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    Use "acariciar" em uma frase

    acariciar frases de exemplo

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    acariciar


    acaricias


    acaricio


    acaricié


    1. a abrir el envoltorio y desfalleciendo casi, acaricia entre sus manos trémulas un


    2. inquieta, tiembla y acaricia


    3. acariciaba el secreto de su amor naciente, como un avaroguarda y acaricia las


    4. columna líquidadel manantial que brota, pero se revela por las ondulaciones de lashierbas que acaricia su


    5. que le acaricia el rostro, le produce bienestar y lo apacigua


    6. brotan canciones de loslabios que acaricia


    7. el cuello deJuan, y su respiración tibia le acaricia el rostro


    8. escamosa, abandonando á laotra mano todo el peso de la maleta, acaricia las mejillas del viejo


    9. matrimonial, rascándose la cabeza comoaquel que acaricia una idea de gran transcendencia, y


    10. Página 15 en el mimar al hijo que acaricia en su regazo,

    11. en los árboles; el marazul acaricia dulcemente la arena de la orilla; el sol generoso


    12. ¡Voz que siempre acaricia del mal en la ignorancia,


    13. que los sueños que el jóven acaricia?


    14. con laderecha se acaricia una pantorrilla por debajo del pantalón; quién semantiene reclinado con los


    15. que tiene un padre, le acaricia las melenas conmanoseos de gata


    16. acaricia los labios con su lengua de gata, escapaz de saltar por


    17. —En efecto—repuso el ingeniero—, esa niña parece que acaricia con losojos


    18. clavado en el sillón, paseaba muy dispuesto por la sala,como hombre que acaricia el


    19. , murmurase una súplica al oído de Augusto, deposita en elcéfiro que acaricia la lona de su ligero


    20. acaricia las olas a veces

    21. Los ojos de los gatos tienen, a veces, ese mismo destello cuando uno les acaricia y ellos ronronean y se enroscan complacidos sobre sí mismos


    22. 18:14: Celeste, que en esos momentos (gracias al GHB) piensa que es la ganadora de Mira quien baila se ríe como las locas, se acaricia las tetas y no deja de aplaudir mientras hace un paso de tango


    23. Y Tomasa acaricia la cabecita negra


    24. Y ella acaricia una cabecita negra


    25. Johnny acaricia una de las flores


    26. Me acaricia suavemente los hombros con los pulgares


    27. Si amara a Matilda todavía, si Matilda aún le amara, ¿cómo no había de aparecérsele ahora que la invoca? Aprieta sin fijarse la mano derecha de su nuera, acaricia el anillo de oro de su nuera como quien saluda a un fiel partidario en un mitin


    28. En el salón, mientras la niña juega, se arrodilla y acaricia al gato, un macho enorme, lento, capado


    29. También entonces, si se busca mi presencia y se me acaricia deli­cadamente, cedo con presteza a la invitación, sin quejarme de lo que me hacen sufrir los corazones duros


    30. Con tan inquietantes pensamientos en la cabeza, el comisario ha rodeado la manzana de casas hacia la izquierda, llegando ante el pórtico de piedra pintada de blanco de la Divina Pastora, donde hay una hornacina con una Virgen sentada que acaricia el cuello de un cordero

    31. Turbado por una singular melancolía, Desfosseux acaricia con la punta de los dedos las marcas del metal


    32. Le acaricia el pelo y lo consuela mientras con voz suave dice lo más terrible:


    33. Se los sujeta mientras se los acaricia y le besa la cicatriz que tiene en el labio


    34. Pogue acaricia los seis cartuchos de latón y plomo del calibre 38 que tiene en el bolsillo mientras toma el sol dentro del Buick blanco y recuerda que cuando estaba con la señora Arnette experimentaba una sensación de poderío que nunca había sentido


    35. Mamá me aparta el pelo de la frente con sus suaves dedos y me acaricia


    36. Te acaricia trazando círculos con las manos, y se detiene por los pliegues y por las esquinas como haciendo nidos de gorriones en tu cuerpo


    37. En el país perfumado que el sol acaricia,


    38. Que acaricia el oído y empero lo espanta


    39. Se vuelca sobre el botón de combinación y lo acaricia con ternura


    40. Y éste, tenso, acaricia las rojas palancas de arrastre y dirección

    41. Teddy le acaricia los hombros y ella suelta un dulce gemido de sorpresa que le provoca una erección


    42. Que observa ausente a los congregados mientras se acaricia el tatuaje del Pantáculo en el antebrazo, percatándose de como se van borrando en su memoria los sucesos de esa tarde y, aunque sabe que ha ejecutado un acto crucial cuando estaba a solas en la cocina hace unos minutos, también advierte como incluso a este último acontecimiento se le van difumínando los contornos hasta que le resulta prácticamente imposible fijarlo o retenerlo


    43. Con la mano derecha se acaricia entre las piernas


    44. Acaricia el chaquetón de cuero que ella ha dejado sobre el asiento


    45. Ella emite ruiditos ahogados, porque el niño duerme en la habitación de al lado, pero ese suave sonido podría provocar que se corriera mientras le abre los labios con una mano y la acaricia con la lengua


    46. Los sesenta y nueves no faltaron, y ella poseía la infinita sabiduría de las verdaderas amantes que conocen la raíz del sexo del hombre, el nudo de nervios entre las piernas, a distancia igual entre los testículos y el ano, donde se dan cita todos los temblores viriles cuando una mano de mujer nos acaricia allí, amenazando, prometiendo, insinuando uno de los dos caminos, el heterosexual de los testículos o el homosexual del culo


    47. [Suavemente, se acaricia el vientre


    48. Se mira los pies, al sol, se acaricia las llagas y se quita la suciedad de entre los dedos


    49. Don Roberto, mientras acaba de leer el periódico, acaricia, un poco por cumplido, a su mujer, que apoya la cabeza sobre su hombro


    50. Por un momento, acaricia la idea; luego desiste:














































    1. Magdalena era la que le hablaba en labrisa, la que le acariciaba


    2. El abogado se acariciaba el abdómen concierta complacencia de


    3. al claustro, y mientras acariciaba D


    4. acariciaba el secreto de su amor naciente, como un avaroguarda y acaricia las


    5. cogido una mano y se la apretabay acariciaba con intermitencias


    6. Él la acariciaba con


    7. Cuando volvieron, el conde acariciaba tiernamentela mano de su querida y


    8. animales, lostomaba por los cuernos, les acariciaba la cabeza y hasta ¡oh colmo


    9. El calor femenil de esta carne suave, que le acariciaba con su


    10. dedo en los bronces, acariciaba lasmejillas de las ninfas

    11. Visitábala a menudo, la acariciaba, y no pocas vecesayudaba al cochero y al veterinario a las curas, aunque consistiesen enponerle lavativas


    12. escamas del trabajo, acariciaba las mejillasinfantiles, mientras la cara barbuda miraba


    13. Acariciaba aquella tarde la esperanza de merendar en casa del Mosco,ya que tenía


    14. el tintero, se acariciaba la frente; pero a suespalda cantaba la aguja al perforar el


    15. que acariciaba la barbilla de laspayesas jóvenes con una


    16. que acariciaba con un cariñoferoz


    17. perales y cerezos, y acariciaba el recio follajede las higueras, a cuya sombra, en un ribazo de


    18. Acariciaba, más lehacía pagar las caricias: «¡Ahora le da


    19. acariciaba el alma con la suavidad de la piel de gato,que se deja rascar el lomo


    20. Directamente debajo de mí, el agua acariciaba la pared y había un espacio entre las piedras al igual que en otros puntos del templo

    21. Juan Gabriel Araya: "Años más tarde, cumpliría con el sueño que acariciaba largamente: fundar y dirigir un diario local


    22. Hacía años que acariciaba la idea de comprarse una hermosa casa de campo, y con la guerra no le resultaría difícil comprar una a buen precio a algún patricio que hubiese huido a la ciudad con armas y equipaje y falto de dinero


    23. —Gracias, señor Bernard, gracias —decía, mientras el maestro acariciaba la cabeza del niño


    24. Alí Bahar, que le había dado lo poco que quedaba del hueso al perro al que ahora acariciaba y con el que parecía haber entablado una buena amistad, meditó sobre lo que acababa de oír mientras prestaba atención porque le había llegado el desacompasado rumor del motor de un vehículo que al parecer se había detenido ante la puerta del restaurante


    25. Mi entrada diciendo lo que deseaba le hizo volver en sí y también cambió el curso de las ideas del doctor, pues cuando volví a entrar a devolver la luz, que había cogido de la mesa, le acariciaba la cabeza con ternura paternal, diciéndole que era un egoísta, que abusaba de su bondad leyéndole aquello y que debía marcharse a la cama


    26. ¡Con qué gusto lo acariciaba


    27. Cuando los dos bulldogs obedecieron su mandato de mala gana, el comandante Horton reanudó la conversación, Lucas acariciaba a Nelly, que le miraba tristemente


    28. Se acariciaba la barbilla con movimientos nerviosos


    29. Una noche se sorprendió soñando con un hombre horrible que la acariciaba con los dedos manchados de tinta negra


    30. Después de cada pasada de cuchillo, acariciaba la superficie de la madera con el dedo pulgar para comprobar el progreso del trabajo

    31. Resumiendo, digamos que muy pronto Colomba estaba despojada de sus velos y el sol acariciaba las líquidas colinas de su cuerpo voluptuoso


    32. El muchacho se apoyó de mal humor contra la pared mientras acariciaba el cuello de los caballos


    33. Después fue el turno de él, mientras ella lo acariciaba agradecida de ese orgasmo absoluto y sin esfuerzo


    34. Acariciaba la idea de retirarse en la vejez, cuando se cansara de correr mundo, y pasar sus últimos años en su rancho en el oeste americano, donde criaba caballos de carreras


    35. Sacó su pañuelo y se lo llevó a la cara, manteniéndolo allí con una mano mientras con la otra la desvestía y la acariciaba, pero toda su paciencia y su ternura fueron insuficientes para vencer el rechazo de Zulema


    36. El afecto y las emociones le parecían signos de inferioridad y sólo con los animales perdía las barreras de su exagerado pudor, se revolcaba por el suelo con ellos, los acariciaba, les daba de comer en la boca y dormía abrazado con los perros


    37. Le acariciaba la cabeza con un gesto maternal y distante


    38. Hacía años que acariciaba la idea de una novela sobre la fiebre del oro en California, ambientada a mediados del siglo XIX, pero carecía del entusiasmo para emprender una tarea de tan largo aliento


    39. Pronto descubrí los puntos más sensibles de mi cuerpo y me acariciaba escondida, sin comprender por qué aquello que debía ser pe-cado, me calmaba


    40. Hizo otra pausa y cuando la miré, vi que me estaba mirando, que alargaba los dedos de la mano derecha con cautela hacia los míos, y los acariciaba, los posaba sobre ellos, muy despacio, los avanzaba hasta rodear mi mano y recibía su presión con un gesto de alivio

    41. Él la apretó y mientras con una mano acariciaba sus cabellos con la otra le daba suaves golpes en la espalda


    42. —Intenta no moverte —le dijo la muchacha mientras le acariciaba los cabellos—


    43. El gesto desarmó a la mujer, que cambió el talante y tomando entre las suyas la mano que la acariciaba, dijo:


    44. Rachel se le acercó y se arrodilló delante de él, apoyándole los pechos en los muslos y rodeándole las rodillas con el brazo mientras acariciaba su cara y su pelo con la mano que le quedaba libre


    45. El aire trenzaba su pelo y sus ojos eran dos lunas crecientes, que se incendiaban, violetas, en una larga ensoñación mientras acariciaba la piedra gris que colgaba de su collar


    46. Mientras acariciaba con su mano derecha la tapa de una caja pensaba en el sentido de todo lo que estaba sucediendo y de lo que parecía estar a punto de suceder, y escuchaba los aullidos de aquel hombre que se retorcía de dolor, agarrando la prótesis con las dos manos


    47. Estiraba el cuerpo con voluptuosidad, para ver cómo se le ajustaba el vestido; acariciaba la tela como si fuera su propio cuerpo


    48. De nuevo le pertenecía por completo, y a la vez la esclavizaba con sus besos mientras le acariciaba los pechos a través del camisón azul


    49. Eadred acariciaba la mesa con los dedos


    50. Bella acariciaba la idea de darse gusto con el formidable objeto que escondía tras sus calzones














































    1. acariciaban sufrente eran sus cabellos flotantes; la ilusión era


    2. bestia, que hasta acariciaban la absurdaesperanza de una extraña reacción, de un milagro que las


    3. Las que la acompañaban,casadas todas, la acariciaban sin cesar,


    4. Ya las flexibles manos del cominero acariciaban la parte


    5. acariciaban los mismos ensueños


    6. acariciaban en la carainterior un cerrojo enorme, arcaico, que


    7. bien parecían manos condedos de fuego y uñas de humo, las cuales acariciaban la convexidad


    8. —Len Bateson — terminó el inspector mientras sus dedos acariciaban el papel doblado que tenía en la mano —, Len Bateson


    9. Sus dedos acariciaban con sensibilidad las líneas del cuerpo retorcido y desnudo


    10. Teresa González Puerto volvería a vivir en el cuerpo que Raquel amaba, en la pasión de los labios que la nombraban, en el relieve de las manos que la acariciaban, y aquella vida nueva sería buena, justa, sería hermosa y emocionante, y tan terrible como el negro presagio de una tormenta devastadora

    11. —susurró en voz alta entre sorbos de ginebra, mientras contemplaba las pequeñas olas que acariciaban el casco—


    12. Era un sitio precioso, de paredes verdes engalanadas con vibrantes pinturas de soles sonrientes; de mesas bajitas y manteles de popelina fucsia, adornados por pétalos de rosa desgajados, sobre los cuales Martín y Fiamma habían ido escribiendo palabras de amor subidas y bajadas de tono; se gastaron la noche soplándose los pétalos mensajeros, que en suaves caídas acariciaban labios, mejillas y contornos


    13. Un momento después dos hombres se acercaban de puntillas a la cama, risueños, y sustituyeron a Karena, de modo que ahora eran ellos dos y Meeta los que acariciaban a Richard, Palenque y Karena se dedicaban a los dos hombres, el propósito era una orgía al estilo de la antigua roma


    14. Se volvió hacia Ducem Barr, cuyos largos dedos acariciaban con interés el cubo de cristal que contenía la efigie del rostro austero de Su Majestad Imperial Cleón II


    15. —Manuela se había quitado un guante y sus dedos, arrugados y blandos, acariciaban la piel del bebé


    16. Incluso el aire era dulce y los huracanados vientos que habían acosado a los héroes desde el mismísimo momento que entraron en las Tierras de Piedra se habían transformado en suaves brisas que acariciaban a los viajeros y los animaban a aligerar el paso en su camino hacia el lugar seguro


    17. Para Eugenia aquellas palabras: "Mi querida Anita, mi bienamada", resonaban en su corazón como la suprema expresión del amor y le acariciaban el alma como, en su infancia, las notas divinas del Venite, adoremus, repetidas por el órgano, le acariciaban los sentidos


    18. Sus yemas acariciaban los cartuchos de los bolsillos, mientras su imaginación se detenía en la forma indeterminada de Cottle bajo el escritorio


    19. Matthew me levantó los pies y deslizó su cuerpo debajo de ellos mientras sus manos me acariciaban las piernas con suavidad


    20. Los dedos de la madre, morenos y enjoyados, acariciaban el borde de la copa

    21. manos nerviosas que acariciaban los almohadones y se movían constantemente, abriéndose y cerrándose


