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    califiqué


    1. Más abajo se le califica de “consejero


    2. El Diccionario Electoral, al explicar el término "manipulación" política -que parece ya intrínseco al proceso electoral-, señala que en éste se da una interrelación que califica así: "En este caso la educación podríamos calificarla de "maquiavélica con un sentido crítico y hasta peyorativo: los dominados están siendo engatusados, conducidos por quienes no perciben como conductores, y hacia situaciones de cuyos alcances no tienen ni deben tener conciencia


    3. El pensamiento aísla las situaciones y los sucesos y los califica de buenos o malos, como si existieran por


    4. Gran parte de la sociedad califica las personas con opción sexual diferente como


    5. de los salonesse califica de un gran aire


    6. indomable,hacía de él uno de esos seres monstruosos, que la observaciónsuperficial califica ligeramente de este modo: un loco


    7. Se da al vocablo inteligencia una significación sobremanera restringida cuando se califica de inteligentes a quienes han puesto de relieve ciertas aptitudes intelectuales


    8. Hoy por hoy, nadie se lo creería y, no obstante, forma parte de lo que el innovador y tecnólogo Raymond Kurz-weil califica de singularidad, el subproducto de la evolución geométrica de la capacidad de innovar


    9. » Luego, para demostrarme que si pide pompas para el ara exige humildad al oficiante, la emprende acremente con los párrocos mundanos, a los que califica de nuevos vendedores de indulgencias, rumiantes de nunciaturas y tenores del pulpito


    10. Que los ideales de Tejero nos parezcan perversos y anacrónicos no califica la bondad o la maldad de sus intenciones, porque el mal se fabrica a menudo con el bien y tal vez el bien con el mal; mucho menos autoriza a atribuir su fechoría a una pintoresca enajenación: si Tejero hubiese sido un enajenado no hubiera preparado durante meses y llevado a cabo con éxito una operación compleja y peligrosa como la toma del Congreso, no hubiera conseguido mantener el control casi absoluto que mantuvo del secuestro durante las diecisiete horas y media que duró, no hubiera sabido jugar sus bazas ni hubiera maniobrado para conseguir sus objetivos con la serena racionalidad con que lo hizo; si hubiera sido un enajenado, si hubiera llevado su locura hasta el final, tal vez el secuestro del Congreso hubiera acabado con una degollina y no con la negociación con la que acabó una vez que tuvo la certeza de que el golpe había fracasado

    11. Esas mujeres a quienes mi sobrino califica de «ociosas» disponen de mucho tiempo y su principal interés por lo general es ocuparse de la gente


    12. »20 Enrique Múgica califica estas declaraciones simplemente de «poco afortunadas»


    13. La palabra que subraya es "fanático", y no el sustantivo que califica


    14. (Esa es la razón por la que en ocasiones se califica a Haití de “narcoestado”


    15. Es muy susceptible a rumores y chismes, y cualquier incidente menor lo califica de conjura


    16. Tus bonitas escapadas, así las califica


    17. Allí la califica de «canto de ronda», le da el título de Otra vez y dice que su sentido es «¡Por toda la eternidad!»


    18. Santiago Carrillo califica a Felipe González de estadista yreconoce que, en sus años de gobierno, se convirtió en una de las


    19. Si, por tanto, es razonable el plan y el calendario, ¿por qué no se acepta algo que se califica de esta manera? Porque —dice el gobernador— «Banesto no encontró el apoyo exterior», porque Banesto «no puede obtener los recursos necesarios»


    20. »5 El cronista anónimo califica la acción como «un modelo de maniobra de infiltración y de combate de trincheras… una de las operaciones más difíciles y en peores condiciones de las que hemos tenido durante la campaña»

    21. Prácticamente, así funciona el «Fed», y por esto, con su sencillez acostumbrada, se califica de «Banco para los Bancos»


    22. En la mejor época romana, a una acción compasiva, por ejemplo, no se la califica ni de buena ni de malvada, ni de moral ni de inmoral: e incluso cuando se la alaba, con tal alabanza continúa siendo perfectamente compatible una especie de involuntario menosprecio, a saber, tan pronto como se la compara con cualquier acción que sirva al fomento del todo, de la res publica [cosa pública]


