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    Utiliser "deducir" dans une phrase

    deducir exemples de phrases

    deduce


    deducen


    deduces


    deducido


    deduciendo


    deducimos


    deducir


    deducía


    deducían


    deduje


    deduzco


    1. Su título, al menos, parece indicar un drama, aunque nose sepa con certeza la significación, que le dió su autor, pues de sudedicatoria á Doña Violante de Prados, condesa de Módica y Cabrera, sólose deduce que eran harto confusas y embrolladas sus nociones acerca delos diversos géneros de poesía


    2. Cuando se examinan atentamente las obras dramáticas de este poeta,célebre también en otros géneros literarios, se deduce que en distintosperíodos de su vida siguió diversos modelos dramáticos


    3. deduce que una absolución en el último minuto de la vida ante el sacerdote no


    4. de control de operaciones y ya deduce lo que puede suceder


    5. De lo expuesto se deduce que la duquesa de Gandía vivíasoñando


    6. observación general, empero, que deellas deduce usted, es falsa; esa es una anomalía


    7. Nadie duda de quela razon supone, combina, compara, deduce: operaciones que no


    8. En este casoel entendimiento sabe lo que hace, porque su obra le está presente;cuando combina sabe lo que combina, cuando compara y deduce, sabe loque deduce y compara, cuando estriba en ciertas suposiciones que élmismo ha establecido, sabe en qué consisten, pues se apoya en ellas


    9. funda; segunda: el modo con que los examina yexplica y las consecuencias que de ellos deduce


    10. cuerpo enfaltándole la extension; tambien es verdad; pero de estosolo se deduce que la extension

    11. Segun se vé en la operacion, se deduce que, tomando un medio


    12. De todolo cual se deduce, marquesa,


    13. Por el examen detenido se deduce el método racional de


    14. Se deduce del pasaje que había en la cámara una mesa para


    15. Porel mero hecho de decir se les hará justicia no se deduce queprometiste el perdón, lisa y llanamente


    16. mismotiempo por la propagación del género humano, se deduce


    17. En cuanto á los síntomas sanguíneos ygástricos, el valor se deduce de su accion


    18. De lo espuesto se deduce, que son propias del árnica las afeccionescon aumento de


    19. La misma apreciacion se deduce de los síntomas del pecho


    20. deduce de los síntomas siguientes: somnolencia,calosfríos y náuseas, calosfríos

    21. De lo expuesto se deduce: 1


    22. Persiste sin embargo la sospecha entre algunos astrónomos de que quizás no todo sea correcto cuando a partir de los desplazamientos hacia el rojo de las galaxias y el efecto Doppler se deduce que el universo se está expandiendo


    23. De las indagaciones que llevo efectuadas se deduce que no hemos estado avanzando en la dirección más conveniente


    24. Pero, madame, de esto se deduce también algo


    25. —¿De qué lo deduce?


    26. —Que tienes que aderezarlo con cosas como «tras personarnos en el lugar, y por ende, de lo cual se deduce, ello no obstante»


    27. - De esta frase se deduce que el señor Norrell ignoraba todavía la alta estima en que lo tenían todos los ministros en general y lo deseosos que estaban de utilizar su magia en la guerra


    28. No pensar como él piensa es simplemente obra de la astucia o del interés bastardo, de lo cual deduce que todos los que no aman el Sistema son unos pillos


    29. De lo cual ella deduce que este pueblo donde se encuentra, donde el guardián de la puerta no duerme nunca y la gente que hay en los cafés parece no tener ningún sitio adonde ir y ninguna obligación más que llenar el aire con sus conversaciones, no es más real que ella: no más, pero tal vez tampoco menos


    30. ¿Puede obtenerse arte de una enfermedad así? Si no, ¿qué se deduce sobre el arte?

    31. La existencia de un funcionariado de alto rango se deduce por el hecho de que cuando Catón el uticense fue nombrado cuestor del Tesoro en el 64 a


    32. ¿Qué deduce usted de eso?


    33. De lo cual se deduce que ella había pasado algún tiempo en Inglaterra, pero que él no había estado en Grecia


    34. Que pertenecen a una mujer se deduce de su delicadeza y también, por supuesto, de las últimas palabras del moribundo


    35. Este toro, deduce el comisario, no lleva suficiente castigo


    36. Aceptada esta definición, se deduce que un ideal verdadero no constituye una fuerza oculta, superior al individuo, sino que es la expresión articulada de la suprema afirmación del yo


    37. De la naturaleza de las ondas reflejadas de radar, se deduce que el período de rotación de Mercurio es de 59 días, o sólo 2/3 de su lapso de traslación


    38. ¿Cómo deduce que estaba haciendo eso?


    39. De ahí se deduce que cuanta más masa tiene una estrella, más corto es el tiempo en la secuencia principal y más rápidamente alcanza la fase de gigante roja


    40. De esto se deduce que cuanto más viejo sea un púlsar cuanto más largo sea el período desde la explosión de la supernova que lo formó, más largo debería ser su período de rotación

    41. Estos dioses que nacen entre los hombres, sufren muerte cruenta y resucitan, ¿no nos recuerdan a Jesús? Como todos ellos son anteriores a nuestro Jesús se deduce que, en realidad, la historia de Jesús, su Pasión, muerte y Resurrección, reproduce fielmente aquellas creencias


    42. Vayamos ahora al complicado parentesco que se deduce de los tratos de la Trinidad con la Virgen


    43. Un buen día pasan frente a la casa cuartel el curandero Jesús y sus mariachis y acompañantas (las adoratrices, se deduce) que van de pueblo en pueblo predicando el Reino de Dios y recaudando limosnas para el sostenimiento del culto (o sea, del grupo cultual que ellos mismos conforman)


    44. Deduce Marvizón que cuando Jesús compareció ante Anas,


    45. ¿Quién concede autoridad para hablar de la Sábana Santa? Evidentemente, se deduce, las cofradías sindonológicas establecidas en cada país, la Internacional Sindonológica, que dedica sus desvelos investigadores no exactamente a investigar la Sábana Santa sino a probar la Resurrección de Cristo


    46. * En el original dice 100, pero del contexto se deduce que es una errata y debiera decir 1000 (N


    47. Por tanto, se deduce de ello que el efecto centrífugo se incrementa sustancialmente desde 0, en los polos estacionarios, hasta un máximo en las zonas ecuatoriales, que giran rápidamente


    48. De las descripciones de muchos viajeros se deduce que bastantes ventas disponían de comida, aunque nunca de gran calidad ni demasiado bien cocinada


    49. Eso es parte de la Primera Ley del Movimiento, y se deduce de la ecuación de la velocidad en el plano inclinado


    50. En las matemáticas uno deduce consecuencias a partir de primeros principios, procedimiento que, en cierto modo, parece más elevado y seguro







































    1. Si los afiliados deducen el beneficio de su afiliación, de la influencia en las decisiones partidarias de contenido político, el aumento del número de afiliados debería redundar en un mayor esfuerzo de la comunicación individual o un incremento de la intensidad de la comunicación de los afiliados


    2. e) De lo anterior se deducen las razones por las culaes sólo ciertas características que se refuerzan son las que transcienden como una interpretación qeu puede que no pase a más, o que puede que no pase a más, o que tome vuelo si adquiere el carácter de noticia


    3. deducen deellos fácilmente, cuando se recuerda que la


    4. ciertoconsoladoras, que de él se deducen: primera, que la sociedad, tal cuales, es


    5. acabode exponer, los resultados que se deducen de las relaciones dedependencia ó independencia de los


    6. ] Estas son las consecuencias que se deducen de la doctrina expuestaen este capítulo


    7. demostración, se deducen necesariamente unsinnúmero de corolarios que vienen á definirlo


    8. Es como cuando les comunicas que va a haber dos embriones y deducen:


    9. deducen que estoy vivo,


    10. Además, la cuestión de las anualidades, y todos los problemas que en ella se deducen (seguros, pensiones a la vejez, etc

    11. Esas personas afirman que por sus labios deducen que usted será condenado en breve


    12. ° Los abajo firmantes deducen de los hechos consignados las conclusiones que se impone y comprueban que el señor Casimir Japoll no puede, en modo alguno, conceder una reparación por sus actos


    13. Como esos neurópatas que al sentir un ligero frescor deducen que debe haber una ventana abierta en el piso de arriba, se ponen furiosos y empiezan a estornudar, lo mismo el señor de Charlus, si una persona demostraba preocupación delante de él, suponía que a esa persona le habrían llevado algún chisme


    14. Mas, a la inversa, esta calidad del lenguaje35 de la que los teóricos creen que pueden prescindir, los que admiran a los teóricos creen fácilmente que no demuestra un gran valor intelectual, valor que ellos, para discernirlo, necesitan ver expresado directamente y que no deducen de la belleza de una imagen


    15. La mayor parte de los jefes políticos que se dirigen a un auditorio de trabajadores no logran hacer ver el valor de sus ideas, no tanto porque superen el nivel de comprensión de los oyentes, sino porque la mayor parte de éstos están atendiendo a la voz y no a las palabras, y deducen por lo tanto que la mayor parte de lo que oyen es pura fantasía, ya que no es una charla normal


    16. Y de ahí deducen que la deuda se debe combatir, por tanto, mediante políticas de austeridad, recortando gastos sociales en educación, sanidad, políticas familiares o en pensiones públicas y, en general, reduciendo la presencia del sector público en la vida económica


    1. —¿De qué lo deduces?


    1. (Deducido del tipo de vestimenta de los asistentes al sepelio, con guantes para frio en las manos)


    2. deducido por el pueblo, y bajo elsupuesto de haber caducado el


    3. »Con un poco de sentido común, de presencia de espíritu, habría deducido enseguida que el objeto del estudio no eran los efectos de los electroques en un individuo, sino yo


    4. Pues lejos, muy lejos de su exilio, habían sabido que para que un acto fuera legítimo, no le bastaba ser deducido de una sucesión de razonamientos lógicos de acuerdo con la tradición; sino que era preciso que, en su misma realización, el acto recibiese en sí toda la profundidad de la intención que preside su nacimiento y su lento desarrollo


    5. Por eso he llegado a la conclusión de que usted ha deducido que murió según la tradición de los samurais… ¿Me equivoco?


    6. A usted le contaron lo que había pasado, pero yo he deducido de una de las frases que acaba de pronunciar que sabe lo que pasó por apreciación directa


    7. Estaba claro que el muy puñetero había deducido que se alojaba en el hotel que había al lado de su establecimiento


    8. Por poco versado que el lector esté en humanidades macarrónicas, habrá deducido del diálogo trascrito que aquella mañana se había casado D


    9. Esta era la organización que yo había deducido, Watson, y a la que dediqué toda mi energía con el fin de sacarla a la luz y acabar con ella


    10. Hubiera dado un coup-de-maître 18 de haber deducido y obrado en consecuencia con lo que yo hubiera deducido

    11. Trabajando en otra dirección, el químico ruso-americano Phoebus Aaron Theodor Levene (1869-1940) había deducido las estructuras de los nucleótidos, que servían como ladrillos para la construcción de las moléculas gigantes que son los ácidos nucleicos


    12. Tanto es así que no me sorprendió saber, cuando Ultimo me consideró digno de la más íntima de sus confesiones, que precisamente de esta particular disposición mental había deducido él la misión de su vida, con la puesta a punto de un proyecto que nunca he dejado de considerar tan inútil como genial


    13. El comandante ruso había deducido correctamente que su principal blanco debía ser el de las ametralladoras pesadas


    14. con un compendio deducido


    15. Según he deducido, cuenta con mejor tecnología y domina en la guerra


    16. Ha deducido lo que estaba haciendo


    17. Tan sólo determinar cuáles son las ecuaciones mismas ha resultado ser tan difícil que, hasta ahora, se han deducido únicamente versiones aproximadas de las mismas


    18. He deducido de ello que debía de tener la cabeza metida en un capuchón o dentro de un saco en el que tal vez había pintada una máscara…


    19. – Lo he deducido -dijo Arturo-


    20. Hacía tiempo que Ansset había deducido que estaba prisionero en un barco, aunque nunca estuvo a bordo de un barco mayor que no fuera la canoa en la que había aprendido a remar en el estanque en las inmediaciones del palacio

    21. A estas alturas habrá deducido ya que mi padre murió hace unos meses


    22. Cordelia trató de confeccionar una lista con las reglas que creía haber deducido, pero las encontró tan ilógicas y conflictivas, sobre todo en el terreno de lo que ciertas personas debían fingir ignorar ante ciertas otras personas, que al final renunció


    23. Que era de rancio abolengo ya lo había deducido y que tenía dinero todavía se lo imaginaba


    24. –No lo dudo -repitió el juez-, pero, por lo que he deducido, sus admiradores tienen unos gustos un tanto peculiares


    25. –Bueno, señor Wilt, como quizás haya deducido usted, estamos investigando el posible asesinato de una mujer cuyo cadáver se cree que fue depositado en el fondo de uno de los agujeros de los cimientos del nuevo edificio


    26. Estaba bajo en el horizonte, pero ¿se ponía o se levantaba? ¿Y qué dirección indicaba el sol, en todo caso, cuando uno estaba en el Polo Sur? Frunció el entrecejo: no conseguía deducido, y no se atrevía a cometer un error


    27. Cuando por fin he deducido todo esto, me he enfurecido con Julia por no decirme qué ocurría


    28. Del resto había deducido las pérdidas producidas en la expedición del Rufiji (ver cuenta dirigida a la Administración alemana de África del Este)


    29. El tema de las entrevistas pudo ser deducido por Vuestro Seguro Servidor al reconocer la palabra ocasional en inglés y adoptando una aproximación básicamente intuitiva al reconocimiento de estructuras que no se presta aquí a la explicación racional


    30. Como debe haber deducido a estas alturas, estoy interesada en las acciones que se comercian en las bolsas de Londres y Amsterdam

    31. Según he deducido de cuanto sé, el tío culpa al señor presidente de la desaparición de Clark; lo que no es muy justo, ya que Clark, de saber que le estaban vigilando, sería capaz de despistar a dieciocho detectives, a todo el cuerpo espacial y a una jauría de perros de presa


    32. Cuando ellos no estaban, según Stephen había deducido de los comentarios del pastor, hablaba de lo que habría hecho si hubiera estado al mando del Leopard


    33. El pulgar calloso del archicanciller siguió en la dirección que habían deducido


    34. Finalmente, dijo que estaba preocupada por él porque en las últimas semanas había escrito cartas muy extrañas, de las que había deducido que estaba enfermo o triste, y que, puesto que no eran cartas íntimas, porque él tenía que enviarlas sin cerrar, a ella no le importaba enseñárselas al doctor Maturin para que le diera su opinión


    35. Por sus cálculos y por los pocos datos obtenidos por Darlymple, Horsburgh y otros en sus observaciones, el oficial de derrota (un excelente navegante) y él habían deducido que en ese momento del mes lunar probablemente habría un flujo en dirección oeste de dos nudos y medio, y había hecho el plan considerando que serían tres nudos


    36. Stephen advirtió cuál era su estado de ánimo y el de los marineros, que por el cambio de dirección del viento se habían enterado de lo que no habían deducido de la expresión de su capitán, de sus hombros caídos y de su andar trabajoso, y añadió:


    37. Lo he deducido por lo que me ha ido diciendo en nuestras conversaciones


    38. Malvezzi ha deducido que la corrupción del poder, a cualquier nivel, incluso en nombre de una potestad espiritual, está implícita en su ejercicio


    39. Eran cosas por este estilo: “Figúrense ustedes un crítico militar muy sabio que había deducido con gran golpe de pruebas las infalibles razones para que en la guerra ruso– japonesa los japoneses tuviesen que resultar vencidos y los rusos vencedores”


    40. –En cuanto al porcentaje, es 50% de lo deducido a los clases y soldados por planilla-escribe en una hoja, se la entrega, puntualiza Pantaleón Pantoja-

    41. En fin: de esta conversación he deducido que el reglamentar el tiro es cosa bastante complicada


    42. En 1973 tenía treinta y seis años, era uno de los profesores más jóvenes de la Facultad de Ciencias Sociales, estaba casado y, según he deducido, su matrimonio iba dando tumbos


    43. Al cabo había deducido que ese medallón impedía de algún modo que Moraine lo curara al primer intento


    44. Considerando que nunca le había mencionado a Ala y que le había planteado la pregunta de una forma tan sosa, me impresionó y luego me irritó que lo hubiese deducido con tan poco esfuerzo


    45. Habían tardado más de lo que Rand había deducido a partir de las indicaciones de maese Kinch


    46. ¿Cómo has deducido todo esto?


