1.
Pedro Luna, asistiéndole los obispos de Huesca, Lérida ySanta Justa del Reino de Cerdeña, y el Abad de Montearagon
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dió altas muestras de sí en el abad Sansón, en SanEulogio y en Alvaro de Córdoba
3.
En la proçesión yva el abad de Berdones
4.
Pone este abad por serdel Cister, Orden que
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El Abad Nilo dijo en el siglo XI que elcocinero mayor del infierno era Nabuzardan, quien,
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Antonio Abad, la Virgen delRosario y el Nacimiento
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algún enfermo, que, antes que le cure,me han de untar las mías; que el abad de donde canta
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Aquel libro tenía por título: Miedos y tentaciones de SanAntonio Abad
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Abad, en cuyo día celébraseallí una fiesta al fin de la cual, los
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del Cármen, y en el barriode San Julian la de San Antonio Abad;
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la gran estimación de Su Santidad por lasvirtudes del abad de Berguén y cómo en
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laspalabras del abad, acabando por preguntarse qué hubiera dicho y sentidoéste en
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Con los diez ducados de plata que el buen abad había depositado
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recuerdo, como lo atestiguan lasletras del abad que consigo lleva
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San Brandán, abad
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descuido de un fray Venancio,administrador de su padre, y del actual abad de Ulloa, en cuyas
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donde suantecesor, el abad de Ulloa, apuntaba los nombres de los pagadores yarrendatarios de la
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El abad deUlloa, al cual veía con más frecuencia, no le era
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simpático, por sudesmedida afición al jarro y a la escopeta; y al abad de Ulloa, encambio, le
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exasperaba Julián, a quien solía apodar mariquita; porquepara el abad de Ulloa, la última de las
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las uñas:tratándose de un sacerdote, el abad ponía estos delitos en parangón conla simonía
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Con el embullo de estos acontecimientos,apenas atendió el abad de Naya a las
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También nos hará compañía el Abad de Naya
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trabuco, aunque lleguen a levantarse las partidascon que anda soñando el jabalí del abad de
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Don Eugenio, el abad de Naya,se abría literalmente
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medio sehincó de hinojos ante el abad de Naya, y ordeñando en la palma de lamano, con perdón,
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[Entra el Abad de San Mauricio
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El abad de Villamojada lloraba hablándonos de loscaprichos, de las virtudes y de la belleza de la
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Antonio Abad; lo que vistopor los jefes españoles, ordenaron la retirada de sus
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En el cancel esperan las viudas de los náufragospara tratar del entierro con el señor abad
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pintan ángeles, sinohombres que, como el abad, de lo que cantan
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«Pero Abad, mándales el vino a esos casacones para que nos dejen enpaz»
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lo vieron San Antonio Abad y SantaTeresa de Jesús, y lo
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Acudieron arezar el oficio de difuntos el abad de Roncesvalles y los curas deArneguy, de Valcarlos y de Zaro
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La picota está en medio de la plaza, sus cuatro brazos terminan en otras tantas cabezas humanas y su estado de conservación no es más que mediano; a la sombra de la picota los juglares cantan Corrido va el abad, que gusta mucho
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Es una cautela superflua, porque durante toda la tarde y la noche numerosos militares y civiles han entrado y salido del Congreso con casi total libertad, pero los guardias avisan al capitán Abad y éste avisa al teniente coronel Tejero, que acude de inmediato y se cuadra ante el general, sin duda aliviado por la llegada de la autoridad militar esperada y el líder político del golpe
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Luego, seguidos por el capitán Abad y por el comandante Bonell, los dos hombres caminan hacia la puerta del edificio viejo del Congreso, la que da entrada al hemiciclo donde aguardan los diputados
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Durante los dos o tres minutos siguientes Armada y Tejero permanecen en el patio que separa el edificio nuevo y el edificio viejo del Congreso, hablando, la mano de Tejero siempre fija en el antebrazo de Armada, observados a pocos metros por el comandante Bonell y el capitán Abad, que no entienden lo que está ocurriendo
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Bonell y Abad tampoco entienden que, pasados los dos o tres minutos, Armada y Tejero no entren en el edificio viejo, como se disponían a hacer, sino que crucen el patio y entren en el edificio nuevo y en seguida aparezcan tras los grandes ventanales de un despacho de la primera planta
