1.
tengo una ilusión, algo que late por dentro, y no sé bien lo que
2.
diferentes, tienen de común entre síque en el fondo de todos ellos late una anarquía
3.
Así, confesad, que cuando un día de fiesta se ha podido escapar de laiglesia para ir a su celda, ¡el corazón late desahogado y alegre!
4.
grande, noble y generosa, cuyo pensamiento comprendeel mío, cuyo corazón no late
5.
movimientos todos los suspirosdel corazón que late debajo,
6.
El corazón de Juan late violentamente
7.
¡sí! ¡un corazón amante esel que late aquí
8.
Todavía me late elcorazón con prisa
9.
un sonido de tic-tac, como el delinsecto que late en las paredes y se llama el reloj de la muerte
10.
—Y bien, Magdalena, ¿te late el corazón?—preguntó la abuela
11.
¡Entales momentos, el corazón late con tanta violencia, se ilumina la vidacon una luz
12.
posición perdida? Arriba o abajo, el corazón late lomismo
13.
Entre Valdesaz y Caspueñas empieza la selva de agua de las truchas, que late y bulle en otros tres viejos molinos: el de Torija o del Conde o de Arriba, que de estos varios modos le dicen, está mismo al pie del barranco de Peñavieja, más cerca de Trijueque que de Torija y en un paraje recoleto y misterioso; el de Trijueque, que queda más cerca de Torija que de Trijueque y en un decorado menos fresco, y el de Caspueñas, que es la capital de las truchas, el puesto de mando desde el que se gobierna la dehesa -que no el corral- de las truchas
14.
—Pues bien, bajo ese uniforme late un corazón de los más valientes y nobles del ejército
15.
-Y, sin embargo, siento que mi corazón late fuerte, Yáñez
16.
—Mi corazón late y vive para ella desde el momento en que le he hablado
17.
Le late la garganta como si fuera la de una rana
18.
La única fe que se trasluce entre tanta garrulería es la de los adelantamientos personales; el móvil supremo que late aquí y allí no es más que la necesidad de alimentarse medianamente, la persecución de un cocido y de unas sopas de ajo, ambiciones tras de las cuales despuntan otras más altas, anhelos de comodidades y distinciones honoríficas
19.
¿No has conocido que la revolución late en el Perú? Late y colea; sólo que anda todavía por debajo de las sillas y de las mesas, [158] por debajo de las camas, por debajo de los altares
20.
El corazón late tan rápidamente que es difícil distinguir los latidos individuales
21.
El eco de la charla mantenida con Hipólito Barrull late, preciso, en su recuerdo
22.
El sentido que late, quizás, oculto bajo la tela de araña cónica, trazada a lápiz, que aprisiona el mapa de este a oeste
23.
—Tales protecciones —continuó la hechicera— crean un flujo, una corriente de poder que late como un corazón, un corazón que late muy deprisa
24.
¿Ve? Le late el corazón
25.
¿Es éste un corredor late ral? -Lanzó un destello-
26.
Hay mucha tensión entre estas cuatro paredes, es literalmente una energía que late como un corazón
27.
Tu corazón late tan rápido que es imposible oír las pulsaciones separadas
28.
La ciudad late
29.
El nódulo senoauricular (que late normalmente a razón de 72 veces por minuto) se colocó muy por debajo de los 60 impulsos y, en cuestión de segundos, todo el miocardio entró en una fibrilación ventricular
30.
— ¿Te late el corazón? ¡Por supuesto que no eres un objeto! —Aquélla era una de las declaraciones más positivas que Sarah había hecho jamás acerca de los vampiros
31.
Porque la taltuza era eso, el mal a ciegas, el impulso animal que late en el seno de los hombres que devoran y destruyen lo que otros siembran
32.
Sin embargo, no soporta la idea de dejarlo ir; su corazón ya se ha ablandado y late por Jabavu
33.
–Mi corazón late tan rápido como el de un conejo -comentó él-
34.
Y el amigo del muerto se echa encima de él; una vez y otra vez y otra vez le coloca sobre el corazón, que ya no late, las palmas de sus manos; y a pesar de que el corazón no responde, obstínase porque le responda el amigo, se inclina al rostro exangüe, le habla al oído:
35.
–Si no te late el corazón, no puedes estar viva -sentenció-
36.
Yo me quedo callada, pero el corazón me late enloquecido
37.
Los magos y la tecnología no hacen buenas migas, sobre todo cuando el corazón del mago late como el suelo de una cancha de baloncesto y le tiemblan las tripas
38.
Es mi corazón que late
39.
Martín siente un temblor por todo el cuerpo y nota que el corazón le late, otra vez con más fuerza, dentro del pecho
40.
En el fondo de esta preocupación late el convencimiento de la dificultad que encuentran los políticos para reinsertarse en la vida social
41.
Un pulso largo que late contra ti y tiene una pauta rápida será peltre: el metal físico de tirón interno
42.
–¿Te parece mejor arrastrarte por este mundo miserable, lleno de misterio y de duda, pudiendo iluminar tu mente la ciencia de lo sobrenatural? ¿No salta de gozo el corazón que late en el pecho de una persona superior a las demás? ¿Crees que es innoble esta aspiración?
43.
El corazón me late por todas partes, en los pulmones la respiración es entrecortada
44.
Late desbocado y silencioso con todas sus fuerzas
45.
—El corazón late —dijo el anestesista
46.
El latido de un corazón comunal… Pero ese corazón no late para usted, ¿no es así profesor?
47.
Mi corazón late con fuerza a medida que me voy dando cuenta de lo que está en juego
48.
El tiempo late en mi corazón
49.
El corazón le late fuerte
50.
El corazón le late fuertemente
51.
¿Va a morir? El corazón apenas late
52.
La maravilla de ayer es hoy cosa corriente, y desde entonces el mundo entero late como si se tratase de un solo corazón
53.
—No respira —dijo, y siguió—: No le late el corazón y en su costado
54.
–Te late el corazón -susurró
55.
Me late el corazón muy deprisa
56.
Las criaturas guardan silencio y lo único que oigo es la sangre que me late en la oreja buena
57.
Y en este vacío imaginario mi corazón late con un sonido metálico y hueco
58.
Su corazón late perfectamente y todo le mide lo que le tiene que medir
59.
Sólo late cuarenta veces por minuto
60.
Se despiden y los policías salen a la calle, las aspas del Molino ya no giran, pero la ciudad aún late
61.
Señor, y el corazón que siempre late…
62.
A mí me late el corazón a cien por hora
63.
manifestaciones, que si pobres de estilo y toscas de literatura, serán la expresión sincera de un corazón agradecido, de un corazón noble, de un corazón que late
64.
El corazón me late a cien por hora
65.
Late en el ambiente el dolor que sienten por la derrota de sus compatriotas y la humillación por el modo como se ha producido
66.
Pero si así hubiera sido, ¡qué honor para Colombia! ¡Cómo me late el corazón de orgullo patrio! Más que un gol de la Se-lección Colombia en el mundial de futbol que ya hemos ganado tres veces
67.
Su corazón está bien inspirado y late al unísono con el mío… No importa que las palabras tropiecen y que las notas tiemblen
68.
y no es mi corazón de carne, es de hierro que late
69.
Por momentos la tierra parece temblar y por momentos tienes la impresión de que el aire pesado te late en los oídos
70.
Pero mi corazón late como si quisiera reventar en el pecho, en las yemas de los dedos siento un dolor agudo y también en las rodillas
71.
–¡Mi corazón… late! ¡Tenía la impresión de que mi aliento había desaparecido, pero respiro de nuevo!
72.
Recuerda siempre que: «Dios en ti, es tu Victoria segura: la Presencia YO SOY que late en tu corazón es la Luz de Dios Que nunca falla, y por la aceptación de esta Presencia, tu poder para liberar su energía y dirigirla, es ilimitado»
73.
—¡Deja eso, cachorro de mago! —dijo Ulma Tor—, ¡No comprendes el poder que late en esa arma!
74.
Los movimientos no son más que aire en los oídos si en cada uno de ellos no late la vida que los antiguos maestros les infundieron
75.
Nadie ha tocado nunca un timbre tan terrible: no me refiero al sonido que produjo sino a la presión en sí, al tacto del botón contra mi dedo, o de mi dedo contra el botón, nadie ha sentido nunca lo mismo que yo; aunque mi sensación fue lógica, ya que físicamente sería imposible tocar el timbre sin el hueso, quiero decir que sin el hueso nuestro dedo se torcería sobre el botón como un tubo de goma, o se aplastaría ridículamente, o se introduciría en sí mismo como un guante vacío, así que hasta cierto punto resulta lógico suponer que el timbre suena con el hueso, que es mi esqueleto el que llama a la puerta, pero nadie ha sentido nunca tal cosa, y me produjo pena y sorpresa comprobar que hasta aquel momento crucial yo ignoraba lo que realmente somos y que el conocimiento puede producirse así, de improviso, mientras el zumbido eléctrico molesta el oído todavía, que se me haya revelado en ese instante doméstico, que cuando Galia abrió la puerta yo ya fuera otro, que el sonido de su timbre me despertara de un sueño de ignorancia para sumirme en la vigilia de un mundo que, por desagradable que fuera, era más cierto, porque si mi dedo había hecho sonar el timbre era debido a que llevaba hueso en su interior; lo había percibido de repente: mi dedo era un dedo con hueso y su utilidad radicaba en el hueso, al palparlo noté la dureza debajo, tras impensables láminas de músculo, y la realidad de aquella presencia me dejó asombrado, estuporoso, con un estupor y un asombro no demasiado intensos pero permanentes: oh Dios mío tengo un hueso debajo, mi dedo no es un dedo, es un hueso articulado y protegido contra el desgaste: la idea me vino así, con una lógica tan aplastante que no me sorprendió en sí misma sino su ausencia hasta ese timbre; no había una idea extraña e increíble, había una extraña e increíble omisión de la idea en todo el mundo, justo hasta el histórico momento en que llamé a la puerta del piso de Galia, pero Galia estaba en el umbral con su bata azul celeste y su cabello ondulado como por rulos invisibles, y me contemplaba sorprendida; y es que es una mujer muy perspicaz: apenas me entretuve un instante demasiado largo entre su saludo y mi entrada, y ya me había preguntado qué me ocurría: yo me frotaba el índice de mi descubrimiento contra el pulgar, incapaz de creer aún que lo obvio podía estar tan oculto, casi temeroso de creerlo, y opté por disimular esperando tener más tiempo para razonar, así que entré, le di un beso, me quité el abrigo húmedo y la bufanda y saludé al pasar a César, que ladraba incesante en el patio de la cocina: Galia me dijo qué tal y yo le dije muy bien, y le devolví estúpidamente la pregunta y ella me respondió igual, y de repente me pareció absurdo este diálogo especular de respuestas consabidas, o quizá era que la revelación me había estropeado la rutina, véase si no otro ejemplo: mantuve tieso el culpable dedo índice mientras entraba, y ni siquiera lo utilicé para quitarme el abrigo, como si una herida repentina me impidiera usarlo, y es que desde que había comprobado que ocultaba un hueso lo miraba con cierta aprensión, como se miran los fetiches o los amuletos mágicos; pero hice lo que suelo hacer: me senté en uno de los dos grandes sofás de respaldo recto, estiré las piernas, saqué un cigarrillo —con los dedos pulgar y medio— y dije que sí casi al mismo instante que Galia me preguntaba si quería café, incluso antes de saber si realmente tenía ganas de café, ya que la tradición es que acepte, y Galia, tan maternal, necesita que yo acepte todo lo que me da y rechace todo lo que no puede darme; tomar el café en la salita, mientras termino el cigarrillo y justo antes de pasar al dormitorio, se ha vuelto, a la larga, el rato más excitante para ambos; charlamos de lo acontecido durante la semana, Galia me pregunta siempre por Ameli y Héctor Luis, se muestra interesada en mis problemas y apenas me habla de los suyos, pero el diálogo es una excusa para que ella me inspeccione, me palpe, capte cosas en mi mirada, en mi forma de vestir, en mis gestos, pues Galia, a diferencia de Alejandra, es una mujer afectuosa, impulsiva y, como ya he dicho, perspicaz, y la conversación no le interesa tanto como ese otro lenguaje inaudible de la apariencia, así que es muy natural que la interrumpa para decirme: estás cansado, ¿verdad?, o bien: hoy no tenías muchas ganas de venir, ¿no es cierto? o bien: cuéntame lo que te ha pasado, vamos, has discutido con Alejandra, ¿me equivoco?, así estemos hablando del tiempo que hace, los estudios de Héctor Luis o lo que sea, da igual, su mirada me envuelve y nota las diferencias; por lo tanto, no fue extraño que esa tarde me dijera, de repente: te encuentro raro, Héctor, y yo, con simulada ingenuidad: ¿sí?, y ella, confundida, aventura la idea de que pueda tratarse de Alejandra o de la niña: no, no es Alejandra, le digo, tampoco es Ameli; Alejandra sigue sin saber nada de lo nuestro, tranquila, y en cuanto a Ameli, ya la dejo por imposible, pero ella concluye que tengo una cara muy curiosa este jueves y yo la consuelo a medias diciéndole que estoy cansado, y ella insiste: pero no es cara de estar cansado sino preocupado, y yo: pues lo cierto es que no me pasa nada, Gali, porque cómo decirle que estoy pensando inevitablemente en el hueso de mi dedo índice, cómo decirle que de repente me he descubierto un hueso al llamar al timbre de su casa: ¿acaso no iba a sentirse un poco dolida?, ¿acaso no pensaría que era una forma como cualquier otra de decirle que ya estaba harto de visitarla cada semana, todos los jueves, desde hace años?, sonaba mal eso de: acabo de darme cuenta, Gali, justo al llamar al timbre de tu puerta, de que tengo un hueso en el dedo, de que mi dedo índice son tres huesos camuflados, para acto seguido decir: bueno, Gali, no pensemos más en que mi dedo índice son tres huesos, ¿no?, y vamos a la cama, que se hace tarde; sonaba mal, sobre todo porque con Galia, igual que con Alejandra, tenía que andar de puntillas: nuestra relación se había prolongado tanto que, a su modo, también era rutinaria, a pesar de que ella seguía llamándola «una locura»; curiosamente, Galia es viuda y libre y yo estoy casado y tengo dos hijos, pero ella sigue diciendo que lo nuestro es «una locura» y yo pienso cada vez más en una aburrida traición, un engaño cuya monótona supervivencia lo ha despojado incluso del interés perverso de todo engaño dejando solo los inconvenientes: jamás podría hablarle a Alejandra de Galia, ahora ya no, y jamás podría terminar con Galia, ahora ya no, cada relación se había instalado en su propia rutina y ya ni siquiera podía soñar con escaparme de ésta, porque se suponía que cada una servía precisamente para huir de la rutina de la otra: mi deber era cuidar de ambas, conocer a Galia y a Alejandra, saber qué les gustaba oír y qué no, lo cual, naturalmente, era difícil, y por eso mi propia rutina consistía en callarme frente a las dos; pero en momentos así callarme también era un esfuerzo, porque si me notaba incluso la división entre los huesos, si podía imaginármelos al tacto, sentirlos allí como un dolor o una comezón repentina, ¿cómo podía evitar pensar en eso?; y ni siquiera era mi dedo lo que me molestaba, ya dije, sino mi error al no darme cuenta hasta ahora: esa ceguera era lo que jodía un poco, perdonando la expresión; porque hubiera sido como si me creyera que el arlequín de la fiesta de disfraces no esconde a nadie debajo, cuando es bien cierto que ese alguien bajo el arlequín es quien le otorga forma a este último, que no podría existir sin el primero: sería tan solo puros leotardos a rombos blancos y negros, bicornio de cascabeles, zapatillas en punta y antifaz, pero no el arlequín, y de igual manera, ¿qué error me llevó a creer hasta esa misma tarde que mi dedo índice era un dedo?; si lo analizamos con frialdad, un dedo es un disfraz, ¿no?, una piel elegante que oculta el cuerpo de un hueso, o de tres huesos si nos atenemos a lo exacto, y a poco que lo meditemos, una vez llegados a este punto y pinchado en el hueso, valga la expresión, ya no se puede retroceder y razonar al revés: decir, por ejemplo, que el hueso es simplemente la parte interna de un dedo: sería como llegar a ver el alma: ¿acaso pensaríamos en el cuerpo con el mismo interés que antes?; pero mientras hablaba con Galia y la tranquilizaba estaba razonando lo siguiente: que este descubrimiento conlleva sus problemas, porque es un hallazgo delator, como atrapar a un miembro de la banda y lograr que revele la guarida de los demás: si mi dedo índice derecho, el dedo del timbre, lleva huesos ocultos, la conclusión más sencilla se extiende como un contagio a los otros cuatro de esa misma mano y, ¿por qué no?, a los cinco de la otra: tengo un total de diez huesos entre las dos manos, tirando por lo bajo, cinco huesos en cada una, y