    47. —Lo he deducido, ¡pero dejarán sus diferencias al margen por un día!


    48. Sin duda Mattie lo había deducido, pero la información era tan acertada que daba la impresión de que gozaba del don de la clarividencia


    49. Jossi y otros habían deducido hacía mucho tiempo que el cultivo individual era físicamente imposible


    50. Brunetti había deducido del informe que la policía estaba desconcertada por el crimen



    1. estudian, seanalizan las sonrisas del rey y de la reina, deduciendo preferencias


    2. –No es ese rastro el que me preocupa -zanjó Zarakal con brusquedad, deduciendo que el laboratorio policial no había reparado en lo que se disponía a manifestar-


    3. Petra dedujo que era momento de reagrupar la información que estaba deduciendo de esta conversación-


    4. Deduciendo de las pautas habituales que al año siguiente la inundación tampoco superaría los Codos de la Muerte, promulgó un edicto por el cual dentro de la ciudad sólo podían comprar grano las personas con la ciudadanía alejandrina


    5. Deduciendo, con bases poco sólidas, que el señor O'Brain había sido víctima de aquel holocausto porque fabricaba bombas, el coronel Finch-Potter hizo uso de su derecho de ciudadano a arrestar a un conciudadano, pero la resistencia enloquecida del señor O'Brain no hizo más que empeorar las cosas


    6. Lo que acabara deduciendo de eso era otra cuestión


    7. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que era un nombre bastante extraño para un tesoro, pero luego reparó en el Gotero, el anillo de Odín; la lanza de éste, Gúngnir la Cimbreante; y en Mióllnir, el Machacador, el martillo de Tor, por lo que acabó deduciendo que, fuera como fuese, los tesoros de la Era Antigua solían llevar esa clase de nombres misteriosos


    8. –Ah -dijo Brunetti, deduciendo que debía de ser alumna de Paola


    1. deducimos que la variante de corredores de navegación se


    2. Si suponemos que la Tierra constituye un término medio, que éste es una regla general y que la vida se inició en diferentes épocas y lugares, deducimos que existe civilización en uno de cada trescientos mil planetas con formas vitales


    3. De esto deducimos que el carpintero ganaba 20 rublos con 50 copeikas + 3 rublos, es decir, 23 rublos con 50 copeikas


    4. De aquí deducimos el peso neto del tarro: 350 -150 = 200 g


    5. Por el número 17-08 deducimos la fecha: 17/VIII


    6. Al siguiente día, 1° de Enero de 1840, año bisiesto, una ligera niebla veló el sol durante las primeras horas, y de ello deducimos el anuncio de un cambio en el estado atmosférico


    1. Por el tamaño de Suramérica incrustada encima del listón horizontal de uno de los dos costados, puede deducir que el tamaño del cráter que se abrió, era del tamaño de cuatro (4) planetas tierra completa


    2. Basta leer la Comedietade Ponza para deducir que no se destinó á la representación, aunque porsu fondo y por su forma dialogada se acerque mucho á lo que apellidamosdrama


    3. simple ejemplo para deducir que a las ideas y a la


    4. Tal situación tenía que producir efectos penosos y aún irritantes, que el Hombre de las Leyes sabía hábilmente disimular, por el sentimiento de respeto y obediencia que la disciplina militar le imponía frente a la persona de su superior, y se puede deducir que, conociendo Bolívar los sentimientos del General hacia quien por su hermosura se la denominaba “la Reina de Cundinamarca”, su proceder era por lo menos desconsiderado para con su compañero de armas y gobierno


    5. - Su autonomía se puede deducir de los desniveles en la comunicación: Podemos imaginar los límites de una organización autónoma como un desnivel comunicativo: entre los afiliados o las partes de una organización existe una comunicación más fluida y más efectiva que con personas ajenas a ella


    6. Podemos deducir que la oxitocina encierra muchos misterios, que debemos en definitiva manejar nosotros, si nos deja


    7. mundoy habilidad y cacumen le sobran a usted para deducir el


    8. Carlos, según pude deducir, era sudios, su ídolo; y el


    9. Luna á laTierra se han podido deducir las dimensiones de su


    10. Ahora basta con seistrabajadores cualificados para cubrir el trabajo de veinte tipógrafos,de lo cual se puede deducir que anteriormente las empresas decomunicación visual solían generar empleos

    11. Forma, la Esencia y (puesque la Belleza es el esplendor de la Verdad) deducir de lasperfecciones


    12. ] Contra la opinion que atribuye al espacio una naturaleza distintadel cuerpo, haciéndole una substancia extensa, tampoco parece valer elargumento de los que de ahí quisieran deducir su infinidad; porque aunen este supuesto, no hay ningun inconveniente en señalarle un límite


    13. deducir que la independenciadel corazón sigue el mismo


    14. Fácil nos será deducir de los anteriores datos las dos siguientes conclusiones, una de interés local y otra generalizada átodo el Ejército y que ambas revisten importancia suma


    15. y objetos,para deducir de su posición la historia del delito, misia


    16. trabajo de veinte tipógrafos, de lo cual sepuede deducir que anteriormente las empresas de comunicación visualsolían generar empleos


    17. No obstante, es la más racional y fácil de deducir de las comprobaciones más simples


    18. ¿Son cordilleras, es decir terreno elevado, son cuencas, es decir terreno deprimido? ¿Cómo están hechas? ¿Forman parte de un sistema tectónico global, producido quizás por la fracturación de un planeta en expansión o en contracción? ¿Están relacionadas con la tectónica de placas de la Tierra? ¿Qué cosas permiten deducir sobre los demás satélites del sistema joviano? En el momento del descubrimiento, la tan loada tecnología había producido algo asombroso


    19. A partir del tiempo que estuvieron expuestos a los rayos cósmicos, en sus viajes interplanetarios entre Marte y la Tierra, podemos deducir su edad y cuánto tiempo hace que fueron eyectados de Marte


    20. Para los periódicos de difusión nacional era un caso menor -Marita, siempre tan Judy Garland en El mago de Oz, no terminaba de estar de acuerdo-, apenas una anécdota, con la que ha caído y sigue cayendo en la economía mundial y española, de consecuencias fastidiosas para un puñado de incautos o de adinerados, ajenos a su círculo y que, por lo que cabía deducir, le habían confiado a Meneses cantidades no excesivamente abultadas que él había manejado con el rigor de un prestamista de tercera

    21. Intuitivamente, se puede deducir que los cloroplastos secuestrados le proporcionan la energía necesaria para vivir


    22. Me dio las gracias con tal gesto, que no era difícil deducir que él sería el oficiante


    23. En definitiva, de lo que no se habían dado cuenta los occidentales, que nunca se unieron con una fuerza suficiente para acudir en su ayuda, se dio cuenta el sultán, con lo que se puede deducir su mayor inteligencia y oportunidad


    24. »Con todo, como le había dado tantas vueltas a cada aspec­to del problema, el señor Crawford fue capaz de captar, aun con la escasa información que logró deducir de las preguntas de su colega, la idea clave que se escondía en la fórmula central y, desde aquel instante, su único deseo fue encerrarse a solas de nuevo en su torre de marfil y desarrollarla hasta alcanzar una versión definitiva y completa de lo que consideraba el fruto de su idea original


    25. A continuación los dos hombres pasan casi una hora encerrados allí, discutiendo, pero Bonell y Abad (y los oficiales y guardias civiles que contemplan junto a ellos la escena desde el patio) sólo pueden intentar deducir sus palabras de sus gestos, como si estuvieran asistiendo a una película muda: nadie distingue claramente la expresión de sus caras pero todos los ven hablar, primero con naturalidad y más tarde con énfasis, todos los ven acalorarse y manotear, todos los ven pasear arriba y abajo, en determinado momento algunos creen ver a Armada sacando de su guerrera unas gafas de leer y más tarde otros creen verle descolgando un teléfono y hablando por él durante unos minutos antes de entregárselo a Tejero, que habla también por el aparato y luego se lo devuelve a Armada, por lo menos un guardia civil recuerda que hacia el final vio a los dos hombres inmóviles, de pie y en silencio, apenas separados por unos metros, mirando a través de las ventanas como si de repente hubieran advertido que estaban siendo observados aunque en realidad con la mirada vuelta hacia dentro, sin ver nada excepto su propia furia y su propia perplejidad, como dos peces boqueando en el interior de una pecera sin agua


    26. Así que ni el comandante Bonell ni el capitán Abad ni ninguno de los oficiales y guardias civiles que asistieron desde el patio del Congreso a la discusión entre Armada y Tejero pudieron captar ni deducir una sola de las palabras que se cruzaron en ella, pero todos supieron que la negociación había fracasado mucho antes de que los dos hombres reaparecieran en el patio y se separaran sin saludarse militarmente, sin mirarse siquiera, y sobre todo mucho antes de que le oyeran pronunciar a Armada, mientras pasaba a su lado en dirección a la Carrera de San Jerónimo y al hotel Palace, una frase que todos los que la escucharon tardarían en olvidar: «Este hombre está completamente loco»


    27. Todo esto logré deducir antes de que me vendieran


    28. ¡Siempre Duke, el elemento desconocido! Tuvo la impresión de que debía ser capaz de deducir quién era a partir de las evidencias, pero al parecer a todo el mundo le producía la misma impresión aquel caballero: un hombre normal y corriente, agradable


    29. - ¿Puedo deducir de esto, milord, que va a ofrecerme la solución de un caso parecido?


    30. —¿Puedo deducir por tu presencia aquí, Asesino de Sombras, que has completado tu formación con los elfos?

    31. Al médico le bastó una mirada para saber que antes de morir por asfixia, había recibido un tremendo golpe en la nuca y a la policía le bastó otra mirada para deducir que los únicos que podían dar una explicación eran sus propios alumnos, con quienes salió al paseo anual del colegio


    32. Por otra parte, les resultaba fácil deducir el excelente estado físico del muchacho cuyas fuerzas y buena voluntad alcanzaban para cumplir las pesadas faenas exigidas por el tío Rupert y, estaban seguras sobrarían para retozar con ellas


    33. Me bastó ver sus orejas escarlatas, como se le ponen cuando quiere ocultarme algo, para adivinar que había pasado la noche con Lori y, conociéndolo, deducir que el asunto iba en serio


    34. Lo cual nos lleva a deducir que había una relación entre Sanfilippo y los Griffo


    35. —No sé qué deducir exactamente de esto —dijo Sadler con la sensación de un patinador sobre una capa de hielo muy delgada—


    36. Y es que el hombre adquiere un sexto sentido cuando lleva bastante tiempo contemplando las pantallas de sonar; un instinto que le permite deducir más de lo normal de las motas en movimiento


    37. El señor E sabía que Swann era lo bastante inteligente para deducir lo que era necesario hacer a partir de aquel punto, y le proporcionó una pizca más de información


    38. Discurriendo rapidísimamente sobre aquella situación vine a deducir que era preciso valerme del mismo diplomático para mi objeto, no hallándose en palacio ninguna otra persona de la familia; mas para esto era también preciso no perder el disfraz, ni correr el velo de aquel gracioso engaño, pues si esto ocurría, todo acababa con echarme a la calle o ponerme a disposición de un alguacil


    39. ¿Qué deducir de esta información? Lo del papel en una obra suena a mentira; pero ¿miente Laurence Olivier a Caroline o Caroline a él? A estas alturas, Laurence Olivier debe de ser un viejo con dentadura postiza


    40. Y no había que ser muy inteligente para deducir lo que iba a pasar a continuación

    41. Sin embargo, logré sacarle lo suficiente para deducir que usted había sacado buen provecho de su tiempo, que no le había dado ocasión para sentirse descorazonada, ya sabe qué quiero decir, pues dejo a ese respecto que le haga usted hablar con claridad a ella


    42. Suponiendo que la historia del desdichado joven fuera absolutamente cierta, ¿qué cosa diabólica, qué calamidad absolutamente imprevista y extraordinaria podía haber ocurrido entre el momento en que se separó de su padre y el instante en que, atraído por sus gritos, volvió corriendo al claro? Había sido algo terrible y mortal, pero ¿qué? ¿Podrían mis instintos médicos deducir algo de la índole de las heridas? Tiré de la campanilla y pedí que me trajeran el periódico semanal del condado, que contenía una crónica textual de la investigación


    43. El razonador ideal comentó, cuando se le ha mostrado un solo hecho en todas sus implicaciones, debería deducir de él no sólo toda la cadena de acontecimientos que condujeron al hecho, sino también todos los resultados que se derivan del mismo


    44. Al día siguiente a esa hora, Fenston y Leapman descubrirían que Anna les había pasado información falsa, después de deducir que espiaban sus conversaciones


    45. Tampoco fue difícil deducir cuál pudo haber sido esta arma


    46. También se esconde, pero no es un preso, por lo que he podido deducir


    47. Después permaneció bastante tiempo sentado, sumido en profundas reflexiones, y de su frente arrugada pude deducir que, en su opinión, aquel macabro descubrimiento no nos había hecho avanzar gran cosa en nuestra investigación


    48. Los socios pueden deducir las pérdidas empresariales, si las hubiere, de sus ingresos individuales


    49. Jason no tardó en deducir que Hayes había discrepado con esa compañía en lo relativo a la propiedad del procedimiento y la cepa, y de que tramitaba la patente


    50. O también podría deducir que el barco está confinado a una sección particular del espacio y que esa sección está curvada en forma de esfera









































    1. De todo esto se deducía que aquella pícara había traído una maldición ala casa; ella tenía la culpa de la demencia de Maxi


    2. misma época que él y de que estuviera enel cuarto de Jenny no se deducía que fuese un criminal


    3. De estas afirmaciones se deducía: a) Un adelanto del "gobierno mundial" que hoy quiere practicar Washington con


    4. Por otra parte, sólo había cuatro personas, según se deducía por todo lo que había averiguado, que sacaran una buena cantidad de la muerte del viejo militar


    5. La mujer lo vio nacer, había estado presente en todos los momentos importantes de su infancia, lo conocía como a un hijo, nada referente al muchacho escapaba a sus ojos y lo que no deducía por simple sentido común, lo adivinaba mediante su talento de nigromante, que en buenas cuentas consistía en el conocimiento del alma ajena, buen ojo para observar y el estado de desfachatez para improvisar consejos y profecías