    22. Sobre la terraza, junto a los ramajes, diríase un trémolo de liras eolias cuando acariciaban los sedosos trajes, sobre el tallo erguidas, las blancas magnolias


    23. Los pies de Lolli calzados con chancletas, manchados y enrojecidos a causa del frío, acariciaban el muslo de Luis


    24. Entonces me voltearon y quedé boca arriba y pude ver sus rostros, extremadamente concentrados en lo que hacían, mucho más que de costumbre, y mientras me acariciaban y decían palabras cariñosas yo pensé aquí pasa algo, seguro que en el plató hay alguien de la industria, un pez gordo de Hollywood, y Bull y Shane se han dado cuenta y están actuando para él, y recuerdo que miré de reojo las siluetas que nos rodeaban en la zona de sombras, todas quietas, todas petrificadas, eso fue exactamente lo que pensé: se han quedado petrificados, debe de ser un productor verdaderamente importante, pero seguí sin inmutarme, yo, al contrario que Bull y Shane, no tenía ambiciones al respecto, supongo que es algo inherente al hecho de ser europea, los europeos vemos esto de otra manera, pero también pensé: puede que no sea un productor, puede que haya entrado un ángel en el plató, y justo entonces lo vi


    25. Alia lucía unas largas trenzas, atadas con piezas de ámbar, que le acariciaban los pechos


    26. Trató de no imaginar el aspecto del enemigo oculto, sus caras pintarrajeadas para camuflarse sonriendo con anticipación mientras acariciaban sus engrasados cuchillos


    27. Sus manos le acariciaban la espalda, el trasero y, hasta donde llegaban, entre sus muslos


    28. Para mayor sarcasmo, presenciaba que pertenecía de bonísimo grado al mundo entero; que por un puñado de monedas, ricos y pobres adueñábanse de ella; sabía que sus brazos- entre los que él se moría de deleite exquisito sin exlgirles otra cosa sino que lo apretaran y apretaran hasta expirar en ellos después de gustar esa lenta agonía incomparable- abríanse para el primer venido y lo apretaban y acariciaban, ¡casi en su presencia! A los principios de la pasión en que hoy se consumía, no aquilató el malestar que de él apoderábase en cuanto Santa partía de la sala acompañada de un alquilador cualquiera, que, probablemente, ni apreciaría el tesoro que se le entregaba


    29. Cuando recordó el aspecto de la gran bestia, el arma le pareció menos infalible; sin embargo, aún le proporcionaba cierta sensación de seguridad mientras sus dedos acariciaban su empuñadura


    30. Los dedos le acariciaban suavemente, extendiendo la muerte por su piel caliente

    31. Las hojas le acariciaban las mejillas


    32. Y en algún lugar se encontró riendo, en una buhardilla pintada de blanco, con dedos distantes que acariciaban el tablero, y lágrimas de alivio que le arrasaban el rostro


    33. Ella se enderezó, jadeante; las manos callosas del hombre le acariciaban el pelo


    34. Las manos de Ruth acariciaban los hombros de Neville, una y otra vez, y Neville la apretaba contra él con fuerza y cerrando los ojos se perdía en aquellos cabellos tibios y suaves


    35. Amory se fijó en sus manos; no eran delicadas pero parecían versátiles, tenues, fuertes… manos nerviosas que acariciaban los almohadones y se movían constantemente, abriéndose y cerrándose


    36. Ella lloraba y seguía hablando y sus dedos acariciaban las sienes del maestro


    37. Hablaba, y mientras tanto sus dedos acariciaban el sobre


    38. Todos estos relatos ocasionaron un gran consumo de bebidas; la sala se había llenado de oficiales con gorra que cantaban a voz en grito mientras acariciaban a las camareras


    39. Los cánticos la acariciaban, y mientras trataba de concentrar la mente en las consecuencias del pecado, su cuerpo temblaba ansioso de redención, de salvación, de un renacimiento misterioso que simplemente ocurriría sin ningún esfuerzo por su parte


    40. –Eddieee -gemía la brisa entre los árboles-, ¿no quieres verme, Eddieee? – Sintió que unos fláccidos dedos de cadáver le acariciaban el cuello

    41. Salpicarse, dando vida a la esponja entre los dedos que acariciaban y rozaban la piel


    42. Yo observaba a las mujeres mientras lo acariciaban


    43. La ensoñación era tan fuerte que al principio Susan respondió a los brazos que le rodearon la cintura por detrás y arqueó la espalda mientras éstos le acariciaban el vientre y subían después para apresarle los pechos


    44. de brisa que le acariciaban la cara


    45. Durante unos instantes, ella contuvo el aliento mientras los dedos de Odín recorrían su cara desde las mejillas hasta la barbilla y se entretenían en su frente, seguían el trazado de las líneas de pena y de determinación que rodeaban su boca y acariciaban la leve humedad bajo sus ojos


    46. Cuando mis labios acariciaban su seno sentí su respiración anhelante


    47. Desearía que aún fuera así -me dijo, mientras sus labios me acariciaban la nuca


    48. Todo se encuentra demasiado cerca; la historia, cuando se aproxima demasiado al historiador, trae una carga de emociones que bailan vertiginosas en las teclas de la máquina; los héroes son como nosotros y sin embargo inatrapables; hacerles justicia es una forma de deshumanizarlos, de hacerles injusticia, de recordar el momento clave que aparecerá en los artículos, los recuerdos y los libros y de olvidar cómo tomaban un café cubriendo la taza y dejando salir el humo entre los dedos; o las dificultades que tenían para hacerse el nudo de la corbata (por cierto, nunca vi una foto de Díaz Argüelles con corbata), la forma como acariciaban a su mujer o la novela que los fascinaba en la lectura nocturna; las ocultas pasiones por los caballitos de la feria, el amor por los paseos nocturnos en el Malecón habanero


    49. Las manos de Bic le acariciaban los hombros, los brazos, el cuello


    50. Sin embargo, mientras los vapores del caldero sobre el que estaba colocada acariciaban sus muslosabiertos y ondeaban bajo su túnica de virgen, la anciana ya se agitaba en un éxtasis profético y caía en trance






















    1. Lloré en la cama hasta que me venció el sueño, mientras me acariciabas el cabello y me asegurabas que todo saldría bien


    2. Y si les acariciabas aquel sitio se les fundía el cerebro


    3. —Como cuando me acariciabas en el bar


    1. Sólo acariciado por la brisa de los juegos


    2. corriendo sin cesar, acariciado por la luz, el arroyo haderribado y arrastrado los escombros de las enormes


    3. inmensidad en todasdirecciones, sentíase envuelto y acariciado


    4. acariciado por la onda, y mientrascamina, duerme si quiere


    5. Y hasta el año siguiente, rara vez se veía el muchacho acariciado por supadre


    6. me ha acariciado en vez de herirme


    7. Los hombres se miraron incrédulos, incapaces de admitir que el más acariciado de sus sueños, escapar del infierno de Adoras y huir del país, les estaba siendo ofrecido en bandeja por el mismísimo oficial encargado de mantenerlos encerrados


    8. La tía March estaba enojadísima porque había acariciado la ambición de que su hermosa sobrina se casara bien, y algo en la cara alegre y joven de la chica la entristeció


    9. Nunca he acariciado el miembro de un hombre, pero el suyo sí, mientras ella me decía cómo hacerlo y Bobby se reía


    10. ¡Era Henry, envuelto en vendas de lino para siempre! El mismo Henry que había acariciado en la pequeña habitación de París hacía una eternidad

    11. La instrucción fue liberalizada, a pesar de la función oficial, la biblioteca adquirió un nivel superior de suficiencia científica, se adquirieron los instrumentos científicos requeridos para la investigación y la enseñanza, se fundó y equipó un observatorio, proyecto acariciado por el enérgico Rector, y la amplia colección mineralógica donde estaban representados todos los minerales de Rusia, fue puesta en orden y constantemente enriquecida


    12. Nadar me explicó una y mil veces su acariciado proyecto: construir un globo gigante, el Géant, y cruzar los espacios


    13. Y los responsables de la expedición llegaron a plantear la posibilidad de suprimir el acariciado salto al Sinaí


    14. Había acariciado un instante el tobillo de Lira y recordaba la velocidad de su huida mientras los dedos le temblaron inquietos y frustrados


    15. Añoraba su pequeña cabaña y el océano acariciado por el sol… la fresca temperatura del interior de la bien construida casa y las infinitas maravillas que encerraban los numerosos libros


    16. Dormir sería, desde luego, una solución, ese vicio rutinario y seguro sería deseo postizo acariciado sin deleite ni alegría, en nombre solamente de objetivos secundarios, como podrían ser en este caso los de dejar de ver el techo y de imaginar el posible pintor que hará sacar todos los trastos al pasillo el día que por fin venga, o dejar de sentir también ese revoltijo acuciante de ropas a los pies de la cama que evidencian un año transcurrido y sugieren proyectos para otro


    17. un sueño largo tiempo acariciado se había convertido en realidad; le había tocado la mejor lotería del planeta


    18. Se llevó la palma de la mano a un lado del cuello, al lugar en el que Howie la había acariciado por última vez


    19. Ya había acariciado la idea de poder quitarle a Lew la ciudad


    20. Todo, acariciado por el sol, volvía a la vida

    21. Me recorrió el cuerpo con los ojos, me tocó con la mirada en todos los rincones que en el pasado había acariciado, chupado y mordisqueado


    22. En efecto, le producía placer estar allí sentado a la sombra, acariciado por la suave brisa que atenuaba el terrible calor del día, bebiendo café con hielo


    23. Después sería el recuerdo de días posteriores, pero en años anteriores, los domingos de mal tiempo, en los que, sin embargo, todo el mundo había salido, en el vacío de la tarde, cuando el ruido del viento y de la lluvia me hubieran invitado a quedarme «filosofando bajo los tejados», ¡con qué ansiedad vería aproximarse la hora en que Albertina, tan poco esperada, había venido a verme, me había acariciado por primera vez, interrumpiéndose por Francisca, que traía la lámpara, en aquel tiempo dos veces muerto en que era Albertina la que sentía curiosidad por mí, en que mi cariño a ella podía legítimamente tener tanta esperanza! Aun en una estación más adelantada, aquellas tardes gloriosas en que los oficios, los pensionados entreabiertos como capillas, bañados de un polvo dorado, coronan la calle de esas semidiosas que, charlando no lejos de nosotros con sus compañeras, nos inspiran la fiebre de penetrar en su existencia mitológica, no me recordaban ya más que el cariño de Albertina que, junto a mí, era un impedimento para acercarme a ellas


    24. Cada vez más inclinado a creer, materialistamente, que una buena parte de la belleza reside en las cosas, Elstir, así como al principio, adoró en su mujer el tipo de belleza un poco llena que había perseguido, acariciado en sus pinturas, en sus tapices, con monsieur Verdurin veía desaparecer uno de los últimos vestigios del cuadro social, del cuadro perecedero -que pasaba tan pronto como las mismas modas vestimentarias que forman parte de él- que sostiene un arte, que certifica su autenticidad, como la Revolución, al destruir las elegancias del siglo XVIII, hubiera podido desolar a un pintor de fiestas galantes o como hubiera podido afligir a Renoir la desaparición de Montmartre o del Moulin de la Galette; pero, sobre todo, en monsieur Verdurin veía desaparecer los ojos, el cerebro que había tenido la visión más justa de su pintura, los ojos, el cerebro donde, en cierto modo, residía, en estado de recuerdo amado, esta pintura


    25. Se alejó la litera rápidamente por el camino de la ciudad, al mismo tiempo que Acteón se sentía acariciado en el cuello por unas manos


    26. Y ¿qué había hecho con el dinero? ¡Abrir una posada! Por lo visto, era un sueño que siempre había acariciado


    27. Tras haberlo felicitado y acariciado, la reina leyó el mensaje que llevaba


    28. Esa mañana, el forro de seda de su gabardina había acariciado de forma enervante la piel de Amanda, cuando Duke estaba a solo unos pasos de su cuerpo casi desnudo


    29. El deseo más acariciado de la misma consistía en la desaparición del islam y el restablecimiento de una monarquía irania


    30. Han y Leia se miraron entre sí con una profunda mirada dirigida a lo más hondo de sus seres y que buceó hasta los pozos de sus almas, durante unos instantes eternos en los que todo era percibido, comprendido, acariciado, compartido

    31. Me pregunté lo que diría Bera si supiese que a Hilda la habían puesto en el remo y enseñado a acompañar; que la habían azotado y enseñado a obedecer; que la habían acariciado, y enseñado a reaccionar


    32. Cuando lloraba desconsolado la muerte de los suyos, la destrucción de su ciudad y de su mundo, él le hubiera acariciado, abrazado para consolarle


    33. —Pero eso es una estupidez —susurró el «sinvenganza», después de haberla incluso acariciado con la mano, por una misteriosa y desesperante conformación de carácter


    34. Es la diferencia entre ser acariciado por una hebra suelta y ser flagelado con una cuerda bien trenzada


    35. Recorrieron juntos el pasillo sur de la nave y se detuvieron cerca del pilar que siempre le recordaba el día que la había acariciado a hurtadillas


    36. El hombre con el parche en el ojo, el hombre que había puesto una barra de mazapán en su bolsa y lo había acariciado en la cabeza por encima de su máscara de goma no era católico


    37. Sostuvo que la mujer tiene más cabida que la oveja y que el placer de acariciar es siempre inferior al de ser acariciado, y que esto estaba dispuesto a defenderlo ante quien fuese


