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    huele


    huelen


    hueles


    huelo


    olemos


    oler


    olido


    oliendo


    oléis


    olí


    olía


    olían


    olías


    1. “Se huele” - una voz se retorcía en el desagüe pluvial de la cuadra


    2. lo cual huele a herejía, o suponiendo, y esto espeor, que trasmigran las almas


    3. huele el tocador deLuisa, y le trajo a Bebé un sable dorado—


    4. fieles y se cierradesdeñosamente la puerta a todo lo que huele a


    5. También huele á muerto el


    6. Fernando fué a la zapatería, cogió un fuelle grande y lo rellenó de esacasca que queda después de curtidos los pellejos y que huele que apesta;luego hizo un agujero en el tabique de la trastienda y esperó la


    7. Sí, a sangre fría, se reconoce el derecho a encontrar que el cubo pesa, de un modo absoluto, no está tan segura de tener derecho a encontrar que huele mal, y por lo mismo sólo lo mienta cuando está irritada, dejando a un lado todo pudor


    8. Ahora bien, ella quisiera convencernos precisamente de lo contrario: de que la cuba del 5 de la Rue Sainte-Eulalie es particular, que huele peor que las otras y que ninguna portera podría soportar su hedor


    9. ¿Qué desahogo le quedaría entonces para sus apocalípticas iras, que a veces duran hasta cuatro días y que, si al principio sólo van contra un solo vecino, no tardan en extenderse a todos los demás, a todo el mundo de los inquilinos en general y al poco tiempo a la humanidad entera, exceptuando a Gastón? He aquí por qué no comete la imprudencia de decirnos que el cubo huele mal


    10. Me ocurre algo parecido a lo del campesino que regresa a la granja paterna, después de pasar algunos años en la ciudad, y se echa a llorar de emoción al husmear la brisa que huele a estiércol

    11. Julián Santiso va un par de veces al mes, quizá cinco cada dos meses, al piso que tiene en Santiago, en la calle de Romero Donallo, y que huele a humedad y a marijuana, los dos olores están ya pegados a la paredes y dibujando muy extrañas figuraciones, una nariz, una mujer, una puesta de sol, un ahorcado, allí se reúne con sus compañeros/as de salvación y hablan palabras y palabras, Julián Santiso traza en un papel los mensajes y las órdenes que le dicta el Sumo Arquitecto, su mano es llevada por el mismo Sumo Hacedor y no por ningún siervo mortal, y va dejando su huella sobre el papel, Julián Santiso escribe con los ojos cerrados porque el Altísimo le guía con su sabia y serena benevolencia, Dios dispone de las vidas y las muertes y no titubea jamás, las benditas ánimas del purgatorio ofician de despertador al durmiente que tiene que ir a la oficina, pero no ayudan a ahuyentar los sueños pecaminosos, para ello debe pedírsele ayuda a san Cipriano poniéndose de rodillas entre una vela blanca y un ramo de olivo, después se tomará un baño con veintiún claveles también blancos, agua de colonia, azúcar y amoniaco, todos los aliados son buenos para luchar contra el comunismo y las ideas disolventes, amén, a fines del mes de julio de 1969, mientras don Juan Carlos presta juramento ante las Cortes y los astronautas del Apolo regresan a la Tierra, a los rusos se los llama cosmonautas, Julián Santiso reúne una noche en Santiago a sus más leales seguidores, Salustiano Balado Abeijón, también maestro ínfimo de la Escuela de Albores, caminemos hacia la paz blanca y espiritual, Ana María Monelos, la viuda del joyero que se tiró por la ventana, en una bolsa de seda verde mete un trozo de pergamino con tu nombre escrito en letra redondilla, tres clavos de carpintero de ribera usados, una siempreviva, trece cabellos de tu propia cabeza y una estampa de santa Elena, pídele que aleje de ti la histeria, la neurastenia y el mal de amores, el favor debes pagárselo regalando una cruz de Caravaca a una doncella noble, también Fran o sea Simón Pedro,


    12. «Este», decía, «no huele», y olisqueaba amorosamente el interior de las grandes orejas temblorosas del perro


    13. Pude escuchar cómo la chica interrumpía su tren de quejas para decir: «Agh, ¡qué mal huele!», antes de que se cerraran las puertas


    14. Sus estatuas de mármol han de entusiasmar por siglos y siglos las almas inocentes y orgullosas de los niños; su tumba olerá a lealtad, como huele a lirios


    15. —No, si lo que huele es el pez muerto, que lo llevo en el bolsillo


    16. Se reclina en un cojín de Jaipur (porque le gusta todo lo relacionado con la India) y piensa en lo que ha visto hoy, una tienda que huele a todo el mundo, una mujer cuyos ojos eternos le atraen como


    17. —¿De veras? —Pero se concentra sobre todo en el paquete, lo huele


    18. Es como un aroma de especies y frutos exóticos que se huele en todas partes: en el aire, en los cuartos de las casas con sus aromáticos techos de madera, en las comidas y en las bebidas


    19. Ahora Leon está de pie, con las manos en jarras, sacudiendo la cabeza, y Martin se tumba en el suelo alzando la vista hacia la cámara y me ve y se levanta y se me acerca, dejando la pistola en el suelo, y Leon la agarra y la huele y aquí básicamente no hay nadie


    20. Ahí, en las colinas de las inmediaciones del pueblo obrero de Camas (Washington), donde la mayoría de los días el aire huele al humo amargo de la fábrica de papel, ahí está:

    21. El aire está rancio y huele a moho


    22. No huele a orina en cuanto entras por la puerta


    23. A Denny le huele el aliento a nachos


    24. Denny se mete un dedo en la oreja limpia, hurga y se huele el dedo


    25. El recuerdo de un cuento de hadas de la infancia: el gigante dice que huele a sangre humana en su guarida


    26. Huele a pretenciosidad, dice el Observer; se trata de una afectación no sin cierta conexión con los largos inviernos nórdicos, las noches de excesos alcohólicos y las resacas


    27. No habiendo pegado los ojos en toda la [93] noche, era su cerebro un horno, sus ideas lúgubres, de una melancolía intensa, como si en el alma se le fuera metiendo el romanticismo de la clase nocturna y sepulcral, ese que huele a tierra de osarios y a siemprevivas putrefactas


    28. Carlos, mediante un convenio de familia o pastel dinástico, que aún no ha sido puesto al horno y ya huele a quemado


    29. Hay momentos en los que pienso que si mi padre no me hubiese traído a Lisboa yo sería feliz, y por ser feliz quiero decir no encontrarme tan sola con mi enfermedad como aquí, donde la adivino, la mido en el interior del cuerpo, calculo sus progresos en el hígado, en el corazón, en los riñones, me inyecto dos veces al día, si me siento mareada, en el retrete del Liceo, de modo que mis compañeras no desconfíen de nada, porque aquellas a quienes se lo conté imaginan que llevo una muerte contagiosa conmigo y tampoco a mi tía le digo nada, vuelvo del médico y ella, fingiendo que no sabe adonde he ido, Buenas noches, mi tía a la que nunca le gustó que mi padre se casase en África con una desconocida, con una mulata tal vez, sin prevenir a la familia, sin traerla primero a Portugal para someterla en Esposende a la aprobación de mis abuelos, y la única vez que vinieron se apearon sin avisar en Oporto, hicieron el resto del viaje en autobús, con mi madre en busca de Mozambique en las ventanillas, y aparecieron en casa de mis abuelos, a la hora de comer, con una maleta llena de estatuillas y de máscaras de madera, y mi abuelo, que vendía telas en un establecimiento llamado Perla del Tergal, ¿Qué es esto?, y mi abuela mientras se santiguaba Sácame de ahí la carantamaula del Demonio, Domingos, que siento la peste del infierno en casa, y era el olor de la diabetes, y mi madre a mi padre, sin hacerles caso, sin conversar con ellos, apoyada en el alféizar en busca de las traineras de la isla, mi madre, intrigada con los petreles, ¿Qué aves son ésas, Domingos?, y mi abuelo, cogiendo una jirafa de marfil, Fíjate en el bicho, Orquídea, ¿en el sitio donde vivís hay elefantes?, y mi padre Son petreles, devoran barcos hasta no dejar ninguna espuma detrás de las hélices, y mi abuela, agarrada al rosario, Huele a infierno, ya os he dicho que huele a infierno, que huele a las flores de los muertos, pásame el chal que voy a buscar al párroco, y mi abuelo, sirviéndose aguardiente, Daría diez metros de franela por toparme con elefantes al galope en el bosque, y mi tía ¿E hipopótamos, Domingos, qué es lo que hacen con los hipopótamos?, y mi padre A los petreles no les escapan ni la niebla ni el viento, devoran lo que pueden, hasta un cine ambulante que anduvo por allí se les sumió en el estómago, ¿no es verdad, Orquídea, no es verdad que no se volvió a saber nada del que manejaba el proyector?, y mi tía El cine se fue a Póvoa, Domingos, ¿dónde se han visto petreles que se lancen a picotear películas?, y mi abuelo, repitiendo el aguardiente, Sólo vi uno en el calendario de la taberna, y mi padre No picotean películas pero picotearon a tu amigo el que vendía las entradas, el que no volvió a tirarte los tejos, y mi abuelo ¿Qué?, y mi padre Que responda Orquídea, que Orquídea te hable de los sauces llorones, y mi tía Mentiroso, ojalá se te paralicen las piernas, mentiroso, y mi abuelo ¿De los sauces llorones, grosera?, y mi madre Petreles, dices tú, ¿es petreles como los llaman, Domingos?, y mi tía Yo qué sé, padre, es invención de Domingos, los aires de Mozambique le han secado la mollera, y mi padre a mi abuelo ¿No quiere venir a volar conmigo bajo la tierra?, y el párroco, atareado en bendecir el baúl y los rincones de la tienda, y cubriendo a mi madre con un crucifijo enorme, Realmente huele a infierno y a las flores de Satanás, pero no es de las estatuas sino de esa pecadora, y mi abuelo a mi padre ¿Tú vuelas bajo la tierra, muchacho?, y mi abuela a mi padre Ay has traído al demonio contigo, Domingos, y el cura, echándole agua bendita a mi madre, En nombre de Jesucristo vade retro, emperador de las tinieblas, te ordeno que liberes a tu sierva y regreses a tu reino, y mi abuela ¿Y si ella pare un hombre lobo?, ¿eh?, y mi padre a mi abuelo He volado en la mina de Johannesburgo, padre, si usted tiene un pico y quiere probar yo le enseño, abrimos un hoyo en el suelo y listo, y el cura Vade retro, y mi madre Devoran barcos pero ahora andan por encima de nosotros piando, en una de ésas nos meten en el buche, y mi abuela, lanzando cocodrilos y guacamayos de madera por la ventana, Un bebé oscuro, lleno de pelos, qué horror, un bebé que salta de la cuna para galopar por la casa, hace años, venía yo en el tren de Lamego, descubrí dos a lo lejos, a carcajadas en un pinar, el cura sujetó a mi madre por el brazo, Vade retro, y mi padre Alto ahí, no sea fresco, suéltele la mano a mi mujer, y mi abuelo Pico no tengo, ¿no sirve un rastrillo, hijo?, y mi tía Yo no me acosté con ningún hombre sobre la lona después de los espectáculos, yo no quise perder lo que sólo se sabe que se tiene cuando se pierde, lo que sólo es importante cuando deja de ser, porque cuando se tenía no existía y lo que yo tenía quedó en la arena de Esposende y es parte de las mareas y de los arbustos de la playa, y mi madre Yo no pretendo acabar a gritos, como las aves, por encima de esta casa, y mi padre al cura Si vuelve a tocarla le rompo la cara, vaya a echar su agua a otra parte, y mi abuela ¿Y el incienso, señor párroco?, si ha traído el botafumeiro échele unos humos a ella y listo, y mi abuelo Quien dice rastrillo dice cualquier cosa que agujeree, una pala, una hoz, unas tijeras, ¿lo que hay que hacer es cavar un foso, no?, y mi tía Nunca lo he visto con la cabeza descubierta, nunca lo he visto desnudo, pero me falta su aliento en los oídos, me faltan sus dedos, me falta la paz de después y el mar que bate en mis huesos en los peñascos y yo no quería, padre, yo no quería, yo quería y no quería, yo quería, yo no quería querer y quería, yo fui a Póvoa a visitarlo y el acomodador Hay aquí una moza que te busca, Claudino, y él al empleado Yo a ésa no la he visto en mi vida, dile que es un error, hombre, y el acomodador a mí Él no la ha visto en su vida, y yo sin el valor de hablar, yo sujetándome las horquillas del pelo sin darme cuenta de que me sujetaba las horquillas del pelo, y el cura, salpicando con agua bendita a mi padre, Yo no he tocado a su esposa, señor, he venido a exorcizar al Príncipe del Mal, y mi abuelo, a martillazos en la tarima, ¿Es necesario ir muy abajo para volar, Domingos?, y mi tía Pero me quedé hasta el final de la película, y cuando las personas salieron y el acomodador apagó las luces allí dentro, cerró la puerta con candado, puso cerrojo a la taquilla y desapareció por las calles de la ciudad, cuando el dueño del cine bajó los escalones desde la cabina allí estaba yo, a que era un error, a que él no me vio nunca en su vida, mirándolo, sin reproches, sin pegarle, sin llorar, mirándolo, y él ¿Qué pasa?, y yo, Sólo quería que me devolvieses lo que me quitaste en Esposende para poder irme, y mi madre, acostumbrada a los cocoteros de la playa, Los petreles se comieron las traineras, qué pena, y mi padre a mi abuelo, Con unos diez o quince metros alcanza que después cogemos el ascensor de la mina, y el viejo a mí, en la cervecería de los camioneros que recobraban fuerzas para el Alentejo, pedía, sonándose, otra infusión de limón, posaba su palma sobre la mía, la retiraba, la posaba otra vez, el viejo componiéndose sus pocos pelos con la mano libre, La señorita aún no ha respondido a mi pregunta, al fin y al cabo ¿se casa conmigo o qué?


    30. Me huele que tienes otro ataque de superstición

    31. De tan cerca, el prisionero huele agrio, a sudor y a descomposición corporal


    32. Huele a cerrado y a perros mojados


    33. Huele a carne cocida y está el cortante olor a piel de reno vieja, ese que tiene cuando la grasa se ha puesto un poco ácida


    34. –Bueno, pues -dijo Abby-, si le huele mal el cuerpo, se debe de duchar mucho


    35. Al chocar contra el suelo se rompió, y lo que huele es eso


    36. –Créame -insistí mientras retiraba cuidadosamente la piel de las costillas para no dañar los músculos intercostales-, el cuerpo huele muy raro


    37. –Ese hombre está enamorado de todo lo que huele a Hollywood y se las ha arreglado para trabajar con equipos de producción en películas y sesiones fotográficas


    38. La circuncisión ritual, o corte del prepucio con un afilado cuchillo de piedra, se tolera más o menos cuando eres un niño de pocos días y ni sabes hablar ni te piden opinión, pero si te la tienen que practicar ya talludito, ver que un tipo barbudo que huele a sudor rancio, ase sin contemplaciones tu bien más preciado, tu otro yo, con una manaza de uñas enlutadas, para cortarle, así, en frío, sin anestesia, una rodajita de prepucio, con lo que eso duele y el riesgo de infección que comporta


    39. ¿Admitirían en sus mansiones las damas esclavas reparadoras de la Santísima Virgen, facción reconstituida, al chocolate con bizcochos de los viernes, a un cura recién llegado del trabajo que huele a sudor, a bosta y a estiércol?


