografía y se dictaban clases de Oratoria y Control de la Rabia (de la rabia humana, no la canina, materia que también debió ser incluida en las clases, porque más de una vez estuve a punto de ser mordido por unos perros chuscos en las calles aledañas al malecón, donde solían pasearse bellas muchachos a las que intentaba educar caída la noche)

    31. —Un enorme Heechee ha salido de bajo tierra y le ha mordido justo en la pierna —repuse—


    32. Tim ya había mordido a los dos hombres que se alejaban ahora en su bote, remando a toda velocidad


    33. Habían mordido el anzuelo; ahora era cuestión de recoger el sedal


    34. –Señor de los Ladrones -gruñó en dirección a Escipión-, no se te pueden ocurrir ideas geniales, ¡porque no eres más que una mala copia de tu padre! Escipión se levantó como si le hubiera mordido algo


    35. «j Te he mordido! Lo has notado, ¿verdad?» ¡Qué felicidad cuando están los tres juntos, el padre, la madre y el niño! Se pueden sacrificar muchas cosas por estos instantes


    36. Entonces se levantó y salió, sabiendo que el otro había mordido el anzuelo y podía confiar en que haría lo que era preciso para conseguir el gran premio


    37. Mientras esperaba se había mordido tanto la lengua que se la había cortado


    38. En mi opinión, un cadáver mordido le serviría de mucho


    39. —Ten —también les lanzó una medio empezada, que cayó con el lado mordido de cara al suelo—


    40. El tendero había recuperado su bastón y era evidente que iba a ejecutar también al niño que le había mordido, y quién sabe si luego no remataría también al que seguía vivo en el suelo, entre aterrado y magullado

    41. Las bajas romanas sumaron 150 muertos, sin heridos (los legionarios mataron a cualquier camarada mordido)


    42. A pesar de que la Orden del Ejército X XXVII hablaba de la decapitación inmediata y la incineración de todos los humanos a los que hubieran mordido, Obeidallah convenció (o quizá sobornó) a la milicia para que le permitiera estudiar a la mujer moribunda


    43. Khan le castigó por este acto estúpido, volviéndole a contar el relato de un oficial de bajo rango de la corte que había intentado lo mismo y fue mordido por la cabeza cortada


    44. Como a muchos de ellos les habían mordido, al final extendieron la infección a la isla entera


    45. A los dos hombres a los que había mordido los llevaron al hospital del condado para que los trataran y poco después murieron


    46. Intrusos - El caballo mordido por la serpiente


    47. Si no hubiera estado al volante, habría saltado al asiento trasero y la habría mordido


    48. ceño, como si hubiera mordido algo desagradable


    49. Hice una pausa para que pudiera intercalar algún exabrupto, pero guardó silencio, de lo que deduje que ya había mordido el anzuelo


    50. Sin embargo, el animal ya no era el simpático perrito de siempre, ni siquiera la bestia feroz que había mordido al señor O'Brain y se había encaramado con él a la reja









































    1. Esto es de vital ayuda, donde nos reunimos con los tiburones y peces carnívoros que, antes de su presentación, a menudo defiendan mordiendo


    2. fue la causa de sumuerte y mordiendo desesperado el pañuelo


    3. celos queme han estado mordiendo el corazón, y me lo muerden


    4. horasenteras con la pluma en la mano, mordiendo la punta


    5. entregóse á una violenta desesperación, mordiendo la ropa dellecho y prodigándose


    6. mordiendo el polvo y mesándose lasgreñas


    7. Generalmente se manteníasilencioso mordiendo su cigarro y examinando al interlocutor con susojos


    8. el puntiagudohocico entre las patas y el hambre mordiendo las entrañas, se


    9. Una calma aparente reinaba en la casona, porque Narcisa, sabiendo quele era imposible contrarrestar la influencia que Fernando ejercía en sumadre, se contentaba con zaherirlos a los dos a cierta distancia delmarino, apagando la voz y mordiendo las desesperaciones de su envidia


    10. potentes, los excitantes nerviosos mordiendo elcuerpo desfallecido para irritar la vida, hicieron

    11. cual si fuera la víctima, mordiendo la tierra, mientras laseñora


    12. Mordiendo la uña del dedo meñique con encarnizamiento,


    13. El vampiro suele causar muchos problemas mordiendo a los caballos en la cruz


    14. Se acuesta a alguna distancia de mí y sonríe mordiendo una fruta


    15. Un perro que ha mordido a alguien ha aprendido que puede controlar una situación mordiendo


    16. La penetró apresuradamente, aplastándola contra el piso metálico de la camioneta, estrujando, arañando, mordiendo a la niña perdida bajo la mole de sus ochenta kilos, los correajes del uniforme, las pesadas botas, recuperando así el orgullo de macho que ella le arrebató ese domingo en el patio de su casa


    17. Con cierta sorpresa, Eragon se dio cuenta de que se había estado mordiendo la superficie interior de la mejilla izquierda hasta dejársela cubierta de heridas sangrantes


    18. El galeno, con paciencia infinita, fue retirando los inmundos trapos que cubrían la deshecha espalda del bachiller impregnados de coágulos de sangre seca mientras éste intentaba contener sus quejas y lamentos mordiendo un pico de la manta que cubría el lecho


    19. Aún hoy, a través de la suciedad que la envolvía, él la veía como la viera el primer día, recostada en un árbol, el cuerpo erguido, el rostro sonriente, mordiendo una guayaba


    20. Y peor era en la casa: en cada rincón creía descubrirla, cocinando en el fogón, sentada al sol, en el marco de la puerta, mordiendo guayabas en el huerto, apretando la cara del gato contra su rostro, mostrando el diente de oro, esperándolo bajo el claro de luna en el cuartito de los fondos

    21. mordiendo injustamente las uñas de esos dedos,


    22. -Bastante castigado estoy por los celos, por unos terribles celos que me han estado mordiendo el corazón, y me lo muerden todavía


    23. Lucy había perdido totalmente el interés por el batido de leche y se estaba mordiendo el labio inferior con los ojos clavados en la superficie de la mesa


    24. No se ganan buenas propinas mordiendo a los clientes


    25. Cuando las diminutas gotas golpearon su piel y los vientos impetuosos le impidieron avanzar, Medianoche tuvo la sensación de que la estaban mordiendo


    26. que mordiendo corrían, vi, del modo


    27. Y para un niño, las imágenes del fuego del infierno y de dientes mordiendo son muy reales


    28. Juan se aferró a mi brazo, mordiendo el manto en un ataque de impotencia y desesperación


    29. –Sí, es cierto que podría -acordó Lars, mordiendo el trozo de carne antes de que el general Nitz pudiera sujetarlo y escapar con él-


    30. Kaye inclinó la cabeza, mordiendo su labio con los dientes

    31. Uno de los palafreneros, un hombre grande con una cicatriz roja desde la ceja hasta la barbilla, corrió a un costado de la boca el palillo que estaba mordiendo y dijo:


    32. Y los perros se lanzaron mordiendo, rompiendo y desgarrando, y la armadura de algodón no era ninguna protección en contra de sus colmillos


    33. Antonio encendió un nuevo cigarrillo y fumó, mordiendo el cabo con fuerza para desahogar la ansiedad


    34. El padre tenía un aspecto muy digno, iba de traje oscuro y corbata y tenía una boca grande, de labios finos, que no abría mucho, ni muy a menudo, y, además, cada vez que la abría era para volverla a cerrar en seguida, como una trampa, mordiendo las sílabas de la última frase como si fueran la cola de un animal en fuga


    35. No se comió el pan, pero lo utilizó para manipular la carne, apretándola constantemente hacia delante y mordiendo la parte que asomaba entre las rebanadas


    36. Mark se pasó un rato sentado ante su mesa de dibujo, mordiendo el lápiz y cambiando una y otra vez el esquema del trabajo


    37. Mientras tanto, Andy había capturado su mano inferior con las superiores y se la estaba mordiendo


    38. –¿Qué tipo de misión de seguridad? – preguntó ella, mordiendo su bocadillo


    39. El tiburón, mordiendo todavía la bolsa, se alejó del bote y Sebastian ayudó a los árabes a levantar a Flynn y luego a Mohammed


    40. Se estaba mordiendo los labios

    41. A través de la puerta que daba al granero llegaba el sonido de caballos en movimiento, de patas agitadas, de dientes mordiendo el heno, del rechinar de las cadenas de los ronzales


    42. Las otras dos mujeres, agentes de policía y madres, no abrieron la boca, pero Linda se estaba mordiendo las uñas de nuevo y Stacey jugueteaba con el pelo


    43. Se ejercitaba en ratos perdidos, mordiendo un duro pedazo de goma hasta que los músculos de sus


    44. Sabriel estaba en la habitación de su hotel, mordiendo los extremos de su cabello


    45. El abogado se estaba mordiendo los labios


    46. Una nutrida dosis de pirotecnia los rozó: las armas de la Guerra del Margen mordiendo la nerviosa estela de la Aguja


    47. Se luchaba cuerpo a cuerpo, mordiendo, rugiendo; con el cuchillo y con los pies


    48. Cabezas de lobo mordiendo el relámpago


    49. Miró al Equipaje igual que alguien podría mirar a una mascota taimada, con mal genio y reprobable en general que, después de pasarse años mordiendo a las visitas, rueda sobre su espalda roñosa e interpreta el Perrito Adorable para impresionar a los alguaciles


    50. Bailey le imitó, mordiendo el cigarro




















    1. Yo me mordí los labios: asistíamos a una manifestación del Félix en estado puro, el Félix dosificado de la mejor cosecha, y era difícil saber en qué acabaría aquello


    2. Me mordí literalmente la lengua para no soltar todos los comentarios que guardaba en mi boca y ansiaban salir de ella—


    3. Mordí el plástico blanco


    4. Hundí la cara, mordí


    5. Hundí la cara, mordí y escupí


    6. Pude haberle dicho que aquella obsesión suya por el café estaba destinada desde el principio a terminar en un callejón sin salida, pero me mordí la lengua


    7. —Me mordí el labio al concentrarme, y sus ojos se fijaron en el lugar donde mis dientes habían sacado una gotita de sangre a la superficie


    8. Me mordí la lengua


    9. – Y mientras todos se reían, cogí una cuchara, mordí su cabeza, la mastiqué hasta reducirla a pedacitos, y me los tragué


    10. Mordí el pescado y me lo comí con voracidad mientras estudiaba en silencio a Esputos Abrams, sin saber muy bien qué pensar de él

    11. Me mordí el labio y junté las manos, entrelazando los dedos, para no cometer ninguna imprudencia


    12. Me mordí los labios para no gritar


    13. Me mordí el labio inferior


    14. Mordí otra almendra y rápidamente la escupí en los adoquines


    15. Sentí ganas de toser y mordí con fuerza el pañuelo


    16. Pero me mordí la lengua


    17. Mordí parte de él con voracidad y lo tragué


    18. Tomé una y la mordí


    1. Fernandez se mordía los labios


    2. Julî se mordía los labios y quedaba sumida ensombría meditacion


    3. Mordía unpapel—jamás supe de dónde pudo salir—y me miraba,


    4. mordía los labios,pugnando por tragarse las lágrimas, y el aya la


    5. suelo, mordía, arañaba,pateaba, repelía la agresión con las uñas


    6. Era el perro de la alquería, un animal feoy torvo que mordía antes de


    7. intención que los hombres; un monstruoque, al perseguir a un dañador, le mordía, le


    8. Fernando le parecía un sueñodelicioso y doloroso que le mordía el corazón


    9. encontró de pie al paso, lasujetó suavemente; y mientras él miraba a la bóveda y mordía el


    10. —Chica, vienes escandalosa—le dijo la Marquesa, mientras le mordía lacara al besarla, para

    11. desmayaban tendidos por losrincones; otros se ponían como locos; el sol mordía la piel de


    12. De pronto, el frío de la habitación mordía en sus carnes,


    13. vivaque se hundía en el pecho de los contrarios y mordía y destrozaba loscorazones


    14. una pataleta, enque se mordía los puños de rabia impotente;


    15. Aureleen sopesó la situación al tiempo que se mordía una uña


    16. En silencio, y con la precisión y habilidad que hacían legendario al arquero, disparó la saeta, que fue a clavarse en la cabeza del escorpión que se mordía la cola, y que constituía el adorno que rodeaba la extraña pieza


    17. Havelock, lívido, se mordía los labios


    18. Vi cómo el doctor Reilly se mordía los labios y sonreía


    19. Se mordía los labios, reflexionando, e inconscientemente, con un gesto familiar en ella, se retorcía con los dedos, por debajo de la oreja, un mechón de cabello


    20. Sus ojos la examinaron cautelosamente mientras se mordía el labio para acabar haciendo lo que quizá fuera un gesto de cansancio o indiferencia

    21. El afilado corte de la roca mordía cruelmente sus pantorrillas; la apretada cuerda constre-ñía su respiración, y su rostro era aún ceniciento, exhausto por tan largas horas de trabajo y mareo