    38. Pero entonces ¿con quién soñaba? El Magistral recordó la dulcísima hipótesis que había acariciado algún día


    1. En el sueño María y yo no hablamos, pero la sensación cuando nos acariciamos es maravillosa


    2. Nadie ha tocado nunca un timbre tan terrible: no me refiero al sonido que produjo sino a la presión en sí, al tacto del botón contra mi dedo, o de mi dedo contra el botón, nadie ha sentido nunca lo mismo que yo; aunque mi sensación fue lógica, ya que físicamente sería imposible tocar el timbre sin el hueso, quiero decir que sin el hueso nuestro dedo se torcería sobre el botón como un tubo de goma, o se aplastaría ridículamente, o se introduciría en sí mismo como un guante vacío, así que hasta cierto punto resulta lógico suponer que el timbre suena con el hueso, que es mi esqueleto el que llama a la puerta, pero nadie ha sentido nunca tal cosa, y me produjo pena y sorpresa comprobar que hasta aquel momento crucial yo ignoraba lo que realmente somos y que el conocimiento puede producirse así, de improviso, mientras el zumbido eléctrico molesta el oído todavía, que se me haya revelado en ese instante doméstico, que cuando Galia abrió la puerta yo ya fuera otro, que el sonido de su timbre me despertara de un sueño de ignorancia para sumirme en la vigilia de un mundo que, por desagradable que fuera, era más cierto, porque si mi dedo había hecho sonar el timbre era debido a que llevaba hueso en su interior; lo había percibido de repente: mi dedo era un dedo con hueso y su utilidad radicaba en el hueso, al palparlo noté la dureza debajo, tras impensables láminas de músculo, y la realidad de aquella presencia me dejó asombrado, estuporoso, con un estupor y un asombro no demasiado intensos pero permanentes: oh Dios mío tengo un hueso debajo, mi dedo no es un dedo, es un hueso articulado y protegido contra el desgaste: la idea me vino así, con una lógica tan aplastante que no me sorprendió en sí misma sino su ausencia hasta ese timbre; no había una idea extraña e increíble, había una extraña e increíble omisión de la idea en todo el mundo, justo hasta el histórico momento en que llamé a la puerta del piso de Galia, pero Galia estaba en el umbral con su bata azul celeste y su cabello ondulado como por rulos invisibles, y me contemplaba sorprendida; y es que es una mujer muy perspicaz: apenas me entretuve un instante demasiado largo entre su saludo y mi entrada, y ya me había preguntado qué me ocurría: yo me frotaba el índice de mi descubrimiento contra el pulgar, incapaz de creer aún que lo obvio podía estar tan oculto, casi temeroso de creerlo, y opté por disimular esperando tener más tiempo para razonar, así que entré, le di un beso, me quité el abrigo húmedo y la bufanda y saludé al pasar a César, que ladraba incesante en el patio de la cocina: Galia me dijo qué tal y yo le dije muy bien, y le devolví estúpidamente la pregunta y ella me respondió igual, y de repente me pareció absurdo este diálogo especular de respuestas consabidas, o quizá era que la revelación me había estropeado la rutina, véase si no otro ejemplo: mantuve tieso el culpable dedo índice mientras entraba, y ni siquiera lo utilicé para quitarme el abrigo, como si una herida repentina me impidiera usarlo, y es que desde que había comprobado que ocultaba un hueso lo miraba con cierta aprensión, como se miran los fetiches o los amuletos mágicos; pero hice lo que suelo hacer: me senté en uno de los dos grandes sofás de respaldo recto, estiré las piernas, saqué un cigarrillo —con los dedos pulgar y medio— y dije que sí casi al mismo instante que Galia me preguntaba si quería café, incluso antes de saber si realmente tenía ganas de café, ya que la tradición es que acepte, y Galia, tan maternal, necesita que yo acepte todo lo que me da y rechace todo lo que no puede darme; tomar el café en la salita, mientras termino el cigarrillo y justo antes de pasar al dormitorio, se ha vuelto, a la larga, el rato más excitante para ambos; charlamos de lo acontecido durante la semana, Galia me pregunta siempre por Ameli y Héctor Luis, se muestra interesada en mis problemas y apenas me habla de los suyos, pero el diálogo es una excusa para que ella me inspeccione, me palpe, capte cosas en mi mirada, en mi forma de vestir, en mis gestos, pues Galia, a diferencia de Alejandra, es una mujer afectuosa, impulsiva y, como ya he dicho, perspicaz, y la conversación no le interesa tanto como ese otro lenguaje inaudible de la apariencia, así que es muy natural que la interrumpa para decirme: estás cansado, ¿verdad?, o bien: hoy no tenías muchas ganas de venir, ¿no es cierto? o bien: cuéntame lo que te ha pasado, vamos, has discutido con Alejandra, ¿me equivoco?, así estemos hablando del tiempo que hace, los estudios de Héctor Luis o lo que sea, da igual, su mirada me envuelve y nota las diferencias; por lo tanto, no fue extraño que esa tarde me dijera, de repente: te encuentro raro, Héctor, y yo, con simulada ingenuidad: ¿sí?, y ella, confundida, aventura la idea de que pueda tratarse de Alejandra o de la niña: no, no es Alejandra, le digo, tampoco es Ameli; Alejandra sigue sin saber nada de lo nuestro, tranquila, y en cuanto a Ameli, ya la dejo por imposible, pero ella concluye que tengo una cara muy curiosa este jueves y yo la consuelo a medias diciéndole que estoy cansado, y ella insiste: pero no es cara de estar cansado sino preocupado, y yo: pues lo cierto es que no me pasa nada, Gali, porque cómo decirle que estoy pensando inevitablemente en el hueso de mi dedo índice, cómo decirle que de repente me he descubierto un hueso al llamar al timbre de su casa: ¿acaso no iba a sentirse un poco dolida?, ¿acaso no pensaría que era una forma como cualquier otra de decirle que ya estaba harto de visitarla cada semana, todos los jueves, desde hace años?, sonaba mal eso de: acabo de darme cuenta, Gali, justo al llamar al timbre de tu puerta, de que tengo un hueso en el dedo, de que mi dedo índice son tres huesos camuflados, para acto seguido decir: bueno, Gali, no pensemos más en que mi dedo índice son tres huesos, ¿no?, y vamos a la cama, que se hace tarde; sonaba mal, sobre todo porque con Galia, igual que con Alejandra, tenía que andar de puntillas: nuestra relación se había prolongado tanto que, a su modo, también era rutinaria, a pesar de que ella seguía llamándola «una locura»; curiosamente, Galia es viuda y libre y yo estoy casado y tengo dos hijos, pero ella sigue diciendo que lo nuestro es «una locura» y yo pienso cada vez más en una aburrida traición, un engaño cuya monótona supervivencia lo ha despojado incluso del interés perverso de todo engaño dejando solo los inconvenientes: jamás podría hablarle a Alejandra de Galia, ahora ya no, y jamás podría terminar con Galia, ahora ya no, cada relación se había instalado en su propia rutina y ya ni siquiera podía soñar con escaparme de ésta, porque se suponía que cada una servía precisamente para huir de la rutina de la otra: mi deber era cuidar de ambas, conocer a Galia y a Alejandra, saber qué les gustaba oír y qué no, lo cual, naturalmente, era difícil, y por eso mi propia rutina consistía en callarme frente a las dos; pero en momentos así callarme también era un esfuerzo, porque si me notaba incluso la división entre los huesos, si podía imaginármelos al tacto, sentirlos allí como un dolor o una comezón repentina, ¿cómo podía evitar pensar en eso?; y ni siquiera era mi dedo lo que me molestaba, ya dije, sino mi error al no darme cuenta hasta ahora: esa ceguera era lo que jodía un poco, perdonando la expresión; porque hubiera sido como si me creyera que el arlequín de la fiesta de disfraces no esconde a nadie debajo, cuando es bien cierto que ese alguien bajo el arlequín es quien le otorga forma a este último, que no podría existir sin el primero: sería tan solo puros leotardos a rombos blancos y negros, bicornio de cascabeles, zapatillas en punta y antifaz, pero no el arlequín, y de igual manera, ¿qué error me llevó a creer hasta esa misma tarde que mi dedo índice era un dedo?; si lo analizamos con frialdad, un dedo es un disfraz, ¿no?, una piel elegante que oculta el cuerpo de un hueso, o de tres huesos si nos atenemos a lo exacto, y a poco que lo meditemos, una vez llegados a este punto y pinchado en el hueso, valga la expresión, ya no se puede retroceder y razonar al revés: decir, por ejemplo, que el hueso es simplemente la parte interna de un dedo: sería como llegar a ver el alma: ¿acaso pensaríamos en el cuerpo con el mismo interés que antes?; pero mientras hablaba con Galia y la tranquilizaba estaba razonando lo siguiente: que este descubrimiento conlleva sus problemas, porque es un hallazgo delator, como atrapar a un miembro de la banda y lograr que revele la guarida de los demás: si mi dedo índice derecho, el dedo del timbre, lleva huesos ocultos, la conclusión más sencilla se extiende como un contagio a los otros cuatro de esa misma mano y, ¿por qué no?, a los cinco de la otra: tengo un total de diez huesos entre las dos manos, tirando por lo bajo, cinco huesos en cada una, y lo peor de todo es que se mueven: porque hay que pensar en esto para horrorizarse del todo: ¿alguna vez vieron moverse solos a diez huesos?, pues ocurre todos los días frente a ustedes, en el extremo final de los brazos: hagan esto, alcen una mano como hice yo aprovechando que Galia se acicalaba en el cuarto de baño (porque Galia se acicala antes y después de nuestro encuentro amoroso), alcen cualquiera de las dos manos frente a sus ojos y notarán el asco: cinco repugnantes huesos bajo una capa de pellejo (ni siquiera huesos limpios, por tanto, sino envueltos en carne) moviéndose como ustedes desean, cinco huesos pegados a ustedes, oigan, y tan usados: saber que nos rascamos con huesos, que cogemos la cuchara con huesos, que estrechamos los huesos de los demás en la calle, que acariciamos con huesos la piel de una mujer como Galia: saberlo es tan terrible pero no menos real que los propios huesos, saberlo es descubrirlo para siempre, y lo peor de todo fue lo que me afectó: no se trata de que no se me pusiera tiesa en toda la tarde, perdonando la intimidad, ya que esto me ocurría incluso cuando pensaba que los dedos eran dedos, no, lo peor fue el cuidado que puse: tanto que no parecía que estaba haciendo el amor sino operando algún diente delicado; y es que me invadió una notoria compasión por Galia, tan hermosota a sus cincuenta incluso, al pensar que sobaba sus opulencias, sus suavidades, con huesos fríos y duros de cadáver: mi culpa llegó incluso a hacerme balbucear incongruencias, desnudos ambos en la cama: ¿soy demasiado duro?, comencé por decirle, y ella susurró que no y me abrazó maternalmente, e insistir al rato, todo tembloroso: ¿no estoy siendo quizá algo tosco?, y ella: no, cariño, sigue, sigue, pero yo la tocaba con la delicadeza con que se cierran los ojos de un muerto, porque ¿cómo olvidar que eran huesos lo que deslizaba por sus muslos?, aún más: ¿cómo es que ella no lo sabía?, ¿acaso no se percataba de que las caricias que más le gustaban, aquellas en que mis dedos se cerraban sobre su carne, eran debidas a los huesos?: sin ellos, tanto daría que la magreara con un plumero: ¿cómo podría estrujar sus pechos sin los huesos?, ¿cómo apretaría sus nalgas sin los huesos?, ¿cómo la haría venirse, en fin, sin frotar un hueso contra su cosa, perdonando la vulgaridad?: sin los huesos, mis dedos valdrían tanto como mi pilila, perdonando la obscenidad, o sea, nada: ¿cómo es que ella no se horrorizaba de saber que nuestros retozos, que tanto le agradaban, eran puro intercambio de huesos muertos?, porque incluso sus propias manos, y mis brazos, y los suyos, Dios mío, ¿no eran largos y recios huesos articulados que se deslizaban por nuestros cuerpos, nos envolvían, apretaban nuestra carne, nos abrazaban?, ¿acaso era posible no sentir el grosero tacto de los húmeros, la chirriante estrechez del cúbito y el radio, los bolondros del codo y la muñeca?; sumido en esa obsesión me hallaba cuando dije, sin querer: ¿no estoy siendo muy afilado para ti?, y ella dijo: ¿qué?, y supe que la frase era absurda: «afilado»», ¿cómo podía alguien ser «afilado» para otro?, y casi al mismo tiempo me percaté de que era la pregunta correcta, la más cortés, la más cierta: porque con toda seguridad había huesos y huesos, unos afilados y otros romos, unos muy bastos y ásperos corno rocas lunares y otros pulidos quizá como jaspes: incluso era posible que el tacto del mismo hueso dependiera del ángulo en que se colocaba con respecto a la piel, porque un hueso es un poliedro, casi un diamante, y hay que imaginarse sobando a la querida con diez durísimos y helados cuarzos para comprender mi situación, pensar en la carilla adecuada que usaremos para deslizarlos por la piel, el borde más inofensivo, no sea que nuestros apretujones se conviertan en el corte del filo de un papel, en la erizante cosquilla de una navaja de barbero; y entre ésas y otras se nos pasó el tiempo y terminamos como siempre pero peor, resoplando ambos bocarriba como dos boyas en el mar, mirando al techo, con esa satisfacción pacífica que solo otorga la insatisfacción perenne: cuánto tiempo hace que tú y yo no disfrutamos, Galia, pienso entonces, que vamos llevando esto adelante por no aguardar la muerte con las manos vacías, tiempo repetido que nunca se recobra porque nunca se pierde, días monótonos, el trasiego de la rutina incluso en la excepción: porque, Galia, hemos hecho un matrimonio de nuestra hermosa amistad, eso es lo que pienso, pero hubiéramos podido ser felices si todo esto conservara algún sentido, si existiera alguna otra razón que no fuera la inercia para mantenerlo; oía su respiración jadeante de cincuenta años junto a mí y trataba de imaginarme que estaba pensando lo mismo: ese silencio, Galia, que nunca llenamos, la distancia de nuestra proximidad, por qué tener que imaginarlo todo sin las palabras, qué piensas de mí, qué piensas de ti misma, por qué hablar de lo intrascendente, y va y me indaga ella entonces: ¿qué tal el trabajo?, porque cree que el exceso de dedicación me está afectando, y yo le digo que bien, y ella, apoyada en uno de sus codos e inclinada sobre mí, los pechos como almohadas blandas, vuelve a la carga con Alejandra: pero te ocurre algo, Héctor, dice, desde que has entrado hoy por la puerta te noto cambiado, ¿no será que Alejandra sospecha algo y no me lo quieres decir?, y le he contestado otra vez que no, y a veces me interrogo: ¿por qué todo esto?, ¿por qué lo mismo de lo mismo, este vaivén inacabable?, ¿qué pasaría si un día hablara y confesara?, ¿qué pasaría si por fin me decidiera a hablar delante de Alejandra, pero también delante de Galia y de mí mismo?, decir: basta de secretos, de engaños, de misterios: ¿qué sentido le encontráis a todo?, ¿por qué oficiar siempre el mismo ritual de lo cotidiano?, y para cambiar de tema le comento que Ameli está atravesando ahora la crisis de la adolescencia y discute frecuentemente conmigo y que Héctor Luis ha decidido que no será dentista sino aviador; a Galia le gusta saber lo que ocurre con mis hijos, ese tema siempre la distrae, incluso me ofrece consejos sobre cómo educarlos mejor, y yo creo que goza más de su maternidad imaginaria que Alejandra de la real; en todo caso, es un buen tema para cambiar de tema, y pasamos un largo rato charlando sin interés y pienso que es curioso que venga a casa de Galia para hablar de lo que apenas importa, ya que eso es prácticamente lo único que hago con Alejandra; en los instantes de silencio previos a mi partida seguimos mirando el techo, o bien ella me acaricia, zalamera, incluso pesada, y me dice algo: esa tarde, por ejemplo: me gusta tu pecho velludo, así lo dice, «velludo», y no sé por qué pero de repente me parece repugnante recibir un piropo como ése, aunque no se lo comento, claro, y ella, insistente, juega con el vello de mi pecho y sonríe; Galia es una orquídea salvaje, pienso, y a saber por qué se me ocurre esa pijada de comparación, pero es tan cierta como que Dios está en los cielos aunque nunca le vemos: Galia es una orquídea salvaje en olor, tacto, sabor, vista y sonido, y me encuentro de repente pensando en ella como orquídea cuando la oigo decir: ¿por qué me preguntaste antes si eras «afilado»?, ¿eso fue lo que dijiste?, y me pilla en bragas, perdonando la expresión, porque al pronto no sé a lo que se refiere, y cuando caigo en la cuenta, y para no traicionarme, le respondo que quería saber si le estaba haciendo daño en el cuello con mis dientes, y ella va y se echa a reír y dice: ¡vampirillo, vampirillo!, y vuelve a acariciarme, y como un tema trae otro, lo de los dientes le recuerda que necesita hacerse otro empaste, porque hace dos días, comiendo empanada gallega, notó que se le desprendía un pedacito de la muela arreglada, así que pasará por mi consulta sin avisarme cualquier día de éstos, y de esa forma nos veremos antes del jueves, dice, y su sonrisa parece dar a entender que está recordando el día en que nos conocimos, porque las mujeres son aficionadas a los aniversarios, ella tendida en el sillón articulado, la boca abierta, y yo con mi bata blanca y los instrumentos plateados del oficio, y como para confirmar mis sospechas me acaricia de nuevo el pecho «velludo» y dice: me gustaste desde aquel primer día, Héctor, me hiciste daño pero me gustaste, y claro está que nos reímos brevemente y yo le digo que nunca he comprendido por qué se enamoró de mí en la consulta, qué clase de erotismo desprendería mi aspecto, bajito, calvo y bigotudo, amortajado en mi bata blanca, entre el olor a alcohol, benzol, formol y otros