    23. Por ello tiene que sonar duro y llegar mal a los oí dos el que nosotros insistamos una y otra vez en esto: es el instinto del animal gregario hombre el que aquí cree saber, el que aquí, con sus alabanzas y sus censuras, se glorifica a sí mismo, se califica de bueno a sí mismo: ese instinto ha logrado irrumpir, preponderar, predominar sobre todos los demás instintos, y continúa lográndolo cada vez más, a medida que crecen la aproximación y el asemejamiento fisiológicos, de los cuáles él es síntoma


    24. –Cuando un filósofo da a entender hoy que él no es un escéptico, – yo espero que se haya percibido eso en la descripción que acabo de hacer del espíritu objetivo – todo el mundo oye eso con disgusto; se lo examina con cierto recelo, se querría preguntarle y preguntarle muchas cosas…, incluso, entre los oyentes medrosos, que ahora existen en gran cantidad, se le califica, desde ese momento, de peligroso


    25. Más, califica a las acusaciones de Lowry de “infames y bochornosas”


    26. En cambio, los regímenes moderados de los que Georg von Rauch califica de "democracia autoritaria" en Letonia y Estonia los instituyeron en 1934 las fuerzas moderadas simplemente como autoritarismo preventivo


    27. –Y este egoísmo personal y de clase emergente, como la califica usted, convertido en una regla de conducta internacional, ¿no puede generar una tensión irreparable entre el Norte y el Sur?


    28. Y así, señor Brennan, he reunido las historias clínicas para tratar de comprobar si la necesidad de traición -sublimada y reprimida en la mayoría de los hombres, pero puesta en acción por un puñado al que después se califica de traidores- tiene algún denominador común, una misma raíz


    29. Ribera del mar, que la ley califica de dominio público


    30. Aun cuando ponga el huevo fertilizado casi de inmediato, el macho aún tiene tiempo de desaparecer, obligando a la hembra a lo que Trivers califica de «cruel atadura»

    31. Califica el hecho de “crimen monstruoso y cobarde, sin precedentes en la historia de la República”


    32. Está armado y la policía lo califica como altamente peligroso


    33. El otro componente, que califica como «conservadurismo clerical», fue propio de naciones menos desarrolladas como España, Portugal, Hungría o la Austria rural


    34. He aquí su traducción, y aun cuando su traductor, Manfred Hausman, la califica de fragmentaria, pues le faltan las primeras estrofas y ciertos pasajes, por mal copiados, más que traducirlos hubo que interpretarlos, esta corta producción poética cuenta "entre las creaciones más encantadoras y optimistas de la literatura universal"


    35. Entretanto, Howard, a quien por cierto le gustan las gratificaciones, ha tenido que hacer frente a un alquiler que califica de «totalmente excesivo» por una pequeña casa amueblada en Lomas de Chapultepec


    1. ella se reía dela seriedad de él y le calificaba de tonto


    2. y despilfarro, y a los que comían poco ymal, los calificaba de miserables, de hambrones y de


    3. completamente convencida de la locura de su padre, pues de talla calificaba


    4. tal calificaba convehemente apreciación su aventura reciente


    5. que él mismo, en sus horas de sensualismoracionalista y moderado, calificaba de enfermizas


    6. veian arrojados en una empresa que acobardaba á todos, que la Europa toda calificaba de locura, se


    7. El oficial sentía un repudio violento por los afeminados y le molestaba que su novia se moviera en un medio donde se rozaba con quienes calificaba de degenerados


    8. Tanto, que el presidente Gerry Ford había emitido una orden ejecutiva que calificaba de ilegales las acciones de esa índole y esa orden se había mantenido en pie hasta que el presidente Ryan había decidido eliminar al dictador religioso de Irán con dos bombas inteligentes


    9. Montalbano había entrado con la que él mismo calificaba de «cara de peluquería», es decir, con la boca reducida a una raya, los ojos sospechosamente entornados, el entrecejo fruncido y la expresión a la vez despreciativa y severa


    10. –-Danke -dijo ella con educación mientras en silencio lo calificaba de trag Narr

    11. El interés de Menzel por las narraciones científicas y la ciencia-ficción se refleja en esa loable decisión de asignar a algunos cráteres los nombres de quienes supieron despertar el entusiasmo de toda una generación por los vuelos espaciales, precisamente cuando la ciencia ortodoxa los calificaba de quimera


