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    expatriado frases de exemplo

    expatriado


    1. Y finalmente habían expatriado a diecisiete mil judíos polacos expulsándolos de Alemania donde residían desde hacía más de dos generaciones


    2. Al parecer, se habían hecho muy amigos, por rara que parezca una amistad entre un anciano sacerdote expatriado y una huérfana de diecisiete años recién cumplidos


    3. En aquel perfume de la belleza no respirado, no depurado en su seno, no expandido sobre sus huellas, en aquel perfume expatriado de aurora, de cultivo y de mundo, había todas las melancolías de las nostalgias, de la ausencia y de la juventud»


    4. Un día de 1943, tras una semana de confusión que casi llegó a rozar la desintegración, durante la cual quienes entraban en la biblioteca siempre la encontraban en trance de cerrar apresuradamente el cajón de su mesa y echarle la llave (de tal modo que las matronas, esposas de banqueros y médicos y abogados, habiendo estado alguna de ellas en la misma clase de la vieja escuela, quienes iban y venían por las tardes con ejemplares de Forever Amber y con los volúmenes de Thorne Smith cuidadosamente envueltos en las hojas de los periódicos de Memphis y de Jackson para ocultarlos de miradas ajenas, creyeron que quizá había perdido la cabeza), cerró y echó la llave a la puerta de la biblioteca a media tarde y con el bolso estrechamente apretado bajo el brazo y con dos manchas febriles producto de su resolución en sus habitualmente pálidas mejillas, entró en el almacén de ferretería donde Jason IV se había iniciado como dependiente y donde ahora poseía su propio negocio de compraventa de algodón, atravesando aquella tenebrosa cueva en la que únicamente entraban los hombres —una cueva atestada y empapelada y estalagmitada de arados y discos y ronzales y ballestillas y yugos y zapatos baratos y linimento para caballos y harina y melaza, tenebrosa no porque mostrase los bienes que contenía sino que más bien los escondía puesto que quienes proveían a los agricultores de Mississippi o al menos a los agricultores negros a cambio de una parte de la cosecha no deseaban, hasta que la cosecha estuviese recogida y su valor aproximadamente computado, mostrarles lo que podrían aprender a desear sino solamente proveerlos ante una demanda específica de lo que no podían dejar de necesitar— y a grandes pasos entró hasta el fondo del dominio particular de Jason: un recinto cercado por una verja atiborrada de estantes y casilleros que guardaban recetas de ginebra y libros de cuentas y claveteadas muestras de algodón almacenando polvo y telarañas, fétido por la mezcla de olor a queso y queroseno y grasa de arneses y la tremenda estufa de hierro sobre la cual se había escupido tabaco mascado durante casi cien años, y hasta el elevado mostrador inclinado tras el que se encontraba Jason y, sin volver a mirar al hombre con mono que paulatinamente había dejado de hablar e incluso de mascar al entrar ella, con una especie de desesperado desánimo abrió el bolso y desmañadamente sacó una cosa y la extendió sobre el mostrador y permaneció estremecida y jadeante mientras Jason la miraba —una fotografía, una lámina en colores obviamente recortada de una revista ilustrada— una fotografía rebosante de lujo y dinero y de sol —un fondo de Cannebiére con montañas y palmeras y cipreses y el mar, un automóvil deportivo descapotable cromado caro y potente, sin sombrero el rostro de la mujer enmarcado por un pañuelo caro y un abrigo de piel de foca, sin edad y hermoso, frío sereno y maldito; un hombre esbelto de mediana edad a su lado con medallas y herretes de general del alto estado mayor alemán— y la solterona bibliotecaria de color ratón estremecida y despavorida ante su propia temeridad, con la mirada fija en el estéril solterón en el que terminaba aquella larga fila de hombres que habían albergado algo de decencia y orgullo incluso después de que su integridad hubiese comenzado a fallar y el orgullo se hubo convertido casi en autoconmiseración: desde el expatriado que había huido de su lugar de origen con poco más que su vida aunque negándose todavía a aceptar la derrota, pasando por el hombre que dos veces se jugó la vida y su buen nombre y por dos veces perdió y también declinó aceptarlo, y el que con solamente un pequeño e inteligente caballo como instrumento vengó a sus desheredados padre y abuelo y consiguió un reino, y el gallardo y brillante gobernador y el general que aunque fracasó dirigiendo en la batalla a hombres gallardos y valientes al menos también se jugó la vida con el fracaso, hasta el culto dipsómano que vendió el final de su patrimonio no para comprar bebida sino para dar a uno de sus descendientes la mejor oportunidad en la vida que pudo ocurrírsele


    5. Antes de 1935 había sido el manicomio Bumblebee, llamado así por el excéntrico expatriado británico sir George Bumblebee, quien para ello legó toda su herencia en 1899 y quien, según aseguraban sus parientes desheredados, estaba tan loco como los futuros residentes


    6. Supo en primer lugar cómo Harry Rhodes, poseedor de una fortuna de cierta importancia, se vio a los cincuenta años arruinado por culpa ajena y cómo después de esta inmerecida desgracia, se había expatriado sin dudarlo ni un solo instante, con el fin de asegurar, si era posible, el porvenir de su mujer y de sus hijos


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