volátiles, provisto de garfios, tenacillas, tubos de goma, lancetas y ganchos, porque no es que mi oficio me disgustara, claro que no, pero no dejaba de reconocer que la consulta de un dentista de pago es cualquier cosa menos un balcón a la luz de la luna frente a un jardín repleto de tulipanes, eso le digo y ella se ríe, y por último el silencio regresa otra vez, inexorable, porque es un enemigo que gana siempre la última batalla; llega la hora de irme, esa tarde más temprano porque mi suegro viene a cenar a casa, y cuando voy a levantarme la oigo decir, como de forma casual: ¿qué haces frotándote los dedos sin parar, Héctor?, ¿te pican?, eso dice, y descubro que, en efecto, he estado todo el rato dale que dale moviendo los dedos de la mano derecha como si repitiera una y otra vez el gesto con el que indicamos «dinero» o nos desprendemos de alguna mucosidad, perdonando la vulgaridad, que es casi el mismo que el que utilizamos para indicar «dinero», y enrojezco como un niño de colegio de curas pillado en una mentira y quedo sin saber qué decirle, hasta que por fin me decido y opto por revelarle mi hallazgo: nada, digo, ¿es que nunca te has tocado el hueso que tenemos bajo los dedos?, y lo pregunto con un tono prefabricado de sorpresa, como si lo increíble no fuera que yo me los frotase sino que ella no lo hiciera: qué dices, me mira sin entender, y me encojo de hombros y le explico: es que resulta curioso, ¿no?, quiero decir que si te tocas los dedos notas durezas debajo, ¿verdad?, y esas durezas son el hueso, ¿no te parece curioso, Gali?, toca, toca mis dedos: ¿no lo palpas bajo la piel, la grasa y los tendones?, es un hueso cualquiera, como los que César puede roer todos los días, le digo, y ella retira la mano con asco: qué cosas tienes, Héctor, dice, es repugnante, dice, y yo le doy la razón: en efecto, es repugnante pero está ahí, son huesos, Gali, mondos y lirondos, blancos, fríos y duros huesos sin vida: sin vida no, dice ella, pero replico: sin vida, Gali, porque nadie puede vivir con los huesos fuera, los huesos son muerte, por eso nos morimos y sobresalen, emergen y persisten para siempre, pero se ocultan mientras estamos vivos, es curioso, ¿no?, quiero decir que es curioso que seamos incapaces de vivir sin los huesos de nuestra propia muerte, pero más aún: que los llevemos dentro como tumbas, que seamos ellos ocultos por la piel, que seamos el disfraz del esqueleto, ¿no, Gali?, y ella: ¿te pasa algo, Héctor?, y yo: no, ¿por qué?, y ella: es que hablas de algo tan extraño, y yo le digo que es posible y me callo y pienso que quién me manda contarle mi descubrimiento a Galia, sonrío para tranquilizarla y me levanto de la cama, no sin antes cubrirme convenientemente con la sábana, ya que siempre me ha parecido, a propósito del tema, que la desnudez tiene su hora y lugar, como la muerte, y recojo la ropa doblada sobre la silla, me visto en el cuarto de baño y para cuando salgo Galia me espera ya de pie, en bata estampada por cuya abertura despuntan orondos los pechos y destaca el abultado pubis, me da un besazo enorme y húmedo y me envuelve con su cariño y bondad maternales: te quiero, Héctor, dice, y yo a ti, respondo, y no te preocupes, dice, porque otro día nos saldrá mejor, y me recuerda aquel jueves de la primavera pasada, o quizá de la anterior, en que fuimos capaces de hacerlo dos veces seguidas y en que ella me bautizó con el apodo de «hombre lobo»: teniendo en cuenta que hoy he sido «vampirillo», más intelectual pero menos bestia, quién duda de que me convertiré cualquier futuro jueves en «momia» y terminará así este ciclo de avatares terroríficos que comenzó con un «frankenstein» entre luces blancas, olor a fármacos y cuchillas plateadas, pero esto lo digo en broma, porque bien sé que lo nuestro nunca terminará, ya que, a pesar de todo —incluso de mi escasa fogosidad—, es «una locura», o no, porque hay ritual: el rito de decirle adiós a César, ladrando en el patio encadenado a una tubería oxidada, el beso final de Galia, y otra vez en la calle, ya de noche, frotándome los dedos dentro de los bolsillos del abrigo mientras camino, porque vivo cerca de la casa de Galia y tengo mi trabajo cerca de donde vivo, así que me puedo permitir ir caminando de un sitio a otro, todo a mano en mi vida salvo los instantes de vacaciones en que nos vamos al apartamento de la costa, y, sin embargo, debido a la repetición de los veranos, también a mano el apartamento, y la costa, y todo el universo, pienso, tan próximo todo como mis propias manos, y, sin embargo, a veces tan sorprendentemente extraño como ellas: porque de improviso surge lo oculto, los huesos que yacen debajo, ¿no?, pienso eso y froto mis dedos dentro de los bolsillos del abrigo; y ya en casa, comprobar que mi suegro había llegado ya y excusarme frente a él y Alejandra con tonos de voz similares, aunque ambos creen que los jueves me quedo hasta tarde en la consulta «haciendo inventario», que es la excusa que doy, así me cuesta menos trabajo la mentira, ya que me parece que «hacer inventario» es suministrarle a Alejandra la pista de que mi demora es una invención, una alocada fantasía de mi adolescencia póstuma, hasta tal extremo de juego y cansancio me ha llevado el silencio de estos últimos años; además, sospecho que el viejo escoge los jueves para disponer de un rato a solas con Alejandra mientras yo estoy ausente, lo cual, hasta cierto punto, me parece una compensación, Alejandra tiene a su padre y yo tengo a Galia, y sospecho que desde hace meses ambas parejas pasamos el tiempo de manera similar: hablando de tonterías y fumando; el padre de Alejandra, rebasados los ochenta, tiene una cabeza tan perfecta y despejada que te hace desear verlo un poco confuso de vez en cuando, que Dios me perdone, porque además ha sido librero, propietario de una antigua tienda ya traspasada en la calle Tudescos, hombre instruido y amante de la letra impresa, particularmente de los periódicos, y con un genio detestable muy acorde con su inútil sabiduría y su fisonomía encorvada y su luenga barbilla lampiña; Alejandra, que ha heredado del viejo el gusto por la lectura fácil y la barbilla, además de cierta distracción del ojo izquierdo que apenas llega a ser bizquera, se enzarza con él en discusiones bienintencionadas en las que siempre terminan ambos de acuerdo y en contra de mí, aunque yo no haya intervenido siquiera, ya que al viejo nunca le gustó nuestro matrimonio, y no porque hubiera creído que yo era una mala oportunidad, sino por «principios», porque el viejo es de los que odian a priori, y yo nunca sería él, nunca compartiría todas sus opiniones, nunca aceptaría todos sus consejos y, particularmente, jamás permitiría que Alejandra regresara a su área de influencia (vacía ya, porque su otro hijo se emancipó hace tiempo y tiene librería propia en otra provincia); además, mi profesión era casi una ofensa al buen gusto de los «intelectuales discretos» a los que él representa, porque está claro que los dentistas solo sabemos provocar dolor, somos terriblemente groseros, apenas se puede hablar con nosotros a diferencia de lo que ocurre con el peluquero o el callista (debido a que no se puede hablar mientras alguien te hurga en las muelas), y, por último, ni siquiera poseemos la categoría social de los cirujanos: el hecho de que yo ganara más que suficiente como para mantener confortables a Alejandra y a mis dos hijos, poseer consulta privada, secretaria y servicio doméstico, no excusaba la vulgaridad de mi trabajo, pero lo cierto es que nunca me había confiado de manera directa ninguna de estas razones: frente a mí siempre pasaba en silencio y con fingido respeto, como frente a la estatua del dictador, pero se agazapaba aguardando el momento de mi error, el instante apropiado para señalar algo en lo que me equivoqué por no hacerle caso, aunque, por supuesto, nunca de manera obvia ni durante el período inmediatamente posterior a mi pequeño fracaso, porque no era tanto un cazador legal como furtivo y rondaba en secreto a mi alrededor esperando el instante apropiado para que su odio, dirigido hacia mí con fina puntería, apenas sonara, y entonces hablaba con una sutileza que él mismo detestaba que empleasen con él, ya que había que ser «franco, directo, como los hombres de antes», pero yo, lejos de aborrecerle, le compadecía (y fingía aborrecerle precisamente porque le compadecía): me preguntaba por qué tanto silencio, por qué llevarse todas sus maldiciones a la tumba, cuál es la ventaja de aguantar, de reprimir la emoción día tras día o enfocarla hacia el sitio incorrecto; pero lo más insoportable del viejo era su fingida indiferencia, esa charla intrascendente durante las cenas, ese acuerdo tácito para no molestar ni ser molestado, tan bien vestido siempre con su chaqueta oscura y su corbata negra de nudo muy fino: un día te morirás trabajando, me dice cuando me excuso por la tardanza, y no te habrá servido de nada: este gobierno nunca nos devuelve el tiempo perdido ese del señor Joyce, añade (su costumbre de citar autores que nunca ha leído solo es superada por la de citarlos mal), que diga, Proust, se corrige, a mí siempre los escritores franceses me han dado por atrás, con perdón, dice, y por eso me equivoco, y Alejandra se lo reprocha: papá, dice; mientras finjo que escucho al viejo, contemplo a Alejandra ir y venir instruyendo a la criada para la cena y llego a la conclusión de que mi mujer es como la casa en la que vivimos: demasiado grande, pero a la vez muy estrecha, adornada inútilmente para ocultar los años que tiene y llena de recuerdos que te impiden abandonarla; Alejandra tiene amigas que la visitan y le dan la enhorabuena cuando Ameli o Héctor Luis consiguen un sobresaliente; a diferencia de Galia, Alejandra es fría, distinguida e intelectual a su modo, y vive como tantas otras personas: pensando que no está bien vivir como a uno realmente le gustaría, porque Alejandra cree que el matrimonio termina unos meses después de la boda y ya solo persiste el temor a separarse; su religión es semejante: hace tiempo que dejó de creer en la felicidad eterna y ahora tan solo teme la tristeza inmediata; sin embargo, invita a almorzar con frecuencia al párroco de la iglesia y acude a ésta con una elegancia no llamativa, lo que considera una característica importante de su cultura, pues en la iglesia se arrodilla, reza y se confiesa y murmura por lo bajo cosas que parecen palabras importantes; a veces he pensado en la siguiente blasfemia: si a Dios le diera por no existir, ¡cuántos secretos desperdiciados que pudimos habernos dicho!, ¡qué opiniones sobre ambos hemos entregado a otros hombres!, pero lo terrible es que tanto da que Dios exista: dudo que al final me entere de todo lo que comentas sobre mí y sobre nuestro matrimonio en la iglesia, Alejandra, eso pienso; qué va: por paradójico que resulte, la iglesia es el lugar donde la gente como nosotros habla más y mejor, pero todo se disuelve en murmullos y silencio y oraciones, y la verdad se pierde irremediablemente: quizá la clave resida en arrodillarnos frente al otro siempre que tengamos necesidad de hablar, o en hacerlo en voz baja y muy rápido, sin pensar, cómo si rezáramos un rosario; y meditando esto oigo que el viejo me dice: ¿te pasa algo en los dedos, Héctor?, con esa malicia oculta de atraparme en otro error: y es que ahora compruebo que desde que he llegado no he dejado en ningún momento de palparme los extremos de las falanges, los rebordes óseos, el final de los metacarpos; ¿qué opinaría el viejo si le confiara mi hallazgo?, pienso y sonrío al imaginar las posibles reacciones: nada, le digo, y muevo los huesos ante sus ojos y cambio de tema; ni Ameli ni Héctor Luis están en casa cuando llego, e imagino que es la forma filial que poseen de «hacer inventario» por su cuenta, lo cual no me parece ni malo ni bueno en sí mismo, y nos sentamos a la mesa casi enseguida y Alejandra sirve de la fuente de plata con el cucharón de plata las albóndigas de los jueves, y nos ponemos a escuchar la conversación del viejo con el debido respeto, como quien oye una interminable bendición de los alimentos, interrumpido a ratos por las breves acotaciones de Alejandra, solo que esa noche el tema elegido se me hace extraño, alegórico casi, y además empiezo a sentirme incómodo nada más comenzar a comer, porque los brazos, que apoyo en el borde de la mesa, me han desvelado con todo su peso la presencia de los huesos, del cúbito y el radio que guardan dentro, y los codos se me figuran una zona tan inadecuada y brutal para esa respetuosa reunión como colocar quijadas de asno sobre la mesa mientras el viejo habla, y en su discurso de esa noche repite una y otra vez la palabra «corrupción»: ¿habéis visto qué corrupción?, dice, ¿os dais cuenta de la corrupción de este gobierno?, ¿acaso no se pone de manifiesto la corrupción del sistema?, ¿no son unos corruptos todos los políticos?, ¿no oléis a corrupción por todas partes?, ¿no se ha descubierto por fin toda la corrupción?, y mientras le escucho, intento no hacer ruido con mis brazos, porque de repente me parece que la madera de la mesa al chocar contra el hueso produce un sonido como el de un muerto arañando el ataúd y no me parece correcto escuchar la opinión del viejo con tal ruido de fondo, pero como tengo que comer, cojo tenedor y cuchillo y divido una albóndiga en dos partes y me llevo una a los labios intentando no mirar hacia los huesos que sostienen el tenedor, porque no es agradable la paradoja de verme alimentado por un esqueleto, aunque sea el mío, pero mientras mastico con los ojos cerrados oyendo al viejo hablar de la «corrupción» mi lengua detecta una esquirla, un pedacito de algo dentro de la albóndiga, y, tras quejarme a Alejandra con suavidad, recibo esta respuesta: será un huesecillo de algo, es que son de pollo, Héctor, y es quitarme con mis huesos índice y pulgar el huesecillo y dejarlo sobre el plato, e írseme la mente tras esta idea inevitable: que dentro de todo lo blando necesariamente existe lo que queda, el hueso, el armazón, la dureza, el hallazgo, aquello oculto que es blanco y eterno, lo que permanece en el cedazo, la piedra, lo que «nadie quiere»; es imposible huir de «eso que queda», porque está dentro, así que escondo los brazos bajo la mesa, incluso me tienta la idea de comer como César, acercando el hocico al plato, pero ¿acaso no es inútil todo intento de disimulo frente al apocalíptico trajín de la cena?, porque lo que percibo en ese instante es algo muy parecido a una hogareña resurrección de los muertos: incluso con el apropiado evangelista —mi suegro—, gritando «corrupción»: Alejandra coge el pan con sus huesos y lo hace crujir y lo parte, el viejo apoya los huesos en el mantel y los hace sonar con ritmo, Alejandra coge el cucharón con sus huesos y sirve más albóndigas repletas de huesecillos de pollo muerto, el viejo va y se limpia los huesos sucios de carne ajena con la servilleta, Alejandra señala con su hueso la cesta del pan y yo se la alcanzo extendiendo mis huesos y ella la coge con los suyos, hay un cruce de húmeros, cúbitos y radios, de carpos y metacarpianos, de falanges, y nos pasamos de unos a otros, de hueso a hueso, la vinagrera, el aceite, la sal, el vino y la gaseosa, y llegan Ameli y Héctor Luis, una del cine y el otro de estudiar, y saludan, y Ameli desliza sus frágiles huesos de quince años por mi cabeza calva, envuelve con sus breves húmeros mi cuello, me besa en la mejilla: ¿dónde has estado hasta estas horas?, le pregunto, y ella: en el cine, ya te lo he dicho, y yo: pero ¿tan tarde?; sí, dice, habla sin mirar sus manos gélidas, los huesos de sus manos muertas, sus brazos como pinzas blancas; sí, papá, la película terminó muy tarde; y de repente, mientras la contemplo sentándose a la mesa, su cabello oscuro y lacio, los ojos muy grandes, el jersey azul celeste tenso por la presencia de los huesos, he sentido miedo por ella, he querido cogerla, atraparla y bogar juntos por ese fluir desconocido e incesante hacia la oscuridad final: creo que deberías volver más temprano a casa a partir de ahora, Ameli, le digo, y ella: ¿por qué?, con sus ojos brillando de disgusto, y yo, mis brazos escondidos, ocultos, sin revelarlos: creo que las calles no son seguras, y el viejo me interrumpe: hoy ya nada es seguro, Héctor, dice y sigue comiendo, Alejandra sirve albóndigas y Héctor Luis se queja de que son muchas, y Ameli: ¡pero ya tengo quince años, papá!, y yo: es igual, y entonces Alejandra: no seas muy duro con la niña, Héctor, dice, le dimos permiso para que volviera hoy a esta hora, pero ella sabe que solamente hoy; guardo silencio: en realidad, todo se sumerge en el silencio salvo el entrechocar de los huesos; Ameli y Héctor Luis son tan distintos, pienso, pero en algo se parecen, y es que ambos se nos van; no los he visto crecer, los he visto irse: pero ni siquiera eso, pienso ahora, porque jamás he podido saber si alguna vez estuvieron por completo; Ameli tiene novio, pero es un secreto; sabemos que Héctor Luis ha salido con varias chicas, pero lo que piensa de ellas es secreto; ambos se han hecho planes para el futuro, tienen deseos, ganas de hacer cosas, pero todo es secreto: quizá lo comentan en los «pubs» a falta de una buena iglesia en la que poder hablar como nosotros, tan a gusto, pero en casa adoptan los dos mandamientos trascendentales de la familia: nunca hablarás de nada importante y ama el enigma como a ti mismo, ¡y si hubiera solo silencio!, pero es la charla insignificante lo que molesta, y ahora esos ruidos detrás: el golpe, el crujir de nuestros huesos; siento algo muy parecido