    40. —Espero que sepa igual que huele —dijo Manuela cuando el niño apareció en el comedor sosteniendo el plato humeante

    41. «Galio, sí, huele bien


    42. Todo le parece marrón, como si el tiempo otoñal del exterior hubiera penetrado en la sala, y el lugar huele agradablemente a humo de cigarro puro


    43. Creo que Shayla es tan presumida que se cree que su culo no huele, ¿sabes lo que quiero decir? Creo que se merece que todo el mundo se ría mirando eso


    44. –Porque el cajón huele a whisky


    45. En ese momento yo estaba nervioso, el momento en que tendría que aceptar la casa, ponérmela, por así decir, como algo que ya había llevado en otra vida anterior a la Caída, un sombrero que antaño estuvo de moda, digamos, un par de zapatos anticuados, o un traje de boda que huele a naftalina y donde ya no me cabe la tripa y que me tira de la sisa pero cuyos bolsillos están rebosantes de recuerdos


    46. Huele a incienso de vainilla y a suelo recién lavado


    47. Huele a tapicería, y a aire artificial, y a comida en bandeja de plástico


    48. Huele a quemado


    49. El aire huele a él


    50. Por eso huele así












































    1. dan sólo en las laderas del castillode Cabra; ciruelas, dulces como la miel, que huelen


    2. cajitas de abeto, que tanbien huelen a resina y a pino, de los bosquesdel Norte


    3. estas que llaman ollas podridas, que mientras más podridasson, mejor huelen, y en ellas puede


    4. empanadasque acaban de salir del horno, por lo que huelen, son deáguilas;


    5. suerte que laspoblaciones se huelen mucho antes de llegar a ellas, y aun decolumbrarse en el


    6. —Nada, caballeros, hay que desengañarse, en este país, ni las mujeresaman, ni los pájaros cantan, ni las flores huelen


    7. demostrar que en Filipinas las mujeres aman,los pájaros cantan y las flores huelen


    8. Las mujeres no aman, los pájarosno cantan, y las flores no huelen


    9. En Filipinas las mujeres aman, los pájaros cantan, y las flores huelen


    10. supermercados que huelen a lavado de dinero, expendedoras de comida rápida que surgen de cualquier

    11. Todos los cubos de basura huelen mal, podría objetársele; no tiene usted más que confesar que no sirve para ese oficio


    12. Y la verdad es que he pasado del gran hotel al hotel de estudiantes, y de ahí al albergue de la Calle Catorce, cuyas alfombras huelen a margarinas y grasas derramadas


    13. –Sí, los demonios son todos hombres y además huelen a azufre y echan chispas por todas partes, por los ojos, por la punta del pelo, por el rabo, por el sexo, por todas partes


    14. Mientras subo por las escaleras, que huelen a calcetines sucios, me acompaña una voz como un clavo herrumbroso que rascara en el interior de mi cráneo


    15. Y hasta los trenes, que en todo el resto del mundo huelen a trenes, en México huelen a algo mejor


    16. Enseguida se huelen que Chillas vende heroína, le tienden una trampa y demuestran que es el asesino de su mejor amigo


    17. Después me ha tocado visitar queseras industriales computerizadas, donde la higiene es equivalente a la de un quirófano y los establos huelen a bosque de pinos; a las vacas les han puesto tantas hormonas que mugen con voz de soprano y una sola de ellas puede producir suficiente leche como para llenar la célebre bañera de Cleopatra, sin embargo, los quesos no me parecen tan perfectos ni tan sabrosos como aquellos de don Maurizio


    18. Los rayos oblicuos del sol resaltaban el dibujo de las casas-huevo que huelen a madera, dejando sus costados occidentales en la penumbra


    19. Hemos atravesado los grandes bosques de coníferas, que huelen a musgo y espino


    20. Como huelen todos al cabo de unos días de tratamiento

    21. Si hubiera un adarme de sinceridad en la ceremonia, como parecería razonable tratándose de la Iglesia, deberían recoger en portales y cajeros automáticos a una docena de mendigos roñosos, de los que huelen a guano a diez metros de distan cia, y llevarlos tal como están, con toda su sustancia, a presencia del señor obispo para que les lave los pies y se los deje limpios como una patena, recorte de uñas incluido, que las tendrán como garrones


    22. –Es el momento más oportuno para recoger las flores -dijo Ayla-, cuando huelen a miel


    23. –Sólo porque huelen bien y dan un sabor dulce y picante


    24. –La verdad es que huelen mucho peor


    25. Aquí las rosas ya no huelen


    26. –¿Sabes que los hombres huelen distinto a las mujeres? – comentó ella mientras se relajaba sobre los almohadones


    27. ¿Qué opinión le merecen a usted? A mí me huelen a laboratorio


    28. –Qué gusto esta atmósfera tan fresca -comentó-, cómo huelen la yedra y el musgo


    29. ¿Qué seguridad es la que observo aquí? ¿Puedo juzgar el peligro en que me encuentro en el interior a través de las experiencias que realizo desde aquí afuera? ¿Siguen mis enemigos el verdadero rastro cuando no estoy en la construcción? Algo huelen probablemente, pero no con seguridad


    30. Huelen a caca de paloma, pero, como ves, no se los han comido las ratas

    31. El olor no se iría, son las paredes las que huelen a cebolla, las manos me huelen a cebolla


    32. –Aún no los has metido en el horno, y ya huelen -le digo, riéndome


    33. Todos se huelen un escándalo latente, pero ni son capaces de identificarlo ni saben dónde se oculta


    34. El emperador se ocultaba en una Roma que hervía en la sangre de decenas de ejecuciones sumarísimas mientras las fronteras quedaban mal provisionadas, con escasos suministros, y los bárbaros olían la debilidad igual que los perros huelen el miedo en los hombres


    35. Cuando empezaron a enviar gente al espacio tuvieron que comunicarse con ellos, así que enviaron imágenes a partir de las cuales reconstruyen el mensaje y, ejem, lo huelen


    36. –Pues mira, de hecho ayer le compré una de esas cestas con sales de baño y jabón que huelen tan bien


    37. Tanto sufrir por el frío, por los pasillos con corrientes de aire y por la búsqueda de cuartos de baño en mitad de la noche… Y mi habitación es encantadora, está caliente y además dispone de su propio baño, donde Sarah ha dispuesto varios frascos de sales de burbujas que huelen de maravilla y toallas gruesas y suaves


    38. Las mujeres le huelen entonces las heridas, y si huelen a cebolla, dicen: «Tiene la enfermedad de la cebolla», y saben que morirá


    39. Olían como huelen los niños pequeños: a tierra y a hierba dulce, a pura inocencia


    40. Huelen como la madera, como los periódicos, como la vainilla

    41. – ¿Por qué las cárceles siempre huelen a orina? –preguntó Lloyd, sólo para entablar conversación – Quiero decir que incluso las celdas vacías huelen a orina


    42. Pero no gritó; en ella se adivinaba la decisión de las hembras cuando huelen a un enemigo y no quieren traicionar su presencia ni tampoco la de sus crías


    43. Eh, esas gachas huelen bien


    44. Las mutaciones son inútiles para un protector; simplemente, no huelen correctamente


    45. Esas cazadoras huelen a muerte


    46. Las hojas de la rosa huelen cuando las flores florecen


    47. las hojas de la rosa huelen cuando lloran y se encogen


    48. Tapo los macarrones con queso que huelen muy fuerte y los guardo en la nevera vacía, y decido que Marino tiene razón sobre la trufa


    49. —Todos huelen: el cadáver, las copias


    50. “Encantada de que le guste; son admirables, fíjese en ese collarín de terciopelo malva; sólo que, como puede ocurrirles a algunas personas muy bonitas y muy bien vestidas, tienen un nombre feo y huelen mal


















    1. Cuando sopla el viento de tu dirección, hueles a hierros oxidados, Barak


    2. – ¿No lo hueles?


    3. Hueles tan rico, gruñó, besando la suave inclinación de su cuello


    4. —Vigílalas por mí —y a la niña—: Si hueles a quemado, pon el horno en el tres


    5. –Qué bien hueles, me encanta -le dijo-


    6. ¿No lo hueles en el aire?


    7. –Eres bello como el sol, hijo, pero hueles a sudor y estás cubierto de polvo


    8. Todo el tiempo hueles a jugos masculinos fuertes —añadió—, como si hubieras estado en un incendio


    9. –He estado fuera un tiempo y… ¿no lo hueles? En esta ciudad hay olor a derrota, amigo


    10. Hueles a las hadas que te hirieron, y saben que Niall te quiere lo suficiente como para matar a los suyos por ti

    11. –¿Lo hueles? – preguntó una vez dentro, apoyándose contra la pared de notas de Quinn con el traje arrugado, los labios hinchados por el puñetazo de Bondurant y la corbata torcida-


    12. –¿No lo hueles? – preguntó ella-


    13. Vas sucio y hueles mal


    14. No hueles mal


    15. Hay que ver lo bien que hueles


    1. —Soy un ratón muy fino y los huelo de lejos


    2. Casi huelo el tonificante aire salobre de la ciudad, tantas veces imaginada y siento bajo los pies la ondulación de sus colinas


    3. Oigo que enciende un pitillo, huelo el humo, luego pregunta:


    4. Huelo su acre sudor


    5. –Además, el Consejo Municipal tiene intención de ampliar el departamento de policía y me huelo de que eso ayuda a explicar algunas cosas


    6. –Ahora lo huelo -confirmó Sebastián después de llevar la copa a los labios-


    7. Aquí me huelo una historia


    8. Me huelo que va a insistir en quedarse contigo si la Compañía se marcha de Andor


    9. Huelo el agua marina


    10. Huelo a grasa de oso

    11. No sé por qué, pero cada vez que estoy en un hospital, huelo a verduras en lata


    12. "Tengo sentido de la oportunidad y huelo el dinero


    13. Cuando entro huelo a productos de limpieza y me doy cuenta de que han arrastrado una de las colchonetas al centro de la habitación


    14. —Yo no huelo nada —declaró Menion aspirando el aire con desesperación


    15. Huelo el humo y me acuerdo del pastel de cumpleaños


    16. No quiero pensar que no hay ni pizca de altruismo, pero estoy segura de que huelo la ambición y otros factores que la motivan


    17. —Callaos, que me huelo un gol —aúlla Katerina—


    18. —¡Te huelo, ladrón! —anunció el dragón con una voz de trueno no muy lejos del escondite del drow


    19. Desde entonces cuando huelo jazmines viene la Granny a saludarme


    20. Desde mi puesto en la hamaca huelo todas las flores de madre y puedo oírlo todo

    21. Todavía no sé de qué se trata, pero lo huelo


    22. Cuando se mueve oigo el sonido de las cuentas y huelo a tierra húmeda y descompuesta


    23. Huelo sangre todavía fresca


    24. –Porque huelo el tabaco


    25. Lo siento y lo huelo


    26. –Te huelo, viejo -repitió Billy, y se dirigió a un lado del edificio


    27. Me huelo una traición abonada por vuestra lealtad y valentía


    1. –Eso ya lo olemos, Cal -replicó Castleton al tiempo que se levantaba


    1. Podía incluso oler el tufo del musgo que recubría esa pesada laja


    2. los porque, a diferencia de su Dios, pueden oler, y el mismo Yahvé,


    3. es tener capacidad para oler en el entorno el momento en que las


    4. Se hablaba de mí, al no oler como todos y desinteresarme de todo tipo de situaciones injustas y desgastantes


    5. tiempo que unade las cabalgaduras en que venían los cuatro que llamaban se llegó a oler


    6. Podía oler el aire de la madrugada y los cigarrillos que fumaba Bob


    7. cucharadas de azahar y lehicieran oler el frasco de sales


    8. [4] Rebecca Leung, «Can Dogs Sniff Out Cancer?» [¿Pueden los perros oler el cáncer?], 60 Minutes (9 de enero de 2005)


    9. Comenzaron los rosarios y las misas, el prolongado duelo insoportable, repleto al atardecer de visitantes conocidos, así como también de esos lúgubres cuervos que sólo hacen su aparición cuando comienza a oler la carne ya difunta


    10. Me acarició la cara con dulzura, y pude oler la tierra y el vino en sus dedos

    11. Puedo oler el gas


    12. Diez años antes, cuando Ángel Sánchez marchaba con sus compañeros por la selva, con la vegetación hasta las rodillas y la tortura inconsolable de los mosquitos y el calor, acorralados, cruzando el país en todas direcciones para emboscar a los soldados de la dictadura, cuando no eran más que un puñado de locos visionarios con el cinturón atiborrado de balas, el morral de poemas y la cabeza de ideales, cuando llevaban meses sin oler a una mujer o echarse jabón por el cuerpo, cuando el hambre y el miedo eran una segunda piel y lo único que los mantenía en movimiento era la desesperación, cuando veían enemigos por todas partes y desconfiaban hasta de sus propias sombras, entonces el Negro Rivas se cayó por un barranco y rodó ocho metros hacia el abismo, estrellándose sin ruido, como una bolsa de trapos


    13. Kate dio un suspiro de alivio: al menos no tendría que oler el maravilloso tabaco de Angie, la tentación era demasiado grande


    14. El aposento era muy sencillo, pero estaba limpio y olía a desinfectante; Josué, tras tantos días de dormir en una hamaca, oler a brea, a galleta rancia y a pescado en salmuera, tuvo la sensación de haber regresado al hogar paterno


    15. Aquel calor no era más que un pálido reflejo del incendio que acababa de desatarse en mi interior, una catástrofe fulgurante, instantánea, donde el pudor atizaba a la excitación y era a su vez implacablemente alimentado por ella, para que yo pudiera escuchar el crujido de las ramas que se desgajaban de los árboles, el chisporroteo de las cortezas resinosas, el susurro de las púas en llamas, y oler el fuego, verlo avanzar por las laderas de un monte imaginario, que era yo y estaba ardiendo de una culpa inocente, que no había hecho nada para merecer, y de una vergüenza infinita que sin embargo no era capaz de apagar todos los focos, siéntese, por favor, perdóneme, no le he ofrecido nada, ¿quiere tomar un café?, y Raquel Fernández Perea, que era mucho más guapa de lo que parecía, encendiendo la última vela antes de zambullirse desnuda en el agua con su cuerpo de treinta y cinco años y su piel de melocotón, esas piernas tan bonitas y las caderas levemente más anchas de lo que parecía exigir la estrechez de su cintura, para que mí padre la rodeara con sus brazos mientras pensaba que su hijo Álvaro era un gilipollas que no tenía ni idea de lo que era horrible, ni cursi, ni hortera en este mundo


    16. Podía oler el bron ce de que estaba hecha la llave


    17. Junto a él o en los alrededores había tres cuerpos contorsionados que ya empezaban a oler


    18. Ya que el camión se había manchado y los tanques estaban cerrados, podía oler la mar y los desperdicios putrefactos de la playa cercana


    19. No se podía oler


    20. Y por la noche, volvió para poner los manjares a la vista de su compañero, al cual halló dormido y no consiguió despertarle más que haciéndole oler las emanaciones de las agujas de cordero

    21. Y fueron variaciones continuas en el modo de respirar el aire, de pasearse, de comer, de beber, de divertirse, de ver bailar a las bailarinas, de oír cantar a las almeas, de escuchar los instrumen­tos de armonía, de recitar poesías, de oler el perfume de las rosas, de engalanarse con las flores del jardín, de coger a porfía en las ramas las hermosas frutas maduras y de jugar al incomparable juego de los amantes, que es el juego de ajedrez del lecho, teniendo en cuenta todas las combinaciones sabias de que es susceptible juego tan de­licado


    22. [182] Y a usted la tira tanto el señorío, que si no pudiera de vez en cuando meter la nariz en la casa grande y oler lo que allá guisan, se moriría de pena


    23. Recuerde usted que la chica dijo que su hermana podía oler el cigarro del doctor Roylott


    24. Su mano, cargada de ajorcas y anillos, rozó la mía al agarrar la caña, y pude oler el perfume enredado en su cabellera revuelta; uno de esos perfumes que destilan las brujas de las Tierras Altas, tenues y sugerentes


    25. Casi podía oler cómo transpiraba por su piel, como si fueran sustancias químicas -elementos compuestos que comparten moléculas- subiendo a la superficie para escapar


    26. El perro, tumbado en el fondo de la jaula, se levantó y se acercó para oler la mano de Beau


    27. Con esa inocente referencia, el pasado y el presente se entrechocan y vuelvo a oler las violetas, a sentir el calor que aún persistía aquel verano ya tan lejano, y, con él, el intenso y potente anhelo que me embargaba


    28. El resultado fue desolador: se relajó el fanatismo político, se atemperó el ardor militar, los feroces guerreros del desierto dejaron de apestar a chotuno para oler a perfume y se aficionaron más a dormir en cama suave que en la dura tarima cuartelera


    29. –Sí, lo sé, pero el dinero del Gobierno fluye con facilidad, y no es sencillo persuadir a un congresista de que el trabajo de uno es importante, a menos que pueda ver, oler y tocar el brillo de la superficie


    30. Tanto que se podía oler una mezcla de vodka y coñac

    31. Esa tela de nailon es tan densa que se puede oler el propio aliento


    32. Al oler la comida me entra hambre


    33. Podía oler y sentir cosas que no estaban al alcance de un ser humano


    34. Después de olisquear el aire un par de veces, Green descubrió sorprendido que podía oler la vegetación podrida y el pescado entre la fragancia de los pinos


    35. No me gustaba mucho estar allí abajo, sin saber con quién podía encontrarme, teniendo que oler aquella humedad, aquellas ruinas mohosas


    36. Eso es lo que vio al abrir los ojos en el sueño, y podía oler el extraño aspecto y la belleza de todo, como si en parte ya supiera que había traspasado la frontera de la realidad


    37. No creo que le diera mucha importancia, estoy seguro de que yo era tan despiadado como cualquier muchacho, pero aún puedo ver la aulaga, puedo oler el perfume mantecoso de sus flores, recuerdo el tono exacto de esas motas marrones, tan parecidas a las que había en las pálidas mejillas de Avril y en el puente de su nariz chata


    38. Sabré seguirlo con la misma facilidad con que un zorro puede oler el rastro de un conejo


    39. Al oler las guascas, a Clemencia se le esponjaron los recuerdos


    40. Una pasó justo debajo de su nariz, y pudo oler su caliente aleación

    41. El príncipe podía ver la luz de la luna y oler el aire fresco mientras se acercaba a la escalerilla por la que había bajado a las alcantarillas


    42. Lo que sí percibí, al oler algunas de las áreas del tejido, fue un inconfundible tufo a sulfídrico, emanación muy propia en la putrefacción de la materia orgánica


    43. Deseó que pudieran oler su aliento


    44. Quería oler madera recién cortada, experimentar la satisfacción de una cola de milano bien hecha


    45. No parecían oler tan bien como al principio


    46. Al DG le encantan y Frank sabe distinguir entre chismes y cosas importantes y tiene el don de oler los problemas mucho antes de que se presenten


    47. De solo oler la carne y ver la sangre de ella y la grasa en el plato de sus amigos, le parecía que se trastornaba


    48. Otrora había tenido la capacidad de oler milagrosamente el mal, de la misma manera que un caballo detecta por la noche un puente cortado; pero el hombre de los extraños pies en la habitación de Phoebe se había reducido al aura alrededor de Jill


    49. ¿Qué pasa si hay mareos en la cabeza, pesadez en la frente, zumbidos en los oídos, lágrimas en los ojos, incapacidad para oler e inflamación de las encías?