    22. Era ella quien se abría como una sandía madura, roja, jugosa, tibia, ella quien sudaba esa fragancia penetrante de mariscos, ella quien lo mordía, lo arañaba, lo chupaba, gemía, agonizaba de sofoco y de placer


    23. En las tardes frías o en las noches húmedas el dolor de los huesos aplastados en el terremoto era tan intenso, que mordía la almohada para que no se oyeran mis gemidos


    24. ¡Pobre Fatty! Estaba tendido en el armario incómodamente, mientras la cuerda le mordía las muñecas y tobillos


    25. El mar mordía los acantilados


    26. ¿Qué habían de querer, si en todas las sesiones de Cortes les ponía de hoja de perejil? No se mordía la lengua el gran patriota, y en plazas y cafés, y en el foro y en los pórticos de las iglesias, por doquiera, señores, convocaba al pueblo para enseñarle las doctrinas constitucionales y condenar la tiranía y los tiranos


    27. ¡Y he aquí que sólo entonces fué cuando advertiste al joven Nur, ¡oh maravillosa! y a su vista, sentiste que el deseo te mordía el hígado y el amor te trastornaba las entrañas! Y te paraste de pronto y dijiste a tu amo el persa: "¡A éste es a quien quiero! ¡Véndeme a él!" Y el persa se volvió y divisó a su vez a aquel joven adornado con todos los encantos de la juventud y de la belleza, y elegantemente envuelto en un manto color de pasa


    28. Y le dijeron que se reprochaba con amargura el don que le hizo, y hasta que se mordía los dedos y se saltaba las muelas de despecho y de arrepentimiento


    29. Pasado algún tiempo, no se mordía la lengua para decir que su temprana inclinación religiosa no había sido más que una testarudez infantil, nacida del odio a su madrastra, y fomentada por un sacerdote de cortas luces, amigo de la casa


    30. —Luego —interrumpió Mechones mientras la hechicera se mordía el labio, pensativa

    31. A todos los demás los mordía, incluso a Dedo Polvoriento, pero con Farid se comportaba como un gatito


    32. Cuando, en alguna ocasión excepcional, se mordía y se chupaba la sangre, no cambiaba nada, sino que equivalía a beber su propia sangre para curarse la anemia


    33. El dirigente del nuevo partido se mordía furiosamente una uña, y entonces dijo en alta voz:


    34. Se mordía el labio y tenía el aspecto de un niño asustado


    35. Con los dientes se mordía los nudillos


    36. Mientras sonreía y se preparaba para matar al pescador, se mordía el labio inferior


    37. Cayó al suelo y se alejó del confesionario a gatas, justo en el momento en que el fuego mordía ya la madera


    38. Cada vez que las sensaciones aflojaban, Ellis introducía más el dedo en el ano de Jane, o le lamía el clítoris, o mordía los labios de su vagina, y todo comenzaba de nuevo; hasta que Jane, por puro cansancio, le suplicó:


    39. Mientras yo mordía, el desconocido me preguntó:


    40. Mientras aguardaba a la Desi, el Picaza mordía un mondadientes o una boquilla de plástico

    41. Estaba inmóvil, miraba delante de sí mientras se mordía el labio inferior


    42. Mordía el aire, todavía a un metro del trozo que lo había sacado de su guarida


    43. Éste se quedó en silencio, mientras se mordía los labios y la estudiaba intensamente


    44. El anciano sacerdote asentía de vez en cuando, Y se mordía el labio inferior


    45. Antonia mordía el anzuelo, y compartía la preocupación


    46. ¡Pero, Dios mío, cómo luchaba! Mordía, pateaba, daba puñetazos


    47. – Y yo pensaba: «Caramba, caramba, caramba» mientras comía los huevos y mordía crunch crunch las tostadas


    48. –Exacto, a su hijo, que se mordía alegremente los dedos de los pies entre balbuceos, y junto a él el cuerpo ensangrentado de un lobo


    49. Ahora en realidad las botas empezaban a hacerle un daño infernal, el cuero mordía el empeine del pie; a juzgar por el sufrimiento de la piel, debía ya de haberse desgarrado


    50. –¿Y por qué no? ¿Y por qué no? – dijo Tommaseo, rascándose la barba mientras mordía el anzuelo-











































    1. Vivía el conde, por todo esto, y por los remordimientosque sin cesar le mordían, en


    2. entonces, no era Balagtás de los que se mordían la lengua, y se desataba humorísticamente, con


    3. con bestiasfieras que relinchaban y mordían el aire, pataleando,


    4. ilustre maestro se mordían los labios de envidia, ycuando en los


    5. mordían las entrañasexperimentó viva satisfacción al saber la


    6. De modo que se quedaban todo el día sentados sobre los hormigueros y tocaban el arpa judía, y si las hormigas los mordían se levantaban y se iban al siguiente hormiguero hasta que las hormigas los volvían a morder


    7. Todos esos reptiles que se enroscaban silbando y se mordían para disputarse los vasos y cuencos de leche, y aquellos encantadores semidesnudos, con sus largas barbas y turbantes rojizos bajo los reflejos de las antorchas, formaban un cuadro inolvidable


    8. Su chimenea humeaba como un volcán y las ruedas mordían fragorosamente las aguas


    9. Los perros peleaban aviesamente, se mordían con enconado ensañamiento mostrando sus colmillos blanquísimos, sin cesar de gruñir


    10. Pero cuando quisimos matar la masa, las manos agarraban y las cabezas mordían a quienes se acercaban

    11. Arcos y soportales me recibieron y después me abandonaron, pasaron lentamente junto a mí palacios con portales orgullosamente esculpidos, en los que cabezas de león mordían aros de bronce


    12. Vio que las balas Velex mordían la delgada capa de metal del vientre, el leve guiño de cada bala al estallar, pero la máquina siguió alejándose sobre su cabeza


    13. Los caballos en descanso mordisqueaban las restantes hojas de heno, y golpeaban los cascos y mordían la madera del pesebre y hacían sonar las cadenas de los ronzales


    14. Se superponían las lenguas y los dos mordían con fuerza hasta quedar como injertados, ojo contra ojo


    15. Que ya no le mordían las piernas


    16. conque sus cuadros son bonitos? ¿,Conque tiene una linda casa?” Y más general aún que la herencia familiar era la sabrosa materia, impuesta por la provincia original, de la que ellas sacaban sil voz y que mordían a veces con sus entonaciones


    17. Enormes caballos de guerra que coceaban, piafaban y mordían, mientras sus cuidadores luchaban por controlarlos


    18. Durmieron durante un rato, pero con un sueño intranquilo y entrecortado; el sudor se les helaba contra la piel, y las piedras duras les mordían la carne; y tiritaban de frío


    19. Todos sin excepción mordían el polvo y lanzaban dentelladas en el vacío, chillando sin cesar


    20. En lugar de eso, a la distancia se oían los ruidos de palas que mordían la dura y fría tierra

    21. Tuvo la sensación de penetrar en un brasero cuyas llamas mordían con crueldad su carne


    22. Las Atagairas se habían dividido por escuadrones y sus cuñas mordían a derecha e izquierda en la masa desorganizada de los pájaros del terror


    1. por los senos, los muerde mientras ella


    2. Y de la América, a cuya revelación,sacudimiento y fundación urgente me consagro, esta es la cuna; ni haypara labios dulces copa amarga ni el áspid muerde en pechos varoniles;ni de su cuna reniegan sus hijos fieles


    3. La señora se muerde los labios


    4. Juan se muerde los labios, se retuerce el bigote y murmura:


    5. quedice, se muerde los labios y sacude la cabeza con desesperación


    6. muerde las entrañas, y despreciando eltrabajo vulgar de los que se ganan el pan con


    7. una vieja monstruosa que llevaencima un perro faldero, que ladra y muerde por el


    8. emoción se lo entrega,mientras la desairada Telva se muerde los labios pálida de


    9. Créeme: el que muerde la fatal manzana de que hablan


    10. Rabia, grita y casi muerde, en los días que le pica lamaldita enfermedad; pero

    11. muerde la calumnia y se ensaña la envidia


    12. de trabajo,eriza su pelaje con relinchos de locura y muerde


    13. » La audiencia aplaude, lo anima a continuar, y él levanta la vista de los papeles, se muerde con un resto de coquetería el labio inferior y sonríe largamente; para sus viejos conocidos, es una sonrisa inconfundible: es la misma sonrisa de galán seguro de gustar con que en otro tiempo podía convencer a un falangista, a un tecnócrata del Opus o a un guerrillero de Cristo Rey de que en el fondo era un guerrillero, un falangista o un admirador del Opus; es la misma sonrisa con que podía decir: Comunista no soy, no (o socialista), pero soy de los tuyos, porque mi familia siempre fue republicana y en el fondo yo no he dejado de serlo; es la misma sonrisa con que decía: Yo tengo el poder y vosotros la legitimidad: tenemos que entendernos


    14. Mary va a la habitación del fondo, se deja caer en el colchón, se mete una mano en la boca, se la muerde


    15. —No sé de qué me está hablando, amigo mío; pero recuerde lo de «Cuidado con el perro, que muerde


    16. —Uno de los suyos casi me muerde en una pierna la semana pasada


    17. -Pues para ser enemigo de la libertad de la imprenta, El Diario Mercantil no se muerde la lengua


    18. Zoilo es el más inconsolable: se da golpes en la cabeza, se arrastra por el suelo, echa de su boca horrores, muerde los barrotes de la reja, como un ratón cogido entre alambres


    19. ¡Qué ingenio para las burlas! ¡Con cuánto gracejo y desparpajo escarnece la libertad de imprenta a los que la patrocinan, y qué bien allana el camino a los que reniegan de ella! La prensa, amigo mío, es un perro que no muerde más que a sus amos


    20. Él encoge sus hombros musculosos, muerde la manzana y se enjuga el mentón con el dorso de la mano

    21. El pico está montado en un anillo muscular, por lo que, cuando muerde, puede girar sobre sí mismo en círculo


    22. —Se detiene y se muerde el labio—


    23. Llora y se queja y muerde fuerte su tira de cuero


    24. Crozier gime y muerde la tira de cuero


    25. El fraude, que cualquier conciencia muerde,


    26. muerde una llama en los labios defresa


    27. El campo se muerde la cola para unir las raíces en un punto


    28. El hielo que los muerde, los soles que los broncean,


    29. Se muerde la mano


    30. Se muerde el labio inferior y sus ojos brillan

    31. —Ten cuidado, Diana —gritó mientras avanzaba sobre la grava—, Balthasar muerde


    32. Luego esa cosa que me muerde aquí, en la misma boca del estómago -ponía cara de repugnancia-: No sé


    33. Y en San Cristóbal de Las Casas me quebraron una costilla que aún muerde cuando viene el frío


    34. - Muerde la bala y adelante


    35. –Si un pez muerde el anzuelo, el sedal se mueve y suena la campana


    36. Sin duda el pasadizo pasa por debajo de la «valla que muerde» y bajo los jardines y termina cerca de las dependencias de la casa


    37. El hielo que les muerde, los soles que les


    38. –¿Quieres dejar la cantinela de «cuando alguien te muerde te conviertes en hombre lobo»? – dijo Bob-


    39. Pin muerde el pan: todavía le ruedan algunas lágrimas por las mejillas y las traga junto con el pan masticado


    40. —La que se muerde el labio siempre que está pensando es Arya de la Casa Stark

    41. Pero se fija en Kula, que está de pie a mi lado, y se muerde la lengua para no soltar alguna inconveniencia


    42. –La que se muerde el labio siempre que está pensando es Arya de la Casa Stark


    43. Los rasgos de su rostro transmiten cierta crispación, parece que muerde un cuchillo entre los dientes


    44. Cabel se muerde los labios


    45. Se da la vuelta al tiempo que el agua se agita a su alrededor, y me mira con ojos iluminados por el deseo antes de besarme con dulzura, sus labios abiertos jugando con los míos durante lo que me parece una eternidad y luego, finalmente, me muerde el labio superior mientras yo gimo e introduzco mi lengua en su boca


    46. A él le recordó el ligero tirón de un pez que muerde el cebo


    47. Estimada señorita Evans: Recuerde que en el caso de nuestro amigo, "perro que ladra no muerde"


    48. Jeff, en cambio, comentando sobre el general, dijo que perro que ladra sí muerde


    49. Confusión jefe, uno se pincha y muerde,


    50. La realidad muerde






































    1. celos queme han estado mordiendo el corazón, y me lo muerden


    2. muerden por lo bajo, y que delantede todo el mundo se dan las manos


    3. las hunde en sus carnes; losdelfines saltan y la muerden, y el


    4. que lo muerden, hacia laperfección del Ideal


    5. de unode esos perrazos que muerden a todo el mundo


    6. las de Anguita, y estas niñas no se muerden la lengua


    7. los perros que no muerden la piel del animal nunca sonbuenos cazadores


    8. Los que han luchado y sehan agitado en los antros donde se muerden


    9. la muerden hasta que lahacen derramar sangre de todo el cuerpo,


    10. Pero no la vierte en las bocas que le muerden, sino que las recibe deellas

    11. Con los dientes se muerden y se aferran


    12. –Los lobos se muerden entre ellos, mi coronel


    13. Tenía también jinetes árabes de Delacroix con largos albornoces blancos, cinturones brillantes y con armas damasquinas, y cuyos caballos muerden el bocado con rabia, mientras que los hombres se desgarran con mazas de hierro; las aguadas de Boulanger representando toda Nuestra Señora de París, con aquel vigor que hace del pintor el émulo del poeta


    14. En su lenguaje enérgico, los presos le han dado el sobrenombre de Foso de los Leones, probablemente porque los cautivos muerden frecuentemente los hierros y muchas veces a los guardianes


    15. - De las más venenosas, porque las “serpientes de anteojos” matan al hombre más robusto en un cuarto de hora, y casi nunca se puede salvar a las personas a quienes muerden


    16. -Bastante castigado estoy por los celos, por unos terribles celos que me han estado mordiendo el corazón, y me lo muerden todavía


    17. ¡Cornalinas son sus labios al sonreír; su saliva es miel derretida; sus dientes un collar de perlas; sus cabellos se enroscan junto a sus sienes en rizos negros, como los escorpiones que muerden el corazón de los enamorados!