a la pena, pero una pena casi biológica, como una mota en el ojo o el aroma inevitable de la cebolla cruda, y me disculpo para ir al baño y llorar a gusto por algo que no entiendo, y más tarde, en la cama, con Alejandra a mi lado leyendo complacida un librito de romances, me da por preguntarle: ¿soy demasiado duro contigo? mientras me observo los huesos tranquilos sobre la colcha: mis manos muertas y peladas, los cúbitos y radios en aspa, los húmeros convergiendo, y ella deja un instante el libro que sostiene con sus huesos, me mira sorprendida y dice: no, Héctor, no, ¿por qué preguntas eso?, y yo, insistente: ¿he sido duro contigo alguna vez?, y ella: nunca, y yo: ¿quizá soy demasiado tosco?, y ella: Héctor, ¿qué te pasa?, y yo: demasiado rudo quizá, ¿no?, y ella: no seas bobo, ¿lo dices porque hoy no hablaste apenas durante la cena?, ya sé que papá no te cae bien, me da un beso y añade: procura descansar, el trabajo te agota, y la veo extender las falanges blancas y articuladas de sus dedos, apagar la lamparilla de pantalla rosa y sumir la habitación en una oscuridad donde la luz de la luna, filtrada, hace brillar las superficies ásperas de nuestros huesos; después, en el sueño, he presenciado un teatro de sombras donde mis manos y brazos se movían, desplazándome, porque eran lo único, ya que la vida se había invertido como un negativo de foto y ahora solo importaba lo oculto, el secreto descubierto: los huesos de mis manos se extendían con un sonido semejante a los resortes de madera de ciertos juguetes antiguos, emergiendo del telón negro que los rodeaba: son ellos solos, el mundo es ellos, brazos y manos colgantes que hacen y deshacen, crean y destruyen, no nacen ni mueren, simplemente cambian su posición, horizontal, vertical, en ángulo, hacia arriba o hacia abajo, brazos que se balancean al caminar y manos que agarran con sus huesos cosas invisibles; y a la mañana siguiente, tras toda una noche de sueños interrumpidos y vueltas en la cama, creo comprenderlo: mi revelación es una lepra que avanza incesante, porque suena el despertador con su timbre gangoso que tanto me recuerda a una trompeta de cobre, pongo los pies descalzos en las zapatillas y lo noto: la dureza bajo las plantas, la pelusa del forro de las zapatillas adherida a los huesos del tarso, el rompecabezas de huesos irregulares de mis pies, los extremos de la tibia y el peroné sobresaliendo por el borde del pijama, las rótulas marcando un óvalo bajo la tela extendida, y al erguirme, el crujido de los fémures: el descubrimiento no me hace ni más ni menos feliz que antes, ya que lo intuyo como una consecuencia, pero un estupor inmóvil de estatua persiste en mi interior; y al ducharme viene lo peor, porque entonces compruebo que los golpes de las gotas no me lavan sino que se limitan a disgregarme la suciedad por mis huesos: arrastran el barro de mis costillas goteantes, concentran la cal en mis pies, desprenden la tierra, permean las junturas, las grietas, los desperfectos, rajan los pequeños metacarpos como cáscaras de huevo, horadan mis clavículas y escápulas, pero no hoy ni ayer sino todos y cada uno de los días en un inexorable desgaste, siento que me disuelvo en agua y salgo con prisa no disimulada de la bañera y seco mi esqueleto goteante, deslizo la toalla por el cilindro de los huesos largos como si envolviera unos juncos, la arranco con torpeza de la trabazón de las vértebras, froto como cristales de ventana los huesos planos, pienso que debo conservarme seco para siempre porque de repente sé que soy un armazón de cincuenta años de edad que solo puede humedecerse con aceite, y es en ese instante, o quizá un poco después, cuando apoyo la maquinilla de afeitar contra mi rostro, que siento la invasión final de esa lepra y quedo tan inerme que apenas puedo apartar las cuchillas giratorias de mi mejilla: algo parecido a una horrísona dentera me paraliza, porque de repente noto como el restregar de un rastrillo contra una pizarra o el arañar baldosas con las patas metálicas de una silla, incluso imagino que pueden saltar chispas entre la maquinilla y el hueso de la mandíbula o el pómulo; me palpo con la otra mano la cabeza, siento las durezas del cráneo, el arco de las órbitas, el puente del maxilar, el ángulo de la quijada, y pienso: ¿por qué finjo que me afeito?, ¿acaso mi rostro no es un añadido, una capa, una máscara?; entra Alejandra en ese instante y casi me parece que gritará al ver a un desconocido, pero apenas me mira y se dirige al lavabo; yo me aparto, desenchufo la maquinilla y la guardo en su funda, y ella: ¿ya te has afeitado, Héctor?, y yo: sí, y salgo del baño con rapidez: ¡no podría acercar esa maquinilla a los huesos de mi calavera!; todo es tan obvio que lo inconcebible parece la ignorancia, pienso mientras me visto frente al espejo del dormitorio y abrocho la camisa blanca alrededor de las delgadas vértebras cervicales: llevar un cráneo dentro, una calavera sobre los hombros, besar con una calavera, pensar con una calavera, sonreír con una calavera, mirar a través de una calavera como a través de los ojos de buey de un barco fantasma, hablar por entre los dientes de una calavera: aquí está, tan simple que movería a risa si no fuera espantoso, y me afano en terminar el lazo de mi corbata con los huesos de mis dedos sonando como agujas de tricotar; Alejandra llega detrás, peinándose la melena amplia y negra que luce sobre su propia calavera, y el paso del cepillo descubre espacios blancos en el cuero cabelludo donde los pelos se entierran: parece inaudito saberlo ahora, contemplarlo ahora; entre los dientes sostiene dos ganchillos: el asco llega a tal extremo que tengo que apartar la vista: allí emerge el hueso, pienso, el subterfugio, el disfraz, tiene un defecto, como una carrera en la media que descubre el rectángulo de muslo blanco; allí, tras los labios, los dientes, los únicos huesos que asoman, y vivimos sonriendo y mostrándolos, y nos agrada enseñarlos y cuidarlos y mi profesión consiste precisamente en mantenerlos en buen estado, blancos y brillantes, limpios, pelados, lisos, desprovistos de carne, como tras el paso de aves carroñeras: esa hilera de pequeñas muertes, esa dureza tras lo blando; ¿acaso no es enorme el descuido?; de repente tengo deseos de decirle: Alejandra, estás enseñando tus huesos, oculta tus huesos, Alejandra, una mujer tan respetable como tú, una señora de rubor fácil, tan educada y limpia, con tu colección de novela rosa y tu familia y tu religión, ¿qué haces con los huesos al aire?, ¿no estás viendo que incluso muerdes cosas con tus huesos?, ¡Alejandra, por favor, que son tus huesos hundidos en el cráneo oculto, los huesos que quedarán cuando te pudras, mujer: no los enseñes!; esto va más allá de lo inmoral, pienso: es una especie de exhumación prematura, cada sonrisa es la profanación de una tumba, porque desenterramos nuestros huesos incluso antes de morir; deberíamos ir con los labios cerrados y una cruz encima de la boca, hablar como viejos desdentados, educar a los niños para que no mostraran los dientes al comer: un error, un gravísimo error en la estructura social comparable a caminar con las clavículas despellejadas, tener los omoplatos desnudos, descubrir el extremo basto del húmero al flexionar el codo, mostrar las suturas del cráneo al saludar cortésmente a una señora, enseñar las rótulas al arrodillarnos en la misa o las palas del coxal durante un baile o la superficie cortante del sacro durante el acto sexual: y sin embargo, ella y yo, con nuestros horribles dientes, la prueba visible de la existencia de los cráneos: absurdo, murmuro, y ella: ¿decías algo?, pero hablando entre dientes debido a los ganchillos, como si lo hiciera a través de apretadas filas de lápidas blancas, un soplo de aire muerto por entre las piedras de un cementerio, o peor: la voz a través de la tumba, las palabras pronunciadas en la fosa: no, nada, respondo, y ella, intrigada, se me acerca y arrastra sus falanges por mis vértebras: te noto distante desde ayer, Héctor, ¿te ocurre algo?, ¿es el trabajo?, y juro que estuve a punto de decirle: te la pego con una antigua paciente desde hace varios años, todos los jueves a la misma hora, pero no te preocupes porque una increíble revelación me ha hecho dejarlo, ya nunca más regresaré con Galia, no merece la pena (y por qué no decirlo, pienso, por qué reprimir el deseo y no decir la verdad, por qué no descargar la conciencia y vaciarme del todo); sin embargo, en vez de esa explicación catártica, le dije que sí, que era el exceso de trabajo, y me mostré torpe, callándome la inmensa sabiduría que poseía mientras notaba cómo descendían sus falanges por el edificio engarzado de mi columna, y ella dijo: pero hace mucho tiempo que no me sonríes, y pensé: ¡te equivocas!, somos una sonrisa eterna, ¿no lo ves?: nuestros dientes alcanzan hasta los extremos de la mandíbula y no podemos dejar de sonreír: sonreímos cuando gritamos, cuando lloramos, al pelear, al matar, al morir, al soñar: sonreímos siempre, Alejandra, quise decirle, y la sonrisa es muerte, ¿no lo ves?, quise decirle, nuestras calaveras sonríen siempre, así que la mayor sinceridad consiste en apartar los labios, elevar las comisuras y sonreír con la piel intentando imitar lo mejor posible nuestra sonrisa interior en un gesto que indica que estamos conformes, que aceptamos nuestro final: porque al sonreír descubrimos nuestros dientes, «enseñamos la calavera un poco más», no hay otro gesto humano que nos desvele tanto; la sonrisa, quise decirle, traiciona nuestra muerte, la delata; cada sonrisa es una profecía que se cumple siempre, Alejandra, así que vamos a sonreír, separemos los labios, mostremos los dientes, sonriamos para revelar las calaveras en nuestras caras, hagamos salir el armazón frío y secreto, draguemos el rostro con nuestra sonrisa y extraigamos el cráneo de la profundidad de nuestros hijos, de ti y de mí, del abuelo, de los amigos, de los parientes y del cura; pero no le dije nada de eso y me disculpé con frases inacabadas y ella enfrentó mis ojos y me abrazó y sentí los crujidos, la fricción, costilla contra costilla, golpes de cráneos, y supuse que ella también los había sentido: no seamos tan duros, le dije, y ella respondió, abrazándome aún: no, tú no eres duro, Héctor, y yo le dije: ambos somos duros, y tenía razón, porque se notaba en los ruidos del abrazo, en el telón de fondo de nuestro amor: un sonido semejante al que se produciría al echarnos la suerte con los palillos del I Ching sobre una mesa de mármol, o jugando al ajedrez con fichas de marfil, un trajín de palitos recios como un pimpón de piedra, el entrechocar aparentemente dulce de nuestros esqueletos como agitar perchas vacías; me aparté de ella y terminé de vestirme: quizá soy dura contigo, repitió ella, yo también soy duro, dije, y pensé: y Ameli y Héctor Luis, y todos entre sí y cada uno consigo mismo, ¡qué duros y afilados y cortantes y fríos y blancos y sonoros!; ¿te vas ya?, me dijo, sí, le dije, porque no deseaba desayunar en casa, en realidad no deseaba desayunar nunca más, pero sobre todo, sobre todas las cosas, no deseaba cruzarme con los esqueletos de mis hijos recién levantados, así que casi eché a correr, abrí la puerta y salí a la calle con el abrigo bajo el brazo, a la madrugada fría y oscura; ya he dicho que tengo la consulta cerca, lo cual siempre ha sido una ventaja, aunque no lo era esa mañana: quería trasladarme a ella solo con mi voluntad, sin perder siquiera el tiempo que tardara en desearlo; caminaba observando con mis cuencas vacías las casas que se abren, las figuras blancas que emergen de ellas como fantasmas en medio de la oscuridad, las primeras tiendas de alimentos llenas de huesos y cadáveres limpios de seres y cosas; caminaba y observaba con mis órbitas negras, lleno de un extraño y perseverante horror: ¿qué hacer después de la revelación?, ¿dónde, en qué lugar encontraría el reposo necesario?; porque ahora necesitaba envolverme, ahora, más que nunca, era preciso hallar la suavidad; mientras caminaba hacia la consulta lo pensaba: todos tenemos ansias de suavidad: guantes de borrego, abrigos de lana, bufandas, zapatos cómodos; sin embargo, el mundo son aristas, y todo suena a nuestro alrededor con crujidos de metal; qué pocas cosas delicadas, cuánta aspereza, cuánta jaula de púas, qué amenaza constante de quebrarnos como juncos, de partirnos, qué mundo de esqueletos por dentro y por fuera, móviles o quietos, invasión blanca o negra de huesos pelados, qué cementerio: toda obra es una ruina, toda cosa recién creada tiene aires de destrucción, y nosotros avanzamos por entre cruces, mármol, inscripciones, rejas y ángeles de piedra como espectros, y la niebla de la madrugada nos traspasa, huesos que van y vienen, esqueletos que se acercan y caminan junto a mí y me adelantan, apresurados, aquel que limpia los huesos en ese tramo de la calle, ese otro que espera en la parada, envuelto en su impermeable, huesos blancos por encima de los cuellos, la muerte dentro como una enfermedad que aparece desde que somos concebidos, ¿no hay solución?; y sorprender entonces a un hombre, una figura, no como yo, no como los demás, que se detiene frente a mí y me habla: ¿tiene fuego?, dice, un individuo desaliñado de espesa melena y barba, rostro pequeño, casi escondido, chaqueta sucia y manos sucias que se tambalea de un lado a otro como si el mero hecho de estar de pie fuera un tremendo esfuerzo para él; le ofrezco fuego y se cubre con las manos para encender un cigarrillo medio consumido, entonces dice: gracias, y se aleja; me detengo para observarle: camina con cierta vacilación hasta llegar a la esquina, después se vuelve de cara a la pared, una figura sin rasgos, y distingo la creciente humedad oscura a sus pies, detenerme un instante para contemplarle, volverse él y alejarse con un encogimiento de hombros y una frase brutal; un borracho orinando, pienso, pero al mismo tiempo deduzco: se ha reconstruido, ha verificado su interior, ha exhumado cosas que le pertenecen y le llenan por dentro: líquidos que alguna vez formaron parte de él; eso es un proceso de autoafirmación, pienso: él es algo que yo no soy o que he dejado de ser, ha logrado obtener lo que yo pierdo poco a poco: integridad, quizá porque no tiene que callar, porque es libre para decir lo que le gusta y lo que no, pienso y golpeo con los huesos del pie el cadáver de una vieja lata en la acera, o porque ha aceptado la vida tal cual es, o quizá porque tiene hambre y sed, y necesidad de fumar, dormir y orinar en una esquina, quizá porque siente necesidades en su interior, dentro de esa intimidad de las costillas que en mí mismo forma un espacio negro: sus necesidades le llenan, y yo, satisfecho, camino vacío: eso pensé; era preciso, pues, reformarse, volver a la vida a partir de los huesos, resucitar, aunque es cierto que en algún sitio dentro de mí existían vestigios, cosas que se movían bajo las costillas o en el espacio entre éstas y el hueso púbico, pero era necesario comprobarlo; todo aturdido por el ansia, entré en uno de los bares que estaban abiertos a esas horas y me dirigí apresurado al cuarto de baño, respondiendo con un gesto al hombre que atendía la barra y que me dijo buenos días; ya en el urinario, muy nervioso, busqué mi pija semihundida, perdonando la frase, la extraje y me esforcé un instante: tras un cierto lapso, comprobé la aparición brusca del fino chorro amarillo y sentí una distensión lenta en mi pubis que califiqué como el hallazgo de la vejiga: al fin me sirves de algo, pensé mientras me sacudía la pilila, perdonando la bajeza; así, convertido en pura vejiga, salí a la calle de nuevo y respiré hondo: noté bolsas gemelas a ambos lados del esternón, sacos que se ampliaban con el aire frío de la mañana, y descubrí mis pulmones; en un estado de alborozo difícilmente descriptible me tomé el pulso y sentí, con la alegría de tocar el pecho de un pájaro recién nacido, el golpeteo suave de la arteria contra mi dedo, su pequeño pero nítido calor de hogar, y supe que guardaba sangre y que mi corazón había emergido; caminando hacia la consulta completé mi resurrección, la encarnación lenta de mi esqueleto; así pues, yo era pulmones y vejiga, yo era intestino, tripas, estómago, yo era músculos del pene, tendones, sangre, hígado, vesícula, bazo y páncreas, yo era glándulas y linfa, todo suave, todo lleno, ocupando intersticios como si vertieran sobre mí unas sobras de hombre: yo era, por fin, globos oculares líquidos, yo era lengua y labios, yo era el abrir lento de los párpados, la creación del paladar, la suave nariz horadada, la humedad limpia de la saliva, la lágrima tibia y el sudor de los poros; yo era sobre todo mi propio cerebro, las revueltas grises de los nervios, la masa de ideas invisibles, la voluntad, el deseo, el pensamiento; llegué a la consulta recién creado, aún sin piel pero ya formado y funcionando, atravesé el oscuro umbral con la placa dorada donde se leía «Héctor Galbo, odontólogo», preferí las escaleras y abrí la puerta con la delicadeza muscular de un relojero, con la exactitud de un ladrón o un pianista; Laura, mi secretaria, ya estaba esperándome, y el vestíbulo aparecía iluminado así como la marina enmarcada en la pared opuesta, y me dejé invadir por el olor a cedro de los muebles, la suavidad de la moqueta bajo los pies, y cuando mis globos oculares se movieron hacia Laura pude parpadear evidenciando mi perfección; entonces, la prueba de fuego: me incliné para saludarla con un beso y percibí la suavidad de mi mejilla, los delicados embriones de mis labios, y supe que por fin la piel había