    50. Los susurros no están limitados a la presentación de malas noticias y hay hombres capacitados para oler la injusticia por muy despacio que ande











































    1. era superior al detodos sus contemporáneos, había olido algo


    2. Sólo entonces se dieron cuenta de lo mal que había olido toda la ciudad hasta ese momento


    3. Cualquier respuesta lógica o coherente hubiera olido a falsa modestia


    4. el mal de lo desconocido, un mal presentido e imaginado antes que visto u olido


    5. Se lo contó casi todo, cómo había mirado por la ventana, había visto al hombre y se había olido algo raro


    6. He estado en la fortaleza de Capricornio y he olido el brebaje de acónito y cicuta que preparaba Mortola


    7. Al igual que Kelemvor, había olido algo fétido


    8. Debía de haberlos olido y se había escondido aún más hondo en su madriguera


    9. –No, pero he olido en el ambiente, entre el personal de Palacio, que pronto habrá ocasión de ofrecerse a Tito para ayudarle a conseguir sus propósitos


    10. Creyérase que Mauricia lo había olido, porque de improviso alzó la cabeza, adquiriendo tal animación y vida su cara que parecía mismamente la del otro cuando, señalando las pirámides, dijo lo de los cuarenta siglos

    11. Lo ha olido


    12. Hubiera olido la brillantina de su pelo y examinado con cuidado sus ropas


    13. Y por encima de todo nunca lo había olido


    14. –El mundo de las drogas siempre ha olido así


    15. Robb Stark no es tan tierno, y jamás ha olido tan bien


    16. ¿Lo ves? Ha olido esto y ya no le interesan los repollos


    17. A bordo del barco, los humanos seguían indiferentes, ignorantes cié la muerte afilada y enloquecida que se agazapaba a su lado, sin comprender las señales evidentes de agitación de los animales enjaulados, que hacía tiempo que habían olido las feromonas que el cuerpo febril de Explorador lanzaba al aire con su transpiración


    18. Recordó, con un sollozo de desesperación, que ya lo había olido una vez; en la exposición en tinieblas


    19. El descubrir que su esposa, lejos de estar enferma, estaba atareada copulando ardientemente con un vecino que, por ende, nunca le había caído bien, y que le habían obligado a venir desde Amsterdam hecho un manojo de nervios únicamente para restregarle aquella cosa tan fea por las narices -que tan poco se había olido hasta entonces-, fue demasiado para la capacidad de aguante del señor Grabble


    20. –Yo podría haber olido el azufre cuando estaba en la superficie de Io, ¿pero quién querría hacerlo?

    21. Pasaron varios minutos antes de que se abriera la puerta, y cuando ocurrió la golpeó, como un cubo de mierda caliente, una oleada del peor olor corporal que había olido en su vida


    22. Prestó atención al creciente sonido de los motores diesel y, cuando el ruido se bifurcó, Andy supo que su compadre se había olido bien la jugada: se la había olido con tanto acierto como buen jugador de la línea defensiva en una tarde de domingo


    23. lo había olido? En Memphis, cuando ella estaba junto a la celda, cuando él le tocó un dedo durante


    24. ¡Ahí vienen los libertadores! Han olido el jugo


    25. Pero si no se ha olido Ankh-Morpork en un día caluroso, no se ha olido nada


    26. –En cuanto he visto a Joe Edwards y a sus compañeros recoger esos andariveles, estando aún el caballero sentado a la mesa, me he olido algo


    27. Recordó que lo había olido una vez de niño


    28. ¿Siempre había estado tan sucia la ciudad? ¿Siempre había olido tan mal?


    29. —Lo he olido antes, en alguna parte de esta ciudad


    30. Los lobos habían olido a los fugitivos de la balsa y pronto los atacaron

    31. Me lo llevé a la nariz incrédula, no había olido esa mezcla de lavanda y desinfectante desde hacía veinte años y la imagen socarrona de ese viejo inolvidable me sonrió desde el espejo


    32. En aquel momento, Matt se dio cuenta de que lo que había olido había sido el champú con el que ella se había lavado el cabello


    33. Ésa era la última vez que habían visto u olido a Rand y a los otros dos


    34. De lo contrario, estaba seguro de que hubiera olido el miedo


    35. ¿Quieres que empuje a los caballos por el acantilado, o sólo que los espante por el camino? Ya me han olido y se están poniendo nerviosos


    36. Abstraído en sus deliberaciones, seguro de que había olido el rastro de un animal oculto y peligroso, Meren se marchó sin decir a nadie adónde iba


    37. Quizá por eso su mente se adelantaba a veces a los acontecimientos, por eso, como un sabueso, había olido la falsedad del nuevo amigo de su suegra y por eso supo desde el primer momento que habían envenenado al marqués de la Entrada


    38. Los jinetes aparecieron por la calle: los caballos apretaban el paso al haber olido el agua


    39. Los dragones lo habrían olido


    1. Es triste cuando la obligó a comer! Recuerdo el último día en que, con la boca oliendo a ajo quería demostrar su amor, que yo era un libertino, un golpe en la cara! Por cierto, todavía tengo que devolver los cascos …


    2. Lo más característicoen el concejal perpetuo era la expresión de su rostro, semejante a la deuna persona que está oliendo algo muy desagradable, lo que provenía decierta contracción de los músculos nasales y del labio superior


    3. laafición de sus antecesores los montañeses de Aragón a las hembrasfornidas, duras, oliendo a


    4. La muchedumbre, oliendo a sudor y a tierra, agitábase en el mercado,bajo la luz de


    5. ciudad, y loshombres-fieras, que habían ido a la reunión oliendo


    6. Entre las sotanas nuevas y los trajes de fiesta oliendo a


    7. que va oliendo las hierbas


    8. Durante la semana, paseando entre las cajas del taller, manchado detinta y oliendo a


    9. vez al entrar en la casa,titubeante y oliendo a alcohol, este falso


    10. oliendo á tejidos rígidos en los que seinicia la descomposición,

    11. retaguardia, el escuadrónférreo y montaraz de los picadores, oliendo a cuero


    12. 10:30: Me despierto en el sofá de Matilde oliendo a vómito del niño


    13. Y la tía Marguerite, la hermana de su madre, había muerto, la abuela lo arrastraba a casa de la tía el domingo por la tarde y él se aburría soberanamente, salvo cuando el tío Michel, que era carretero y también se aburría escuchando aquellas conversaciones en el comedor oscuro, en torno a los tazones de café negro sobre el hule de la mesa, lo llevaba al establo, que estaba muy cerca, y allí, en la semipenumbra, cuando el sol de la tarde calentaba fuera las calles, sentía ante todo el buen olor del pelo, la paja y el estiércol, escuchaba las cadenas de los ronzales raspando la artesa del pienso, los caballos volvían hacia ellos sus ojos de largas pestañas, y el tío Michel, alto, seco, con sus largos bigotes y oliendo él también a paja, lo alzaba y lo depositaba sobre uno de los caballos, que volvía, plácido, a hundirse en la artesa y a triturar la avena mientras el tío le daba algarrobas que el niño masticaba y chupaba con deleite, lleno de amistad hacia ese hombre siempre unido en su cabeza a los caballos, y los lunes de Pascua partían con él y toda la familia para celebrar la mouna en el bosque de Sidi-Ferruch, y Michel alquilaba uno de esos tranvías de caballos que hacían entonces el trayecto entre el barrio donde vivían y el centro de Argel, una especie de gran jaula con claraboya provista de bancos adosados, a la que se uncían los caballos, uno de ellos de reata, escogido por Michel en su caballeriza, y por la mañana temprano cargaban las grandes cestas de la ropa repletas de esos rústicos bollos llamados mounas y de unos pasteles ligeros y friables, las orejitas, que dos días antes de la partida todas las mujeres de la familia hacían en casa de la tía Marguerite sobre el hule cubierto de harina, donde la masa se extendía con el rodillo hasta cubrir casi todo el mantel y con una ruedecilla de boj cortaban los pasteles, que los niños llevaban en grandes bandejas para arrojarlos en barreños de aceite hirviente y alinearlos después con precaución en los cestos, de los que subía entonces el exquisito olor de vainilla que los acompañaba durante todo el recorrido hasta Sidi-Ferruch, mezclado con el olor del mar que llegaba hasta la carretera del litoral, vigorosamente tragado por los cuatro caballos sobre los cuales Michel{84} hacía restallar el látigo, que pasaba de vez en cuando a Jacques, sentado a su lado, fascinado por las cuatro grupas enormes que con gran ruido de cascabeles se contoneaban bajo sus ojos y se abrían mientras la cola se alzaba, y él veía moldearse y caer al suelo la bosta apetitosa, las herraduras centelleaban y los cencerros precipitaban sus sones cuando los caballos se engallaban


    14. Y el bullicio cesaba, los alumnos, que a la vez temían y adoraban al señor Bernard, se alineaban a lo largo del muro exterior del aula, en la galería del primer piso, hasta que, en filas por fin regulares e inmóviles, en silencio, un «Adentro, banda de renacuajos» los liberaba, dándoles la señal del movimiento y de una animación más discreta que el señor Bernard, sólido, elegantemente vestido, con su fuerte rostro regular coronado por cabellos un poco ralos pero muy lisos, oliendo a agua de colonia, vigilaba con buen humor y severidad


    15. Martín se habían ido por los aires caballeros en dos escobas, despidiendo llamas oliendo azufre y profiriendo mil maldiciones contra el Señor y su Santísima Madre


    16. En efecto, la fuerte compresión de su boca le daba a los movimientos de las aletas de la nariz algo de anormalmente sensible y flexible a la vez como si se entrara en contacto con la vida aspirando y oliendo, con la cabeza levantada, como hacen los perros


    17. - ¿Se dio cuenta de si había estado oliendo esas flores justo antes?


    18. sentada en una celda y oliendo a desinfectante


    19. No es más que un sótano que acaba oliendo a humedad


    20. Sibila oyó, un poco alejados, el vaivén de los campanillos del collar de Canela, unos gemidos cortos, y hasta le pareció oír el ventear del animal oliendo por el resquicio que quedaba entre el umbral y la endeble hoja de la puerta

    21. A pesar del penetrante olor, yo seguía oliendo el perfume o la loción para después del afeitado que llevaba Terborgh


    22. Cerca del mediodía, Rodrigues se levantó de la silla y miró al Noroeste, oliendo el viento y aguzando todos sus sentidos


    23. Demasiado mayor para arriesgarse a volver a casa y comprobar que nada era como recordaba; ni el campanario de Zagreb, ni las campesinas rubias y acogedoras oliendo a pan tierno, ni las llanuras verdes con ríos y puentes que había visto volar dos veces; en su juventud, cuando se retiraba ante los guerrilleros de Tito, y por la televisión, otoño del 91, en las narices de los chetniks serbios


    24. Seguía oliendo a fiebre y a carne tibia


    25. Tantas que, incluso cerca del cráter, cuando ya se veía el humo y el vapor, incluso allí donde todo lo demás se veía tan desolado, se seguía oliendo el perfume de las que crecían más abajo


    26. La joven había estado oliendo la nieve en el aire, y la primera nevada de la estación siempre le parecía especial


    27. Cae hacia atrás en su almohada empapada de sudor, oliendo a bilis, y cierra los ojos para cabalgar en las olas de su visión


    28. Había una butaca con el brazo roto, el linóleo marcado de pústulas, la achaparrada cocina negra de gas, huraña en su rincón, oliendo aún a las frituras de los anteriores inquilinos


    29. Todas las mañanas, el doctor Duarte y Degas iban en coche al puerto y regresaban a la casa de los Coelho oliendo a aire salado y con paquetes de pescado fresco para la comida


    30. Se juntaba con sus compañeros en las barrancas de Ciudad Vieja y de La Villa, donde tiraban al blanco, y volvían de allí ebrios de exaltación y oliendo a pólvora

    31. Nadie hablaba; viajaban en silencio, sintiendo el sol, oliendo el agua, aprensivos y conmocionados por lo que había pasado


    32. Apareció en Green Bay, oliendo tan abominablemente a pelo quemado y a piel tostada que entró en la tienda Presteign local (joyas, perfumes, cosméticos, iónicos y similares) para comprar un desodorante


    33. Con esa imagen en la mente y oliendo la sangre en el aire, hizo lo más estúpido que cabía esperar: atacó


    34. Saltador apareció a su lado, jadeante, oliendo a enfadado


    35. Los perros que nacieron después de la crisis, salieron del vientre literalmente oliendo a los muertos


    36. Seguía oliendo mal, pero ahora el hedor dominante era el de los tubos de escape de los camiones y aviones


    37. Me congratuló sobremanera comprobar que la ciudad de Cantón seguía oliendo a gallina hervida aromatizada con los efluvios de betel que emanaban del suelo


    38. Estoy oliendo el café con leche y las tostadas con mantequilla que nos está preparando la Antonia


    39. Arrastraban los trastos de la pintura por toda la ciudad, oliendo el hambre en unas calles y negando con la cabeza ante la abundancia de otras


    40. El termo azul, que compró antes de que naciera Henriette, estaría sobre la mesa, oliendo a aguardiente

    41. Le gustaba hacerle el amor con las ventanas abiertas, oyendo los pájaros del lago, oliendo el aroma a champú de su pelo, viendo cómo se cerraban los ojos cuando ella se ponía encima de él


    42. Se paseó entonces entre las estanterías repletas, palpando la calidad de una camisa, oliendo una caja de cigarros, estudiando un hacha, levantando un rifle y apuntando a un punto en la pared, hasta que el señor Goldberg saludó con una reverencia a sus clientes y se volvió hacia él


    43. —¡Adoro el café! —dijo cerrando los ojos y oliendo embargada el aroma que se irradiaba por toda la estancia


    44. Y no te puedes imaginar la desesperación, Kemp, de estar oliendo aquel café y tenerme que quedar de pie, mirando cómo el hombre volvía y se ponía a desayunar


    45. Cruzó de nuevo las calles de Córdoba oliendo el humo de los incendios y el hedor de los cadáveres corrompidos


    46. Oía el petardeo del tubo de escape y se ahogaba oliendo a gasolina mal quemada bajo el capuchón de penitente


    47. De pie en la oscuridad, oliendo el empapado aroma del pánico creciente, se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que alguien (muy probablemente Stan) pusiera las cartas sobre la mesa: "¿Y por qué no lo sabes? ¡Tú nos metiste en esto!"


    48. Rolando lo sostuvo y lo atrajo hacia sí, oliendo el sudor y la tierra de su piel, oliendo sus lágrimas y su terror


    49. Había refrescado mucho y supuse que el buen tiempo se había terminado, aunque estaba bien caliente con su cazadora, oliendo su aroma cuando creía que no me veía