    6. Si el cliente producía un objetivo, deducía el anticipo del total de sus honorarios


    7. Había por lo menos otros diez más tirados por el suelo, pero el muchacho había atribuido una importancia especial a ése y lo había guardado en el cajón de la mesita para poder leerlo una y otra vez, como se deducía por las sucias y maltratadas páginas


    8. Por su diseño se deducía en seguida que funcionaba con combustible químico y no con atómico


    9. De su estudio se deducía que el hombre cuyo rostro había cubierto el lienzo murió en posición vertical, con su cabeza inclinada setenta grados hacia delante y veinte hacia la derecha


    10. Elene entrecerró los ojos mientras deducía el resto

    11. Por su voz, por la atención con que escuchaba mis respuestas, yo deducía que quería obtener de ese oscuro pasado unas informaciones útiles para la guerra que estaba iniciando


    12. El motivo era que el bien y el mal no pueden sino intentar destruirse mutuamente; y de esto se deducía que, en el mundo de la guerra y el asesinato, el mal debía triunfar sobre el bien


    13. De eso se deducía que alguien los había puesto allí para implicarlo en el incendio provocado


    14. De aquellas observaciones se deducía claramente que quienes ordenaron la construcción de aquellos edificios religiosos en época incaica sabían muy bien lo que hacían


    15. –Bueno, el término correcto sería proyecciones, puesto que Marcilla deducía que esta religiosa, de clausura por cierto, podría gozar del don de la bilocación, es decir, podría dejarse ver por aquí sin dejar de estar en España


    16. Estos poseían en su archivo familiar ciertas notas de las que se deducía que la estatua llegó a Inglaterra, a la casa de los Ramsfield, en Cornwall, el año 1807


    17. El ritmo que se deducía del programa era ridículamente lento —los obligaría a permanecer en la Pendiente y en los vergeles casi hasta la Feria de Fin de Año—, pero era el mismo que habían seguido en los muelles


    18. Semejante debilidad da, entre otros resultados, el de agravar esa tendencia, tan usual en cuanto se tiene cierta edad, a considerar agradables las palabras que lisonjeen nuestro modo de pensar y nuestras aficiones y que nos animen a seguirlas; esa edad en que un gran artista prefiere al trato de genios originales el de sus discípulos, que sólo tienen de común con él la letra de su doctrina, pero que lo escuchan y lo inciensan; esa edad en que una mujer o un hombre de valer que viven consagrados a un amor diputan por la persona más inteligente de una reunión a aquella que, aunque en realidad sea inferior, les mostró con una frase que sabe comprender y aprobar una existencia dedicada a la galantería, lisonjeando de ese modo la tendencia voluptuosa del enamorado o de la querida; y ésa era la edad en que Swann, en la parte que llegó a tener de marido de Odette, se complacía oyendo decir a la señora de Bontemps que es ridículo no recibir en su casa más que duquesas (de lo cual deducía, al contrario de lo que hubiese hecho antaño en casa de los Verdurin, que era una mujer buena y graciosa, nada snob) y en contarle cuentos que la hacían “retorcerse de risa” porque no los conocía y, además, porque “cogía” el chiste pronto y le gustaba adular y divertirse con su propio regocijo


    19. De las costumbres del señor de Charlus el escultor deducía con tanta menor vacilación que la situación social del barón debía ser tan mala que no poseía acerca de la familia a la que pertenecía el señor de Charlus, su título o su nombre ninguna suerte de información


    20. El desprecio de Bloch se originaba especialmente en que algunos efectos de estilo, por otra parte agradables, eran un poco marchitos; el de la señora de Guermantes, en que el cuento parecía probar precisamente lo contrario de lo que quería decir el autor, por motivos de hecho que deducía ingeniosamente, pero en los que nunca hubiera pensado

    21. Lo que temiera y sospechara vagamente mucho tiempo de Albertina, lo que deducía mi Instinto de todo su ser y lo que me había hecho negar poco a poco mis razonamientos conducidos por mi deseo, era verdad


    22. A pesar de la ingenuidad de Goncourt, que del interés de aquellas anécdotas deducía la distinción probable del hombre que las contaba, muy bien podía ocurrir que unos hombres mediocres vieran en su vida u oyeran contar cosas curiosas y las contasen a su vez


    23. De todo esto se deducía que, mientras los renacentistas tenían una armada de ataque, los tapos eran más fuertes en la defensa


    24. Lo único que por momentos le espantaba el moscardón zumbador de la angustia eran las sesiones amorosas, que no se interrumpieron, y la certeza que iba creciendo en él, a medida que leía y releía los escritos sobre Clipperton, de que un fabuloso tesoro había sido abandonado por el pirata en algún lugar del atolón, que tendría que ser, deducía Arnaud, la laguna o la gran roca del sur


    25. A juzgar por la expresión del rostro de Ingtar, sin embargo, Rand deducía que tal vez éste tuviera intención de atrapar a quienes habían robado el Cuerno el primer día


    26. Los jinetes cabalgaban a un trote lento, de lo cual se deducía que se dirigían a un lugar concreto pero sin grandes prisas


    27. Todos miraron a Ardan con cierta ansiedad y hasta con cierta lástima, como si previesen su derrota, pues, en realidad, siendo cierto el hecho que la observación revelaba, la consecuencia que de él deducía el desconocido era rigurosamente lógica


    28. También deducía por qué; sentía mucho dolor, sobre todo en la mitad inferior derecha


    29. El ritmo que se deducía del programa era ridículamente lento -los obligaría a permanecer en la Pendiente y en los vergeles casi hasta la Feria de Fin de Año-, pero era el mismo que habían seguido en los muelles


    30. Flavia seguía la conversación mirando a uno y otro mientras hablaban, sin mostrar sorpresa, de lo que se deducía que ya estaba enterada

    31. De su falta de asombro deducía Moscoso la absoluta impermeabilidad de las razas indígenas para asimilar la civilización de la cual se valían


    32. Un día estaba en el vestíbulo del hotel Empire, tal vez el segundo mejor de la ciudad, sentado en uno de los sofás de espera y al lado de un caballero cincuentón y de aspecto severo, elegantemente trajeado y que llamaba la atención por su cuidadísimo bigote y por su monumental monóculo y que, según se deducía de su actitud impaciente, aguardaba la bajada de alguna dama que se habría entretenido en el tocador más tiempo del calculado


    1. De las explicaciones de Gabriel deducían la


    2. Los altos mandos deducían su saber de una tradición que se remontaba a las guerras napoleónicas, y su moderada inteligencia no lograba darse cuenta de que la diligente observancia de aquellas reglas verificadas podía llevar, en la realidad bélica del día a día, a resultados tan trágicos y aparentemente casuales


    3. Inesperadamente, durante muchos días, los periódicos me atacaron deforma inmisericorde por mi carácter antidemocrático, pues deducían que no aceptaba el veredicto de las urnas


    4. Pensó que, en muchas películas, los encerrados en un maletero deducían por dónde iban prestando mucha atención a los sonidos y sensaciones que tuviesen durante el trayecto


    5. Pero eso establecía la comunicación en dos sentidos, porque los tripulantes de la Surprise también deducían cuál era el estado de ánimo del capitán


    6. No podían ver el avión pero, por el sonido, deducían que estaba sobrevolando la zona en líneas paralelas


    7. Y las nuevas hornadas sociales, que ignoraban estas fórmulas, deducían de ellas que la duquesa ocupaba una posición subalterna


    8. Los dos novenos que de todos los diezmos eclesiásticos se deducían para el rey


    9. clientes, sus conversaciones, los problemas caseros que se deducían de ellas,


    10. Sabían que era un prisionero veterano y que entendía el alemán: deducían de ello que también sabía sobre el asunto mucho más de lo que quería admitir

    1. momento, lo deduje por el frescor que reinaba en aquella estancia


    2. Renuncié, a causa de la hora, al desayuno en la atalaya, aunque deduje que ellos se


    3. De la conversación quetuve con Angue, deduje el estado primitivo de su espíritu


    4. Esta vez no fue la excepción: deduje que Morales andaría por los cincuenta y cinco años


    5. Me contó la historia de su prisión, de la cual deduje que era un denunciador de oficio, un informante, llamado Soradaci, que se vendía a quien pagaba su silencio o sus delaciones


    6. Una vez allí, tomó de la mano a los niños y se los llevó después de decirme con tono maternal algo que no en­tendí hasta que,, por sus gestos, deduje que iba a asearlos


    7. De ello deduje que el único hombre joven del pueblo no había pasado inadvertido para la encantadora Gladys


    8. Deduje lo que tenía que haber ocurrido por el traje, y mis suposiciones se confirmaron al encontrar una cuerda mojada en el desván


    9. Según deduje de unas palabras de la enfermera Craven, no había quien la soportara


    10. No pensé que se tratara de algo contra mí, ni mucho menos, siempre conté con su confianza y su estima, simplemente deduje que deseaban estar solos y preferí comunicarme con ellos por teléfono y por carta

    11. Deduje muchas cosas del pasado y comencé a elucubrar otras de futuro, siempre y cuando vuestros informes avalen tanto la valía como la fidelidad y discreción del demandante


    12. Sí deduje que les había ido bien en Londres”


    13. Deduje que estaba compilando un inventario para tantear el interés


    14. No entendí la conversación, solo palabras sueltas, pero por los gestos de sus manos, que pasaban de juntarse sobre el pecho en actitud de súplica, para luego señalar a las jóvenes que le acompañaban, deduje que estaba rogando a los soldados que le dejasen pasar por algún asunto grave


    15. Después de soportar las suspicacias de los indígenas, los ataques de la prensa mexicana y la desconfianza de los servicios de información aztecas, y por supuesto las investigaciones de la inteligencia norteamericana, en estos momentos la comunidad islámica de Chiapas funciona a pleno rendimiento, según deduje de su página web oficial: http://islammexico


    16. La sirena de la fábrica continuó llamando a los obreros después de que yo regresara al patio de recreo, y por las voces de los pescadores del pontón deduje que una trainera intentaba alcanzar la playa sin éxito, de manera que imaginé al patrón dando brazadas hacia tierra, a uno o dos tripulantes que echaban la carga fuera y el barco salvavidas que se balanceaba en la cresta de una ola, y pasados tres días fui de nuevo al despacho de las consultas y el abogado Como el señor mayor ha colaborado el juez está dispuesto a atenuar la pena, y ¿Cómo que he colaborado, doctor?, yo no he colaborado con nadie, y el abogado Esa es una buena frase para sus compañeros de cárcel que deben de tener un cabreo de mil demonios, voy a aceptar la oferta del juez, y yo interrumpiéndolo ¿Qué ha dicho de mis compañeros de cárcel, doctor?, y él A nadie le gustan los chivatazos, se comprende, es normal, si yo fuese usted me cuidaría, nunca se sabe, y yo ¿Cuidarme?, y él Cuidarse, no sería la primera vez que le ocurren accidentes desagradables a un preso, y yo No me venga con ésas, yo no he abierto el pico, doctor, y él Claro que no lo ha abierto, si afirma que no lo ha abierto es porque no lo ha abierto, explíqueles eso a ellos que mientras se lo explica me concentro en el juicio, lo único que no quiero es que me eche todo a perder en el Tribunal, y yo ¿Echarle todo a perder en el Tribunal?, y él Lo considero educado, arrepentido, dispuesto a aportar más detalles al juez, y yo Está claro que usted se ha vuelto loco, doctor, y él El señor mayor se vino abajo y cantó, esté tranquilo que no es el primero que afloja, y yo Le prohíbo que sea mi abogado, doctor, y él Si cree que me gusta defenderlo se equivoca, gracias a usted los bestias de la Policía le han echado el guante a hombres que respeto, y yo Hay un error, hay un malentendido, sólo puede ser un malentendido, y él No sea cobarde, señor mayor, de malentendido nada, ahora aguánteselas que es tarde para borrarse por miedo, y en cuanto al asunto de ser su abogado ojalá me librasen del caso, ojalá pudiese rechazar el nombramiento, ayudar a un calzonazos me asquea, y yo ¿Qué día es hoy, doctor?, y él Martes, y yo Pues sepa que es el peor martes que he tenido en mi vida


    17. Deduje, pues, que se trataba de un orificio de ventilación


    18. Durante el invierno de ese año y en el inicio de la primavera de 1891 leí en los periódicos que el Gobierno francés le había contratado en relación con un asunto de suprema importancia y recibí dos pequeñas notas suyas, la una fechada en Narbonne y la otra en Nimes, de lo que deduje que su estancia en Francia iba a ser probablemente larga


    19. Fue así cómo averigüé la existencia del sabueso y deduje ya quién era el asesino antes de trasladarme a Devonshire


    20. Deduje el color de sus cabellos por las cejas de un rubio rojizo

    21. Benton cerró la puerta y, por el estado del escritorio, deduje que había pasado casi toda la tarde al teléfono


    22. Por la expresión del hombre que me recibió, deduje de inmediato que no debería haber encontrado abierta la verja del final del camino


    23. –Ya lo deduje -le dijo Bobby a Arkady-


    24. Deduje que Astia era la mujer ligera de cascos del transportista


    25. En el momento en que faltar a mi promesa se convirtiera en un inconveniente, ella lo comprendería y deduje que, en el ínterin, supondría que yo prefería evitarla


    26. –Lo deduje de la situación, de los mismos nombres, de que se consideran una familia…


    27. En cuanto supe de quién se trataba, mi corazón dio un vuelco: deduje que se había producido otra novedad


    28. Deduje que el procónsul era un invitado frecuente a la mesa de los sospechosos de posición más preeminente


    29. De todo ello deduje, antes incluso de que él me confirmara tal tragedia, que trabajaba para el gobierno


    30. Por sus comentarios deduje que asociaba aquella destrucción con el «fin del mundo» y no con la caída de Jerusalén

    31. Acaricié la rugosa superficie del patibulum y deduje que se trataba de una sección de un árbol, de alguna de las especies de pino, tan frecuentes en Palestina o quizá importado de los bosques del Líbano


    32. Y deduje que podía tratarse del dormitorio


    33. De ello deduje que, en aquellas fechas, con una ruta más angosta -cuatro metros y medio- y un pavimento en peores condiciones, las ambulancias tuvieron que necesitar ese mismo tiempo para alcanzar los hospitales de la capital


    34. Estaba de pie junto a Angie, y por la manera en que a ésta se le tensaba el cuerpo, deduje que ella también tenía ahora una pistola en la espalda


    35. De ello deduje que mi juicio le rondaba también a Lisa por la cabeza mientras me miraba fijamente de cuando en cuando


    36. Por la expresión de su rostro deduje que estaba encantada


    37. –Oí al señor Quint decir: «¡Oh, así, perra, así!» Y como King estaba conmigo en la puerta, deduje que debía de estar hablando con una mujer


    38. Mejor situado ya en la geografía de la imagen, deduje, por lo tanto, que lo que se veía a la izquierda era la costa americana, con sus ríos y afluentes, muchos de los cuales partían de una espina dorsal montañosa, los Andes, que ponía fin al diseño por aquel lado, pues faltaba el perfil de la costa del Pacífico, sustituida por un largo párrafo escrito con diminuta letra árabe


    39. Parecía un pelín irritado y deduje que no estaba acostumbrado a que rechazaran sus zalameras proposiciones


    40. Por la conversación deduje que Joleen había estudiado en el instituto no hacía tanto tiempo

    41. Hice operaciones y deduje el saldo


    42. Hice una pausa para que pudiera intercalar algún exabrupto, pero guardó silencio, de lo que deduje que ya había mordido el anzuelo


    43. —Es lo que deduje de la conversación


    44. Por su expresión, deduje que antes que llevar al teniente de guía habría preferido meterse sola en el laberinto del Minotauro