lo peor de todo es que se mueven: porque hay que pensar en esto para horrorizarse del todo: ¿alguna vez vieron moverse solos a diez huesos?, pues ocurre todos los días frente a ustedes, en el extremo final de los brazos: hagan esto, alcen una mano como hice yo aprovechando que Galia se acicalaba en el cuarto de baño (porque Galia se acicala antes y después de nuestro encuentro amoroso), alcen cualquiera de las dos manos frente a sus ojos y notarán el asco: cinco repugnantes huesos bajo una capa de pellejo (ni siquiera huesos limpios, por tanto, sino envueltos en carne) moviéndose como ustedes desean, cinco huesos pegados a ustedes, oigan, y tan usados: saber que nos rascamos con huesos, que cogemos la cuchara con huesos, que estrechamos los huesos de los demás en la calle, que acariciamos con huesos la piel de una mujer como Galia: saberlo es tan terrible pero no menos real que los propios huesos, saberlo es descubrirlo para siempre, y lo peor de todo fue lo que me afectó: no se trata de que no se me pusiera tiesa en toda la tarde, perdonando la intimidad, ya que esto me ocurría incluso cuando pensaba que los dedos eran dedos, no, lo peor fue el cuidado que puse: tanto que no parecía que estaba haciendo el amor sino operando algún diente delicado; y es que me invadió una notoria compasión por Galia, tan hermosota a sus cincuenta incluso, al pensar que sobaba sus opulencias, sus suavidades, con huesos fríos y duros de cadáver: mi culpa llegó incluso a hacerme balbucear incongruencias, desnudos ambos en la cama: ¿soy demasiado duro?, comencé por decirle, y ella susurró que no y me abrazó maternalmente, e insistir al rato, todo tembloroso: ¿no estoy siendo quizá algo tosco?, y ella: no, cariño, sigue, sigue, pero yo la tocaba con la delicadeza con que se cierran los ojos de un muerto, porque ¿cómo olvidar que eran huesos lo que deslizaba por sus muslos?, aún más: ¿cómo es que ella no lo sabía?, ¿acaso no se percataba de que las caricias que más le gustaban, aquellas en que mis dedos se cerraban sobre su carne, eran debidas a los huesos?: sin ellos, tanto daría que la magreara con un plumero: ¿cómo podría estrujar sus pechos sin los huesos?, ¿cómo apretaría sus nalgas sin los huesos?, ¿cómo la haría venirse, en fin, sin frotar un hueso contra su cosa, perdonando la vulgaridad?: sin los huesos, mis dedos valdrían tanto como mi pilila, perdonando la obscenidad, o sea, nada: ¿cómo es que ella no se horrorizaba de saber que nuestros retozos, que tanto le agradaban, eran puro intercambio de huesos muertos?, porque incluso sus propias manos, y mis brazos, y los suyos, Dios mío, ¿no eran largos y recios huesos articulados que se deslizaban por nuestros cuerpos, nos envolvían, apretaban nuestra carne, nos abrazaban?, ¿acaso era posible no sentir el grosero tacto de los húmeros, la chirriante estrechez del cúbito y el radio, los bolondros del codo y la muñeca?; sumido en esa obsesión me hallaba cuando dije, sin querer: ¿no estoy siendo muy afilado para ti?, y ella dijo: ¿qué?, y supe que la frase era absurda: «afilado»», ¿cómo podía alguien ser «afilado» para otro?, y casi al mismo tiempo me percaté de que era la pregunta correcta, la más cortés, la más cierta: porque con toda seguridad había huesos y huesos, unos afilados y otros romos, unos muy bastos y ásperos corno rocas lunares y otros pulidos quizá como jaspes: incluso era posible que el tacto del mismo hueso dependiera del ángulo en que se colocaba con respecto a la piel, porque un hueso es un poliedro, casi un diamante, y hay que imaginarse sobando a la querida con diez durísimos y helados cuarzos para comprender mi situación, pensar en la carilla adecuada que usaremos para deslizarlos por la piel, el borde más inofensivo, no sea que nuestros apretujones se conviertan en el corte del filo de un papel, en la erizante cosquilla de una navaja de barbero; y entre ésas y otras se nos pasó el tiempo y terminamos como siempre pero peor, resoplando ambos bocarriba como dos boyas en el mar, mirando al techo, con esa satisfacción pacífica que solo otorga la insatisfacción perenne: cuánto tiempo hace que tú y yo no disfrutamos, Galia, pienso entonces, que vamos llevando esto adelante por no aguardar la muerte con las manos vacías, tiempo repetido que nunca se recobra porque nunca se pierde, días monótonos, el trasiego de la rutina incluso en la excepción: porque, Galia, hemos hecho un matrimonio de nuestra hermosa amistad, eso es lo que pienso, pero hubiéramos podido ser felices si todo esto conservara algún sentido, si existiera alguna otra razón que no fuera la inercia para mantenerlo; oía su respiración jadeante de cincuenta años junto a mí y trataba de imaginarme que estaba pensando lo mismo: ese silencio, Galia, que nunca llenamos, la distancia de nuestra proximidad, por qué tener que imaginarlo todo sin las palabras, qué piensas de mí, qué piensas de ti misma, por qué hablar de lo intrascendente, y va y me indaga ella entonces: ¿qué tal el trabajo?, porque cree que el exceso de dedicación me está afectando, y yo le digo que bien, y ella, apoyada en uno de sus codos e inclinada sobre mí, los pechos como almohadas blandas, vuelve a la carga con Alejandra: pero te ocurre algo, Héctor, dice, desde que has entrado hoy por la puerta te noto cambiado, ¿no será que Alejandra sospecha algo y no me lo quieres decir?, y le he contestado otra vez que no, y a veces me interrogo: ¿por qué todo esto?, ¿por qué lo mismo de lo mismo, este vaivén inacabable?, ¿qué pasaría si un día hablara y confesara?, ¿qué pasaría si por fin me decidiera a hablar delante de Alejandra, pero también delante de Galia y de mí mismo?, decir: basta de secretos, de engaños, de misterios: ¿qué sentido le encontráis a todo?, ¿por qué oficiar siempre el mismo ritual de lo cotidiano?, y para cambiar de tema le comento que Ameli está atravesando ahora la crisis de la adolescencia y discute frecuentemente conmigo y que Héctor Luis ha decidido que no será dentista sino aviador; a Galia le gusta saber lo que ocurre con mis hijos, ese tema siempre la distrae, incluso me ofrece consejos sobre cómo educarlos mejor, y yo creo que goza más de su maternidad imaginaria que Alejandra de la real; en todo caso, es un buen tema para cambiar de tema, y pasamos un largo rato charlando sin interés y pienso que es curioso que venga a casa de Galia para hablar de lo que apenas importa, ya que eso es prácticamente lo único que hago con Alejandra; en los instantes de silencio previos a mi partida seguimos mirando el techo, o bien ella me acaricia, zalamera, incluso pesada, y me dice algo: esa tarde, por ejemplo: me gusta tu pecho velludo, así lo dice, «velludo», y no sé por qué pero de repente me parece repugnante recibir un piropo como ése, aunque no se lo comento, claro, y ella, insistente, juega con el vello de mi pecho y sonríe; Galia es una orquídea salvaje, pienso, y a saber por qué se me ocurre esa pijada de comparación, pero es tan cierta como que Dios está en los cielos aunque nunca le vemos: Galia es una orquídea salvaje en olor, tacto, sabor, vista y sonido, y me encuentro de repente pensando en ella como orquídea cuando la oigo decir: ¿por qué me preguntaste antes si eras «afilado»?, ¿eso fue lo que dijiste?, y me pilla en bragas, perdonando la expresión, porque al pronto no sé a lo que se refiere, y cuando caigo en la cuenta, y para no traicionarme, le respondo que quería saber si le estaba haciendo daño en el cuello con mis dientes, y ella va y se echa a reír y dice: ¡vampirillo, vampirillo!, y vuelve a acariciarme, y como un tema trae otro, lo de los dientes le recuerda que necesita hacerse otro empaste, porque hace dos días, comiendo empanada gallega, notó que se le desprendía un pedacito de la muela arreglada, así que pasará por mi consulta sin avisarme cualquier día de éstos, y de esa forma nos veremos antes del jueves, dice, y su sonrisa parece dar a entender que está recordando el día en que nos conocimos, porque las mujeres son aficionadas a los aniversarios, ella tendida en el sillón articulado, la boca abierta, y yo con mi bata blanca y los instrumentos plateados del oficio, y como para confirmar mis sospechas me acaricia de nuevo el pecho «velludo» y dice: me gustaste desde aquel primer día, Héctor, me hiciste daño pero me gustaste, y claro está que nos reímos brevemente y yo le digo que nunca he comprendido por qué se enamoró de mí en la consulta, qué clase de erotismo desprendería mi aspecto, bajito, calvo y bigotudo, amortajado en mi bata blanca, entre el olor a alcohol, benzol, formol y otros volátiles, provisto de garfios, tenacillas, tubos de goma, lancetas y ganchos, porque no es que mi oficio me disgustara, claro que no, pero no dejaba de reconocer que la consulta de un dentista de pago es cualquier cosa menos un balcón a la luz de la luna frente a un jardín repleto de tulipanes, eso le digo y ella se ríe, y por último el silencio regresa otra vez, inexorable, porque es un enemigo que gana siempre la última batalla; llega la hora de irme, esa tarde más temprano porque mi suegro viene a cenar a casa, y cuando voy a levantarme la oigo decir, como de forma casual: ¿qué haces frotándote los dedos sin parar, Héctor?, ¿te pican?, eso dice, y descubro que, en efecto, he estado todo el rato dale que dale moviendo los dedos de la mano derecha como si repitiera una y otra vez el gesto con el que indicamos «dinero» o nos desprendemos de alguna mucosidad, perdonando la vulgaridad, que es casi el mismo que el que utilizamos para indicar «dinero», y enrojezco como un niño de colegio de curas pillado en una mentira y quedo sin saber qué decirle, hasta que por fin me decido y opto por revelarle mi hallazgo: nada, digo, ¿es que nunca te has tocado el hueso que tenemos bajo los dedos?, y lo pregunto con un tono prefabricado de sorpresa, como si lo increíble no fuera que yo me los frotase sino que ella no lo hiciera: qué dices, me mira sin entender, y me encojo de hombros y le explico: es que resulta curioso, ¿no?, quiero decir que si te tocas los dedos notas durezas debajo, ¿verdad?, y esas durezas son el hueso, ¿no te parece curioso, Gali?, toca, toca mis dedos: ¿no lo palpas bajo la piel, la grasa y los tendones?, es un hueso cualquiera, como los que César puede roer todos los días, le digo, y ella retira la mano con asco: qué cosas tienes, Héctor, dice, es repugnante, dice, y yo le doy la razón: en efecto, es repugnante pero está ahí, son huesos, Gali, mondos y lirondos, blancos, fríos y duros huesos sin vida: sin vida no, dice ella, pero replico: sin vida, Gali, porque nadie puede vivir con los huesos fuera, los huesos son muerte, por eso nos morimos y sobresalen, emergen y persisten para siempre, pero se ocultan mientras estamos vivos, es curioso, ¿no?, quiero decir que es curioso que seamos incapaces de vivir sin los huesos de nuestra propia muerte, pero más aún: que los llevemos dentro como tumbas, que seamos ellos ocultos por la piel, que seamos el disfraz del esqueleto, ¿no, Gali?, y ella: ¿te pasa algo, Héctor?, y yo: no, ¿por qué?, y ella: es que hablas de algo tan extraño, y yo le digo que es posible y me callo y pienso que quién me manda contarle mi descubrimiento a Galia, sonrío para tranquilizarla y me levanto de la cama, no sin antes cubrirme convenientemente con la sábana, ya que siempre me ha parecido, a propósito del tema, que la desnudez tiene su hora y lugar, como la muerte, y recojo la ropa doblada sobre la silla, me visto en el cuarto de baño y para cuando salgo Galia me espera ya de pie, en bata estampada por cuya abertura despuntan orondos los pechos y destaca el abultado pubis, me da un besazo enorme y húmedo y me envuelve con su cariño y bondad maternales: te quiero, Héctor, dice, y yo a ti, respondo, y no te preocupes, dice, porque otro día nos saldrá mejor, y me recuerda aquel jueves de la primavera pasada, o quizá de la anterior, en que fuimos capaces de hacerlo dos veces seguidas y en que ella me bautizó con el apodo de «hombre lobo»: teniendo en cuenta que hoy he sido «vampirillo», más intelectual pero menos bestia, quién duda de que me convertiré cualquier futuro jueves en «momia» y terminará así este ciclo de avatares terroríficos que comenzó con un «frankenstein» entre luces blancas, olor a fármacos y cuchillas plateadas, pero esto lo digo en broma, porque bien sé que lo nuestro nunca terminará, ya que, a pesar de todo —incluso de mi escasa fogosidad—, es «una locura», o no, porque hay ritual: el rito de decirle adiós a César, ladrando en el patio encadenado a una tubería oxidada, el beso final de Galia, y otra vez en la calle, ya de noche, frotándome los dedos dentro de los bolsillos del abrigo mientras camino, porque vivo cerca de la casa de Galia y tengo mi trabajo cerca de donde vivo, así que me puedo permitir ir caminando de un sitio a otro, todo a mano en mi vida salvo los instantes de vacaciones en que nos vamos al apartamento de la costa, y, sin embargo, debido a la repetición de los veranos, también a mano el apartamento, y la costa, y todo el universo, pienso, tan próximo todo como mis propias manos, y, sin embargo, a veces tan sorprendentemente extraño como ellas: porque de improviso surge lo oculto, los huesos que yacen debajo, ¿no?, pienso eso y froto mis dedos dentro de los bolsillos del abrigo; y ya en casa, comprobar que mi suegro había llegado ya y excusarme frente a él y Alejandra con tonos de voz similares, aunque ambos creen que los jueves me quedo hasta tarde en la consulta «haciendo inventario», que es la excusa que doy, así me cuesta menos trabajo la mentira, ya que me parece que «hacer inventario» es suministrarle a Alejandra la pista de que mi demora es una invención, una alocada fantasía de mi adolescencia póstuma, hasta tal extremo de juego y cansancio me ha llevado el silencio de estos últimos años; además, sospecho que el viejo escoge los jueves para disponer de un rato a solas con Alejandra mientras yo estoy ausente, lo cual, hasta cierto punto, me parece una compensación, Alejandra tiene a su padre y yo tengo a Galia, y sospecho que desde hace meses ambas parejas pasamos el tiempo de manera similar: hablando de tonterías y fumando; el padre de Alejandra, rebasados los ochenta, tiene una cabeza tan perfecta y despejada que te hace desear verlo un poco confuso de vez en cuando, que Dios me perdone, porque además ha sido librero, propietario de una antigua tienda ya traspasada en la calle Tudescos, hombre instruido y amante de la letra impresa, particularmente de los periódicos, y con un genio detestable muy acorde con su inútil sabiduría y su fisonomía encorvada y su luenga barbilla lampiña; Alejandra, que ha heredado del viejo el gusto por la lectura fácil y la barbilla, además de cierta distracción del ojo izquierdo que apenas llega a ser bizquera, se enzarza con él en discusiones bienintencionadas en las que siempre terminan ambos de acuerdo y en contra de mí, aunque yo no haya intervenido siquiera, ya que al viejo nunca le gustó nuestro matrimonio, y no porque hubiera creído que yo era una mala oportunidad, sino por «principios», porque el viejo es de los que odian a priori, y yo nunca sería él, nunca compartiría todas sus opiniones, nunca aceptaría todos sus consejos y, particularmente, jamás permitiría que Alejandra regresara a su área de influencia (vacía ya, porque su otro hijo se emancipó hace tiempo y tiene librería propia en otra provincia); además, mi profesión era casi una ofensa al buen gusto de los «intelectuales discretos» a los que él representa, porque está claro que los dentistas solo sabemos provocar dolor, somos terriblemente groseros, apenas se puede hablar con nosotros a diferencia de lo que ocurre con el peluquero o el callista (debido a que no se puede hablar mientras alguien te hurga en las muelas), y, por último, ni siquiera poseemos la categoría social de los cirujanos: el hecho de que yo ganara más que suficiente como para mantener confortables a Alejandra y a mis dos hijos, poseer consulta privada, secretaria y servicio doméstico, no excusaba la vulgaridad de mi trabajo, pero lo cierto es que nunca me había confiado de manera directa ninguna de estas razones: frente a mí siempre pasaba en silencio y con fingido respeto, como frente a la estatua del dictador, pero se agazapaba aguardando el momento de mi error, el instante apropiado para señalar algo en lo que me equivoqué por no hacerle caso, aunque, por supuesto, nunca de manera obvia ni durante el período inmediatamente posterior a mi pequeño fracaso, porque no era tanto un cazador