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    Use "gritar" em uma frase

    gritar frases de exemplo

    grita


    gritaba


    gritaban


    gritabas


    gritado


    gritamos


    gritan


    gritando


    gritar


    gritas


    grito


    gritábamos


    grité


    1. Asesina delirante á sunueva esposa, grita como un endemoniado, recita un monólogo de 350versos, lleno de extrañas hipérboles y de incomparable ampulosidad;ahoga á Flaminia, y cae en tierra muerto


    2. - ¡Nomemateporfavor, nome mate!! - grita, con la desesperación intacta


    3. —Se dobla toda la mitad superior del cuerpo, apoyandolas manos sobre las rodillas, y se grita en alta voz


    4. Mantenerse quieto y sin hacer ningún movimiento hostil Grailem grita a la habitación en general: "¿Qué quiere decir 'mi clase?"


    5. entonces se percibeen lo hondo una voz que grita: «No, no hay habitación en esta casa»


    6. Y mientras grita el uno: Fuego, Fuego,


    7. Y, estando tan lejos cuanto se deja oír un hombre que grita, hablé al Cíclope con estas mordaces palabras:


    8. En esto, llegaron corriendo, con grita, lililíesy algazara, los de las libreas adonde don


    9. —Una voz me grita sin cesar en los oídos: «¡Tuya es la


    10. —¡Agárrate bien, Nuncia!—le grita Paco Gómez,mientras el citado alférez y

    11. Le grita que se aleje, que salga de entre las


    12. Grita el rapaz y amenaza el padre, y entre los gritos y las amenazas,óyese la voz de la tía Simona, desde el


    13. á cargar losenemigos, con la grita y alarido que suelen, yacercáronse tanto, que hirieron algunos


    14. grita a Villafañe, que dormía con lossuyos en el corredor


    15. tesón que nunca se grita: ¡Vivala federación; mueran los unitarios! El epíteto unitario


    16. El pobre por el bosque grita y clama,


    17. Los hombres grande grita levantaban;


    18. Al punto que los indios grita dieron,


    19. Su grita, viendo buen agüero en la flecha disparada:


    20. Grita que causó en las casas del Teniente de Esteco—250

    21. Rabia, grita y casi muerde, en los días que le pica lamaldita enfermedad; pero


    22. de cordelde la esquina, el aguador que grita en este momento en


    23. El pueblo gritará de entusiasmoen el primer instante, como grita


    24. 9 Y los que iban delante, y los que iban detrás daban grita, diciendo:


    25. Grita, porque después del suceso del dedo del niño Dios recibió una dura amonestación de la hermana María de los Serafines


    26. Y cuenta, y grita que a su nuera y a sus cuatro hijos los tiraron desde el puente de Almaraz ante sus propios ojos


    27. Se levanta, y grita:


    28. Grita, porque ha llegado el cartero


    29. / Canta que te escuchan todavía;/ grita, llora y gime después/ bajo dos metros de tierra, pero/ ahora canta, canta que ya te rompen,/ que ya te sacan las uñas, los ojos, la lengua,/ que ya te queman la piel, las manos y los pies,/ canta que te matan el sexo/ canta que ya te devoran las entrañas/ canta que ya te vienen a enterrar


    30. Pero de pronto, las briscas quedaron en suspenso y los jugadores se volvieron hacia el patio en una grita de júbilo

    31. Me sorprendo en estas imaginaciones, el lápiz detenido sobre un diálogo de trompa y corno inglés, cuando una grita me hace salir al umbral de la casa


    32. –Pues eso, que le grita al amor y a la vida con la voz que le sale del alma, esto me lo aclaró el poeta Garcés, que sabe mucho de poesía y de arte, el poeta Garcés sabe mucho de todo


    33. Si grita —¡buen chico!— cada vez que su perro hace algo y éste aprende a asimilarlo, estará muy bien


    34. Si quiere que su perro se siente y no se mueva, si grita «¡buen chico!» justo cuando su trasero toca el suelo, será una recompensa que reciba antes de acabar la tarea


    35. , que grita bañada en lágrimas cuando se entera de su relación con Y


    36. Estoy a punto de decírselo cuando una de ellas grita:


    37. Se corre, se grita, es cuestión de velocidad


    38. —Haz esto —le grita Denny, y se tapa las gafas con las manos abiertas


    39. El suelo tiembla y la gente grita con dificultad


    40. El empleado sigue atacando a la víctima y Francesca grita, pero el hombre sabe que nadie la puede oír

    41. Casas grita: "¡Ha muerto el capitán!" y se abalanza con una botella de gasolina sobre un T-34 ruso que lo aplasta…disparos, carreras, bayonetazos…cae el Pater Freixa


    42. Wehrenkampf, jefe del Regimiento…"¡Sieg oder Siberien!" grita el aguerrido coronel


    43. –¡Se han dejado el paragüero! – grita


    44. —¿Quién grita? —inquirió el joven con la respiración pesada


    45. Supo que María Luisa había dado a luz con toda facilidad un niño que se parecía mucho a Cavallieri, y se enteró de que a este le habían dado una grita fenomenal en la Cruz, cantando Le Prigioni d'Edimburgo, de Ricci, con la Mazarelli, la Lombía y Ojeda, y que a consecuencia de este desastre enmudeció en los teatros la espléndida voz de bajo para tronar de nuevo en los responsos y funerales


    46. grita: ¡Tierra! en ese instante


    47. Por eso la gente se dispersa, grita «traición» y huye


    48. Paul Lasker grita sin parar


    49. Un día hubo gran grita en la ciudad y mucha conmoción por la raya del mar


    50. Lathenia grita, esta vez de frustración











































    1. —¡Adelante, hijos de p—! gritaba el soldado,vigorizado de nuevo, lanzando el insulto comun en la clase baja de losfilipinos


    2. Y enarbolando el bastón, empezó á medir las costillasal tabernero, que gritaba:


    3. con orden! como se gritaba en cierta ocasión, y a vivir anuestro


    4. trastornado por la ilusión y por el himno, creyendo quela cosa ya estaba en casa, gritaba a todo


    5. que,montada en las ramas, silbaba y gritaba a los de abajo, con la confianzadel que está en su


    6. Bien pronto oímos la voz de Asunción que gritaba:


    7. mirando hacia un gran vaporinglés anclado en el medio, gritaba


    8. furiosamente el sable, gritaba a los de la trinchera:


    9. La conciencia le gritaba que


    10. Pero reconoció al capitán Flimnap, quele gritaba, abriendo los brazos:

    11. expedición por toda laciudad y la gente gritaba saludando el rápido paso de la barca:


    12. Flora gritaba y queríaarrojarse igualmente, pero el barquero la retuvo


    13. La gente gritaba en la playa viendo a los


    14. Al mismo tiempo gritaba pidiendo socorro, mientras que el


    15. Pordesgracia, la gran mayoría gritaba que era lástima, y que un


    16. gritaba, de trecho en trecho, elpregón de la muerte


    17. Por mucho que se lessacudía, por muy fuerte que se les gritaba en los oídos:


    18. escuchose una vozque gritaba en la antecámara:


    19. Mientras tanto, dominada por el terror, la joven gritaba, con


    20. dondecaía el palacio episcopal enseñaba los puños y gritaba entre suspiros ysollozos:—«¡Me

    21. «Oh, en este siglo, gritaba Foja en el Casino, en este siglo calumniadopor los enemigos de


    22. tentación que le gritaba en los oídos: al fin don Álvaro no escanónigo; si huyes de él te expones a


    23. marcando el paso, gritaba con el imperio de unacasa triunfadora:


    24. los antiguos barberos,y desde él gritaba sus órdenes a los


    25. Pachín gritaba frente a la puerta de la enfermería, defendida por


    26. Y mientras gritaba esto, ó más bien, lo aullaba, había


    27. En su protesta gritaba el amor ardoroso, el amor irreflexivo y


    28. madre que gritaba lo mismoen el castillo


    29. Nadie gritaba; todos parecían haber olvidado el


    30. fuerte para ser oído; ora gritaba, ora hacía una larga pausa,fijando los ojos en algún

    31. oposición gritaba en las Cámaras y losperiódicos hacían


    32. gritaba en medio del patio desmantelado, donde los


    33. Elena en el colmo de la desesperación le gritaba:


    34. lo que alpastorcillo embustero de la fábula, que gritaba: «¡Al


    35. Todo eso lo decía ya, y casi lo gritaba, el bueno del Cura a la


    36. Los bastones en alto, se gritaba


    37. inclinaba sobre la barandilla, siempre con las manos en losbolsillos, y gritaba:


    38. El apoderado,a cada una de sus proezas, gritaba


    39. trompetas, gritaba el bullicioso tropelde los «macarenos», y la gente subíase en las


    40. La señora gritaba desconsolada

    41. Gritaba y gritaba sin parar


    42. El capitán gritaba órdenes a su tripulación chorreante de agua


    43. El pueblo gritaba su desolación, su miedo a la miseria y al porvenir, y los soldados, aterrorizados ante la cólera del hombre hambriento, detenían y golpeaban


    44. Yo he visto en plena Quinta Avenida de Nueva York, pocos días después del ataque terrorista a las Torres Gemelas, una pancarta que rezaba In God we trust, mientras en la acera opuesta alguien gritaba enardecido al portaestandarte: Fuck you!


    45. Gritaba que quería estar en Los Altos cuanto antes; que necesitaba el frío de las cumbres para reponerse; que allí es donde pasaríamos el tiempo que me quedara de vacaciones


    46. Pero se detuvo rápidamente al oír que el Conejo Blanco gritaba: «¡Silencio en la sala!», y al ver que el Rey se calaba los anteojos y miraba severamente a su alrededor para descubrir quién era el que había hablado


    47. Alrededor de los tenderetes, una nube de moscas y de niños, atraídos por el mismo azúcar, zumbaba y gritaba persiguiéndose bajo las maldiciones de los vendedores que temían por el equilibrio de sus mostradores y que con el mismo gesto ahuyentaban a niños y moscas


    48. El hombre gritaba cada vez más


    49. Sobejotep no carecía de razón, pero mientras se lamentaba y gritaba, yo iba viendo con más claridad la manera en que se desarrollaría todo


    50. –¿Qué desean ahora? – preguntó, mirando por encima de sus anteojos, mientras el papagayo, sentado en el respaldo de su silla, gritaba:














































    1. "Bella Señorita, quiere comprar este musculosa pierna amputada solo?"- o -"Señorita, juegas con estos dedos recién cortados negros?"-Aceites y grasas vendedores de juguetes macabros, así que gritaban


    2. Vino una discusion en que todos, olvidándose del CapitanGeneral, intervinieron; hablaban á la vez, gritaban, no seentendían, se contradecían; Ben Zayb las tenía con elP


    3. estaban otra vez sobre Córdoba, y así lo gritaban corriendo desordenadamente por las calles


    4. Gritaban los jefes hasta quedarse sin voz, y todos se ponían a la cabeza


    5. A esto se había alborotado todo el templo, gritaban las mujeres, serevolvían los


    6. En la sala se produjo una confusión espantosa: todos gritaban, todosestaban en


    7. Los más exaltados gritaban en son de amenaza


    8. Las señoras gritaban


    9. gritaban demasiado yreían con estrépito, mientras los del Reino


    10. derechosdel hombre; unos gritaban federación, otros gobierno central

    11. jóvenes gritaban hacia el interior de la casa, y salíanotras


    12. se anudaban a suscuellos y piernas, y gritaban contestando a la


    13. reían y gritaban dando vivas á laConstitución y á Riego


    14. y las esposas gritaban por las callescon amargos y dolorosos lamentos


    15. —¡Más aprisa, más aprisa! gritaban al tañedor, que los complacíariéndose á


    16. José, pero gritaban roncas de emoción:


    17. gritaban a la vez,empujaban las ruedas, y el pesado cañón, asomando el largo cuello


    18. oía la voz delos centinelas alemanes que gritaban: Wer da! , Wer da! , o bienpercibía el


    19. —«¡Chitón! ¡silencio!» gritaban desde dentro los del tresillo; y donPompeyo bajaba la voz, y


    20. A lo lejos gritaban las agoreras aves deinvierno, que

    21. delespectáculo; gritaban otros, entusiasmados por el vigor y la


    22. Gritaban las señoras con


    23. pelo endesorden; vio a los hijos que gritaban, pero con los ojos


    24. humo, los consumidores cantaban y gritaban agitandopequeñas


    25. las piezas,que gritaban y braceaban en medio del trueno


    26. A media mañana le despertaron unasvoces que gritaban desde el


    27. gritaban susórdenes con el sable roto y la cabeza vendada; los


    28. Lo mató sin hacer caso de las voces de sus compañeros, que gritaban:


    29. Consternadas hija y madre, gritaban pidiendo socorro a los


    30. Y si gritaban losotros, dejarlos: de

    31. 23 Y el presidente [les] dijo: Pues ¿qué mal ha hecho? Mas ellos gritaban


    32. 32 Y otros gritaban otra cosa; porque la concurrencia estaba confusa, y los


    33. 32 Y otros gritaban otro: porque la concurrencia era confusa, y los mas no


    34. Todos clamaban se anticipaba suúltima ruina, gritaban


    35. Todos gritaban, reclamando para el diestro loshonores de la maestría


    36. En la calle gritaban y se mesaban lospelos otras mujeres vecinas y


    37. que gritaban lejos delnido; de los chajaes, que alertean por todo


    38. » La joven advirtió que muchos de los hombres gritaban también el nombre de Strathcoe


    39. ¡Maricón, concha e tu madre…, cobarde!, le gritaban los uniformados


    40. Le gritaban epítetos de una inventiva excepcional mientras él se afirmaba en su posición y adoptaba un gesto de triunfo inequívoco

    41. Esa guerra de la que todo el mundo hablaba todavía (y Jacques escuchaba en silencio, pero sin perder palabra, a Daniel, cuando contaba a su manera la batalla del Marne, en la que había intervenido y de la que aún no sabía cómo había vuelto cuando a ellos, los zuavos, los habían puesto de cazadores y después, a la carga, bajaban a un barranco y no tenían a nadie delante y avanzaban y de pronto los soldados ametralladores, cuando estaban en mitad de la bajada, caían unos sobre otros, y el fondo del barranco lleno de sangre, y los que gritaban mamá, era terrible), que los sobrevivientes no podían olvidar y cuya sombra planeaba sobre lo que se decidía alrededor de ellos y sobre los proyectos que se hacían para que la historia fuera fascinante y más extraordinaria que todos los cuentos de hadas que se leían en otras clases y que ellos hubieran escuchado decepcionados y aburridos si el señor Bernard hubiese decidido cambiar de programa


    42. En pocos segundos alcanzaron un torrente que se deslizaba por el fondo de la pendiente y comenzaron a remontarla, mientras los oficiales gritaban confusamente en un intento por detener y reordenar las divisiones


    43. A mí el escuchar a la gente que contaba todo aquello me produjo un enorme pesar pero aún me sentí peor cuando supe que algunos de los que estaban en la misma habitación que Jesús habían comenzado a escupirle, y a cubrirle el rostro y a darle de puñetazos, mientras le gritaban que profetizara quién le estaba golpeando


    44. Gritaban una y otra vez que querían saber quién había sido


    45. Agitaban pequeñas banderitas de papel rojo con cinco estrellas pintadas -la nueva bandera de la China comunista- y gritaban consignas de bienvenida


    46. La mitad del colegio ya estaba retorciéndose antes de que empezasen las tareas del día, y ¡cuántos se retorcían y gritaban antes de que el trabajo del día terminase! Realmente lo recuerdo asustado; pero si contara más detalles, no querrían creerme