    45. Deduje que deseaba reunirse con Mordecai para hablar del juicio, cuanto antes mejor


    46. Por un proceso de eliminación, deduje rápidamente que para asistir al espectáculo tendría que convertirme en testigo


    47. Sin embargo, el 15 de noviembre no había decoración alguna en la casa, y deduje que lo había vendido todo para pagarse la bebida


    48. Deduje que se trataba de vino dulce, porque la copa era pequeña y el líquido contenido parecía consistente e incluso empalagoso


    49. –Es lo que deduje de la conversación


    50. Sin embargo, deduje que si tuviera cinco mil en efectivo, podría comprarle la tienda























    1. Hay una leve llovizna, lo deduzco por la humedad de la avenida, no es un aguacero, sino una leve llovizna con algo de brisa


    2. De la índole de estos estragos deduzco yo que sólo se trataba, por lascausantes, de una ostentación o alarde de travesura, nada increíble entres mujeres hermosas, sin el freno del escrúpulo y en lo mejor de lavida


    3. Y también deduzco del gesto que hiciste involuntariamenteal entrar yo con la luz y


    4. En el caso de que estas aguas del cielo no cesaran, yo deduzco que lasintenciones de Jehová


    5. Medítese bien sobre su significacion; esto es importante, por eso lo deduzco y apunto


    6. —Para vos, Beauclíamp, que detestáis a los príncipes, y que estáis encantado cuando les halláis maneras poco finas, pero para mí, que a la legua descubro el noble, y deduzco el origen de una familia aristocrática, en seguida le conocí


    7. Pero deduzco que algunos de esos jovencitos se niegan rotundamente a dejarse caer por aquí


    8. Por lo tanto, deduzco que le escuchó


    9. Deduzco que el pobre tipo se enamoró de Maud como tú te has enamorado de mí


    10. Nunca he visto armas como éstas, por lo que deduzco que son de los elfos

    11. Deduzco que en su Oxford también le dijeron cosas desagradables de Cleopatra


    12. Son exactamente iguales, por lo que deduzco que la señora acudió al mismo establecimiento a que le pusieran la segunda


    13. De lo que me ha dicho Canterac estos días, deduzco que la familia de Mara no está ya en Arequipa, sino en el Cuzco


    14. Y deduzco de sus palabras que esa posibilidad se ha vuelto real en estos momentos por algo relacionado con el «cofre de las cien joyas», ¿no es así?


    15. Según las cartas que dirigió a tu padre, un miembro de la logia, del cual no sabemos su nombre, porque no figura en las misivas, pero que deduzco es una personalidad relevante, desde 1933 la Iglesia católica ha mantenido guardado el Santo Grial en un lugar secreto, custodiado por una cofradía que niega que la Santa Sede conozca su existencia y que dice no tener vinculación alguna con la guarda y custodia del Santo Grial, del cual dicen que no existe


    16. Por lo que me ha contado, deduzco que en la empresa nadie tiene muy claro por qué Johnson ha destacado tan deprisa del resto de los ejecutivos


    17. Por las armaduras y las armas deduzco que pertenecía a alguna orden de caballeros, tal vez paladines


    18. No creo equivocarme si deduzco que Judas estuvo a punto de abandonar allí ~ al grupo


    19. Deduzco que yo soy el brillante falsificador y tú el delincuente profesional


    20. No sé quién es usted, pero deduzco que es un amigo de los niños

    21. Deduzco que esos compañeros fueron menos satisfactorios que los que hasta entonces yo le había procurado


    22. Y por las… catorce, casi quince horas de entrevistas que llevamos deduzco que su desaparición fue el detonante de la regresión profunda de su enfermedad


    23. Por desgracia, el gobierno chino tiene conocimiento de la fuga de Yin y deduzco que recurrirá a todos los medios de que disponga para impedir que abandone el país


    24. Bastante segura en estas condiciones, pero deduzco que usted piensa que las condiciones van a cambiar


    25. Deduzco, pues, de lo que me dice, que a la señora Wilt no le gustaban los negros


    26. –¿Le importaría quitarse el sombrero, miss Dunn? Deduzco que eso es un sombrero, porque lo lleva usted en la cabeza


    27. Deduzco a partir de las notas del caso que el asunto de los corderos hace referencia a un episodio


    28. Uno podría imaginar que un hombre en semejante posición sería apenas mejor que un esclavo; sin embargo, parece que en los ejércitos del Mogol los mercenarios cristianos disfrutan de una especie de posición elevada, ¡incluso cuando sirven contra su voluntad! O eso deduzco del hecho de que Vrej fuese al menos capaz de reunir los materiales necesarios para fabricar la tinta invisible


    29. —Y deduzco por las compañías que frecuenta, monsieur, que usted es uno de esos cuya conciencia les lleva a abandonar las complejidades y contradicciones de la iglesia romana a favor de la simplicidad de un credo rebelde


    30. la Provincia de Rehigreed, ¿no? Cosecha del año que viene, deduzco por el color

    31. Deduzco de ello que ese resfriado suyo está rondándole todavía; seguro que sí


    32. –Eso es lo que deduzco de las instrucciones que recibí


    33. -Por lo que dijo Kai-lid, deduzco que sólo Xanthar, entre los de su raza, tiene la rara habilidad del lenguaje mental -respondió el semielfo


    34. -Sus motivos, por lo que deduzco, no se limitan a una curiosidad desapasionada


    35. –Por la situación de Lanzarote deduzco que debe ser el Atlántico


    36. Deduzco por su expresión que no es la primera vez que oye ese término


    37. Entre los muros del recinto se oyó el eco de unas breves y espeluznantes risotadas, deduzco que emitidas por los espectadores situados en los balcones