legal como furtivo y rondaba en secreto a mi alrededor esperando el instante apropiado para que su odio, dirigido hacia mí con fina puntería, apenas sonara, y entonces hablaba con una sutileza que él mismo detestaba que empleasen con él, ya que había que ser «franco, directo, como los hombres de antes», pero yo, lejos de aborrecerle, le compadecía (y fingía aborrecerle precisamente porque le compadecía): me preguntaba por qué tanto silencio, por qué llevarse todas sus maldiciones a la tumba, cuál es la ventaja de aguantar, de reprimir la emoción día tras día o enfocarla hacia el sitio incorrecto; pero lo más insoportable del viejo era su fingida indiferencia, esa charla intrascendente durante las cenas, ese acuerdo tácito para no molestar ni ser molestado, tan bien vestido siempre con su chaqueta oscura y su corbata negra de nudo muy fino: un día te morirás trabajando, me dice cuando me excuso por la tardanza, y no te habrá servido de nada: este gobierno nunca nos devuelve el tiempo perdido ese del señor Joyce, añade (su costumbre de citar autores que nunca ha leído solo es superada por la de citarlos mal), que diga, Proust, se corrige, a mí siempre los escritores franceses me han dado por atrás, con perdón, dice, y por eso me equivoco, y Alejandra se lo reprocha: papá, dice; mientras finjo que escucho al viejo, contemplo a Alejandra ir y venir instruyendo a la criada para la cena y llego a la conclusión de que mi mujer es como la casa en la que vivimos: demasiado grande, pero a la vez muy estrecha, adornada inútilmente para ocultar los años que tiene y llena de recuerdos que te impiden abandonarla; Alejandra tiene amigas que la visitan y le dan la enhorabuena cuando Ameli o Héctor Luis consiguen un sobresaliente; a diferencia de Galia, Alejandra es fría, distinguida e intelectual a su modo, y vive como tantas otras personas: pensando que no está bien vivir como a uno realmente le gustaría, porque Alejandra cree que el matrimonio termina unos meses después de la boda y ya solo persiste el temor a separarse; su religión es semejante: hace tiempo que dejó de creer en la felicidad eterna y ahora tan solo teme la tristeza inmediata; sin embargo, invita a almorzar con frecuencia al párroco de la iglesia y acude a ésta con una elegancia no llamativa, lo que considera una característica importante de su cultura, pues en la iglesia se arrodilla, reza y se confiesa y murmura por lo bajo cosas que parecen palabras importantes; a veces he pensado en la siguiente blasfemia: si a Dios le diera por no existir, ¡cuántos secretos desperdiciados que pudimos habernos dicho!, ¡qué opiniones sobre ambos hemos entregado a otros hombres!, pero lo terrible es que tanto da que Dios exista: dudo que al final me entere de todo lo que comentas sobre mí y sobre nuestro matrimonio en la iglesia, Alejandra, eso pienso; qué va: por paradójico que resulte, la iglesia es el lugar donde la gente como nosotros habla más y mejor, pero todo se disuelve en murmullos y silencio y oraciones, y la verdad se pierde irremediablemente: quizá la clave resida en arrodillarnos frente al otro siempre que tengamos necesidad de hablar, o en hacerlo en voz baja y muy rápido, sin pensar, cómo si rezáramos un rosario; y meditando esto oigo que el viejo me dice: ¿te pasa algo en los dedos, Héctor?, con esa malicia oculta de atraparme en otro error: y es que ahora compruebo que desde que he llegado no he dejado en ningún momento de palparme los extremos de las falanges, los rebordes óseos, el final de los metacarpos; ¿qué opinaría el viejo si le confiara mi hallazgo?, pienso y sonrío al imaginar las posibles reacciones: nada, le digo, y muevo los huesos ante sus ojos y cambio de tema; ni Ameli ni Héctor Luis están en casa cuando llego, e imagino que es la forma filial que poseen de «hacer inventario» por su cuenta, lo cual no me parece ni malo ni bueno en sí mismo, y nos sentamos a la mesa casi enseguida y Alejandra sirve de la fuente de plata con el cucharón de plata las albóndigas de los jueves, y nos ponemos a escuchar la conversación del viejo con el debido respeto, como quien oye una interminable bendición de los alimentos, interrumpido a ratos por las breves acotaciones de Alejandra, solo que esa noche el tema elegido se me hace extraño, alegórico casi, y además empiezo a sentirme incómodo nada más comenzar a comer, porque los brazos, que apoyo en el borde de la mesa, me han desvelado con todo su peso la presencia de los huesos, del cúbito y el radio que guardan dentro, y los codos se me figuran una zona tan inadecuada y brutal para esa respetuosa reunión como colocar quijadas de asno sobre la mesa mientras el viejo habla, y en su discurso de esa noche repite una y otra vez la palabra «corrupción»: ¿habéis visto qué corrupción?, dice, ¿os dais cuenta de la corrupción de este gobierno?, ¿acaso no se pone de manifiesto la corrupción del sistema?, ¿no son unos corruptos todos los políticos?, ¿no oléis a corrupción por todas partes?, ¿no se ha descubierto por fin toda la corrupción?, y mientras le escucho, intento no hacer ruido con mis brazos, porque de repente me parece que la madera de la mesa al chocar contra el hueso produce un sonido como el de un muerto arañando el ataúd y no me parece correcto escuchar la opinión del viejo con tal ruido de fondo, pero como tengo que comer, cojo tenedor y cuchillo y divido una albóndiga en dos partes y me llevo una a los labios intentando no mirar hacia los huesos que sostienen el tenedor, porque no es agradable la paradoja de verme alimentado por un esqueleto, aunque sea el mío, pero mientras mastico con los ojos cerrados oyendo al viejo hablar de la «corrupción» mi lengua detecta una esquirla, un pedacito de algo dentro de la albóndiga, y, tras quejarme a Alejandra con suavidad, recibo esta respuesta: será un huesecillo de algo, es que son de pollo, Héctor, y es quitarme con mis huesos índice y pulgar el huesecillo y dejarlo sobre el plato, e írseme la mente tras esta idea inevitable: que dentro de todo lo blando necesariamente existe lo que queda, el hueso, el armazón, la dureza, el hallazgo, aquello oculto que es blanco y eterno, lo que permanece en el cedazo, la piedra, lo que «nadie quiere»; es imposible huir de «eso que queda», porque está dentro, así que escondo los brazos bajo la mesa, incluso me tienta la idea de comer como César, acercando el hocico al plato, pero ¿acaso no es inútil todo intento de disimulo frente al apocalíptico trajín de la cena?, porque lo que percibo en ese instante es algo muy parecido a una hogareña resurrección de los muertos: incluso con el apropiado evangelista —mi suegro—, gritando «corrupción»: Alejandra coge el pan con sus huesos y lo hace crujir y lo parte, el viejo apoya los huesos en el mantel y los hace sonar con ritmo, Alejandra coge el cucharón con sus huesos y sirve más albóndigas repletas de huesecillos de pollo muerto, el viejo va y se limpia los huesos sucios de carne ajena con la servilleta, Alejandra señala con su hueso la cesta del pan y yo se la alcanzo extendiendo mis huesos y ella la coge con los suyos, hay un cruce de húmeros, cúbitos y radios, de carpos y metacarpianos, de falanges, y nos pasamos de unos a otros, de hueso a hueso, la vinagrera, el aceite, la sal, el vino y la gaseosa, y llegan Ameli y Héctor Luis, una del cine y el otro de estudiar, y saludan, y Ameli desliza sus frágiles huesos de quince años por mi cabeza calva, envuelve con sus breves húmeros mi cuello, me besa en la mejilla: ¿dónde has estado hasta estas horas?, le pregunto, y ella: en el cine, ya te lo he dicho, y yo: pero ¿tan tarde?; sí, dice, habla sin mirar sus manos gélidas, los huesos de sus manos muertas, sus brazos como pinzas blancas; sí, papá, la película terminó muy tarde; y de repente, mientras la contemplo sentándose a la mesa, su cabello oscuro y lacio, los ojos muy grandes, el jersey azul celeste tenso por la presencia de los huesos, he sentido miedo por ella, he querido cogerla, atraparla y bogar juntos por ese fluir desconocido e incesante hacia la oscuridad final: creo que deberías volver más temprano a casa a partir de ahora, Ameli, le digo, y ella: ¿por qué?, con sus ojos brillando de disgusto, y yo, mis brazos escondidos, ocultos, sin revelarlos: creo que las calles no son seguras, y el viejo me interrumpe: hoy ya nada es seguro, Héctor, dice y sigue comiendo, Alejandra sirve albóndigas y Héctor Luis se queja de que son muchas, y Ameli: ¡pero ya tengo quince años, papá!, y yo: es igual, y entonces Alejandra: no seas muy duro con la niña, Héctor, dice, le dimos permiso para que volviera hoy a esta hora, pero ella sabe que solamente hoy; guardo silencio: en realidad, todo se sumerge en el silencio salvo el entrechocar de los huesos; Ameli y Héctor Luis son tan distintos, pienso, pero en algo se parecen, y es que ambos se nos van; no los he visto crecer, los he visto irse: pero ni siquiera eso, pienso ahora, porque jamás he podido saber si alguna vez estuvieron por completo; Ameli tiene novio, pero es un secreto; sabemos que Héctor Luis ha salido con varias chicas, pero lo que piensa de ellas es secreto; ambos se han hecho planes para el futuro, tienen deseos, ganas de hacer cosas, pero todo es secreto: quizá lo comentan en los «pubs» a falta de una buena iglesia en la que poder hablar como nosotros, tan a gusto, pero en casa adoptan los dos mandamientos trascendentales de la familia: nunca hablarás de nada importante y ama el enigma como a ti mismo, ¡y si hubiera solo silencio!, pero es la charla insignificante lo que molesta, y ahora esos ruidos detrás: el golpe, el crujir de nuestros huesos; siento algo muy parecido a la pena, pero una pena casi biológica, como una mota en el ojo o el aroma inevitable de la cebolla cruda, y me disculpo para ir al baño y llorar a gusto por algo que no entiendo, y más tarde, en la cama, con Alejandra a mi lado leyendo complacida un librito de romances, me da por preguntarle: ¿soy demasiado duro contigo? mientras me observo los huesos tranquilos sobre la colcha: mis manos muertas y peladas, los cúbitos y radios en aspa, los húmeros convergiendo, y ella deja un instante el libro que sostiene con sus huesos, me mira sorprendida y dice: no, Héctor, no, ¿por qué preguntas eso?, y yo, insistente: ¿he sido duro contigo alguna vez?, y ella: nunca, y yo: ¿quizá soy demasiado tosco?, y ella: Héctor, ¿qué te pasa?, y yo: demasiado rudo quizá, ¿no?, y ella: no seas bobo, ¿lo dices porque hoy no hablaste apenas durante la cena?, ya sé que papá no te cae bien, me da un beso y añade: procura descansar, el trabajo te agota, y la veo extender las falanges blancas y articuladas de sus dedos, apagar la lamparilla de pantalla rosa y sumir la habitación en una oscuridad donde la luz de la luna, filtrada, hace brillar las superficies ásperas de nuestros huesos; después, en el sueño, he presenciado un teatro de sombras donde mis manos y brazos se movían, desplazándome, porque eran lo único, ya que la vida se había invertido como un negativo de foto y ahora solo importaba lo oculto, el secreto descubierto: los huesos de mis manos se extendían con un sonido semejante a los resortes de madera de ciertos juguetes antiguos, emergiendo del telón negro que los rodeaba: son ellos solos, el mundo es ellos, brazos y manos colgantes que hacen y deshacen, crean y destruyen, no nacen ni mueren, simplemente cambian su posición, horizontal, vertical, en ángulo, hacia arriba o hacia abajo, brazos que se balancean al caminar y manos que agarran con sus huesos cosas invisibles; y a la mañana siguiente, tras toda una noche de sueños interrumpidos y vueltas en la cama, creo comprenderlo: mi revelación es una lepra que avanza incesante, porque suena el despertador con su timbre gangoso que tanto me recuerda a una trompeta de cobre, pongo los pies descalzos en las zapatillas y lo noto: la dureza bajo las plantas, la pelusa del forro de las zapatillas adherida a los huesos del tarso, el rompecabezas de huesos irregulares de mis pies, los extremos de la tibia y el peroné sobresaliendo por el borde del pijama, las rótulas marcando un óvalo bajo la tela extendida, y al erguirme, el crujido de los fémures: el descubrimiento no me hace ni más ni menos feliz que antes, ya que lo intuyo como una consecuencia, pero un estupor inmóvil de estatua persiste en mi interior; y al ducharme viene lo peor, porque entonces compruebo que los golpes de las gotas no me lavan sino que se limitan a disgregarme la suciedad por mis huesos: arrastran el barro de mis costillas goteantes, concentran la cal en mis pies, desprenden la tierra, permean las junturas, las grietas, los desperfectos, rajan los pequeños metacarpos como cáscaras de huevo, horadan mis clavículas y escápulas, pero no hoy ni ayer sino todos y cada uno de los días en un inexorable desgaste, siento que me disuelvo en agua y salgo con prisa no disimulada de la bañera y seco mi esqueleto goteante, deslizo la toalla por el cilindro de los huesos largos como si envolviera unos juncos, la arranco con torpeza de la trabazón de las vértebras, froto como cristales de ventana los huesos planos, pienso que debo conservarme seco para siempre porque de repente sé que soy un armazón de cincuenta años de edad que solo puede humedecerse con aceite, y es en ese instante, o quizá un poco después, cuando apoyo la maquinilla de afeitar contra mi rostro, que siento la invasión final de esa lepra y quedo tan inerme que apenas puedo apartar las cuchillas giratorias de mi mejilla: algo parecido a una horrísona dentera me paraliza, porque de repente noto como el restregar de un rastrillo contra una pizarra o el arañar baldosas con las patas metálicas de una silla, incluso imagino que pueden saltar chispas entre la maquinilla y el hueso de la mandíbula o el pómulo; me palpo con la otra mano la cabeza, siento las durezas del cráneo, el arco de las órbitas, el puente del maxilar, el ángulo de la quijada, y pienso: ¿por qué finjo que me afeito?, ¿acaso mi rostro no es un añadido, una capa, una máscara?; entra Alejandra en ese instante y casi me parece que gritará al ver a un desconocido, pero apenas me mira y se dirige al lavabo; yo me aparto, desenchufo la maquinilla y la guardo en su funda, y ella: ¿ya te has afeitado, Héctor?, y yo: sí, y salgo del baño con rapidez: ¡no podría acercar esa maquinilla a los huesos de mi calavera!; todo es tan obvio que lo inconcebible parece la ignorancia, pienso mientras me visto frente al espejo del dormitorio y abrocho la camisa blanca alrededor de las delgadas vértebras cervicales: llevar un cráneo dentro, una calavera sobre los hombros, besar con una calavera, pensar con una calavera, sonreír con una calavera, mirar a través de una calavera como a través de los ojos de buey de un barco fantasma, hablar por entre los dientes de una calavera: aquí está, tan simple que movería a risa si no fuera espantoso, y me afano en terminar el lazo de mi corbata con los huesos de mis dedos sonando como agujas de tricotar; Alejandra llega detrás, peinándose la melena amplia y negra que luce sobre su propia calavera, y el paso del cepillo descubre espacios blancos en el cuero cabelludo donde los pelos se entierran: parece inaudito saberlo ahora, contemplarlo ahora; entre los dientes sostiene dos ganchillos: el asco llega a tal extremo que tengo que apartar la vista: allí emerge el hueso, pienso, el subterfugio, el disfraz, tiene un defecto, como una carrera en la media que descubre el rectángulo de muslo blanco; allí, tras los labios, los dientes, los únicos huesos que asoman, y vivimos sonriendo y mostrándolos, y nos agrada enseñarlos y cuidarlos y mi profesión consiste precisamente en mantenerlos en buen estado, blancos y brillantes, limpios, pelados, lisos, desprovistos de carne, como tras el paso de aves carroñeras: esa hilera de pequeñas muertes, esa dureza tras lo blando; ¿acaso no es enorme el descuido?; de repente tengo deseos de decirle: Alejandra, estás enseñando tus huesos, oculta tus huesos, Alejandra, una mujer tan respetable como tú, una señora de rubor fácil, tan educada y limpia, con tu colección de novela rosa y tu familia y tu religión, ¿qué haces con los huesos al aire?, ¿no estás viendo que incluso muerdes cosas con tus huesos?, ¡Alejandra, por favor, que son tus huesos hundidos en el cráneo oculto, los huesos que quedarán cuando te pudras, mujer: no los enseñes!; esto va más allá de lo inmoral, pienso: es una especie de exhumación prematura, cada sonrisa es la profanación de una tumba, porque desenterramos nuestros huesos incluso antes