    47. En ese momento se oyeron las voces de los servidores de Talmá que gritaban:


    48. En eso se oyeron los gritos de los cuidadores de ganado que gritaban:


    49. Un grupo de figuras negras la rodeaban, sonriendo todos a la vez, haciéndole muecas y extendiendo las manos implorantes al tiempo que gritaban esperanzados su Bakshish a intervalos casi regulares


    50. -¡Doctor!- gritaban los tres pescadores, espantados por aquellos crecientes rugidos













































    1. Y gritabas en tanto te sacaban del cuarto:


    2. Los carceleros han oído que me gritabas y han abierto la puerta de la celda; voila, es por la mañana, han abierto las ventanas de la prisión de Newgate para dejar entrar el aire limpio, la luz llena este lugar


    1. —¡Cobarde!—había gritado Kernok—; ¡pues bien! para enseñarte, voy aromper el vaso en que bebes


    2. Viendo la ascensión del fraile, los contrabandistas, que esperaban en laplaya, habían gritado gloria in excelsis y se habían arrodillado,creyendo que era un milagro; pero el filósofo rió mucho de susimplicidad


    3. gritado: «¡Abajo Guillermo! ¡Mueran losverdugos!» Hasta los niños de las escuelas sabían esto,


    4. más de loregular con una moza á quien él galanteaba, era el que había gritado conla intención de


    5. Porque él ha gritado durante quince años mueran los salvajesunitarios, haciendo


    6. mujer que había gritado estaba de pie junto a la ventana y señalando algo en el patio


    7. oyó a su madre que sehabía gritado: «Muera el Provisor» encogió los hombros, se levantó ysalió


    8. Había gritado como un loco; se inclinaba fuera de la


    9. Esto había gritado la prensa local meses y meses, y al fin elMunicipio había


    10. De sol a sol nos escoltaron los guacamayos fastuosos y las cotorras rosadas, con el tucán de grave mirar, luciendo su peto de esmalte verdeamarillo, su pico mal soldado a la cabeza -el pájaro teológico que nos ha gritado: ¡Dios te ve!, a la hora del crepúsculo, cuando los malos pensamientos mejor solicitan al hombre-

    11. Tommy hubiera gritado al oír tal conversación


    12. -¡Adelante, hombres del mar! -había gritado una voz-


    13. -¡Adelante, hombres del mar! -había gritado una voz


    14. —¡A estribor! —había gritado el capitán


    15. -¡El que sufra el vértigo que cierre los ojos! -había gritado el normando


    16. -¡Cuidado! -había gritado el gaviero de guardia-


    17. -¡Fuego! -había gritado el Corsario


    18. Mientras corría por el pasillo y salía por una salida de incendios, había gritado:


    19. Sabía que algún espía le habría ya contado lo que se había gritado en el silencio de su casa


    20. Armand habría gritado, de haber podido

    21. –¡Mentira, todo mentiras! – había gritado Ibrahim-


    22. ¿Por qué había gritado? Si se hubiera quedado callado, su visitante habría supuesto que Marcus no estaba en su habitación


    23. Antes habían gritado por el sistema y ahora suspiraban por los derechos de la soberanía en su inmemorial plenitud


    24. Esto le llevó a establecer un nexo aterrador: una voz desencarnada en la casa de Ocean Avenue le había gritado: "¡Fuera!" Esa voz, fuera de quien fuere, había atravesado claramente el ámbito de la rectoría y le había trasmitido el mismo mensaje


    25. Al pronunciar la última palabra había subido el volumen, casi había gritado, y Elke se alarmó, oteando por el hueco de las escaleras


    26. Me acordaba de lo que al final de todo me había gritado La Vache:


    27. El hombre que había gritado cogió una radio de mano y habló rápidamente


    28. Podría haber gritado el nombre de mi mujer, o el de mi hija, allí de pie en lo alto de las escaleras, pero aún era muy pronto, y si cabía la posibilidad de que hubiera alguien en casa conmigo, y que estuvieran durmiendo, no quería despertarlas


    29. Debería haberlo gritado hasta romperse las cuerdas vocales, pero guardó silencio, como había hecho siempre en su vida


    30. Le habría gritado

    31. En cuanto a la muchedumbre que había gritado la liberación de Barrabás y la crucifixión del Galileo, ¿dónde estaba? Aquellos hebreos constituían una mínima parte de los dos mil o tres mil que podían haberse congregado minutos antes frente a las escalinatas de la residencia del procurador


    32. Había gritado y roto todo cuanto estaba a su alcance, asustando a Expedito


    33. –Tú también has gritado


    34. Había gritado un par de veces hacia abajo, pero nadie había respondido


    35. ¡Y ahora la acosaban alucinaciones! ¿Alguien había gritado su nombre? Eso era imposible


    36. Si Franz no hubiese gritado cierto, tuvo que hacerle mucho daño, pero en determinados momentos decisivos hay que saber dominarse, si no hubiera gritado, K habría encontrado con toda seguridad un medio para convencer al azotador


    37. Raban, que ahora se encontraba en el borde del grupo que esperaba, se volvió, pues alguien había gritado su nombre


    38. -había gritado, con el terror pintado en los ojos-, ¡El cuadrado de Franklin de orden ocho!


    39. Donna había gritado, se había dejado caer al suelo y se había cubierto la cabeza con las manos, para seguir gritando a continuación


    40. Un día, en el colmo de la desesperación, ella le había gritado: “No te das cuenta de lo infeliz que soy”

    41. O por lo menos lo Intentaron, según dijo el mensajero, pues las armas de los guerreros kimpech se estrellaban contra los cuerpos de metal de los hombres blancos y entonces éstos habían gritado «¡Santiago!», como un grito de guerra y pelearon retrocediendo a sus barcos, con unos palos que llevaban, pero que no eran palos ni estacas


    42. Innumerables veces, en manifestaciones espontáneas y asambleas del Partido, había gritado Julia con todas sus fuerzas pidiendo la ejecución de personas cuyos nombres nunca había oído y en cuyos supuestos crímenes no creía ni mucho menos


    43. –Usted ha gritado dos veces -dijo Cüpper mientras se dirigían en coche a la jefatura de policía-, sin contar su lamentable ensayo inicial


    44. Mientras atacaba a uno, el otro habría gritado en busca de ayuda


    45. Mon no había gritado, pero la intensidad de sus palabras había acallado otras voces


    46. Siento haberte gritado


    47. Armado con la información que le había gritado Spencer Lee en su paseo hacia la muerte y mediante mandamiento judicial, David consiguió los registros financieros de Lee Dawei en varios bancos del sur de California y pudo juntar las piezas de un complejo rompecabezas de blanqueo de dinero


    48. Cordelia no podía recordar si había gritado


    49. Oh sí, también yo los he tirado y he gritado con los otros “¡Yanquis fuera de Vietnam!” o “¡Johnson asesino!”


    50. Al pensar en ello, recordé que le había gritado al dragón que me soltara, y le expliqué a Harkat lo ocurrido













































    1. Con nuestros cuerpos aún en la brecha, y con el alma rota, te gritamos un primer "hurra", hasta que se desencadene la eternidad