    38. He oído por casualidad lo que hablaban algunos de vuestros hombres y deduzco que milord podría tener ciertas


    39. Por lo que dijo el doctor Lowell en sus declaraciones, deduzco que es usted una colaboradora


    40. Nadie ha tocado nunca un timbre tan terrible: no me refiero al sonido que produjo sino a la presión en sí, al tacto del botón contra mi dedo, o de mi dedo contra el botón, nadie ha sentido nunca lo mismo que yo; aunque mi sensación fue lógica, ya que físicamente sería imposible tocar el timbre sin el hueso, quiero decir que sin el hueso nuestro dedo se torcería sobre el botón como un tubo de goma, o se aplastaría ridículamente, o se introduciría en sí mismo como un guante vacío, así que hasta cierto punto resulta lógico suponer que el timbre suena con el hueso, que es mi esqueleto el que llama a la puerta, pero nadie ha sentido nunca tal cosa, y me produjo pena y sorpresa comprobar que hasta aquel momento crucial yo ignoraba lo que realmente somos y que el conocimiento puede producirse así, de improviso, mientras el zumbido eléctrico molesta el oído todavía, que se me haya revelado en ese instante doméstico, que cuando Galia abrió la puerta yo ya fuera otro, que el sonido de su timbre me despertara de un sueño de ignorancia para sumirme en la vigilia de un mundo que, por desagradable que fuera, era más cierto, porque si mi dedo había hecho sonar el timbre era debido a que llevaba hueso en su interior; lo había percibido de repente: mi dedo era un dedo con hueso y su utilidad radicaba en el hueso, al palparlo noté la dureza debajo, tras impensables láminas de músculo, y la realidad de aquella presencia me dejó asombrado, estuporoso, con un estupor y un asombro no demasiado intensos pero permanentes: oh Dios mío tengo un hueso debajo, mi dedo no es un dedo, es un hueso articulado y protegido contra el desgaste: la idea me vino así, con una lógica tan aplastante que no me sorprendió en sí misma sino su ausencia hasta ese timbre; no había una idea extraña e increíble, había una extraña e increíble omisión de la idea en todo el mundo, justo hasta el histórico momento en que llamé a la puerta del piso de Galia, pero Galia estaba en el umbral con su bata azul celeste y su cabello ondulado como por rulos invisibles, y me contemplaba sorprendida; y es que es una mujer muy perspicaz: apenas me entretuve un instante demasiado largo entre su saludo y mi entrada, y ya me había preguntado qué me ocurría: yo me frotaba el índice de mi descubrimiento contra el pulgar, incapaz de creer aún que lo obvio podía estar tan oculto, casi temeroso de creerlo, y opté por disimular esperando tener más tiempo para razonar, así que entré, le di un beso, me quité el abrigo húmedo y la bufanda y saludé al pasar a César, que ladraba incesante en el patio de la cocina: Galia me dijo qué tal y yo le dije muy bien, y le devolví estúpidamente la pregunta y ella me respondió igual, y de repente me pareció absurdo este diálogo especular de respuestas consabidas, o quizá era que la revelación me había estropeado la rutina, véase si no otro ejemplo: mantuve tieso el culpable dedo índice mientras entraba, y ni siquiera lo utilicé para quitarme el abrigo, como si una herida repentina me impidiera usarlo, y es que desde que había comprobado que ocultaba un hueso lo miraba con cierta aprensión, como se miran los fetiches o los amuletos mágicos; pero hice lo que suelo hacer: me senté en uno de los dos grandes sofás de respaldo recto, estiré las piernas, saqué un cigarrillo —con los dedos pulgar y medio— y dije que sí casi al mismo instante que Galia me preguntaba si quería café, incluso antes de saber si realmente tenía ganas de café, ya que la tradición es que acepte, y Galia, tan maternal, necesita que yo acepte todo lo que me da y rechace todo lo que no puede darme; tomar el café en la salita, mientras termino el cigarrillo y justo antes de pasar al dormitorio, se ha vuelto, a la larga, el rato más excitante para ambos; charlamos de lo acontecido durante la semana, Galia me pregunta siempre por Ameli y Héctor Luis, se muestra interesada en mis problemas y apenas me habla de los suyos, pero el diálogo es una excusa para que ella me inspeccione, me palpe, capte cosas en mi mirada, en mi forma de vestir, en mis gestos, pues Galia, a diferencia de Alejandra, es una mujer afectuosa, impulsiva y, como ya he dicho, perspicaz, y la conversación no le interesa tanto como ese otro lenguaje inaudible de la apariencia, así que es muy natural que la interrumpa para decirme: estás cansado, ¿verdad?, o bien: hoy no tenías muchas ganas de venir, ¿no es cierto? o bien: cuéntame lo que te ha pasado, vamos, has discutido con Alejandra, ¿me equivoco?, así estemos hablando del tiempo que hace, los estudios de Héctor Luis o lo que sea, da igual, su mirada me envuelve y nota las diferencias; por lo tanto, no fue extraño que esa tarde me dijera, de repente: te encuentro raro, Héctor, y yo, con simulada ingenuidad: ¿sí?, y ella, confundida, aventura la idea de que pueda tratarse de Alejandra o de la niña: no, no es Alejandra, le digo, tampoco es Ameli; Alejandra sigue sin saber nada de lo nuestro, tranquila, y en cuanto a Ameli, ya la dejo por imposible, pero ella concluye que tengo una cara muy curiosa este jueves y yo la consuelo a medias diciéndole que estoy cansado, y ella insiste: pero no es cara de estar cansado sino preocupado, y yo: pues lo cierto es que no me pasa nada, Gali, porque cómo decirle que estoy pensando inevitablemente en el hueso de mi dedo índice, cómo decirle que de repente me he descubierto un hueso al llamar al timbre de su casa: ¿acaso no iba a sentirse un poco dolida?, ¿acaso no pensaría que era una forma como cualquier otra de decirle que ya estaba harto de visitarla cada semana, todos los jueves, desde hace años?, sonaba mal eso de: acabo de darme cuenta, Gali, justo al llamar al timbre de tu puerta, de que tengo un hueso en el dedo, de que mi dedo índice son tres huesos camuflados, para acto seguido decir: bueno, Gali, no pensemos más en que mi dedo índice son tres huesos, ¿no?, y vamos a la cama, que se hace tarde; sonaba mal, sobre todo porque con Galia, igual que con Alejandra, tenía que andar de puntillas: nuestra relación se había prolongado tanto que, a su modo, también era rutinaria, a pesar de que ella seguía llamándola «una locura»; curiosamente, Galia es viuda y libre y yo estoy casado y tengo dos hijos, pero ella sigue diciendo que lo nuestro es «una locura» y yo pienso cada vez más en una aburrida traición, un engaño cuya monótona supervivencia lo ha despojado incluso del interés perverso de todo engaño dejando solo los inconvenientes: jamás podría hablarle a Alejandra de Galia, ahora ya no, y jamás podría terminar con Galia, ahora ya no, cada relación se había instalado en su propia rutina y ya ni siquiera podía soñar con escaparme de ésta, porque se suponía que cada una servía precisamente para huir de la rutina de la otra: mi deber era cuidar de ambas, conocer a Galia y a Alejandra, saber qué les gustaba oír y qué no, lo cual, naturalmente, era difícil, y por eso mi propia rutina consistía en callarme frente a las dos; pero en momentos así callarme también era un esfuerzo, porque si me notaba incluso la división entre los huesos, si podía imaginármelos al tacto, sentirlos allí como un dolor o una comezón repentina, ¿cómo podía evitar pensar en eso?; y ni siquiera era mi dedo lo que me molestaba, ya dije, sino mi error al no darme cuenta hasta ahora: esa ceguera era lo que jodía un poco, perdonando la expresión; porque hubiera sido como si me creyera que el arlequín de la fiesta de disfraces no esconde a nadie debajo, cuando es bien cierto que ese alguien bajo el arlequín es quien le otorga forma a este último, que no podría existir sin el primero: sería tan solo puros leotardos a rombos blancos y negros, bicornio de cascabeles, zapatillas en punta y antifaz, pero no el arlequín, y de igual manera, ¿qué error me llevó a creer hasta esa misma tarde que mi dedo índice era un dedo?; si lo analizamos con frialdad, un dedo es un disfraz, ¿no?, una piel elegante que oculta el cuerpo de un hueso, o de tres huesos si nos atenemos a lo exacto, y a poco que lo meditemos, una vez llegados a este punto y pinchado en el hueso, valga la expresión, ya no se puede retroceder y razonar al revés: decir, por ejemplo, que el hueso es simplemente la parte interna de un dedo: sería como llegar a ver el alma: ¿acaso pensaríamos en el cuerpo con el mismo interés que antes?; pero mientras hablaba con Galia y la tranquilizaba estaba razonando lo siguiente: que este descubrimiento conlleva sus problemas, porque es un hallazgo delator, como atrapar a un miembro de la banda y lograr que revele la guarida de los demás: si mi dedo índice derecho, el dedo del timbre, lleva huesos ocultos, la conclusión más sencilla se extiende como un contagio a los otros cuatro de esa misma mano y, ¿por qué no?, a los cinco de la otra: tengo un total de diez huesos entre las dos manos, tirando por lo bajo, cinco huesos en cada una, y lo peor de todo es que se mueven: porque hay que pensar en esto para horrorizarse del todo: ¿alguna vez vieron moverse solos a diez huesos?, pues ocurre todos los días frente a ustedes, en el extremo final de los brazos: hagan esto, alcen una mano como hice yo aprovechando que Galia se acicalaba en el cuarto de baño (porque Galia se acicala antes y después de nuestro encuentro amoroso), alcen cualquiera de las dos manos frente a sus ojos y notarán el asco: cinco repugnantes huesos bajo una capa de pellejo (ni siquiera huesos limpios, por tanto, sino envueltos en carne) moviéndose como ustedes desean, cinco huesos pegados a ustedes, oigan, y tan usados: saber que nos rascamos con huesos, que cogemos la cuchara con huesos, que estrechamos los huesos de los demás en la calle, que acariciamos con huesos la piel de una mujer como Galia: saberlo es tan terrible pero no menos real que los propios huesos, saberlo es descubrirlo para siempre, y lo peor de todo fue lo que me afectó: no se trata de que no se me pusiera tiesa en toda la tarde, perdonando la intimidad, ya que esto me ocurría incluso cuando pensaba que los dedos eran dedos, no, lo peor fue el cuidado que puse: tanto que no parecía que estaba haciendo el amor sino operando algún diente delicado; y es que me invadió una notoria compasión por Galia, tan hermosota a sus cincuenta incluso, al pensar que sobaba sus opulencias, sus suavidades, con huesos fríos y duros de cadáver: mi culpa llegó incluso a hacerme balbucear incongruencias, desnudos ambos en la cama: ¿soy demasiado duro?, comencé por decirle, y ella susurró que no y me abrazó maternalmente, e insistir al rato, todo tembloroso: ¿no estoy siendo quizá algo tosco?, y ella: no, cariño, sigue, sigue, pero yo la tocaba con la delicadeza con que se cierran los ojos de un muerto, porque ¿cómo olvidar que eran huesos lo que deslizaba por sus muslos?, aún más: ¿cómo es que ella no lo sabía?, ¿acaso no se percataba de que las caricias que más le gustaban, aquellas en que mis dedos se cerraban sobre su carne, eran debidas a los huesos?: sin ellos, tanto daría que la magreara con un plumero: ¿cómo podría estrujar sus pechos sin los huesos?, ¿cómo apretaría sus nalgas sin los huesos?, ¿cómo la haría venirse, en fin, sin frotar un hueso contra su cosa, perdonando la vulgaridad?: sin los huesos, mis dedos valdrían tanto como mi pilila, perdonando la obscenidad, o sea, nada: ¿cómo es que ella no se horrorizaba de saber que nuestros retozos, que tanto le agradaban, eran puro intercambio de huesos muertos?, porque incluso sus propias manos, y mis brazos, y los suyos, Dios mío, ¿no eran largos y recios huesos articulados que se deslizaban por nuestros cuerpos, nos envolvían, apretaban nuestra carne, nos abrazaban?, ¿acaso era posible no sentir el grosero tacto de los húmeros, la chirriante estrechez del cúbito y el radio, los bolondros del codo y la muñeca?; sumido en esa obsesión me hallaba cuando dije, sin querer: ¿no estoy siendo muy afilado para ti?, y ella dijo: ¿qué?, y supe que la frase era absurda: «afilado»», ¿cómo podía alguien ser «afilado» para otro?, y casi al mismo tiempo me percaté de que era la pregunta correcta, la más cortés, la más cierta: porque con toda seguridad había huesos y huesos, unos afilados y otros romos, unos muy bastos y ásperos corno rocas lunares y otros pulidos quizá como jaspes: incluso era posible que el tacto del mismo hueso dependiera del ángulo en que se colocaba con respecto a la piel, porque un hueso es un poliedro, casi un diamante, y hay que imaginarse sobando a la querida con diez durísimos y helados cuarzos para comprender mi situación, pensar en la carilla adecuada que usaremos para deslizarlos por la piel, el borde más inofensivo, no sea que nuestros apretujones se conviertan en el corte del filo de un papel, en la erizante cosquilla de una navaja de barbero; y entre ésas y otras se nos pasó el tiempo y terminamos como siempre pero peor, resoplando ambos bocarriba como dos boyas en el mar, mirando al techo, con esa satisfacción pacífica que solo otorga la insatisfacción perenne: cuánto tiempo hace que tú y yo no disfrutamos, Galia, pienso entonces, que vamos llevando esto adelante por no aguardar la muerte con las manos vacías, tiempo repetido que nunca se recobra porque nunca se pierde, días monótonos, el trasiego de la rutina incluso en la excepción: porque, Galia, hemos hecho un matrimonio de nuestra hermosa amistad, eso es lo que pienso, pero hubiéramos podido ser felices si todo esto conservara algún sentido, si existiera alguna otra razón que no fuera la inercia para mantenerlo; oía su respiración jadeante de cincuenta años junto a mí y trataba de imaginarme que estaba pensando lo mismo: ese silencio, Galia, que nunca llenamos, la distancia de nuestra proximidad, por qué tener que imaginarlo todo sin las palabras, qué piensas de mí, qué piensas de ti misma, por qué hablar de lo intrascendente, y va y me indaga ella entonces: ¿qué tal el trabajo?, porque cree que el exceso de dedicación me está afectando, y yo le digo que bien, y ella, apoyada en uno de sus codos e inclinada sobre mí, los pechos como almohadas blandas, vuelve a la carga con Alejandra: pero te ocurre algo, Héctor, dice, desde que has entrado hoy por la puerta te noto cambiado, ¿no será que Alejandra sospecha algo y no me lo quieres decir?, y le he contestado otra vez que no, y a veces me interrogo: ¿por qué todo esto?, ¿por qué lo mismo de lo mismo, este vaivén inacabable?, ¿qué pasaría si un día hablara y confesara?, ¿qué pasaría si por fin me decidiera a hablar delante de Alejandra, pero también delante de Galia y de mí mismo?, decir: basta de secretos, de engaños, de misterios: ¿qué sentido le encontráis a todo?, ¿por qué oficiar siempre el mismo ritual de lo cotidiano?, y para cambiar de tema le comento que Ameli está atravesando ahora la crisis de la adolescencia y discute frecuentemente conmigo y que Héctor Luis ha decidido que no será dentista sino aviador; a Galia le gusta saber lo que ocurre con mis hijos, ese tema siempre la distrae, incluso me ofrece consejos sobre cómo educarlos mejor, y yo creo que goza más de su maternidad imaginaria que Alejandra de la real; en todo caso, es un buen tema para cambiar de tema, y pasamos un largo rato charlando sin interés y pienso que es curioso que venga a casa de Galia para hablar de lo que apenas importa, ya que eso es prácticamente lo único que hago con Alejandra; en los instantes de silencio previos a mi partida seguimos mirando el techo, o bien ella me acaricia, zalamera, incluso pesada, y me dice algo: esa tarde, por ejemplo: me gusta tu pecho velludo, así lo dice, «velludo», y no sé por qué pero de repente me parece repugnante recibir un piropo como ése, aunque no se lo comento, claro, y ella, insistente, juega con el vello de mi pecho y sonríe; Galia es una orquídea salvaje, pienso, y a saber por qué se me ocurre esa pijada de comparación, pero es tan cierta como que Dios está en los cielos aunque nunca le vemos: Galia es una orquídea salvaje en olor, tacto, sabor, vista y sonido, y me encuentro de repente pensando en ella como orquídea cuando la oigo decir: ¿por qué me preguntaste antes si eras «afilado»?, ¿eso fue lo que dijiste?, y me pilla en bragas, perdonando la expresión, porque al pronto no sé a lo que se refiere, y cuando caigo en la cuenta, y para no traicionarme, le respondo que quería saber si le estaba haciendo daño en el cuello con mis dientes, y ella va y se echa a reír y dice: ¡vampirillo, vampirillo!, y vuelve a acariciarme, y como un tema trae otro, lo de los dientes le recuerda que necesita hacerse otro empaste, porque hace dos días, comiendo empanada gallega, notó que se le desprendía un pedacito de la muela arreglada, así que pasará por mi consulta sin avisarme cualquier día de éstos, y de esa forma nos veremos antes del jueves, dice, y su sonrisa parece dar a entender que está recordando el día en que nos conocimos, porque las mujeres son aficionadas a los aniversarios, ella tendida en el sillón articulado, la boca abierta, y yo con mi bata blanca y los instrumentos plateados del oficio, y como para confirmar mis sospechas me acaricia de nuevo el pecho «velludo» y dice: me gustaste desde aquel primer día, Héctor, me hiciste daño pero me gustaste, y claro está que nos reímos brevemente y yo le digo que nunca he comprendido por qué se enamoró de mí en la consulta, qué clase de erotismo desprendería mi aspecto, bajito, calvo y bigotudo, amortajado en mi bata blanca, entre el olor a alcohol, benzol, formol y otros volátiles, provisto de garfios, tenacillas, tubos de goma, lancetas y ganchos, porque no es que mi oficio me