    18. …Se sabe que cuando los perros de esta raza se enojan, muerden a los niños


    19. La presencia de su madre parecía flotar sobre la habitación, murmurando con voz cantarina: «Buenas noches, duerme bien, que no te piquen los bichos, y si te muerden, pégales en el hocico…»


    20. Hay que pegarles, pues te muerden

    21. La única distinción estriba en los motivos de quienes muerden el anzuelo y se toman la molestia de copiarlas


    22. —¿Acaso los perros muerden a otros perros?


    23. Apretó los dientes y recordó las palabras del loco: «Es mejor si te muerden todas a la vez…»


    24. –No creas, cuando todos los perros quieren comerse la misma salchicha, se muerden los dientes entre sí


    25. Y, además, los perros muerden


    26. No son irritables, nerviosas ni chillonas; no tienen adorables cuellos negros, que estiran como para liberarse de un collar invisible; sus ojos no muerden


    27. —Si piensan algo —decía Andrés—, ¿qué pensarán estos animales en el fondo de su confusa inteligencia, cuando en medio de la plaza se muerden la lengua y expiran con una contracción espantosa? En verdad que la ingratitud del hombre es algunas veces inconcebible


    28. Se refería a que dos hombres muerden esquinas opuestas de un pañuelo y se atacan con cuchillas o navajas


    29. -Bueno, otros vampiros me han contado que los humanos a los que muerden de manera habitual, día tras día, pueden convertirse en vampiros casi por sorpresa


    30. Si te muerden tardas mucho en curar

    31. Al ir cubriendo el cielo, se fue apagando la luz que enviaba el Señor, y los hombres inventaron otra; al ir cubriendo el cielo, se fueron muriendo los hermanos menores del hombre, más pequeños y sin el don de la palabra, que vivían en las aguas, la tierra y el aire; pero fueron naciendo esos otros pequeños, que nos muerden cuando estamos dormidos; al ir cubriendo el cielo les fue faltando agua y tierra, y entonces idearon trabajar hacia abajo, hasta cubrir todo su país de calles, túneles, cámaras y rampas, de arriba y abajo, de un lado a otro lado


    32. No sé si habrá guerras aún, ni entre qué pueblos; pero si las hay, ten por seguro que habrá (y conscientemente por parte del jefe) un Cannas, un Austerlitz, un Rosbach, un Waterloo, sin hablar de las demás; algunos no se muerden la lengua para decirlo


    33. Y se muerden


    34. Si te muerden té traspasan él demonio


    35. Los caballos que él toca son intratables: cocean y muerden


    36. (Teodoto estaba orgulloso de su epigrama: «Los muertos no muerden»


    37. Mire, los perros muerden cuando se los molesta, ¿no? Lo que pasa es que los thestrals tienen mala reputación por eso de la muerte


    38. Un biólogo práctico podría clasificar los animales en dañinos (subdivididos en plagas de interés médico plagas de interés agrícola y animales que muerden o pican y son directamente peligrosos), beneficiosos (subdivididos de manera similar) y neutros