    2. Nadie ha tocado nunca un timbre tan terrible: no me refiero al sonido que produjo sino a la presión en sí, al tacto del botón contra mi dedo, o de mi dedo contra el botón, nadie ha sentido nunca lo mismo que yo; aunque mi sensación fue lógica, ya que físicamente sería imposible tocar el timbre sin el hueso, quiero decir que sin el hueso nuestro dedo se torcería sobre el botón como un tubo de goma, o se aplastaría ridículamente, o se introduciría en sí mismo como un guante vacío, así que hasta cierto punto resulta lógico suponer que el timbre suena con el hueso, que es mi esqueleto el que llama a la puerta, pero nadie ha sentido nunca tal cosa, y me produjo pena y sorpresa comprobar que hasta aquel momento crucial yo ignoraba lo que realmente somos y que el conocimiento puede producirse así, de improviso, mientras el zumbido eléctrico molesta el oído todavía, que se me haya revelado en ese instante doméstico, que cuando Galia abrió la puerta yo ya fuera otro, que el sonido de su timbre me despertara de un sueño de ignorancia para sumirme en la vigilia de un mundo que, por desagradable que fuera, era más cierto, porque si mi dedo había hecho sonar el timbre era debido a que llevaba hueso en su interior; lo había percibido de repente: mi dedo era un dedo con hueso y su utilidad radicaba en el hueso, al palparlo noté la dureza debajo, tras impensables láminas de músculo, y la realidad de aquella presencia me dejó asombrado, estuporoso, con un estupor y un asombro no demasiado intensos pero permanentes: oh Dios mío tengo un hueso debajo, mi dedo no es un dedo, es un hueso articulado y protegido contra el desgaste: la idea me vino así, con una lógica tan aplastante que no me sorprendió en sí misma sino su ausencia hasta ese timbre; no había una idea extraña e increíble, había una extraña e increíble omisión de la idea en todo el mundo, justo hasta el histórico momento en que llamé a la puerta del piso de Galia, pero Galia estaba en el umbral con su bata azul celeste y su cabello ondulado como por rulos invisibles, y me contemplaba sorprendida; y es que es una mujer muy perspicaz: apenas me entretuve un instante demasiado largo entre su saludo y mi entrada, y ya me había preguntado qué me ocurría: yo me frotaba el índice de mi descubrimiento contra el pulgar, incapaz de creer aún que lo obvio podía estar tan oculto, casi temeroso de creerlo, y opté por disimular esperando tener más tiempo para razonar, así que entré, le di un beso, me quité el abrigo húmedo y la bufanda y saludé al pasar a César, que ladraba incesante en el patio de la cocina: Galia me dijo qué tal y yo le dije muy bien, y le devolví estúpidamente la pregunta y ella me respondió igual, y de repente me pareció absurdo este diálogo especular de respuestas consabidas, o quizá era que la revelación me había estropeado la rutina, véase si no otro ejemplo: mantuve tieso el culpable dedo índice mientras entraba, y ni siquiera lo utilicé para quitarme el abrigo, como si una herida repentina me impidiera usarlo, y es que desde que había comprobado que ocultaba un hueso lo miraba con cierta aprensión, como se miran los fetiches o los amuletos mágicos; pero hice lo que suelo hacer: me senté en uno de los dos grandes sofás de respaldo recto, estiré las piernas, saqué un cigarrillo —con los dedos pulgar y medio— y dije que sí casi al mismo instante que Galia me preguntaba si quería café, incluso antes de saber si realmente tenía ganas de café, ya que la tradición es que acepte, y Galia, tan maternal, necesita que yo acepte todo lo que me da y rechace todo lo que no puede darme; tomar el café en la salita, mientras termino el cigarrillo y justo antes de pasar al dormitorio, se ha vuelto, a la larga, el rato más excitante para ambos; charlamos de lo acontecido durante la semana, Galia me pregunta siempre por Ameli y Héctor Luis, se muestra interesada en mis problemas y apenas me habla de los suyos, pero el diálogo es una excusa para que ella me inspeccione, me palpe, capte cosas en mi mirada, en mi forma de vestir, en mis gestos, pues Galia, a diferencia de Alejandra, es una mujer afectuosa, impulsiva y, como ya he dicho, perspicaz, y la conversación no le interesa tanto como ese otro lenguaje inaudible de la apariencia, así que es muy natural que la interrumpa para decirme: estás cansado, ¿verdad?, o bien: hoy no tenías muchas ganas de venir, ¿no es cierto? o bien: cuéntame lo que te ha pasado, vamos, has discutido con Alejandra, ¿me equivoco?, así estemos hablando del tiempo que hace, los estudios de Héctor Luis o lo que sea, da igual, su mirada me envuelve y nota las diferencias; por lo tanto, no fue extraño que esa tarde me dijera, de repente: te encuentro raro, Héctor, y yo, con simulada ingenuidad: ¿sí?, y ella, confundida, aventura la idea de que pueda tratarse de Alejandra o de la niña: no, no es Alejandra, le digo, tampoco es Ameli; Alejandra sigue sin saber nada de lo nuestro, tranquila, y en cuanto a Ameli, ya la dejo por imposible, pero ella concluye que tengo una cara muy curiosa este jueves y yo la consuelo a medias diciéndole que estoy cansado, y ella insiste: pero no es cara de estar cansado sino preocupado, y yo: pues lo cierto es que no me pasa nada, Gali, porque cómo decirle que estoy pensando inevitablemente en el hueso de mi dedo índice, cómo decirle que de repente me he descubierto un hueso al llamar al timbre de su casa: ¿acaso no iba a sentirse un poco dolida?, ¿acaso no pensaría que era una forma como cualquier otra de decirle que ya estaba harto de visitarla cada semana, todos los jueves, desde hace años?, sonaba mal eso de: acabo de darme cuenta, Gali, justo al llamar al timbre de tu puerta, de que tengo un hueso en el dedo, de que mi dedo índice son tres huesos camuflados, para acto seguido decir: bueno, Gali, no pensemos más en que mi dedo índice son tres huesos, ¿no?, y vamos a la cama, que se hace tarde; sonaba mal, sobre todo porque con Galia, igual que con Alejandra, tenía que andar de puntillas: nuestra relación se había prolongado tanto que, a su modo, también era rutinaria, a pesar de que ella seguía llamándola «una locura»; curiosamente, Galia es viuda y libre y yo estoy casado y tengo dos hijos, pero ella sigue diciendo que lo nuestro es «una locura» y yo pienso cada vez más en una aburrida traición, un engaño cuya monótona supervivencia lo ha despojado incluso del interés perverso de todo engaño dejando solo los inconvenientes: jamás podría hablarle a Alejandra de Galia, ahora ya no, y jamás podría terminar con Galia, ahora ya no, cada relación se había instalado en su propia rutina y ya ni siquiera podía soñar con escaparme de ésta, porque se suponía que cada una servía precisamente para huir de la rutina de la otra: mi deber era cuidar de ambas, conocer a Galia y a Alejandra, saber qué les gustaba oír y qué no, lo cual, naturalmente, era difícil, y por eso mi propia rutina consistía en callarme frente a las dos; pero en momentos así callarme también era un esfuerzo, porque si me notaba incluso la división entre los huesos, si podía imaginármelos al tacto, sentirlos allí como un dolor o una comezón repentina, ¿cómo podía evitar pensar en eso?; y ni siquiera era mi dedo lo que me molestaba, ya dije, sino mi error al no darme cuenta hasta ahora: esa ceguera era lo que jodía un poco, perdonando la expresión; porque hubiera sido como si me creyera que el arlequín de la fiesta de disfraces no esconde a nadie debajo, cuando es bien cierto que ese alguien bajo el arlequín es quien le otorga forma a este último, que no podría existir sin el primero: sería tan solo puros leotardos a rombos blancos y negros, bicornio de cascabeles, zapatillas en punta y antifaz, pero no el arlequín, y de igual manera, ¿qué error me llevó a creer hasta esa misma tarde que mi dedo índice era un dedo?; si lo analizamos con frialdad, un dedo es un disfraz, ¿no?, una piel elegante que oculta el cuerpo de un hueso, o de tres huesos si nos atenemos a lo exacto, y a poco que lo meditemos, una vez llegados a este punto y pinchado en el hueso, valga la expresión, ya no se puede retroceder y razonar al revés: decir, por ejemplo, que el hueso es simplemente la parte interna de un dedo: sería como llegar a ver el alma: ¿acaso pensaríamos en el cuerpo con el mismo interés que antes?; pero mientras hablaba con Galia y la tranquilizaba estaba razonando lo siguiente: que este descubrimiento conlleva sus problemas, porque es un hallazgo delator, como atrapar a un miembro de la banda y lograr que revele la guarida de los demás: si mi dedo índice derecho, el dedo del timbre, lleva huesos ocultos, la conclusión más sencilla se extiende como un contagio a los otros cuatro de esa misma mano y, ¿por qué no?, a los cinco de la otra: tengo un total de diez huesos entre las dos manos, tirando por lo bajo, cinco huesos en cada una, y lo peor de todo es que se mueven: porque hay que pensar en esto para horrorizarse del todo: ¿alguna vez vieron moverse solos a diez huesos?, pues ocurre todos los días frente a ustedes, en el extremo final de los brazos: hagan esto, alcen una mano como hice yo aprovechando que Galia se acicalaba en el cuarto de baño (porque Galia se acicala antes y después de nuestro encuentro amoroso), alcen cualquiera de las dos manos frente a sus ojos y notarán el asco: cinco repugnantes huesos bajo una capa de pellejo (ni siquiera huesos limpios, por tanto, sino envueltos en carne) moviéndose como ustedes desean, cinco huesos pegados a ustedes, oigan, y tan usados: saber que nos rascamos con huesos, que cogemos la cuchara con huesos, que estrechamos los huesos de los demás en la calle, que acariciamos con huesos la piel de una mujer como Galia: saberlo es tan terrible pero no menos real que los propios huesos, saberlo es descubrirlo para siempre, y lo peor de todo fue lo que me afectó: no se trata de que no se me pusiera tiesa en toda la tarde, perdonando la intimidad, ya que esto me ocurría incluso cuando pensaba que los dedos eran dedos, no, lo peor fue el cuidado que puse: tanto que no parecía que estaba haciendo el amor sino operando algún diente delicado; y es que me invadió una notoria compasión por Galia, tan hermosota a sus cincuenta incluso, al pensar que sobaba sus opulencias, sus suavidades, con huesos fríos y duros de cadáver: mi culpa llegó incluso a hacerme balbucear incongruencias, desnudos ambos en la cama: ¿soy demasiado duro?, comencé por decirle, y ella susurró que no y me abrazó maternalmente, e insistir al rato, todo tembloroso: ¿no estoy siendo quizá algo tosco?, y ella: no, cariño, sigue, sigue, pero yo la tocaba con la delicadeza con que se cierran los ojos de un muerto, porque ¿cómo olvidar que eran huesos lo que deslizaba por sus muslos?, aún más: ¿cómo es que ella no lo sabía?, ¿acaso no se percataba de que las caricias que más le gustaban, aquellas en que mis dedos se cerraban sobre su carne, eran debidas a los huesos?: sin ellos, tanto daría que la magreara con un plumero: ¿cómo podría estrujar sus pechos sin los huesos?, ¿cómo apretaría sus nalgas sin los huesos?, ¿cómo la haría venirse, en fin, sin frotar un hueso contra su cosa, perdonando la vulgaridad?: sin los huesos, mis dedos valdrían tanto como mi pilila, perdonando la obscenidad, o sea, nada: ¿cómo es que ella no se horrorizaba de saber que nuestros retozos, que tanto le agradaban, eran puro intercambio de huesos muertos?, porque incluso sus propias manos, y mis brazos, y los suyos, Dios mío, ¿no eran largos y recios huesos articulados que se deslizaban por nuestros cuerpos, nos envolvían, apretaban nuestra carne, nos abrazaban?, ¿acaso era posible no sentir el grosero tacto de los húmeros, la chirriante estrechez del cúbito y el radio, los bolondros del codo y la muñeca?; sumido en esa obsesión me hallaba cuando dije, sin querer: ¿no estoy siendo muy afilado para ti?, y ella dijo: ¿qué?, y supe que la frase era absurda: «afilado»», ¿cómo podía alguien ser «afilado» para otro?, y casi al mismo tiempo me percaté de que era la pregunta correcta, la más cortés, la más cierta: porque con toda seguridad había huesos y huesos, unos afilados y otros romos, unos muy bastos y ásperos corno rocas lunares y otros pulidos quizá como jaspes: incluso era posible que el tacto del mismo hueso dependiera del ángulo en que se colocaba con respecto a la piel, porque un hueso es un poliedro, casi un diamante, y hay que imaginarse sobando a la querida con diez durísimos y helados cuarzos para comprender mi situación, pensar en la carilla adecuada que usaremos para deslizarlos por la piel, el borde más inofensivo, no sea que nuestros apretujones se conviertan en el corte del filo de un papel, en la erizante cosquilla de una navaja de barbero; y entre ésas y otras se nos pasó el tiempo y terminamos como siempre pero peor, resoplando ambos bocarriba como dos boyas en el mar, mirando al techo, con esa satisfacción pacífica que solo otorga la insatisfacción perenne: cuánto tiempo hace que tú y yo no disfrutamos, Galia, pienso entonces, que vamos llevando esto adelante por no aguardar la muerte con las manos vacías, tiempo repetido que nunca se recobra porque nunca se pierde, días monótonos, el trasiego de la rutina incluso en la excepción: porque, Galia, hemos hecho un matrimonio de nuestra hermosa amistad, eso es lo que pienso, pero hubiéramos podido ser felices si todo esto conservara algún sentido, si existiera alguna otra razón que no fuera la inercia para mantenerlo; oía su respiración jadeante de cincuenta años junto a mí y trataba de imaginarme que estaba pensando lo mismo: ese silencio, Galia, que nunca llenamos, la distancia de nuestra proximidad, por qué tener que imaginarlo todo sin las palabras, qué piensas de mí, qué piensas de ti misma, por qué hablar de lo intrascendente, y va y me indaga ella entonces: ¿qué tal el trabajo?, porque cree que el exceso de dedicación me está afectando, y yo le digo que bien, y ella, apoyada en uno de sus codos e inclinada sobre mí, los pechos como almohadas blandas, vuelve a la carga con Alejandra: pero te ocurre algo, Héctor, dice, desde que has entrado hoy por la puerta te noto cambiado, ¿no será que Alejandra sospecha algo y no me lo quieres decir?, y le he contestado otra vez que no, y a veces me interrogo: ¿por qué todo esto?, ¿por qué lo mismo de lo mismo, este vaivén inacabable?, ¿qué pasaría si un día hablara y confesara?, ¿qué pasaría si por fin me decidiera a hablar delante de Alejandra, pero también delante de Galia y de mí mismo?, decir: basta de secretos, de engaños, de misterios: ¿qué sentido le encontráis a todo?, ¿por qué oficiar siempre el mismo ritual de lo cotidiano?, y para cambiar de tema le comento que Ameli está atravesando ahora la crisis de la adolescencia y discute frecuentemente conmigo y que Héctor Luis ha decidido que no será dentista sino aviador; a Galia le gusta saber lo que ocurre con mis hijos, ese tema siempre la distrae, incluso me ofrece consejos sobre cómo educarlos mejor, y yo creo que goza más de su maternidad imaginaria que Alejandra de la real; en todo caso, es un buen tema para cambiar de tema, y pasamos un largo rato charlando sin interés y pienso que es curioso que venga a casa de Galia para hablar de lo que apenas importa, ya que eso es prácticamente lo único que hago con Alejandra; en los instantes de silencio previos a mi partida seguimos mirando el techo, o bien ella me acaricia, zalamera, incluso pesada, y me dice algo: esa tarde, por ejemplo: me gusta tu pecho velludo, así lo dice, «velludo», y no sé por qué pero de repente me parece repugnante recibir un piropo como ése, aunque no se lo comento, claro, y ella, insistente, juega con el vello de mi pecho y sonríe; Galia es una orquídea salvaje, pienso, y a saber por qué se me ocurre esa pijada de comparación, pero es tan cierta como que Dios está en los cielos aunque nunca le vemos: Galia es una orquídea salvaje en olor, tacto, sabor, vista y sonido, y me encuentro de repente pensando en ella como orquídea cuando la oigo decir: ¿por qué me preguntaste antes si eras «afilado»?, ¿eso fue lo que dijiste?, y me pilla en bragas, perdonando la expresión, porque al pronto no sé a lo que se refiere, y cuando caigo en la cuenta, y para no traicionarme, le respondo que quería saber si le estaba haciendo daño en el cuello con mis dientes, y ella va y se echa a reír y dice: ¡vampirillo, vampirillo!, y vuelve a acariciarme, y como un tema trae otro, lo de los dientes le recuerda que necesita hacerse otro empaste, porque hace dos días, comiendo empanada gallega, notó que se le desprendía un pedacito de la muela arreglada, así que pasará por mi consulta sin avisarme cualquier día de éstos, y de esa forma nos veremos antes del jueves, dice, y su sonrisa parece dar a entender que está recordando el día en que nos conocimos, porque las mujeres son aficionadas a los aniversarios, ella tendida en el sillón articulado, la boca abierta, y yo con mi bata blanca y los instrumentos plateados del oficio, y como para confirmar mis sospechas me acaricia de nuevo el pecho «velludo» y dice: me gustaste desde aquel primer día, Héctor, me hiciste daño pero me gustaste, y claro está que nos reímos brevemente y yo le digo que nunca he comprendido por qué se enamoró de mí en la consulta, qué clase de erotismo desprendería mi aspecto, bajito, calvo y bigotudo, amortajado en mi bata blanca, entre el olor a alcohol, benzol, formol y otros volátiles, provisto de garfios, tenacillas, tubos de goma, lancetas y ganchos, porque no es que mi oficio me disgustara, claro que no, pero no dejaba de reconocer