    50. Zena le acarició la cabeza oliendo el ácido



































    1. —¿No lo oléis? —Ögi husmeó en todas direcciones meneando el bigote—


    2. Nadie ha tocado nunca un timbre tan terrible: no me refiero al sonido que produjo sino a la presión en sí, al tacto del botón contra mi dedo, o de mi dedo contra el botón, nadie ha sentido nunca lo mismo que yo; aunque mi sensación fue lógica, ya que físicamente sería imposible tocar el timbre sin el hueso, quiero decir que sin el hueso nuestro dedo se torcería sobre el botón como un tubo de goma, o se aplastaría ridículamente, o se introduciría en sí mismo como un guante vacío, así que hasta cierto punto resulta lógico suponer que el timbre suena con el hueso, que es mi esqueleto el que llama a la puerta, pero nadie ha sentido nunca tal cosa, y me produjo pena y sorpresa comprobar que hasta aquel momento crucial yo ignoraba lo que realmente somos y que el conocimiento puede producirse así, de improviso, mientras el zumbido eléctrico molesta el oído todavía, que se me haya revelado en ese instante doméstico, que cuando Galia abrió la puerta yo ya fuera otro, que el sonido de su timbre me despertara de un sueño de ignorancia para sumirme en la vigilia de un mundo que, por desagradable que fuera, era más cierto, porque si mi dedo había hecho sonar el timbre era debido a que llevaba hueso en su interior; lo había percibido de repente: mi dedo era un dedo con hueso y su utilidad radicaba en el hueso, al palparlo noté la dureza debajo, tras impensables láminas de músculo, y la realidad de aquella presencia me dejó asombrado, estuporoso, con un estupor y un asombro no demasiado intensos pero permanentes: oh Dios mío tengo un hueso debajo, mi dedo no es un dedo, es un hueso articulado y protegido contra el desgaste: la idea me vino así, con una lógica tan aplastante que no me sorprendió en sí misma sino su ausencia hasta ese timbre; no había una idea extraña e increíble, había una extraña e increíble omisión de la idea en todo el mundo, justo hasta el histórico momento en que llamé a la puerta del piso de Galia, pero Galia estaba en el umbral con su bata azul celeste y su cabello ondulado como por rulos invisibles, y me contemplaba sorprendida; y es que es una mujer muy perspicaz: apenas me entretuve un instante demasiado largo entre su saludo y mi entrada, y ya me había preguntado qué me ocurría: yo me frotaba el índice de mi descubrimiento contra el pulgar, incapaz de creer aún que lo obvio podía estar tan oculto, casi temeroso de creerlo, y opté por disimular esperando tener más tiempo para razonar, así que entré, le di un beso, me quité el abrigo húmedo y la bufanda y saludé al pasar a César, que ladraba incesante en el patio de la cocina: Galia me dijo qué tal y yo le dije muy bien, y le devolví estúpidamente la pregunta y ella me respondió igual, y de repente me pareció absurdo este diálogo especular de respuestas consabidas, o quizá era que la revelación me había estropeado la rutina, véase si no otro ejemplo: mantuve tieso el culpable dedo índice mientras entraba, y ni siquiera lo utilicé para quitarme el abrigo, como si una herida repentina me impidiera usarlo, y es que desde que había comprobado que ocultaba un hueso lo miraba con cierta aprensión, como se miran los fetiches o los amuletos mágicos; pero hice lo que suelo hacer: me senté en uno de los dos grandes sofás de respaldo recto, estiré las piernas, saqué un cigarrillo —con los dedos pulgar y medio— y dije que sí casi al mismo instante que Galia me preguntaba si quería café, incluso antes de saber si realmente tenía ganas de café, ya que la tradición es que acepte, y Galia, tan maternal, necesita que yo acepte todo lo que me da y rechace todo lo que no puede darme; tomar el café en la salita, mientras termino el cigarrillo y justo antes de pasar al dormitorio, se ha vuelto, a la larga, el rato más excitante para ambos; charlamos de lo acontecido durante la semana, Galia me pregunta siempre por Ameli y Héctor Luis, se muestra interesada en mis problemas y apenas me habla de los suyos, pero el diálogo es una excusa para que ella me inspeccione, me palpe, capte cosas en mi mirada, en mi forma de vestir, en mis gestos, pues Galia, a diferencia de Alejandra, es una mujer afectuosa, impulsiva y, como ya he dicho, perspicaz, y la conversación no le interesa tanto como ese otro lenguaje inaudible de la apariencia, así que es muy natural que la interrumpa para decirme: estás cansado, ¿verdad?, o bien: hoy no tenías muchas ganas de venir, ¿no es cierto? o bien: cuéntame lo que te ha pasado, vamos, has discutido con Alejandra, ¿me equivoco?, así estemos hablando del tiempo que hace, los estudios de Héctor Luis o lo que sea, da igual, su mirada me envuelve y nota las diferencias; por lo tanto, no fue extraño que esa tarde me dijera, de repente: te encuentro raro, Héctor, y yo, con simulada ingenuidad: ¿sí?, y ella, confundida, aventura la idea de que pueda tratarse de Alejandra o de la niña: no, no es Alejandra, le digo, tampoco es Ameli; Alejandra sigue sin saber nada de lo nuestro, tranquila, y en cuanto a Ameli, ya la dejo por imposible, pero ella concluye que tengo una cara muy curiosa este jueves y yo la consuelo a medias diciéndole que estoy cansado, y ella insiste: pero no es cara de estar cansado sino preocupado, y yo: pues lo cierto es que no me pasa nada, Gali, porque cómo decirle que estoy pensando inevitablemente en el hueso de mi dedo índice, cómo decirle que de repente me he descubierto un hueso al llamar al timbre de su casa: ¿acaso no iba a sentirse un poco dolida?, ¿acaso no pensaría que era una forma como cualquier otra de decirle que ya estaba harto de visitarla cada semana, todos los jueves, desde hace años?, sonaba mal eso de: acabo de darme cuenta, Gali, justo al llamar al timbre de tu puerta, de que tengo un hueso en el dedo, de que mi dedo índice son tres huesos camuflados, para acto seguido decir: bueno, Gali, no pensemos más en que mi dedo índice son tres huesos, ¿no?, y vamos a la cama, que se hace tarde; sonaba mal, sobre todo porque con Galia, igual que con Alejandra, tenía que andar de puntillas: nuestra relación se había prolongado tanto que, a su modo, también era rutinaria, a pesar de que ella seguía llamándola «una locura»; curiosamente, Galia es viuda y libre y yo estoy casado y tengo dos hijos, pero ella sigue diciendo que lo nuestro es «una locura» y yo pienso cada vez más en una aburrida traición, un engaño cuya monótona supervivencia lo ha despojado incluso del interés perverso de todo engaño dejando solo los inconvenientes: jamás podría hablarle a Alejandra de Galia, ahora ya no, y jamás podría terminar con Galia, ahora ya no, cada relación se había instalado en su propia rutina y ya ni siquiera podía soñar con escaparme de ésta, porque se suponía que cada una servía precisamente para huir de la rutina de la otra: mi deber era cuidar de ambas, conocer a Galia y a Alejandra, saber qué les gustaba oír y qué no, lo cual, naturalmente, era difícil, y por eso mi propia rutina consistía en callarme frente a las dos; pero en momentos así callarme también era un esfuerzo, porque si me notaba incluso la división entre los huesos, si podía imaginármelos al tacto, sentirlos allí como un dolor o una comezón repentina, ¿cómo podía evitar pensar en eso?; y ni siquiera era mi dedo lo que me molestaba, ya dije, sino mi error al no darme cuenta hasta ahora: esa ceguera era lo que jodía un poco, perdonando la expresión; porque hubiera sido como si me creyera que el arlequín de la fiesta de disfraces no esconde a nadie debajo, cuando es bien cierto que ese alguien bajo el arlequín es quien le otorga forma a este último, que no podría existir sin el primero: sería tan solo puros leotardos a rombos blancos y negros, bicornio de cascabeles, zapatillas en punta y antifaz, pero no el arlequín, y de igual manera, ¿qué error me llevó a creer hasta esa misma tarde que mi dedo índice era un dedo?; si lo analizamos con frialdad, un dedo es un disfraz, ¿no?, una piel elegante que oculta el cuerpo de un hueso, o de tres huesos si nos atenemos a lo exacto, y a poco que lo meditemos, una vez llegados a este punto y pinchado en el hueso, valga la expresión, ya no se puede retroceder y razonar al revés: decir, por ejemplo, que el hueso es simplemente la parte interna de un dedo: sería como llegar a ver el alma: ¿acaso pensaríamos en el cuerpo con el mismo interés que antes?; pero mientras hablaba con Galia y la tranquilizaba estaba razonando lo siguiente: que este descubrimiento conlleva sus problemas, porque es un hallazgo delator, como atrapar a un miembro de la banda y lograr que revele la guarida de los demás: si mi dedo índice derecho, el dedo del timbre, lleva huesos ocultos, la conclusión más sencilla se extiende como un contagio a los otros cuatro de esa misma mano y, ¿por qué no?, a los cinco de la otra: tengo un total de diez huesos entre las dos manos, tirando por lo bajo, cinco huesos en cada una, y lo peor de todo es que se mueven: porque hay que pensar en esto para horrorizarse del todo: ¿alguna vez vieron moverse solos a diez huesos?, pues ocurre todos los días frente a ustedes, en el extremo final de los brazos: hagan esto, alcen una mano como hice yo aprovechando que Galia se acicalaba en el cuarto de baño (porque Galia se acicala antes y después de nuestro encuentro amoroso), alcen cualquiera de las dos manos frente a sus ojos y notarán el asco: cinco repugnantes huesos bajo una capa de pellejo (ni siquiera huesos limpios, por tanto, sino envueltos en carne) moviéndose como ustedes desean, cinco huesos pegados a ustedes, oigan, y tan usados: saber que nos rascamos con huesos, que cogemos la cuchara con huesos, que estrechamos los huesos de los demás en la calle, que acariciamos con huesos la piel de una mujer como Galia: saberlo es tan terrible pero no menos real que los propios huesos, saberlo es descubrirlo para siempre, y lo peor de todo fue lo que me afectó: no se trata de que no se me pusiera tiesa en toda la tarde, perdonando la intimidad, ya que esto me ocurría incluso cuando pensaba que los dedos eran dedos, no, lo peor fue el cuidado que puse: tanto que no parecía que estaba haciendo el amor sino operando algún diente delicado; y es que me invadió una notoria compasión por Galia, tan hermosota a sus cincuenta incluso, al pensar que sobaba sus opulencias, sus suavidades, con huesos fríos y duros de cadáver: mi culpa llegó incluso a hacerme balbucear incongruencias, desnudos ambos en la cama: ¿soy demasiado duro?, comencé por decirle, y ella susurró que no y me abrazó maternalmente, e insistir al rato, todo tembloroso: ¿no estoy siendo quizá algo tosco?, y ella: no, cariño, sigue, sigue, pero yo la tocaba con la delicadeza con que se cierran los ojos de un muerto, porque ¿cómo olvidar que eran huesos lo que deslizaba por sus muslos?, aún más: ¿cómo es que ella no lo sabía?, ¿acaso no se percataba de que las caricias que más le gustaban, aquellas en que mis dedos se cerraban sobre su carne, eran debidas a los huesos?: sin ellos, tanto daría que la magreara con un plumero: ¿cómo podría estrujar sus pechos sin los huesos?, ¿cómo apretaría sus nalgas sin los huesos?, ¿cómo la haría venirse, en fin, sin frotar un hueso contra su cosa, perdonando la vulgaridad?: sin los huesos, mis dedos valdrían tanto como mi pilila, perdonando la obscenidad, o sea, nada: ¿cómo es que ella no se horrorizaba de saber que nuestros retozos, que tanto le agradaban, eran puro intercambio de huesos muertos?, porque incluso sus propias manos, y mis brazos, y los suyos, Dios mío, ¿no eran largos y recios huesos articulados que se deslizaban por nuestros cuerpos, nos envolvían, apretaban nuestra carne, nos abrazaban?, ¿acaso era posible no sentir el grosero tacto de los húmeros, la chirriante estrechez del cúbito y el radio, los bolondros del codo y la muñeca?; sumido en esa obsesión me hallaba cuando dije, sin querer: ¿no estoy siendo muy afilado para ti?, y ella dijo: ¿qué?, y supe que la frase era absurda: «afilado»», ¿cómo podía alguien ser «afilado» para otro?, y casi al mismo tiempo me percaté de que era la pregunta correcta, la más cortés, la más cierta: porque con toda seguridad había huesos y huesos, unos afilados y otros romos, unos muy bastos y ásperos corno rocas lunares y otros pulidos quizá como jaspes: incluso era posible que el tacto del mismo hueso dependiera del ángulo en que se colocaba con respecto a la piel, porque un hueso es un poliedro, casi un diamante, y hay que imaginarse sobando a la querida con diez durísimos y helados cuarzos para comprender mi situación, pensar en la carilla adecuada que usaremos para deslizarlos por la piel, el borde más inofensivo, no sea que nuestros apretujones se conviertan en el corte del filo de un papel, en la erizante cosquilla de una navaja de barbero; y entre ésas y otras se nos pasó el tiempo y terminamos como siempre pero peor, resoplando ambos bocarriba como dos boyas en el mar, mirando al techo, con esa satisfacción pacífica que solo otorga la insatisfacción perenne: cuánto tiempo hace que tú y yo no disfrutamos, Galia, pienso entonces, que vamos llevando esto adelante por no aguardar la muerte con las manos vacías, tiempo repetido que nunca se recobra porque nunca se pierde, días monótonos, el trasiego de la rutina incluso en la excepción: porque, Galia, hemos hecho un matrimonio de nuestra hermosa amistad, eso es lo que pienso, pero hubiéramos podido ser felices si todo esto conservara algún sentido, si existiera alguna otra razón que no fuera la inercia para mantenerlo; oía su respiración jadeante de cincuenta años junto a mí y trataba de imaginarme que estaba pensando lo mismo: ese silencio, Galia, que nunca llenamos, la distancia de nuestra proximidad, por qué tener que imaginarlo todo sin las palabras, qué piensas de mí, qué piensas de ti misma, por qué hablar de lo intrascendente, y va y me indaga ella entonces: ¿qué tal el trabajo?, porque cree que el exceso de dedicación me está afectando, y yo le digo que bien, y ella, apoyada en uno de sus codos e inclinada sobre mí, los pechos como almohadas blandas, vuelve a la carga con Alejandra: pero te ocurre algo, Héctor, dice, desde que has entrado hoy por la puerta te noto cambiado, ¿no será que Alejandra sospecha algo y no me lo quieres decir?, y le he contestado otra vez que no, y a veces me interrogo: ¿por qué todo esto?, ¿por qué lo mismo de lo mismo, este vaivén inacabable?, ¿qué pasaría si un día hablara y confesara?, ¿qué pasaría si por fin me decidiera a hablar delante de Alejandra, pero también delante de Galia y de mí mismo?, decir: basta de secretos, de engaños, de misterios: ¿qué sentido le encontráis a todo?, ¿por qué oficiar siempre el mismo ritual de lo cotidiano?, y para cambiar de tema le comento que Ameli está atravesando ahora la crisis de la adolescencia y discute frecuentemente conmigo y que Héctor Luis ha decidido que no será dentista sino aviador; a Galia le gusta saber lo que ocurre con mis hijos, ese tema siempre la distrae, incluso me ofrece consejos sobre cómo educarlos mejor, y yo creo que goza más de su maternidad imaginaria que Alejandra de la real; en todo caso, es un buen tema para cambiar de tema, y pasamos un largo rato charlando sin interés y pienso que es curioso que venga a casa de Galia para hablar de lo que apenas importa, ya que eso es prácticamente lo único que hago con Alejandra; en los instantes de silencio previos a mi partida seguimos mirando el techo, o bien ella me acaricia, zalamera, incluso pesada, y me dice algo: esa tarde, por ejemplo: me gusta tu pecho velludo, así lo dice, «velludo», y no sé por qué pero de repente me parece repugnante recibir un piropo como ése, aunque no se lo comento, claro, y ella, insistente, juega con el vello de mi pecho y sonríe; Galia es una orquídea salvaje, pienso, y a saber por qué se me ocurre esa pijada de comparación, pero es tan cierta como que Dios está en los cielos aunque nunca le vemos: Galia es una orquídea salvaje en olor, tacto, sabor, vista y sonido, y me encuentro de repente pensando en ella como orquídea cuando la oigo decir: ¿por qué me preguntaste antes si eras «afilado»?, ¿eso fue lo que dijiste?, y me pilla en bragas, perdonando la expresión, porque al pronto no sé a lo que se refiere, y cuando caigo en la cuenta, y para no traicionarme, le respondo que quería saber si le estaba haciendo daño en el cuello con mis dientes, y ella va y se echa a reír y dice: ¡vampirillo, vampirillo!, y vuelve a acariciarme, y como un tema trae otro, lo de los dientes le recuerda que necesita hacerse otro empaste, porque hace dos días, comiendo empanada gallega, notó que se le desprendía un pedacito de la muela arreglada, así que pasará por mi consulta sin avisarme cualquier día de éstos, y de esa forma nos veremos antes del jueves, dice, y su sonrisa parece dar a entender que está recordando el día en que nos conocimos, porque las mujeres son aficionadas a los aniversarios, ella tendida en el sillón articulado, la boca abierta, y yo con mi bata blanca y los instrumentos plateados del oficio, y como para confirmar mis sospechas me acaricia de nuevo el pecho «velludo» y dice: me gustaste desde aquel primer día, Héctor, me hiciste daño pero me gustaste, y claro está que nos reímos brevemente y yo le digo que nunca he comprendido por qué se enamoró de mí en la consulta, qué clase de erotismo desprendería mi aspecto, bajito, calvo y bigotudo, amortajado en mi bata blanca, entre el olor a alcohol, benzol, formol y otros volátiles, provisto de garfios, tenacillas, tubos de goma, lancetas y ganchos, porque no es que mi oficio me disgustara, claro que no, pero no dejaba de reconocer que la consulta de un dentista de pago es cualquier cosa menos un balcón a la luz de la luna frente a un jardín repleto de tulipanes, eso le digo y ella se ríe, y por último el silencio regresa otra vez, inexorable, porque es un enemigo que gana siempre la última batalla; llega la hora de irme, esa tarde más temprano porque mi suegro viene a cenar a casa, y cuando voy a levantarme la oigo decir, como de forma casual: ¿qué haces frotándote los dedos sin parar, Héctor?, ¿te pican?, eso dice, y descubro que, en efecto, he estado todo el rato dale que dale moviendo los dedos de la mano derecha como si repitiera una y otra vez el gesto con el que indicamos «dinero» o nos desprendemos de alguna mucosidad, perdonando la vulgaridad, que es casi el mismo que el que utilizamos para indicar «dinero», y enrojezco como un niño de colegio de curas pillado en una mentira y quedo sin saber qué decirle, hasta que por fin me decido y opto por revelarle mi hallazgo: nada, digo, ¿es que nunca te has tocado el hueso que tenemos bajo los dedos?, y lo pregunto con un tono prefabricado de sorpresa, como si lo increíble no fuera que yo me los frotase sino que ella no lo hiciera: qué dices, me mira sin entender, y me encojo de hombros y le explico: es que resulta curioso, ¿no?, quiero decir que si te tocas los dedos notas durezas debajo, ¿verdad?, y esas durezas son el hueso, ¿no te parece curioso, Gali?, toca, toca mis dedos: ¿no lo palpas bajo la piel, la grasa y los tendones?, es un hueso cualquiera, como los que César puede roer todos los días, le digo, y ella retira la mano con asco: qué cosas tienes, Héctor, dice, es repugnante, dice, y yo le doy la razón: en efecto, es repugnante pero está ahí, son huesos, Gali, mondos y lirondos, blancos, fríos y duros huesos sin vida: sin vida no, dice ella, pero replico: sin vida, Gali, porque nadie puede vivir con los huesos fuera, los huesos son muerte, por eso nos morimos y sobresalen, emergen y persisten para siempre, pero se ocultan mientras estamos vivos, es curioso, ¿no?, quiero decir que es curioso que seamos incapaces de vivir sin los huesos de nuestra propia muerte, pero más aún: que los llevemos dentro como tumbas, que seamos ellos ocultos por la piel, que seamos el disfraz del esqueleto, ¿no, Gali?, y ella: ¿te pasa algo, Héctor?, y yo: no, ¿por qué?, y ella: es que hablas de algo tan extraño, y yo le digo que es posible y me callo y pienso que quién me manda contarle mi descubrimiento a Galia, sonrío para tranquilizarla y me levanto de la cama, no sin antes cubrirme convenientemente con la sábana, ya que siempre me ha parecido, a propósito del tema, que la desnudez tiene su hora y lugar, como la muerte, y recojo la ropa doblada sobre la silla, me visto en el cuarto de baño y para cuando salgo Galia me espera ya de pie, en bata estampada por cuya abertura despuntan orondos los pechos y destaca el abultado pubis, me da un besazo enorme y húmedo y me envuelve con su cariño y bondad maternales: te quiero, Héctor, dice, y yo a ti, respondo, y no te preocupes, dice, porque otro día nos saldrá mejor, y me recuerda aquel jueves de la primavera pasada, o quizá de la anterior, en que fuimos capaces de hacerlo dos veces seguidas y en que ella me bautizó con el apodo de «hombre lobo»: teniendo en cuenta que hoy he sido «vampirillo», más intelectual pero menos bestia, quién duda de que me convertiré cualquier futuro jueves en «momia» y terminará así este ciclo de avatares terroríficos que comenzó con un «frankenstein» entre luces blancas, olor a fármacos y cuchillas plateadas, pero esto lo digo en broma, porque bien sé que lo nuestro nunca terminará, ya que, a pesar de todo —incluso de mi escasa fogosidad—, es «una locura», o no, porque hay ritual: el rito de decirle adiós a César, ladrando en el patio encadenado a una tubería oxidada, el beso final de Galia, y otra vez en la calle, ya de noche, frotándome los dedos dentro de los bolsillos del abrigo mientras camino, porque vivo cerca de la casa de Galia y tengo mi trabajo cerca de donde vivo, así que me puedo permitir ir caminando de un sitio a otro, todo a mano en mi vida salvo los instantes de vacaciones en que nos vamos al apartamento de la costa, y, sin embargo, debido a la repetición de los veranos, también a mano el apartamento, y la costa, y todo el universo, pienso, tan próximo todo como mis propias manos, y, sin embargo, a veces tan sorprendentemente extraño como ellas: porque de improviso surge lo oculto, los huesos que yacen debajo, ¿no?, pienso eso y froto mis dedos dentro de los bolsillos del abrigo; y ya en casa, comprobar que mi suegro había llegado ya y excusarme frente a él y Alejandra con tonos de voz similares, aunque ambos creen que los jueves me quedo hasta tarde en la consulta «haciendo inventario», que es la excusa que doy, así me cuesta menos trabajo la mentira, ya que me parece que «hacer inventario» es suministrarle a Alejandra la pista de que mi demora es una invención, una alocada fantasía de mi adolescencia póstuma, hasta tal extremo de juego y cansancio me ha llevado el silencio de estos últimos años; además, sospecho que el viejo escoge los jueves para disponer de un rato a solas con Alejandra mientras yo estoy ausente, lo cual, hasta cierto punto, me parece una compensación, Alejandra tiene a su padre y yo tengo a Galia, y sospecho que desde hace meses ambas parejas pasamos el tiempo de manera similar: hablando de tonterías y fumando; el padre de Alejandra, rebasados los ochenta, tiene una cabeza tan perfecta y despejada que te hace desear verlo un poco confuso de vez en cuando, que Dios me perdone, porque además ha sido librero, propietario de una antigua tienda ya traspasada en la calle Tudescos, hombre instruido y amante de la letra