    39. nos muerden las manos,


    40. - Con una de sus feroces bocas muerden los que me escuchan; con la otra

    41. Sus ex socios, con la elegancia traspirada, cabizbajos, muerden el ultimátum


    42. Mal remunerada (las ganancias gordas siempre las muerden ellos, los inversores)


    1. —Que cuando tienes una buena mano te muerdes los labios


    2. Sólo te los muerdes durante un segundo, pero lo haces siempre


    3. Y el emperador replicó: ‘Porque tú me muerdes y yo me defiendo’


    4. Nadie ha tocado nunca un timbre tan terrible: no me refiero al sonido que produjo sino a la presión en sí, al tacto del botón contra mi dedo, o de mi dedo contra el botón, nadie ha sentido nunca lo mismo que yo; aunque mi sensación fue lógica, ya que físicamente sería imposible tocar el timbre sin el hueso, quiero decir que sin el hueso nuestro dedo se torcería sobre el botón como un tubo de goma, o se aplastaría ridículamente, o se introduciría en sí mismo como un guante vacío, así que hasta cierto punto resulta lógico suponer que el timbre suena con el hueso, que es mi esqueleto el que llama a la puerta, pero nadie ha sentido nunca tal cosa, y me produjo pena y sorpresa comprobar que hasta aquel momento crucial yo ignoraba lo que realmente somos y que el conocimiento puede producirse así, de improviso, mientras el zumbido eléctrico molesta el oído todavía, que se me haya revelado en ese instante doméstico, que cuando Galia abrió la puerta yo ya fuera otro, que el sonido de su timbre me despertara de un sueño de ignorancia para sumirme en la vigilia de un mundo que, por desagradable que fuera, era más cierto, porque si mi dedo había hecho sonar el timbre era debido a que llevaba hueso en su interior; lo había percibido de repente: mi dedo era un dedo con hueso y su utilidad radicaba en el hueso, al palparlo noté la dureza debajo, tras impensables láminas de músculo, y la realidad de aquella presencia me dejó asombrado, estuporoso, con un estupor y un asombro no demasiado intensos pero permanentes: oh Dios mío tengo un hueso debajo, mi dedo no es un dedo, es un hueso articulado y protegido contra el desgaste: la idea me vino así, con una lógica tan aplastante que no me sorprendió en sí misma sino su ausencia hasta ese timbre; no había una idea extraña e increíble, había una extraña e increíble omisión de la idea en todo el mundo, justo hasta el histórico momento en que llamé a la puerta del piso de Galia, pero Galia estaba en el umbral con su bata azul celeste y su cabello ondulado como por rulos invisibles, y me contemplaba sorprendida; y es que es una mujer muy perspicaz: apenas me entretuve un instante demasiado largo entre su saludo y mi entrada, y ya me había preguntado qué me ocurría: yo me frotaba el índice de mi descubrimiento contra el pulgar, incapaz de creer aún que lo obvio podía estar tan oculto, casi temeroso de creerlo, y opté por disimular esperando tener más tiempo para razonar, así que entré, le di un beso, me quité el abrigo húmedo y la bufanda y saludé al pasar a César, que ladraba incesante en el patio de la cocina: Galia me dijo qué tal y yo le dije muy bien, y le devolví estúpidamente la pregunta y ella me respondió igual, y de repente me pareció absurdo este diálogo especular de respuestas consabidas, o quizá era que la revelación me había estropeado la rutina, véase si no otro ejemplo: mantuve tieso el culpable dedo índice mientras entraba, y ni siquiera lo utilicé para quitarme el abrigo, como si una herida repentina me impidiera usarlo, y es que desde que había comprobado que ocultaba un hueso lo miraba con cierta aprensión, como se miran los fetiches o los amuletos mágicos; pero hice lo que suelo hacer: me senté en uno de los dos grandes sofás de respaldo recto, estiré las piernas, saqué un cigarrillo —con los dedos pulgar y medio— y dije que sí casi al mismo instante que Galia me preguntaba si quería café, incluso antes de saber si realmente tenía ganas de café, ya que la tradición es que acepte, y Galia, tan maternal, necesita que yo acepte todo lo que me da y rechace todo lo que no puede darme; tomar el café en la salita, mientras termino el cigarrillo y justo antes de pasar al dormitorio, se ha vuelto, a la larga, el rato más excitante para ambos; charlamos de lo acontecido durante la semana, Galia me pregunta siempre por Ameli y Héctor Luis, se muestra interesada en mis problemas y apenas me habla de los suyos, pero el diálogo es una excusa para que ella me inspeccione, me palpe, capte cosas en mi mirada, en mi forma de vestir, en mis gestos, pues Galia, a diferencia de Alejandra, es una mujer afectuosa, impulsiva y, como ya he dicho, perspicaz, y la conversación no le interesa tanto como ese otro lenguaje inaudible de la apariencia, así que es muy natural que la interrumpa para decirme: estás cansado, ¿verdad?, o bien: hoy no tenías muchas ganas de venir, ¿no es cierto? o bien: cuéntame lo que te ha pasado, vamos, has discutido con Alejandra, ¿me equivoco?, así estemos hablando del tiempo que hace, los estudios de Héctor Luis o lo que sea, da igual, su mirada me envuelve y nota las diferencias; por lo tanto, no fue extraño que esa tarde me dijera, de repente: te encuentro raro, Héctor, y yo, con simulada ingenuidad: ¿sí?, y ella, confundida, aventura la idea de que pueda tratarse de Alejandra o de la niña: no, no es Alejandra, le digo, tampoco es Ameli; Alejandra sigue sin saber nada de lo nuestro, tranquila, y en cuanto a Ameli, ya la dejo por imposible, pero ella concluye que tengo una cara muy curiosa este jueves y yo la consuelo a medias diciéndole que estoy cansado, y ella insiste: pero no es cara de estar cansado sino preocupado, y yo: pues lo cierto es que no me pasa nada, Gali, porque cómo decirle que estoy pensando inevitablemente en el hueso de mi dedo índice, cómo decirle que de repente me he descubierto un hueso al llamar al timbre de su casa: ¿acaso no iba a sentirse un poco dolida?, ¿acaso no pensaría que era una forma como cualquier otra de decirle que ya estaba harto de visitarla cada semana, todos los jueves, desde hace años?, sonaba mal eso de: acabo de darme cuenta, Gali, justo al llamar al timbre de tu puerta, de que tengo un hueso en el dedo, de que mi dedo índice son tres huesos camuflados, para acto seguido decir: bueno, Gali, no pensemos más en que mi dedo índice son tres huesos, ¿no?, y vamos a la cama, que se hace tarde; sonaba mal, sobre todo porque con Galia, igual que con Alejandra, tenía que andar de puntillas: nuestra relación se había prolongado tanto que, a su modo, también era rutinaria, a pesar de que ella seguía llamándola «una locura»; curiosamente, Galia es viuda y libre y yo estoy casado y tengo dos hijos, pero ella sigue diciendo que lo nuestro es «una locura» y yo pienso cada vez más en una aburrida traición, un engaño cuya monótona supervivencia lo ha despojado incluso del interés perverso de todo engaño dejando solo los inconvenientes: jamás podría hablarle a Alejandra de Galia, ahora ya no, y jamás podría terminar con Galia, ahora ya no, cada relación se había instalado en su propia rutina y ya ni siquiera podía soñar con escaparme de ésta, porque se suponía que cada una servía precisamente para huir de la rutina de la otra: mi deber era cuidar de ambas, conocer a Galia y a Alejandra, saber qué les gustaba oír y qué no, lo cual, naturalmente, era difícil, y por eso mi propia rutina consistía en callarme frente a las dos; pero en momentos así callarme también era un esfuerzo, porque si me notaba incluso la división entre los huesos, si podía imaginármelos al tacto, sentirlos allí como un dolor o una comezón repentina, ¿cómo podía evitar pensar en eso?; y ni siquiera era mi dedo lo que me molestaba, ya dije, sino mi error al no darme cuenta hasta ahora: esa ceguera era lo que jodía un poco, perdonando la expresión; porque hubiera sido como si me creyera que el arlequín de la fiesta de disfraces no esconde a nadie debajo, cuando es bien cierto que ese alguien bajo el arlequín es quien le otorga forma a este último, que no podría existir sin el primero: sería tan solo puros leotardos a rombos blancos y negros, bicornio de cascabeles, zapatillas en punta y antifaz, pero no el arlequín, y de igual manera, ¿qué error me llevó a creer hasta esa misma tarde que mi dedo índice era un dedo?; si lo analizamos con frialdad, un dedo es un disfraz, ¿no?, una piel elegante que oculta el cuerpo de un hueso, o de tres huesos si nos atenemos a lo exacto, y a poco que lo meditemos, una vez llegados a este punto y pinchado en el hueso, valga la expresión, ya no se puede retroceder y razonar al revés: decir, por ejemplo, que el hueso es simplemente la parte interna de un dedo: sería como llegar a ver el alma: ¿acaso pensaríamos en el cuerpo con el mismo interés que antes?; pero mientras hablaba con Galia y la tranquilizaba estaba razonando lo siguiente: que este descubrimiento conlleva sus problemas, porque es un hallazgo delator, como atrapar a un miembro de la banda y lograr que revele la guarida de los demás: si mi dedo índice derecho, el dedo del timbre, lleva huesos ocultos, la conclusión más sencilla se extiende como un contagio a los otros cuatro de esa misma mano y, ¿por qué no?, a los cinco de la otra: tengo un total de diez huesos entre las dos manos, tirando por lo bajo, cinco huesos en cada una, y lo peor de todo es que se mueven: porque hay que pensar en esto para horrorizarse del todo: ¿alguna vez vieron moverse solos a diez huesos?, pues ocurre todos los días frente a ustedes, en el extremo final de los brazos: hagan esto, alcen una mano como hice yo aprovechando que Galia se acicalaba en el cuarto de baño (porque Galia se acicala antes y después de nuestro encuentro amoroso), alcen cualquiera de las dos manos frente a sus ojos y notarán el asco: cinco repugnantes huesos bajo una capa de pellejo (ni siquiera huesos limpios, por tanto, sino envueltos en carne) moviéndose como ustedes desean, cinco huesos pegados a ustedes, oigan, y tan usados: saber que nos rascamos con huesos, que cogemos la cuchara con huesos, que estrechamos los huesos de los demás en la calle, que acariciamos con huesos la piel de una mujer como Galia: saberlo es tan terrible pero no menos real que los propios huesos, saberlo es descubrirlo para siempre, y lo peor de todo fue lo que me afectó: no se trata de que no se me pusiera tiesa en toda la tarde, perdonando la intimidad, ya que esto me ocurría incluso cuando pensaba que los dedos eran dedos, no, lo peor fue el cuidado que puse: tanto que no parecía que estaba haciendo el amor sino operando algún diente delicado; y es que me invadió una notoria compasión por Galia, tan hermosota a sus cincuenta incluso, al pensar que sobaba sus opulencias, sus suavidades, con huesos fríos y duros de cadáver: mi culpa llegó incluso a hacerme balbucear incongruencias, desnudos ambos en la cama: ¿soy demasiado duro?, comencé por decirle, y ella susurró que no y me abrazó maternalmente, e insistir al rato, todo tembloroso: ¿no estoy siendo quizá algo tosco?, y ella: no, cariño, sigue, sigue, pero yo la tocaba con la delicadeza con que se cierran los ojos de un muerto, porque ¿cómo olvidar que eran huesos lo que deslizaba por sus muslos?, aún más: ¿cómo es que ella no lo sabía?, ¿acaso no se percataba de que las caricias que más le gustaban, aquellas en que mis dedos se cerraban sobre su carne, eran debidas a los huesos?: sin ellos, tanto daría que la magreara con un plumero: ¿cómo podría estrujar sus pechos sin los huesos?, ¿cómo apretaría sus nalgas sin los huesos?, ¿cómo la haría venirse, en fin, sin frotar un hueso contra su cosa, perdonando la vulgaridad?: sin los huesos, mis dedos valdrían tanto como mi pilila, perdonando la obscenidad, o sea, nada: ¿cómo es que ella no se horrorizaba de saber que nuestros retozos, que tanto le agradaban, eran puro intercambio de huesos muertos?, porque incluso sus propias manos, y mis brazos, y los suyos, Dios mío, ¿no eran largos y recios huesos articulados que se deslizaban por nuestros cuerpos, nos envolvían, apretaban nuestra carne, nos abrazaban?, ¿acaso era posible no sentir el grosero tacto de los húmeros, la chirriante estrechez del cúbito y el radio, los bolondros del codo y la muñeca?; sumido en esa obsesión me hallaba cuando dije, sin querer: ¿no estoy siendo muy afilado para ti?, y ella dijo: ¿qué?, y supe que la frase era absurda: «afilado»», ¿cómo podía alguien ser «afilado» para otro?, y casi al mismo tiempo me percaté de que era la pregunta correcta, la más cortés, la más cierta: porque con toda seguridad había huesos y huesos, unos afilados y otros romos, unos muy bastos y ásperos corno rocas lunares y otros pulidos quizá como jaspes: incluso era posible que el tacto del mismo hueso dependiera del ángulo en que se colocaba con respecto a la piel, porque un hueso es un poliedro, casi un diamante, y hay que imaginarse sobando a la querida con diez durísimos y helados cuarzos para comprender mi situación, pensar en la carilla adecuada que usaremos para deslizarlos por la piel, el borde más inofensivo, no sea que nuestros apretujones se conviertan en el corte del filo de un papel, en la erizante cosquilla de una navaja de barbero; y entre ésas y otras se nos pasó el tiempo y terminamos como siempre pero peor, resoplando ambos bocarriba como dos boyas en el mar, mirando al techo, con esa satisfacción pacífica que solo otorga la insatisfacción perenne: cuánto tiempo hace que tú y yo no disfrutamos, Galia, pienso entonces, que vamos llevando esto adelante por no aguardar la muerte con las manos vacías, tiempo repetido que nunca se recobra porque nunca se pierde, días monótonos, el trasiego de la rutina incluso en la excepción: porque, Galia, hemos hecho un matrimonio de nuestra hermosa amistad, eso es lo que pienso, pero hubiéramos podido ser felices si todo esto conservara algún sentido, si existiera alguna otra razón que no fuera la inercia para mantenerlo; oía su respiración jadeante de cincuenta años junto a mí y trataba de imaginarme que estaba pensando lo mismo: ese silencio, Galia, que nunca llenamos, la distancia de nuestra proximidad, por qué tener que imaginarlo todo sin las palabras, qué piensas de mí, qué piensas de ti misma, por qué hablar de lo intrascendente, y va y me indaga ella entonces: ¿qué tal el trabajo?, porque cree que el exceso de dedicación me está afectando, y yo le digo que bien, y ella, apoyada en uno de sus codos e inclinada sobre mí, los pechos como almohadas blandas, vuelve a la carga con Alejandra: pero te ocurre algo, Héctor, dice, desde que has entrado hoy por la puerta te noto cambiado, ¿no será que Alejandra sospecha algo y no me lo quieres decir?, y le he contestado otra vez que no, y a veces me interrogo: ¿por qué todo esto?, ¿por qué lo mismo de lo mismo, este vaivén inacabable?, ¿qué pasaría si un día hablara y confesara?, ¿qué pasaría si por fin me decidiera a hablar delante de Alejandra, pero también delante de Galia y de mí mismo?, decir: basta de secretos, de engaños, de misterios: ¿qué sentido le encontráis a todo?, ¿por qué oficiar siempre el mismo ritual de lo cotidiano?, y para cambiar de tema le comento que Ameli está atravesando ahora la crisis de la adolescencia y discute frecuentemente conmigo y que Héctor Luis ha decidido que no será dentista sino aviador; a Galia le gusta saber lo que ocurre con mis hijos, ese tema siempre la distrae, incluso me ofrece consejos sobre cómo educarlos mejor, y yo creo que goza más de su maternidad imaginaria que Alejandra de la real; en todo caso, es un buen tema para cambiar de tema, y pasamos un largo rato charlando sin interés y pienso que es curioso que venga a casa de Galia para hablar de lo que apenas importa, ya que eso es prácticamente lo único que hago con Alejandra; en los instantes de silencio previos a mi partida seguimos mirando el techo, o bien ella me acaricia, zalamera, incluso pesada, y me dice algo: esa tarde, por ejemplo: me gusta tu pecho velludo, así lo dice, «velludo», y no sé por qué pero de repente me parece repugnante recibir un piropo como ése, aunque no se lo comento, claro, y ella, insistente, juega con el vello de mi pecho y sonríe; Galia es una orquídea salvaje, pienso, y a saber por qué se me ocurre esa pijada de comparación, pero es tan cierta como que Dios está en los cielos aunque nunca le vemos: Galia es una orquídea salvaje en olor, tacto, sabor, vista y sonido, y me encuentro de repente pensando en ella como orquídea cuando la oigo decir: ¿por qué me preguntaste antes si eras «afilado»?, ¿eso fue lo que dijiste?, y me pilla en bragas, perdonando la expresión, porque al pronto no sé a lo que se refiere, y cuando caigo en la cuenta, y para no traicionarme, le respondo que quería saber si le estaba haciendo daño en el cuello con mis dientes, y ella va y se echa a reír y dice: ¡vampirillo, vampirillo!, y vuelve a acariciarme, y como un tema trae otro, lo de los dientes le recuerda que necesita hacerse otro empaste, porque hace dos días, comiendo empanada gallega, notó que se le desprendía un pedacito de la muela arreglada, así que pasará por mi consulta sin avisarme cualquier día de éstos, y de esa forma nos veremos antes del jueves, dice, y su sonrisa parece dar a entender que está recordando el día en que nos conocimos, porque las mujeres son aficionadas a los aniversarios, ella tendida en el sillón articulado, la boca abierta, y yo con mi bata blanca y los instrumentos plateados del oficio, y como para confirmar mis sospechas me acaricia de nuevo el pecho «velludo» y dice: me gustaste desde aquel primer día, Héctor, me hiciste daño pero me gustaste, y claro está que nos reímos brevemente y yo le digo que