aparecido: cabello, pestañas, cejas, uñas, el florecer de mi bigote negro; besarla fue como besarme a mí mismo: buenos días, doctor Galbo, me dijo, noté las cosquillas de mi camisa sobre mi pecho velludo, muy velludo, buenos días, dije, buenos días, Laura, y percibí mi laringe en el foso oculto entre la cabeza y el pecho, sentí el aire atravesando sus infinitos tubos de órgano: buenos días, repetí despacio saludando a todo mi cuerpo reflejado en el espejo del vestíbulo, mi cuerpo con piel y sentimientos, mi cuerpo vestido, bajito, mi cabeza calva y mi rostro bigotudo: buenos días, doctor Galbo, hoy viene usted contento, dice Laura, sí, le dije, vengo aliviado, quise añadir, he orinado en un bar y he descubierto por fin que tengo vejiga, y a partir de ahí todo lo demás, pero en vez de decirle esto pregunté: ¿hay pacientes ya?, y ella: todavía no, y yo: ¿cuántos tengo citados?, y ella: cinco para la mañana, la primera es Francisca, ah sí, Francisca, dije, sí: sus prótesis darán un poco la lata, y me deleito: oh mi memoria perfecta, mis sentidos vivos, mis movimientos coordinados, sí, sí, Francisca, muy bien, y mi imaginación: porque de repente me vi avanzando hacia mi despacho con los músculos poderosos de un tigre, todo mi cuerpo a franjas negras, mis fauces abiertas, los bigotes vibrantes, los ojos de esmeralda, y mi sexo, por fin, mi sexo: porque Laura, con la mitad de años que yo, me parecía una presa fácil para mis instintos, una captura que podía intentarse, la gacela desnuda en la sabana; ya era yo del todo, incluso con mis pensamientos malignos, incluso con mi crueldad, por fin: avíseme cuando llegue, le dije, y entré en mi despacho, me quité el abrigo y la chaqueta, me vestí con la bata blanca, inmaculada, mi bata y mi reloj a prueba de agua y de golpes, y mi anillo de matrimonio, y los periódicos que Laura me compra y deposita en la mesa, y mi ordenador y mis libros, y mis cuadros anatómicos: secciones de la boca, dientes abiertos, mitades de cabezas, nervios, lenguas, ojos, mejor será no mirarlos, pienso, porque son hombres incompletos, yo ya estoy hecho, pienso, envuelto al fin de nuevo en mi funda limpia, recién estrenado; por fin pensar: saber que he regresado al origen, me he recobrado, he impedido mi disolución guardándome en un cuerpo recién hecho; no recuerdo cuánto tiempo estuve sentado frente al escritorio saboreando mi triunfo, pero sé que la segunda y más terrible revelación llegó después, con el primer paciente, y que a partir de entonces ya no he podido ser el mismo, peor aún, porque me he preguntado después si he sido yo mismo alguna vez, si mi integridad fue algo más que una simple ilusión: y fue cuando sonó el timbre de la puerta, el siguiente timbre, el nuevo timbre que me despertó de la última ensoñación (como el de casa de Galia, o el del despertador con sonido de trompeta de cobre, ahora el de la consulta, pensé, y no pude encontrarles relación alguna entre sí, salvo que parecían avisos repentinos, llamadas, notas eléctricas que presagiaban algo), y Laura anunció a la señora Francisca, una mujer mayor y adinerada, como Galia, como Alejandra, con las piernas flebíticas y el rostro rojizo bajo un peinado constante, que entró con lentitud en la consulta hablando de algo que no recuerdo porque me encontraba aún absorto en el éxito de mi creación: fue verla entrar y pensar que iría a casa de Galia cuando la consulta terminara y le diría que todo seguía igual, que era posible continuar, que nada nos estorbaba, y después llegaría a mi casa y le diría a Alejandra que la quería, que nunca más sería duro con ella ni con Ameli, eso me propuse, y saludé a la señora Francisca con una sonrisa amable, y la hice sentarse en el sillón articulado, la eché hacia atrás con los pedales, la enfrenté al brillo de los focos y le pedí que abriera la boca, porque eso es lo primero que le pido a mis pacientes incluso antes de oír sus quejas por completo: como estoy acostumbrado a que esta instrucción se realice a medias, me incliné sobre ella y abrí mi propia boca para demostrarle cómo la quería: así, abra bien la boca, le dije, ah, ah, ah, y es curioso lo cerca que siempre estamos de la inocencia momentos antes de que un nuevo horror nos alcance: incluso éste aparece al principio con disimulo, revelándose en un detalle, en un suceso que, de otra manera, apenas merecería recordarse, porque mientras Francisca, obediente, abría más la boca, descubrí el último de los horrores, la luz del rayo que nunca debería contemplar un ser humano, la degradación final, tan rápida, pavorosa e inevitable como cuando presioné el timbre de Galia, pero mucho peor porque no era lo oculto, lo que era, sino lo que no era, aquello que falta, no lo que se esconde sino lo que no existe: la nueva revelación me violó, perdonando la brutalidad, de tal manera que todos mis logros anteriores adoptaron de inmediato la apariencia de un sueño que no se recuerda sino a fragmentos, e incapaz de reaccionar, permanecí inmóvil, inclinado sobre la mujer, ambos con la boca abierta, ella con los ojos cerrados esperando sin duda la llegada de mis instrumentos; pero como no llegaban los abrió, me vio y advirtió en mi rostro el horror más puro que cabe imaginarse: qué pasa, doctor, me dijo, qué tengo, qué tengo, pero yo me sentía incapaz de responderle, incapaz incluso de continuar allí, fingiendo, así que retrocedí, me quité la bata con delirante torpeza, la arrojé al suelo, me puse la chaqueta y salí de la habitación, corrí hacia el vestíbulo sin hacer caso a las voces de la paciente y a las preguntas de Laura, abrí la puerta, bajé las escaleras frenéticamente y salí a la calle: no sabía adónde dirigirme, ni siquiera si tenía sentido dirigirme a algún sitio; contemplé a los transeúntes con muchísima más incredulidad de la que ellos mostraron al contemplarme a mí: ¿era posible que todos ignoraran?, ¿hasta ese punto nos ha embotado la existencia?; hubo un momento terrible en el que no supe cuál debería ser mi labor: si caer en soledad por el abismo o arrastrar como un profeta a las conciencias ciegas que me rodeaban; es cierto que toda gran verdad precisa ser expresada, pero la locura de mi actual situación consistía en que esta verdad última era inexpresable: quiero decir que esta verdad final no era algo, más bien era nada, así que no podía soñar con explicarla: quizá el silencio en el gélido vacío entre las estrellas hubiera sido una explicación adecuada, pero no un silencio progresivo sino repentino y abrupto: una brecha de espacio muerto, una bomba inversa que absorbiera las cosas hacia dentro, que nos introdujera a todos en un mundo sin lugares ni tiempo donde la nada cobrara alguna especial y terrible significación, quizá entonces, pensé, y corrí por la acera intuyendo que cada minuto desperdiciado era fatal: ¿le ocurre algo?, fue la pregunta que me hizo un individuo que aguardaba frente a un paso de peatones cuando me acerqué, y solo entonces fui consciente de que tenía ambas manos sobre la boca, como si tratara de contener un inmenso vómito; mi respuesta fue ininteligible, porque sacudí la cabeza diciendo que no, pero esperando que él entendiera que eso era lo que me pasaba: que no; si hubiera podido hablar, habría respondido: nada, y precisamente ahí radicaba lo que me ocurría: me ocurría nada, pero era imposible hacerle comprender que nada era infinitamente peor que todos los algos que nos ocurren diariamente; no pude hacer otra cosa sino alejarme de él con las manos aún sobre la boca, corriendo sin saber por dónde iba pero con la secreta esperanza de no ir a ninguna parte, de no llegar, de seguir corriendo para siempre, porque no podía presentarme en casa de aquel modo, no con aquel fallo, sería preciso hacer cualquier cosa para remediar esa escisión, quizá comenzar desde el principio, reunir de nuevo el hilo en el ovillo, a la inversa: pensar en el instante anterior a la revelación, notar la presencia para comprender ahora la falta; pero cómo describirlo: cómo decir que había conocido de repente la boca cuando la paciente abrió la suya y yo quise indicarle cómo tenía que hacerlo y abrí la mía; fue entonces: el tiempo se congeló a mi alrededor y quedé solo en medio de mi hallazgo, como un náufrago, paralizado por la revelación suprema, incapaz de comprender, al igual que con la anterior, por qué no lo había sabido hasta entonces: la boca, claro, ahí, aquí, abajo, bajo mi nariz, en mi rostro, la boca: de repente me había percatado de la verdad, tan simple e invisible debido a su propia evidencia: la boca no es nada, lo comprendí al pedirle a la paciente que la abriera y al abrir la mía: ¿qué he abierto?, pensé: la boca; pero entonces, si la boca abierta también es la boca, el resultado era una oscuridad, un agujero vacío, un abismo; quiero decir que, de repente, al ver la boca, al inclinarme para verla, no la vi, pero no la vi justamente porque era eso: el no verla; si hubiera visto la boca de la misma forma que veo mis dedos, por ejemplo, no lo sería o estaría cerrada; sin embargo, el horror consiste en que una boca abierta también es una boca: como llamarle «dedos» al espacio vacío que hay entre ellos; ¡pero eso no era todo!: si aquel defecto, aquella nada, era, ¿cómo podía evitar la llegada del vacío?, ¿cómo impedir que todo siguiera siendo lo que es en la nada?, ¿cómo pretender recobrar mi cuerpo si me evacuo por ese agujero negro y absurdo?; lo comprendí: ¡si todo se hubiera cerrado a mi alrededor!, ¡si las junturas hubieran encajado perfectamente, sin interrupciones, sin oquedades!, pero tenía que estar la boca, la boca abierta que también era la boca, y ahora ¿cómo permanecer incólume?, ¿cómo seguir inmutable, conservándome dentro, si allí estaba eso que no era, esa nada negra implantada en mí?; corrí, en efecto, a ciegas, no recuerdo durante cuánto tiempo, hasta que un nuevo acontecimiento pudo más que mi propia desesperación: en una esquina, recostado en un portal, distinguí a un hombre, el borracho de aquella madrugada, que parecía dormir o agonizar: un sombrero gris le cubría casi todo el rostro salvo la barba, y allí, insertado en lo más hondo del pelo, un agujero abierto, sin dientes, sin lengua, una cosa negra y circular como una cloaca o la pupila de un cíclope ciego que me mirara, aunque yo fuera «nadie», el vacío terrible, la nada; de repente se había apoderado de mí un horror supremo, un asco infinito, la conjunción final de todo lo repugnante, y me alejé desesperado cubriéndome con las manos aquel «salto», aquel «vacío» letal, atenazado por una sensación revulsiva, un pánico que era como cribar mis ideas con violencia hasta romperlas, la certeza de mi perdición, el desprendimiento a trozos de mi voluntad frente a lo irremediable: esa boca abierta, el error por el que todo entra y todo sale, los secretos, la palabra, el vómito, la saliva, la vida, el aliento final, porque me había envuelto en mi propio cuerpo para hallar algo último que no cierra, ese terrible defecto tras los labios del beso, tras el lenguaje cotidiano, tras los gestos de comer y masticar, más allá de los dientes y la lengua, ese algo que no es el paladar ni la faringe ni la descarga de las glándulas, ese vacío que me recorre hacia dentro, el túnel deshabitado del gusano, la nada, la negación, eso que ahora empezaba a corroerme; porque si existía la boca, nada podía detener la entrada del vacío; así que cerca de casa empecé a perderme, a dividirme en secciones, a horadarme: primero fue la piel, que apenas se presiente, que es casi solamente tacto, la piel que cayó a la acera mientras corría, la piel con mi figura y mis rasgos que se me desprendió como la de un reptil mudando sus escamas, porque el vacío se introducía bajo ella como un cuchillo de aire y la separaba; entonces los músculos y los tendones, en silencio: ¿qué protección pueden ofrecer frente a los túneles de la nada?, ¿qué defensa procuran ante esa marea de vacío, ese fallo que me alcanzaba como a través de un sumidero?, también ellos caen y se desatan como cordajes de barco en una tempestad; la calle en la que vivo recibió el tributo de la lenta pero inexorable pérdida de mis vísceras: ese trago infecto de nada, que no está pero es, provoca la caída de mi estómago y mis intestinos, mi hígado derretido y mi bazo, los pulmones sueltos que se alejan por el aire como palomas grises, el corazón que ya no late, madura, se endurece y cae, gélido como el puño de un muerto, porque nada puede latir frente a la boca, los nervios arrastrados por la acera como hilos de un títere estropeado, los ojos como gotas de leche derramada, la suave materia de mi cerebro, la exactitud de mis sentidos, la excitante delicia del deseo, la provocación del hambre y el instinto, las sensaciones, los impulsos: todo cae y se pierde, todo gotea incesante desde mi armazón, todo se va y se desvanece calle abajo; entro en casa al fin, ya solo mi esqueleto muerto y limpio, y pienso: mis hijos están en el colegio, por fortuna; me dirijo al salón y allí encuentro a Alejandra, que me mira con pasmo; se halla sentada en su sofá tejiendo algo, y probablemente destejiéndolo también, creando y destruyendo en un vaivén de interminable dedicación; entonces me detengo frente a ella, aparto con lentitud las falanges blancas de mi oquedad y la descubro, por fin, en toda su horrible grandeza: la boca abierta, las mandíbulas separadas, el enorme vacío entre maxilares, la verdadera boca que no es, desprovista del engaño de las mucosas, ese espacio negro que nada contiene, y hablo, por fin, tras lo que me parecen siglos de silencio, y mis palabras, emergiendo de ese vacío, son también vacío y horadan: Alejandra, hablo, llevo años traicionándote con una mujer que conocí en la consulta, y ella: Héctor, qué dices, y yo: es guapa, pero no demasiado, cariñosa, pero no demasiado, inteligente, pero no demasiado: lo mejor que tiene es que me quiere y que intentó hacerme feliz, y que nunca me ha creado problemas salvo la necesidad de mentirte, de ocultártelo, una mujer con la que descubrí que puede haber una cierta felicidad cotidiana a la que nunca deberíamos renunciar, como hemos hecho tú y yo, ni siquiera a esa cierta felicidad cotidiana, una mujer, en fin, con la que he sabido que ya todo es igual, que incluso el pecado termina alguna vez, incluso la culpa, incluso lo prohibido, y ella: Héctor, Héctor, qué te pasa, dice, que ya basta de mentiras, respondo y me deshago de su lento abrazo y de sus lágrimas, y basta de silencio, porque era necesario hablar, pero no solo a ti, no, no solo a ti, y ella, gritando: ¿adónde vas?, pero su grito se me pierde con el mío propio, que ya solo oigo yo, y eso es lo terrible: porque mi garganta ha desaparecido y solo quedan las tenues vértebras y el deseo de ser escuchado; corro entonces a casa de Galia arrastrando apenas los jirones blancos de mis huesos por la acera, y ella misma abre la puerta y grita al verme: no, Galia, no podemos seguir juntos, dije entonces, no tengo nada más que hacer aquí, tú, viuda y solitaria, yo, casado y solitario, nada que hacer, Galia, no más consuelos, no más secretos, basta de felicidad y de cariño doméstico, porque llega un instante, Galia, en que todo termina, y lo peor de todo es que tú no eres una solución: ¿por qué?, me dijo: porque es necesario decir la verdad y revelar la mentira, repliqué, aunque nos quedemos vacíos, es necesario abrir las bocas, Galia, le dije, y volcarnos en hablar y hablar y destruirlo todo con las palabras, dije, porque si algo somos, Galia, es aliento, así que es necesario, por eso lo hago, dije, y me alejé de ella, que gritó: ¿adónde vas?, pero su grito se perdió dentro del mío, que ya era tan enorme como el silencio del cielo; y me alejé de todos, de una ciudad que no era mi ciudad, de una vida que no era mi vida, corrí ya casi llevado por el viento, las espinas delgadas de mi cuerpo flotando en el aire, corrí, volé hacia los bosques transportado por una ráfaga de brisa como el polvo o la basura, avancé por la hierba, entre los árboles, desgastándome con cada palabra: basta con eso, dije, no más hogar, no más vida, no más esfuerzo, dije, grité en silencio: ya basta de mundo y de existencia, ya basta de hacer y de procurar, soportar, callar y mirar buscando respuestas, no, no más luz sobre mis ojos, nunca otro día más, basta de desear y pretender, de conseguir y por último perder lo conseguido y enfermar y morir y terminar en nada, todo vacío, intrascendente, limitado y mediocre: basta, porque hay un error en nosotros, un hiato perenne, el sello de la nada, esta boca siempre abierta, este hueco hacia algo y desde algo, miradlo: está en vosotros, el sumidero, el vórtice; lo he soportado todo, incluso los años de silencio, los años iguales y el silencio, la muerte interior, el vacío interior, la falsa esperanza, la ausencia de deseos, pero no puedo soportar esta conexión: si tiene que existir esto, este hueco vacío y nulo, esta ausencia de mi carne y de mi cuerpo, si tiene que existir la boca, prefiero echarlo todo fuera, dejar que todo se vaya como un soplo puro, que lo oigan todos, que todos lo sepan, prefiero esto a la falsa seguridad de un cuerpo muerto, eso dije, eso grité, y me vi por fin convertido en nada, la oquedad llenando todos mis huesos abiertos como flautas mudas, desmenuzados como arena por fin, solo esa ceniza última, apenas el rastro leve que el viento termina por borrar, el vacío enorme de esa boca que tiene que decir y revelar y descubrir y gritar y acusar y vaciarme hacia fuera desde dentro y mezclarme con todo, esa boca abierta e infinita del silencio absoluto por la que hablo aunque nadie oiga