que la consulta de un dentista de pago es cualquier cosa menos un balcón a la luz de la luna frente a un jardín repleto de tulipanes, eso le digo y ella se ríe, y por último el silencio regresa otra vez, inexorable, porque es un enemigo que gana siempre la última batalla; llega la hora de irme, esa tarde más temprano porque mi suegro viene a cenar a casa, y cuando voy a levantarme la oigo decir, como de forma casual: ¿qué haces frotándote los dedos sin parar, Héctor?, ¿te pican?, eso dice, y descubro que, en efecto, he estado todo el rato dale que dale moviendo los dedos de la mano derecha como si repitiera una y otra vez el gesto con el que indicamos «dinero» o nos desprendemos de alguna mucosidad, perdonando la vulgaridad, que es casi el mismo que el que utilizamos para indicar «dinero», y enrojezco como un niño de colegio de curas pillado en una mentira y quedo sin saber qué decirle, hasta que por fin me decido y opto por revelarle mi hallazgo: nada, digo, ¿es que nunca te has tocado el hueso que tenemos bajo los dedos?, y lo pregunto con un tono prefabricado de sorpresa, como si lo increíble no fuera que yo me los frotase sino que ella no lo hiciera: qué dices, me mira sin entender, y me encojo de hombros y le explico: es que resulta curioso, ¿no?, quiero decir que si te tocas los dedos notas durezas debajo, ¿verdad?, y esas durezas son el hueso, ¿no te parece curioso, Gali?, toca, toca mis dedos: ¿no lo palpas bajo la piel, la grasa y los tendones?, es un hueso cualquiera, como los que César puede roer todos los días, le digo, y ella retira la mano con asco: qué cosas tienes, Héctor, dice, es repugnante, dice, y yo le doy la razón: en efecto, es repugnante pero está ahí, son huesos, Gali, mondos y lirondos, blancos, fríos y duros huesos sin vida: sin vida no, dice ella, pero replico: sin vida, Gali, porque nadie puede vivir con los huesos fuera, los huesos son muerte, por eso nos morimos y sobresalen, emergen y persisten para siempre, pero se ocultan mientras estamos vivos, es curioso, ¿no?, quiero decir que es curioso que seamos incapaces de vivir sin los huesos de nuestra propia muerte, pero más aún: que los llevemos dentro como tumbas, que seamos ellos ocultos por la piel, que seamos el disfraz del esqueleto, ¿no, Gali?, y ella: ¿te pasa algo, Héctor?, y yo: no, ¿por qué?, y ella: es que hablas de algo tan extraño, y yo le digo que es posible y me callo y pienso que quién me manda contarle mi descubrimiento a Galia, sonrío para tranquilizarla y me levanto de la cama, no sin antes cubrirme convenientemente con la sábana, ya que siempre me ha parecido, a propósito del tema, que la desnudez tiene su hora y lugar, como la muerte, y recojo la ropa doblada sobre la silla, me visto en el cuarto de baño y para cuando salgo Galia me espera ya de pie, en bata estampada por cuya abertura despuntan orondos los pechos y destaca el abultado pubis, me da un besazo enorme y húmedo y me envuelve con su cariño y bondad maternales: te quiero, Héctor, dice, y yo a ti, respondo, y no te preocupes, dice, porque otro día nos saldrá mejor, y me recuerda aquel jueves de la primavera pasada, o quizá de la anterior, en que fuimos capaces de hacerlo dos veces seguidas y en que ella me bautizó con el apodo de «hombre lobo»: teniendo en cuenta que hoy he sido «vampirillo», más intelectual pero menos bestia, quién duda de que me convertiré cualquier futuro jueves en «momia» y terminará así este ciclo de avatares terroríficos que comenzó con un «frankenstein» entre luces blancas, olor a fármacos y cuchillas plateadas, pero esto lo digo en broma, porque bien sé que lo nuestro nunca terminará, ya que, a pesar de todo —incluso de mi escasa fogosidad—, es «una locura», o no, porque hay ritual: el rito de decirle adiós a César, ladrando en el patio encadenado a una tubería oxidada, el beso final de Galia, y otra vez en la calle, ya de noche, frotándome los dedos dentro de los bolsillos del abrigo mientras camino, porque vivo cerca de la casa de Galia y tengo mi trabajo cerca de donde vivo, así que me puedo permitir ir caminando de un sitio a otro, todo a mano en mi vida salvo los instantes de vacaciones en que nos vamos al apartamento de la costa, y, sin embargo, debido a la repetición de los veranos, también a mano el apartamento, y la costa, y todo el universo, pienso, tan próximo todo como mis propias manos, y, sin embargo, a veces tan sorprendentemente extraño como ellas: porque de improviso surge lo oculto, los huesos que yacen debajo, ¿no?, pienso eso y froto mis dedos dentro de los bolsillos del abrigo; y ya en casa, comprobar que mi suegro había llegado ya y excusarme frente a él y Alejandra con tonos de voz similares, aunque ambos creen que los jueves me quedo hasta tarde en la consulta «haciendo inventario», que es la excusa que doy, así me cuesta menos trabajo la mentira, ya que me parece que «hacer inventario» es suministrarle a Alejandra la pista de que mi demora es una invención, una alocada fantasía de mi adolescencia póstuma, hasta tal extremo de juego y cansancio me ha llevado el silencio de estos últimos años; además, sospecho que el viejo escoge los jueves para disponer de un rato a solas con Alejandra mientras yo estoy ausente, lo cual, hasta cierto punto, me parece una compensación, Alejandra tiene a su padre y yo tengo a Galia, y sospecho que desde hace meses ambas parejas pasamos el tiempo de manera similar: hablando de tonterías y fumando; el padre de Alejandra, rebasados los ochenta, tiene una cabeza tan perfecta y despejada que te hace desear verlo un poco confuso de vez en cuando, que Dios me perdone, porque además ha sido librero, propietario de una antigua tienda ya traspasada en la calle Tudescos, hombre instruido y amante de la letra impresa, particularmente de los periódicos, y con un genio detestable muy acorde con su inútil sabiduría y su fisonomía encorvada y su luenga barbilla lampiña; Alejandra, que ha heredado del viejo el gusto por la lectura fácil y la barbilla, además de cierta distracción del ojo izquierdo que apenas llega a ser bizquera, se enzarza con él en discusiones bienintencionadas en las que siempre terminan ambos de acuerdo y en contra de mí, aunque yo no haya intervenido siquiera, ya que al viejo nunca le gustó nuestro matrimonio, y no porque hubiera creído que yo era una mala oportunidad, sino por «principios», porque el viejo es de los que odian a priori, y yo nunca sería él, nunca compartiría todas sus opiniones, nunca aceptaría todos sus consejos y, particularmente, jamás permitiría que Alejandra regresara a su área de influencia (vacía ya, porque su otro hijo se emancipó hace tiempo y tiene librería propia en otra provincia); además, mi profesión era casi una ofensa al buen gusto de los «intelectuales discretos» a los que él representa, porque está claro que los dentistas solo sabemos provocar dolor, somos terriblemente groseros, apenas se puede hablar con nosotros a diferencia de lo que ocurre con el peluquero o el callista (debido a que no se puede hablar mientras alguien te hurga en las muelas), y, por último, ni siquiera poseemos la categoría social de los cirujanos: el hecho de que yo ganara más que suficiente como para mantener confortables a Alejandra y a mis dos hijos, poseer consulta privada, secretaria y servicio doméstico, no excusaba la vulgaridad de mi trabajo, pero lo cierto es que nunca me había confiado de manera directa ninguna de estas razones: frente a mí siempre pasaba en silencio y con fingido respeto, como frente a la estatua del dictador, pero se agazapaba aguardando el momento de mi error, el instante apropiado para señalar algo en lo que me equivoqué por no hacerle caso, aunque, por supuesto, nunca de manera obvia ni durante el período inmediatamente posterior a mi pequeño fracaso, porque no era tanto un cazador legal como furtivo y rondaba en secreto a mi alrededor esperando el instante apropiado para que su odio, dirigido hacia mí con fina puntería, apenas sonara, y entonces hablaba con una sutileza que él mismo detestaba que empleasen con él, ya que había que ser «franco, directo, como los hombres de antes», pero yo, lejos de aborrecerle, le compadecía (y fingía aborrecerle precisamente porque le compadecía): me preguntaba por qué tanto silencio, por qué llevarse todas sus maldiciones a la tumba, cuál es la ventaja de aguantar, de reprimir la emoción día tras día o enfocarla hacia el sitio incorrecto; pero lo más insoportable del viejo era su fingida indiferencia, esa charla intrascendente durante las cenas, ese acuerdo tácito para no molestar ni ser molestado, tan bien vestido siempre con su chaqueta oscura y su corbata negra de nudo muy fino: un día te morirás trabajando, me dice cuando me excuso por la tardanza, y no te habrá servido de nada: este gobierno nunca nos devuelve el tiempo perdido ese del señor Joyce, añade (su costumbre de citar autores que nunca ha leído solo es superada por la de citarlos mal), que diga, Proust, se corrige, a mí siempre los escritores franceses me han dado por atrás, con perdón, dice, y por eso me equivoco, y Alejandra se lo reprocha: papá, dice; mientras finjo que escucho al viejo, contemplo a Alejandra ir y venir instruyendo a la criada para la cena y llego a la conclusión de que mi mujer es como la casa en la que vivimos: demasiado grande, pero a la vez muy estrecha, adornada inútilmente para ocultar los años que tiene y llena de recuerdos que te impiden abandonarla; Alejandra tiene amigas que la visitan y le dan la enhorabuena cuando Ameli o Héctor Luis consiguen un sobresaliente; a diferencia de Galia, Alejandra es fría, distinguida e intelectual a su modo, y vive como tantas otras personas: pensando que no está bien vivir como a uno realmente le gustaría, porque Alejandra cree que el matrimonio termina unos meses después de la boda y ya solo persiste el temor a separarse; su religión es semejante: hace tiempo que dejó de creer en la felicidad eterna y ahora tan solo teme la tristeza inmediata; sin embargo, invita a almorzar con frecuencia al párroco de la iglesia y acude a ésta con una elegancia no llamativa, lo que considera una característica importante de su cultura, pues en la iglesia se arrodilla, reza y se confiesa y murmura por lo bajo cosas que parecen palabras importantes; a veces he pensado en la siguiente blasfemia: si a Dios le diera por no existir, ¡cuántos secretos desperdiciados que pudimos habernos dicho!, ¡qué opiniones sobre ambos hemos entregado a otros hombres!, pero lo terrible es que tanto da que Dios exista: dudo que al final me entere de todo lo que comentas sobre mí y sobre nuestro matrimonio en la iglesia, Alejandra, eso pienso; qué va: por paradójico que resulte, la iglesia es el lugar donde la gente como nosotros habla más y mejor, pero todo se disuelve en murmullos y silencio y oraciones, y la verdad se pierde irremediablemente: quizá la clave resida en arrodillarnos frente al otro siempre que tengamos necesidad de hablar, o en hacerlo en voz baja y muy rápido, sin pensar, cómo si rezáramos un rosario; y meditando esto oigo que el viejo me dice: ¿te pasa algo en los dedos, Héctor?, con esa malicia oculta de atraparme en otro error: y es que ahora compruebo que desde que he llegado no he dejado en ningún momento de palparme los extremos de las falanges, los rebordes óseos, el final de los metacarpos; ¿qué opinaría el viejo si le confiara mi hallazgo?, pienso y sonrío al imaginar las posibles reacciones: nada, le digo, y muevo los huesos ante sus ojos y cambio de tema; ni Ameli ni Héctor Luis están en casa cuando llego, e imagino que es la forma filial que poseen de «hacer inventario» por su cuenta, lo cual no me parece ni malo ni bueno en sí mismo, y nos sentamos a la mesa casi enseguida y Alejandra sirve de la fuente de plata con el cucharón de plata las albóndigas de los jueves, y nos ponemos a escuchar la conversación del viejo con el debido respeto, como quien oye una interminable bendición de los alimentos, interrumpido a ratos por las breves acotaciones de Alejandra, solo que esa noche el tema elegido se me hace extraño, alegórico casi, y además empiezo a sentirme incómodo nada más comenzar a comer, porque los brazos, que apoyo en el borde de la mesa, me han desvelado con todo su peso la presencia de los huesos, del cúbito y el radio que guardan dentro, y los codos se me figuran una zona tan inadecuada y brutal para esa respetuosa reunión como colocar quijadas de asno sobre la mesa mientras el viejo habla, y en su discurso de esa noche repite una y otra vez la palabra «corrupción»: ¿habéis visto qué corrupción?, dice, ¿os dais cuenta de la corrupción de este gobierno?, ¿acaso no se pone de manifiesto la corrupción del sistema?, ¿no son unos corruptos todos los políticos?, ¿no oléis a corrupción por todas partes?, ¿no se ha descubierto por fin toda la corrupción?, y mientras le escucho, intento no hacer ruido con mis brazos, porque de repente me parece que la madera de la mesa al chocar contra el hueso produce un sonido como el de un muerto arañando el ataúd y no me parece correcto escuchar la opinión del viejo con tal ruido de fondo, pero como tengo que comer, cojo tenedor y cuchillo y divido una albóndiga en dos partes y me llevo una a los labios intentando no mirar hacia los huesos que sostienen el tenedor, porque no es agradable la paradoja de verme alimentado por un esqueleto, aunque sea el mío, pero mientras mastico con los ojos cerrados oyendo al viejo hablar de la «corrupción» mi lengua detecta una esquirla, un pedacito de algo dentro de la albóndiga, y, tras quejarme a Alejandra con suavidad, recibo esta respuesta: será un huesecillo de algo, es que son de pollo, Héctor, y es quitarme con mis huesos índice y pulgar el huesecillo y dejarlo sobre el plato, e írseme la mente tras esta idea inevitable: que dentro de todo lo blando necesariamente existe lo que queda, el hueso, el armazón, la dureza, el hallazgo, aquello oculto que es blanco y eterno, lo que permanece en el cedazo, la piedra, lo que «nadie quiere»; es imposible huir de «eso que queda», porque está dentro, así que escondo los brazos bajo la mesa, incluso me tienta la idea de comer como César, acercando el hocico al plato, pero ¿acaso no es inútil todo intento de disimulo frente al apocalíptico trajín de la cena?, porque lo que percibo en ese instante es algo muy parecido a una hogareña resurrección de los muertos: incluso con el apropiado evangelista —mi suegro—, gritando «corrupción»: Alejandra coge el pan con sus huesos y lo hace crujir y lo parte, el viejo apoya los huesos en el mantel y los hace sonar con ritmo, Alejandra coge el cucharón con sus huesos y sirve más albóndigas repletas de huesecillos de pollo muerto, el viejo va y se limpia los huesos sucios de carne ajena con la servilleta, Alejandra señala con su hueso la cesta del pan y yo se la alcanzo extendiendo mis huesos y ella la coge con los suyos, hay un cruce de húmeros, cúbitos y radios, de carpos y metacarpianos, de falanges, y nos pasamos de unos a otros, de hueso a hueso, la vinagrera, el aceite, la sal, el vino y la gaseosa, y llegan Ameli y Héctor Luis, una del cine y el otro de estudiar, y saludan, y Ameli desliza sus frágiles huesos de quince años por mi cabeza calva, envuelve con sus breves húmeros mi cuello, me besa en la mejilla: ¿dónde has estado hasta estas horas?, le pregunto, y ella: en el cine, ya te lo he dicho, y yo: pero ¿tan tarde?; sí, dice, habla sin mirar sus manos gélidas, los huesos de sus manos muertas, sus brazos como pinzas blancas; sí, papá, la película terminó muy tarde; y de repente, mientras la contemplo sentándose a la mesa, su cabello oscuro y lacio, los ojos muy grandes, el jersey azul celeste tenso por la presencia de los huesos, he sentido miedo por ella, he querido cogerla, atraparla y bogar juntos por ese fluir desconocido e incesante hacia la oscuridad final: creo que deberías volver más temprano a casa a partir de ahora, Ameli, le digo, y ella: ¿por qué?, con sus ojos brillando de disgusto, y yo, mis brazos escondidos, ocultos, sin revelarlos: creo que las calles no son seguras, y el viejo me interrumpe: hoy ya nada es seguro, Héctor, dice y sigue comiendo, Alejandra sirve albóndigas y Héctor Luis se queja de que son muchas, y Ameli: ¡pero ya tengo quince años, papá!, y yo: es igual, y entonces Alejandra: no seas muy duro con la niña, Héctor, dice, le dimos permiso para que volviera hoy a esta hora, pero ella sabe que solamente hoy; guardo silencio: en realidad, todo se sumerge en el silencio salvo el entrechocar de los huesos; Ameli y Héctor Luis son tan distintos, pienso, pero en algo se parecen, y es que ambos se nos van; no los he visto crecer, los he visto irse: pero ni siquiera eso, pienso ahora, porque jamás he podido saber si alguna vez estuvieron por completo; Ameli tiene novio, pero es un secreto; sabemos que Héctor Luis ha salido con varias chicas, pero lo que piensa de ellas es secreto; ambos se han hecho planes para el futuro, tienen deseos, ganas de hacer cosas, pero todo es secreto: quizá lo comentan en los «pubs» a falta de una buena iglesia en la que poder hablar como nosotros, tan a gusto, pero en casa adoptan los dos mandamientos trascendentales de la familia: nunca hablarás de nada importante y ama el enigma como a ti mismo, ¡y si hubiera solo silencio!, pero es la charla insignificante lo que molesta, y ahora esos ruidos detrás: el golpe, el crujir de nuestros huesos; siento algo muy parecido a la pena, pero una pena casi biológica, como una mota en el ojo o el aroma inevitable de la cebolla cruda, y