impresa, particularmente de los periódicos, y con un genio detestable muy acorde con su inútil sabiduría y su fisonomía encorvada y su luenga barbilla lampiña; Alejandra, que ha heredado del viejo el gusto por la lectura fácil y la barbilla, además de cierta distracción del ojo izquierdo que apenas llega a ser bizquera, se enzarza con él en discusiones bienintencionadas en las que siempre terminan ambos de acuerdo y en contra de mí, aunque yo no haya intervenido siquiera, ya que al viejo nunca le gustó nuestro matrimonio, y no porque hubiera creído que yo era una mala oportunidad, sino por «principios», porque el viejo es de los que odian a priori, y yo nunca sería él, nunca compartiría todas sus opiniones, nunca aceptaría todos sus consejos y, particularmente, jamás permitiría que Alejandra regresara a su área de influencia (vacía ya, porque su otro hijo se emancipó hace tiempo y tiene librería propia en otra provincia); además, mi profesión era casi una ofensa al buen gusto de los «intelectuales discretos» a los que él representa, porque está claro que los dentistas solo sabemos provocar dolor, somos terriblemente groseros, apenas se puede hablar con nosotros a diferencia de lo que ocurre con el peluquero o el callista (debido a que no se puede hablar mientras alguien te hurga en las muelas), y, por último, ni siquiera poseemos la categoría social de los cirujanos: el hecho de que yo ganara más que suficiente como para mantener confortables a Alejandra y a mis dos hijos, poseer consulta privada, secretaria y servicio doméstico, no excusaba la vulgaridad de mi trabajo, pero lo cierto es que nunca me había confiado de manera directa ninguna de estas razones: frente a mí siempre pasaba en silencio y con fingido respeto, como frente a la estatua del dictador, pero se agazapaba aguardando el momento de mi error, el instante apropiado para señalar algo en lo que me equivoqué por no hacerle caso, aunque, por supuesto, nunca de manera obvia ni durante el período inmediatamente posterior a mi pequeño fracaso, porque no era tanto un cazador legal como furtivo y rondaba en secreto a mi alrededor esperando el instante apropiado para que su odio, dirigido hacia mí con fina puntería, apenas sonara, y entonces hablaba con una sutileza que él mismo detestaba que empleasen con él, ya que había que ser «franco, directo, como los hombres de antes», pero yo, lejos de aborrecerle, le compadecía (y fingía aborrecerle precisamente porque le compadecía): me preguntaba por qué tanto silencio, por qué llevarse todas sus maldiciones a la tumba, cuál es la ventaja de aguantar, de reprimir la emoción día tras día o enfocarla hacia el sitio incorrecto; pero lo más insoportable del viejo era su fingida indiferencia, esa charla intrascendente durante las cenas, ese acuerdo tácito para no molestar ni ser molestado, tan bien vestido siempre con su chaqueta oscura y su corbata negra de nudo muy fino: un día te morirás trabajando, me dice cuando me excuso por la tardanza, y no te habrá servido de nada: este gobierno nunca nos devuelve el tiempo perdido ese del señor Joyce, añade (su costumbre de citar autores que nunca ha leído solo es superada por la de citarlos mal), que diga, Proust, se corrige, a mí siempre los escritores franceses me han dado por atrás, con perdón, dice, y por eso me equivoco, y Alejandra se lo reprocha: papá, dice; mientras finjo que escucho al viejo, contemplo a Alejandra ir y venir instruyendo a la criada para la cena y llego a la conclusión de que mi mujer es como la casa en la que vivimos: demasiado grande, pero a la vez muy estrecha, adornada inútilmente para ocultar los años que tiene y llena de recuerdos que te impiden abandonarla; Alejandra tiene amigas que la visitan y le dan la enhorabuena cuando Ameli o Héctor Luis consiguen un sobresaliente; a diferencia de Galia, Alejandra es fría, distinguida e intelectual a su modo, y vive como tantas otras personas: pensando que no está bien vivir como a uno realmente le gustaría, porque Alejandra cree que el matrimonio termina unos meses después de la boda y ya solo persiste el temor a separarse; su religión es semejante: hace tiempo que dejó de creer en la felicidad eterna y ahora tan solo teme la tristeza inmediata; sin embargo, invita a almorzar con frecuencia al párroco de la iglesia y acude a ésta con una elegancia no llamativa, lo que considera una característica importante de su cultura, pues en la iglesia se arrodilla, reza y se confiesa y murmura por lo bajo cosas que parecen palabras importantes; a veces he pensado en la siguiente blasfemia: si a Dios le diera por no existir, ¡cuántos secretos desperdiciados que pudimos habernos dicho!, ¡qué opiniones sobre ambos hemos entregado a otros hombres!, pero lo terrible es que tanto da que Dios exista: dudo que al final me entere de todo lo que comentas sobre mí y sobre nuestro matrimonio en la iglesia, Alejandra, eso pienso; qué va: por paradójico que resulte, la iglesia es el lugar donde la gente como nosotros habla más y mejor, pero todo se disuelve en murmullos y silencio y oraciones, y la verdad se pierde irremediablemente: quizá la clave resida en arrodillarnos frente al otro siempre que tengamos necesidad de hablar, o en hacerlo en voz baja y muy rápido, sin pensar, cómo si rezáramos un rosario; y meditando esto oigo que el viejo me dice: ¿te pasa algo en los dedos, Héctor?, con esa malicia oculta de atraparme en otro error: y es que ahora compruebo que desde que he llegado no he dejado en ningún momento de palparme los extremos de las falanges, los rebordes óseos, el final de los metacarpos; ¿qué opinaría el viejo si le confiara mi hallazgo?, pienso y sonrío al imaginar las posibles reacciones: nada, le digo, y muevo los huesos ante sus ojos y cambio de tema; ni Ameli ni Héctor Luis están en casa cuando llego, e imagino que es la forma filial que poseen de «hacer inventario» por su cuenta, lo cual no me parece ni malo ni bueno en sí mismo, y nos sentamos a la mesa casi enseguida y Alejandra sirve de la fuente de plata con el cucharón de plata las albóndigas de los jueves, y nos ponemos a escuchar la conversación del viejo con el debido respeto, como quien oye una interminable bendición de los alimentos, interrumpido a ratos por las breves acotaciones de Alejandra, solo que esa noche el tema elegido se me hace extraño, alegórico casi, y además empiezo a sentirme incómodo nada más comenzar a comer, porque los brazos, que apoyo en el borde de la mesa, me han desvelado con todo su peso la presencia de los huesos, del cúbito y el radio que guardan dentro, y los codos se me figuran una zona tan inadecuada y brutal para esa respetuosa reunión como colocar quijadas de asno sobre la mesa mientras el viejo habla, y en su discurso de esa noche repite una y otra vez la palabra «corrupción»: ¿habéis visto qué corrupción?, dice, ¿os dais cuenta de la corrupción de este gobierno?, ¿acaso no se pone de manifiesto la corrupción del sistema?, ¿no son unos corruptos todos los políticos?, ¿no oléis a corrupción por todas partes?, ¿no se ha descubierto por fin toda la corrupción?, y mientras le escucho, intento no hacer ruido con mis brazos, porque de repente me parece que la madera de la mesa al chocar contra el hueso produce un sonido como el de un muerto arañando el ataúd y no me parece correcto escuchar la opinión del viejo con tal ruido de fondo, pero como tengo que comer, cojo tenedor y cuchillo y divido una albóndiga en dos partes y me llevo una a los labios intentando no mirar hacia los huesos que sostienen el tenedor, porque no es agradable la paradoja de verme alimentado por un esqueleto, aunque sea el mío, pero mientras mastico con los ojos cerrados oyendo al viejo hablar de la «corrupción» mi lengua detecta una esquirla, un pedacito de algo dentro de la albóndiga, y, tras quejarme a Alejandra con suavidad, recibo esta respuesta: será un huesecillo de algo, es que son de pollo, Héctor, y es quitarme con mis huesos índice y pulgar el huesecillo y dejarlo sobre el plato, e írseme la mente tras esta idea inevitable: que dentro de todo lo blando necesariamente existe lo que queda, el hueso, el armazón, la dureza, el hallazgo, aquello oculto que es blanco y eterno, lo que permanece en el cedazo, la piedra, lo que «nadie quiere»; es imposible huir de «eso que queda», porque está dentro, así que escondo los brazos bajo la mesa, incluso me tienta la idea de comer como César, acercando el hocico al plato, pero ¿acaso no es inútil todo intento de disimulo frente al apocalíptico trajín de la cena?, porque lo que percibo en ese instante es algo muy parecido a una hogareña resurrección de los muertos: incluso con el apropiado evangelista —mi suegro—, gritando «corrupción»: Alejandra coge el pan con sus huesos y lo hace crujir y lo parte, el viejo apoya los huesos en el mantel y los hace sonar con ritmo, Alejandra coge el cucharón con sus huesos y sirve más albóndigas repletas de huesecillos de pollo muerto, el viejo va y se limpia los huesos sucios de carne ajena con la servilleta, Alejandra señala con su hueso la cesta del pan y yo se la alcanzo extendiendo mis huesos y ella la coge con los suyos, hay un cruce de húmeros, cúbitos y radios, de carpos y metacarpianos, de falanges, y nos pasamos de unos a otros, de hueso a hueso, la vinagrera, el aceite, la sal, el vino y la gaseosa, y llegan Ameli y Héctor Luis, una del cine y el otro de estudiar, y saludan, y Ameli desliza sus frágiles huesos de quince años por mi cabeza calva, envuelve con sus breves húmeros mi cuello, me besa en la mejilla: ¿dónde has estado hasta estas horas?, le pregunto, y ella: en el cine, ya te lo he dicho, y yo: pero ¿tan tarde?; sí, dice, habla sin mirar sus manos gélidas, los huesos de sus manos muertas, sus brazos como pinzas blancas; sí, papá, la película terminó muy tarde; y de repente, mientras la contemplo sentándose a la mesa, su cabello oscuro y lacio, los ojos muy grandes, el jersey azul celeste tenso por la presencia de los huesos, he sentido miedo por ella, he querido cogerla, atraparla y bogar juntos por ese fluir desconocido e incesante hacia la oscuridad final: creo que deberías volver más temprano a casa a partir de ahora, Ameli, le digo, y ella: ¿por qué?, con sus ojos brillando de disgusto, y yo, mis brazos escondidos, ocultos, sin revelarlos: creo que las calles no son seguras, y el viejo me interrumpe: hoy ya nada es seguro, Héctor, dice y sigue comiendo, Alejandra sirve albóndigas y Héctor Luis se queja de que son muchas, y Ameli: ¡pero ya tengo quince años, papá!, y yo: es igual, y entonces Alejandra: no seas muy duro con la niña, Héctor, dice, le dimos permiso para que volviera hoy a esta hora, pero ella sabe que solamente hoy; guardo silencio: en realidad, todo se sumerge en el silencio salvo el entrechocar de los huesos; Ameli y Héctor Luis son tan distintos, pienso, pero en algo se parecen, y es que ambos se nos van; no los he visto crecer, los he visto irse: pero ni siquiera eso, pienso ahora, porque jamás he podido saber si alguna vez estuvieron por completo; Ameli tiene novio, pero es un secreto; sabemos que Héctor Luis ha salido con varias chicas, pero lo que piensa de ellas es secreto; ambos se han hecho planes para el futuro, tienen deseos, ganas de hacer cosas, pero todo es secreto: quizá lo comentan en los «pubs» a falta de una buena iglesia en la que poder hablar como nosotros, tan a gusto, pero en casa adoptan los dos mandamientos trascendentales de la familia: nunca hablarás de nada importante y ama el enigma como a ti mismo, ¡y si hubiera solo silencio!, pero es la charla insignificante lo que molesta, y ahora esos ruidos detrás: el golpe, el crujir de nuestros huesos; siento algo muy parecido a la pena, pero una pena casi biológica, como una mota en el ojo o el aroma inevitable de la cebolla cruda, y me disculpo para ir al baño y llorar a gusto por algo que no entiendo, y más tarde, en la cama, con Alejandra a mi lado leyendo complacida un librito de romances, me da por preguntarle: ¿soy demasiado duro contigo? mientras me observo los huesos tranquilos sobre la colcha: mis manos muertas y peladas, los cúbitos y radios en aspa, los húmeros convergiendo, y ella deja un instante el libro que sostiene con sus huesos, me mira sorprendida y dice: no, Héctor, no, ¿por qué preguntas eso?, y yo, insistente: ¿he sido duro contigo alguna vez?, y ella: nunca, y yo: ¿quizá soy demasiado tosco?, y ella: Héctor, ¿qué te pasa?, y yo: demasiado rudo quizá, ¿no?, y ella: no seas bobo, ¿lo dices porque hoy no hablaste apenas durante la cena?, ya sé que papá no te cae bien, me da un beso y añade: procura descansar, el trabajo te agota, y la veo extender las falanges blancas y articuladas de sus dedos, apagar la lamparilla de pantalla rosa y sumir la habitación en una oscuridad donde la luz de la luna, filtrada, hace brillar las superficies ásperas de nuestros huesos; después, en el sueño, he presenciado un teatro de sombras donde mis manos y brazos se movían, desplazándome, porque eran lo único, ya que la vida se había invertido como un negativo de foto y ahora solo importaba lo oculto, el secreto descubierto: los huesos de mis manos se extendían con un sonido semejante a los resortes de madera de ciertos juguetes antiguos, emergiendo del telón negro que los rodeaba: son ellos solos, el mundo es ellos, brazos y manos colgantes que hacen y deshacen, crean y destruyen, no nacen ni mueren, simplemente cambian su posición, horizontal, vertical, en ángulo, hacia arriba o hacia abajo, brazos que se balancean al caminar y manos que agarran con sus huesos cosas invisibles; y a la mañana siguiente, tras toda una noche de sueños interrumpidos y vueltas en la cama, creo comprenderlo: mi revelación es una lepra que avanza incesante, porque suena el despertador con su timbre gangoso que tanto me recuerda a una trompeta de cobre, pongo los pies descalzos en las zapatillas y lo noto: la dureza bajo las plantas, la pelusa del forro de las zapatillas adherida a los huesos del tarso, el rompecabezas de huesos irregulares de mis pies, los extremos de la tibia y el peroné sobresaliendo por el borde del pijama, las rótulas marcando un óvalo bajo la tela extendida, y al erguirme, el crujido de los fémures: el descubrimiento no me hace ni más ni menos feliz que antes, ya que lo intuyo como una consecuencia, pero un estupor inmóvil de estatua persiste en mi interior; y al ducharme viene lo peor, porque entonces compruebo que los golpes de las gotas no me lavan sino que se limitan a disgregarme la suciedad por mis huesos: arrastran el barro de mis costillas goteantes, concentran la cal en mis pies, desprenden la tierra, permean las junturas, las grietas, los desperfectos, rajan los pequeños metacarpos como cáscaras de huevo, horadan mis clavículas y escápulas, pero no hoy ni ayer sino todos y cada uno de los días en un inexorable desgaste, siento que me disuelvo en agua y salgo con prisa no disimulada de la bañera y seco mi esqueleto goteante, deslizo la toalla por el cilindro de los huesos largos como si envolviera unos juncos, la arranco con torpeza de la trabazón de las vértebras, froto como cristales de ventana los huesos planos, pienso que debo conservarme seco para siempre porque de repente sé que soy un armazón de cincuenta años de edad que solo puede humedecerse con aceite, y es en ese instante, o quizá un poco después, cuando apoyo la maquinilla de afeitar contra mi rostro, que siento la invasión final de esa lepra y quedo tan inerme que apenas puedo apartar las cuchillas giratorias de mi mejilla: algo parecido a una horrísona dentera me paraliza, porque de repente noto como el restregar de un rastrillo contra una pizarra o el arañar baldosas con las patas metálicas de una silla, incluso imagino que pueden saltar chispas entre la maquinilla y el hueso de la mandíbula o el pómulo; me palpo con la otra mano la cabeza, siento las durezas del cráneo, el arco de las órbitas, el puente del maxilar, el ángulo de la quijada, y pienso: ¿por qué finjo que me afeito?, ¿acaso mi rostro no es un añadido, una capa, una máscara?; entra Alejandra en ese instante y casi me parece que gritará al ver a un desconocido, pero apenas me mira y se dirige al lavabo; yo me aparto, desenchufo la maquinilla y la guardo en su funda, y ella: ¿ya te has afeitado, Héctor?, y yo: sí, y salgo del baño con rapidez: ¡no podría acercar esa maquinilla a los huesos de mi calavera!; todo es tan obvio que lo inconcebible parece la ignorancia, pienso mientras me visto frente al espejo del dormitorio y abrocho la camisa blanca alrededor de las delgadas vértebras cervicales: llevar un cráneo dentro, una calavera sobre los hombros, besar con una calavera, pensar con una calavera, sonreír con una calavera, mirar a través de una calavera como a través de los ojos de buey de un barco fantasma, hablar por entre los dientes de una calavera: aquí está, tan simple que movería a risa si no fuera espantoso, y me afano en terminar el lazo de mi corbata con los huesos de mis dedos sonando como agujas de tricotar; Alejandra llega detrás, peinándose la melena amplia y negra que luce sobre su propia calavera, y el paso del cepillo descubre espacios blancos en el cuero cabelludo donde los pelos se entierran: parece inaudito saberlo ahora, contemplarlo ahora; entre los dientes sostiene dos ganchillos: el asco llega a tal extremo que tengo que apartar la vista: allí emerge el hueso, pienso, el subterfugio, el disfraz, tiene un defecto, como una carrera en la media que descubre el rectángulo de muslo blanco; allí, tras los labios, los dientes, los únicos huesos que asoman, y vivimos sonriendo y mostrándolos, y nos agrada enseñarlos y cuidarlos y mi profesión consiste precisamente en mantenerlos en buen estado, blancos y brillantes, limpios, pelados, lisos, desprovistos de carne, como tras el paso de aves carroñeras: esa hilera de pequeñas muertes, esa dureza tras lo blando; ¿acaso no es enorme el descuido?; de repente tengo deseos de decirle: Alejandra, estás enseñando tus huesos, oculta tus huesos, Alejandra, una mujer tan respetable como tú, una señora de rubor fácil, tan educada y limpia, con tu colección de novela rosa y tu familia y tu religión, ¿qué haces con los huesos al aire?, ¿no estás viendo que incluso muerdes cosas con tus huesos?, ¡Alejandra, por favor, que son tus huesos hundidos en el cráneo oculto, los huesos que quedarán cuando te pudras, mujer: no los enseñes!; esto va más allá de lo inmoral, pienso: es una especie de exhumación prematura, cada sonrisa es la profanación de una tumba, porque desenterramos nuestros huesos incluso antes de morir; deberíamos ir con los labios cerrados y una cruz encima de la boca, hablar como viejos desdentados, educar a los niños para que no mostraran los dientes al comer: un error, un gravísimo error en la estructura social comparable a caminar con las clavículas despellejadas, tener los omoplatos desnudos, descubrir el extremo basto del húmero al flexionar el codo, mostrar las suturas del cráneo al saludar cortésmente a una señora, enseñar las rótulas al arrodillarnos en la misa o las palas del coxal durante un baile o la superficie cortante del sacro durante el acto sexual: y sin embargo, ella y yo, con nuestros horribles dientes, la prueba visible de la existencia de los cráneos: absurdo, murmuro, y ella: ¿decías algo?, pero hablando entre dientes debido a los ganchillos, como si lo hiciera a través de apretadas filas de lápidas blancas, un soplo de aire muerto por entre las piedras de un cementerio, o peor: la voz a través de la tumba, las palabras pronunciadas en la fosa: no, nada, respondo, y ella, intrigada, se me acerca y arrastra sus falanges por mis vértebras: te noto distante desde ayer, Héctor, ¿te ocurre algo?, ¿es el trabajo?, y juro que estuve a punto de decirle: te la pego con una antigua paciente desde hace varios años, todos los jueves a la misma hora, pero no te preocupes porque una increíble revelación me ha hecho dejarlo, ya nunca más regresaré con Galia, no merece la pena (y por qué no decirlo, pienso, por qué reprimir el deseo y no decir la verdad, por qué no descargar la conciencia y vaciarme del todo); sin embargo, en vez de esa explicación catártica, le dije que sí, que era el exceso de trabajo, y me mostré torpe, callándome la inmensa sabiduría que poseía mientras notaba cómo descendían sus falanges por el edificio engarzado de mi columna, y ella dijo: pero hace mucho tiempo que no me sonríes, y pensé: ¡te equivocas!, somos una sonrisa eterna, ¿no lo ves?: nuestros dientes alcanzan hasta los extremos de la mandíbula y no podemos dejar de sonreír: sonreímos cuando gritamos, cuando lloramos, al pelear, al matar, al morir, al soñar: sonreímos siempre, Alejandra, quise decirle, y la sonrisa es muerte, ¿no lo ves?, quise decirle, nuestras calaveras sonríen siempre, así que la mayor sinceridad consiste en apartar los labios, elevar las comisuras y sonreír con la piel intentando imitar lo mejor posible nuestra sonrisa interior en un gesto que indica que estamos conformes, que aceptamos nuestro final: porque al sonreír descubrimos nuestros dientes, «enseñamos la calavera un poco más», no hay otro gesto humano que nos desvele tanto; la sonrisa, quise decirle, traiciona nuestra muerte, la delata; cada sonrisa es una profecía que se cumple siempre, Alejandra, así que vamos a sonreír, separemos los labios, mostremos los dientes, sonriamos para revelar las calaveras en nuestras caras, hagamos salir el armazón frío y secreto, draguemos el rostro con nuestra sonrisa y extraigamos el cráneo de la profundidad de nuestros hijos, de ti y de mí, del abuelo, de los amigos, de los parientes y del cura; pero no le dije nada de eso y me disculpé con frases inacabadas y ella enfrentó mis ojos y me abrazó y sentí los crujidos, la fricción, costilla contra costilla, golpes de cráneos, y supuse que ella también los había sentido: no seamos tan duros, le dije, y ella respondió, abrazándome aún: no, tú no eres duro, Héctor, y yo le dije: ambos somos duros, y tenía razón, porque se notaba en los ruidos del abrazo, en el telón de fondo de nuestro amor: un sonido semejante al que se produciría al echarnos la suerte con los palillos del I Ching sobre una mesa de mármol, o jugando al ajedrez con fichas de marfil, un trajín de palitos recios como un pimpón de piedra, el entrechocar aparentemente dulce de nuestros esqueletos como agitar perchas vacías; me aparté de ella y terminé de vestirme: quizá soy dura contigo, repitió ella, yo también soy duro, dije, y pensé: y Ameli y Héctor Luis, y todos entre sí y cada uno consigo mismo, ¡qué duros y afilados y cortantes y fríos y blancos y sonoros!; ¿te vas ya?, me dijo, sí, le dije, porque no deseaba desayunar en casa, en realidad no deseaba desayunar nunca más, pero sobre todo, sobre todas las cosas, no deseaba cruzarme con los esqueletos de mis hijos recién levantados, así que casi eché a correr, abrí la puerta y salí a la calle con el abrigo bajo el brazo, a la madrugada fría y oscura; ya he dicho que tengo la consulta cerca, lo cual siempre ha sido una ventaja, aunque no lo era esa mañana: quería trasladarme a ella solo con mi voluntad, sin perder siquiera el tiempo que tardara en desearlo; caminaba observando con mis cuencas vacías las casas que se abren, las figuras blancas que emergen de ellas como fantasmas en medio de la oscuridad, las primeras tiendas de alimentos llenas de huesos y cadáveres limpios de seres y cosas; caminaba