    1. sus manos acarician el centro de su


    2. confusamente en lontananza ese algo que acarician todos losaprendices de legistas


    3. sinuosidades que me acarician, meenlazan; improvisándome un lecho encantador


    4. hay nada que las divorcie; búscanse,se juntan, se acarician, por más que los cuerpos


    5. lo acarician y besan sus párpados y suslabios


    6. los viejos obreros revolucionarios acarician las manos delas duquesas que lloran


    7. sencillo, al par que severo,que parece decir al viajero:—«Deten tu marcha; deletrea en mis piedrascon los ojos de la investigación; escucha el gemir de las puras ondasque en un beso eterno acarician mi


    8. ondas que por los pies acarician los muslos,


    9. que se acarician sobre el musgo fresco


    10. Que acarician en la noche los lagos transparentes,

    11. Ve cómo los jóvenes ríen y se frotan contra Posidionos, le acarician el vientre y el cuello, hacen señales a Espartaco, mimetizan muecas de connivencia, con los párpados medio caídos, esbozando un beso con sus labios


    12. A cada paso los tirantes se mueven sobre el muslo desnudo y lo acarician; cambian de posición al sentarme, al cruzar las piernas; reiteran sin cesar mi feminización


    13. Las efigies que adornan las plazas y los cruces de calles de la ciudad son pequeños pilares de base rectangular rematados por un busto del dios, pero en la parte delantera del pilar, justo a la altura adecuada, sobresale el miembro erecto de Dioniso, símbolo de fertilidad: las mujeres estériles que pasan por la calle lo acarician y así se quedan embarazadas, al menos eso es lo que ellas creen


    14. Respira de ellos y le acarician la piel


    15. Cuando ambos despiertan, los rayos del sol acarician la ventana


    16. – Sus labios me acarician la oreja cuando se acerca para que lo oiga, y siento un escalofrío-


    17. Ellas acarician aquella pelambre sedosa y permiten que el calor del cuerpo del animal rezume y penetre hasta la más íntima profundidad de su regazo


    18. El ministro levanta la mano, la abre en el aire, parece santificar el aire con la mano franca y abierta, ofrecida limpia a su auditorio, y vuelve a cerrarla como si hubiera atrapado en el aire una idea valiosísima (el ministro siente veneración por sus manos: las levanta, las abre y las cierra, y sobre todo las acaricia: las dos manos del ministro se acarician, se acarician, sin fin, una a la otra, enamoradas una de la otra mientras la cara se contrae, se repliega sobre el pecho como se cierran las manos)


    19. Las mujeres se bañan y se acarician, los perritos juegan y retozan a su alrededor


    20. Sentarse en el fuego es como sentarse en el esplendor de unas cintas cálidas, sedosas, que te acarician todo el cuerpo al unísono

    21. Quiere sentir que las manos la toman entera, que la acarician, que se abren camino por la espalda, hasta las nalgas


    22. El estómago, el corazón, los ríñones te sirven todavía con fidelidad; tu largo cabello sólo empieza a caerse por la coronilla, así que basta con que tengas cuidado para que las mujeres enamoradas no detengan ahí la mano cuando te acarician la melena


    1. Permaneció un rato sentado en una silla junto a la cama,con las dos huchas sobre esta, acariciando suavemente la que iba a servíctima


    2. mucha luz acariciando las rocas oscuras, y el bello susurro de las olas suaves me tiene


    3. Y se recostó como un niño en los brazos de su hermana, acariciando consu


    4. prodigaba a los animales, acariciando a los perros, besandoa los


    5. estremecía acariciando el agua


    6. acariciando el brazo por debajo del guante


    7. El capitán,en medio, acariciando el testuz de las vacas,


    8. todo», pero acariciando en la rencorosa mente la esperanzade la


    9. pájaro sin sesolevantó el vuelo para siempre acariciando con los


    10. —¡Ah!, ¡qué bien se está aquí!—dijo Stein acariciando a los

    11. El presidente del Casino en tanto, acariciando con el deseo aquel tesorode belleza material que


    12. —Lo dicho—repitió el doctor Eneene, acariciando la


    13. acariciando la gentecon regalos y brujerías, persuadiéndoles


    14. Ella se quedó sentada en silencio acariciando a Kafka, que maullaba en su regazo


    15. Las aves levantaron un clamor cuando apareció la joven, pero ella fue de una a la otra acariciando a algunas, sosteniendo a otras unos instantes en una muñeza o inclinándose para ajustar sus pihuelas


    16. Después de un minuto de silencio miró a Amy, sentada en el taburete a sus pies y dijo acariciando su cabello reluciente:


    17. -Tienes razón -dijo mi tía, acariciando a Dora en la mejilla-, tienes razón


    18. Iba absorta en sus pensamientos y no prestaba atención ni a la dirección ni al tiempo que transcurría, siguiendo los senderos de los pastores, acariciando las espigas


    19. Linnet —se estremeció al pronunciar el nombre de su esposa— las estuvo acariciando poco antes de comer y habló de ellas


    20. Permanecieron los tres inmóviles, acariciando a los animales con el fin de que no relincharan

    21. Ninguno hizo el menor comentario, ni siquiera Joel González, quien iba blanco como una sábana, murmurando oraciones y acariciando la cruz de plata que siempre llevaba al cuello


    22. Glaedr también se relajó, y ese acto produjo en la mente de Eragon un sonido como el del viento acariciando una llanura desolada


    23. Los ojos son más rápidos que las manos y los suyos lo fueron por fin, para siempre, mientras contemplaban a su madre, desnuda y sonriente, en la cumbre de esa belleza suya que no hacía más que crecer, agigantarse, contradecir con terquedad al tiempo, montada sobre Manuel, que la miraba y sonreía, desnudo él también, los dedos de sus dos manos, diez esta vez, sin trampa ni cartón, acariciando su cintura, sus caderas, un instante antes de aferrarla para atraerla sobre él y hacerla rodar sobre la cama


    24. Partirle el cráneo cuando estaba agachado acariciando al perro y cortarle luego la carótida con las tijeras para las uñas que llevaba en el bolso


    25. Pero manejo mejor el palo de fuego… -y rió acariciando el rifle


    26. Silencio pensativo, acariciando el musgo del murete


    27. Estuve acariciando con el dedo los afilados pétalos mientras paseábamos de la mano por la plaza del pueblo


    28. Allí estaba, bebiendo, acariciando su pistola y fantaseando sobre el inevitable enfrentamiento


    29. Acariciando su barba dijo el Cid Campeador:


    30. Pero Sila meneó la cabeza, sonriendo y acariciando las espléndidas cabezas de dragón que formaban los extremos del círculo casi completo de la torca

    31. —¡Claro que sí! Y serás más importante que la mater, porque serás el ama de casa —replicó él, dejándola en el suelo, acariciando su pelo negro ondulado y haciendo un guiño a Aurelia


    32. A las preguntas de Ibero no respondía sino con expresiones desconcertadas y delirantes, acariciando una pistola que llevaba en el bolsillo interior de la levita


    33. Acariciando las mejillas de Antonia, le dijo que por picaruela se veía en aquel mal paso; que a los hombres hay que dejarlos, y no correr tras ellos, pues mejor sistema que perseguirlos es hacerles rabiar huyendo de ellos; que él tenía de estas cosas no poca experiencia por haber sido muy galanteador y pizpireto en sus mocedades, y que también le habían perseguido casadas y aun doncellas; añadió luego que él tenía muy buena mano para las enfermas bonitas, y no se le moría ninguna, ninguna, siempre que hicieran con gracia y paciencia lo que él mandaba, y durante la enfermedad pensaran en el médico antes que en los novios o querindangos que las traían a mal traer


    34. Es un plumero tan suave, que se come todo el polvo y hasta el polvillo, y es de larga duración si cae en manos de criadas que lo manejen con suavidad, acariciando, señor, acariciando, sin dar golpes


    35. –Aeropuerto Nacional -le dijo al taxista, acariciando el billete que llevaba guardado en el bolsillo interior de la americana


    36. " Según parece, el Padre duerme en el duro suelo, sin taparse más que con su gabán, una prenda verdosa, de edad incierta, a la que tiene mucho cariño y de la que dice con orgullo, acariciando las raídas mangas: "Empecé a usar este sobretodo cuando era estudiante en Holywell


    37. Desde aquella prudente posición intentó concederse un poco de tiempo por si llegaba Grouchy con los refuerzos, acariciando a la chica y besándola sin prisas en la boca y el cuello