nunca he comprendido por qué se enamoró de mí en la consulta, qué clase de erotismo desprendería mi aspecto, bajito, calvo y bigotudo, amortajado en mi bata blanca, entre el olor a alcohol, benzol, formol y otros volátiles, provisto de garfios, tenacillas, tubos de goma, lancetas y ganchos, porque no es que mi oficio me disgustara, claro que no, pero no dejaba de reconocer que la consulta de un dentista de pago es cualquier cosa menos un balcón a la luz de la luna frente a un jardín repleto de tulipanes, eso le digo y ella se ríe, y por último el silencio regresa otra vez, inexorable, porque es un enemigo que gana siempre la última batalla; llega la hora de irme, esa tarde más temprano porque mi suegro viene a cenar a casa, y cuando voy a levantarme la oigo decir, como de forma casual: ¿qué haces frotándote los dedos sin parar, Héctor?, ¿te pican?, eso dice, y descubro que, en efecto, he estado todo el rato dale que dale moviendo los dedos de la mano derecha como si repitiera una y otra vez el gesto con el que indicamos «dinero» o nos desprendemos de alguna mucosidad, perdonando la vulgaridad, que es casi el mismo que el que utilizamos para indicar «dinero», y enrojezco como un niño de colegio de curas pillado en una mentira y quedo sin saber qué decirle, hasta que por fin me decido y opto por revelarle mi hallazgo: nada, digo, ¿es que nunca te has tocado el hueso que tenemos bajo los dedos?, y lo pregunto con un tono prefabricado de sorpresa, como si lo increíble no fuera que yo me los frotase sino que ella no lo hiciera: qué dices, me mira sin entender, y me encojo de hombros y le explico: es que resulta curioso, ¿no?, quiero decir que si te tocas los dedos notas durezas debajo, ¿verdad?, y esas durezas son el hueso, ¿no te parece curioso, Gali?, toca, toca mis dedos: ¿no lo palpas bajo la piel, la grasa y los tendones?, es un hueso cualquiera, como los que César puede roer todos los días, le digo, y ella retira la mano con asco: qué cosas tienes, Héctor, dice, es repugnante, dice, y yo le doy la razón: en efecto, es repugnante pero está ahí, son huesos, Gali, mondos y lirondos, blancos, fríos y duros huesos sin vida: sin vida no, dice ella, pero replico: sin vida, Gali, porque nadie puede vivir con los huesos fuera, los huesos son muerte, por eso nos morimos y sobresalen, emergen y persisten para siempre, pero se ocultan mientras estamos vivos, es curioso, ¿no?, quiero decir que es curioso que seamos incapaces de vivir sin los huesos de nuestra propia muerte, pero más aún: que los llevemos dentro como tumbas, que seamos ellos ocultos por la piel, que seamos el disfraz del esqueleto, ¿no, Gali?, y ella: ¿te pasa algo, Héctor?, y yo: no, ¿por qué?, y ella: es que hablas de algo tan extraño, y yo le digo que es posible y me callo y pienso que quién me manda contarle mi descubrimiento a Galia, sonrío para tranquilizarla y me levanto de la cama, no sin antes cubrirme convenientemente con la sábana, ya que siempre me ha parecido, a propósito del tema, que la desnudez tiene su hora y lugar, como la muerte, y recojo la ropa doblada sobre la silla, me visto en el cuarto de baño y para cuando salgo Galia me espera ya de pie, en bata estampada por cuya abertura despuntan orondos los pechos y destaca el abultado pubis, me da un besazo enorme y húmedo y me envuelve con su cariño y bondad maternales: te quiero, Héctor, dice, y yo a ti, respondo, y no te preocupes, dice, porque otro día nos saldrá mejor, y me recuerda aquel jueves de la primavera pasada, o quizá de la anterior, en que fuimos capaces de hacerlo dos veces seguidas y en que ella me bautizó con el apodo de «hombre lobo»: teniendo en cuenta que hoy he sido «vampirillo», más intelectual pero menos bestia, quién duda de que me convertiré cualquier futuro jueves en «momia» y terminará así este ciclo de avatares terroríficos que comenzó con un «frankenstein» entre luces blancas, olor a fármacos y cuchillas plateadas, pero esto lo digo en broma, porque bien sé que lo nuestro nunca terminará, ya que, a pesar de todo —incluso de mi escasa fogosidad—, es «una locura», o no, porque hay ritual: el rito de decirle adiós a César, ladrando en el patio encadenado a una tubería oxidada, el beso final de Galia, y otra vez en la calle, ya de noche, frotándome los dedos dentro de los bolsillos del abrigo mientras camino, porque vivo cerca de la casa de Galia y tengo mi trabajo cerca de donde vivo, así que me puedo permitir ir caminando de un sitio a otro, todo a mano en mi vida salvo los instantes de vacaciones en que nos vamos al apartamento de la costa, y, sin embargo, debido a la repetición de los veranos, también a mano el apartamento, y la costa, y todo el universo, pienso, tan próximo todo como mis propias manos, y, sin embargo, a veces tan sorprendentemente extraño como ellas: porque de improviso surge lo oculto, los huesos que yacen debajo, ¿no?, pienso eso y froto mis dedos dentro de los bolsillos del abrigo; y ya en casa, comprobar que mi suegro había llegado ya y excusarme frente a él y Alejandra con tonos de voz similares, aunque ambos creen que los jueves me quedo hasta tarde en la consulta «haciendo inventario», que es la excusa que doy, así me cuesta menos trabajo la mentira, ya que me parece que «hacer inventario» es suministrarle a Alejandra la pista de que mi demora es una invención, una alocada fantasía de mi adolescencia póstuma, hasta tal extremo de juego y cansancio me ha llevado el silencio de estos últimos años; además, sospecho que el viejo escoge los jueves para disponer de un rato a solas con Alejandra mientras yo estoy ausente, lo cual, hasta cierto punto, me parece una compensación, Alejandra tiene a su padre y yo tengo a Galia, y sospecho que desde hace meses ambas parejas pasamos el tiempo de manera similar: hablando de tonterías y fumando; el padre de Alejandra, rebasados los ochenta, tiene una cabeza tan perfecta y despejada que te hace desear verlo un poco confuso de vez en cuando, que Dios me perdone, porque además ha sido librero, propietario de una antigua tienda ya traspasada en la calle Tudescos, hombre instruido y amante de la letra impresa, particularmente de los periódicos, y con un genio detestable muy acorde con su inútil sabiduría y su fisonomía encorvada y su luenga barbilla lampiña; Alejandra, que ha heredado del viejo el gusto por la lectura fácil y la barbilla, además de cierta distracción del ojo izquierdo que apenas llega a ser bizquera, se enzarza con él en discusiones bienintencionadas en las que siempre terminan ambos de acuerdo y en contra de mí, aunque yo no haya intervenido siquiera, ya que al viejo nunca le gustó nuestro matrimonio, y no porque hubiera creído que yo era una mala oportunidad, sino por «principios», porque el viejo es de los que odian a priori, y yo nunca sería él, nunca compartiría todas sus opiniones, nunca aceptaría todos sus consejos y, particularmente, jamás permitiría que Alejandra regresara a su área de influencia (vacía ya, porque su otro hijo se emancipó hace tiempo y tiene librería propia en otra provincia); además, mi profesión era casi una ofensa al buen gusto de los «intelectuales discretos» a los que él representa, porque está claro que los dentistas solo sabemos provocar dolor, somos terriblemente groseros, apenas se puede hablar con nosotros a diferencia de lo que ocurre con el peluquero o el callista (debido a que no se puede hablar mientras alguien te hurga en las muelas), y, por último, ni siquiera poseemos la categoría social de los cirujanos: el hecho de que yo ganara más que suficiente como para mantener confortables a Alejandra y a mis dos hijos, poseer consulta privada, secretaria y servicio doméstico, no excusaba la vulgaridad de mi trabajo, pero lo cierto es que nunca me había confiado de manera directa ninguna de estas razones: frente a mí siempre pasaba en silencio y con fingido respeto, como frente a la estatua del dictador, pero se agazapaba aguardando el momento de mi error, el instante apropiado para señalar algo en lo que me equivoqué por no hacerle caso, aunque, por supuesto, nunca de manera obvia ni durante el período inmediatamente posterior a mi pequeño fracaso, porque no era tanto un cazador legal como furtivo y rondaba en secreto a mi alrededor esperando el instante apropiado para que su odio, dirigido hacia mí con fina puntería, apenas sonara, y entonces hablaba con una sutileza que él mismo detestaba que empleasen con él, ya que había que ser «franco, directo, como los hombres de antes», pero yo, lejos de aborrecerle, le compadecía (y fingía aborrecerle precisamente porque le compadecía): me preguntaba por qué tanto silencio, por qué llevarse todas sus maldiciones a la tumba, cuál es la ventaja de aguantar, de reprimir la emoción día tras día o enfocarla hacia el sitio incorrecto; pero lo más insoportable del viejo era su fingida indiferencia, esa charla intrascendente durante las cenas, ese acuerdo tácito para no molestar ni ser molestado, tan bien vestido siempre con su chaqueta oscura y su corbata negra de nudo muy fino: un día te morirás trabajando, me dice cuando me excuso por la tardanza, y no te habrá servido de nada: este gobierno nunca nos devuelve el tiempo perdido ese del señor Joyce, añade (su costumbre de citar autores que nunca ha leído solo es superada por la de citarlos mal), que diga, Proust, se corrige, a mí siempre los escritores franceses me han dado por atrás, con perdón, dice, y por eso me equivoco, y Alejandra se lo reprocha: papá, dice; mientras finjo que escucho al viejo, contemplo a Alejandra ir y venir instruyendo a la criada para la cena y llego a la conclusión de que mi mujer es como la casa en la que vivimos: demasiado grande, pero a la vez muy estrecha, adornada inútilmente para ocultar los años que tiene y llena de recuerdos que te impiden abandonarla; Alejandra tiene amigas que la visitan y le dan la enhorabuena cuando Ameli o Héctor Luis consiguen un sobresaliente; a diferencia de Galia, Alejandra es fría, distinguida e intelectual a su modo, y vive como tantas otras personas: pensando que no está bien vivir como a uno realmente le gustaría, porque Alejandra cree que el matrimonio termina unos meses después de la boda y ya solo persiste el temor a separarse; su religión es semejante: hace tiempo que dejó de creer en la felicidad eterna y ahora tan solo teme la tristeza inmediata; sin embargo, invita a almorzar con frecuencia al párroco de la iglesia y acude a ésta con una elegancia no llamativa, lo que considera una característica importante de su cultura, pues en la iglesia se arrodilla, reza y se confiesa y murmura por lo bajo cosas que parecen palabras importantes; a veces he pensado en la siguiente blasfemia: si a Dios le diera por no existir, ¡cuántos secretos desperdiciados que pudimos habernos dicho!, ¡qué opiniones sobre ambos hemos entregado a otros hombres!, pero lo terrible es que tanto da que Dios exista: dudo que al final me entere de todo lo que comentas sobre mí y sobre nuestro matrimonio en la iglesia, Alejandra, eso pienso; qué va: por paradójico que resulte, la iglesia es el lugar donde la gente como nosotros habla más y mejor, pero todo se disuelve en murmullos y silencio y oraciones, y la verdad se pierde irremediablemente: quizá la clave resida en arrodillarnos frente al otro siempre que tengamos necesidad de hablar, o en hacerlo en voz baja y muy rápido, sin pensar, cómo si rezáramos un rosario; y meditando esto oigo que el viejo me dice: ¿te pasa algo en los dedos, Héctor?, con esa malicia oculta de atraparme en otro error: y es que ahora compruebo que desde que he llegado no he dejado en ningún momento de palparme los extremos de las falanges, los rebordes óseos, el final de los metacarpos; ¿qué opinaría el viejo si le confiara mi hallazgo?, pienso y sonrío al imaginar las posibles reacciones: nada, le digo, y muevo los huesos ante sus ojos y cambio de tema; ni Ameli ni Héctor Luis están en casa cuando llego, e imagino que es la forma filial que poseen de «hacer inventario» por su cuenta, lo cual no me parece ni malo ni bueno en sí mismo, y nos sentamos a la mesa casi enseguida y Alejandra sirve de la fuente de plata con el cucharón de plata las albóndigas de los jueves, y nos ponemos a escuchar la conversación del viejo con el debido respeto, como quien oye una interminable bendición de los alimentos, interrumpido a ratos por las breves acotaciones de Alejandra, solo que esa noche el tema elegido se me hace extraño, alegórico casi, y además empiezo a sentirme incómodo nada más comenzar a comer, porque los brazos, que apoyo en el borde de la mesa, me han desvelado con todo su peso la presencia de los huesos, del cúbito y el radio que guardan dentro, y los codos se me figuran una zona tan inadecuada y brutal para esa respetuosa reunión como colocar quijadas de asno sobre la mesa mientras el viejo habla, y en su discurso de esa noche repite una y otra vez la palabra «corrupción»: ¿habéis visto qué corrupción?, dice, ¿os dais cuenta de la corrupción de este gobierno?, ¿acaso no se pone de manifiesto la corrupción del sistema?, ¿no son unos corruptos todos los políticos?, ¿no oléis a corrupción por todas partes?, ¿no se ha descubierto por fin toda la corrupción?, y mientras le escucho, intento no hacer ruido con mis brazos, porque de repente me parece que la madera de la mesa al chocar contra el hueso produce un sonido como el de un muerto arañando el ataúd y no me parece correcto escuchar la opinión del viejo con tal ruido de fondo, pero como tengo que comer, cojo tenedor y cuchillo y divido una albóndiga en dos partes y me llevo una a los labios intentando no mirar hacia los huesos que sostienen el tenedor, porque no es agradable la paradoja de verme alimentado por un esqueleto, aunque sea el mío, pero mientras mastico con los ojos cerrados oyendo al viejo hablar de la «corrupción» mi lengua detecta una esquirla, un pedacito de algo dentro de la albóndiga, y, tras quejarme a Alejandra con suavidad, recibo esta respuesta: será un huesecillo de algo, es que son de pollo, Héctor, y es quitarme con mis huesos índice y pulgar el huesecillo y dejarlo sobre el plato, e írseme la mente tras esta idea inevitable: que dentro de todo lo blando necesariamente existe lo que queda, el hueso, el armazón, la dureza, el hallazgo, aquello oculto que es blanco y eterno, lo que permanece en el cedazo, la piedra, lo que «nadie quiere»; es imposible huir de «eso que queda», porque está dentro, así que escondo los brazos bajo la mesa, incluso me tienta la idea de comer como César, acercando el hocico al plato, pero ¿acaso no es inútil todo intento de disimulo frente al apocalíptico trajín de la cena?, porque lo que percibo en ese instante es algo muy parecido a una hogareña resurrección de los muertos: incluso con el apropiado evangelista —mi suegro—, gritando «corrupción»: Alejandra coge el pan con sus huesos y lo hace crujir y lo parte, el viejo apoya los huesos en el mantel y los hace sonar con ritmo, Alejandra coge el cucharón con sus huesos y sirve más albóndigas repletas de huesecillos de pollo muerto, el viejo va y se limpia los huesos sucios de carne ajena con la servilleta, Alejandra señala con su hueso la cesta del pan y yo se la alcanzo extendiendo mis huesos y ella la coge con los suyos, hay un cruce de húmeros, cúbitos y radios, de carpos y metacarpianos, de falanges, y nos pasamos de unos a otros, de hueso a hueso, la vinagrera, el aceite, la sal, el vino y la gaseosa, y llegan Ameli y Héctor Luis, una del cine y el otro de estudiar, y saludan, y Ameli desliza sus frágiles huesos de quince años por mi cabeza calva, envuelve con sus breves húmeros mi cuello, me besa en la mejilla: ¿dónde has estado hasta estas horas?, le pregunto, y ella: en el cine, ya te lo he dicho, y yo: pero ¿tan tarde?; sí, dice, habla sin mirar sus manos gélidas, los huesos de sus manos muertas, sus brazos como pinzas blancas; sí, papá, la película terminó muy tarde; y de repente, mientras la contemplo sentándose a la mesa, su cabello oscuro y lacio, los ojos muy grandes, el jersey azul celeste tenso por la presencia de los huesos, he sentido miedo por ella, he querido cogerla, atraparla y bogar juntos por ese fluir desconocido e incesante hacia la oscuridad final: creo que deberías volver más temprano a casa a partir de ahora, Ameli, le digo, y ella: ¿por qué?, con sus ojos brillando de disgusto, y yo, mis brazos escondidos, ocultos, sin revelarlos: creo que las calles no son seguras, y el viejo me interrumpe: hoy ya nada es seguro, Héctor, dice y sigue comiendo, Alejandra sirve albóndigas y Héctor Luis se queja de que son muchas, y Ameli: ¡pero ya tengo quince años, papá!, y yo: es igual, y entonces Alejandra: no seas muy duro con la niña, Héctor, dice, le dimos permiso para que volviera hoy a esta hora, pero ella sabe que solamente hoy; guardo silencio: en realidad, todo se sumerge en el silencio salvo el entrechocar de los huesos; Ameli y Héctor Luis son tan distintos, pienso, pero en algo se parecen, y es que ambos se nos van; no los he visto crecer, los he visto irse: pero ni siquiera eso, pienso ahora, porque jamás he podido saber si alguna vez estuvieron por completo; Ameli tiene novio, pero es un secreto; sabemos que Héctor Luis ha salido con varias chicas, pero lo que piensa de ellas es secreto; ambos se han hecho planes para el futuro, tienen deseos, ganas de hacer cosas, pero todo es secreto: quizá lo comentan en los «pubs» a falta de una buena iglesia en la que poder hablar como nosotros, tan a gusto, pero en casa adoptan los dos mandamientos trascendentales de la familia: nunca hablarás de nada importante y ama el enigma como a ti mismo, ¡y si hubiera solo silencio!, pero