me disculpo para ir al baño y llorar a gusto por algo que no entiendo, y más tarde, en la cama, con Alejandra a mi lado leyendo complacida un librito de romances, me da por preguntarle: ¿soy demasiado duro contigo? mientras me observo los huesos tranquilos sobre la colcha: mis manos muertas y peladas, los cúbitos y radios en aspa, los húmeros convergiendo, y ella deja un instante el libro que sostiene con sus huesos, me mira sorprendida y dice: no, Héctor, no, ¿por qué preguntas eso?, y yo, insistente: ¿he sido duro contigo alguna vez?, y ella: nunca, y yo: ¿quizá soy demasiado tosco?, y ella: Héctor, ¿qué te pasa?, y yo: demasiado rudo quizá, ¿no?, y ella: no seas bobo, ¿lo dices porque hoy no hablaste apenas durante la cena?, ya sé que papá no te cae bien, me da un beso y añade: procura descansar, el trabajo te agota, y la veo extender las falanges blancas y articuladas de sus dedos, apagar la lamparilla de pantalla rosa y sumir la habitación en una oscuridad donde la luz de la luna, filtrada, hace brillar las superficies ásperas de nuestros huesos; después, en el sueño, he presenciado un teatro de sombras donde mis manos y brazos se movían, desplazándome, porque eran lo único, ya que la vida se había invertido como un negativo de foto y ahora solo importaba lo oculto, el secreto descubierto: los huesos de mis manos se extendían con un sonido semejante a los resortes de madera de ciertos juguetes antiguos, emergiendo del telón negro que los rodeaba: son ellos solos, el mundo es ellos, brazos y manos colgantes que hacen y deshacen, crean y destruyen, no nacen ni mueren, simplemente cambian su posición, horizontal, vertical, en ángulo, hacia arriba o hacia abajo, brazos que se balancean al caminar y manos que agarran con sus huesos cosas invisibles; y a la mañana siguiente, tras toda una noche de sueños interrumpidos y vueltas en la cama, creo comprenderlo: mi revelación es una lepra que avanza incesante, porque suena el despertador con su timbre gangoso que tanto me recuerda a una trompeta de cobre, pongo los pies descalzos en las zapatillas y lo noto: la dureza bajo las plantas, la pelusa del forro de las zapatillas adherida a los huesos del tarso, el rompecabezas de huesos irregulares de mis pies, los extremos de la tibia y el peroné sobresaliendo por el borde del pijama, las rótulas marcando un óvalo bajo la tela extendida, y al erguirme, el crujido de los fémures: el descubrimiento no me hace ni más ni menos feliz que antes, ya que lo intuyo como una consecuencia, pero un estupor inmóvil de estatua persiste en mi interior; y al ducharme viene lo peor, porque entonces compruebo que los golpes de las gotas no me lavan sino que se limitan a disgregarme la suciedad por mis huesos: arrastran el barro de mis costillas goteantes, concentran la cal en mis pies, desprenden la tierra, permean las junturas, las grietas, los desperfectos, rajan los pequeños metacarpos como cáscaras de huevo, horadan mis clavículas y escápulas, pero no hoy ni ayer sino todos y cada uno de los días en un inexorable desgaste, siento que me disuelvo en agua y salgo con prisa no disimulada de la bañera y seco mi esqueleto goteante, deslizo la toalla por el cilindro de los huesos largos como si envolviera unos juncos, la arranco con torpeza de la trabazón de las vértebras, froto como cristales de ventana los huesos planos, pienso que debo conservarme seco para siempre porque de repente sé que soy un armazón de cincuenta años de edad que solo puede humedecerse con aceite, y es en ese instante, o quizá un poco después, cuando apoyo la maquinilla de afeitar contra mi rostro, que siento la invasión final de esa lepra y quedo tan inerme que apenas puedo apartar las cuchillas giratorias de mi mejilla: algo parecido a una horrísona dentera me paraliza, porque de repente noto como el restregar de un rastrillo contra una pizarra o el arañar baldosas con las patas metálicas de una silla, incluso imagino que pueden saltar chispas entre la maquinilla y el hueso de la mandíbula o el pómulo; me palpo con la otra mano la cabeza, siento las durezas del cráneo, el arco de las órbitas, el puente del maxilar, el ángulo de la quijada, y pienso: ¿por qué finjo que me afeito?, ¿acaso mi rostro no es un añadido, una capa, una máscara?; entra Alejandra en ese instante y casi me parece que gritará al ver a un desconocido, pero apenas me mira y se dirige al lavabo; yo me aparto, desenchufo la maquinilla y la guardo en su funda, y ella: ¿ya te has afeitado, Héctor?, y yo: sí, y salgo del baño con rapidez: ¡no podría acercar esa maquinilla a los huesos de mi calavera!; todo es tan obvio que lo inconcebible parece la ignorancia, pienso mientras me visto frente al espejo del dormitorio y abrocho la camisa blanca alrededor de las delgadas vértebras cervicales: llevar un cráneo dentro, una calavera sobre los hombros, besar con una calavera, pensar con una calavera, sonreír con una calavera, mirar a través de una calavera como a través de los ojos de buey de un barco fantasma, hablar por entre los dientes de una calavera: aquí está, tan simple que movería a risa si no fuera espantoso, y me afano en terminar el lazo de mi corbata con los huesos de mis dedos sonando como agujas de tricotar; Alejandra llega detrás, peinándose la melena amplia y negra que luce sobre su propia calavera, y el paso del cepillo descubre espacios blancos en el cuero cabelludo donde los pelos se entierran: parece inaudito saberlo ahora, contemplarlo ahora; entre los dientes sostiene dos ganchillos: el asco llega a tal extremo que tengo que apartar la vista: allí emerge el hueso, pienso, el subterfugio, el disfraz, tiene un defecto, como una carrera en la media que descubre el rectángulo de muslo blanco; allí, tras los labios, los dientes, los únicos huesos que asoman, y vivimos sonriendo y mostrándolos, y nos agrada enseñarlos y cuidarlos y mi profesión consiste precisamente en mantenerlos en buen estado, blancos y brillantes, limpios, pelados, lisos, desprovistos de carne, como tras el paso de aves carroñeras: esa hilera de pequeñas muertes, esa dureza tras lo blando; ¿acaso no es enorme el descuido?; de repente tengo deseos de decirle: Alejandra, estás enseñando tus huesos, oculta tus huesos, Alejandra, una mujer tan respetable como tú, una señora de rubor fácil, tan educada y limpia, con tu colección de novela rosa y tu familia y tu religión, ¿qué haces con los huesos al aire?, ¿no estás viendo que incluso muerdes cosas con tus huesos?, ¡Alejandra, por favor, que son tus huesos hundidos en el cráneo oculto, los huesos que quedarán cuando te pudras, mujer: no los enseñes!; esto va más allá de lo inmoral, pienso: es una especie de exhumación prematura, cada sonrisa es la profanación de una tumba, porque desenterramos nuestros huesos incluso antes de morir; deberíamos ir con los labios cerrados y una cruz encima de la boca, hablar como viejos desdentados, educar a los niños para que no mostraran los dientes al comer: un error, un gravísimo error en la estructura social comparable a caminar con las clavículas despellejadas, tener los omoplatos desnudos, descubrir el extremo basto del húmero al flexionar el codo, mostrar las suturas del cráneo al saludar cortésmente a una señora, enseñar las rótulas al arrodillarnos en la misa o las palas del coxal durante un baile o la superficie cortante del sacro durante el acto sexual: y sin embargo, ella y yo, con nuestros horribles dientes, la prueba visible de la existencia de los cráneos: absurdo, murmuro, y ella: ¿decías algo?, pero hablando entre dientes debido a los ganchillos, como si lo hiciera a través de apretadas filas de lápidas blancas, un soplo de aire muerto por entre las piedras de un cementerio, o peor: la voz a través de la tumba, las palabras pronunciadas en la fosa: no, nada, respondo, y ella, intrigada, se me acerca y arrastra sus falanges por mis vértebras: te noto distante desde ayer, Héctor, ¿te ocurre algo?, ¿es el trabajo?, y juro que estuve a punto de decirle: te la pego con una antigua paciente desde hace varios años, todos los jueves a la misma hora, pero no te preocupes porque una increíble revelación me ha hecho dejarlo, ya nunca más regresaré con Galia, no merece la pena (y por qué no decirlo, pienso, por qué reprimir el deseo y no decir la verdad, por qué no descargar la conciencia y vaciarme del todo); sin embargo, en vez de esa explicación catártica, le dije que sí, que era el exceso de trabajo, y me mostré torpe, callándome la inmensa sabiduría que poseía mientras notaba cómo descendían sus falanges por el edificio engarzado de mi columna, y ella dijo: pero hace mucho tiempo que no me sonríes, y pensé: ¡te equivocas!, somos una sonrisa eterna, ¿no lo ves?: nuestros dientes alcanzan hasta los extremos de la mandíbula y no podemos dejar de sonreír: sonreímos cuando gritamos, cuando lloramos, al pelear, al matar, al morir, al soñar: sonreímos siempre, Alejandra, quise decirle, y la sonrisa es muerte, ¿no lo ves?, quise decirle, nuestras calaveras sonríen siempre, así que la mayor sinceridad consiste en apartar los labios, elevar las comisuras y sonreír con la piel intentando imitar lo mejor posible nuestra sonrisa interior en un gesto que indica que estamos conformes, que aceptamos nuestro final: porque al sonreír descubrimos nuestros dientes, «enseñamos la calavera un poco más», no hay otro gesto humano que nos desvele tanto; la sonrisa, quise decirle, traiciona nuestra muerte, la delata; cada sonrisa es una profecía que se cumple siempre, Alejandra, así que vamos a sonreír, separemos los labios, mostremos los dientes, sonriamos para revelar las calaveras en nuestras caras, hagamos salir el armazón frío y secreto, draguemos el rostro con nuestra sonrisa y extraigamos el cráneo de la profundidad de nuestros hijos, de ti y de mí, del abuelo, de los amigos, de los parientes y del cura; pero no le dije nada de eso y me disculpé con frases inacabadas y ella enfrentó mis ojos y me abrazó y sentí los crujidos, la fricción, costilla contra costilla, golpes de cráneos, y supuse que ella también los había sentido: no seamos tan duros, le dije, y ella respondió, abrazándome aún: no, tú no eres duro, Héctor, y yo le dije: ambos somos duros, y tenía razón, porque se notaba en los ruidos del abrazo, en el telón de fondo de nuestro amor: un sonido semejante al que se produciría al echarnos la suerte con los palillos del I Ching sobre una mesa de mármol, o jugando al ajedrez con fichas de marfil, un trajín de palitos recios como un pimpón de piedra, el entrechocar aparentemente dulce de nuestros esqueletos como agitar perchas vacías; me aparté de ella y terminé de vestirme: quizá soy dura contigo, repitió ella, yo también soy duro, dije, y pensé: y Ameli y Héctor Luis, y todos entre sí y cada uno consigo mismo, ¡qué duros y afilados y cortantes y fríos y blancos y sonoros!; ¿te vas ya?, me dijo, sí, le dije, porque no deseaba desayunar en casa, en realidad no deseaba desayunar nunca más, pero sobre todo, sobre todas las cosas, no deseaba cruzarme con los esqueletos de mis hijos recién levantados, así que casi eché a correr, abrí la puerta y salí a la calle con el abrigo bajo el brazo, a la madrugada fría y oscura; ya he dicho que tengo la consulta cerca, lo cual siempre ha sido una ventaja, aunque no lo era esa mañana: quería trasladarme a ella solo con mi voluntad, sin perder siquiera el tiempo que tardara en desearlo; caminaba observando con mis cuencas vacías las casas que se abren, las figuras blancas que emergen de ellas como fantasmas en medio de la oscuridad, las primeras tiendas de alimentos llenas de huesos y cadáveres limpios de seres y cosas; caminaba y observaba con mis órbitas negras, lleno de un extraño y perseverante horror: ¿qué hacer después de la revelación?, ¿dónde, en qué lugar encontraría el reposo necesario?; porque ahora necesitaba envolverme, ahora, más que nunca, era preciso hallar la suavidad; mientras caminaba hacia la consulta lo pensaba: todos tenemos ansias de suavidad: guantes de borrego, abrigos de lana, bufandas, zapatos cómodos; sin embargo, el mundo son aristas, y todo suena a nuestro alrededor con crujidos de metal; qué pocas cosas delicadas, cuánta aspereza, cuánta jaula de púas, qué amenaza constante de quebrarnos como juncos, de partirnos, qué mundo de esqueletos por dentro y por fuera, móviles o quietos, invasión blanca o negra de huesos pelados, qué cementerio: toda obra es una ruina, toda cosa recién creada tiene aires de destrucción, y nosotros avanzamos por entre cruces, mármol, inscripciones, rejas y ángeles de piedra como espectros, y la niebla de la madrugada nos traspasa, huesos que van y vienen, esqueletos que se acercan y caminan junto a mí y me adelantan, apresurados, aquel que limpia los huesos en ese tramo de la calle, ese otro que espera en la parada, envuelto en su impermeable, huesos blancos por encima de los cuellos, la muerte dentro como una enfermedad que aparece desde que somos concebidos, ¿no hay solución?; y sorprender entonces a un hombre, una figura, no como yo, no como los demás, que se detiene frente a mí y me habla: ¿tiene fuego?, dice, un individuo desaliñado de espesa melena y barba, rostro pequeño, casi escondido, chaqueta sucia y manos sucias que se tambalea de un lado a otro como si el mero hecho de estar de pie fuera un tremendo esfuerzo para él; le ofrezco fuego y se cubre con las manos para encender un cigarrillo medio consumido, entonces dice: gracias, y se aleja; me detengo para observarle: camina con cierta vacilación hasta llegar a la esquina, después se vuelve de cara a la pared, una figura sin rasgos, y distingo la creciente humedad oscura a sus pies, detenerme un instante para contemplarle, volverse él y alejarse con un encogimiento de hombros y una frase brutal; un borracho orinando, pienso, pero al mismo tiempo deduzco: se ha reconstruido, ha verificado su interior, ha exhumado cosas que le pertenecen y le llenan por dentro: líquidos que alguna vez formaron parte de él; eso es un proceso de autoafirmación, pienso: él es algo que yo no soy o que he dejado de ser, ha logrado obtener lo que yo pierdo poco a poco: integridad, quizá porque no tiene que callar, porque es libre para decir lo que le gusta y lo que no, pienso y golpeo con los huesos del pie el cadáver de una vieja lata en la acera, o porque ha aceptado la vida tal cual es, o quizá porque tiene hambre y sed, y necesidad de fumar, dormir y orinar en una esquina, quizá porque siente necesidades en su interior, dentro de esa intimidad de las costillas que en mí mismo forma un espacio negro: sus necesidades le llenan, y yo, satisfecho, camino vacío: eso pensé; era preciso, pues, reformarse, volver a la vida a partir de los huesos, resucitar, aunque es cierto que en algún sitio dentro de mí existían vestigios, cosas que se movían bajo las costillas o en el espacio entre éstas y el hueso púbico, pero era necesario comprobarlo; todo aturdido por el ansia, entré en uno de los bares que estaban abiertos a esas horas y me dirigí apresurado al cuarto de baño, respondiendo con un gesto al hombre que atendía la barra y que me dijo buenos días; ya en el urinario, muy nervioso, busqué mi pija semihundida, perdonando la frase, la extraje y me esforcé un instante: tras un cierto lapso, comprobé la aparición brusca del fino chorro amarillo y sentí una distensión lenta en mi pubis que califiqué como el hallazgo de la vejiga: al fin me sirves de algo, pensé mientras me sacudía la pilila, perdonando la bajeza; así, convertido en pura vejiga, salí a la calle de nuevo y respiré hondo: noté bolsas gemelas a ambos lados del esternón, sacos que se ampliaban con el aire frío de la mañana, y descubrí mis pulmones; en un estado de alborozo difícilmente descriptible me tomé el pulso y sentí, con la alegría de tocar el pecho de un pájaro recién nacido, el golpeteo suave de la arteria contra mi dedo, su pequeño pero nítido calor de hogar, y supe que guardaba sangre y que mi corazón había emergido; caminando hacia la consulta completé mi resurrección, la encarnación lenta de mi esqueleto; así pues, yo era pulmones y vejiga, yo era intestino, tripas, estómago, yo era músculos del pene, tendones, sangre, hígado, vesícula, bazo y páncreas, yo era glándulas y linfa, todo suave, todo lleno, ocupando intersticios como si vertieran sobre mí unas sobras de hombre: yo era, por fin, globos oculares líquidos, yo era lengua y labios, yo era el abrir lento de los párpados, la creación del paladar, la suave nariz horadada, la humedad limpia de la saliva, la lágrima tibia y el sudor de los poros; yo era sobre todo mi propio cerebro, las revueltas grises de los nervios, la masa de ideas invisibles, la voluntad, el deseo, el pensamiento; llegué a la consulta recién creado, aún sin piel pero ya formado y funcionando, atravesé el oscuro umbral con la placa dorada donde se leía «Héctor Galbo, odontólogo», preferí las escaleras y abrí la puerta con la delicadeza muscular de un relojero, con la exactitud de un ladrón o un pianista; Laura, mi secretaria, ya estaba esperándome, y el vestíbulo aparecía iluminado así como la marina enmarcada en la pared opuesta, y me dejé invadir por el olor a cedro de los muebles, la suavidad de la moqueta bajo los pies, y cuando mis globos oculares se movieron hacia Laura pude parpadear evidenciando mi perfección; entonces, la prueba de fuego: me incliné para saludarla con un beso y percibí la suavidad de mi mejilla, los delicados embriones de mis labios, y supe que por fin la piel había aparecido: cabello, pestañas, cejas, uñas, el florecer