disgustara, claro que no, pero no dejaba de reconocer que la consulta de un dentista de pago es cualquier cosa menos un balcón a la luz de la luna frente a un jardín repleto de tulipanes, eso le digo y ella se ríe, y por último el silencio regresa otra vez, inexorable, porque es un enemigo que gana siempre la última batalla; llega la hora de irme, esa tarde más temprano porque mi suegro viene a cenar a casa, y cuando voy a levantarme la oigo decir, como de forma casual: ¿qué haces frotándote los dedos sin parar, Héctor?, ¿te pican?, eso dice, y descubro que, en efecto, he estado todo el rato dale que dale moviendo los dedos de la mano derecha como si repitiera una y otra vez el gesto con el que indicamos «dinero» o nos desprendemos de alguna mucosidad, perdonando la vulgaridad, que es casi el mismo que el que utilizamos para indicar «dinero», y enrojezco como un niño de colegio de curas pillado en una mentira y quedo sin saber qué decirle, hasta que por fin me decido y opto por revelarle mi hallazgo: nada, digo, ¿es que nunca te has tocado el hueso que tenemos bajo los dedos?, y lo pregunto con un tono prefabricado de sorpresa, como si lo increíble no fuera que yo me los frotase sino que ella no lo hiciera: qué dices, me mira sin entender, y me encojo de hombros y le explico: es que resulta curioso, ¿no?, quiero decir que si te tocas los dedos notas durezas debajo, ¿verdad?, y esas durezas son el hueso, ¿no te parece curioso, Gali?, toca, toca mis dedos: ¿no lo palpas bajo la piel, la grasa y los tendones?, es un hueso cualquiera, como los que César puede roer todos los días, le digo, y ella retira la mano con asco: qué cosas tienes, Héctor, dice, es repugnante, dice, y yo le doy la razón: en efecto, es repugnante pero está ahí, son huesos, Gali, mondos y lirondos, blancos, fríos y duros huesos sin vida: sin vida no, dice ella, pero replico: sin vida, Gali, porque nadie puede vivir con los huesos fuera, los huesos son muerte, por eso nos morimos y sobresalen, emergen y persisten para siempre, pero se ocultan mientras estamos vivos, es curioso, ¿no?, quiero decir que es curioso que seamos incapaces de vivir sin los huesos de nuestra propia muerte, pero más aún: que los llevemos dentro como tumbas, que seamos ellos ocultos por la piel, que seamos el disfraz del esqueleto, ¿no, Gali?, y ella: ¿te pasa algo, Héctor?, y yo: no, ¿por qué?, y ella: es que hablas de algo tan extraño, y yo le digo que es posible y me callo y pienso que quién me manda contarle mi descubrimiento a Galia, sonrío para tranquilizarla y me levanto de la cama, no sin antes cubrirme convenientemente con la sábana, ya que siempre me ha parecido, a propósito del tema, que la desnudez tiene su hora y lugar, como la muerte, y recojo la ropa doblada sobre la silla, me visto en el cuarto de baño y para cuando salgo Galia me espera ya de pie, en bata estampada por cuya abertura despuntan orondos los pechos y destaca el abultado pubis, me da un besazo enorme y húmedo y me envuelve con su cariño y bondad maternales: te quiero, Héctor, dice, y yo a ti, respondo, y no te preocupes, dice, porque otro día nos saldrá mejor, y me recuerda aquel jueves de la primavera pasada, o quizá de la anterior, en que fuimos capaces de hacerlo dos veces seguidas y en que ella me bautizó con el apodo de «hombre lobo»: teniendo en cuenta que hoy he sido «vampirillo», más intelectual pero menos bestia, quién duda de que me convertiré cualquier futuro jueves en «momia» y terminará así este ciclo de avatares terroríficos que comenzó con un «frankenstein» entre luces blancas, olor a fármacos y cuchillas plateadas, pero esto lo digo en broma, porque bien sé que lo nuestro nunca terminará, ya que, a pesar de todo —incluso de mi escasa fogosidad—, es «una locura», o no, porque hay ritual: el rito de decirle adiós a César, ladrando en el patio encadenado a una tubería oxidada, el beso final de Galia, y otra vez en la calle, ya de noche, frotándome los dedos dentro de los bolsillos del abrigo mientras camino, porque vivo cerca de la casa de Galia y tengo mi trabajo cerca de donde vivo, así que me puedo permitir ir caminando de un sitio a otro, todo a mano en mi vida salvo los instantes de vacaciones en que nos vamos al apartamento de la costa, y, sin embargo, debido a la repetición de los veranos, también a mano el apartamento, y la costa, y todo el universo, pienso, tan próximo todo como mis propias manos, y, sin embargo, a veces tan sorprendentemente extraño como ellas: porque de improviso surge lo oculto, los huesos que yacen debajo, ¿no?, pienso eso y froto mis dedos dentro de los bolsillos del abrigo; y ya en casa, comprobar que mi suegro había llegado ya y excusarme frente a él y Alejandra con tonos de voz similares, aunque ambos creen que los jueves me quedo hasta tarde en la consulta «haciendo inventario», que es la excusa que doy, así me cuesta menos trabajo la mentira, ya que me parece que «hacer inventario» es suministrarle a Alejandra la pista de que mi demora es una invención, una alocada fantasía de mi adolescencia póstuma, hasta tal extremo de juego y cansancio me ha llevado el silencio de estos últimos años; además, sospecho que el viejo escoge los jueves para disponer de un rato a solas con Alejandra mientras yo estoy ausente, lo cual, hasta cierto punto, me parece una compensación, Alejandra tiene a su padre y yo tengo a Galia, y sospecho que desde hace meses ambas parejas pasamos el tiempo de manera similar: hablando de tonterías y fumando; el padre de Alejandra, rebasados los ochenta, tiene una cabeza tan perfecta y despejada que te hace desear verlo un poco confuso de vez en cuando, que Dios me perdone, porque además ha sido librero, propietario de una antigua tienda ya traspasada en la calle Tudescos, hombre instruido y amante de la letra impresa, particularmente de los periódicos, y con un genio detestable muy acorde con su inútil sabiduría y su fisonomía encorvada y su luenga barbilla lampiña; Alejandra, que ha heredado del viejo el gusto por la lectura fácil y la barbilla, además de cierta distracción del ojo izquierdo que apenas llega a ser bizquera, se enzarza con él en discusiones bienintencionadas en las que siempre terminan ambos de acuerdo y en contra de mí, aunque yo no haya intervenido siquiera, ya que al viejo nunca le gustó nuestro matrimonio, y no porque hubiera creído que yo era una mala oportunidad, sino por «principios», porque el viejo es de los que odian a priori, y yo nunca sería él, nunca compartiría todas sus opiniones, nunca aceptaría todos sus consejos y, particularmente, jamás permitiría que Alejandra regresara a su área de influencia (vacía ya, porque su otro hijo se emancipó hace tiempo y tiene librería propia en otra provincia); además, mi profesión era casi una ofensa al buen gusto de los «intelectuales discretos» a los que él representa, porque está claro que los dentistas solo sabemos provocar dolor, somos terriblemente groseros, apenas se puede hablar con nosotros a diferencia de lo que ocurre con el peluquero o el callista (debido a que no se puede hablar mientras alguien te hurga en las muelas), y, por último, ni siquiera poseemos la categoría social de los cirujanos: el hecho de que yo ganara más que suficiente como para mantener confortables a Alejandra y a mis dos hijos, poseer consulta privada, secretaria y servicio doméstico, no excusaba la vulgaridad de mi trabajo, pero lo cierto es que nunca me había confiado de manera directa ninguna de estas razones: frente a mí siempre pasaba en silencio y con fingido respeto, como frente a la estatua del dictador, pero se agazapaba aguardando el momento de mi error, el instante apropiado para señalar algo en lo que me equivoqué por no hacerle caso, aunque, por supuesto, nunca de manera obvia ni durante el período inmediatamente posterior a mi pequeño fracaso, porque no era tanto un cazador legal como furtivo y rondaba en secreto a mi alrededor esperando el instante apropiado para que su odio, dirigido hacia mí con fina puntería, apenas sonara, y entonces hablaba con una sutileza que él mismo detestaba que empleasen con él, ya que había que ser «franco, directo, como los hombres de antes», pero yo, lejos de aborrecerle, le compadecía (y fingía aborrecerle precisamente porque le compadecía): me preguntaba por qué tanto silencio, por qué llevarse todas sus maldiciones a la tumba, cuál es la ventaja de aguantar, de reprimir la emoción día tras día o enfocarla hacia el sitio incorrecto; pero lo más insoportable del viejo era su fingida indiferencia, esa charla intrascendente durante las cenas, ese acuerdo tácito para no molestar ni ser molestado, tan bien vestido siempre con su chaqueta oscura y su corbata negra de nudo muy fino: un día te morirás trabajando, me dice cuando me excuso por la tardanza, y no te habrá servido de nada: este gobierno nunca nos devuelve el tiempo perdido ese del señor Joyce, añade (su costumbre de citar autores que nunca ha leído solo es superada por la de citarlos mal), que diga, Proust, se corrige, a mí siempre los escritores franceses me han dado por atrás, con perdón, dice, y por eso me equivoco, y Alejandra se lo reprocha: papá, dice; mientras finjo que escucho al viejo, contemplo a Alejandra ir y venir instruyendo a la criada para la cena y llego a la conclusión de que mi mujer es como la casa en la que vivimos: demasiado grande, pero a la vez muy estrecha, adornada inútilmente para ocultar los años que tiene y llena de recuerdos que te impiden abandonarla; Alejandra tiene amigas que la visitan y le dan la enhorabuena cuando Ameli o Héctor Luis consiguen un sobresaliente; a diferencia de Galia, Alejandra es fría, distinguida e intelectual a su modo, y vive como tantas otras personas: pensando que no está bien vivir como a uno realmente le gustaría, porque Alejandra cree que el matrimonio termina unos meses después de la boda y ya solo persiste el temor a separarse; su religión es semejante: hace tiempo que dejó de creer en la felicidad eterna y ahora tan solo teme la tristeza inmediata; sin embargo, invita a almorzar con frecuencia al párroco de la iglesia y acude a ésta con una elegancia no llamativa, lo que considera una característica importante de su cultura, pues en la iglesia se arrodilla, reza y se confiesa y murmura por lo bajo cosas que parecen palabras importantes; a veces he pensado en la siguiente blasfemia: si a Dios le diera por no existir, ¡cuántos secretos desperdiciados que pudimos habernos dicho!, ¡qué opiniones sobre ambos hemos entregado a otros hombres!, pero lo terrible es que tanto da que Dios exista: dudo que al final me entere de todo lo que comentas sobre mí y sobre nuestro matrimonio en la iglesia, Alejandra, eso pienso; qué va: por paradójico que resulte, la iglesia es el lugar donde la gente como nosotros habla más y mejor, pero todo se disuelve en murmullos y silencio y oraciones, y la verdad se pierde irremediablemente: quizá la clave resida en arrodillarnos frente al otro siempre que tengamos necesidad de hablar, o en hacerlo en voz baja y muy rápido, sin pensar, cómo si rezáramos un rosario; y meditando esto oigo que el viejo me dice: ¿te pasa algo en los dedos, Héctor?, con esa malicia oculta de atraparme en otro error: y es que ahora compruebo que desde que he llegado no he dejado en ningún momento de palparme los extremos de las falanges, los rebordes óseos, el final de los metacarpos; ¿qué opinaría el viejo si le confiara mi hallazgo?, pienso y sonrío al imaginar las posibles reacciones: nada, le digo, y muevo los huesos ante sus ojos y cambio de tema; ni Ameli ni Héctor Luis están en casa cuando llego, e imagino que es la forma filial que poseen de «hacer inventario» por su cuenta, lo cual no me parece ni malo ni bueno en sí mismo, y nos sentamos a la mesa casi enseguida y Alejandra sirve de la fuente de plata con el cucharón de plata las albóndigas de los jueves, y nos ponemos a escuchar la conversación del viejo con el debido respeto, como quien oye una interminable bendición de los alimentos, interrumpido a ratos por las breves acotaciones de Alejandra, solo que esa noche el tema elegido se me hace extraño, alegórico casi, y además empiezo a sentirme incómodo nada más comenzar a comer, porque los brazos, que apoyo en el borde de la mesa, me han desvelado con todo su peso la presencia de los huesos, del cúbito y el radio que guardan dentro, y los codos se me figuran una zona tan inadecuada y brutal para esa respetuosa reunión como colocar quijadas de asno sobre la mesa mientras el viejo habla, y en su discurso de esa noche repite una y otra vez la palabra «corrupción»: ¿habéis visto qué corrupción?, dice, ¿os dais cuenta de la corrupción de este gobierno?, ¿acaso no se pone de manifiesto la corrupción del sistema?, ¿no son unos corruptos todos los políticos?, ¿no oléis a corrupción por todas partes?, ¿no se ha descubierto por fin toda la corrupción?, y mientras le escucho, intento no hacer ruido con mis brazos, porque de repente me parece que la madera de la mesa al chocar contra el hueso produce un sonido como el de un muerto arañando el ataúd y no me parece correcto escuchar la opinión del viejo con tal ruido de fondo, pero como tengo que comer, cojo tenedor y cuchillo y divido una albóndiga en dos partes y me llevo una a los labios intentando no mirar hacia los huesos que sostienen el tenedor, porque no es agradable la paradoja de verme alimentado por un esqueleto, aunque sea el mío, pero mientras mastico con los ojos cerrados oyendo al viejo hablar de la «corrupción» mi lengua detecta una esquirla, un pedacito de algo dentro de la albóndiga, y, tras quejarme a Alejandra con suavidad, recibo esta respuesta: será un huesecillo de algo, es que son de pollo, Héctor, y es quitarme con mis huesos índice y pulgar el huesecillo y dejarlo sobre el plato, e írseme la mente tras esta idea inevitable: que dentro de todo lo blando necesariamente existe lo que queda, el hueso, el armazón, la dureza, el hallazgo, aquello oculto que es blanco y eterno, lo que permanece en el cedazo, la piedra, lo que «nadie quiere»; es imposible huir de «eso que queda», porque está dentro, así que escondo los brazos bajo la mesa, incluso me tienta la idea de comer como César, acercando el hocico al plato, pero ¿acaso no es inútil todo intento de disimulo frente al apocalíptico trajín de la cena?, porque lo que percibo en ese instante es algo muy parecido a una hogareña resurrección de los muertos: incluso con el apropiado evangelista —mi suegro—, gritando «corrupción»: Alejandra coge el pan con sus huesos y lo hace crujir y lo parte, el viejo apoya los huesos en el mantel y los hace sonar con ritmo, Alejandra coge el cucharón con sus huesos y sirve más albóndigas repletas de huesecillos de pollo muerto, el viejo va y se limpia los huesos sucios de carne ajena con la servilleta, Alejandra señala con su hueso la cesta del pan y yo se la alcanzo extendiendo mis huesos y ella la coge con los suyos, hay un cruce de húmeros, cúbitos y radios, de carpos y metacarpianos, de falanges, y nos pasamos de unos a otros, de hueso a hueso, la vinagrera, el aceite, la sal, el vino y la gaseosa, y llegan Ameli y Héctor Luis, una del cine y el otro de estudiar, y saludan, y Ameli desliza sus frágiles huesos de quince años por mi cabeza calva, envuelve con sus breves húmeros mi cuello, me besa en la mejilla: ¿dónde has estado hasta estas horas?, le pregunto, y ella: en el cine, ya te lo he dicho, y yo: pero ¿tan tarde?; sí, dice, habla sin mirar sus manos gélidas, los huesos de sus manos muertas, sus brazos como pinzas blancas; sí, papá, la película terminó muy tarde; y de repente, mientras la contemplo sentándose a la mesa, su cabello oscuro y lacio, los ojos muy grandes, el jersey azul celeste tenso por la presencia de los huesos, he sentido miedo por ella, he querido cogerla, atraparla y bogar juntos por ese fluir desconocido e incesante hacia la oscuridad final: creo que deberías volver más temprano a casa a partir de ahora, Ameli, le digo, y ella: ¿por qué?, con sus ojos brillando de disgusto, y yo, mis brazos escondidos, ocultos, sin revelarlos: creo que las calles no son seguras, y el viejo me interrumpe: hoy ya nada es seguro, Héctor, dice y sigue comiendo, Alejandra sirve albóndigas y Héctor Luis se queja de que son muchas, y Ameli: ¡pero ya tengo quince años, papá!, y yo: es igual, y entonces Alejandra: no seas muy duro con la niña, Héctor, dice, le dimos permiso para que volviera hoy a esta hora, pero ella sabe que solamente hoy; guardo silencio: en realidad, todo se sumerge en el silencio salvo el entrechocar de los huesos; Ameli y Héctor Luis son tan distintos, pienso, pero en algo se parecen, y es que ambos se nos van; no los he visto crecer, los he visto irse: pero ni siquiera eso, pienso ahora, porque jamás he podido saber si alguna vez estuvieron por completo; Ameli tiene novio, pero es un secreto; sabemos que Héctor Luis ha salido con varias chicas, pero lo que piensa de ellas es secreto; ambos se han hecho planes para el futuro, tienen deseos, ganas de hacer cosas, pero todo es secreto: quizá lo comentan en los «pubs» a falta de una buena iglesia en la que poder hablar como nosotros, tan a gusto, pero en casa adoptan los dos mandamientos trascendentales de la familia: nunca hablarás de nada importante y ama el enigma como a ti mismo, ¡y si hubiera solo silencio!, pero es la charla insignificante lo que molesta, y ahora esos ruidos detrás: el golpe, el crujir de nuestros huesos; siento algo muy parecido a la pena, pero una pena casi biológica, como una mota en el ojo o el aroma inevitable de la cebolla cruda, y me disculpo para ir al baño y llorar a gusto por algo que no entiendo, y más tarde, en la cama, con Alejandra a mi lado