es la charla insignificante lo que molesta, y ahora esos ruidos detrás: el golpe, el crujir de nuestros huesos; siento algo muy parecido a la pena, pero una pena casi biológica, como una mota en el ojo o el aroma inevitable de la cebolla cruda, y me disculpo para ir al baño y llorar a gusto por algo que no entiendo, y más tarde, en la cama, con Alejandra a mi lado leyendo complacida un librito de romances, me da por preguntarle: ¿soy demasiado duro contigo? mientras me observo los huesos tranquilos sobre la colcha: mis manos muertas y peladas, los cúbitos y radios en aspa, los húmeros convergiendo, y ella deja un instante el libro que sostiene con sus huesos, me mira sorprendida y dice: no, Héctor, no, ¿por qué preguntas eso?, y yo, insistente: ¿he sido duro contigo alguna vez?, y ella: nunca, y yo: ¿quizá soy demasiado tosco?, y ella: Héctor, ¿qué te pasa?, y yo: demasiado rudo quizá, ¿no?, y ella: no seas bobo, ¿lo dices porque hoy no hablaste apenas durante la cena?, ya sé que papá no te cae bien, me da un beso y añade: procura descansar, el trabajo te agota, y la veo extender las falanges blancas y articuladas de sus dedos, apagar la lamparilla de pantalla rosa y sumir la habitación en una oscuridad donde la luz de la luna, filtrada, hace brillar las superficies ásperas de nuestros huesos; después, en el sueño, he presenciado un teatro de sombras donde mis manos y brazos se movían, desplazándome, porque eran lo único, ya que la vida se había invertido como un negativo de foto y ahora solo importaba lo oculto, el secreto descubierto: los huesos de mis manos se extendían con un sonido semejante a los resortes de madera de ciertos juguetes antiguos, emergiendo del telón negro que los rodeaba: son ellos solos, el mundo es ellos, brazos y manos colgantes que hacen y deshacen, crean y destruyen, no nacen ni mueren, simplemente cambian su posición, horizontal, vertical, en ángulo, hacia arriba o hacia abajo, brazos que se balancean al caminar y manos que agarran con sus huesos cosas invisibles; y a la mañana siguiente, tras toda una noche de sueños interrumpidos y vueltas en la cama, creo comprenderlo: mi revelación es una lepra que avanza incesante, porque suena el despertador con su timbre gangoso que tanto me recuerda a una trompeta de cobre, pongo los pies descalzos en las zapatillas y lo noto: la dureza bajo las plantas, la pelusa del forro de las zapatillas adherida a los huesos del tarso, el rompecabezas de huesos irregulares de mis pies, los extremos de la tibia y el peroné sobresaliendo por el borde del pijama, las rótulas marcando un óvalo bajo la tela extendida, y al erguirme, el crujido de los fémures: el descubrimiento no me hace ni más ni menos feliz que antes, ya que lo intuyo como una consecuencia, pero un estupor inmóvil de estatua persiste en mi interior; y al ducharme viene lo peor, porque entonces compruebo que los golpes de las gotas no me lavan sino que se limitan a disgregarme la suciedad por mis huesos: arrastran el barro de mis costillas goteantes, concentran la cal en mis pies, desprenden la tierra, permean las junturas, las grietas, los desperfectos, rajan los pequeños metacarpos como cáscaras de huevo, horadan mis clavículas y escápulas, pero no hoy ni ayer sino todos y cada uno de los días en un inexorable desgaste, siento que me disuelvo en agua y salgo con prisa no disimulada de la bañera y seco mi esqueleto goteante, deslizo la toalla por el cilindro de los huesos largos como si envolviera unos juncos, la arranco con torpeza de la trabazón de las vértebras, froto como cristales de ventana los huesos planos, pienso que debo conservarme seco para siempre porque de repente sé que soy un armazón de cincuenta años de edad que solo puede humedecerse con aceite, y es en ese instante, o quizá un poco después, cuando apoyo la maquinilla de afeitar contra mi rostro, que siento la invasión final de esa lepra y quedo tan inerme que apenas puedo apartar las cuchillas giratorias de mi mejilla: algo parecido a una horrísona dentera me paraliza, porque de repente noto como el restregar de un rastrillo contra una pizarra o el arañar baldosas con las patas metálicas de una silla, incluso imagino que pueden saltar chispas entre la maquinilla y el hueso de la mandíbula o el pómulo; me palpo con la otra mano la cabeza, siento las durezas del cráneo, el arco de las órbitas, el puente del maxilar, el ángulo de la quijada, y pienso: ¿por qué finjo que me afeito?, ¿acaso mi rostro no es un añadido, una capa, una máscara?; entra Alejandra en ese instante y casi me parece que gritará al ver a un desconocido, pero apenas me mira y se dirige al lavabo; yo me aparto, desenchufo la maquinilla y la guardo en su funda, y ella: ¿ya te has afeitado, Héctor?, y yo: sí, y salgo del baño con rapidez: ¡no podría acercar esa maquinilla a los huesos de mi calavera!; todo es tan obvio que lo inconcebible parece la ignorancia, pienso mientras me visto frente al espejo del dormitorio y abrocho la camisa blanca alrededor de las delgadas vértebras cervicales: llevar un cráneo dentro, una calavera sobre los hombros, besar con una calavera, pensar con una calavera, sonreír con una calavera, mirar a través de una calavera como a través de los ojos de buey de un barco fantasma, hablar por entre los dientes de una calavera: aquí está, tan simple que movería a risa si no fuera espantoso, y me afano en terminar el lazo de mi corbata con los huesos de mis dedos sonando como agujas de tricotar; Alejandra llega detrás, peinándose la melena amplia y negra que luce sobre su propia calavera, y el paso del cepillo descubre espacios blancos en el cuero cabelludo donde los pelos se entierran: parece inaudito saberlo ahora, contemplarlo ahora; entre los dientes sostiene dos ganchillos: el asco llega a tal extremo que tengo que apartar la vista: allí emerge el hueso, pienso, el subterfugio, el disfraz, tiene un defecto, como una carrera en la media que descubre el rectángulo de muslo blanco; allí, tras los labios, los dientes, los únicos huesos que asoman, y vivimos sonriendo y mostrándolos, y nos agrada enseñarlos y cuidarlos y mi profesión consiste precisamente en mantenerlos en buen estado, blancos y brillantes, limpios, pelados, lisos, desprovistos de carne, como tras el paso de aves carroñeras: esa hilera de pequeñas muertes, esa dureza tras lo blando; ¿acaso no es enorme el descuido?; de repente tengo deseos de decirle: Alejandra, estás enseñando tus huesos, oculta tus huesos, Alejandra, una mujer tan respetable como tú, una señora de rubor fácil, tan educada y limpia, con tu colección de novela rosa y tu familia y tu religión, ¿qué haces con los huesos al aire?, ¿no estás viendo que incluso muerdes cosas con tus huesos?, ¡Alejandra, por favor, que son tus huesos hundidos en el cráneo oculto, los huesos que quedarán cuando te pudras, mujer: no los enseñes!; esto va más allá de lo inmoral, pienso: es una especie de exhumación prematura, cada sonrisa es la profanación de una tumba, porque desenterramos nuestros huesos incluso antes de morir; deberíamos ir con los labios cerrados y una cruz encima de la boca, hablar como viejos desdentados, educar a los niños para que no mostraran los dientes al comer: un error, un gravísimo error en la estructura social comparable a caminar con las clavículas despellejadas, tener los omoplatos desnudos, descubrir el extremo basto del húmero al flexionar el codo, mostrar las suturas del cráneo al saludar cortésmente a una señora, enseñar las rótulas al arrodillarnos en la misa o las palas del coxal durante un baile o la superficie cortante del sacro durante el acto sexual: y sin embargo, ella y yo, con nuestros horribles dientes, la prueba visible de la existencia de los cráneos: absurdo, murmuro, y ella: ¿decías algo?, pero hablando entre dientes debido a los ganchillos, como si lo hiciera a través de apretadas filas de lápidas blancas, un soplo de aire muerto por entre las piedras de un cementerio, o peor: la voz a través de la tumba, las palabras pronunciadas en la fosa: no, nada, respondo, y ella, intrigada, se me acerca y arrastra sus falanges por mis vértebras: te noto distante desde ayer, Héctor, ¿te ocurre algo?, ¿es el trabajo?, y juro que estuve a punto de decirle: te la pego con una antigua paciente desde hace varios años, todos los jueves a la misma hora, pero no te preocupes porque una increíble revelación me ha hecho dejarlo, ya nunca más regresaré con Galia, no merece la pena (y por qué no decirlo, pienso, por qué reprimir el deseo y no decir la verdad, por qué no descargar la conciencia y vaciarme del todo); sin embargo, en vez de esa explicación catártica, le dije que sí, que era el exceso de trabajo, y me mostré torpe, callándome la inmensa sabiduría que poseía mientras notaba cómo descendían sus falanges por el edificio engarzado de mi columna, y ella dijo: pero hace mucho tiempo que no me sonríes, y pensé: ¡te equivocas!, somos una sonrisa eterna, ¿no lo ves?: nuestros dientes alcanzan hasta los extremos de la mandíbula y no podemos dejar de sonreír: sonreímos cuando gritamos, cuando lloramos, al pelear, al matar, al morir, al soñar: sonreímos siempre, Alejandra, quise decirle, y la sonrisa es muerte, ¿no lo ves?, quise decirle, nuestras calaveras sonríen siempre, así que la mayor sinceridad consiste en apartar los labios, elevar las comisuras y sonreír con la piel intentando imitar lo mejor posible nuestra sonrisa interior en un gesto que indica que estamos conformes, que aceptamos nuestro final: porque al sonreír descubrimos nuestros dientes, «enseñamos la calavera un poco más», no hay otro gesto humano que nos desvele tanto; la sonrisa, quise decirle, traiciona nuestra muerte, la delata; cada sonrisa es una profecía que se cumple siempre, Alejandra, así que vamos a sonreír, separemos los labios, mostremos los dientes, sonriamos para revelar las calaveras en nuestras caras, hagamos salir el armazón frío y secreto, draguemos el rostro con nuestra sonrisa y extraigamos el cráneo de la profundidad de nuestros hijos, de ti y de mí, del abuelo, de los amigos, de los parientes y del cura; pero no le dije nada de eso y me disculpé con frases inacabadas y ella enfrentó mis ojos y me abrazó y sentí los crujidos, la fricción, costilla contra costilla, golpes de cráneos, y supuse que ella también los había sentido: no seamos tan duros, le dije, y ella respondió, abrazándome aún: no, tú no eres duro, Héctor, y yo le dije: ambos somos duros, y tenía razón, porque se notaba en los ruidos del abrazo, en el telón de fondo de nuestro amor: un sonido semejante al que se produciría al echarnos la suerte con los palillos del I Ching sobre una mesa de mármol, o jugando al ajedrez con fichas de marfil, un trajín de palitos recios como un pimpón de piedra, el entrechocar aparentemente dulce de nuestros esqueletos como agitar perchas vacías; me aparté de ella y terminé de vestirme: quizá soy dura contigo, repitió ella, yo también soy duro, dije, y pensé: y Ameli y Héctor Luis, y todos entre sí y cada uno consigo mismo, ¡qué duros y afilados y cortantes y fríos y blancos y sonoros!; ¿te vas ya?, me dijo, sí, le dije, porque no deseaba desayunar en casa, en realidad no deseaba desayunar nunca más, pero sobre todo, sobre todas las cosas, no deseaba cruzarme con los esqueletos de mis hijos recién levantados, así que casi eché a correr, abrí la puerta y salí a la calle con el abrigo bajo el brazo, a la madrugada fría y oscura; ya he dicho que tengo la consulta cerca, lo cual siempre ha sido una ventaja, aunque no lo era esa mañana: quería trasladarme a ella solo con mi voluntad, sin perder siquiera el tiempo que tardara en desearlo; caminaba observando con mis cuencas vacías las casas que se abren, las figuras blancas que emergen de ellas como fantasmas en medio de la oscuridad, las primeras tiendas de alimentos llenas de huesos y cadáveres limpios de seres y cosas; caminaba y observaba con mis órbitas negras, lleno de un extraño y perseverante horror: ¿qué hacer después de la revelación?, ¿dónde, en qué lugar encontraría el reposo necesario?; porque ahora necesitaba envolverme, ahora, más que nunca, era preciso hallar la suavidad; mientras caminaba hacia la consulta lo pensaba: todos tenemos ansias de suavidad: guantes de borrego, abrigos de lana, bufandas, zapatos cómodos; sin embargo, el mundo son aristas, y todo suena a nuestro alrededor con crujidos de metal; qué pocas cosas delicadas, cuánta aspereza, cuánta jaula de púas, qué amenaza constante de quebrarnos como juncos, de partirnos, qué mundo de esqueletos por dentro y por fuera, móviles o quietos, invasión blanca o negra de huesos pelados, qué cementerio: toda obra es una ruina, toda cosa recién creada tiene aires de destrucción, y nosotros avanzamos por entre cruces, mármol, inscripciones, rejas y ángeles de piedra como espectros, y la niebla de la madrugada nos traspasa, huesos que van y vienen, esqueletos que se acercan y caminan junto a mí y me adelantan, apresurados, aquel que limpia los huesos en ese tramo de la calle, ese otro que espera en la parada, envuelto en su impermeable, huesos blancos por encima de los cuellos, la muerte dentro como una enfermedad que aparece desde que somos concebidos, ¿no hay solución?; y sorprender entonces a un hombre, una figura, no como yo, no como los demás, que se detiene frente a mí y me habla: ¿tiene fuego?, dice, un individuo desaliñado de espesa melena y barba, rostro pequeño, casi escondido, chaqueta sucia y manos sucias que se tambalea de un lado a otro como si el mero hecho de estar de pie fuera un tremendo esfuerzo para él; le ofrezco fuego y se cubre con las manos para encender un cigarrillo medio consumido, entonces dice: gracias, y se aleja; me detengo para observarle: camina con cierta vacilación hasta llegar a la esquina, después se vuelve de cara a la pared, una figura sin rasgos, y distingo la creciente humedad oscura a sus pies, detenerme un instante para contemplarle, volverse él y alejarse con un encogimiento de hombros y una frase brutal; un borracho orinando, pienso, pero al mismo tiempo deduzco: se ha reconstruido, ha verificado su interior, ha exhumado cosas que le pertenecen y le llenan por dentro: líquidos que alguna vez formaron parte de él; eso es un proceso de autoafirmación, pienso: él es algo que yo no soy o que he dejado de ser, ha logrado obtener lo que yo pierdo poco a poco: integridad, quizá porque no tiene que callar, porque es libre para decir lo que le gusta y lo que no, pienso y golpeo con los huesos del pie el cadáver de una vieja lata en la acera, o porque ha aceptado la vida tal cual es, o quizá porque tiene hambre y sed, y necesidad de fumar, dormir y orinar en una esquina, quizá porque siente necesidades en su interior, dentro de esa intimidad de las costillas que en mí mismo forma un espacio negro: sus necesidades le llenan, y yo, satisfecho, camino vacío: eso pensé; era preciso, pues, reformarse, volver a la vida a partir de los huesos, resucitar, aunque es cierto que en algún sitio dentro de mí existían vestigios, cosas que se movían bajo las costillas o en el espacio entre éstas y el hueso púbico, pero era necesario comprobarlo; todo aturdido por el ansia, entré en uno de los bares que estaban abiertos a esas horas y me dirigí apresurado al cuarto de baño, respondiendo con un gesto al hombre que atendía la barra y que me dijo buenos días; ya en el urinario, muy nervioso, busqué mi pija semihundida, perdonando la frase, la extraje y me esforcé un instante: tras un cierto lapso, comprobé la aparición brusca del fino chorro amarillo y sentí una distensión lenta en mi pubis que califiqué como el hallazgo de la vejiga: al fin me sirves de algo, pensé mientras me sacudía la pilila, perdonando la bajeza; así, convertido en pura vejiga, salí a la calle de nuevo y respiré hondo: noté bolsas gemelas a ambos lados del esternón, sacos que se ampliaban con el aire frío de la mañana, y descubrí mis pulmones; en un estado de alborozo difícilmente descriptible me tomé el pulso y sentí, con la alegría de tocar el pecho de un pájaro recién nacido, el golpeteo suave de la arteria contra mi dedo, su pequeño pero nítido calor de hogar, y supe que guardaba sangre y que mi corazón había emergido; caminando hacia la consulta completé mi resurrección, la encarnación lenta de mi esqueleto; así pues, yo era pulmones y vejiga, yo era intestino, tripas, estómago, yo era músculos del pene, tendones, sangre, hígado, vesícula, bazo y páncreas, yo era glándulas y linfa, todo suave, todo lleno, ocupando intersticios como si vertieran sobre mí unas sobras de hombre: yo era, por fin, globos oculares líquidos, yo era lengua y labios, yo era el abrir lento de los párpados, la creación del paladar, la suave nariz horadada, la humedad limpia de la saliva, la lágrima tibia y el sudor de los poros; yo era sobre todo mi propio cerebro, las revueltas grises de los nervios, la masa de ideas invisibles, la voluntad, el deseo, el pensamiento; llegué a la consulta recién creado, aún sin piel pero ya formado y funcionando, atravesé el oscuro umbral con la placa dorada donde se leía «Héctor Galbo, odontólogo», preferí las escaleras y abrí la puerta con la delicadeza muscular de un relojero, con la exactitud de un ladrón o un pianista; Laura, mi secretaria, ya estaba esperándome, y el vestíbulo aparecía iluminado así como la marina enmarcada en la pared opuesta, y me dejé invadir por el olor a cedro de los muebles, la suavidad de la moqueta bajo los pies, y cuando mis globos oculares se movieron hacia Laura pude parpadear evidenciando mi perfección; entonces, la prueba de fuego: me incliné para saludarla con un beso y percibí la suavidad de mi mejilla, los