de morir; deberíamos ir con los labios cerrados y una cruz encima de la boca, hablar como viejos desdentados, educar a los niños para que no mostraran los dientes al comer: un error, un gravísimo error en la estructura social comparable a caminar con las clavículas despellejadas, tener los omoplatos desnudos, descubrir el extremo basto del húmero al flexionar el codo, mostrar las suturas del cráneo al saludar cortésmente a una señora, enseñar las rótulas al arrodillarnos en la misa o las palas del coxal durante un baile o la superficie cortante del sacro durante el acto sexual: y sin embargo, ella y yo, con nuestros horribles dientes, la prueba visible de la existencia de los cráneos: absurdo, murmuro, y ella: ¿decías algo?, pero hablando entre dientes debido a los ganchillos, como si lo hiciera a través de apretadas filas de lápidas blancas, un soplo de aire muerto por entre las piedras de un cementerio, o peor: la voz a través de la tumba, las palabras pronunciadas en la fosa: no, nada, respondo, y ella, intrigada, se me acerca y arrastra sus falanges por mis vértebras: te noto distante desde ayer, Héctor, ¿te ocurre algo?, ¿es el trabajo?, y juro que estuve a punto de decirle: te la pego con una antigua paciente desde hace varios años, todos los jueves a la misma hora, pero no te preocupes porque una increíble revelación me ha hecho dejarlo, ya nunca más regresaré con Galia, no merece la pena (y por qué no decirlo, pienso, por qué reprimir el deseo y no decir la verdad, por qué no descargar la conciencia y vaciarme del todo); sin embargo, en vez de esa explicación catártica, le dije que sí, que era el exceso de trabajo, y me mostré torpe, callándome la inmensa sabiduría que poseía mientras notaba cómo descendían sus falanges por el edificio engarzado de mi columna, y ella dijo: pero hace mucho tiempo que no me sonríes, y pensé: ¡te equivocas!, somos una sonrisa eterna, ¿no lo ves?: nuestros dientes alcanzan hasta los extremos de la mandíbula y no podemos dejar de sonreír: sonreímos cuando gritamos, cuando lloramos, al pelear, al matar, al morir, al soñar: sonreímos siempre, Alejandra, quise decirle, y la sonrisa es muerte, ¿no lo ves?, quise decirle, nuestras calaveras sonríen siempre, así que la mayor sinceridad consiste en apartar los labios, elevar las comisuras y sonreír con la piel intentando imitar lo mejor posible nuestra sonrisa interior en un gesto que indica que estamos conformes, que aceptamos nuestro final: porque al sonreír descubrimos nuestros dientes, «enseñamos la calavera un poco más», no hay otro gesto humano que nos desvele tanto; la sonrisa, quise decirle, traiciona nuestra muerte, la delata; cada sonrisa es una profecía que se cumple siempre, Alejandra, así que vamos a sonreír, separemos los labios, mostremos los dientes, sonriamos para revelar las calaveras en nuestras caras, hagamos salir el armazón frío y secreto, draguemos el rostro con nuestra sonrisa y extraigamos el cráneo de la profundidad de nuestros hijos, de ti y de mí, del abuelo, de los amigos, de los parientes y del cura; pero no le dije nada de eso y me disculpé con frases inacabadas y ella enfrentó mis ojos y me abrazó y sentí los crujidos, la fricción, costilla contra costilla, golpes de cráneos, y supuse que ella también los había sentido: no seamos tan duros, le dije, y ella respondió, abrazándome aún: no, tú no eres duro, Héctor, y yo le dije: ambos somos duros, y tenía razón, porque se notaba en los ruidos del abrazo, en el telón de fondo de nuestro amor: un sonido semejante al que se produciría al echarnos la suerte con los palillos del I Ching sobre una mesa de mármol, o jugando al ajedrez con fichas de marfil, un trajín de palitos recios como un pimpón de piedra, el entrechocar aparentemente dulce de nuestros esqueletos como agitar perchas vacías; me aparté de ella y terminé de vestirme: quizá soy dura contigo, repitió ella, yo también soy duro, dije, y pensé: y Ameli y Héctor Luis, y todos entre sí y cada uno consigo mismo, ¡qué duros y afilados y cortantes y fríos y blancos y sonoros!; ¿te vas ya?, me dijo, sí, le dije, porque no deseaba desayunar en casa, en realidad no deseaba desayunar nunca más, pero sobre todo, sobre todas las cosas, no deseaba cruzarme con los esqueletos de mis hijos recién levantados, así que casi eché a correr, abrí la puerta y salí a la calle con el abrigo bajo el brazo, a la madrugada fría y oscura; ya he dicho que tengo la consulta cerca, lo cual siempre ha sido una ventaja, aunque no lo era esa mañana: quería trasladarme a ella solo con mi voluntad, sin perder siquiera el tiempo que tardara en desearlo; caminaba observando con mis cuencas vacías las casas que se abren, las figuras blancas que emergen de ellas como fantasmas en medio de la oscuridad, las primeras tiendas de alimentos llenas de huesos y cadáveres limpios de seres y cosas; caminaba y observaba con mis órbitas negras, lleno de un extraño y perseverante horror: ¿qué hacer después de la revelación?, ¿dónde, en qué lugar encontraría el reposo necesario?; porque ahora necesitaba envolverme, ahora, más que nunca, era preciso hallar la suavidad; mientras caminaba hacia la consulta lo pensaba: todos tenemos ansias de suavidad: guantes de borrego, abrigos de lana, bufandas, zapatos cómodos; sin embargo, el mundo son aristas, y todo suena a nuestro alrededor con crujidos de metal; qué pocas cosas delicadas, cuánta aspereza, cuánta jaula de púas, qué amenaza constante de quebrarnos como juncos, de partirnos, qué mundo de esqueletos por dentro y por fuera, móviles o quietos, invasión blanca o negra de huesos pelados, qué cementerio: toda obra es una ruina, toda cosa recién creada tiene aires de destrucción, y nosotros avanzamos por entre cruces, mármol, inscripciones, rejas y ángeles de piedra como espectros, y la niebla de la madrugada nos traspasa, huesos que van y vienen, esqueletos que se acercan y caminan junto a mí y me adelantan, apresurados, aquel que limpia los huesos en ese tramo de la calle, ese otro que espera en la parada, envuelto en su impermeable, huesos blancos por encima de los cuellos, la muerte dentro como una enfermedad que aparece desde que somos concebidos, ¿no hay solución?; y sorprender entonces a un hombre, una figura, no como yo, no como los demás, que se detiene frente a mí y me habla: ¿tiene fuego?, dice, un individuo desaliñado de espesa melena y barba, rostro pequeño, casi escondido, chaqueta sucia y manos sucias que se tambalea de un lado a otro como si el mero hecho de estar de pie fuera un tremendo esfuerzo para él; le ofrezco fuego y se cubre con las manos para encender un cigarrillo medio consumido, entonces dice: gracias, y se aleja; me detengo para observarle: camina con cierta vacilación hasta llegar a la esquina, después se vuelve de cara a la pared, una figura sin rasgos, y distingo la creciente humedad oscura a sus pies, detenerme un instante para contemplarle, volverse él y alejarse con un encogimiento de hombros y una frase brutal; un borracho orinando, pienso, pero al mismo tiempo deduzco: se ha reconstruido, ha verificado su interior, ha exhumado cosas que le pertenecen y le llenan por dentro: líquidos que alguna vez formaron parte de él; eso es un proceso de autoafirmación, pienso: él es algo que yo no soy o que he dejado de ser, ha logrado obtener lo que yo pierdo poco a poco: integridad, quizá porque no tiene que callar, porque es libre para decir lo que le gusta y lo que no, pienso y golpeo con los huesos del pie el cadáver de una vieja lata en la acera, o porque ha aceptado la vida tal cual es, o quizá porque tiene hambre y sed, y necesidad de fumar, dormir y orinar en una esquina, quizá porque siente necesidades en su interior, dentro de esa intimidad de las costillas que en mí mismo forma un espacio negro: sus necesidades le llenan, y yo, satisfecho, camino vacío: eso pensé; era preciso, pues, reformarse, volver a la vida a partir de los huesos, resucitar, aunque es cierto que en algún sitio dentro de mí existían vestigios, cosas que se movían bajo las costillas o en el espacio entre éstas y el hueso púbico, pero era necesario comprobarlo; todo aturdido por el ansia, entré en uno de los bares que estaban abiertos a esas horas y me dirigí apresurado al cuarto de baño, respondiendo con un gesto al hombre que atendía la barra y que me dijo buenos días; ya en el urinario, muy nervioso, busqué mi pija semihundida, perdonando la frase, la extraje y me esforcé un instante: tras un cierto lapso, comprobé la aparición brusca del fino chorro amarillo y sentí una distensión lenta en mi pubis que califiqué como el hallazgo de la vejiga: al fin me sirves de algo, pensé mientras me sacudía la pilila, perdonando la bajeza; así, convertido en pura vejiga, salí a la calle de nuevo y respiré hondo: noté bolsas gemelas a ambos lados del esternón, sacos que se ampliaban con el aire frío de la mañana, y descubrí mis pulmones; en un estado de alborozo difícilmente descriptible me tomé el pulso y sentí, con la alegría de tocar el pecho de un pájaro recién nacido, el golpeteo suave de la arteria contra mi dedo, su pequeño pero nítido calor de hogar, y supe que guardaba sangre y que mi corazón había emergido; caminando hacia la consulta completé mi resurrección, la encarnación lenta de mi esqueleto; así pues, yo era pulmones y vejiga, yo era intestino, tripas, estómago, yo era músculos del pene, tendones, sangre, hígado, vesícula, bazo y páncreas, yo era glándulas y linfa, todo suave, todo lleno, ocupando intersticios como si vertieran sobre mí unas sobras de hombre: yo era, por fin, globos oculares líquidos, yo era lengua y labios, yo era el abrir lento de los párpados, la creación del paladar, la suave nariz horadada, la humedad limpia de la saliva, la lágrima tibia y el sudor de los poros; yo era sobre todo mi propio cerebro, las revueltas grises de los nervios, la masa de ideas invisibles, la voluntad, el deseo, el pensamiento; llegué a la consulta recién creado, aún sin piel pero ya formado y funcionando, atravesé el oscuro umbral con la placa dorada donde se leía «Héctor Galbo, odontólogo», preferí las escaleras y abrí la puerta con la delicadeza muscular de un relojero, con la exactitud de un ladrón o un pianista; Laura, mi secretaria, ya estaba esperándome, y el vestíbulo aparecía iluminado así como la marina enmarcada en la pared opuesta, y me dejé invadir por el olor a cedro de los muebles, la suavidad de la moqueta bajo los pies, y cuando mis globos oculares se movieron hacia Laura pude parpadear evidenciando mi perfección; entonces, la prueba de fuego: me incliné para saludarla con un beso y percibí la suavidad de mi mejilla, los delicados embriones de mis labios, y supe que por fin la piel había aparecido: cabello, pestañas, cejas, uñas, el florecer de mi bigote negro; besarla fue como besarme a mí mismo: buenos días, doctor Galbo, me dijo, noté las cosquillas de mi camisa sobre mi pecho velludo, muy velludo, buenos días, dije, buenos días, Laura, y percibí mi laringe en el foso oculto entre la cabeza y el pecho, sentí el aire atravesando sus infinitos tubos de órgano: buenos días, repetí despacio saludando a todo mi cuerpo reflejado en el espejo del vestíbulo, mi cuerpo con piel y sentimientos, mi cuerpo vestido, bajito, mi cabeza calva y mi rostro bigotudo: buenos días, doctor Galbo, hoy viene usted contento, dice Laura, sí, le dije, vengo aliviado, quise añadir, he orinado en un bar y he descubierto por fin que tengo vejiga, y a partir de ahí todo lo demás, pero en vez de decirle esto pregunté: ¿hay pacientes ya?, y ella: todavía no, y yo: ¿cuántos tengo citados?, y ella: cinco para la mañana, la primera es Francisca, ah sí, Francisca, dije, sí: sus prótesis darán un poco la lata, y me deleito: oh mi memoria perfecta, mis sentidos vivos, mis movimientos coordinados, sí, sí, Francisca, muy bien, y mi imaginación: porque de repente me vi avanzando hacia mi despacho con los músculos poderosos de un tigre, todo mi cuerpo a franjas negras, mis fauces abiertas, los bigotes vibrantes, los ojos de esmeralda, y mi sexo, por fin, mi sexo: porque Laura, con la mitad de años que yo, me parecía una presa fácil para mis instintos, una captura que podía intentarse, la gacela desnuda en la sabana; ya era yo del todo, incluso con mis pensamientos malignos, incluso con mi crueldad, por fin: avíseme cuando llegue, le dije, y entré en mi despacho, me quité el abrigo y la chaqueta, me vestí con la bata blanca, inmaculada, mi bata y mi reloj a prueba de agua y de golpes, y mi anillo de matrimonio, y los periódicos que Laura me compra y deposita en la mesa, y mi ordenador y mis libros, y mis cuadros anatómicos: secciones de la boca, dientes abiertos, mitades de cabezas, nervios, lenguas, ojos, mejor será no mirarlos, pienso, porque son hombres incompletos, yo ya estoy hecho, pienso, envuelto al fin de nuevo en mi funda limpia, recién estrenado; por fin pensar: saber que he regresado al origen, me he recobrado, he impedido mi disolución guardándome en un cuerpo recién hecho; no recuerdo cuánto tiempo estuve sentado frente al escritorio saboreando mi triunfo, pero sé que la segunda y más terrible revelación llegó después, con el primer paciente, y que a partir de entonces ya no he podido ser el mismo, peor aún, porque me he preguntado después si he sido yo mismo alguna vez, si mi integridad fue algo más que una simple ilusión: y fue cuando sonó el timbre de la puerta, el siguiente timbre, el nuevo timbre que me despertó de la última ensoñación (como el de casa de Galia, o el del despertador con sonido de trompeta de cobre, ahora el de la consulta, pensé, y no pude encontrarles relación alguna entre sí, salvo que parecían avisos repentinos, llamadas, notas eléctricas que presagiaban algo), y Laura anunció a la señora Francisca, una mujer mayor y adinerada, como Galia, como Alejandra, con las piernas flebíticas y el rostro rojizo bajo un peinado constante, que entró con lentitud en la consulta hablando de algo que no recuerdo porque me encontraba aún absorto en el éxito de mi creación: fue verla entrar y pensar que iría a casa de Galia cuando la consulta terminara y le diría que todo seguía igual, que era posible continuar, que nada nos estorbaba, y después llegaría a mi casa y le diría a Alejandra que la quería, que nunca más sería duro con ella ni con Ameli, eso me propuse, y saludé a la señora Francisca con una sonrisa amable, y la hice sentarse en el sillón articulado, la eché hacia atrás con los pedales, la enfrenté al brillo de los focos y le pedí que abriera la boca, porque eso es lo primero que le pido a mis pacientes incluso antes de oír sus quejas por completo: como estoy acostumbrado a que esta instrucción se realice a medias, me incliné sobre ella y abrí mi propia boca para demostrarle cómo la quería: así, abra bien la boca, le dije, ah, ah, ah, y es curioso lo cerca que siempre estamos de la inocencia momentos antes de que un nuevo horror nos alcance: incluso éste aparece al principio con disimulo, revelándose en un detalle, en un suceso que, de otra manera, apenas merecería recordarse, porque mientras Francisca, obediente, abría más la boca, descubrí el último de los horrores, la luz del rayo que nunca debería contemplar un ser humano, la degradación final, tan rápida, pavorosa e inevitable como cuando presioné el timbre de Galia, pero mucho peor porque no era lo oculto, lo que era, sino lo que no era, aquello que falta, no lo que se esconde sino lo que no existe: la nueva revelación me violó, perdonando la brutalidad, de tal manera que todos mis logros anteriores adoptaron de inmediato la apariencia de un sueño que no se recuerda sino a fragmentos, e incapaz de reaccionar, permanecí inmóvil, inclinado sobre la mujer, ambos con la boca abierta, ella con los ojos cerrados esperando sin duda la llegada de mis instrumentos; pero como no llegaban los abrió, me vio y advirtió en mi rostro el horror más puro que cabe imaginarse: qué pasa, doctor, me dijo, qué tengo, qué tengo, pero yo me sentía incapaz de responderle, incapaz incluso de continuar allí, fingiendo, así que retrocedí, me quité la bata con delirante torpeza, la arrojé al suelo, me puse la chaqueta y salí de la habitación, corrí hacia el vestíbulo sin hacer caso a las voces de la paciente y a las preguntas de Laura, abrí la puerta, bajé las escaleras frenéticamente y salí a la calle: no sabía adónde dirigirme, ni siquiera si tenía sentido dirigirme a algún sitio; contemplé a los transeúntes con muchísima más incredulidad de la que ellos mostraron al