    38. Velajada sacó la baraja, que sostuvo sobre su estómago, acariciando la carta superior con los dedos


    39. El receptor situado en la mesa del general se iluminó, y una cápsula asomó por la ranura, cerca de donde se encontraba Barr, que seguía acariciando el busto imperial tridimensional


    40. Ella también parecía preocupada y absorta, y en cierta ocasión Toran la sorprendió acariciando su pistola

    41. Levantó las caderas sin dejar de mirarle y él se arrodilló acariciando con sus labios el empeine negro y húmedo


    42. Casey siguió acariciando al perro


    43. –Fue un capricho le dijo, acariciando el cuero


    44. El sudor de las axilas de Vivían bajaba acariciando sus pechos


    45. —Me refería a los proyectiles, cariño —dijo Hickey, acariciando el enorme antebrazo del gigante—


    46. Ella respondió acariciando el mío


    47. —¿Se siente un poco mejor? —preguntó la enfermera, acariciando con amabilidad el dorso de su mano


    48. Todos sus sentidos estaban en alerta y una abrasante ola de calor recorría su cuerpo, sobre todo en las partes que Matt iba acariciando con su mirada y donde la tocaba


    49. Entrelazó los dedos con los suyos y los examinó, acariciando cada uno


    50. Él mismo cazó este puma y este tigre —aclaró, acariciando los colmillos del colgante—














































    1. Reflejando I acercarse más a ese ser tan pequeño físicamente, pero espiritualmente tan grande, para ser capaz de acariciar


    2. Lo opuesto al agarre es la caricia, pues es imposible acariciar


    3. Acariciar es participar en un encuentro que al final refuerza la emer-


    4. un plan previo, rígido y definitivo para acariciar, es muy posible que


    5. para acariciar al vencedor


    6. Sinembargo, no llevan la religión hasta acariciar contra sus cuerpos losanimales que


    7. pliego de cartas que el joven ingenieroparecía acariciar con la


    8. detiene, ráfagas frescas comienzan a acariciar elrostro, y la


    9. acariciar los niños sucios yaulladores que las pobres mujeres llevaban al brazo,


    10. vana ostentación, ellujo escandaloso desplegado ante su vista, en vez de acariciar suorgullo lo hirió

    11. labios deFerragut que intentaban acariciar su cuello


    12. El presentimiento no los abandonó durante buena parte de la noche, porque los diputados no empezaron sino muy lentamente a apartar el temor de un baño de sangre y a acariciar la esperanza de que los golpistas sólo hubieran aislado a sus líderes para negociar con una autoridad militar a la que nunca llegaron a ver una salida al golpe que nunca llegaron a negociar


    13. Recuerdo sus dedos que parecían acariciar las cuerdas


    14. De hecho, durante el tiempo transcurrido entre el golpe y la vista oral del juicio, mientras en los cuarteles y en los periódicos de ultraderecha arreciaba una campaña destinada a culpar al Rey para exculpar a los golpistas, algunos procesados llegaron a acariciar la esperanza de que el juicio no se celebrara, y poco antes de que se iniciasen las sesiones el propio presidente del gobierno reunió a los directores de los principales periódicos nacionales y les pidió que evitasen publicar noticias hirientes para los militares, que no convirtiesen sus páginas en un involuntario altavoz propagandístico de los golpistas y que para ello informasen de lo que ocurriera en la sala del Servicio Geográfico del Ejército en tono menor, casi con sordina


    15. El señor Hamil me miraba a lo lejos y sonreía moviendo la mano como para acariciar el libro


    16. Por fin se puso de nuevo en pie y extendió la mano con el fin de acariciar levemente el rostro de la difunta


    17. En aquel momento me limité a acariciar el cabello de Vainilla en silencio


    18. Pasé del acariciar de los dedos al palpar de una mano completa


    19. Él contestó con dulzura y en el mismo tono de voz que empleaba al acariciar a sus caballos:


    20. Eragon frunció el ceño y se concentró en acariciar al gato unos instantes

    21. Al verlo así, siempre en el lado más oscuro de la cocina, me parecía una bestia grande y generosa y sentía el impulso de acariciar su pelo rizado, de pasarle la mano por el lomo


    22. Era huraño y su madre decía que ni siquiera cuando era pequeño se dejaba acariciar


    23. No puedo ocultar que me preocupaba esta idea fija, más bien dicho esta imaginación que me complacía en acariciar, y que me causaba por instantes el calosfrío del miedo


    24. Por ejemplo: insertar lengua, quitar dedo de la oreja; retirar lengua, acariciar cuello, deslizar meñique izquierdo por la delgada tira de piel que asoma entre jersey y falda (evitando, cortésmente, el ombligo); besar y semilametear garganta y cuello, «trabajar» oreja, y depositar mano sobre rodilla; dejar de «trabajar» la oreja y acariciar pelo, acercar labios a los de ella y subir con la mano pierna arriba, todo a la misma velocidad; cuando los labios ya se tocan casi con los de ella, mantener su mirada durante un segundo mientras la mano despega como un avión por la pista de su muslo, para aterrizar


    25. —Me puse de puntillas para besar a Lucas en la mejilla y luego volví a acariciar mi broche con la punta de los dedos—


    26. A veces aquella inerte manopla de [28] ante amarillo rellena de dedos tiesos e insensibles, partía en dirección del sobaco o de la cintura con la ansiosa rapidez de una mano que va a rascar; pero se contenía subiendo a acariciar la barba recién afeitada


    27. ¡Para acariciar su recuerdo, me convierto, por completo en un corazón, y para contemplarle, me convierto completamente en un ojo!


    28. Estas palabras debieron de hacer ligera impresión en el espíritu del viejo, porque moviendo la cabeza, se dejó acariciar y no dijo nada


    29. Mientras cargaban el oro, Cepio se paseaba arrobado entre los sacos de áureos ladrillos, sin poder resistir la tentación de acariciar uno de vez en cuando


    30. George se iba a inclinar para acariciar al animal cuando oyó la banda militar, que estaba tocando una marcha en su casa

    31. Acercó una mano para acariciar con la punta de los dedos el pequeño triángulo rizado allí donde la piel era un poco más clara, entre los muslos donde él fue incapaz de vivaquear de un modo canónico


    32. Unos caballos de fina estampa estiraban sus cuellos espléndidos por encima de las puertas de sus establos y no pude resistir la tentación de acariciar los ollares aterciopelados de los corceles árabes y purasangres


    33. Bayta se unió a las tres muchachas que se turnaban en la tarea siempre repetida y siempre ineficaz de dar palmaditas en los hombros, acariciar los cabellos y murmurar cosas incoherentes


    34. Apenas permanecí con ella una hora, en la que no pude articular ni una sola palabra, sólo acariciar sus mejillas pálidas y sujetar su mano izquierda entre las mías


    35. Pero al percibir el contacto cálido y vivo de la piel de Lobo, se preguntó por qué el animal permanecía inmóvil dejándose acariciar, y una vez superado el inicial asombro, prestó aún más atención a la mujer


    36. Con mucha dulzura, empezó a acariciar la suave piel de mi lomo


    37. Ella se puso a acariciar la piel de mi cuello con un dedo


    38. Hubiera querido abrazar los fuselajes plateados, acariciar los motores


    39. Allí, sin duda, mientras Nanón roncaba hasta estremecer los entarimados, mientras el perro lobo velaba y bostezaba en el patio, mientras la señora y la señorita Grandet dormían plácidamente, acudía el viejo tonelero a acariciar, manosear, empollar y hacer fermentar su oro


    40. Me gusta acariciar el pelo de ese chico que está follando, y tener su miembro entre los labios mientras él besa una boca joven que yo ya no tengo

    41. No era un trabajo perfecto, pero sí lo suficientemente bueno como para no llamar la atención -Owain volvió a acariciar la superficie de madera-


    42. Se sujetó el vientre con las manos, como si quisiera acariciar al bebé en su interior


    43. –¡Por supuesto! Solías acariciar a Ezequiel


    44. Al pie de una espigada ventana pude contemplar y acariciar la ennegrecida y rústica mesa de 1,60 metros, sembrada de papeles, plumas de ave, pipas y tabaco


    45. Con noble sinceridad, sin dejar de acariciar en su pensamiento la probable herencia, se asocia-ba al duelo de D


    46. Besar los labios y acariciar el pelo,


    47. Lo que nos gustaría es poder rozar sus párpados con los labios, acariciar su frente con la punta de los dedos, tumbarnos junto a sus cuerpos, escuchar cómo nos cuentan su infancia en Arizona o Carolina del Sur; lo que nos gustaría es ver juntos un culebrón en la televisión, comiendo nueces de Macadamia, y sólo, de vez en cuando, ponerles un mechón de pelo detrás del oreja, entendéis lo que quiero decir, ¿verdad? Oh, sabríamos cuidar de vosotras, pedir sushis al servicio de habitaciones, bailar lentamente un «Angie» de los Rolling Stones, reír rememorando vuestros recuerdos de instituto, sí, porque tenemos los mismos recuerdos de instituto (la primera borrachera de cerveza, los ridículos cortes de pelo, el primer amor que es también el último, las chaquetas tejanas, los guateques, el hard-rock, La ¡guerra de las galaxias, todo eso), pero las chicas cañón prefieren siempre los bookers maricas y los conductores de Ferrari y ésa es la razón por la cual el mundo no funciona


    48. Observó cómo ella se paraba a contemplar los libros que cubrían una mesa baja, cómo pasaba los dedos por los delgados volúmenes de Yeats y Milton en edición de bolsillos y cómo se detenía a acariciar un tomo encuadernado en piel con hebillas de plata


    49. Has querido incluso acariciar a todos los monstruos


    50. El perro se tumbó delante de ella y se dejó acariciar










































    1. acaricias una frente que vive y sufre, que ama como lo vivo?;


    2. Y sin embargo, mientras me acaricias, comprensivo y despiadado,


    3. –No me hables de divorcios, por favor -rechazas el asunto con un gesto de la barbilla; acaricias el pelo de Telémaco


    4. “Cuando en la copa de los árboles-vienes a posar tu alada frente-o discretamente llamado, – cuando acaricias los mármoles-del camposanto…”


    5. —¿No es bonito mi cuerpo? Bien lo acaricias


    1. —Yo acaricio a los camellos y a los dromedarios, pero no los beso


    2. Si yo acaricio un escarabajo,


    3. Lucas me acaricio la mejilla con el pulgar


    4. ¡El soplo que traigo es fresco y ligero, y juego con el pudor ro­sado de las que acaricio!


    5. Le acaricio el cabello con los dedos y descubro que, tal como pensaba, tiene el tacto de la seda


    6. Suavemente, le acaricio los párpados y las mejillas con los labios, mientras se apodera de mi un fiero deseo de protegerla


    7. Le acaricio el pelo y me maravilla no sólo su color tan fuera de lo corriente, sino su sedoso tacto


    8. A veces las acaricio y siento como si todo su cuerpo se regenerara


    9. Se dicen: «Te amo y te acaricio tanto, que tengo derecho a atormentarte un poco»


    10. Pego la oreja a su vientre y le acaricio los costados

    11. —¿Quieres llevarme a dar un paseo en barca y recitarme poemas mientras yo acaricio el agua con los dedos


    12. Miro a Sibyl, que ha empezado a sorber su té y parece ahora una niña pequeña, le acaricio las puntas de los dedos


    13. Siempre acaricio a la gente que me gusta


    14. –Bueno, es que son cinco semanas -me giro sobre los tacones y acaricio la cabeza de Grayer al pasar a su lado-


    15. Me pongo un montón de acondicionador en el pelo y acaricio la idea de dejar el trabajo


    16. Le acaricio el pelo con mi nariz y cierro los ojos mientras él termina de estacionar sus barcos


    17. Dejo al oso en el suelo, apoyado contra la cama de Grayer, mientras acaricio tiernamente la suave barriga de la perrita


    18. —A propósito del tarán, hace mucho tiempo que acaricio un sueño


    19. Abro las puertas del armario empotrado y acaricio las pilas de su ropa recién lavada, los pliegues rosa y amarillo y blanco, el manto de lana y vellón tan suave como imagino que sean las nubes


    20. A veces acaricio ratones, pero sólo cuando no consigo algo mejor

    21. Acaricio un trozo de seda entre los dedos, intentando entender el razonamiento del presidente


    22. Aledis acaricio la entrepierna del joven


    23. Tras el tercero, apoyo la cabeza en su axila y le acaricio el pecho con la cara


    1. —Y lo acaricié efectivamente


    2. Su mano temblaba al asir la mía, y yo se la acaricié con la otra


    3. Le acaricié la cabeza a Eric, retirándole el pelo detrás de la oreja


    4. Me eché a reír y lo acaricié


    5. Me senté a su lado y le acaricié la mano y la cara


    6. Por la calle Mayor adelante, pensaba yo que no poseía en aquel momento más peculio que el dobloncito de mi madre, aún no recogido del ordinario, y antes que se me olvidara fui al parador, donde puntualmente me entregaron moneda y chorizos, todo lo cual llevé a mi casa con gran respeto, como si llevara el Viático, y después de partir con religiosa equidad entre las dos familias los embutidos, miré y acaricié y escondí mi doblón bajo llave, precaviendo de este modo la probable ignominia de ponerlo a una carta


    7. Acaricié distraído la calavera de mi mentón, mis ojos puestos en los suyos


    8. – Interesado ahora, acaricié la máscara de matar que acunaba en el hueco del brazo-


    9. Me pasé la rama de los auriculares por el cuello y acaricié con un dedo el largo tubo negro que acababa en el receptor de sonido


    10. Alargué la mano y acaricié con suavidad una de las suyas

    11. Para disimular la tensión, acaricié la cabeza de Gutiérrez y le ordené que se sentara en la enramada


    12. Acaricié la rugosa superficie del patibulum y deduje que se trataba de una sección de un árbol, de alguna de las especies de pino, tan frecuentes en Palestina o quizá importado de los bosques del Líbano


    13. Se detuvo a tomar aliento y yo acaricié la torques que llevaba al cuello porque sabia que ese señor de los ratones que tanto despotricaba era enemigo de mi señor Merlín y de mi amiga Nimue


    14. Me senté en el porche cubierto por el rocío, dejé el rifle a mi lado y le acaricié el pelo con ternura


    15. Acaricié el precioso cabello cepillado de Barbara en casa de los Steiner, me fijé en la expresión del serio rostro durmiente de Kurt y, una a una, deseé buenas noches a las pequeñas con un beso


    16. Le acaricié el pelo, le besé en los labios y lo bajé de mi regazo


    17. Acaricié los cuatro dedos supervivientes de esa mano y me aguanté las ganas de llorar


    18. Ahuequé las manos, acaricié y recorrí


    19. Me acaricié los pezones con los pulgares hasta que se endurecieron


    20. Cuando abrió los ojos, le acaricié las mejillas con los pulgares sin soltarle la cara

    21. Acaricié al animal y paseé la vista por los alrededores


    22. En el cuarto mes de embarazo entré en su casa y acaricié el rostro enfebrecido de la mujer


    23. – Le acaricié el pelo-, pero todo ha terminado bien


    24. Me acerqué a Cordelia y le acaricié el cuello, la tensión visible de los hombros


    25. Yo le acaricié la cabeza al perro, como si todavía fuera un leal animal doméstico


    26. Acaricié al ave y le dije: —Gracias, Ubar de los cielos


    27. Le acaricié el pico y le saqué algunos piojos de entre las plumas del cuello y se los puse en la lengua


    28. La acaricié por entero, besando y lamiendo


    29. Para ocultar la mía, acaricié a la niña y dije:


    30. Me acaricié el rodete para enfriar las ideas y decidí correr el riesgo de abrumarlas

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