y observaba con mis órbitas negras, lleno de un extraño y perseverante horror: ¿qué hacer después de la revelación?, ¿dónde, en qué lugar encontraría el reposo necesario?; porque ahora necesitaba envolverme, ahora, más que nunca, era preciso hallar la suavidad; mientras caminaba hacia la consulta lo pensaba: todos tenemos ansias de suavidad: guantes de borrego, abrigos de lana, bufandas, zapatos cómodos; sin embargo, el mundo son aristas, y todo suena a nuestro alrededor con crujidos de metal; qué pocas cosas delicadas, cuánta aspereza, cuánta jaula de púas, qué amenaza constante de quebrarnos como juncos, de partirnos, qué mundo de esqueletos por dentro y por fuera, móviles o quietos, invasión blanca o negra de huesos pelados, qué cementerio: toda obra es una ruina, toda cosa recién creada tiene aires de destrucción, y nosotros avanzamos por entre cruces, mármol, inscripciones, rejas y ángeles de piedra como espectros, y la niebla de la madrugada nos traspasa, huesos que van y vienen, esqueletos que se acercan y caminan junto a mí y me adelantan, apresurados, aquel que limpia los huesos en ese tramo de la calle, ese otro que espera en la parada, envuelto en su impermeable, huesos blancos por encima de los cuellos, la muerte dentro como una enfermedad que aparece desde que somos concebidos, ¿no hay solución?; y sorprender entonces a un hombre, una figura, no como yo, no como los demás, que se detiene frente a mí y me habla: ¿tiene fuego?, dice, un individuo desaliñado de espesa melena y barba, rostro pequeño, casi escondido, chaqueta sucia y manos sucias que se tambalea de un lado a otro como si el mero hecho de estar de pie fuera un tremendo esfuerzo para él; le ofrezco fuego y se cubre con las manos para encender un cigarrillo medio consumido, entonces dice: gracias, y se aleja; me detengo para observarle: camina con cierta vacilación hasta llegar a la esquina, después se vuelve de cara a la pared, una figura sin rasgos, y distingo la creciente humedad oscura a sus pies, detenerme un instante para contemplarle, volverse él y alejarse con un encogimiento de hombros y una frase brutal; un borracho orinando, pienso, pero al mismo tiempo deduzco: se ha reconstruido, ha verificado su interior, ha exhumado cosas que le pertenecen y le llenan por dentro: líquidos que alguna vez formaron parte de él; eso es un proceso de autoafirmación, pienso: él es algo que yo no soy o que he dejado de ser, ha logrado obtener lo que yo pierdo poco a poco: integridad, quizá porque no tiene que callar, porque es libre para decir lo que le gusta y lo que no, pienso y golpeo con los huesos del pie el cadáver de una vieja lata en la acera, o porque ha aceptado la vida tal cual es, o quizá porque tiene hambre y sed, y necesidad de fumar, dormir y orinar en una esquina, quizá porque siente necesidades en su interior, dentro de esa intimidad de las costillas que en mí mismo forma un espacio negro: sus necesidades le llenan, y yo, satisfecho, camino vacío: eso pensé; era preciso, pues, reformarse, volver a la vida a partir de los huesos, resucitar, aunque es cierto que en algún sitio dentro de mí existían vestigios, cosas que se movían bajo las costillas o en el espacio entre éstas y el hueso púbico, pero era necesario comprobarlo; todo aturdido por el ansia, entré en uno de los bares que estaban abiertos a esas horas y me dirigí apresurado al cuarto de baño, respondiendo con un gesto al hombre que atendía la barra y que me dijo buenos días; ya en el urinario, muy nervioso, busqué mi pija semihundida, perdonando la frase, la extraje y me esforcé un instante: tras un cierto lapso, comprobé la aparición brusca del fino chorro amarillo y sentí una distensión lenta en mi pubis que califiqué como el hallazgo de la vejiga: al fin me sirves de algo, pensé mientras me sacudía la pilila, perdonando la bajeza; así, convertido en pura vejiga, salí a la calle de nuevo y respiré hondo: noté bolsas gemelas a ambos lados del esternón, sacos que se ampliaban con el aire frío de la mañana, y descubrí mis pulmones; en un estado de alborozo difícilmente descriptible me tomé el pulso y sentí, con la alegría de tocar el pecho de un pájaro recién nacido, el golpeteo suave de la arteria contra mi dedo, su pequeño pero nítido calor de hogar, y supe que guardaba sangre y que mi corazón había emergido; caminando hacia la consulta completé mi resurrección, la encarnación lenta de mi esqueleto; así pues, yo era pulmones y vejiga, yo era intestino, tripas, estómago, yo era músculos del pene, tendones, sangre, hígado, vesícula, bazo y páncreas, yo era glándulas y linfa, todo suave, todo lleno, ocupando intersticios como si vertieran sobre mí unas sobras de hombre: yo era, por fin, globos oculares líquidos, yo era lengua y labios, yo era el abrir lento de los párpados, la creación del paladar, la suave nariz horadada, la humedad limpia de la saliva, la lágrima tibia y el sudor de los poros; yo era sobre todo mi propio cerebro, las revueltas grises de los nervios, la masa de ideas invisibles, la voluntad, el deseo, el pensamiento; llegué a la consulta recién creado, aún sin piel pero ya formado y funcionando, atravesé el oscuro umbral con la placa dorada donde se leía «Héctor Galbo, odontólogo», preferí las escaleras y abrí la puerta con la delicadeza muscular de un relojero, con la exactitud de un ladrón o un pianista; Laura, mi secretaria, ya estaba esperándome, y el vestíbulo aparecía iluminado así como la marina enmarcada en la pared opuesta, y me dejé invadir por el olor a cedro de los muebles, la suavidad de la moqueta bajo los pies, y cuando mis globos oculares se movieron hacia Laura pude parpadear evidenciando mi perfección; entonces, la prueba de fuego: me incliné para saludarla con un beso y percibí la suavidad de mi mejilla, los delicados embriones de mis labios, y supe que por fin la piel había aparecido: cabello, pestañas, cejas, uñas, el florecer de mi bigote negro; besarla fue como besarme a mí mismo: buenos días, doctor Galbo, me dijo, noté las cosquillas de mi camisa sobre mi pecho velludo, muy velludo, buenos días, dije, buenos días, Laura, y percibí mi laringe en el foso oculto entre la cabeza y el pecho, sentí el aire atravesando sus infinitos tubos de órgano: buenos días, repetí despacio saludando a todo mi cuerpo reflejado en el espejo del vestíbulo, mi cuerpo con piel y sentimientos, mi cuerpo vestido, bajito, mi cabeza calva y mi rostro bigotudo: buenos días, doctor Galbo, hoy viene usted contento, dice Laura, sí, le dije, vengo aliviado, quise añadir, he orinado en un bar y he descubierto por fin que tengo vejiga, y a partir de ahí todo lo demás, pero en vez de decirle esto pregunté: ¿hay pacientes ya?, y ella: todavía no, y yo: ¿cuántos tengo citados?, y ella: cinco para la mañana, la primera es Francisca, ah sí, Francisca, dije, sí: sus prótesis darán un poco la lata, y me deleito: oh mi memoria perfecta, mis sentidos vivos, mis movimientos coordinados, sí, sí, Francisca, muy bien, y mi imaginación: porque de repente me vi avanzando hacia mi despacho con los músculos poderosos de un tigre, todo mi cuerpo a franjas negras, mis fauces abiertas, los bigotes vibrantes, los ojos de esmeralda, y mi sexo, por fin, mi sexo: porque Laura, con la mitad de años que yo, me parecía una presa fácil para mis instintos, una captura que podía intentarse, la gacela desnuda en la sabana; ya era yo del todo, incluso con mis pensamientos malignos, incluso con mi crueldad, por fin: avíseme cuando llegue, le dije, y entré en mi despacho, me quité el abrigo y la chaqueta, me vestí con la bata blanca, inmaculada, mi bata y mi reloj a prueba de agua y de golpes, y mi anillo de matrimonio, y los periódicos que Laura me compra y deposita en la mesa, y mi ordenador y mis libros, y mis cuadros anatómicos: secciones de la boca, dientes abiertos, mitades de cabezas, nervios, lenguas, ojos, mejor será no mirarlos, pienso, porque son hombres incompletos, yo ya estoy hecho, pienso, envuelto al fin de nuevo en mi funda limpia, recién estrenado; por fin pensar: saber que he regresado al origen, me he recobrado, he impedido mi disolución guardándome en un cuerpo recién hecho; no recuerdo cuánto tiempo estuve sentado frente al escritorio saboreando mi triunfo, pero sé que la segunda y más terrible revelación llegó después, con el primer paciente, y que a partir de entonces ya no he podido ser el mismo, peor aún, porque me he preguntado después si he sido yo mismo alguna vez, si mi integridad fue algo más que una simple ilusión: y fue cuando sonó el timbre de la puerta, el siguiente timbre, el nuevo timbre que me despertó de la última ensoñación (como el de casa de Galia, o el del despertador con sonido de trompeta de cobre, ahora el de la consulta, pensé, y no pude encontrarles relación alguna entre sí, salvo que parecían avisos repentinos, llamadas, notas eléctricas que presagiaban algo), y Laura anunció a la señora Francisca, una mujer mayor y adinerada, como Galia, como Alejandra, con las piernas flebíticas y el rostro rojizo bajo un peinado constante, que entró con lentitud en la consulta hablando de algo que no recuerdo porque me encontraba aún absorto en el éxito de mi creación: fue verla entrar y pensar que iría a casa de Galia cuando la consulta terminara y le diría que todo seguía igual, que era posible continuar, que nada nos estorbaba, y después llegaría a mi casa y le diría a Alejandra que la quería, que nunca más sería duro con ella ni con Ameli, eso me propuse, y saludé a la señora Francisca con una sonrisa amable, y la hice sentarse en el sillón articulado, la eché hacia atrás con los pedales, la enfrenté al brillo de los focos y le pedí que abriera la boca, porque eso es lo primero que le pido a mis pacientes incluso antes de oír sus quejas por completo: como estoy acostumbrado a que esta instrucción se realice a medias, me incliné sobre ella y abrí mi propia boca para demostrarle cómo la quería: así, abra bien la boca, le dije, ah, ah, ah, y es curioso lo cerca que siempre estamos de la inocencia momentos antes de que un nuevo horror nos alcance: incluso éste aparece al principio con disimulo, revelándose en un detalle, en un suceso que, de otra manera, apenas merecería recordarse, porque mientras Francisca, obediente, abría más la boca, descubrí el último de los horrores, la luz del rayo que nunca debería contemplar un ser humano, la degradación final, tan rápida, pavorosa e inevitable como cuando presioné el timbre de Galia, pero mucho peor porque no era lo oculto, lo que era, sino lo que no era, aquello que falta, no lo que se esconde sino lo que no existe: la nueva revelación me violó, perdonando la brutalidad, de tal manera que todos mis logros anteriores adoptaron de inmediato la apariencia de un sueño que no se recuerda sino a fragmentos, e incapaz de reaccionar, permanecí inmóvil, inclinado sobre la mujer, ambos con la boca abierta, ella con los ojos cerrados esperando sin duda la llegada de mis instrumentos; pero como no llegaban los abrió, me vio y advirtió en mi rostro el horror más puro que cabe imaginarse: qué pasa, doctor, me dijo, qué tengo, qué tengo, pero yo me sentía incapaz de responderle, incapaz incluso de continuar allí, fingiendo, así que retrocedí, me quité la bata con delirante torpeza, la arrojé al suelo, me puse la chaqueta y salí de la habitación, corrí hacia el vestíbulo sin hacer caso a las voces de la paciente y a las preguntas de Laura, abrí la puerta, bajé las escaleras frenéticamente y salí a la calle: no sabía adónde dirigirme, ni siquiera si tenía sentido dirigirme a algún sitio; contemplé a los transeúntes con muchísima más incredulidad de la que ellos mostraron al contemplarme a mí: ¿era posible que todos ignoraran?, ¿hasta ese punto nos ha embotado la existencia?; hubo un momento terrible en el que no supe cuál debería ser mi labor: si caer en soledad por el abismo o arrastrar como un profeta a las conciencias ciegas que me rodeaban; es cierto que toda gran verdad precisa ser expresada, pero la locura de mi actual situación consistía en que esta verdad última era inexpresable: quiero decir que esta verdad final no era algo, más bien era nada, así que no podía soñar con explicarla: quizá el silencio en el gélido vacío entre las estrellas hubiera sido una explicación adecuada, pero no un silencio progresivo sino repentino y abrupto: una brecha de espacio muerto, una bomba inversa que absorbiera las cosas hacia dentro, que nos introdujera a todos en un mundo sin lugares ni tiempo donde la nada cobrara alguna especial y terrible significación, quizá entonces, pensé, y corrí por la acera intuyendo que cada minuto desperdiciado era fatal: ¿le ocurre algo?, fue la pregunta que me hizo un individuo que aguardaba frente a un paso de peatones cuando me acerqué, y solo entonces fui consciente de que tenía ambas manos sobre la boca, como si tratara de contener un inmenso vómito; mi respuesta fue ininteligible, porque sacudí la cabeza diciendo que no, pero esperando que él entendiera que eso era lo que me pasaba: que no; si hubiera podido hablar, habría respondido: nada, y precisamente ahí radicaba lo que me ocurría: me ocurría nada, pero era imposible hacerle comprender que nada era infinitamente peor que todos los algos que nos ocurren diariamente; no pude hacer otra cosa sino alejarme de él con las manos aún sobre la boca, corriendo sin saber por dónde iba pero con la secreta esperanza de no ir a ninguna parte, de no llegar, de seguir corriendo para siempre, porque no podía presentarme en casa de aquel modo, no con aquel fallo, sería preciso hacer cualquier cosa para remediar esa escisión, quizá comenzar desde el principio, reunir de nuevo el hilo en el ovillo, a la inversa: pensar en el instante anterior a la revelación, notar la presencia para comprender ahora la falta; pero cómo describirlo: cómo decir que había conocido de repente la boca cuando la paciente abrió la suya y yo quise indicarle cómo tenía que hacerlo y abrí la mía; fue entonces: el tiempo se congeló a mi alrededor y quedé solo en medio de mi hallazgo, como un náufrago, paralizado por la revelación suprema, incapaz de comprender, al igual que con la anterior, por qué no lo había sabido hasta entonces: la boca, claro, ahí, aquí, abajo, bajo mi nariz, en mi rostro, la boca: de repente me había percatado de la verdad, tan simple e invisible debido a su propia evidencia: la boca no es nada, lo comprendí al pedirle a la paciente que la abriera y al abrir la mía: ¿qué he abierto?, pensé: la boca; pero entonces, si la boca abierta también es la boca, el resultado era una oscuridad, un agujero vacío, un abismo; quiero decir que, de repente, al ver la boca, al inclinarme para verla, no la vi, pero no la vi justamente porque era eso: el no verla; si hubiera visto la boca de la misma forma que veo mis dedos, por ejemplo, no lo sería o estaría cerrada; sin embargo, el horror consiste en que una boca abierta también es una boca: como llamarle «dedos» al espacio vacío que hay entre ellos; ¡pero eso no era todo!: si aquel defecto, aquella nada, era, ¿cómo podía evitar la llegada del vacío?, ¿cómo impedir que todo siguiera siendo lo que es en la nada?, ¿cómo pretender recobrar mi cuerpo si me evacuo por ese agujero negro y absurdo?; lo comprendí: ¡si todo se hubiera cerrado a mi alrededor!, ¡si las junturas hubieran encajado perfectamente, sin interrupciones, sin oquedades!, pero tenía que estar la boca, la boca abierta que también era la boca, y ahora ¿cómo permanecer incólume?, ¿cómo seguir inmutable, conservándome dentro, si allí estaba eso que no era, esa nada negra implantada en mí?; corrí, en efecto, a ciegas, no recuerdo durante cuánto tiempo, hasta que un nuevo acontecimiento pudo más que mi propia desesperación: en una esquina, recostado en un portal, distinguí a un hombre, el borracho de aquella madrugada, que parecía dormir o agonizar: un sombrero gris le cubría casi todo el rostro salvo la barba, y allí, insertado en lo más hondo del pelo, un agujero abierto, sin dientes, sin lengua, una cosa negra y circular como una cloaca o la pupila de un cíclope ciego que me mirara, aunque yo fuera «nadie», el vacío terrible, la nada; de repente se había apoderado de mí un horror supremo, un asco infinito, la conjunción final de todo lo repugnante, y me alejé desesperado cubriéndome con las manos aquel «salto», aquel «vacío» letal, atenazado por una sensación revulsiva, un pánico que era como cribar mis ideas con violencia hasta romperlas, la certeza de mi perdición, el desprendimiento a trozos de mi voluntad frente a lo irremediable: esa boca abierta, el error por el que todo entra y todo sale, los secretos, la palabra, el vómito, la saliva, la vida, el aliento final, porque me había envuelto en mi propio cuerpo para hallar algo último que no cierra, ese terrible defecto tras los labios del beso, tras el lenguaje cotidiano, tras los gestos de comer y masticar, más allá de los dientes y la lengua, ese algo que no es el paladar ni la faringe ni la descarga de las glándulas, ese vacío que me recorre hacia dentro, el túnel deshabitado del gusano, la nada, la negación, eso que ahora empezaba a corroerme; porque si existía la boca, nada podía detener la entrada del vacío; así que cerca de casa empecé a perderme, a dividirme en secciones, a horadarme: primero fue la piel, que apenas se presiente, que es casi solamente tacto, la piel que cayó a la acera mientras corría, la piel con mi figura y mis rasgos que se me desprendió como la de un reptil mudando sus escamas, porque el vacío se introducía bajo ella como un cuchillo de aire y la separaba; entonces los músculos y los tendones, en silencio: ¿qué protección pueden ofrecer frente a los túneles de la nada?, ¿qué defensa procuran ante esa marea de vacío, ese fallo que me alcanzaba como a través de un sumidero?, también ellos caen y se desatan como cordajes de barco en una tempestad; la calle en la que vivo recibió el tributo de la lenta pero inexorable pérdida de mis vísceras: ese trago infecto de nada, que no está pero es, provoca la caída de mi estómago y mis intestinos, mi hígado derretido y mi bazo, los pulmones sueltos que se alejan por el aire como palomas grises, el corazón que ya no late, madura, se endurece y cae, gélido como el puño de un muerto, porque nada puede latir frente a la boca, los nervios arrastrados por la acera como hilos de un títere estropeado, los ojos como gotas de leche derramada, la suave materia de mi cerebro, la exactitud de mis sentidos, la excitante delicia del deseo, la provocación del hambre y el instinto, las sensaciones, los impulsos: todo cae y se pierde, todo gotea incesante desde mi armazón, todo se va y se desvanece calle abajo; entro en casa al fin, ya solo mi esqueleto muerto y limpio, y pienso: mis hijos están en el colegio, por fortuna; me dirijo al salón y allí encuentro a Alejandra, que me mira con pasmo; se halla sentada en su sofá tejiendo algo, y probablemente destejiéndolo también, creando y destruyendo en un vaivén de interminable dedicación; entonces me detengo frente a ella, aparto con lentitud las falanges blancas de mi oquedad y la descubro, por fin, en toda su horrible grandeza: la boca abierta, las mandíbulas separadas, el enorme vacío entre maxilares, la verdadera boca que no es, desprovista del engaño de las mucosas, ese espacio negro que nada contiene, y hablo, por fin, tras lo que me parecen siglos de silencio, y mis palabras, emergiendo de ese vacío, son también vacío y horadan: Alejandra, hablo, llevo años traicionándote con una mujer que conocí en la consulta, y ella: Héctor, qué dices, y yo: es guapa, pero no demasiado, cariñosa, pero no demasiado, inteligente, pero no demasiado: lo mejor que tiene es que me quiere y que intentó hacerme feliz, y que nunca me ha creado problemas salvo la necesidad de mentirte, de ocultártelo, una mujer con la que descubrí que puede haber una cierta felicidad cotidiana a la que nunca deberíamos renunciar, como hemos hecho tú y yo, ni siquiera a esa cierta felicidad cotidiana, una mujer, en fin, con la que he sabido que ya todo es igual, que incluso el pecado termina alguna vez, incluso la culpa, incluso lo prohibido, y ella: Héctor, Héctor, qué te pasa, dice, que ya basta de mentiras, respondo y me deshago de su lento abrazo y de sus lágrimas, y basta de silencio, porque era necesario hablar, pero no solo a ti, no, no solo a ti, y ella, gritando: ¿adónde vas?, pero su grito se me pierde con el mío propio, que ya solo oigo yo, y eso es lo terrible: porque mi garganta ha desaparecido y solo quedan las tenues vértebras y el deseo de ser escuchado; corro entonces a casa de Galia arrastrando apenas los jirones blancos de mis huesos por la acera, y ella misma abre la puerta y grita al verme: no, Galia, no podemos seguir juntos, dije entonces, no tengo nada más que hacer aquí, tú, viuda y solitaria, yo, casado y solitario, nada que hacer, Galia, no más consuelos, no más secretos, basta de felicidad y de cariño doméstico, porque llega un instante, Galia, en que todo termina, y lo peor de todo es que tú no eres una solución: ¿por qué?, me dijo: porque es necesario decir la verdad y revelar la mentira, repliqué, aunque nos quedemos vacíos, es necesario abrir las bocas, Galia, le dije, y volcarnos en hablar y hablar y destruirlo todo con las palabras, dije, porque si algo somos, Galia, es aliento, así que es necesario, por eso lo hago, dije, y me alejé de ella, que gritó: ¿adónde vas?, pero su grito se perdió dentro del mío, que ya era tan enorme como el silencio del cielo; y me alejé de todos, de una ciudad que no era mi ciudad, de una vida que no era mi vida, corrí ya casi llevado por el viento, las espinas delgadas de mi cuerpo flotando en el aire, corrí, volé hacia los bosques transportado por una ráfaga de brisa como el polvo o la basura, avancé por la hierba, entre los árboles, desgastándome con cada palabra: basta con eso, dije, no más hogar, no más vida, no más esfuerzo, dije, grité en silencio: ya basta de mundo y de existencia, ya basta de hacer y de procurar, soportar, callar y mirar buscando respuestas, no, no más luz sobre mis ojos, nunca otro día más, basta de desear y pretender, de conseguir y por último perder lo conseguido y enfermar y morir y terminar en nada, todo vacío, intrascendente, limitado y mediocre: basta, porque hay un error en nosotros, un hiato perenne, el sello de la nada, esta boca siempre abierta, este hueco hacia algo y desde algo, miradlo: está en vosotros, el sumidero, el vórtice; lo he soportado todo, incluso los años de silencio, los años iguales y el silencio, la muerte interior, el vacío interior, la falsa esperanza, la ausencia de deseos, pero no puedo soportar esta conexión: si tiene que existir esto, este hueco vacío y nulo, esta ausencia de mi carne y de mi cuerpo, si tiene que existir la boca, prefiero echarlo todo fuera, dejar que todo se vaya como un soplo puro, que lo oigan todos, que todos lo sepan, prefiero esto a la falsa seguridad de un cuerpo muerto, eso dije, eso grité, y me vi por fin convertido en nada, la oquedad llenando todos mis huesos abiertos como flautas mudas, desmenuzados como arena por fin, solo esa ceniza última, apenas el rastro leve que el viento termina por borrar, el vacío enorme de esa boca que tiene que decir y revelar y descubrir y gritar y acusar y vaciarme hacia fuera desde dentro y mezclarme con todo, esa boca abierta e infinita del silencio absoluto por la que hablo aunque nadie oiga