contemplarme a mí: ¿era posible que todos ignoraran?, ¿hasta ese punto nos ha embotado la existencia?; hubo un momento terrible en el que no supe cuál debería ser mi labor: si caer en soledad por el abismo o arrastrar como un profeta a las conciencias ciegas que me rodeaban; es cierto que toda gran verdad precisa ser expresada, pero la locura de mi actual situación consistía en que esta verdad última era inexpresable: quiero decir que esta verdad final no era algo, más bien era nada, así que no podía soñar con explicarla: quizá el silencio en el gélido vacío entre las estrellas hubiera sido una explicación adecuada, pero no un silencio progresivo sino repentino y abrupto: una brecha de espacio muerto, una bomba inversa que absorbiera las cosas hacia dentro, que nos introdujera a todos en un mundo sin lugares ni tiempo donde la nada cobrara alguna especial y terrible significación, quizá entonces, pensé, y corrí por la acera intuyendo que cada minuto desperdiciado era fatal: ¿le ocurre algo?, fue la pregunta que me hizo un individuo que aguardaba frente a un paso de peatones cuando me acerqué, y solo entonces fui consciente de que tenía ambas manos sobre la boca, como si tratara de contener un inmenso vómito; mi respuesta fue ininteligible, porque sacudí la cabeza diciendo que no, pero esperando que él entendiera que eso era lo que me pasaba: que no; si hubiera podido hablar, habría respondido: nada, y precisamente ahí radicaba lo que me ocurría: me ocurría nada, pero era imposible hacerle comprender que nada era infinitamente peor que todos los algos que nos ocurren diariamente; no pude hacer otra cosa sino alejarme de él con las manos aún sobre la boca, corriendo sin saber por dónde iba pero con la secreta esperanza de no ir a ninguna parte, de no llegar, de seguir corriendo para siempre, porque no podía presentarme en casa de aquel modo, no con aquel fallo, sería preciso hacer cualquier cosa para remediar esa escisión, quizá comenzar desde el principio, reunir de nuevo el hilo en el ovillo, a la inversa: pensar en el instante anterior a la revelación, notar la presencia para comprender ahora la falta; pero cómo describirlo: cómo decir que había conocido de repente la boca cuando la paciente abrió la suya y yo quise indicarle cómo tenía que hacerlo y abrí la mía; fue entonces: el tiempo se congeló a mi alrededor y quedé solo en medio de mi hallazgo, como un náufrago, paralizado por la revelación suprema, incapaz de comprender, al igual que con la anterior, por qué no lo había sabido hasta entonces: la boca, claro, ahí, aquí, abajo, bajo mi nariz, en mi rostro, la boca: de repente me había percatado de la verdad, tan simple e invisible debido a su propia evidencia: la boca no es nada, lo comprendí al pedirle a la paciente que la abriera y al abrir la mía: ¿qué he abierto?, pensé: la boca; pero entonces, si la boca abierta también es la boca, el resultado era una oscuridad, un agujero vacío, un abismo; quiero decir que, de repente, al ver la boca, al inclinarme para verla, no la vi, pero no la vi justamente porque era eso: el no verla; si hubiera visto la boca de la misma forma que veo mis dedos, por ejemplo, no lo sería o estaría cerrada; sin embargo, el horror consiste en que una boca abierta también es una boca: como llamarle «dedos» al espacio vacío que hay entre ellos; ¡pero eso no era todo!: si aquel defecto, aquella nada, era, ¿cómo podía evitar la llegada del vacío?, ¿cómo impedir que todo siguiera siendo lo que es en la nada?, ¿cómo pretender recobrar mi cuerpo si me evacuo por ese agujero negro y absurdo?; lo comprendí: ¡si todo se hubiera cerrado a mi alrededor!, ¡si las junturas hubieran encajado perfectamente, sin interrupciones, sin oquedades!, pero tenía que estar la boca, la boca abierta que también era la boca, y ahora ¿cómo permanecer incólume?, ¿cómo seguir inmutable, conservándome dentro, si allí estaba eso que no era, esa nada negra implantada en mí?; corrí, en efecto, a ciegas, no recuerdo durante cuánto tiempo, hasta que un nuevo acontecimiento pudo más que mi propia desesperación: en una esquina, recostado en un portal, distinguí a un hombre, el borracho de aquella madrugada, que parecía dormir o agonizar: un sombrero gris le cubría casi todo el rostro salvo la barba, y allí, insertado en lo más hondo del pelo, un agujero abierto, sin dientes, sin lengua, una cosa negra y circular como una cloaca o la pupila de un cíclope ciego que me mirara, aunque yo fuera «nadie», el vacío terrible, la nada; de repente se había apoderado de mí un horror supremo, un asco infinito, la conjunción final de todo lo repugnante, y me alejé desesperado cubriéndome con las manos aquel «salto», aquel «vacío» letal, atenazado por una sensación revulsiva, un pánico que era como cribar mis ideas con violencia hasta romperlas, la certeza de mi perdición, el desprendimiento a trozos de mi voluntad frente a lo irremediable: esa boca abierta, el error por el que todo entra y todo sale, los secretos, la palabra, el vómito, la saliva, la vida, el aliento final, porque me había envuelto en mi propio cuerpo para hallar algo último que no cierra, ese terrible defecto tras los labios del beso, tras el lenguaje cotidiano, tras los gestos de comer y masticar, más allá de los dientes y la lengua, ese algo que no es el paladar ni la faringe ni la descarga de las glándulas, ese vacío que me recorre hacia dentro, el túnel deshabitado del gusano, la nada, la negación, eso que ahora empezaba a corroerme; porque si existía la boca, nada podía detener la entrada del vacío; así que cerca de casa empecé a perderme, a dividirme en secciones, a horadarme: primero fue la piel, que apenas se presiente, que es casi solamente tacto, la piel que cayó a la acera mientras corría, la piel con mi figura y mis rasgos que se me desprendió como la de un reptil mudando sus escamas, porque el vacío se introducía bajo ella como un cuchillo de aire y la separaba; entonces los músculos y los tendones, en silencio: ¿qué protección pueden ofrecer frente a los túneles de la nada?, ¿qué defensa procuran ante esa marea de vacío, ese fallo que me alcanzaba como a través de un sumidero?, también ellos caen y se desatan como cordajes de barco en una tempestad; la calle en la que vivo recibió el tributo de la lenta pero inexorable pérdida de mis vísceras: ese trago infecto de nada, que no está pero es, provoca la caída de mi estómago y mis intestinos, mi hígado derretido y mi bazo, los pulmones sueltos que se alejan por el aire como palomas grises, el corazón que ya no late, madura, se endurece y cae, gélido como el puño de un muerto, porque nada puede latir frente a la boca, los nervios arrastrados por la acera como hilos de un títere estropeado, los ojos como gotas de leche derramada, la suave materia de mi cerebro, la exactitud de mis sentidos, la excitante delicia del deseo, la provocación del hambre y el instinto, las sensaciones, los impulsos: todo cae y se pierde, todo gotea incesante desde mi armazón, todo se va y se desvanece calle abajo; entro en casa al fin, ya solo mi esqueleto muerto y limpio, y pienso: mis hijos están en el colegio, por fortuna; me dirijo al salón y allí encuentro a Alejandra, que me mira con pasmo; se halla sentada en su sofá tejiendo algo, y probablemente destejiéndolo también, creando y destruyendo en un vaivén de interminable dedicación; entonces me detengo frente a ella, aparto con lentitud las falanges blancas de mi oquedad y la descubro, por fin, en toda su horrible grandeza: la boca abierta, las mandíbulas separadas, el enorme vacío entre maxilares, la verdadera boca que no es, desprovista del engaño de las mucosas, ese espacio negro que nada contiene, y hablo, por fin, tras lo que me parecen siglos de silencio, y mis palabras, emergiendo de ese vacío, son también vacío y horadan: Alejandra, hablo, llevo años traicionándote con una mujer que conocí en la consulta, y ella: Héctor, qué dices, y yo: es guapa, pero no demasiado, cariñosa, pero no demasiado, inteligente, pero no demasiado: lo mejor que tiene es que me quiere y que intentó hacerme feliz, y que nunca me ha creado problemas salvo la necesidad de mentirte, de ocultártelo, una mujer con la que descubrí que puede haber una cierta felicidad cotidiana a la que nunca deberíamos renunciar, como hemos hecho tú y yo, ni siquiera a esa cierta felicidad cotidiana, una mujer, en fin, con la que he sabido que ya todo es igual, que incluso el pecado termina alguna vez, incluso la culpa, incluso lo prohibido, y ella: Héctor, Héctor, qué te pasa, dice, que ya basta de mentiras, respondo y me deshago de su lento abrazo y de sus lágrimas, y basta de silencio, porque era necesario hablar, pero no solo a ti, no, no solo a ti, y ella, gritando: ¿adónde vas?, pero su grito se me pierde con el mío propio, que ya solo oigo yo, y eso es lo terrible: porque mi garganta ha desaparecido y solo quedan las tenues vértebras y el deseo de ser escuchado; corro entonces a casa de Galia arrastrando apenas los jirones blancos de mis huesos por la acera, y ella misma abre la puerta y grita al verme: no, Galia, no podemos seguir juntos, dije entonces, no tengo nada más que hacer aquí, tú, viuda y solitaria, yo, casado y solitario, nada que hacer, Galia, no más consuelos, no más secretos, basta de felicidad y de cariño doméstico, porque llega un instante, Galia, en que todo termina, y lo peor de todo es que tú no eres una solución: ¿por qué?, me dijo: porque es necesario decir la verdad y revelar la mentira, repliqué, aunque nos quedemos vacíos, es necesario abrir las bocas, Galia, le dije, y volcarnos en hablar y hablar y destruirlo todo con las palabras, dije, porque si algo somos, Galia, es aliento, así que es necesario, por eso lo hago, dije, y me alejé de ella, que gritó: ¿adónde vas?, pero su grito se perdió dentro del mío, que ya era tan enorme como el silencio del cielo; y me alejé de todos, de una ciudad que no era mi ciudad, de una vida que no era mi vida, corrí ya casi llevado por el viento, las espinas delgadas de mi cuerpo flotando en el aire, corrí, volé hacia los bosques transportado por una ráfaga de brisa como el polvo o la basura, avancé por la hierba, entre los árboles, desgastándome con cada palabra: basta con eso, dije, no más hogar, no más vida, no más esfuerzo, dije, grité en silencio: ya basta de mundo y de existencia, ya basta de hacer y de procurar, soportar, callar y mirar buscando respuestas, no, no más luz sobre mis ojos, nunca otro día más, basta de desear y pretender, de conseguir y por último perder lo conseguido y enfermar y morir y terminar en nada, todo vacío, intrascendente, limitado y mediocre: basta, porque hay un error en nosotros, un hiato perenne, el sello de la nada, esta boca siempre abierta, este hueco hacia algo y desde algo, miradlo: está en vosotros, el sumidero, el vórtice; lo he soportado todo, incluso los años de silencio, los años iguales y el silencio, la muerte interior, el vacío interior, la falsa esperanza, la ausencia de deseos, pero no puedo soportar esta conexión: si tiene que existir esto, este hueco vacío y nulo, esta ausencia de mi carne y de mi cuerpo, si tiene que existir la boca, prefiero echarlo todo fuera, dejar que todo se vaya como un soplo puro, que lo oigan todos, que todos lo sepan, prefiero esto a la falsa seguridad de un cuerpo muerto, eso dije, eso grité, y me vi por fin convertido en nada, la oquedad llenando todos mis huesos abiertos como flautas mudas, desmenuzados como arena por fin, solo esa ceniza última, apenas el rastro leve que el viento termina por borrar, el vacío enorme de esa boca que tiene que decir y revelar y descubrir y gritar y acusar y vaciarme hacia fuera desde dentro y mezclarme con todo, esa boca abierta e infinita del silencio absoluto por la que hablo aunque nadie oiga
76.
—El corazón que es más grande que el intelecto no es aquél que late en el pecho
77.
El corazón le late lenta y pesadamente en el pecho, pero siente una creciente alegría
78.
Me está mirando y yo no aparto la vista sintiendo que el corazón me late como el de un conejillo asustado
79.
–El ternero tiene su nuevo corazón, ¡y late! No ha reventado entre mis manos como usted esperaba
80.
Este corazón late 80 veces por minuto y 100 000 veces por día, y cuando un hombre llega a los setenta años, su corazón ha bombeado casi tres mil millones de veces, sin descanso, día y noche
81.
El corazón late con toda regularidad
82.
Un hombre cuya mente se llena de terror experimenta ciertas sensaciones físicas: el corazón le late salvajemente, los músculos se tensan y retuercen y se siente un impulso frenético de entregarse a la acción convulsiva
83.
Algo late, algo crece en el altillo
84.
–Si el corazón de muchas todavía late es, en parte, gracias a mí
85.
–Pues está teniendo una buena crisis: su corazón late a más de ciento veinte pulsaciones por minuto y tiene la tensión a dieciocho, que es mucho más de lo que le corresponde a un hombre de su edad
86.
De una manera u otra es lo que demuestra, a fin de cuentas, Barroquejón, bajo cuyo aparente NO late, pujando por salir a flote, el decidido SI de su acción
87.
Oigo a Martin, cómo le late el corazón
88.
Ésta no parece una semejanza fortuita: en esta ciudad que se presenta por fuera como tan vieja a pesar de ser tan nueva, late el sentimiento interior de un corazón huraño y adolescente
89.
En el fondo de todo amor, de todo cariño, de toda relación humana late el erotismo
90.
Late muy fuerte su corazón
1.
laten, a través de los ojos de lacarne, inundados de lágrimas, los ojos del espíritu se
2.
Le laten las sienes y está a punto de
3.
madera y muros y horizontes detrapo, laten el amor, los celos, la
4.
la misma agua en que se disolvieron sus abuelos y enla que laten
5.
contemplarcuatro corazones que laten al unísono! Los hombres
6.
laten bajo la tierra y los valles se estiran
7.
Si las dudas laten dentro, en algún sitio, decido no alentarlas con mi atención
8.
—Sí, pero nuestros corazones laten ahora con la marea del túnel… —Un proverbio de los conductores del túnel
9.
Por primera vez en mi vida, creo que siento con él, que su corazón y el mío laten a la par
10.
En bata de mañana, Césarine, fresca y rosada como es rosada y fresca una muchacha de dieciocho años, rubia y esbelta, de ojos azules, ofrecía a la mirada del artista esa elasticidad, tan rara en París, que hace resaltar el cuerpo más fino y matiza de un color adorado por los pintores el azul de las venas que laten bajo una piel blanca
11.
donde laten los corazones
12.
—Sus corazones no laten
13.
Los corazones de los bubis laten por Estados Unidos
14.
Lo que dondequiera hubiese podido incluso ser una inocua manifestación de la capacidad de dominar los ritmos que laten en el cuerpo y gobiernan su voz, aliento, paso, tonalidad, ganas de levantarse y ganas de dormir, se había convertido en ese lugar en algo muy diferente
15.
Y laten: corazones de héroes
16.
Lleva la misma aceleración que si hubiera andado un largo recorrido a campo traviesa: las sienes laten con fuerza, las gotas de sudor le recorren la frente, las manos le queman
1.
poco habíamos formado ya un solo latido y un solo cuerpo
2.
Desde hacía rato le golpeaba en los oídos el latido delas carótidas
3.
horas de sol y de calor era cuando la selvadormía, sin un estremecimiento, sin un latido, con una
4.
y el corazon redobla su latido;
5.
latido de la conciencia nacional
6.
sucorazón un acelerado latido
7.
complaciéndoseen el latido del pequeño tizón del cigarro,
8.
corazón un latido más de los normales; al revés de PitoSalces,
9.
de tal modo, que el latido
10.
este latido del corazón, rebasaba el hambre, el odio y la agonía
11.
¿Había pasado de una indiferencia apática a otra clase de ataraxia? Mi corazón nunca había latido, nunca había resonado antes de conocerla
12.
Tenía los ojos desorbitados y su tez había palidecido; en sus sienes destacaba el latido de las venas y su voz, ronca, se tornaba cada vez más grave
13.
Y, sonriente, se apartó de él, pues le había parecido oír el latido de su propio corazón cuando se había parado a su lado y le había tocado las manos
14.
Y el sol me entra por entre las piernas, me calienta los testículos, se trepa a mi columna vertebral, me revienta por los pectorales, oscurece mis axilas, cubre de sudor mi nuca, me posee, me invade, y siento que en su ardor se endurecen mis conductos seminales y vuelvo a ser la tensión y el latido que buscan las oscuras pulsaciones de entrañas caladas a lo más hondo, sin hallar límite a un deseo de integrarme que se hace añoranza de matriz
15.