leyendo complacida un librito de romances, me da por preguntarle: ¿soy demasiado duro contigo? mientras me observo los huesos tranquilos sobre la colcha: mis manos muertas y peladas, los cúbitos y radios en aspa, los húmeros convergiendo, y ella deja un instante el libro que sostiene con sus huesos, me mira sorprendida y dice: no, Héctor, no, ¿por qué preguntas eso?, y yo, insistente: ¿he sido duro contigo alguna vez?, y ella: nunca, y yo: ¿quizá soy demasiado tosco?, y ella: Héctor, ¿qué te pasa?, y yo: demasiado rudo quizá, ¿no?, y ella: no seas bobo, ¿lo dices porque hoy no hablaste apenas durante la cena?, ya sé que papá no te cae bien, me da un beso y añade: procura descansar, el trabajo te agota, y la veo extender las falanges blancas y articuladas de sus dedos, apagar la lamparilla de pantalla rosa y sumir la habitación en una oscuridad donde la luz de la luna, filtrada, hace brillar las superficies ásperas de nuestros huesos; después, en el sueño, he presenciado un teatro de sombras donde mis manos y brazos se movían, desplazándome, porque eran lo único, ya que la vida se había invertido como un negativo de foto y ahora solo importaba lo oculto, el secreto descubierto: los huesos de mis manos se extendían con un sonido semejante a los resortes de madera de ciertos juguetes antiguos, emergiendo del telón negro que los rodeaba: son ellos solos, el mundo es ellos, brazos y manos colgantes que hacen y deshacen, crean y destruyen, no nacen ni mueren, simplemente cambian su posición, horizontal, vertical, en ángulo, hacia arriba o hacia abajo, brazos que se balancean al caminar y manos que agarran con sus huesos cosas invisibles; y a la mañana siguiente, tras toda una noche de sueños interrumpidos y vueltas en la cama, creo comprenderlo: mi revelación es una lepra que avanza incesante, porque suena el despertador con su timbre gangoso que tanto me recuerda a una trompeta de cobre, pongo los pies descalzos en las zapatillas y lo noto: la dureza bajo las plantas, la pelusa del forro de las zapatillas adherida a los huesos del tarso, el rompecabezas de huesos irregulares de mis pies, los extremos de la tibia y el peroné sobresaliendo por el borde del pijama, las rótulas marcando un óvalo bajo la tela extendida, y al erguirme, el crujido de los fémures: el descubrimiento no me hace ni más ni menos feliz que antes, ya que lo intuyo como una consecuencia, pero un estupor inmóvil de estatua persiste en mi interior; y al ducharme viene lo peor, porque entonces compruebo que los golpes de las gotas no me lavan sino que se limitan a disgregarme la suciedad por mis huesos: arrastran el barro de mis costillas goteantes, concentran la cal en mis pies, desprenden la tierra, permean las junturas, las grietas, los desperfectos, rajan los pequeños metacarpos como cáscaras de huevo, horadan mis clavículas y escápulas, pero no hoy ni ayer sino todos y cada uno de los días en un inexorable desgaste, siento que me disuelvo en agua y salgo con prisa no disimulada de la bañera y seco mi esqueleto goteante, deslizo la toalla por el cilindro de los huesos largos como si envolviera unos juncos, la arranco con torpeza de la trabazón de las vértebras, froto como cristales de ventana los huesos planos, pienso que debo conservarme seco para siempre porque de repente sé que soy un armazón de cincuenta años de edad que solo puede humedecerse con aceite, y es en ese instante, o quizá un poco después, cuando apoyo la maquinilla de afeitar contra mi rostro, que siento la invasión final de esa lepra y quedo tan inerme que apenas puedo apartar las cuchillas giratorias de mi mejilla: algo parecido a una horrísona dentera me paraliza, porque de repente noto como el restregar de un rastrillo contra una pizarra o el arañar baldosas con las patas metálicas de una silla, incluso imagino que pueden saltar chispas entre la maquinilla y el hueso de la mandíbula o el pómulo; me palpo con la otra mano la cabeza, siento las durezas del cráneo, el arco de las órbitas, el puente del maxilar, el ángulo de la quijada, y pienso: ¿por qué finjo que me afeito?, ¿acaso mi rostro no es un añadido, una capa, una máscara?; entra Alejandra en ese instante y casi me parece que gritará al ver a un desconocido, pero apenas me mira y se dirige al lavabo; yo me aparto, desenchufo la maquinilla y la guardo en su funda, y ella: ¿ya te has afeitado, Héctor?, y yo: sí, y salgo del baño con rapidez: ¡no podría acercar esa maquinilla a los huesos de mi calavera!; todo es tan obvio que lo inconcebible parece la ignorancia, pienso mientras me visto frente al espejo del dormitorio y abrocho la camisa blanca alrededor de las delgadas vértebras cervicales: llevar un cráneo dentro, una calavera sobre los hombros, besar con una calavera, pensar con una calavera, sonreír con una calavera, mirar a través de una calavera como a través de los ojos de buey de un barco fantasma, hablar por entre los dientes de una calavera: aquí está, tan simple que movería a risa si no fuera espantoso, y me afano en terminar el lazo de mi corbata con los huesos de mis dedos sonando como agujas de tricotar; Alejandra llega detrás, peinándose la melena amplia y negra que luce sobre su propia calavera, y el paso del cepillo descubre espacios blancos en el cuero cabelludo donde los pelos se entierran: parece inaudito saberlo ahora, contemplarlo ahora; entre los dientes sostiene dos ganchillos: el asco llega a tal extremo que tengo que apartar la vista: allí emerge el hueso, pienso, el subterfugio, el disfraz, tiene un defecto, como una carrera en la media que descubre el rectángulo de muslo blanco; allí, tras los labios, los dientes, los únicos huesos que asoman, y vivimos sonriendo y mostrándolos, y nos agrada enseñarlos y cuidarlos y mi profesión consiste precisamente en mantenerlos en buen estado, blancos y brillantes, limpios, pelados, lisos, desprovistos de carne, como tras el paso de aves carroñeras: esa hilera de pequeñas muertes, esa dureza tras lo blando; ¿acaso no es enorme el descuido?; de repente tengo deseos de decirle: Alejandra, estás enseñando tus huesos, oculta tus huesos, Alejandra, una mujer tan respetable como tú, una señora de rubor fácil, tan educada y limpia, con tu colección de novela rosa y tu familia y tu religión, ¿qué haces con los huesos al aire?, ¿no estás viendo que incluso muerdes cosas con tus huesos?, ¡Alejandra, por favor, que son tus huesos hundidos en el cráneo oculto, los huesos que quedarán cuando te pudras, mujer: no los enseñes!; esto va más allá de lo inmoral, pienso: es una especie de exhumación prematura, cada sonrisa es la profanación de una tumba, porque desenterramos nuestros huesos incluso antes de morir; deberíamos ir con los labios cerrados y una cruz encima de la boca, hablar como viejos desdentados, educar a los niños para que no mostraran los dientes al comer: un error, un gravísimo error en la estructura social comparable a caminar con las clavículas despellejadas, tener los omoplatos desnudos, descubrir el extremo basto del húmero al flexionar el codo, mostrar las suturas del cráneo al saludar cortésmente a una señora, enseñar las rótulas al arrodillarnos en la misa o las palas del coxal durante un baile o la superficie cortante del sacro durante el acto sexual: y sin embargo, ella y yo, con nuestros horribles dientes, la prueba visible de la existencia de los cráneos: absurdo, murmuro, y ella: ¿decías algo?, pero hablando entre dientes debido a los ganchillos, como si lo hiciera a través de apretadas filas de lápidas blancas, un soplo de aire muerto por entre las piedras de un cementerio, o peor: la voz a través de la tumba, las palabras pronunciadas en la fosa: no, nada, respondo, y ella, intrigada, se me acerca y arrastra sus falanges por mis vértebras: te noto distante desde ayer, Héctor, ¿te ocurre algo?, ¿es el trabajo?, y juro que estuve a punto de decirle: te la pego con una antigua paciente desde hace varios años, todos los jueves a la misma hora, pero no te preocupes porque una increíble revelación me ha hecho dejarlo, ya nunca más regresaré con Galia, no merece la pena (y por qué no decirlo, pienso, por qué reprimir el deseo y no decir la verdad, por qué no descargar la conciencia y vaciarme del todo); sin embargo, en vez de esa explicación catártica, le dije que sí, que era el exceso de trabajo, y me mostré torpe, callándome la inmensa sabiduría que poseía mientras notaba cómo descendían sus falanges por el edificio engarzado de mi columna, y ella dijo: pero hace mucho tiempo que no me sonríes, y pensé: ¡te equivocas!, somos una sonrisa eterna, ¿no lo ves?: nuestros dientes alcanzan hasta los extremos de la mandíbula y no podemos dejar de sonreír: sonreímos cuando gritamos, cuando lloramos, al pelear, al matar, al morir, al soñar: sonreímos siempre, Alejandra, quise decirle, y la sonrisa es muerte, ¿no lo ves?, quise decirle, nuestras calaveras sonríen siempre, así que la mayor sinceridad consiste en apartar los labios, elevar las comisuras y sonreír con la piel intentando imitar lo mejor posible nuestra sonrisa interior en un gesto que indica que estamos conformes, que aceptamos nuestro final: porque al sonreír descubrimos nuestros dientes, «enseñamos la calavera un poco más», no hay otro gesto humano que nos desvele tanto; la sonrisa, quise decirle, traiciona nuestra muerte, la delata; cada sonrisa es una profecía que se cumple siempre, Alejandra, así que vamos a sonreír, separemos los labios, mostremos los dientes, sonriamos para revelar las calaveras en nuestras caras, hagamos salir el armazón frío y secreto, draguemos el rostro con nuestra sonrisa y extraigamos el cráneo de la profundidad de nuestros hijos, de ti y de mí, del abuelo, de los amigos, de los parientes y del cura; pero no le dije nada de eso y me disculpé con frases inacabadas y ella enfrentó mis ojos y me abrazó y sentí los crujidos, la fricción, costilla contra costilla, golpes de cráneos, y supuse que ella también los había sentido: no seamos tan duros, le dije, y ella respondió, abrazándome aún: no, tú no eres duro, Héctor, y yo le dije: ambos somos duros, y tenía razón, porque se notaba en los ruidos del abrazo, en el telón de fondo de nuestro amor: un sonido semejante al que se produciría al echarnos la suerte con los palillos del I Ching sobre una mesa de mármol, o jugando al ajedrez con fichas de marfil, un trajín de palitos recios como un pimpón de piedra, el entrechocar aparentemente dulce de nuestros esqueletos como agitar perchas vacías; me aparté de ella y terminé de vestirme: quizá soy dura contigo, repitió ella, yo también soy duro, dije, y pensé: y Ameli y Héctor Luis, y todos entre sí y cada uno consigo mismo, ¡qué duros y afilados y cortantes y fríos y blancos y sonoros!; ¿te vas ya?, me dijo, sí, le dije, porque no deseaba desayunar en casa, en realidad no deseaba desayunar nunca más, pero sobre todo, sobre todas las cosas, no deseaba cruzarme con los esqueletos de mis hijos recién levantados, así que casi eché a correr, abrí la puerta y salí a la calle con el abrigo bajo el brazo, a la madrugada fría y oscura; ya he dicho que tengo la consulta cerca, lo cual siempre ha sido una ventaja, aunque no lo era esa mañana: quería trasladarme a ella solo con mi voluntad, sin perder siquiera el tiempo que tardara en desearlo; caminaba observando con mis cuencas vacías las casas que se abren, las figuras blancas que emergen de ellas como fantasmas en medio de la oscuridad, las primeras tiendas de alimentos llenas de huesos y cadáveres limpios de seres y cosas; caminaba y observaba con mis órbitas negras, lleno de un extraño y perseverante horror: ¿qué hacer después de la revelación?, ¿dónde, en qué lugar encontraría el reposo necesario?; porque ahora necesitaba envolverme, ahora, más que nunca, era preciso hallar la suavidad; mientras caminaba hacia la consulta lo pensaba: todos tenemos ansias de suavidad: guantes de borrego, abrigos de lana, bufandas, zapatos cómodos; sin embargo, el mundo son aristas, y todo suena a nuestro alrededor con crujidos de metal; qué pocas cosas delicadas, cuánta aspereza, cuánta jaula de púas, qué amenaza constante de quebrarnos como juncos, de partirnos, qué mundo de esqueletos por dentro y por fuera, móviles o quietos, invasión blanca o negra de huesos pelados, qué cementerio: toda obra es una ruina, toda cosa recién creada tiene aires de destrucción, y nosotros avanzamos por entre cruces, mármol, inscripciones, rejas y ángeles de piedra como espectros, y la niebla de la madrugada nos traspasa, huesos que van y vienen, esqueletos que se acercan y caminan junto a mí y me adelantan, apresurados, aquel que limpia los huesos en ese tramo de la calle, ese otro que espera en la parada, envuelto en su impermeable, huesos blancos por encima de los cuellos, la muerte dentro como una enfermedad que aparece desde que somos concebidos, ¿no hay solución?; y sorprender entonces a un hombre, una figura, no como yo, no como los demás, que se detiene frente a mí y me habla: ¿tiene fuego?, dice, un individuo desaliñado de espesa melena y barba, rostro pequeño, casi escondido, chaqueta sucia y manos sucias que se tambalea de un lado a otro como si el mero hecho de estar de pie fuera un tremendo esfuerzo para él; le ofrezco fuego y se cubre con las manos para encender un cigarrillo medio consumido, entonces dice: gracias, y se aleja; me detengo para observarle: camina con cierta vacilación hasta llegar a la esquina, después se vuelve de cara a la pared, una figura sin rasgos, y distingo la creciente humedad oscura a sus pies, detenerme un instante para contemplarle, volverse él y alejarse con un encogimiento de hombros y una frase brutal; un borracho orinando, pienso, pero al mismo tiempo deduzco: se ha reconstruido, ha verificado su interior, ha exhumado cosas que le pertenecen y le llenan por dentro: líquidos que alguna vez formaron parte de él; eso es un proceso de autoafirmación, pienso: él es algo que yo no soy o que he dejado de ser, ha logrado obtener lo que yo pierdo poco a poco: integridad, quizá porque no tiene que callar, porque es libre para decir lo que le gusta y lo que no, pienso y golpeo con los huesos del pie el cadáver de una vieja lata en la acera, o porque ha aceptado la vida tal cual es, o quizá porque tiene hambre y sed, y necesidad de fumar, dormir y orinar en una esquina, quizá porque siente necesidades en su interior, dentro de esa intimidad de las costillas que en mí mismo forma un espacio negro: sus necesidades le llenan, y yo, satisfecho, camino vacío: eso pensé; era preciso, pues, reformarse, volver a la vida a partir de los huesos, resucitar, aunque es cierto que en algún sitio dentro de mí existían vestigios, cosas que se movían bajo las costillas o en el espacio entre éstas y el hueso púbico, pero era necesario comprobarlo; todo aturdido por el ansia, entré en uno de los bares que estaban abiertos a esas horas y me dirigí apresurado al cuarto de baño, respondiendo con un gesto al hombre que atendía la barra y que me dijo buenos días; ya en el urinario, muy nervioso, busqué mi pija semihundida, perdonando la frase, la extraje y me esforcé un instante: tras un cierto lapso, comprobé la aparición brusca del fino chorro amarillo y sentí una distensión lenta en mi pubis que califiqué como el hallazgo de la vejiga: al fin me sirves de algo, pensé mientras me sacudía la pilila, perdonando la bajeza; así, convertido en pura vejiga, salí a la calle de nuevo y respiré hondo: noté bolsas gemelas a ambos lados del esternón, sacos que se ampliaban con el aire frío de la mañana, y descubrí mis pulmones; en un estado de alborozo difícilmente descriptible me tomé el pulso y sentí, con la alegría de tocar el pecho de un pájaro recién nacido, el golpeteo suave de la arteria contra mi dedo, su pequeño pero nítido calor de hogar, y supe que guardaba sangre y que mi corazón había emergido; caminando hacia la consulta completé mi resurrección, la encarnación lenta de mi esqueleto; así pues, yo era pulmones y vejiga, yo era intestino, tripas, estómago, yo era músculos del pene, tendones, sangre, hígado, vesícula, bazo y páncreas, yo era glándulas y linfa, todo suave, todo lleno, ocupando intersticios como si vertieran sobre mí unas sobras de hombre: yo era, por fin, globos oculares líquidos, yo era lengua y labios, yo era el abrir lento de los párpados, la creación del paladar, la suave nariz horadada, la humedad limpia de la saliva, la lágrima tibia y el sudor de los poros; yo era sobre todo mi propio cerebro, las revueltas grises de los nervios, la masa de ideas invisibles, la voluntad, el deseo, el pensamiento; llegué a la consulta recién creado, aún sin piel pero ya formado y funcionando, atravesé el oscuro umbral con la placa dorada donde se leía «Héctor Galbo, odontólogo», preferí las escaleras y abrí la puerta con la delicadeza muscular de un relojero, con la exactitud de un ladrón o un pianista; Laura, mi secretaria, ya estaba esperándome, y el vestíbulo aparecía iluminado así como la marina enmarcada en la pared opuesta, y me dejé invadir por el olor a cedro de los muebles, la suavidad de la moqueta bajo los pies, y cuando mis globos oculares se movieron hacia Laura pude parpadear evidenciando mi perfección; entonces, la prueba de fuego: me incliné para saludarla con un beso y percibí la suavidad de mi mejilla, los delicados embriones de mis labios, y supe que por fin la piel había aparecido: cabello, pestañas, cejas, uñas, el florecer de mi bigote negro; besarla fue como besarme a mí mismo: buenos días, doctor Galbo, me dijo, noté las cosquillas de mi camisa sobre mi pecho velludo, muy velludo, buenos días, dije, buenos días, Laura, y percibí mi laringe en el foso oculto entre la cabeza y el pecho, sentí el aire atravesando