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A continuación los dos hombres pasan casi una hora encerrados allí, discutiendo, pero Bonell y Abad (y los oficiales y guardias civiles que contemplan junto a ellos la escena desde el patio) sólo pueden intentar deducir sus palabras de sus gestos, como si estuvieran asistiendo a una película muda: nadie distingue claramente la expresión de sus caras pero todos los ven hablar, primero con naturalidad y más tarde con énfasis, todos los ven acalorarse y manotear, todos los ven pasear arriba y abajo, en determinado momento algunos creen ver a Armada sacando de su guerrera unas gafas de leer y más tarde otros creen verle descolgando un teléfono y hablando por él durante unos minutos antes de entregárselo a Tejero, que habla también por el aparato y luego se lo devuelve a Armada, por lo menos un guardia civil recuerda que hacia el final vio a los dos hombres inmóviles, de pie y en silencio, apenas separados por unos metros, mirando a través de las ventanas como si de repente hubieran advertido que estaban siendo observados aunque en realidad con la mirada vuelta hacia dentro, sin ver nada excepto su propia furia y su propia perplejidad, como dos peces boqueando en el interior de una pecera sin agua
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Así que ni el comandante Bonell ni el capitán Abad ni ninguno de los oficiales y guardias civiles que asistieron desde el patio del Congreso a la discusión entre Armada y Tejero pudieron captar ni deducir una sola de las palabras que se cruzaron en ella, pero todos supieron que la negociación había fracasado mucho antes de que los dos hombres reaparecieran en el patio y se separaran sin saludarse militarmente, sin mirarse siquiera, y sobre todo mucho antes de que le oyeran pronunciar a Armada, mientras pasaba a su lado en dirección a la Carrera de San Jerónimo y al hotel Palace, una frase que todos los que la escucharon tardarían en olvidar: «Este hombre está completamente loco»
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''En buena mano está, compadre -respondió el otro-, pues si bien canta el abad, no le va en zaga el monacillo''
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Nuestro padre abad está en gracia de Dios
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Para el abad… Nunca habían tenido el valor de preguntárselo
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De esto vivimos, que el abad de lo que canta yanta»
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El abad Emilio de la Cruz
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de los que quinientos debe dar a don Sancho el abad
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Los quinientos marcos dio Álvar Fáñez al abad;
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y cuando se van, gran duelo afligía al buen abad:
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Eadred acarició amablemente la espalda del abad
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»El Abad se puso muy contento con las uvas, pero recordó que había en el convento un hermano que estaba enfermo, y pensó: «Voy a darle el racimo
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Dicen que dijo: Mentras este abad de Poblet nos mani, no farem cosa bona
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¿Sabes qué clase de aliados ha traído Doña Juana Teresa para darnos la batalla? Pues en mi casa tengo de huéspedes al ilustrísimo señor obispo de Calahorra, al ilustrísimo de Tarazona con todos sus familiares, y en el Rectoral se alojan los reverendísimos arcedianos de Nájera y Santo Domingo, y el abad de San Millán de la Cogulla
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En medio de la gallarda procesión vi el estandarte de la Hermandad de los Recueros, y al término de ella se me aparecieron el que venía como Prioste y otros dos que hacían de secretario y seise, a su lado un cura, que hacía el abad, de luenga capa los paisanos, el cura con balandrán, los cuatro caballeros en lucidos alazanes
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-Felipe de Francia aconsejó al abad don Gome que convenciese al rey, mi señor, para que os abandonase
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Entre dos dueñas y el abad me ayudaron a incorporarme
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Asustada como estaba, me cobijé en los brazos del abad de Santander
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El abad del monasterio de Saint Marien, donde ingresó, le exigió que escribiera una historia universal que abarcara el período entre la creación del mundo y el año 1211, año en que esto ocurría
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DEL MISMO AL SEÑOR DE LA TORRE DE JUAN ABAD,
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Y tú, maestro geomántico Yue Ling, no permitas que te descubran hasta llegar al pequeño puerto pesquero de Hankow, donde emprenderás el largo y difícil camino hacia el Oeste que te llevará hasta las montañas Qin Ling y, una vez allí, al honorable monasterio de Wudang y pedirás al abad que guarde tu pedazo del libro
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–A mí también me gustaría encontrarme con el abad
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El abad permaneció silencioso
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El abad permaneció silencioso unos segundos durante los cuales Biao regresó junto a Lao Jiang y le entregó su bolsa de viaje
64.