Sentía suave y rítmico, muy lento, el latido de su corazón
16.
Las normas que rigen la vida de la dehesa vienen directamente de la ley natural y, por el rumbo contrario, los usos que gobiernan el latido del corral están escritos, con mejor caligrafía que sintaxis, en un reglamento
17.
Tras hundirle la estaca, estoy segura de que tuve un momento, un segundo, un latido de tiempo en el que pensé: «Toma ya, zorra»
18.
La ilusión persiste pese a las pruebas en su contra, como el latido del corazón, el perfecto funcionamiento de los pulmones, la temperatura corporal estable
19.
a las aguas, al bosque, a ese ligado latido
20.
Una vez excluida toda sensación, se inspira y se retiene el aire durante un latido cardíaco
21.
Haral permaneció inmóvil, con las manos cruzadas detrás de una cabeza que, indudablemente, estaba funcionando en esos momentos igual que la suya, con el incesante latido de la sirena indicándoles que en cualquier momento el muelle podía hallarse expuesto al vacío
22.
Notaba el latido de mi vetusto corazón en cualquier esquina de mi cuerpo: en la sien, en las muñecas, en mis piernas, en el cuello
23.
pasos en la escalera? No pudo oír nada, excepto el latido de su corazón
24.
Con un golpe y un latido en los huesos de la tierra,
25.
Sintió un nudo en la garganta, y el corazón —que todavía estaba acelerado a causa de la lucha—, desbocado: le latía tan deprisa que un latido no se distinguía del siguiente
26.
Luego el brillo desapareció y las explosiones cesaron y el único sonido que persistió fue un fuerte zumbido en los oídos de Nikita y el latido de su corazón
27.
Al depositar sus materiales químicos en una intrincada masa de tubos y chimeneas, a veces daban origen a parodias naturales de castillos o catedrales góticas en ruinas, desde donde negros y abrasadores líquidos latían según un ritmo lento, como si los impulsara el latido de algún poderoso corazón
28.
El corazón de Blackthorne se retrasó un latido
29.
El latido del corazón me retumbaba en los oídos
30.
Me sentí fascinado por lo que veía, y advertí, al aumentar mi concentración, que podía apreciar el poder que emanaba de él, un latido grave que surgía acompasado con el de su corazón
31.
Y, al escuchar con atención en el silencio, no pude captar ningún pensamiento en sus mentes, ningún latido en sus corazones, ningún movimiento de sangre en sus venas
32.
¿Pero a qué vienen estas consideraciones hechas ante la hoguera del rencor? Aunque me daba lástima del relojito, y lo estrechaba contra mi pecho escuchando su latido que iba a extinguirse, arrojelo al fin, y las mil piezas de su máquina ingeniosa repercutieron sobre el suelo
33.
Entre todos hicieron de la vida política una ocupación profesional y socorrida, entorpeciendo y aprisionando el vivir elemental de la Nación, trabajo, libertad, inteligencia, tendidas de un confín a otro las mallas del favoritismo, para que ningún latido de actividad se les escapase
34.
Rosamond intentó hablar, pero el latido acelerado de su corazón parecía llegar hasta los mismísimos labios, en los que las palabras se le ahogaban
35.
Cada latido del corazón, al forzar a la sangre a correr por las heladas arterias, producía una pulsación penetrante y congojosa
36.
Cerró los ojos, donde sentía un dolor como de latido
37.
Acechó el pulso de la sangre en el cuello, el latido casi imperceptible del corazón, la línea curva y suave que iba de sus músculos dorsales a la cintura y se ensanchaba en las caderas
38.
Dos tronidos sordos resonaron en la ciudad mientras al este se extendía la capa de cielo carmesí, y al primer estallido lo siguió otro al cabo de un latido de corazón
39.
Pero era más que un planeta; era el latido vivo de un imperio de veinte millones de sistemas estelares
40.
Cuando el hombre y la mujer desviaron la vista, contemplaron un espectáculo completamente distinto, que aceleró el latido de sus corazones
41.
La luz roja brillaba intensamente y un latido de energía salió disparado de su cuerpo en dirección a Mystra
42.
El latido del tiempo se esfumó en una pesada gota de silencio
43.
Percibía el latido de la ciudad sobre ellos
44.
Sintió que el corazón estallaba dentro de su pecho en un latido enorme, como si hubiera querido darle una última y estruendosa señal de su presencia allí antes de dejar de latir para siempre
45.
El corazón ya solo era una sucesión de contracciones cortas y desesperadas, sin el familiar consuelo del latido sistólico
46.
Si quisiéramos resumir la tragedia de esos años, podríamos decir que fue la falta de fantasía la que los destruyó -no se había imaginado nada mejor para acelerar el latido de los corazones
47.
El latido de su
48.
latido, una sucesión de sonidos repetidos, acompasados, tic-tap
49.
Había ira en su rostro, y la sangre cruzaba por sus venas con un latido sordo, acompasado
50.
–Es una música extraña… Parece deslizarse por debajo del latido del corazón, y por encima
51.
Se puso en cuclillas en la oscuridad e intentó controlar la respiración y el latido del corazón
52.
Tenía un lacerante latido en la cabeza y aún le mortificaba más la sensación de que piernas y brazos le estaban siendo descoyuntados
53.
Sé que el mundo va hacia ella con cada latido del gran rock y el gran roll
54.
Ellie se esforzó en dominar el fuerte latido de su corazón y deseó que Valerie no lo oyera
55.
A veces, por las noches, siento una terrible necesidad de palparme los pechos y de oír el latido tranquilo y seguro de mi corazón
56.
Con el brazo de Billy alrededor de sus hombros y su cabeza reposada sobre su amplio pecho, podía oír el latido del corazón de él, eso seguro
57.
En aquel momento, Stride sintió que el mundo se detenía y que todo ruido y movimiento se iban reduciendo como en una caja de música, hasta que sólo pudo oír el ronco sonido de su respiración y sentir cada latido de su corazón golpeándole el pecho, como si quisiera atravesarlo
58.
Corny podría oírse su propio latido tronando en su sangre
59.
Amfortas oyó voces que le llegaban desde la calle, estudiantes que se voceaban mutuamente; quedó todo en silencio después y Amfortas pensó que podía oír el latido de su corazón cuando, repentinamente, el doble se apretó la sien haciendo una mueca de dolor, y Amfortas fue capaz de distinguir la acción del doble distinta a la suya propia mientras las pinzas cauterizantes le agarraban el cerebro
60.
El corazón del detective perdió un latido
61.
–Agarró las finas sedas y halló el latido de su corazón -
62.
Y debajo, en lo hondo, escuchó lo que pensó que era el único latido de un corazón enterrado
63.
Atrayéndome con cada latido
64.
Recordaba la forma en que el mundo se había oscurecido a su alrededor Mientras el latido del corazón se convertía en un ruido sordo que iba increscendo, como los tambores al final de una representación
65.
Sólo entonces me di cuenta de que no oía el latido de su corazón ni el susurro de su respiración
66.
El corazón de Peg pareció detenerse en mitad de un latido
67.
No se habían cruzado una palabra mientras duró el diálogo con la patrulla sanitaria, ni tenían la menor idea de qué iba a ser de sus vidas, pero ambos sabían que el capitán estaba pensando por ellos: se le veía en el latido de las sienes
68.
No cambió su suave expresión, pero algo en sus ojos pareció paralizarse, como si estuvieran fijos en el filo de un cuchillo esperando el último latido de la muerte
69.
– El latido de su corazón se extendió por su cuerpo como para borrar la confusión
70.
Se está a gusto escuchando, desde debajo de las sábanas, con una mujer viva al lado, viva y desnuda, los ruidos de la ciudad, su alborotador latido; los carros de los traperos que bajan de Fuencarral y de Chamartín, que suben de las Ventas y de las Injurias, que vienen desde el triste, desolado paisaje del cementerio y que pasaron —caminando desde hace ya varias horas bajo el frió— al lento, entristecido remolque de un flaco caballo, de un burro gris y como preocupado
71.
El corazón de James se saltó un latido
72.
El sonido era como el latir lento de un corazón, y con cada latido, los remos se movían al unísono, los cien hombres remando a una
73.
Se había negado a cambiárselo, diciendo que necesitaba ese latido particular para conservar el sentido del tiempo
74.
Y entonces el prolongado latido del sonido dub de Sión
75.
Una pauta la barría, un doble latido en cada pulso orientado hacia su derecha
76.
El sonido era como el latir lento de un corazón, y con cada latido los remos se movían al unísono, los cien hombres remando a una
77.
Pero los elixires y los encantamientos ya habían funcionado: el dolor, que unas horas antes ofuscaba la vista y hacía estallar el cráneo, había desaparecido, cedido, sólo había quedado de él un latido sordo y una sensación de opresión en las sienes
78.
(En líneas generales, podemos considerar un latido un segundo, un cienlatido un minuto, un diezmes un año, un cienmes una década y un milmes un siglo
79.
La barrera tiene sólo unos tres palmos de ancho y solamente dura aproximadamente un cuarto de latido: algo de más duración requeriría demasiada energía
80.
Y nada parecía respirar; ni siquiera existir algo que tuviese un pequeño latido, una simple y diminuta vibración
81.
Me encojo de hombros y trato de ignorar el acelerado latido de mi influenciable corazón
82.
Notó en el cuello de Tamar un débil latido en el que antes no había reparado
83.
Sigo sintiendo el latido del bebé
84.
El latido de un corazón comunal… Pero ese corazón no late para usted, ¿no es así profesor?
85.
Buscó un prisionero flemático con un buen latido cardíaco y le pidió que se acostara en el polvo y contara los latidos para marcar el tiempo de la distribución para después trabajar sobre cómo reducir ese tiempo
86.
Fischer?, desde luego no en el encerado parqué de Suhrkamp; no, era un local alquilado por Luchterhand); ligeros de pies como siempre, Anna y yo, nos buscamos y encontramos bailando, a los acordes de una música con ritmo de nuestros años jóvenes -¡Dixieland!-, como si sólo bailando pudiéramos salvarnos de aquella barahúnda, de aquella inundación de libros, de todas aquellas personas importantes, escapar así ágilmente a su cháchara -”¡un éxito! Böll, Grass y Johnson son los ganadores…”- y al mismo tiempo superar, girando rápidamente, nuestro presentimiento: ahora acaba algo, ahora empieza algo, ahora tenemos un nombre, y eso con piernas elásticas, muy apretados o a la distancia de las yemas de los dedos, porque aquel murmullo de los salones de la Feria -”’Billar’, ‘Conjeturas’, ‘Tambor de hojalata’…”- y el susurro de aquella fiesta -”por fin ha nacido la literatura alemana de la posguerra…”- o bien partes militares “a pesar de Friedridh Sieburg y el ‘Frankfurter Allgemeine Zeitung’, hemos logrado romper el frente…”- sólo podían oírse de pasada, locos por la música y sueltos, porque el Dixieland y el latido de nuestros corazones eran más fuertes, nos daban alas y nos hacían ingrávidos, de forma que el peso del novelón -setecientas treinta páginas- se había suspendido en el baile y nosotros ascendíamos de edición en edición, quince, no, veinte mil, y entonces Anna, cuando alguien gritó: “¡treinta mil!”, y conjeturó contratos con Francia, el Japón y Escandinavia, de pronto, como estábamos sobrepasados por el éxito y bailábamos desprendidos del suelo, perdió su combinación de tres volantes, ribeteada con una tira de ganchillo, cuando el elástico cedió o perdió, como nosotros, toda inhibición, con lo que Anna, liberada, flotó sobre la prenda caída, la empujó con la punta del pie libre hacia donde teníamos espectadores, gente de la Feria, lectores incluso que, por cuenta de la editorial (Luchterhand), celebraban el que era ya un best-seller gritando:
87.
No había sido consciente del dolor mientras escuchaba hablar a Vancha, pero ahora el latido se intensificó
88.
Quizá lo delató un cambio en el latido de su corazón o la tensión de un músculo
89.
El asta hundida en su espalda palpitaba con cada latido del corazón
90.
Una débil pulsación parecía temblar dentro, como el latido de un corazón
91.
Sharon era consciente de todas las vibraciones de su cuerpo: sentía el movimiento de los pulmones, el latido de la sangre en las venas, el pálpito del corazón a flor de piel
92.
Sus dedos le masajearon las sienes, aliviando el latido que había llegado a aceptar como parte de la consciencia
93.
Se sentía casi el latido del corazón de la ciudad, mientras el trabajo continuaba día y noche para enviar por medio del ferrocarril el material de guerra a los dos frentes de batalla
94.
oxígeno y ese tenue latido, ese eterno susurro que es la respiración del océano, sumergiéndose con manos entrelazadas hasta el casco abandonado del portaaviones japonés, ahora recubierto de una selva de vegetación, marina y poblado por una multitud densa y fascinante de criaturas bellas y extravagantes
1.
aliento, latiendo en su corazón, viviendo en su vida
2.
latiendo de indignación y susnegros ojos chispeantes, dominaba
3.
acondicionada, debajo de la cualseguía latiendo la vida feroz y
4.
disparado como una flechay latiendo hacia la entrada de la
5.
Su corazón seguía latiendo rápido por ser deshonesta
6.
Su corazón estaba latiendo a un ritmo que no parecía saludable, y
7.
Pero su corazón seguía latiendo en otra parte
8.
Un cuarto de millón de libras y dos corazones latiendo al unísono
9.
Permanecieron mil años así abrazados, hasta que lentamente se alejaron las alucinaciones y él regresó a la habitación, para descubrirse vivo a pesar de todo, respirando, latiendo, con el peso de ella sobre su cuerpo, la cabeza de ella descansando en su pecho, los brazos y las piernas de ella sobre los suyos, dos huérfanos aterrados
10.
Un ratoncillo entró en el vacío al perder la energía necesaria para que su corazón siguiera latiendo
11.
Ellos habían trinchado el cuerpo del Imperio, lo habían destripado con el corazón aún latiendo y lo habían desgarrado en crudos jirones
12.
¿O era el de un corazón latiendo? El mundo se llenó de aquel sonido
13.
El corazón se le salía del pecho latiendo con desusada violencia
14.
Sólo una cosa las atraía, más deprisa que la sangre a los lobos: una respiración a punto de detenerse, un corazón latiendo cada vez más débilmente…
15.
En 1882, el médico inglés Sidney Ringer halló que el corazón de una rana podía ser mantenido con vida y latiendo, fuera de su cuerpo, en una solución (llamada «solución de Ringer») que contenía, entre otras cosas, sodio, potasio y calcio, en aproximadamente las mismas proporciones halladas en la sangre de la rana
16.
Caminando hacia él y meneando la cabeza, incrédulo, sin sentirse de humor para reír, pero con el corazón todavía latiendo fuerte por la emoción de haber conocido a Tikerqat y los demás, Irving dijo:
17.
Natalie se despertó con una sacudida y el corazón latiendo con furia
18.
Sentía la inmodestia de un intruso, cual si se hubiera deslizado al interior dé un ser viviente bajo su piel plateada y observara su vida latiendo en los grises cilindros de metal, en los retorcidos tubos conductores, en los orificios sellados y en el convulso torbellino de las piezas encerradas en sus jaulas de alambre
19.
Jerome se detuvo a observar el ritual, embelesado como nunca por la maraña de cuerpos y el sonido -retumbante como el trueno- de los corazones gemelos latiendo con el mismo ritmo ascendente
20.
y el cáncer sin alambradas latiendo por las
21.
Tu corazón sigue latiendo
22.
Nuestra herencia de tambores batientes ha de continuar latiendo en la sangre de estas generaciones
23.
De nuevo noté mi corazón latiendo a toda velocidad y dirigí mi mirada hacia los sellos
24.
Lo acercó a su oreja para comprobar que aquel tictac lejano y extraño continuaba latiendo
25.
–No entiendo -dijo Lars, tenso, con el tambor del miedo latiendo dentro de él
26.
El corazón seguía latiendo, desde luego
27.
Los otros le siguieron, con los corazones latiendo apresurados y muy excitados
28.
Vin sonrió, le sonrió al aprensivo Elend y alzó la cabeza hacia la oscura fuerza que esperaba arriba, latiendo con depresión cansada
29.
—Claro que se lo dije, mi señora —respondió el seon, latiendo levemente para recalcar la observación
30.
La luz se desvaneció casi inmediatamente, y Sarene se quedó con el corazón latiendo al compás en su pecho, los brazos bañados en sudor, la respiración profunda y rápida
31.
Con el corazón latiendo a toda velocidad, se dirigió hacia allí, pero tropezó en la irregular superficie del suelo y volvió a caer
32.
¡Vamos! – Y el hombrecillo agarró su fardo y echó a correr, lo bastante despacio como para que Tristran, con la bolsa de cuero golpeándole las piernas, el corazón latiendo desbocado, el aliento entrecortado, pudiera seguirle el ritmo
33.