    1. De nuevo subí el cerro, olí los azulillos, las añañucas


    2. —Cuando ayer fui a tu casa olí un rastro muy débil de ella en la puerta de entrada —dijo—


    3. – Agrippa se acercó más y olí ese extraño perfume que siempre usaba-


    4. Eso fue lo que olí en la escena


    5. Me pasé la mano por el pelo y noté el polvo y la gasolina del día anterior; olí en los dedos la basura y la podredumbre


    6. Le olí en la habitación de Jesse


    7. Ya sé que puede resultar extraño, pero olí la muerte de Smith desde la distancia, antes de que el resto de mis sentidos la certificaran


    8. –Apenas lo vi, olí de qué se trataba -dijo Vesey-


    9. Le olí el aliento


    10. Olí emociones rodar en ambos, aunque no podía decir cuáles eran de quien, exactamente

    11. Pero olí caballos


    12. Pero mientras saltaba por encima de un callejón estrecho, vi el destello de un rayo en las nubes y olí la lluvia


    13. Olí a pelo quemado y confié en no haber perdido las cejas


    14. Los olí en la espía en el Jardín de la Virtuosa Consorte


    15. Olí el perfume cítrico de las feromonas y los productos sintéticos que se mezclaban en su piel


    16. Cuando entré en la habitación vi la luz que se filtraba a través de las cortinas y olí el dulce aroma de los ambientadores de los árboles del jardín


    17. Olí el cañón


    18. –¡Lo que olí era el lago!


    19. Abrí la cama y palpé las sábanas blancas y el edredón espartano, miré los títulos de los libros apilados en el suelo, hurgué entre los frascos de su botiquín y aparte de un antialérgico y píldoras para los gusanos del perro no encontré más remedios, olí su ropa sin rastros de tabaco o de perfume y en pocos minutos sabía mucho de él


    20. Alcé el hueso y lo olí

    21. »Tan pronto como se abrió la puerta, olí el hedor de la habitación y sentí el calor abrumador


    22. –Sólo cuando entró en la habitación olí el whisky en su aliento


    1. y el pescado ni lo olía


    2. Los lanzó en el aire, que a esa hora de la noche olía a laurel


    3. El joven elegante, admiración y orgullo de lamamá, olía a vino, y con palabrotas de las más


    4. ¡una perdiz que olía tan bien!