delicados embriones de mis labios, y supe que por fin la piel había aparecido: cabello, pestañas, cejas, uñas, el florecer de mi bigote negro; besarla fue como besarme a mí mismo: buenos días, doctor Galbo, me dijo, noté las cosquillas de mi camisa sobre mi pecho velludo, muy velludo, buenos días, dije, buenos días, Laura, y percibí mi laringe en el foso oculto entre la cabeza y el pecho, sentí el aire atravesando sus infinitos tubos de órgano: buenos días, repetí despacio saludando a todo mi cuerpo reflejado en el espejo del vestíbulo, mi cuerpo con piel y sentimientos, mi cuerpo vestido, bajito, mi cabeza calva y mi rostro bigotudo: buenos días, doctor Galbo, hoy viene usted contento, dice Laura, sí, le dije, vengo aliviado, quise añadir, he orinado en un bar y he descubierto por fin que tengo vejiga, y a partir de ahí todo lo demás, pero en vez de decirle esto pregunté: ¿hay pacientes ya?, y ella: todavía no, y yo: ¿cuántos tengo citados?, y ella: cinco para la mañana, la primera es Francisca, ah sí, Francisca, dije, sí: sus prótesis darán un poco la lata, y me deleito: oh mi memoria perfecta, mis sentidos vivos, mis movimientos coordinados, sí, sí, Francisca, muy bien, y mi imaginación: porque de repente me vi avanzando hacia mi despacho con los músculos poderosos de un tigre, todo mi cuerpo a franjas negras, mis fauces abiertas, los bigotes vibrantes, los ojos de esmeralda, y mi sexo, por fin, mi sexo: porque Laura, con la mitad de años que yo, me parecía una presa fácil para mis instintos, una captura que podía intentarse, la gacela desnuda en la sabana; ya era yo del todo, incluso con mis pensamientos malignos, incluso con mi crueldad, por fin: avíseme cuando llegue, le dije, y entré en mi despacho, me quité el abrigo y la chaqueta, me vestí con la bata blanca, inmaculada, mi bata y mi reloj a prueba de agua y de golpes, y mi anillo de matrimonio, y los periódicos que Laura me compra y deposita en la mesa, y mi ordenador y mis libros, y mis cuadros anatómicos: secciones de la boca, dientes abiertos, mitades de cabezas, nervios, lenguas, ojos, mejor será no mirarlos, pienso, porque son hombres incompletos, yo ya estoy hecho, pienso, envuelto al fin de nuevo en mi funda limpia, recién estrenado; por fin pensar: saber que he regresado al origen, me he recobrado, he impedido mi disolución guardándome en un cuerpo recién hecho; no recuerdo cuánto tiempo estuve sentado frente al escritorio saboreando mi triunfo, pero sé que la segunda y más terrible revelación llegó después, con el primer paciente, y que a partir de entonces ya no he podido ser el mismo, peor aún, porque me he preguntado después si he sido yo mismo alguna vez, si mi integridad fue algo más que una simple ilusión: y fue cuando sonó el timbre de la puerta, el siguiente timbre, el nuevo timbre que me despertó de la última ensoñación (como el de casa de Galia, o el del despertador con sonido de trompeta de cobre, ahora el de la consulta, pensé, y no pude encontrarles relación alguna entre sí, salvo que parecían avisos repentinos, llamadas, notas eléctricas que presagiaban algo), y Laura anunció a la señora Francisca, una mujer mayor y adinerada, como Galia, como Alejandra, con las piernas flebíticas y el rostro rojizo bajo un peinado constante, que entró con lentitud en la consulta hablando de algo que no recuerdo porque me encontraba aún absorto en el éxito de mi creación: fue verla entrar y pensar que iría a casa de Galia cuando la consulta terminara y le diría que todo seguía igual, que era posible continuar, que nada nos estorbaba, y después llegaría a mi casa y le diría a Alejandra que la quería, que nunca más sería duro con ella ni con Ameli, eso me propuse, y saludé a la señora Francisca con una sonrisa amable, y la hice sentarse en el sillón articulado, la eché hacia atrás con los pedales, la enfrenté al brillo de los focos y le pedí que abriera la boca, porque eso es lo primero que le pido a mis pacientes incluso antes de oír sus quejas por completo: como estoy acostumbrado a que esta instrucción se realice a medias, me incliné sobre ella y abrí mi propia boca para demostrarle cómo la quería: así, abra bien la boca, le dije, ah, ah, ah, y es curioso lo cerca que siempre estamos de la inocencia momentos antes de que un nuevo horror nos alcance: incluso éste aparece al principio con disimulo, revelándose en un detalle, en un suceso que, de otra manera, apenas merecería recordarse, porque mientras Francisca, obediente, abría más la boca, descubrí el último de los horrores, la luz del rayo que nunca debería contemplar un ser humano, la degradación final, tan rápida, pavorosa e inevitable como cuando presioné el timbre de Galia, pero mucho peor porque no era lo oculto, lo que era, sino lo que no era, aquello que falta, no lo que se esconde sino lo que no existe: la nueva revelación me violó, perdonando la brutalidad, de tal manera que todos mis logros anteriores adoptaron de inmediato la apariencia de un sueño que no se recuerda sino a fragmentos, e incapaz de reaccionar, permanecí inmóvil, inclinado sobre la mujer, ambos con la boca abierta, ella con los ojos cerrados esperando sin duda la llegada de mis instrumentos; pero como no llegaban los abrió, me vio y advirtió en mi rostro el horror más puro que cabe imaginarse: qué pasa, doctor, me dijo, qué tengo, qué tengo, pero yo me sentía incapaz de responderle, incapaz incluso de continuar allí, fingiendo, así que retrocedí, me quité la bata con delirante torpeza, la arrojé al suelo, me puse la chaqueta y salí de la habitación, corrí hacia el vestíbulo sin hacer caso a las voces de la paciente y a las preguntas de Laura, abrí la puerta, bajé las escaleras frenéticamente y salí a la calle: no sabía adónde dirigirme, ni siquiera si tenía sentido dirigirme a algún sitio; contemplé a los transeúntes con muchísima más incredulidad de la que ellos mostraron al contemplarme a mí: ¿era posible que todos ignoraran?, ¿hasta ese punto nos ha embotado la existencia?; hubo un momento terrible en el que no supe cuál debería ser mi labor: si caer en soledad por el abismo o arrastrar como un profeta a las conciencias ciegas que me rodeaban; es cierto que toda gran verdad precisa ser expresada, pero la locura de mi actual situación consistía en que esta verdad última era inexpresable: quiero decir que esta verdad final no era algo, más bien era nada, así que no podía soñar con explicarla: quizá el silencio en el gélido vacío entre las estrellas hubiera sido una explicación adecuada, pero no un silencio progresivo sino repentino y abrupto: una brecha de espacio muerto, una bomba inversa que absorbiera las cosas hacia dentro, que nos introdujera a todos en un mundo sin lugares ni tiempo donde la nada cobrara alguna especial y terrible significación, quizá entonces, pensé, y corrí por la acera intuyendo que cada minuto desperdiciado era fatal: ¿le ocurre algo?, fue la pregunta que me hizo un individuo que aguardaba frente a un paso de peatones cuando me acerqué, y solo entonces fui consciente de que tenía ambas manos sobre la boca, como si tratara de contener un inmenso vómito; mi respuesta fue ininteligible, porque sacudí la cabeza diciendo que no, pero esperando que él entendiera que eso era lo que me pasaba: que no; si hubiera podido hablar, habría respondido: nada, y precisamente ahí radicaba lo que me ocurría: me ocurría nada, pero era imposible hacerle comprender que nada era infinitamente peor que todos los algos que nos ocurren diariamente; no pude hacer otra cosa sino alejarme de él con las manos aún sobre la boca, corriendo sin saber por dónde iba pero con la secreta esperanza de no ir a ninguna parte, de no llegar, de seguir corriendo para siempre, porque no podía presentarme en casa de aquel modo, no con aquel fallo, sería preciso hacer cualquier cosa para remediar esa escisión, quizá comenzar desde el principio, reunir de nuevo el hilo en el ovillo, a la inversa: pensar en el instante anterior a la revelación, notar la presencia para comprender ahora la falta; pero cómo describirlo: cómo decir que había conocido de repente la boca cuando la paciente abrió la suya y yo quise indicarle cómo tenía que hacerlo y abrí la mía; fue entonces: el tiempo se congeló a mi alrededor y quedé solo en medio de mi hallazgo, como un náufrago, paralizado por la revelación suprema, incapaz de comprender, al igual que con la anterior, por qué no lo había sabido hasta entonces: la boca, claro, ahí, aquí, abajo, bajo mi nariz, en mi rostro, la boca: de repente me había percatado de la verdad, tan simple e invisible debido a su propia evidencia: la boca no es nada, lo comprendí al pedirle a la paciente que la abriera y al abrir la mía: ¿qué he abierto?, pensé: la boca; pero entonces, si la boca abierta también es la boca, el resultado era una oscuridad, un agujero vacío, un abismo; quiero decir que, de repente, al ver la boca, al inclinarme para verla, no la vi, pero no la vi justamente porque era eso: el no verla; si hubiera visto la boca de la misma forma que veo mis dedos, por ejemplo, no lo sería o estaría cerrada; sin embargo, el horror consiste en que una boca abierta también es una boca: como llamarle «dedos» al espacio vacío que hay entre ellos; ¡pero eso no era todo!: si aquel defecto, aquella nada, era, ¿cómo podía evitar la llegada del vacío?, ¿cómo impedir que todo siguiera siendo lo que es en la nada?, ¿cómo pretender recobrar mi cuerpo si me evacuo por ese agujero negro y absurdo?; lo comprendí: ¡si todo se hubiera cerrado a mi alrededor!, ¡si las junturas hubieran encajado perfectamente, sin interrupciones, sin oquedades!, pero tenía que estar la boca, la boca abierta que también era la boca, y ahora ¿cómo permanecer incólume?, ¿cómo seguir inmutable, conservándome dentro, si allí estaba eso que no era, esa nada negra implantada en mí?; corrí, en efecto, a ciegas, no recuerdo durante cuánto tiempo, hasta que un nuevo acontecimiento pudo más que mi propia desesperación: en una esquina, recostado en un portal, distinguí a un hombre, el borracho de aquella madrugada, que parecía dormir o agonizar: un sombrero gris le cubría casi todo el rostro salvo la barba, y allí, insertado en lo más hondo del pelo, un agujero abierto, sin dientes, sin lengua, una cosa negra y circular como una cloaca o la pupila de un cíclope ciego que me mirara, aunque yo fuera «nadie», el vacío terrible, la nada; de repente se había apoderado de mí un horror supremo, un asco infinito, la conjunción final de todo lo repugnante, y me alejé desesperado cubriéndome con las manos aquel «salto», aquel «vacío» letal, atenazado por una sensación revulsiva, un pánico que era como cribar mis ideas con violencia hasta romperlas, la certeza de mi perdición, el desprendimiento a trozos de mi voluntad frente a lo irremediable: esa boca abierta, el error por el que todo entra y todo sale, los secretos, la palabra, el vómito, la saliva, la vida, el aliento final, porque me había envuelto en mi propio cuerpo para hallar algo último que no cierra, ese terrible defecto tras los labios del beso, tras el lenguaje cotidiano, tras los gestos de comer y masticar, más allá de los dientes y la lengua, ese algo que no es el paladar ni la faringe ni la descarga de las glándulas, ese vacío que me recorre hacia dentro, el túnel deshabitado del gusano, la nada, la negación, eso que ahora empezaba a corroerme; porque si existía la boca, nada podía detener la entrada del vacío; así que cerca de casa empecé a perderme, a dividirme en secciones, a horadarme: primero fue la piel, que apenas se presiente, que es casi solamente tacto, la piel que cayó a la acera mientras corría, la piel con mi figura y mis rasgos que se me desprendió como la de un reptil mudando sus escamas, porque el vacío se introducía bajo ella como un cuchillo de aire y la separaba; entonces los músculos y los tendones, en silencio: ¿qué protección pueden ofrecer frente a los túneles de la nada?, ¿qué defensa procuran ante esa marea de vacío, ese fallo que me alcanzaba como a través de un sumidero?, también ellos caen y se desatan como cordajes de barco en una tempestad; la calle en la que vivo recibió el tributo de la lenta pero inexorable pérdida de mis vísceras: ese trago infecto de nada, que no está pero es, provoca la caída de mi estómago y mis intestinos, mi hígado derretido y mi bazo, los pulmones sueltos que se alejan por el aire como palomas grises, el corazón que ya no late, madura, se endurece y cae, gélido como el puño de un muerto, porque nada puede latir frente a la boca, los nervios arrastrados por la acera como hilos de un títere estropeado, los ojos como gotas de leche derramada, la suave materia de mi cerebro, la exactitud de mis sentidos, la excitante delicia del deseo, la provocación del hambre y el instinto, las sensaciones, los impulsos: todo cae y se pierde, todo gotea incesante desde mi armazón, todo se va y se desvanece calle abajo; entro en casa al fin, ya solo mi esqueleto muerto y limpio, y pienso: mis hijos están en el colegio, por fortuna; me dirijo al salón y allí encuentro a Alejandra, que me mira con pasmo; se halla sentada en su sofá tejiendo algo, y probablemente destejiéndolo también, creando y destruyendo en un vaivén de interminable dedicación; entonces me detengo frente a ella, aparto con lentitud las falanges blancas de mi oquedad y la descubro, por fin, en toda su horrible grandeza: la boca abierta, las mandíbulas separadas, el enorme vacío entre maxilares, la verdadera boca que no es, desprovista del engaño de las mucosas, ese espacio negro que nada contiene, y hablo, por fin, tras lo que me parecen siglos de silencio, y mis palabras, emergiendo de ese vacío, son también vacío y horadan: Alejandra, hablo, llevo años traicionándote con una mujer que conocí en la consulta, y ella: Héctor, qué dices, y yo: es guapa, pero no demasiado, cariñosa, pero no demasiado, inteligente, pero no demasiado: lo mejor que tiene es que me quiere y que intentó hacerme feliz, y que nunca me ha creado problemas salvo la necesidad de mentirte, de ocultártelo, una mujer con la que descubrí que puede haber una cierta felicidad cotidiana a la que nunca deberíamos renunciar, como hemos hecho tú y yo, ni siquiera a esa cierta felicidad cotidiana, una mujer, en fin, con la que he sabido que ya todo es igual, que incluso el pecado termina alguna vez, incluso la culpa, incluso lo prohibido, y ella: Héctor, Héctor, qué te pasa, dice, que ya basta de mentiras, respondo y me deshago de su lento abrazo y de sus lágrimas, y basta de silencio, porque era necesario hablar, pero no solo a ti, no, no solo a ti, y ella, gritando: ¿adónde vas?, pero su grito se me pierde con el mío propio, que ya solo oigo yo, y eso es lo terrible: porque mi garganta ha desaparecido y solo quedan las tenues vértebras y el deseo de ser escuchado; corro entonces a casa de Galia arrastrando apenas los jirones blancos de mis huesos por la acera, y ella misma abre la puerta y grita al verme: no, Galia, no podemos seguir juntos, dije entonces, no tengo nada más que hacer aquí, tú, viuda y solitaria, yo, casado y solitario, nada que hacer, Galia, no más consuelos, no más secretos, basta de felicidad y de cariño doméstico, porque llega un instante, Galia, en que todo termina, y lo peor de todo es que tú no eres una solución: ¿por qué?, me dijo: porque es necesario decir la verdad y revelar la mentira, repliqué, aunque nos quedemos vacíos, es necesario abrir las bocas, Galia, le dije, y volcarnos en hablar y hablar y destruirlo todo con las palabras, dije, porque si algo somos, Galia, es aliento, así que es necesario, por eso lo hago, dije, y me alejé de ella, que gritó: ¿adónde vas?, pero su grito se perdió dentro del mío, que ya era tan enorme como el silencio del cielo; y me alejé de todos, de una ciudad que no era mi ciudad, de una vida que no era mi vida, corrí ya casi llevado por el viento, las espinas delgadas de mi cuerpo flotando en el aire, corrí, volé hacia los bosques transportado por una ráfaga de brisa como el polvo o la basura, avancé por la hierba, entre los árboles, desgastándome con cada palabra: basta con eso, dije, no más hogar, no más vida, no más esfuerzo, dije, grité en silencio: ya basta de mundo y de existencia, ya basta de hacer y de procurar, soportar, callar y mirar buscando respuestas, no, no más luz sobre mis ojos, nunca otro día más, basta de desear y pretender, de conseguir y por último perder lo conseguido y enfermar y morir y terminar en nada, todo vacío, intrascendente, limitado y mediocre: basta, porque hay un error en nosotros, un hiato perenne, el sello de la nada, esta boca siempre abierta, este hueco hacia algo y desde algo, miradlo: está en vosotros, el sumidero, el vórtice; lo he soportado todo, incluso los años de silencio, los años iguales y el silencio, la muerte interior, el vacío interior, la falsa esperanza, la ausencia de deseos, pero no puedo soportar esta conexión: si tiene que existir esto, este hueco vacío y nulo, esta ausencia de mi carne y de mi cuerpo, si tiene que existir la boca, prefiero echarlo todo fuera, dejar que todo se vaya como un soplo puro, que lo oigan todos, que todos lo sepan, prefiero esto a la falsa seguridad de un cuerpo muerto, eso dije, eso grité, y me vi por fin convertido en nada, la oquedad llenando todos mis huesos abiertos como flautas mudas, desmenuzados como arena por fin, solo esa ceniza última, apenas el rastro leve que el viento termina por borrar, el vacío enorme de esa boca que tiene que decir y revelar y descubrir y gritar y acusar y vaciarme hacia fuera desde dentro y mezclarme con todo, esa boca abierta e infinita del silencio absoluto por la que hablo aunque nadie oiga