Todos miran el reloj de Palacio, suspendida la respiración, clavados los ojos en la diáfana muestra de la impasible maquinaria, latiendo presurosos todos los corazones en todos los pechos…
34.
Lleva el cabello rojo recogido en una cinta negra, un botón de la bata desabrochado sobre el pecho, y oigo su corazón latiendo con fuerza
35.
La nuca queda al descubierto y distinguís el lunar que has besado tantas veces, latiendo suavemente
36.
A veces ella se escabullía de su cuarto por la noche para hojearlas, con el corazón latiendo a toda máquina por el miedo a que la descubriese allí, agazapada junto a la ventana, leyendo a la luz de la luna
37.
Ella notó la sangre latiendo en sus oídos en el silencio que siguió
38.
Parecía el corazón del turco latiendo en el vacío de su caja torácica
39.
Pero mientras nos rodeaban, percibí su pesada respiración, el crujido de sus huesos en tensión y el pánico latiendo en sus corazones
40.
Mi corazón está latiendo al doble de lo necesario
41.
Con el corazón latiendo a mil por hora, Josh agarró a Sophie y la empujó hacia el fondo de la cafetería, protegiéndola con su cuerpo
42.
Medio segundo durante el cual había sentido la adrenalina latiendo en sus venas
43.
El corazón sigue latiendo durante un rato, pero el gallo está perfectamente muerto
44.
Mientras el corazón siga latiendo se sigue extendiendo, curando y transformando el cuerpo conforme llega a todos los sitios
45.
Debía de haber estado soñando, quizá una pesadilla, porque me erguí con el corazón latiendo a toda velocidad
46.
—Hay otro corazón latiendo en Londres
47.
Había recorrido los pasillos, con el corazón latiendo desbocado dentro de su pecho, oliendo aquel olor a instituto, que le hizo revivirlo todo
48.
¡Vamos! —Y el hombrecillo agarró su fardo y echó a correr, lo bastante despacio como para que Tristran, con la bolsa de cuero golpeándole las piernas, el corazón latiendo desbocado, el aliento entrecortado, pudiera seguirle el ritmo
49.
El corazón me está latiendo a mil por hora
50.
El retumbar de los tambores aumentó su intensidad, latiendo contra el embate del viento y levantando ecos de la tierra
51.
Lentamente se dejó caer sobre el gastado suelo de piedra, con el corazón latiendo violentamente por la rabia y la frustración
52.
Kahlan, con el corazón latiendo descontroladamente, empezó a dirigirse hacia el este
53.
Richard se quedó de pie, jadeando, con el corazón latiendo violentamente, mientras luchaba por concentrar la ira en una amenaza que no conseguía identificar
54.
Durante los últimos cuarenta años había mantenido su corazón latiendo, y su cuerpo en funcionamiento, gracias a un control continuo
55.
Con el corazón latiendo furiosamente Rod echó a correr
56.
También implicaba que la gente que le hacía una visita inesperada la pudiera encontrar estirada, aparentemente fría y sin vida, con el corazón y el pulso apenas latiendo
57.
–Dale a un enano un trabajo que le guste, y estará ocupado en él hasta que le quede aire en los pulmones y su corazón siga latiendo -le dijo Derkin a Helta un día-
58.
Yo soy la voz humana latiendo en los metales,
59.
y un eco de pasos golpeando los metales, latiendo
60.
Anders miró la pistola con el corazón latiendo a toda velocidad
61.
Siento como si los Reinos enteros estuvieran latiendo en el interior de mi cabeza
62.
Fayolle creyó que corría hacia su fin seguro, pero fue su vecino Brunel quien le precedió al infierno: una bala de cañón le decapitó y, como el corazón seguía latiendo por costumbre, los chorros de sangre surgían a sacudidas del cuello de la coraza
63.
Las imágenes de eso acudían a su mente: la inflamación latiendo de manera poco habitual en rojo, el azul para el pus que se acumulaba y obstruía el interior de las trompas
64.
Estuve en pie petrificada, mi corazón latiendo a una rápida velocidad, mi piel
65.
latiendo rápidamente como el mío, y sudor bajando por las caras de James y
66.
Latiendo, latiendo, latiendo, con la precisión del reloj, en una habitación tan vasta como el universo
67.
Estaba atrapado por su ímpetu, con mi mano aferrada al sofá y su corazón latiendo tremebundo contra el mío
68.
¿Se atrevería a desplazar un pie? Oía la sangre latiendo en los oídos
69.
Pero la rabia que sentía Harry hacia el profesor seguía latiendo en sus venas como si fuera veneno
70.
Entonces vio el punto de luz que buscaba, y éste creció bruscamente ante sus ojos al aproximarse a gran velocidad a ella, pasando de parecer una estrella en el cielo a una luna llena y luego un muro brillante que llenaba su campo de visión, latiendo como algo que respirara
71.
Había una luz latiendo en la habitación; sintió que el pelo se le erizaba, no se atrevió a abrir los ojos, sino que se los restregó con fuerza y apretó los párpados para cerrarlos aún más y evitar que se abrieran accidentalmente
72.
En el cieno de sus corazones clavaré mi estaca de fuego y ninguno continuará latiendo
73.
Su corazón seguía latiendo con fuerza cuando la veía y no había nada que lo hiciera más feliz en el mundo que hablar con ella
74.
Estaba en la cama, mirando al techo, con la garganta seca y el corazón latiendo a toda velocidad
75.
Pero Rando se limitó a mirarlos, con los brazos cruzados sobre el pecho, y la duda latiendo en su mirada bicolor
76.
Jadeando, con el corazón latiendo desacompasadamente y los músculos de las piernas como jalea, Lane avanzó por el camino de entrada
77.
Ese fue su último pensamiento, porque cuando sintió contra la mejilla el frío áspero de la arena, cayó no en un sueño sino en una especie de sopor en el que todo su cuerpo seguía desplegando una actividad frenética, las costillas levantándose al agitado ritmo de la respiración, el corazón latiendo aceleradamente
78.
Bajó las escaleras, tropezando, cruzó apresuradamente las habitaciones de abajo; con el corazón latiendo locamente, salió de la casa
1.
A esa carta pertenece estepárrafo: «Muy hidalgos corazones he sentido latir en esta tierra;vehementemente pago sus cariños; sus goces, me serán recreo; susesperanzas plácemes; sus penas, angustias; cuando se tienen los ojosfijos en lo alto, ni zarzas ni guijarros distraen al viajero en sucamino: los ideales enérgicos y las consagraciones fervientes no semerman en un ánimo sincero por las contrariedades de la vida
2.
pecho el acelerado latir de su corazón, ysalió Catana
3.
para latir en el de otro
4.
Cada vez que resonaba un reloj á lo lejos, el corazón dedoña Ana cesaba de latir;
5.
de mujer, fiera y apasionada, que sentía latir elodio en derredor;
6.
casa, losdos estaban turbados y sentían latir precipitadamente su
7.
El latir grave y acompasado
8.
cuando losperfumes generosos de la campiña hablen a su corazón y hagan latir
9.
hasta donde se lopermitía el latir desordenado de su corazón
10.
Pero aquí se ven latir las sienes y se siente correr
11.
de Luisa; pero en el momento de hablar comenzó a latir su corazóncon violencia
12.
aún el espíritu y hacía latir sucorazón con violencia
13.
pasado, se interrogaba a los antiguos, se sentía latir elcorazón de Francia y se
14.
«Estaba tan orgulloso que oía latir «tu» corazón
15.
en suinterior empezaba a latir la irritación de la protesta
16.
Con un pequeño latir en el corazón, pensaba Delaberge
17.
respondiendo al latir desesperado delos perros; y la señora con
18.
va el latir de la sangre, la vida entera, eldolor y el conocimiento, la sensación y el
19.
moverse en el campo para latir en el corazón de lasviviendas
20.
sus sienes no deben latir; para persuadirle de que esacreacion cuyas maravillas arrancan una fervorosa y
21.
Para curar al primero, era preciso dejara de latir el segundo
22.
¡Inmutable ley es, que el corazón no dejará de latir mientras hayavida!
23.
Sentía latir mi corazón y los párpados me temblaban ligeramente
24.
Era el Cid, y el corazón de Stellara cesó de latir cuando el líder korsar se detuvo ante ellos
25.
Valerio miraba el paisaje, pero Idalin se dio cuenta de que estaba intentando buscar las palabras para decirle lo que tenía en mente, y su corazón comenzó a latir con mayor rapidez
26.
El corazón me dejó de latir al reconocer la exactitud evidente de la descripción
27.
Ninguno de los que había participado en aquella primera batalla olvidaría la visión de sus compañeros convertidos en cenizas en el tiempo en que tarda en latir el corazón
28.
Así que dejo que el calor de la tienda ahogue el latir del corazón de Kwesi, que cuenta su historia
29.
Por un momento la ansiedad hizo latir violentamente el corazón de Tommy
30.
Dentro sonaron algunos disparos y gritos que se fueron alejando y cuando los atacantes penetraban por la abertura los detuvo una voz que hizo latir el corazón del despreciable joven
31.
Tal vez pensaba en la pequeña Laglán, su compañera de fatigas y martirios, que por primera vez hiciera latir su corazón y a quien su ardiente imaginación comparaba, exceptuando el color de la piel, con la duquesa de Éboli, su señora
32.
Durante el día, aún se podía soportar, pero en cuanto se hacía de noche se le disparaba y se ponía a latir tan fuerte que hacía temblar las paredes
33.
Sentía el pulso latir en las sienes y las mejillas ruborizadas
34.
El corazón se puso a latir cual tripa de timbal pero no por ello descuidó su tarea, colocó a Volandero en el interior de la abertura de su casaca y procedió a ajustar los cordones del escote; el ave quedó presa entre la cuerda que le ajustaba la cintura y la cerrada escotadura, luego, mirando cuidadosamente dónde colocaba sus pies y ayudándose con las manos, fue ascendiendo hasta llegar a la puerta del palomar; al abrirla se mezcló el ruido que el vuelo corto de la aves producía, semejante a sordos cachetes, con el chirriar de los goznes
35.
Aquí una tos seca característica de Rafael Antúnez, impidió a Esther oír claramente el nombre del mozo a quien se estaban refiriendo, pero su instinto de mujer hizo que su corazón comenzara a latir aceleradamente
36.
Al aproximarse a las aguas de Baja California, sus sentidos habían quedado saturados con el latir de decenas de miles de corazones pulsantes y de músculos en movimiento
37.
El latir del corazón le martilleaba en los oídos y, de pronto, su cabeza emergió en la superficie a tres metros del Magnate
38.
Tyrone estaba prácticamente seguro de que su corazón había dejado de latir, durante por lo menos cinco segundos
39.
Su corazón parecía latir en todas direcciones
40.
Cuando no miraron más, su corazón comenzó a latir más a compás
41.
Hay en los hombres un ímpetu que, cualquier cosa que pueda decir la razón, hacer latir más aprisa sus corazones cuando ven ondear los colores u oyen la vieja música de los tambores
42.
La respiración del portugués era jadeante, pero su corazón parecía latir bien
43.
¡Cuán grato es el destierro! Comeremos los dos el dulce pan de la emigración, lejos de indiscretas miradas, libres y felices fuera de esta loca patria perturbada donde ni aun los corazones pueden latir en paz
44.
Pero en una sucesión rápida de acontecimientos, el corazón comenzó a latir más y más fuerte y ella sintió un sudor frío
45.
Fuera, todo estaba congelado, incluso la guerra, que había dejado de moverse en el campo para latir en el corazón de las viviendas
46.
Yo no oí más que el sordo, rápido latir de mi corazón
47.
Así, las tardes de charlas con los amigos y las madrugadas forzosas, la alegría de los niños y el pesimismo de los abuelos, porque muchos eran los que se sentían como Parkinson estragados delante de tanta magnificencia y bullicio y era cuando echaban de menos un buen estornudo, el látigo hirviente de una cachetada, una buena afeitada, los placeres privados y secretos de las evacuaciones corporales, así como otros extrañaban los ruidos de los martillos que nunca cesan en los barrios populosos, los motores de gasolina, los ladridos de los perros, el piafar de los caballos, los cantos de los gallos en el amanecer, el latir conjunto de los corazones enamorados, tantas cosas que se quedaron atrás, tachadas de imperfectas, y que ahora nos hacían una falta que acaso ni los ángeles, en su aislamiento perfecto, serían capaces de apreciar
48.
Cosas que me hacen latir el pulso
49.
En varias ocasiones consiguieron que el corazón comenzara a latir, pero a los pocos minutos volvía a detenerse
50.
Siente el corazón latir entre las orejas
51.
El bosque estaba vacío ahora que el pulso cotidiano había empezado a latir en la ciudad tras las vacaciones de verano
52.
A través de la incisión podíamos ver los pulmones de Román, inmóviles, como si estuvieran encogidos, y su corazón, grande, azulado, sin latir, pero retorciéndose como una bolsa de gusanos
53.
Olvido se echó sobre la tumba y permaneció quieta durante muchas horas sintiendo el latir de la tierra y el bisbiseo de los gusanos
54.
Le doy las gracias y mi corazón empieza a latir con fuerza
55.
Si es excesiva, impide la respiración y el latir del corazón, así como las funciones voluntarias
56.
Durante unos instantes, su corazón volvió a latir, pero en esta ocasión nadie se regocijó
57.
Entonces abrió los ojos de par en par y, por un momento, su corazón dejó de latir
58.
Cuando el dios de la Lucha se volvió y vio lo que había salido del agujero, el corazón de su mutación estuvo a punto de dejar de latir
59.
Todo aquello podía quedar resumido en el latir de tres instantes: aquél era el primero; en el segundo sintió una explosión de feroz triunfo ante la idea de que los esfuerzos y la lucha de Galt eran más difíciles de soportar que los suyos; luego, él movió los ojos y levantó la cabeza para contemplar la inscripción del templo
60.
Se dijo que también él escuchaba el latir de la ciudad como si fueran los latidos de su cuerpo
61.
Escuchaba las palabras de su confesión, pero no como tales, sino a través de aquel latir que hacía tan difícil la respiración: «Me pareciste como un símbolo de lujo, perteneciente al lugar que era tu fuente: parecías devolver el gusto a la vida y a sus legítimos dueños… tenías un aspecto de energía y de entereza a la vez… y yo era el primer hombre que había declarado que ambas cosas eran inseparables…»
62.
Lucían sus mejores ropas, las cuales apenas lograban ocultar el desbocado latir de su corazón
63.
Vanion enrojeció violentamente y una gruesa vena comenzó a latir visiblemente en su frente
64.
Sintió que el corazón estallaba dentro de su pecho en un latido enorme, como si hubiera querido darle una última y estruendosa señal de su presencia allí antes de dejar de latir para siempre
65.
Las sienes le empezaron a latir y vio cómo en su conciencia se iba abriendo ventana tras ventana, que a medida que se abrían lo iban
66.
Cuando lo engulleron las oscuras sombras de la ciudad, el corazón le empezó a latir en el pecho con energía y ferocidad renovadas
67.
Ella repetía el Padrenuestro, que el moribundo era incapaz de repetir; en las palabras 'Perdónanos nuestras deudas', él la miró cariñosamente; la mujer sintió su mano cada vez más fría entre las de ella, y después de algunos suspiros, su puro y noble corazón dejó de latir
68.
Impida a tu corazón latir y querer,
69.
Pero descubrí algo que hizo latir más rápido mi corazón»
70.
Ya en el vestíbulo Emma sintió latir fuertemente su corazón
71.
–¿Sientes alguna vez que el corazón te empieza a latir?
72.
Escalante consintió a regañadientes «porque le había comenzado a latir la rodilla»
73.
El corazón de Jean-Pierre empezó a latir aceleradamente
74.
En cuestión de tres a cinco minutos -desde el momento en que los soldados lograron amarrar el tronco a sus brazos-, su corazón pudo latir a razón de 170 pulsaciones por minuto, elevándose la tensión arterial máxima alrededor de 190
75.
Presa del pánico, su corazón comenzó a latir como frenéticas alas
76.
La cabeza del rabí se clavó en el patibulum y su barba apuntó hacia el cielo, mientras el violento dolor provocado por el mínimo giro de la muñeca izquierda hacía latir con precipitación las paredes de la vena yugular externa, marcando las fosas supraclaviculares y los músculos del cuello como jamás he visto en ser humano
77.
Su corazón se puso a latir con violencia
78.
El corazón comenzaba a latir irregularmente, transportaba menos sangre y finalmente se detenía, mientras el metabolismo se hacía extremadamente lento
79.
–¿Qué hace latir a los bocabiertas? – les preguntó Lars
80.
Cuando su corazón empezó a latir de nuevo, la siguió
81.
Stride sintió que el corazón le volvía a latir
82.