    5. compañeros; todos dijeron que olía apueblo: con el segundo le


    6. en pocas palabras; «Allí todo olía áinglés


    7. Era un santo; mas olía aajo, y este


    8. Su aliento olía á alcohol, circunstanciaextraordinaria, pues el general es


    9. Olía a tomillo, a romero, a todos los perfumes delbosque


    10. olía mal, pero ya se habituarían a este hedor de los residuosde la villa

    11. tuvoaprensión de que olía a incienso el blanquísimo gato; de todas maneras,parecía un símbolo


    12. Cerraba los ojos grises y arrugaba el entrecejo; le enojaba laluz, tropezaba con los muebles, olía


    13. de que su lecho olía como el fétido humor de loshisopos de la pesadilla


    14. olía á paño sudado, á cuero, átabaco fuerte; pero en una muñeca


    15. corrían lashoras sin sentir en el callado recinto, que olía a pintura fresca y aespadaña traída por


    16. (permítaseme lo familiar dela expresión) en un periquete, y que asimismo olía muy bien, gracias


    17. la olía, la palpaba en todas partes, hasta en el cuarto de Emma,entre las medicinas y mal olientes


    18. ¿A qué olía aquel hombre? Olíaa ella, a los ungüentos con que


    19. recelo, yo, que soy perro viejo en lamar, llamé a Débora y le dije que el tiempo me olía a


    20. dando con la lengua en el cielo de laboca, y jurando que olía y sabía como las violetas que le

    21. Tanis respiró hondo el aire vivificante que olía a pino y a tierra


    22. Yo habría querido trazar la curva de los ojos, olía el perfume de Jane entre las nubes, los árboles, el agua en la arena


    23. Olía a hospital, una mezcla de enfermedad, desinfectante y ambientador


    24. Y había sobre todo -¡sobre todo!– aquella cesta de esparto, barco de mis viajes con María del Carmen, que olía como esta alfalfa en que hundo el rostro con un desasosiego casi doloroso


    25. Un dormitorio en el que todo era blanco como un glaciar y olía a lavanda, un salón provisto de enormes muebles victorianos que sobresalían de todas partes y que muy posiblemente me harían sentirme abatido alguna que otra vez, y una cocina-comedor anejos que era bastante amplia para albergar el Congreso de los Demócratas


    26. —Si la medicina se toma pura, por ejemplo, a veces quedan rastros de olor en los labios del paciente, pero la habitación del señor Crawford olía a whisky de una forma abrumadora y ha­bía una botella abierta y por la mitad sobre la mesa


    27. Señora Wiggins: Pues sí, hace un tiempo los tuvo porque en­contré una botella y vasos y todo olía tanto a whisky que tuve que airear las habitaciones


    28. Recuerde que fue quien le despertó diciéndole que olía a gas


    29. Olía tan bien que me hizo pensar en la señora Rosa, por la diferencia


    30. No se podía decir a Ernest que su perro, rara vez lavado, olía fuerte, sobre todo después de las lluvias

    31. Había niebla en los cañones y olía a hierbas silvestres, pero no se veía bruma en el terreno elevado entre las gargantas


    32. Para Mao, su perspectiva olía más a capitalismo que a socialismo


    33. Olía a árboles recién cortados


    34. Encima del televisor había un cuadro de la Santa Cena y toda la casa olía de un modo agradable a judías pintas con arroz y maíz


    35. Cuando hube acabado, la cocina olía a productos de limpieza y estaba impecable para los ojos de cualquier espectador normal y corriente


    36. El empleado de recepción olía a vino


    37. El aire olía mal y resultaba difícil respirar


    38. Fuera lo que fuera lo que había reventado, lo hizo a toda velocidad: olía como el combustible, pero un lago de esa sustancia seguía ardiendo sobre el muelle, despidiendo una claridad infernal que iluminaba el telón de humo suspendido sobre ellas


    39. La habitación estaba austeramente amueblada y olía a humo de tabaco barato


    40. Ya en la escalera se olía fuertemente a tabaco

    41. que su actitud olía a comedia porque, en realidad, estaba desempeñando un papel


    42. El aire olía a dulces


    43. El interior de la tienda estaba completamente oscuro y olía a plumas de pollo y a perfume rancio


    44. En otra oportunidad, tratando de repetir de memoria una receta de mi suegra, se me pasó la mano con la esencia de menta en la salsa de un postre; olía a pasta dentífrica y el sabor del bavarois desapareció, agobiado por la menta


    45. Olía a yerbas y tenía la piel fría


    46. El ambiente siempre olía a yerbas frescas y especias para sazonar guisados y fritangas


    47. El aire olía a una mezcla de flores y pólvora


    48. Creyó estar soñando al ver que su marido se había cambiado el traje de matrimonio por un pijama de seda negra y un batín de terciopelo pompeyano, se había puesto una red para sujetar el impecable ondulado de su peinado y olía intensamente a colonia inglesa


    49. El aposento era muy sencillo, pero estaba limpio y olía a desinfectante; Josué, tras tantos días de dormir en una hamaca, oler a brea, a galleta rancia y a pescado en salmuera, tuvo la sensación de haber regresado al hogar paterno


    50. Al anochecer en Chinatown siempre había una atmósfera festiva, ruido de conversaciones gritadas, regateo y pregones; olía a fritanga, aliños, pescado y basura, porque los desperdicios se acumulaban al centro de la calle














































    1. Las calles olían a marihuana y hachís, los campos estaban vacíos de las flores, se reunieron todos para hacer una corona alrededor de las cabezas de jóvenes hippies


    2. ¡Si son como lasrosquillas inglesas que me hiciste comprar el otro día y que olían aviejo


    3. olían en el espacio, digámoslo así, la proximidad de una gran carnicería


    4. confección deaquellos hojaldres, que olían deliciosamente,


    5. Intentando por todos los medios hacer el menor ruido posible, Fandorin alcanzó los últimos arbustos (olían a lilas, que sin duda serían de una variedad inglesa) y se puso a explorar el terreno


    6. Y se iba aliviado, bajaba la escalera con un pasito rápido y se reunía con sus compañeros en los cafés del barrio, con sus muebles de madera y el mostrador de zinc, que olían a anisete y serrín, y donde Jacques tenía que ir a buscarlo a la hora de la cena


    7. En aquel momento el señor Bernard estaba allí, delante de Jacques, en su pequeño apartamento de las vueltas de Rovigo, casi al pie de la Alcazaba, un barrio que dominaba la ciudad y el mar, habitado por pequeños comerciantes de todas las razas y todas las religiones, cuyas casas olían a la vez a especias y a pobreza


    8. Los de Noruega olían a madera, los que venían de Dakar o los brasileños traían consigo un perfume de café y especias, los alemanes olían a aceite, los ingleses a hierro


    9. Aquella noche en él, sí, aquellas raíces oscuras y enmarañadas que lo ataban a esa tierra espléndida y aterradora, a sus días ardientes y a sus noches rápidas que embargaban el alma, y que había sido como una segunda vida, más verdadera quizá bajo las apariencias cotidianas de la primera y cuya historia estaba hecha de una serie de deseos oscuros y de sensaciones poderosas e indescriptibles, el olor de las escuelas, de las caballerizas del barrio, de la lejía en las manos de su madre, de los jazmines y la madreselva en los barrios altos, de las páginas del diccionario y de los libros devorados, y el olor agrio de los retretes de su casa o de la quincallería, el de las grandes aulas frías, donde a veces entraba solo, antes o después de las clases, el calor de sus compañeros preferidos, el olor a lana caliente y a deyecciones que arrastraba Didier, o el del agua de colonia con que la madre de Marconi, el alto, lo rociaba abundantemente y que le daba ganas, en el banco de su clase, de acercarse todavía más a su amigo, el perfume del lápiz de labios que Pierre había robado a una de sus tías y que olían entre ellos, perturbados e inquietos como los perros que entran en una casa donde ha pasado una hembra perseguida, imaginando que la mujer era ese bloque de perfume dulzón de bergamota y crema que, en el mundo brutal de gritos, transpiración y polvo, les traía la revelación de un universo refinado{178} y delicado, con su indecible seducción, del que ni siquiera las groserías que lanzaban a propósito del lápiz de labios llegaba a defenderlos, y el amor de los cuerpos desde su más tierna infancia, de su belleza, que le hacía reír de felicidad en las playas, de su tibieza, que lo atraía constantemente, sin idea precisa, animalmente, no para poseerlos, cosa que no sabía hacer, sino simplemente para entrar en su irradiación, apoyar su hombro contra el hombro del compañero y casi desfallecer cuando la mano de una mujer en un tranvía atestado tocaba durante un momento la suya, el deseo, sí, de vivir, de vivir aún más, de mezclarse a lo que de más cálido tenía la tierra, lo que sin saberlo esperaba de su madre y que no obtenía o tal vez no se atrevía a obtener y que encontraba en el perro Brillant cuando se tendía junto a él al sol y respiraba su fuerte olor a pelos, o en los olores más fuertes o más animales en los que el calor terrible de la vida se conservaba, pese a todo, para él, y del que no podía prescindir


    10. Era una apuesta muy fuerte; tal vez la mayor apuesta a la que nadie se hubiera enfrentado nunca, pero Tupa-Gala recordó que los volcanes no humeaban, los ríos no olían a azufre y las chinchillas del templo se reproducían con normalidad, por lo que al fin replicó haciendo un notable esfuerzo para que su voz no delatara la angustia que sentía:

    11. ¡Qué maravillosamente bien olían mientras crepitaban y se asaban! Ese aroma -y también el sabor delicioso- me convenció de que yo era todavía Joe Bodenland, y que aún estaba destinado a luchar entre los vivos


    12. por delante, de amarse tranquilos, ebrios de olor a bosque y de amor, sin pasado, sin sospechar el futuro, con la única increíble riqueza de ese instante presente, en que se miraban, se olían, se besaban, se exploraban, envueltos en el murmullo del viento entre los árboles y el rumor cercano de las olas reventando contra las rocas al pie del acantilado, estallando en un fragor de espuma olorosa, y ellos dos, abrazados dentro del mismo poncho como siameses en un mismo pellejo, riéndose y jurando que sería para siempre, convencidos de que eran los únicos en todo el universo en haber descubierto el amor


    13. El jardín era un malezal, las fuentes morunas estaban sedientas, los salones olían a tumba, las cocinas parecían un chiquero y había caca de ratón debajo de las camas, pero nada de eso apabulló a Paulina del Valle, quien llegaba dispuesta a celebrar la boda del siglo y no iba a permitir que nada, ni su edad, ni el calor de Santiago, ni mi carácter re-traído se lo impidieran


    14. Pero cada cabo se veía adujado en su sitio, la jarcia firme recién embreada, el casco acababa de recibir una mano doble de pintura negra por encima de la línea de flotación, la regala y los pasamanos olían a aceite de teca, y la cubierta estaba recién fregada con lampazos y piedra arenisca


    15. Biao miró con desesperación al maestro Rojo y a Lao Jiang, pero los dos hombres olían el peligro


    16. Se olían, se besaban para fundir el hielo de los sexos


    17. Debajo, encontró un par de guantes de motorista tiesos que olían a combustible y cuero; una vez puestos, comprobó que le llegaban casi a los codos


    18. Los guantes de béisbol eran hermosos, estaban bien engrasados, gastados lo justo, olían a cuero de calidad, a sudor y a hierba veraniega, y sin duda contenían sueños infantiles eternos y queridos


    19. Y los gusanos sabían identificar una comida gratis en cuanto la olían


    20. Si lo olían, pensarían que su reivindicación de enfermedad era un intento fallido de esconder el hecho de que era un poco juerguista

    21. Muchas veces, Ismaíl había ido a refugiarse bajo las voluminosas faldas de Hanna, que olían a pan y a hornillo


    22. ¡Si son como las rosquillas inglesas que me hiciste comprar el otro día y que olían a viejo


    23. Sólo olían el cloro cuyos vapores se habían extendido por la celda con el agua del desagüe


    24. Arrancó unas hojas de lavanda, las deshizo entre los dedos, olían a podrido y sólo débilmente a lavanda


    25. Todo estaba silencioso; muchas de las puertas instaladas en los rellanos estaban entornadas o completamente abiertas; los departamentos olían a tierra y a humedad


    26. Los lobos olían a estar pasándolo en grande y enviaron imágenes de Joven Toro cubierto con plumas


    27. Grady y Neald lo flanqueaban; olían a impaciencia


    28. Algo mugrientos, algo grasientos, se quedaron dormidos los dos, bajo unas sábanas que olían a estupro y cicatrización


    29. La viuda se arrojó al suelo con sus pieles de conejo que olían a rayos y, arrodillada, empezó a buscar la lentilla perdida, el enorme trasero en lo alto bloqueando la salida del ascensor


    30. Las trenzas de las niñas olían a castañas asadas, las manos de la taquillera del cine tenían rojos sabañones, a Toni/Annabella se la lleva un huracán de arena en el desierto de Suez después de salvar a Ty Power/Fernando de Lesseps (¡el tipo cuyo nombre lleva la plaza donde precisamente estaba el Roxy!) atándolo a un poste

    31. El emperador se ocultaba en una Roma que hervía en la sangre de decenas de ejecuciones sumarísimas mientras las fronteras quedaban mal provisionadas, con escasos suministros, y los bárbaros olían la debilidad igual que los perros huelen el miedo en los hombres


    32. Igual que un barast, los perros olían el miedo…


    33. Tancredi quería que Angelica conociera todo el palacio en su complejo inextricable de habitaciones, salones de respeto, cocinas, capillas, teatros, galerías de pinturas, cocheras que olían a cuero, establos, bochornosos invernaderos, pasajes, escalerillas, pequeñas terrazas y pórticos y, sobre todo, de una serie de apartamientos abandonados y deshabitados desde hacía muchos años y que formaban un misterioso e intrincado laberinto


    34. Para terminar, tomamos en grandes cantidades unos frutos muy maduros, del tamaño de manzanas grandes, que, curiosamente, olían y sabían a piña aunque no lo eran, y tenían muchas semillas y muy poca pulpa


    35. Toda la basura de una ciudad licenciosa flotaba en la corriente, y cuando salían del agua tenían la ropa manchada con esa fetidez, y así olían al sumarse a la fiesta, y dentro del edificio todos estaban cubiertos con la viscosidad del río, y el tufo era nauseabundo


    36. La excusa del joven desaparecido le parecía poco creíble y desde que los había visto entrar olían a dinero


    37. Pero las opciones que lo conseguían no eran fáciles de encontrar y algunas olían a engaño


    38. Olían a grasa


    39. Zephaniah pudo distinguir aquel olor tan rancio: las bestias olían como cocodrilos


    40. Unos besos que olían a invierno y a saliva

    41. Ahora se olían los cigarros y el coñac del gobernador


    42. Ya olían la victoria


    43. Olían la muerte desde lejos y acudían infaliblemente para saciarse en los cadáveres


    44. Olían como huelen los niños pequeños: a tierra y a hierba dulce, a pura inocencia


    45. Y también percibieron un hedor, comparado con el cual los cadáveres olían a perfume


    46. Todas olían mal


    47. tíbias, olían bien y tenían un tacto suave


    48. La estrategia de al-Ghuráb había sido cansar a los franceses tomándose su tiempo y escogiendo con cuidado; pero con el paso del día quedó claro que el tiempo estaba del lado de los capitanes de las galeras, que se relajaban en sus camarotes, y de Pierre de Jonzac, que bebía champán bajo un gigantesco parasol dispuesto en el embarcadero, mientras Jack, Dappa y al-Ghuráb corrían y bajaban por las pasarelas, olían cuerpos y sufrían las maldiciones de los galériens


    49. Los aromas de Baldini se olían tanto en las distinguidas oficinas de la City londinense como en la corte de Parma, en el palacio de Varsovia y en el castillo del conde von Lippe-Detmold


    50. Cierto, Roma estaba llena de cabras, gallinas y cerdos, algunas zonas olían a estiércol y sus calles más angostas transpiraban un aura vetusta que recordaba a Atenas; pero el Foro y los templos del Palatino que se alzaban a la derecha poseían una grandeza más solemne que los de Babilonia y más empaque que los de Alejandría





































    1. La de Olías de Cuervo soltó el brazo de Ana y desapareció entre losgrupos que dificultaban el


    2. Por la puerta que da a la misma calle se escabulleron cantando bajito los que más habían alborotado en los pasillos, queriendo desarmar a la tropa: eran Olías, Casalduero, Díaz Quintero, el Marqués de la Florida y otros


    3. Te conviertes en reina, reinas durante treinta años, haces leyes, declaras la guerra a otros pueblos y después, sólo te recuerdan porque olías a yogur y porque te mordieron en el…


    4. También olías a puro—dijo con calma


    5. –Gracias por el consuelo, señor Olías


    6. –Un desastre, señor Olías, se lo digo yo que lo sé


    7. ¡Señor Olías! – gritó


    8. ¿Y usted cree, señor Olías, que la ciencia salvará al mundo?


    9. Si alguna vez, como era previsible, a Gil le llegaban noticias exactas de la ciudad y, lo que era peor, del verdadero Olías, y exigía cuentas de la burla, quizá pudiese afirmar que él interpretaba su propio pasado con ojos de artista, pero también podría increparlo en términos amargos: «¿No fue usted, desagradecido, quien removió mi vida con preguntas inoportunas y tramposas? ¿Acaso no ha oído que lo mejor que un hombre cuerdo y caritativo puede hacer con un loco es seguirle las manías? ¿Encima del favor ahora reproches?»


    10. Las fotos, los versos, la magia de los nombres propios (Faroni, Gregorio, Hemingway, Santos Merlín, Dacio Gil Monroy, Angelina, Félix de Olías), y el olor a cola y a papel, le parecieron de una realidad indiscutible y deslumbrante

    11. Juntas las cabezas, leyeron el prólogo de Gregorio Olías


    12. Firmó sólo Olías, y para que Gil no abriese la carta puso en el sobre: PRIVADO


    13. Y en tanto Foja, Mourelo, don Custodio, Guimarán, El Alerta y, entre bastidores, don Álvaro y Visitación Olías de Cuervo, trabajaban como titanes por derrumbar aquella montaña que tenían encima; el poder del Magistral


    14. La de Olías de Cuervo soltó el brazo de Ana y desapareció entre los grupos que dificultaban el tránsito por el salón estrecho


    15. Y resultó que envidiaban en secreto la hermosura y la fama de virtuosa de la Regenta no sólo Visitación Olías de Cuervo y Obdulia Fandiño y la baronesa de la Deuda Flotante, sino también la Gobernadora, y la de Páez y la señora de Carraspique y la de Rianzares o sea el Gran Constantino, y las criadas de la Marquesa y toda la aristocracia, y toda la clase media y hasta las mujeres del pueblo


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    oler in English

    smell sniff at sniff detect sense scent

    Sinonimi per "oler"

    exhalar sofocar asfixiar emanar despedir perfumar olfatear oliscar ventear percibir notar advertir inquirir sospechar suponer vislumbrar