de mi bigote negro; besarla fue como besarme a mí mismo: buenos días, doctor Galbo, me dijo, noté las cosquillas de mi camisa sobre mi pecho velludo, muy velludo, buenos días, dije, buenos días, Laura, y percibí mi laringe en el foso oculto entre la cabeza y el pecho, sentí el aire atravesando sus infinitos tubos de órgano: buenos días, repetí despacio saludando a todo mi cuerpo reflejado en el espejo del vestíbulo, mi cuerpo con piel y sentimientos, mi cuerpo vestido, bajito, mi cabeza calva y mi rostro bigotudo: buenos días, doctor Galbo, hoy viene usted contento, dice Laura, sí, le dije, vengo aliviado, quise añadir, he orinado en un bar y he descubierto por fin que tengo vejiga, y a partir de ahí todo lo demás, pero en vez de decirle esto pregunté: ¿hay pacientes ya?, y ella: todavía no, y yo: ¿cuántos tengo citados?, y ella: cinco para la mañana, la primera es Francisca, ah sí, Francisca, dije, sí: sus prótesis darán un poco la lata, y me deleito: oh mi memoria perfecta, mis sentidos vivos, mis movimientos coordinados, sí, sí, Francisca, muy bien, y mi imaginación: porque de repente me vi avanzando hacia mi despacho con los músculos poderosos de un tigre, todo mi cuerpo a franjas negras, mis fauces abiertas, los bigotes vibrantes, los ojos de esmeralda, y mi sexo, por fin, mi sexo: porque Laura, con la mitad de años que yo, me parecía una presa fácil para mis instintos, una captura que podía intentarse, la gacela desnuda en la sabana; ya era yo del todo, incluso con mis pensamientos malignos, incluso con mi crueldad, por fin: avíseme cuando llegue, le dije, y entré en mi despacho, me quité el abrigo y la chaqueta, me vestí con la bata blanca, inmaculada, mi bata y mi reloj a prueba de agua y de golpes, y mi anillo de matrimonio, y los periódicos que Laura me compra y deposita en la mesa, y mi ordenador y mis libros, y mis cuadros anatómicos: secciones de la boca, dientes abiertos, mitades de cabezas, nervios, lenguas, ojos, mejor será no mirarlos, pienso, porque son hombres incompletos, yo ya estoy hecho, pienso, envuelto al fin de nuevo en mi funda limpia, recién estrenado; por fin pensar: saber que he regresado al origen, me he recobrado, he impedido mi disolución guardándome en un cuerpo recién hecho; no recuerdo cuánto tiempo estuve sentado frente al escritorio saboreando mi triunfo, pero sé que la segunda y más terrible revelación llegó después, con el primer paciente, y que a partir de entonces ya no he podido ser el mismo, peor aún, porque me he preguntado después si he sido yo mismo alguna vez, si mi integridad fue algo más que una simple ilusión: y fue cuando sonó el timbre de la puerta, el siguiente timbre, el nuevo timbre que me despertó de la última ensoñación (como el de casa de Galia, o el del despertador con sonido de trompeta de cobre, ahora el de la consulta, pensé, y no pude encontrarles relación alguna entre sí, salvo que parecían avisos repentinos, llamadas, notas eléctricas que presagiaban algo), y Laura anunció a la señora Francisca, una mujer mayor y adinerada, como Galia, como Alejandra, con las piernas flebíticas y el rostro rojizo bajo un peinado constante, que entró con lentitud en la consulta hablando de algo que no recuerdo porque me encontraba aún absorto en el éxito de mi creación: fue verla entrar y pensar que iría a casa de Galia cuando la consulta terminara y le diría que todo seguía igual, que era posible continuar, que nada nos estorbaba, y después llegaría a mi casa y le diría a Alejandra que la quería, que nunca más sería duro con ella ni con Ameli, eso me propuse, y saludé a la señora Francisca con una sonrisa amable, y la hice sentarse en el sillón articulado, la eché hacia atrás con los pedales, la enfrenté al brillo de los focos y le pedí que abriera la boca, porque eso es lo primero que le pido a mis pacientes incluso antes de oír sus quejas por completo: como estoy acostumbrado a que esta instrucción se realice a medias, me incliné sobre ella y abrí mi propia boca para demostrarle cómo la quería: así, abra bien la boca, le dije, ah, ah, ah, y es curioso lo cerca que siempre estamos de la inocencia momentos antes de que un nuevo horror nos alcance: incluso éste aparece al principio con disimulo, revelándose en un detalle, en un suceso que, de otra manera, apenas merecería recordarse, porque mientras Francisca, obediente, abría más la boca, descubrí el último de los horrores, la luz del rayo que nunca debería contemplar un ser humano, la degradación final, tan rápida, pavorosa e inevitable como cuando presioné el timbre de Galia, pero mucho peor porque no era lo oculto, lo que era, sino lo que no era, aquello que falta, no lo que se esconde sino lo que no existe: la nueva revelación me violó, perdonando la brutalidad, de tal manera que todos mis logros anteriores adoptaron de inmediato la apariencia de un sueño que no se recuerda sino a fragmentos, e incapaz de reaccionar, permanecí inmóvil, inclinado sobre la mujer, ambos con la boca abierta, ella con los ojos cerrados esperando sin duda la llegada de mis instrumentos; pero como no llegaban los abrió, me vio y advirtió en mi rostro el horror más puro que cabe imaginarse: qué pasa, doctor, me dijo, qué tengo, qué tengo, pero yo me sentía incapaz de responderle, incapaz incluso de continuar allí, fingiendo, así que retrocedí, me quité la bata con delirante torpeza, la arrojé al suelo, me puse la chaqueta y salí de la habitación, corrí hacia el vestíbulo sin hacer caso a las voces de la paciente y a las preguntas de Laura, abrí la puerta, bajé las escaleras frenéticamente y salí a la calle: no sabía adónde dirigirme, ni siquiera si tenía sentido dirigirme a algún sitio; contemplé a los transeúntes con muchísima más incredulidad de la que ellos mostraron al contemplarme a mí: ¿era posible que todos ignoraran?, ¿hasta ese punto nos ha embotado la existencia?; hubo un momento terrible en el que no supe cuál debería ser mi labor: si caer en soledad por el abismo o arrastrar como un profeta a las conciencias ciegas que me rodeaban; es cierto que toda gran verdad precisa ser expresada, pero la locura de mi actual situación consistía en que esta verdad última era inexpresable: quiero decir que esta verdad final no era algo, más bien era nada, así que no podía soñar con explicarla: quizá el silencio en el gélido vacío entre las estrellas hubiera sido una explicación adecuada, pero no un silencio progresivo sino repentino y abrupto: una brecha de espacio muerto, una bomba inversa que absorbiera las cosas hacia dentro, que nos introdujera a todos en un mundo sin lugares ni tiempo donde la nada cobrara alguna especial y terrible significación, quizá entonces, pensé, y corrí por la acera intuyendo que cada minuto desperdiciado era fatal: ¿le ocurre algo?, fue la pregunta que me hizo un individuo que aguardaba frente a un paso de peatones cuando me acerqué, y solo entonces fui consciente de que tenía ambas manos sobre la boca, como si tratara de contener un inmenso vómito; mi respuesta fue ininteligible, porque sacudí la cabeza diciendo que no, pero esperando que él entendiera que eso era lo que me pasaba: que no; si hubiera podido hablar, habría respondido: nada, y precisamente ahí radicaba lo que me ocurría: me ocurría nada, pero era imposible hacerle comprender que nada era infinitamente peor que todos los algos que nos ocurren diariamente; no pude hacer otra cosa sino alejarme de él con las manos aún sobre la boca, corriendo sin saber por dónde iba pero con la secreta esperanza de no ir a ninguna parte, de no llegar, de seguir corriendo para siempre, porque no podía presentarme en casa de aquel modo, no con aquel fallo, sería preciso hacer cualquier cosa para remediar esa escisión, quizá comenzar desde el principio, reunir de nuevo el hilo en el ovillo, a la inversa: pensar en el instante anterior a la revelación, notar la presencia para comprender ahora la falta; pero cómo describirlo: cómo decir que había conocido de repente la boca cuando la paciente abrió la suya y yo quise indicarle cómo tenía que hacerlo y abrí la mía; fue entonces: el tiempo se congeló a mi alrededor y quedé solo en medio de mi hallazgo, como un náufrago, paralizado por la revelación suprema, incapaz de comprender, al igual que con la anterior, por qué no lo había sabido hasta entonces: la boca, claro, ahí, aquí, abajo, bajo mi nariz, en mi rostro, la boca: de repente me había percatado de la verdad, tan simple e invisible debido a su propia evidencia: la boca no es nada, lo comprendí al pedirle a la paciente que la abriera y al abrir la mía: ¿qué he abierto?, pensé: la boca; pero entonces, si la boca abierta también es la boca, el resultado era una oscuridad, un agujero vacío, un abismo; quiero decir que, de repente, al ver la boca, al inclinarme para verla, no la vi, pero no la vi justamente porque era eso: el no verla; si hubiera visto la boca de la misma forma que veo mis dedos, por ejemplo, no lo sería o estaría cerrada; sin embargo, el horror consiste en que una boca abierta también es una boca: como llamarle «dedos» al espacio vacío que hay entre ellos; ¡pero eso no era todo!: si aquel defecto, aquella nada, era, ¿cómo podía evitar la llegada del vacío?, ¿cómo impedir que todo siguiera siendo lo que es en la nada?, ¿cómo pretender recobrar mi cuerpo si me evacuo por ese agujero negro y absurdo?; lo comprendí: ¡si todo se hubiera cerrado a mi alrededor!, ¡si las junturas hubieran encajado perfectamente, sin interrupciones, sin oquedades!, pero tenía que estar la boca, la boca abierta que también era la boca, y ahora ¿cómo permanecer incólume?, ¿cómo seguir inmutable, conservándome dentro, si allí estaba eso que no era, esa nada negra implantada en mí?; corrí, en efecto, a ciegas, no recuerdo durante cuánto tiempo, hasta que un nuevo acontecimiento pudo más que mi propia desesperación: en una esquina, recostado en un portal, distinguí a un hombre, el borracho de aquella madrugada, que parecía dormir o agonizar: un sombrero gris le cubría casi todo el rostro salvo la barba, y allí, insertado en lo más hondo del pelo, un agujero abierto, sin dientes, sin lengua, una cosa negra y circular como una cloaca o la pupila de un cíclope ciego que me mirara, aunque yo fuera «nadie», el vacío terrible, la nada; de repente se había apoderado de mí un horror supremo, un asco infinito, la conjunción final de todo lo repugnante, y me alejé desesperado cubriéndome con las manos aquel «salto», aquel «vacío» letal, atenazado por una sensación revulsiva, un pánico que era como cribar mis ideas con violencia hasta romperlas, la certeza de mi perdición, el desprendimiento a trozos de mi voluntad frente a lo irremediable: esa boca abierta, el error por el que todo entra y todo sale, los secretos, la palabra, el vómito, la saliva, la vida, el aliento final, porque me había envuelto en mi propio cuerpo para hallar algo último que no cierra, ese terrible defecto tras los labios del beso, tras el lenguaje cotidiano, tras los gestos de comer y masticar, más allá de los dientes y la lengua, ese algo que no es el paladar ni la faringe ni la descarga de las glándulas, ese vacío que me recorre hacia dentro, el túnel deshabitado del gusano, la nada, la negación, eso que ahora empezaba a corroerme; porque si existía la boca, nada podía detener la entrada del vacío; así que cerca de casa empecé a perderme, a dividirme en secciones, a horadarme: primero fue la piel, que apenas se presiente, que es casi solamente tacto, la piel que cayó a la acera mientras corría, la piel con mi figura y mis rasgos que se me desprendió como la de un reptil mudando sus escamas, porque el vacío se introducía bajo ella como un cuchillo de aire y la separaba; entonces los músculos y los tendones, en silencio: ¿qué protección pueden ofrecer frente a los túneles de la nada?, ¿qué defensa procuran ante esa marea de vacío, ese fallo que me alcanzaba como a través de un sumidero?, también ellos caen y se desatan como cordajes de barco en una tempestad; la calle en la que vivo recibió el tributo de la lenta pero inexorable pérdida de mis vísceras: ese trago infecto de nada, que no está pero es, provoca la caída de mi estómago y mis intestinos, mi hígado derretido y mi bazo, los pulmones sueltos que se alejan por el aire como palomas grises, el corazón que ya no late, madura, se endurece y cae, gélido como el puño de un muerto, porque nada puede latir frente a la boca, los nervios arrastrados por la acera como hilos de un títere estropeado, los ojos como gotas de leche derramada, la suave materia de mi cerebro, la exactitud de mis sentidos, la excitante delicia del deseo, la provocación del hambre y el instinto, las sensaciones, los impulsos: todo cae y se pierde, todo gotea incesante desde mi armazón, todo se va y se desvanece calle abajo; entro en casa al fin, ya solo mi esqueleto muerto y limpio, y pienso: mis hijos están en el colegio, por fortuna; me dirijo al salón y allí encuentro a Alejandra, que me mira con pasmo; se halla sentada en su sofá tejiendo algo, y probablemente destejiéndolo también, creando y destruyendo en un vaivén de interminable dedicación; entonces me detengo frente a ella, aparto con lentitud las falanges blancas de mi oquedad y la descubro, por fin, en toda su horrible grandeza: la boca abierta, las mandíbulas separadas, el enorme vacío entre maxilares, la verdadera boca que no es, desprovista del engaño de las mucosas, ese espacio negro que nada contiene, y hablo, por fin, tras lo que me parecen siglos de silencio, y mis palabras, emergiendo de ese vacío, son también vacío y horadan: Alejandra, hablo, llevo años traicionándote con una mujer que conocí en la consulta, y ella: Héctor, qué dices, y yo: es guapa, pero no demasiado, cariñosa, pero no demasiado, inteligente, pero no demasiado: lo mejor que tiene es que me quiere y que intentó hacerme feliz, y que nunca me ha creado problemas salvo la necesidad de mentirte, de ocultártelo, una mujer con la que descubrí que puede haber una cierta felicidad cotidiana a la que nunca deberíamos renunciar, como hemos hecho tú y yo, ni siquiera a esa cierta felicidad cotidiana, una mujer, en fin, con la que he sabido que ya todo es igual, que incluso el pecado termina alguna vez, incluso la culpa, incluso lo prohibido, y ella: Héctor, Héctor, qué te pasa, dice, que ya basta de mentiras, respondo y me deshago de su lento abrazo y de sus lágrimas, y basta de silencio, porque era necesario hablar, pero no solo a ti, no, no solo a ti, y ella, gritando: ¿adónde vas?, pero su grito se me pierde con el mío propio, que ya solo oigo yo, y eso es lo terrible: porque mi garganta ha desaparecido y solo quedan las tenues vértebras y el deseo de ser escuchado; corro entonces a casa de Galia arrastrando apenas los jirones blancos de mis huesos por la acera, y ella misma abre la puerta y grita al verme: no, Galia, no podemos seguir juntos, dije entonces, no tengo nada más que hacer aquí, tú, viuda y solitaria, yo, casado y solitario, nada que hacer, Galia, no más consuelos, no más secretos, basta de felicidad y de cariño doméstico, porque llega un instante, Galia, en que todo termina, y lo peor de todo es que tú no eres una solución: ¿por qué?, me dijo: porque es necesario decir la verdad y revelar la mentira, repliqué, aunque nos quedemos vacíos, es necesario abrir las bocas, Galia, le dije, y volcarnos en hablar y hablar y destruirlo todo con las palabras, dije, porque si algo somos, Galia, es aliento, así que es necesario, por eso lo hago, dije, y me alejé de ella, que gritó: ¿adónde vas?, pero su grito se perdió dentro del mío, que ya era tan enorme como el silencio del cielo; y me alejé de todos, de una ciudad que no era mi ciudad, de una vida que no era mi vida, corrí ya casi llevado por el viento, las espinas delgadas de mi cuerpo flotando en el aire, corrí, volé hacia los bosques transportado por una ráfaga de brisa como el polvo o la basura, avancé por la hierba, entre los árboles, desgastándome con cada palabra: basta con eso, dije, no más hogar, no más vida, no más esfuerzo, dije, grité en silencio: ya basta de mundo y de existencia, ya basta de hacer y de procurar, soportar, callar y mirar buscando respuestas, no, no más luz sobre mis ojos, nunca otro día más, basta de desear y pretender, de conseguir y por último perder lo conseguido y enfermar y morir y terminar en nada, todo vacío, intrascendente, limitado y mediocre: basta, porque hay un error en nosotros, un hiato perenne, el sello de la nada, esta boca siempre abierta, este hueco hacia algo y desde algo, miradlo: está en vosotros, el sumidero, el vórtice; lo he soportado todo, incluso los años de silencio, los años iguales y el silencio, la muerte interior, el vacío interior, la falsa esperanza, la ausencia de deseos, pero no puedo soportar esta conexión: si tiene que existir esto, este hueco vacío y nulo, esta ausencia de mi carne y de mi cuerpo, si tiene que existir la boca, prefiero echarlo todo fuera, dejar que todo se vaya como un soplo puro, que lo oigan todos, que todos lo sepan, prefiero esto a la falsa seguridad de un cuerpo muerto, eso dije, eso grité, y me vi por fin convertido en nada, la oquedad llenando todos mis huesos abiertos como flautas mudas, desmenuzados como arena por fin, solo esa ceniza última, apenas el rastro leve que el viento termina por borrar, el vacío enorme de esa boca que tiene que decir y revelar y descubrir y gritar y acusar y vaciarme hacia fuera desde dentro y mezclarme con todo, esa boca abierta e infinita del silencio absoluto por la que hablo aunque nadie oiga