–¿Recuerda las palabras del Tao te king que le dijo el abad?
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–Siendo usted extranjera -dijo-, es imposible que entienda la profundidad y el sentido del I Ching, también conocido como el Libro de las Mutaciones, por eso el abad me ha pedido que se lo explique
66.
¿Acaso el abad nos iba a regalar la respuesta a su propia pregunta a través de un médium o lo que quiera que fuera aquel extraño anciano? Anciano que, por cierto, ya había empezado su particular ceremonia cogiendo las varillas y extendiéndolas frente a él sobre la piedra como un tahúr que extiende una baraja sobre la mesa de juego
67.
–¡Dígame ya la solución al enigma del abad! – proferí, impaciente
68.
Biao, acércate al Palacio de las Nubes Púrpuras y pide una audiencia con el abad
69.
–Dentro de una hora… de una hora occidental quiero decir, vendrá un sirviente del abad para acompañarnos al Palacio de las Nubes Púrpuras
70.
Pero ¿cómo sabía ella todo eso?, ¿cómo sabía que habíamos resuelto el enigma?, ¿cómo sabía que teníamos una audiencia con el abad?
71.
Eran dos monjes -cosa nada extraordinaria en un monasterio-, pero lo raro de ellos era su notable parecido: misma altura, mismo cuerpo, misma cara… Traían una carta del abad en respuesta a la de Lao Jiang
72.
Así constaba en el discurso que les dedicara san Bernardo de Claraval y eso era lo que les habían enseña do y para lo que estaban aleccionados; algunos todavía recordaban que cuando en 1124 el abad del monasterio de Morimond propuso a Bernardo la fundación de un monasterio cisterciense en Tierra Santa, el futuro santo le contestó que «las necesidades allí son caballeros que luchen, no monjes que canten y se lamenten»
73.
El problema de la sangre por una parte y los cuerpos por otra, de tantos difuntos de a pie y no necesariamente divinos, atormentaba las vigilias del piadoso abad Tajo, aragonés
74.
Conservamos copia de la carta en que su buen amigo el obispo san Braulio de Zaragoza disipaba las dudas del abad con doctrina y sabid uría:
75.
Hay también una mesa en la que se marcaron a fuego la mano y la cruz de un abad de Mantua, el padre Panzini, fallecido en 1731
76.
Probablemente el abad pertenecía a la nobleza y vivía como un gran señor, pero los últimos legos de las cocinas o los que labraban el campo no estaban mejor que los siervos de una casa nobiliaria
77.
En el siglo XIII, los monjes del monasterio catalán de San Cugat del Vallés comían tres huevos por cabeza; los priores, cuatro y el abad, seis
78.
En la mesa del abad tampoco era obligatorio guardar la regla cuando había invitados, por lo que los abades de algunos monasterios establecían turnos de invitaciones con los propios monjes, y todos quedaban contentos, especialmente el propio abad
79.