sus infinitos tubos de órgano: buenos días, repetí despacio saludando a todo mi cuerpo reflejado en el espejo del vestíbulo, mi cuerpo con piel y sentimientos, mi cuerpo vestido, bajito, mi cabeza calva y mi rostro bigotudo: buenos días, doctor Galbo, hoy viene usted contento, dice Laura, sí, le dije, vengo aliviado, quise añadir, he orinado en un bar y he descubierto por fin que tengo vejiga, y a partir de ahí todo lo demás, pero en vez de decirle esto pregunté: ¿hay pacientes ya?, y ella: todavía no, y yo: ¿cuántos tengo citados?, y ella: cinco para la mañana, la primera es Francisca, ah sí, Francisca, dije, sí: sus prótesis darán un poco la lata, y me deleito: oh mi memoria perfecta, mis sentidos vivos, mis movimientos coordinados, sí, sí, Francisca, muy bien, y mi imaginación: porque de repente me vi avanzando hacia mi despacho con los músculos poderosos de un tigre, todo mi cuerpo a franjas negras, mis fauces abiertas, los bigotes vibrantes, los ojos de esmeralda, y mi sexo, por fin, mi sexo: porque Laura, con la mitad de años que yo, me parecía una presa fácil para mis instintos, una captura que podía intentarse, la gacela desnuda en la sabana; ya era yo del todo, incluso con mis pensamientos malignos, incluso con mi crueldad, por fin: avíseme cuando llegue, le dije, y entré en mi despacho, me quité el abrigo y la chaqueta, me vestí con la bata blanca, inmaculada, mi bata y mi reloj a prueba de agua y de golpes, y mi anillo de matrimonio, y los periódicos que Laura me compra y deposita en la mesa, y mi ordenador y mis libros, y mis cuadros anatómicos: secciones de la boca, dientes abiertos, mitades de cabezas, nervios, lenguas, ojos, mejor será no mirarlos, pienso, porque son hombres incompletos, yo ya estoy hecho, pienso, envuelto al fin de nuevo en mi funda limpia, recién estrenado; por fin pensar: saber que he regresado al origen, me he recobrado, he impedido mi disolución guardándome en un cuerpo recién hecho; no recuerdo cuánto tiempo estuve sentado frente al escritorio saboreando mi triunfo, pero sé que la segunda y más terrible revelación llegó después, con el primer paciente, y que a partir de entonces ya no he podido ser el mismo, peor aún, porque me he preguntado después si he sido yo mismo alguna vez, si mi integridad fue algo más que una simple ilusión: y fue cuando sonó el timbre de la puerta, el siguiente timbre, el nuevo timbre que me despertó de la última ensoñación (como el de casa de Galia, o el del despertador con sonido de trompeta de cobre, ahora el de la consulta, pensé, y no pude encontrarles relación alguna entre sí, salvo que parecían avisos repentinos, llamadas, notas eléctricas que presagiaban algo), y Laura anunció a la señora Francisca, una mujer mayor y adinerada, como Galia, como Alejandra, con las piernas flebíticas y el rostro rojizo bajo un peinado constante, que entró con lentitud en la consulta hablando de algo que no recuerdo porque me encontraba aún absorto en el éxito de mi creación: fue verla entrar y pensar que iría a casa de Galia cuando la consulta terminara y le diría que todo seguía igual, que era posible continuar, que nada nos estorbaba, y después llegaría a mi casa y le diría a Alejandra que la quería, que nunca más sería duro con ella ni con Ameli, eso me propuse, y saludé a la señora Francisca con una sonrisa amable, y la hice sentarse en el sillón articulado, la eché hacia atrás con los pedales, la enfrenté al brillo de los focos y le pedí que abriera la boca, porque eso es lo primero que le pido a mis pacientes incluso antes de oír sus quejas por completo: como estoy acostumbrado a que esta instrucción se realice a medias, me incliné sobre ella y abrí mi propia boca para demostrarle cómo la quería: así, abra bien la boca, le dije, ah, ah, ah, y es curioso lo cerca que siempre estamos de la inocencia momentos antes de que un nuevo horror nos alcance: incluso éste aparece al principio con disimulo, revelándose en un detalle, en un suceso que, de otra manera, apenas merecería recordarse, porque mientras Francisca, obediente, abría más la boca, descubrí el último de los horrores, la luz del rayo que nunca debería contemplar un ser humano, la degradación final, tan rápida, pavorosa e inevitable como cuando presioné el timbre de Galia, pero mucho peor porque no era lo oculto, lo que era, sino lo que no era, aquello que falta, no lo que se esconde sino lo que no existe: la nueva revelación me violó, perdonando la brutalidad, de tal manera que todos mis logros anteriores adoptaron de inmediato la apariencia de un sueño que no se recuerda sino a fragmentos, e incapaz de reaccionar, permanecí inmóvil, inclinado sobre la mujer, ambos con la boca abierta, ella con los ojos cerrados esperando sin duda la llegada de mis instrumentos; pero como no llegaban los abrió, me vio y advirtió en mi rostro el horror más puro que cabe imaginarse: qué pasa, doctor, me dijo, qué tengo, qué tengo, pero yo me sentía incapaz de responderle, incapaz incluso de continuar allí, fingiendo, así que retrocedí, me quité la bata con delirante torpeza, la arrojé al suelo, me puse la chaqueta y salí de la habitación, corrí hacia el vestíbulo sin hacer caso a las voces de la paciente y a las preguntas de Laura, abrí la puerta, bajé las escaleras frenéticamente y salí a la calle: no sabía adónde dirigirme, ni siquiera si tenía sentido dirigirme a algún sitio; contemplé a los transeúntes con muchísima más incredulidad de la que ellos mostraron al contemplarme a mí: ¿era posible que todos ignoraran?, ¿hasta ese punto nos ha embotado la existencia?; hubo un momento terrible en el que no supe cuál debería ser mi labor: si caer en soledad por el abismo o arrastrar como un profeta a las conciencias ciegas que me rodeaban; es cierto que toda gran verdad precisa ser expresada, pero la locura de mi actual situación consistía en que esta verdad última era inexpresable: quiero decir que esta verdad final no era algo, más bien era nada, así que no podía soñar con explicarla: quizá el silencio en el gélido vacío entre las estrellas hubiera sido una explicación adecuada, pero no un silencio progresivo sino repentino y abrupto: una brecha de espacio muerto, una bomba inversa que absorbiera las cosas hacia dentro, que nos introdujera a todos en un mundo sin lugares ni tiempo donde la nada cobrara alguna especial y terrible significación, quizá entonces, pensé, y corrí por la acera intuyendo que cada minuto desperdiciado era fatal: ¿le ocurre algo?, fue la pregunta que me hizo un individuo que aguardaba frente a un paso de peatones cuando me acerqué, y solo entonces fui consciente de que tenía ambas manos sobre la boca, como si tratara de contener un inmenso vómito; mi respuesta fue ininteligible, porque sacudí la cabeza diciendo que no, pero esperando que él entendiera que eso era lo que me pasaba: que no; si hubiera podido hablar, habría respondido: nada, y precisamente ahí radicaba lo que me ocurría: me ocurría nada, pero era imposible hacerle comprender que nada era infinitamente peor que todos los algos que nos ocurren diariamente; no pude hacer otra cosa sino alejarme de él con las manos aún sobre la boca, corriendo sin saber por dónde iba pero con la secreta esperanza de no ir a ninguna parte, de no llegar, de seguir corriendo para siempre, porque no podía presentarme en casa de aquel modo, no con aquel fallo, sería preciso hacer cualquier cosa para remediar esa escisión, quizá comenzar desde el principio, reunir de nuevo el hilo en el ovillo, a la inversa: pensar en el instante anterior a la revelación, notar la presencia para comprender ahora la falta; pero cómo describirlo: cómo decir que había conocido de repente la boca cuando la paciente abrió la suya y yo quise indicarle cómo tenía que hacerlo y abrí la mía; fue entonces: el tiempo se congeló a mi alrededor y quedé solo en medio de mi hallazgo, como un náufrago, paralizado por la revelación suprema, incapaz de comprender, al igual que con la anterior, por qué no lo había sabido hasta entonces: la boca, claro, ahí, aquí, abajo, bajo mi nariz, en mi rostro, la boca: de repente me había percatado de la verdad, tan simple e invisible debido a su propia evidencia: la boca no es nada, lo comprendí al pedirle a la paciente que la abriera y al abrir la mía: ¿qué he abierto?, pensé: la boca; pero entonces, si la boca abierta también es la boca, el resultado era una oscuridad, un agujero vacío, un abismo; quiero decir que, de repente, al ver la boca, al inclinarme para verla, no la vi, pero no la vi justamente porque era eso: el no verla; si hubiera visto la boca de la misma forma que veo mis dedos, por ejemplo, no lo sería o estaría cerrada; sin embargo, el horror consiste en que una boca abierta también es una boca: como llamarle «dedos» al espacio vacío que hay entre ellos; ¡pero eso no era todo!: si aquel defecto, aquella nada, era, ¿cómo podía evitar la llegada del vacío?, ¿cómo impedir que todo siguiera siendo lo que es en la nada?, ¿cómo pretender recobrar mi cuerpo si me evacuo por ese agujero negro y absurdo?; lo comprendí: ¡si todo se hubiera cerrado a mi alrededor!, ¡si las junturas hubieran encajado perfectamente, sin interrupciones, sin oquedades!, pero tenía que estar la boca, la boca abierta que también era la boca, y ahora ¿cómo permanecer incólume?, ¿cómo seguir inmutable, conservándome dentro, si allí estaba eso que no era, esa nada negra implantada en mí?; corrí, en efecto, a ciegas, no recuerdo durante cuánto tiempo, hasta que un nuevo acontecimiento pudo más que mi propia desesperación: en una esquina, recostado en un portal, distinguí a un hombre, el borracho de aquella madrugada, que parecía dormir o agonizar: un sombrero gris le cubría casi todo el rostro salvo la barba, y allí, insertado en lo más hondo del pelo, un agujero abierto, sin dientes, sin lengua, una cosa negra y circular como una cloaca o la pupila de un cíclope ciego que me mirara, aunque yo fuera «nadie», el vacío terrible, la nada; de repente se había apoderado de mí un horror supremo, un asco infinito, la conjunción final de todo lo repugnante, y me alejé desesperado cubriéndome con las manos aquel «salto», aquel «vacío» letal, atenazado por una sensación revulsiva, un pánico que era como cribar mis ideas con violencia hasta romperlas, la certeza de mi perdición, el desprendimiento a trozos de mi voluntad frente a lo irremediable: esa boca abierta, el error por el que todo entra y todo sale, los secretos, la palabra, el vómito, la saliva, la vida, el aliento final, porque me había envuelto en mi propio cuerpo para hallar algo último que no cierra, ese terrible defecto tras los labios del beso, tras el lenguaje cotidiano, tras los gestos de comer y masticar, más allá de los dientes y la lengua, ese algo que no es el paladar ni la faringe ni la descarga de las glándulas, ese vacío que me recorre hacia dentro, el túnel deshabitado del gusano, la nada, la negación, eso que ahora empezaba a corroerme; porque si existía la boca, nada podía detener la entrada del vacío; así que cerca de casa empecé a perderme, a dividirme en secciones, a horadarme: primero fue la piel, que apenas se presiente, que es casi solamente tacto, la piel que cayó a la acera mientras corría, la piel con mi figura y mis rasgos que se me desprendió como la de un reptil mudando sus escamas, porque el vacío se introducía bajo ella como un cuchillo de aire y la separaba; entonces los músculos y los tendones, en silencio: ¿qué protección pueden ofrecer frente a los túneles de la nada?, ¿qué defensa procuran ante esa marea de vacío, ese fallo que me alcanzaba como a través de un sumidero?, también ellos caen y se desatan como cordajes de barco en una tempestad; la calle en la que vivo recibió el tributo de la lenta pero inexorable pérdida de mis vísceras: ese trago infecto de nada, que no está pero es, provoca la caída de mi estómago y mis intestinos, mi hígado derretido y mi bazo, los pulmones sueltos que se alejan por el aire como palomas grises, el corazón que ya no late, madura, se endurece y cae, gélido como el puño de un muerto, porque nada puede latir frente a la boca, los nervios arrastrados por la acera como hilos de un títere estropeado, los ojos como gotas de leche derramada, la suave materia de mi cerebro, la exactitud de mis sentidos, la excitante delicia del deseo, la provocación del hambre y el instinto, las sensaciones, los impulsos: todo cae y se pierde, todo gotea incesante desde mi armazón, todo se va y se desvanece calle abajo; entro en casa al fin, ya solo mi esqueleto muerto y limpio, y pienso: mis hijos están en el colegio, por fortuna; me dirijo al salón y allí encuentro a Alejandra, que me mira con pasmo; se halla sentada en su sofá tejiendo algo, y probablemente destejiéndolo también, creando y destruyendo en un vaivén de interminable dedicación; entonces me detengo frente a ella, aparto con lentitud las falanges blancas de mi oquedad y la descubro, por fin, en toda su horrible grandeza: la boca abierta, las mandíbulas separadas, el enorme vacío entre maxilares, la verdadera boca que no es, desprovista del engaño de las mucosas, ese espacio negro que nada contiene, y hablo, por fin, tras lo que me parecen siglos de silencio, y mis palabras, emergiendo de ese vacío, son también vacío y horadan: Alejandra, hablo, llevo años traicionándote con una mujer que conocí en la consulta, y ella: Héctor, qué dices, y yo: es guapa, pero no demasiado, cariñosa, pero no demasiado, inteligente, pero no demasiado: lo mejor que tiene es que me quiere y que intentó hacerme feliz, y que nunca me ha creado problemas salvo la necesidad de mentirte, de ocultártelo, una mujer con la que descubrí que puede haber una cierta felicidad cotidiana a la que nunca deberíamos renunciar, como hemos hecho tú y yo, ni siquiera a esa cierta felicidad cotidiana, una mujer, en fin, con la que he sabido que ya todo es igual, que incluso el pecado termina alguna vez, incluso la culpa, incluso lo prohibido, y ella: Héctor, Héctor, qué te pasa, dice, que ya basta de mentiras, respondo y me deshago de su lento abrazo y de sus lágrimas, y basta de silencio, porque era necesario hablar, pero no solo a ti, no, no solo a ti, y ella, gritando: ¿adónde vas?, pero su grito se me pierde con el mío propio, que ya solo oigo yo, y eso es lo terrible: porque mi garganta ha desaparecido y solo quedan las tenues vértebras y el deseo de ser escuchado; corro entonces a casa de Galia arrastrando apenas los jirones blancos de mis huesos por la acera, y ella misma abre la puerta y grita al verme: no, Galia, no podemos seguir juntos, dije entonces, no tengo nada más que hacer aquí, tú, viuda y solitaria, yo, casado y solitario, nada que hacer, Galia, no más consuelos, no más secretos, basta de felicidad y de cariño doméstico, porque llega un instante, Galia, en que todo termina, y lo peor de todo es que tú no eres una solución: ¿por qué?, me dijo: porque es necesario decir la verdad y revelar la mentira, repliqué, aunque nos quedemos vacíos, es necesario abrir las bocas, Galia, le dije, y volcarnos en hablar y hablar y destruirlo todo con las palabras, dije, porque si algo somos, Galia, es aliento, así que es necesario, por eso lo hago, dije, y me alejé de ella, que gritó: ¿adónde vas?, pero su grito se perdió dentro del mío, que ya era tan enorme como el silencio del cielo; y me alejé de todos, de una ciudad que no era mi ciudad, de una vida que no era mi vida, corrí ya casi llevado por el viento, las espinas delgadas de mi cuerpo flotando en el aire, corrí, volé hacia los bosques transportado por una ráfaga de brisa como el polvo o la basura, avancé por la hierba, entre los árboles, desgastándome con cada palabra: basta con eso, dije, no más hogar, no más vida, no más esfuerzo, dije, grité en silencio: ya basta de mundo y de existencia, ya basta de hacer y de procurar, soportar, callar y mirar buscando respuestas, no, no más luz sobre mis ojos, nunca otro día más, basta de desear y pretender, de conseguir y por último perder lo conseguido y enfermar y morir y terminar en nada, todo vacío, intrascendente, limitado y mediocre: basta, porque hay un error en nosotros, un hiato perenne, el sello de la nada, esta boca siempre abierta, este hueco hacia algo y desde algo, miradlo: está en vosotros, el sumidero, el vórtice; lo he soportado todo, incluso los años de silencio, los años iguales y el silencio, la muerte interior, el vacío interior, la falsa esperanza, la ausencia de deseos, pero no puedo soportar esta conexión: si tiene que existir esto, este hueco vacío y nulo, esta ausencia de mi carne y de mi cuerpo, si tiene que existir la boca, prefiero echarlo todo fuera, dejar que todo se vaya como un soplo puro, que lo oigan todos, que todos lo sepan, prefiero esto a la falsa seguridad de un cuerpo muerto, eso dije, eso grité, y me vi por fin convertido en nada, la oquedad llenando todos mis huesos abiertos como flautas mudas, desmenuzados como arena por fin, solo esa ceniza última, apenas el rastro leve que el viento termina por borrar, el vacío enorme de esa boca que tiene que decir y revelar y descubrir y gritar y acusar y vaciarme hacia fuera desde dentro y mezclarme con todo, esa boca abierta e infinita del silencio absoluto por la que hablo aunque nadie oiga

    41. —De sus palabras deduzco que la tramitación del divorcio es posible


    42. –Eso deduzco, de las notas que me ha dado para el informe al questore sobre la conferencia


    43. Las personas y las situaciones emiten señales y yo deduzco


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    deducir in English

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    Synonymes pour "deducir"

    rebajar abaratar inferir derivar razonar concluir sacar