    3. Pensé que se dirigían a alguna manifestación sindical o izquierdista (una vez, durante mi período de militante, participé con mis amigas Auxilio y Socorro en una marcha contra el racismo y, cuando el grueso de la columna de los que desfilaban añadió a las consignas pactadas sus propias reivindicaciones laborales mis compañeras y yo gritamos con aire festivo: augmentez LEURS salairesl) Pero pronto descubrí que me equivocaba: se encaminaban a la agencia bancaria española de la acera opuesta a retirar sus ahorros


    1. "De dónde sacó este jeep?" - gritan me amenaza con armas - “Alquilé" - dice ingenuamente mencionar una sonrisa


    2. Gritan alegres las dos:


    3. pelea, y de los decasamiento, mientras los actores gritan y andan


    4. —¿Quién gritaba?—dijo el capitán,—A los que gritan


    5. Prender á losque gritan


    6. —Prender á los que gritan


    7. Debajo delos despojos de las casas de camino, muchos estánatrapados y gritan para


    8. Losfranceses, que gritan entre ellos,


    9. el café en los que gritan ydemuestran padecer mucho


    10. Ríen y gritan:

    11. Los libros gritan su desesperación, su pavor


    12. ¿Es uno? ¿Es varios? ¿Astuto o cobarde manso como un santo o colérico? ¿Lo veis con la horca en la mano acechando a los condenados que va a meter en el horno recogiendo haces de leña para alimentar el fuego de su Infierno seductor sí porque seduce con su inteligencia y su temperamento posee la sabiduría tiene el poder de creación y de destrucción la fuerza invencible, el conocimiento él es el que lo ve todo el que observa a los habitantes de la tierra y moldea su corazón atento a sus obras escucha a los que gritan aconseja y las aguas lo ven y tiemblan y el propio abismo se estremece y las nubes descargan sus trombas los nubarrones aportan la voz el fragor del trueno desgarra el cielo y los relámpagos iluminan el mundo la tierra ruge cuando él aparece él es el amo del mundo y sin embargo nadie conoce sus huellas apenas se le ve apenas se escucha su paso ligero una resonancia un silbido nada más este ser es temible por la fascinación que ejerce sobre todos y que los precipita en el abismo el asesinato es su ocupación la destrucción la finalidad de su vida él es la gran serpiente de mordedura sangrante tetanizante que deja manar la sangre mala emponzoñada por su veneno es el maestro de la estrangulación que se enrosca en torno al cuello del animal y lo aprieta hasta que la bestia se ahoga con los ojos desorbitados y hasta que ve el último estertor de agonía fascina a los seres impulsa a las víctimas a correr hacia todas partes desesperadas hasta el agotamiento no conoce la piedad no ha perdonado a nadie la conciencia no es su fuerte nada lo atormenta si no es la ausencia de crimen vive sólo para el asesinato del que es siervo el celoso siervo


    13. Al escribir estas palabras me figuro asaltado por una muchedumbre de adeptos de las religiones existentes, que me gritan: Pero ¡si esa escuela existe ya! Es la Iglesia


    14. Las criadas gritan, me han dicho, cuando se encuentran con él en los pasillos


    15. Simplemente gritan «¡buenas!» y hacen, con gran escándalo, lo que tienen que hacer


    16. Nunca gritan, por lo general


    17. -Saludan a la tierra, es decir gritan y saltan para llamar la atención de los habitantes


    18. Todos al principio dicen que ha habido una equivocación y que son inocentes de cualquier culpa; luego gritan y escandalizan, y finalmente se conforman y esperan


    19. Las mujeres protestan, gritan, pero no conseguimos pasar


    20. Le ruegan y le imploran, le gritan y le razonan en vano

    21. Como esos que en el cine gritan: —Juupi!,


    22. Llegamos a la puerta y tratamos de entrar, pero los centinelas nos detienen con sus grandes espadas y nos gritan: «¡Atrás!»


    23. Algunos de los compañeros que corren cerca, en la oscuridad, intentando ganar la playa y los botes que deben estar allí, esperando —ojalá no se hayan ido, piensa con angustia el salinero—, gritan ¡traición!, como de costumbre cuando las cosas vienen mal dadas, y la incompetencia de los jefes, la falta de organización y la poca vergüenza ponen a la gente a los pies de los caballos


    24. Ambos se gritan, mientras son azotados por el viento, que apenas les permite oírse


    25. Se adentran en el bosque y los dos gritan «Bastian»


    26. ¿Esperaba que John Galt se convirtiera en un gran hombre de ciencia, deseoso de trabajar a las órdenes del doctor Floyd Ferris? ¿Esperaba que Francisco d'Anconia acabase siendo un gran industrial, anhelante de producir bajo las directrices y en beneficio de Wesley Mouch? ¿Esperaba que Ragnar Danneskjóld se volviera un gran filósofo ansioso de predicar, bajo la jefatura del doctor Simón Pritchett, que no existe la mente y que el poder es lo único que vale? ¿Hubiera sido éste un futuro que el doctor Robert Stadler considerara racional? Quiero que observe, Miss Taggart, que quienes gritan con más fuerza su desilusión acerca del fracaso de la virtud, la futilidad de la razón y la impotencia de la lógica, son aquellos que han obtenido el pleno, exacto y lógico resultado de las ideas que predicaron; tan implacablemente lógico, que no se atreven a identificarlo


    27. aquí y allá en los púlpitos se gritan:


    28. Hablan en inglés, gritan groserías, ronronean, gimen, chillan, aúllan, suplican, rompen copas o vasos (pero algo se cae y se rompe), exigen posturas, servicios, sumisiones, probablemente mienten (quién no miente en la cama)


    29. Miles de peregrinos y entusiastas del Papa gritan y aplauden con pasión, sepultando los naturales sonidos de la abarrotada plaza de San Pedro y sus inmediaciones


    30. Todos los muchachos gritan cuando les hacen eso

    31. –Y cuando al reflexionar sobre ellas las pierde, ya que los saludables alientos que el corazón envía a la razón se disipan por momentos, entonces ve la magnitud de su miseria; detéstase a sí misma, detesta a las demás, lloran, gimen, gritan, sienten acercarse la desesperación


    32. No, no, ¡no seáis papanatas! ¿Cómo queréis ganaros el cielo? Si los animales alzan los ojos al cielo cuando tienen hambre y le gritan a Dios ¡buuu, buuu!…


    33. En Montana, durante la caza, los lobos aullan y gritan, pero en la ciudad la caza es silenciosa


    34. «Ahora gritan», pensó Cósimo, y se tapó los oídos


    35. En esos días, los hombres miran el mar, y gritan de pronto:


    36. Por regla general, cuando me ha tocado actuar en la plaza de algún pueblo en fiestas, no respondo a los que gritan o arman escándalo, y esto produce el milagro de que de ahí en adelante se establezca el silencio y la gente me preste atención por encima de los alborotadores, que en ningún caso lo hacen con intención de ir contra el artista, sino que todo ese alboroto forma parte de su diversión


    37. Los de enfrente, escondidos tras las tapias del cementerio o la muria que se yergue delante de la iglesia en una pequeña plazoleta, les gritan frases de provocación, siempre adornadas con eso de «rojillos»


    38. Cada quince minutos grito «¡A numerarse!», y ellos gritan


    39. Y esto es lo gritan:


    40. » Hoy, en los lugares donde se celebran rodeos, los vaqueros que montan el potro salvaje más recalcitrante, gritan al bajar por la rampa: «¡Río Pólvora! ¡Suelta la fiera!» Lo mismo hacen los borrachines al entrar en tabernas desconocidas

    41. Las diosas gritan y tiran al unísono; Hera (la esposa de Zeus) tira todavía con más fuerza que los demás


    42. En la barra, chicos y chicas gritan tratando de hablarse y riendo


    43. Hasta ellos llegan los gritos de la gente y ellos mismos también gritan, desgarrándose la camisa sobre el pecho, pero una nueva vida les sale al encuentro: alambradas eléctricas, torres de observación con ametralladoras, barracones, mujeres y niñas con semblante desvaído que les miran a través de las alambradas, columnas de hombres que marchan hacia el trabajo con retales rojos, amarillos y azules cosidos en el pecho


    44. Deja atrás a los jefes de tren, a los revisores que le gritan y quieren cortarle el paso, detenerle, interrogarle


    45. Gritan, cantan, gimen, ríen, jadean, vocean obscenidades: un conjunto de urgentes sonidos que Diddy nunca ha oído proferir


    46. Theleb K'aarna tiene bastantes conocimientos de brujería, pues procede de la ciudad de las Estatuas Que Gritan, en Pan Tang, y allí estas cosas se ven con frecuencia…, pero incluso él quedó desconcertado


    47. Todos gritan cuando el chófer se pierde… y yo… voy a llorar… podría producirse un accidente… es probable que sí… Eddie, Eddie, tienes que quedarte…


    48. Las voces que gritan (y los alaridos de dolor de la gente de las primeras filas, que está quedando aplastada) dan paso a un silencio de estupefacción


    49. El fuego termina su desfile triunfal por Main Street devorando el Food City, después sigue camino hacia el Dipper's, donde quienes todavía están en el aparcamiento gritan y se abrazan unos a otros


    50. Lo que se oye en el viento son las voces de los muertos, y cuando gritan tanto es porque sienten añoranza



























    1. Se acerca una crisis; Es histérica; caídas en el suelo, soportes, batir sus puños en la arena, también es mejor que la cabeza, gritando sus corazones mientras el sol


    2. abajo, con los pelos de punta y la boca abierta, gritando


    3. Estaba el pobrechico encendiendo el quinqué de su cuarto, cuando la señora apareció enla puerta, gritando con toda la fuerza de sus pulmones: «Zascandil»


    4. siguiendo de lejos a una compañera infeliz que,retorciéndose y gritando como una fierecilla en el


    5. te vuelves loco? Mira cómo alzan los brazos, gritando, aquellos generales que vienen por el


    6. Y tomaba el mismo camino que los demás miembros del consejo, cuandoSantiago le retuvo por el brazo gritando:


    7. EL CAPUCHINO ( volviendo rápidamente la espalda, y gritando en altavoz)


    8. entró en el salón, comenzó a dirigirsea las muchachas gritando


    9. general; laconcurrencia se puso en movimiento gritando, la


    10. en seguidase apoderaron de mí, y me empujaron, gritando, hacia

    11. Lotario, loretiene por la ropa, gritando:


    12. En torno de los pueblos de agricultores hervía elvecindario, gritando y agitando sus gorras al pasar el gigante


    13. tozuda pesadez de losborrachos, echaron tras ella gritando:


    14. ellos gritando: «Hable usted, señorita, y justifíquese delas


    15. Obedecí y él se precipitó fuera de la habitación, gritando:


    16. ternura, ycon otra seña muy expresiva los arrastró á todos á la taberna deenfrente, en la que entró gritando:


    17. ¡Mueran los extranjeros! Comola unidad se realiza gritando: ¡Mueran los unitarios!


    18. Comencé a correr alrededor de la casa gritando esto


    19. acolchado de la caja mientras yo había estado gritando


    20. Que gritando el monazo vierte y echa

    21. Lord William seguía gritando y decía con desesperación:


    22. Andresillo Corcho saliera por esas calles gritando, comousted vió muy bien el domingo, tuve que


    23. levantaronunánimes, gritando: "¡Sí!" Todos prometieron concurrir, y tres ó cuatro,encargados del ceremonial, dieron cuenta del arreglo de la procesión, sefijó la hora, se designó el punto de reunión


    24. solo, se internó por las otras habitaciones gritando:


    25. afruncir el entrecejo, a agitar las manazas, gritando con voz ronca:«¡Mira que te


    26. Todos salieron al encuentro de los recién llegados, gritando: «¡VivaMaterne!»


    27. Y se arrojó por la trinchera gritando:


    28. todo y corrió a arrojarse en los brazos del anciano, gritando:


    29. Mientras tanto, Duchêne había abierto la puerta, gritando:


    30. sagrada de la muerte, gritando con laboca seca por el acre vapor

    31. (Aparece, gritando, una turba de hombres armados


    32. habitaciones próximas jugaban losniños, gritando y riendo


    33. Todo lo refería gritando bastante, a fin de que el punto desordera del


    34. pero los chicosinsufribles; todo el día gritando, ensuciando la casa y peleándose


    35. Carmen entró como un huracán por la puerta gritando:


    36. obstante, tuvo aliento bastantepara separarse un segundo y salir a la puerta gritando:


    37. al otro lado del foso, y gritando en medio de la turba, lequitaron el miedo y la persuadieron de


    38. vinieron algunas mujeresespantadas, gritando: «Desgracia,


    39. surtió efecto el deseo de queellos quiesen llegarse, gritando en


    40. Un empleado de la plaza se acercó a ella gritando con mal humor

    41. ¡Duro! ¡duro con él!—seguía gritando el encargadode las


    42. —¡No sé! señores, contestó Bobart gritando para llamar la atención sobre él


    43. Las mujeres pasaron gritando


    44. Se levantó gritando, mientras sus dedos soltaban la taza


    45. Bose de Chloe y las chicas estaban gritando con la parte superior de sus pulmones


    46. hablando y sus pantorrillas estaban gritando por su torpe posición


    47. El otro kalanesti corrió hacia ellos, gritando en su incomprensible lenguaje


    48. Víctor corrió hacia ella, gritando:


    49. Y la reina tendio a la desgraciada criatura un papel que ella elevo alegremente por encima de su cabeza, gritando:


    50. Golpeó el cristal de la ventana, gritando, tratando desesperadamente de llamar su atención, pero fue inútil














































    1. Justo en ese momento se levantó un ventarrón que puso en movimiento las aspas de los molinos, y don Quijote, apenas las vio girar, empezó a gritar:


    2. La multitud se puso a gritar y a precipitarse en todas direcciones, el caos fue


    3. sin culpables a los que gritar con los puños cerrados


    4. gritar una negación, y posiblemente una negación más


    5. la escuché gritar con furia, estaba la comida en juego


    6. haciéndole gritar que aquello era robarleel dinero, y que el mejor día de un puntapié en tal parte


    7. Juanito, contagiado por el ardor de pelea que reinaba en las alturas,sentía tentaciones de gritar


    8. Y después de gritar se metían apresuradamente en la taberna, fingiendosusto, como chicuelos


    9. mandíbulasparecía gritar en el silencioso comedor: «Aquí se come y se goza


    10. mandando recoger los heridos! Creo que hasta los muertos se levantaban para gritar «¡Viva el