Aquellas tortillas voluminosas y gruesas como un cantoral estaban calculadas para que las compartieran dos canónigos, pero el abad solía comerse una él solo, pretextando que se la hacían sin sal por prescripción médica
80.
Tal pensó y tal hizo el señor abad, que se llamaba Laffite, y era gordo y campesino, parco en latines, muy cerrado de barba y en nada parecido a los abates franceses de las novelas que leían el enano y las condesitas de Belvís
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del colegio del cual abad es Cristo,
82.
—Por supuesto, caballero —se apresuró a aceptar el abad
83.
Los ojos del monje se volvieron hacia el abad
84.
—El abad se inclinó hacia él—
85.
El abad retrocedió, alejándose de la cama, pero el monje lo retuvo cogiendo el borde de la sotana con los dedos
86.
Legendre emprendió la impresión de la obra, y un viejo amigo de Lagrange, el abad Marie persuadió finalmente a un editor de París a que corriera el riesgo de la publicación
87.
Este prudente sujeto consintió en comenzar la impresión tan sólo cuando el abad prometió comprarle los ejemplares que no fueran vendidos después de cierta fecha
88.
Por el peligro que corría, el viejo abad de Preveli se vio obligado a ocultarse antes de su eventual evacuación a El Cairo
89.
La desaparición del abad permitió a sus monjes, también colaboradores de la resistencia, echarle toda la culpa a él cuando los alemanes rodearon el monasterio una mañana
90.
Milan Rajak regresó a Slanci y se lo contó al abad
91.
Comenzaba el informe por una breve sinopsis biográfica del abad Boullan, protagonista indiscutible de los hechos
92.
El abad había nacido en 1824; ordenado sacerdote católico, alcanzó cierto renombre antes de los treinta años como experto en posesiones satánicas; de hecho fue durante uno de esos exorcismos donde conoció a una monja presuntamente endemoniada, Adéle Chevalier, a la que convertiría en amante y compañera de sus aberrantes celebraciones, junto a ella fundó la llamada Iglesia de la Reparación, en cuyo seno difundió su personal doctrina de la salvación de las almas; según ésta, las almas puras debían unirse a las pecadoras, con el fin de redimirlas, a través de ritos que incluían las prácticas sexuales más degradantes —como la ingestión de la hostia consagrada mezclada con orina y sangre menstrual, o la cópula con animales—, en el curso de los cuales llegaron a sacrificar a uno de los hijos nacidos de la unión de la pareja
93.
La Iglesia suspendió oficialmente al abad en 1875
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En este punto, el autor del informe se aparta del punto de vista biográfico para narrar, en un estilo más periodístico, unos sucesos que tuvieron gran resonancia en la época y de los que la estudiante posgraduada terminó hallando abundante bibliografía: la infiltración por pane de la sociedad secreta de los rosacruces de uno de sus agentes en el círculo de Boullan con la misión de acabar con su actividad, ya que los continuos escándalos que estaba provocando podían terminar divulgando alguno de los secretos de Alta Magia a los que el abad había tenido acceso
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La base siempre eran doce monjes que partían bajo la dirección de un abad del monasterio central y fundaban uno nuevo en un paraje remoto pero fecundo para dedicarse a las misiones en los alrededores
96.
Mientras el comerciante se refrescaba, Rashid puso como pretexto las tareas que le impedían acompañar a su señor con el abad
97.
A la derecha del abad se sentaba Roberto, un monje enjuto de mediana edad que había trabajado en el palacio catalán y ahora acompañaba al grupo de viaje
98.
«Qué grupo tan curioso», pensó Rashid, «un monje callado, un abad estricto y la vividora Carmela, el amable don Ribot y su torpe vigilante Carlos»
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Rashid posó la mirada en el abad Jorge, que llevaba la coronilla, a diferencia de Roberto, limpia y cortada con pulcritud