El corazón de Ginny empezó a latir más y más despacio, hasta el punto de que empezó a preguntarse si Sonya disponía de un desfibrilador
83.
Ana dejó de comer y su corazón se puso a latir con fuerza
84.
El corazón de Ana empezó a latir con fuerza
85.
Cuando la piel del mercader entró en contacto con las frías aguas, el corazón de Anna dejó de latir
86.
Para cuando Logan lo soltó, el corazón de Kylar había vuelto a latir
87.
Por la noche, tendido en la cama, sintió que su cerebro resonaba con el latir del corazón del planeta
88.
Y si no estás viva, ya que no tienes un corazón que pueda latir, sólo puedes estar muerta
89.
Su corazoncito se puso a latir con fuerza mientras se lanzaba en la dirección del sonido
90.
Mientras nos acercábamos, los corazones de dos de los miembros del grupo casi dejaron de latir, tan grande era la expectación
91.
El corazón de Tirian pareció cesar de latir ante estas palabras, pero apretó los dientes y dijo: “Dímelo todo”
92.
En ese momento sintió su corazón latir con mayor fuerza ante la proximidad de su amada
93.
La coloqué con cuidado, porque había presenciado suficientes sacrificios como para saber exactamente dónde está el corazón en un pecho humano, y entonces la empujé hasta el fondo y el corazón de Motecuzoma dejó de latir para siempre
94.
El sonido era como el latir lento de un corazón, y con cada latido, los remos se movían al unísono, los cien hombres remando a una
95.
Por otro lado, es posible que en determinadas prácticas de corrupción pueda latir la preocupación del político por su futuro después de la política
96.
El corazón de Pedro Livio se había puesto a latir con una beligerancia que apenas lo dejaba hablar
97.
–Ni usted en los míos, capitán Muñoz -replicó Javier, cuya venilla de la sien empezaba a latir, amenazadora
98.
Me imaginé que contenían la respiración, que levantaban las narices y que toda la sangre se les subía a latir en la cabeza
99.
El sonido era como el latir lento de un corazón, y con cada latido los remos se movían al unísono, los cien hombres remando a una
1.
corazón que el pueblo español? Y digo católico en el más lato sentido de la palabra,
2.
que gozar una mujer, en el más noble y lato sentido de lapalabra,
3.
A la mañana siguiente, Lato ingresó en la oficina de recepción de Spyros Lambrou
4.
Yo también recé para no fallarle en ese momento, pues estaba más apesadumbrado que cuando, con lato en sus manos, él me había salvado la vida
5.
En efecto, el plan del duque era el siguiente: como creía, con razón, moribundo a su primo, tenía empeño en hacer que le trajesen noticias de él antes de su muerte; es decir, antes del lato forzoso
6.
En sentido lato
1.
El corazón latía con fuerza
2.
Los ojos los tenía acuosos, y el corazón le latía algo más
3.
El órgano que funcionaba como el corazón le latía frenéticamente, el viento secaba su sudor
4.
El corazón de Flegg latía con rapidez y su vista se puso borrosa
5.
El corazón le latía fuertemente; las piernas letemblaban; cuando quiso cantar en una de las callesmás céntricas, no pudo; el dolor y la vergüenza habíanformado un nudo en su garganta
6.
Ahora el corazón le latía con violencia
7.
Mi corazón latía tan fuerte, que me costaba trabajo hablar
8.
Latía mi corazón con violencia inusitada
9.
El corazón me latía con loca presteza, pareciéndome tan
10.
Supequeño corazón latía sobre el mío, fundidos ambos en ritmo de
11.
Al pisar la entrada del teatro el corazón le latía con desusada
12.
Elcorazón le latía como a chico en examen
13.
—Ahora es el momento, señorita—dijo Paulina, cuyo corazón latía
14.
Mi corazón latía tan precipitadamente, que apenas podía
15.
Latía en suspalabras el odio á la influencia oculta que había
16.
estudiantil, un ardor de aventuras y decomplicadas pasiones en el que latía algo del
17.
habíallamado Su Gracia, y sentí que el corazón me latía con
18.
Latía Felicia los miró á
19.
La puerta de latía Basilisa estaba abierta y por ella vieron á la terrible
20.
¡Cómo le latía elcorazón á
21.
Entonces mi tía Encarnación y latía
22.
Santaló de que su hija era un ángel, y con latía María, de que era
23.
leoprimiera el pecho; su corazón latía con furia
24.
Nuestra inclinación aventurera, en la cual latía ya la inquietud atávicadel vasco, pudo
25.
latía en su recuerdo!
26.
bajo de sus pies, en la sombra, latía una fuerza ignoradapor él,
27.
esparcir en lanoche algo que latía en su cerebro, fundiendo el
28.
ellos latía algo confuso que lesimpulsaba a respetar las
29.
Su turbación crecía: el corazón le latía con sordo ruido
30.
cuerpo se había refugiado enel corazón, que latía con inusitado brío
31.
pensamientos que luchaban en su mente y sucorazón latía dentro
32.
Soltó Chisco el Canelo que ya latía en su perrera, oliéndose lo
33.
padre y de latía, y trabajador; estudia Derecho
34.
empresa había fracasado y sucorazón, de duelo, ya no latía como
35.
desconsuelo propio del caso; pero al mismo tiempo,en el fondo de su ánimo latía la
36.
En estas afirmaciones latía el orgullo sevillano, en perpetua rivalidadcon la gente de
37.
latía con fuerza, y trasaquellas palabras vinieron estas:
38.
Firmó con letra un poco alterada, porque el corazón le latía y le parecía que arriesgaba su vida en
39.
El corazón de Bulke latía desbocado
40.
Su corazón latía más rápido de lo habitual
41.
– ¿Han cogido a los autores del robo? – preguntó Kit con una actitud tan despreocupada como le fue posible adoptar, a pesar de que el corazón le latía desbocado
42.
Mi corazón latía con fuerza cuando penetré junto a Jane en ese templo que cobijaba el original del Pergamino de Cobre
43.
Cuando se levantó del suelo, comprobó que el pulso le latía aceleradamente y que las manos le temblaban
44.
Su corazón latía con renovado ímpetu en su escuálido pecho
45.
La fe que latía en sus palabras le hacía experimentar una rara sensación de bienestar y felicidad
46.
Mao era consciente de la violencia que latía en los jóvenes, y afirmaba que al estar bien alimentados y no tener que preocuparse por sus estudios resultaría sencillo agitarlos y servirse de su energía sin límites para causar estragos
47.
Mi corazón latía apresuradamente, y sentía las piernas como si fueran de algodón
48.
El corazón me latía con fuerza y, con un nudo en el estómago, palpé la pared en busca del interruptor de la luz
49.
El corazón me latía a toda velocidad mientras, con ternura, me cogía la cabeza entre sus manos
50.
Jimmy soltó un juramento y bajó corriendo la escalera, seguido de Bundle, cuyo corazón latía apresuradamente sintiéndose presa de un profundo sentimiento de desolación
51.
Se acercó a Hossein y le puso el oído sobre el corazón comprobando que latía; luego revisó la herida
52.
La sensación de frío intenso aumentaba constantemente; sus miembros temblaban, sus dientes se entrechocaban, mientras el corazón le latía aceleradamente
53.
Sandokán, a quien le latía con furia el corazón, se alzó lentamente y aguzó la mirada, mirando aquellas figuras humanas con profunda atención
54.
El corazón le latía con fuerza; un temblor nervioso le sacudía los miembros, y gruesas y abundantes gotas de sudor frío le bañaban la frente; pero continuaba bajándose, mientras que con una mano no cesaba de tantear el terreno
55.
Su aliento generaba una nube blanca en el aire, pero se sentía caliente porque su corazón latía con fuerza, empujado por el miedo y la ansiedad
56.
Una gruesa vena latía en el cuello de Murtagh
57.
Una vez completada la tarea, Eragon se recostó en Saphira, respirando con dificultad, pero notó que el corazón de la dragona latía a un ritmo normal
58.
Sintió un nudo en la garganta, y el corazón —que todavía estaba acelerado a causa de la lucha—, desbocado: le latía tan deprisa que un latido no se distinguía del siguiente
59.
Roran tenía la frente cubierta de sudor y el corazón le latía con fuerza, pero se negaba a dejar paso al miedo
60.
El corazón le latía ahora desbocado como si tuviera un caballo pateando en su pecho, recordándole la vez que se introdujo en el dormitorio de las damas de su madre con la misma obsesiva intención que había guiado su pensamiento desde que conoció a Marta
61.
El corazón le latía desbocado
62.
Aunque nadie podía verlo, aunque la sangre le latía en los oídos, en el pecho y en todo el cuerpo, Lascelles no se permitió aparentar ni la menor alteración: no habría sido propio de un caballero
63.
A Fatty le latía muy deprisa el corazón
64.
Mi corazón todavía latía
65.
Mi corazón latía con fuerza
66.
Tenía también una ligera congestión pulmonar y desde hacía días el corazón le latía demasiado rápido con cierta frecuencia
67.
El corazón latía bajo la piel de su pecho desnudo
68.
Erikki sentía que el corazón le latía con fuerza
69.
Tenía los ojos clavados en el arma, calculando con la mayor exactitud posible la distancia mientras, el corazón le latía descompasadamente
70.
Él corazón me latía aceleradamente
71.
Dio unos pasos y se sentó con simulado malhumor, mientras el corazón le latía a ritmo acelerado
72.
A McIver le latía el corazón descompasadamente
73.
Con el corazón que le latía violentamente, Kathy corrió hasta el dormitorio de su hija y se precipitó dentro
74.
Mi hermana María Teresa me dijo que se sentía el Tajo en la casa de Queluz, y que nuestra madre la llevaba a veces al Guincho donde un faro latía en las rocas, azulando la noche con una pupila que se abría y cerraba al iluminar los árboles, las dunas y un haz de sombras que se desplazaba despacio, sembrado de escamas
75.
El corazón me latía con fuerza mientras era conducido por el largo pasillo hacia el despacho del director
76.
En el tono del oficial latía un intenso sarcasmo
77.
El corazón le latía con fuerza mientras esperaba que la atendieran
78.
Le latía con violencia el corazón
79.
Su pulso latía con tranquila satisfacción cuando, sin decir palabra, desanduvo el camino hasta Varo Borja
80.
El corazón de Erica latía como enloquecido; toda su sensación de realidad se desintegraba
81.
–Estoy bien -tartamudeó Kim, pero estaba temblando y el corazón le latía con fuerza
82.
Jason se puso en pie; el corazón le latía deprisa
83.
En las gradas de la entrada principal latía el pulso de aquella Sevilla variopinta y a ratos feroz
84.
La sangre latía con fuerza en sus sienes, hasta tal punto que sintió un terrible dolor de cabeza
85.
Debajo del abrigo su corazón latía de prisa
86.
—¿Farid? —gritó, enfadándose por el miedo que latía en su voz—
87.
Su corazón latía desbocado
88.
También el corazón de Meggie latía más deprisa por todo aquel barullo, los empujones y tirones, los miles de olores, las voces que llenaban el aire
89.
¡Oh, Dios mío, cómo latía mi corazón al isar ese rostro con las tres cicatrices pálidas que había dejado el cuchillo de Basta! Latía más fuerte que el día que besé por primera vez a una chica
90.
—¡Os lo ruego, alteza! —Fenoglio no pudo ocultar la preocupación que latía en su voz—
91.
Tomé el teléfono mientras el corazón me latía furiosamente en el pecho
92.
Colgué enfurecida mientras el corazón me latía con fuerza contra las costillas
93.
Los relámpagos iluminaron mi dormitorio una y otra vez mientras el corazón me latía salvajemente
94.
Le latía visiblemente el pulso en las sienes-
95.
–No fue aquí donde ocurrió -dije mientras el corazón me latía con fuerza
96.
El corazón no me latía con normalidad y me di cuenta de que respiraba muy superficialmente
97.
El pulso le latía en el cuello mientras se esforzaba en el retrete
98.
Cada crujido de la vieja madera y el ruido del viento la llevaban a alargar la mano hacia la pistola mientras el corazón le latía con fuerza
99.
La tensión era palpable, latía en el aire como un oscuro corazón, y las voces de las legiones que habían acudido en ayuda de su camarada abatido a tiros se confundían con las pisadas apresuradas y con el extraño idioma que emitían las radios
100.
Su corazón latía aceleradamente y su respiración era agitada
1.
Latían aún en el campamento laexcitación del día y el hervor de
2.
Y en el tono con que dijo estas palabras latían una expresión
3.
Bajo su tez pálida latían con violencia las venas de sus sienes y, con labios temblorosos y los ojos entornados, miraba intensamente a su hija
4.
Era imposible esperar más tiempo; las sienes de Maximiliano latían violentamente; espesas nubes pasaban por sus ojos; al fin trepó por la escalera, subió a la cerca y de un salto estuvo en el jardín
5.
Las sienes le latían con violencia
6.
Las sienes le latían febrilmente, y los oídos le zumbaban con más fuerza que nunca
7.
Las venas latían en la frente del anciano, y tenía los tendones del cuello hinchados por el esfuerzo
8.
Eragon recuperó la conciencia cuando emergían bajo las nubes y notó que le latían las sienes
9.
Al depositar sus materiales químicos en una intrincada masa de tubos y chimeneas, a veces daban origen a parodias naturales de castillos o catedrales góticas en ruinas, desde donde negros y abrasadores líquidos latían según un ritmo lento, como si los impulsara el latido de algún poderoso corazón
10.
El armazón que tendría que contener al nuevo miembro de la sección superior estaba abierto, las soluciones alimenticias latían regularmente a través de la red de tubos transparentes
11.
Aunque no hacía un calor excesivo, me sudaba la frente con profusión; el aire de Londres se me hizo cada vez más irrespirable; notaba el corazón tenso y a punto de estallar, y las sienes me latían como si tuviera fiebre; mi propia vida parecía depender de que saliera al aire libre, a un lugar en el que encontrase la sombra de los árboles, el agua que corriese fresca y que refrescara sólo de mirarla
12.
Encendí un cigarro y fumé para tranquilizar mis nervios, pero me temblaban las manos y me latían las sienes de emoción
13.
Al llegar a este punto estaba yo medio loco; las sienes me latían, mis orejas echaban lumbre, el corazón se me quería saltar del pecho
14.
Cuando se aproximó a ellos, notó que sus corazones ya no latían al unísono
15.
Se miraron mutuamente con gran intensidad, ambos latían, formando parte de la noche, igual que el viento, las nubes y los fríos árboles entre las sombras
16.
Iris aguardó en la tienda vacía, en la sola compañía de los numerosos relojes que latían desde todas partes
17.
Tenía las manos heladas y las sienes le latían con violencia
18.
sus corazones latían con un temor extraño, premonitorio
19.
Las muñecas le latían de dolor
20.
Y no sólo por las ominosas reverberaciones de la Fuerza que latían invisibles a su alrededor
21.
–Es la cosa más bella del mundo -murmuró el joven, mientras las sienes le latían con violencia-
22.
Los ojos, debajo de ellos, le latían al ritmo del corazón
23.
latían con fuerza sobre los huesos desnudos de la cara
24.
Tiene gracia cómo se recuerdan algunas de esas antiguas melodías, pensó, mientras las palabras latían por su cerebro
25.
Eran tribunos valientes hasta el límite, algo que ambos habían demostrado hasta la extenuación en el campo de batalla y aun así… aun así… sus corazones latían con un temor extraño, premonitorio
26.
Latían los corazones, rebosantes de virtud
27.
Sus manos se aplastaban, coléricas, contra el tablero del escritorio; sus sienes latían
28.
Las sienes le latían con fuerza por el miedo en vez de por el esfuerzo, Rhage ladró
29.
A medida que se alejaban y llenaban los pulmones con el aire fresco de la mañana, iban recuperando el ánimo, pero les latían las sienes y tenían náuseas
30.
Las sienes me latían y sentía una nubécula de calor entre ellas, en lo más profundo del cerebro
31.
Me latían las sienes con fuerza y se me resecaba la garganta
32.
Sentía que su cuerpo y su alma latían al mismo ritmo que la fila, al mismo ritmo que el mundo
33.
El sudor corría de su frente y sus sienes latían bajo el aflujo de la sangre
34.
Sus corazones latían aceleradamente por el entusiasmo y el gozo de sentirse tan cerca el uno del otro
35.
Le latían las sienes y la habitación le daba vueltas
36.
Las informaciones que traía consigo y las que había sumado a la vista del terreno, todas le latían en la cabeza: no debía olvidar ninguna si quería cumplir con su cometido
37.
En su interior todo se hallaba en movimiento: la sangre circulaba con mayor rapidez, el pulso y el corazón latían con redoblado vigor y todo ello se manifestaba en su respiración lenta: así se respira antes de la ejecución y en los instantes de máxima voluptuosidad