    5. ¿Protestas? ¿Miras al suelo, te muerdes los labios?… ¿Piensas en la venganza, en remediar la ofensa, el ataque a tu honor, la traición real e imaginaria, la infamia de tu cautiverio en Venecia y de tu delación?… Tranquilízate, por favor


    1. –«Me muerdo las uñas y giro los pulgares, estoy nervioso pero me divierte


    2. Me muerdo el labio


    3. Cual un recién nacido, yo los succiono y los muerdo;


    4. –Puede que el coche también tenga los nervios de antes de la boda -sugiero yo mientras, desacertadamente, me muerdo las uñas, impecables después de la manicura


    5. – Me muerdo el labio y trato de reprimir la extraña sensación que tengo


    6. Me muerdo el labio y hago una mueca por el dolor


    7. Habría tenido que ser el final, el careo definitivo, pero aún estoy que muerdo —dijo


    8. Cuando la tienda se vacía, Lucy deja una tetera, me abraza y me muerdo el labio para intentar detener la emoción que me invade


    9. Se me figura que si le veo otra vez delante de mí, le muerdo


    10. —Me muerdo el labio e intento seguir describiendo la escena

    11. Me muerdo el labio y vuelvo de mal humor a mi habitación, asegurándome de que Peeta pueda oír que cierro de un portazo


    12. —digo, mirando a los Vigilantes, que están en el balcón, y me muerdo un labio—


    13. Me digo que es buena señal y me muerdo con fuerza el interior de la mejilla, porque estoy a punto de echar fuera el desayuno


    14. –Muerdo, muerdo, muerdo -dijo, y lo hizo


    15. –No muerdo, ¿sabe? – comentó apaciblemente el pistolero


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    morder in English

    bite nip pinch

    Sinonimi per "morder"

    masticar mordisquear roer raer