    11. las gargantas, para ser tan constantes en el gritar y cantar


    12. Me gustaría a mí verme en un alboroto; me gustaría gritar con los


    13. Pero él no me hacía caso, y empezó a gritar en su lengua


    14. gritar ¡Viva lanación! , como pudiera gritar ¡viva el rey!, y un


    15. de no gritar, porque nose enterase la vecindad del escándalo, y


    16. Al gritar Rosalía parece que se le


    17. emplean los racionistaspara gritar: «¡Arma, arma, guerra,


    18. hartaban de gritar y dar golpesa la puerta, venía un alguacil a


    19. solo, con las puertasabiertas, se le oía gritar, alterada la voz:


    20. La niña se puso a gritar batiendolas

    21. gritar y lavoz se le anudó en la garganta; por último, extendiendolas manos,


    22. lasdos alas y se pone a gritar como un poseído después,


    23. en la quepodía silbar, jurar, gritar, echar pestes y maldiciones a


    24. Este, puesto de pie y con las dosmanos en torno de su boca formando bocina, se limitó á gritar:


    25. Por el momento, los sublevados sólo pudieron gritar: «¡Han violado laConstitución!» Pero


    26. Los demás se pusieron á gritar:


    27. de gritar, consideró al altivo viajero con atención


    28. gritar con el mayordesconsuelo:


    29. —¡Arriba, perezoso, que ya es hora!—oí gritar entre garrotazossacudidos sobre los muebles, y taconazos y


    30. americanismo, el enemigo de los europeoscondenado a gritar en francés, en inglés y

    31. Comencé a gritar


    32. Para hablarsenecesitaban gritar,


    33. Cesó pues de gritar, y cayó en una meditación profunda


    34. trajes y la cuenta de la modista, quedóestuperfacto: estuvo por gritar ¡ladrones! Maldijo de su


    35. Y el director no cesaba de gritar:


    36. Uno juraba que la había oído gritar:


    37. gritar con un acento dedesesperación, que desgarraba el alma, pero todo fue en vano,


    38. Desde allí se veía un cuartel, y, oyendo gritar


    39. pies de ancho, cuando oí gritar alas crías y me dije: «Están cerca de la caverna, en el


    40. Todo lleno de espanto, el corazón de Carmencita se le subió a los labiospara gritar con afanosa ternura:

    41. puñalada mortal al entraren su cuarto y gritar: «¡Muera la esposa infiel!» para que ellaconteste:


    42. que sudaba ya de tanto discutir y gritar, vociferódiciendo, que de todas maneras, al que le


    43. Sus ojos delataban una gran desesperación ytodo en su persona parecía gritar:


    44. disposiciones, y su voz áspera demarino, formada de gritar en medio del mar y de las


    45. Un día, al anochecer, enque los conjurados comenzaron a gritar,


    46. media hora,uno de los pajes debía gritar, para que lo oyesen los


    47. Luego, de repente,empezaban todos a gritar, y el gabinete se llenaba de una alegría


    48. al gritar, dio el más soberano puntapié a la urna,que era un puchero, haciéndola volar en miles de


    49. para hacer pueblo, para gritar, para meter bulla, de esaque en los días solemnes desacredita las


    50. unos energúmenos; pero un gritar rabioso,descompasado, que lastimaba las orejas














































    1. Si gritas yo también empezaré a gritar, pues en cuanto veo a alguien llorando empiezo también a lagrimear


    2. En sus brazos te aguarda la paz, el calor, y en esa esperanza avanzas, sorteas cajas llenas de recuerdos que nadie volverá a mirar, maletas con ropa vieja que alguien olvidó o no quiso tirar a la basura, y de vez en cuando la llamas, a tu princesa, ¿dónde estás?, dices con el cuerpo aterido de frío, haciendo castañetear los dientes, justo en medio del túnel, sonriendo en la oscuridad, tal vez por primera vez sin miedo, sin ánimo de provocar miedo, animoso, exultante, lleno de vida, tanteando en la oscuridad, abriendo puertas, cruzando pasillos que te acercan a las lágrimas, en la oscuridad, guiándote únicamente por la necesidad que tu cuerpo tiene de otro cuerpo, cayendo y levantándote, y por fin llegas a la cámara central, y por fin me ves y gritas


    3. –Cola de Salmón dice que duele durante mucho tiempo, que gritas y gritas hasta que los Devoradores de Almas vienen a por ti


    4. —¿Por qué les gritas de esa manera? —dijo Robert enfadado—


    5. —Si gritas, lo lamentaré


    6. -Si gritas, lo lamentaré


    7. ¿Y tú que gritas?, me dijo el Jaguar, ¿no ves que eso puede agotarte?, pero era tan emocionante: "un latigazo por aquí, chajuí; un latigazo por allá, chajuá; chajuí, chajuá, cuarto, cuarto, rá-rá-rá"


    1. pondrá el grito en el cielo


    2. disciplinas, superaste los obstáculos, fuiste a los momentos decisivos con un grito de guerra


    3. sin representación en el consistorio, o muy marginal, pondrán el grito en el cielo y obtendrán


    4. Eres mi grito bajo el agua


    5. de los tambores y el grito del sargento


    6. la esquina, David corría al grito de ya viene y se precipitaba en brazos del


    7. grito desde el centro del abrazo


    8. la impotencia y la euforia, entre el silencio y el grito


    9. cual el pibe retrocedió reprimiendo un grito


    10. piel, desarmándose en un grito resbaloso

    11. Desde el silencio hasta el grito


    12. Por entre el tumulto empezó a circular un grito:


    13. Fue en esa ocasión cuando Zea le extendió la partida de bautizo a la nueva nación, con su famoso grito en pleno recinto del Congreso:


    14. acontecimiento:pero aun no habia parado el coche, cuando resonó con un estruendoestrepitoso el grito de las armas


    15. El joven puso el grito en el cielo contraesta mistificación, que no tenía absolutamente ninguna razón de ser;pero dulcificándose de pronto, mostrose profundamente conmovido ante lamodestia de su protectora, y juró por todos los santos del cielo quejamás había conocido otra semejante


    16. ¡Santiago! Grito Con El Que Los Españoles


    17. intervención al hacer de su asunto comercial personal, un grito de lucha por la violación


    18. con paciencia que aquelladama hubiera exhalado el último grito,


    19. Los dos lanzaron un grito de sorpresa, y quisieron levantarse


    20. ¡MATILDE! Así, entre dos admiraciones, como un grito dealegría, como la expresión de la más

    21. bayonesa que arrancóa todos un grito de admiración


    22. —¡La procesión! ¡Ya está ahí la procesión! A este grito, las señorasmayores abandonaron las


    23. completar el acto de desesperación, un grito resonó en nuestro regimiento


    24. Oyose un grito, una imprecación, una pelea,y el pisotear de


    25. Emprendía ya el regreso con corazón triste, cuando un grito


    26. Oyose al mayoral el grito de: «Al coche, señores», y el señor


    27. lanzaban, al entrar de cara al viento, el grito del halcón;algunas


    28. el grito general:-¡A las Cortes, a lasCortes!


    29. con el grito placenterode:-¡Las Cortes, las Cortes!


    30. para reprimir un grito de sorpresa al reconoceren aquel joven a Carlos, el cual

    31. »Carlos lanzó un grito de sorpresa y de indignación


    32. Fernando, que lanzó un grito de alegría


    33. de Lacy, en El Argos, en El Grito de Riego, ó en ElZurriago, y tras violentos


    34. Empujóviolentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror


    35. En efecto, esa misma tarde, mientras mamá, un poco olvidada, ibacaminando despacio hacia la portera, oí su grito:


    36. un grito y se echó en los brazos de la joven,exclamando:


    37. pues que á toda hora y sin el menor empachoponemos el grito en el cielo á la menor


    38. como una porción de niños al grito de lamadre


    39. Y un grito penetrante


    40. Pero al llegar á las escaleras, el paje dió un grito, avanzó,cayó rodando por las

    41. Punzó el mozo, y de tal manera, quede la punzadura anda Calderón en un grito, boca


    42. aparicion de un finado,y el chillido de las aves nocturnas es el grito de lasevocaciones del averno


    43. De vez en cuando se oía el grito de


    44. El grito se ibarepitiendo en todas las


    45. Y en el mismo instante oí detrás de mí un grito de gozo; vi que


    46. Un leve grito de gozo llegó hasta mí, a través de la puerta, y


    47. En el fondo de mi corazón resonaba este grito de gozo:


    48. fijar en él los ojos, lanzó un grito deespanto y tendió en torno la


    49. El grito de ¡abajo los jesuítas! era contestado por un rugido


    50. monterosmongólicos, que, con un grito ondulado y vibrante, ojeaban losmatorrales con sus














































    1. -Y gritábamos: «¡Mueran los asesinos!» Al Coronel no le entendí más que unas pocas palabras hablando de la Reina


    2. Tal es la verdad; pero no nos gustaba recordarlo, y cuanto más lo lamentábamos, más alto gritábamos nuestro amor hacia el bien común


    3. -¡Boni, que te sit! -decía la Luisa ya harta, y para ayudarla en su educación pedagógica, yo y el Imbécil gritábamos con ella: «¡Que te sit, te estamos diciendo!»


    1. Corrí afuera y se lo grité a los


    2. Me levanté enseguida con los brazos en alto y grité: «¡Es sordo! ¡No disparen! ¡Es sordo!»


    3. Cuando vi que los dos se abalanzaban sobre él, grité para llamar su atención hacia el hecho de que ahora tenían más de un contrincante del que ocuparse


    4. Supe que estaba muerto y grité: "¡Habría sido preferible que nos hubieras abandonado, como decían muchos!" Entonces me llegó su eco: «Sólo muerto me sacan del lado de mis hijos»…"


    5. Le grité, incomodado, y apareció por el portalón


    6. Por eso, cuando entre las ovaciones finales fue reclamada mi presencia, pidiendo el público que hablara, grité, con mi mejor sonrisa esgrimida en espada: «¡Viva el exterminio! ¡Muera la podredumbre de la actual escena española!»


    7. En ese instante de pánico, mientras todo el horror elemental parecía abatirse sobre mí, diré simplemente que grité como un caballo herido


    8. Lo aferré por el pie, por los pantalones, grité a todo pulmón, sentí que el parapeto se hundía en mi cuerpo y que se me despellejaban los codos contra él, en el momento en que Adán desaparecía por encima de la pared, colgando de mis manos con todo su peso


    9. me volví: «cabrón hijoputa, ¡TEN CUIDADO!», grité


    10. Grité mi nuevo descubrimiento a Roslyn

    11. Creo que grité en señal de protesta, pero ninguno de los dos me prestó la menor atención


    12. –Por eso -escribe Eulalia- le grité llena de furia y en un momento de lucidez, por eso algún día el pueblo sacudirá las coronas y, libertándose, nos libertará a nosotras


    13. Grité y grité, pero la nota apagaba mi voz


    14. Grité, pateé, manoteé; pero la flojedad del suelo en que me sostenía imposibilitaba mi defensa, y con esfuerzos extraordinarios pugnaba por echarme fuera de aquel mar de hoja seca en el cual, si era difícil el correr, más difícil era el nadar


    15. Al instante grité fuertemente: ¡Badoret! ¡Badoret!, y el chico que oyó mi voz, saludome con la mano en el momento de poner pie firme en un balcón, desde el cual parecía querer avanzar al puente saltando de una casa a otra


    16. Exaltado por la ira, loco, fuera de mí, ardiendo todo, cuerpo y alma, grité:


    17. Creí sentir el ruido de las maderas de una ventanilla que se abría en lo alto, y grité:


    18. Y yo también lo grité, sin más razón que oírlo a los demás


    19. Mientras se escabullía hacia la puerta le grité:


    20. –¡Por el amor de Dios, estas filtraciones tienen que terminar! – grité por la línea

    21. Recuerdo que grité el nombre de mi mujer al mismo tiempo que golpeaba con el puño la pared, y que la sangre que brotaba de mis nudillos resbalaba por los azulejos blancos, tiñéndolos de un rojo claro que se disipaba pared abajo hasta desaparecer por el desagüe


    22. Grité a los hombres muertos de miedo: No es la caballería enemiga, son las propias tropas de ustedes, pero no me escuchaban


    23. ¡Richie! le grité ¡Es cierto! ¡Sí, por favor! ¡Aún podemos volar!


    24. Me había puesto el abrigo y dos pares de medias, pero hacía tanto frío que casi grité


    25. Yo empuñaba con fuerza el revólver -subrayaría el capitán- y lo mantenía en alto, apuntando al cielo, y grité que se detuvieran, y que volvieran a cubierto


    26. — ¡Sea lo que sea que estás tratando de hacer, no está funcionando! — grité en dirección a él


    27. –Niño Muerte – grité; se había alejado mucho -


    28. Me senté en la cama y grité


    29. Casi grité del susto, pero el juez instructor fue muy amable, me hizo una señal para que me calmase y me susurró que había estado escribiendo hasta ese momento, que me traía la lámpara y que jamás olvidaría cómo me había encontrado dormida


    30. Haciendo bocina con las manos, grité

    31. ¿Miedo a qué? ¿Quién los obligaba a realizar lo que allí estaban haciendo? Y ya no pude contenerme, sobre todo porque ahora me parecían necesitados de ayuda, y grité mis preguntas a través del ruido, alta e imperiosamente


    32. Miré por encima del hombro de Kates, y grité:


    33. Cerré los ojos y grité a pleno pulmón:


    34. Mi equipo lo sacó de la casa, y yo le grité que se detuviera


    35. Les grité haciéndoles señas para que volvieran, y así que estuvieron a suficiente distancia, les dije que los zanis se habían marchado y el camino estaba expedito para llegar a la ciudad


    36. Sabiendo que la persecución podía iniciarse en cualquier momento, grité a los otros que me siguieran y me interné en el hangar, donde seleccioné rápidamente el volador que me pareció más veloz entre aquellos que podían transportar a nuestro grupo


    37. Entonces me volvi hacia los jueces, y grité:


    38. Grité de manera incoherente mientras se me resbalaban las manos de su muñeca


    39. Grité y me encogí de miedo, levanté las piernas para golpearla en caso de que aquella cosa se abalanzase sobre mí a través de la ventanilla del vehículo


    40. –¡No! – grité, y corrí hacia ellos

    41. Retrocedí, extendí una mano y grité:


    42. Y como una bestia salvaje que se siente cercada, grité reclamando la presencia del guarda


    43. Solté los trozos del maldito disco y me tapé los oídos con las manos, ¡hostia puta, qué es esto!, grité, ¡qué cosas más raras pasan dentro de mis pobres orejas! ¿Se me habrá metido una abeja, o un grillo? ¿Será la sirena que anuncia otro bombardeo? ¿Un caza Spitfire cayendo en picado? ¿El silbido atomicio sobre Hiroshima? Pero mucho antes de oír todo eso, me entró el silbido de otra clase de bomba


    44. –¡Eh! ¡Que me hundo! – grité mientras intentaba mantener la cabeza por encima del agua


    45. Me sentí torpe y necia por lo que me estaba aconteciendo, de cuenta que, con un esfuerzo sobrehumano, di un paso al frente y grité:


    46. –¡No, no, no! – grité, con un gesto de desesperación-


    47. “¡Ama e casa alemana!”, grité en el Ayuntamiento esde la escalera


    48. ¡Me prometió que no lo mataría antes de Navidad! – grité, rompiendo a llorar


    49. –¡Para! – le grité al dragón con impotencia-


    50. Ante mi asombro, el dragón se detuvo cuando le grité, y se quedó mirándome con una extraña expresión en sus gigantescos ojos amarillos











































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    gritar in English

    wail howl call shout yell cry call out call loudly exclaim cry out hurl scream bawl bellow roar holler

    Sinônimos para "gritar"

    vociferar chillar ulular bramar increpar