    12. Hablaba a sus conquistas con la intimidad de la voz ronca y caída en desgracia, y si durante la infancia no permitió que le consideraran un «maldito», ahora era él mismo quien así se calificaba, y por este motivo —les explicaba rizándoles la piel con el vapor de su aliento— amarlas supondría sumergirlas en una condena al mal de amores y a las deshonras sociales


    13. Esperaba que los demás tuvieran sus mismas opiniones y sentimientos, y calificaba sus motivos por el efecto inmediato que tenían sus acciones en ella


    14. ° Ejército Acorazado calificaba su escasez de munición de «catastrófica»


    15. Los vehículos -que uno de sus oficiales calificaba de «cochecitos de bebé acorazados»- ya estaban en un estado deplorable cuando fueron embarcados en Alejandría: constituían una selección apresurada de los que se habían devuelto del desierto para su recomposición en los talleres de los cuarteles generales en torno al Cairo


    16. (Recuerdo a un amigo australiano al que no le gustaban los ingleses y que trabajaba en una planta de procesamiento de carne; me decía que sus compañeros y él dejaban caer de vez en cuando una o dos vesículas biliares en las cajas de hígado congelado marcadas para exportar a Gran Bretaña; o que la fabrica en la que trabajaba calificaba como “cordero” a las ovejas de menos de seis meses si estaban destinadas al consumo interior, y a las de hasta dieciocho meses si estaban destinadas a la exportación a Gran Bretaña


    17. Por ello, conocía a la perfección que lo que Kroll calificaba como «método típico de Conde» era, en realidad, un diseño del primer banco del mundo


    18. Tal vez fuera la manera en que Amber había intentado consolarlo después de que él se hubo desahogado todo cuanto quiso sobre la ignorancia de Julian, o que el consuelo de ella animara también al Tim físico con sus besos, sus abrazos, la suave elasticidad de sus brazos, cultivada en el gimnasio; tal vez se debiera a que las fantasías de Tim, tras tantos años de rutina matrimonial, siguieran girando exclusivamente en torno a ella, hasta el punto de que no le interesaba acariciar otro trasero ni deslizar su mano en otro delta que no fuera el de Amber, lo que lo calificaba para deslices amorosos como una locomotora de vapor para salir de un andén; o porque él, en los momentos de soledad, de autosatisfacción, no quería imaginarse a nadie más que no fuera Amber; tal vez porque el corte dorado de su figura no había sufrido ninguna merma a pesar de los años que se le habían añadido, y porque sus pechos —¡vivan los genes!—, desafiando la fuerza de la gravedad, siempre encontraban aquella posición legendaria que le había hecho creer, al principio de la relación, que abrazaba dos melones maduros: tal vez, también, se tratara de que, al intentar abrir los cierres del albornoz de Amber, se había visto arrastrado hasta el extremo opuesto del módulo, lo que no hizo sino excitarlo aún más, ya que su mujer quedó entre el aleteo de la bata abierta, como un ángel dispuesto al pecado


    19. Es una religiosa, la madre Anne-Marie Javouhey, a quien Luis-Felipa calificaba de «gran hombre»


    20. Denigraba la política de Estados Unidos hacia Israel, se oponía a la acción militar en Afganistán y calificaba la guerra en Irak de una mera expoliación de petróleo

    21. En repetidas ocasiones se nos calificaba a algunos de nosotros, en concreto a Felipe y a mí, casi de ser agentes del PC cuando propiciamos entablar conversaciones con los comunistas


    22. El tío Jack controlaba todo lo que Thorby, poseía; tío Jack no era propietario sino de una sola acción nominal que le calificaba para ser presidente del consejo


    23. Y pensó en la clase de vida que se llevaba allá abajo, admitiendo que su interlocutor la calificaba exactamente


    24. El campeón inicial de la idea fascista era el esteta vanguardista Ernesto Jiménez Caballero ("el D'Annunzio español"), que anunció públicamente su fascismo en 1929 y rápidamente quedó sometido casi por completo al ostracismo por el mundillo cultural español, predominantemente liberal, con lo cual se convirtió en lo que él mismo calificaba de "Robinson Crusoe literario"


    25. Perón calificaba al fascismo europeo de combinación exagerada de idealismo y colectivismo que excluía el individualismo y un sano materialismo, definición que, dentro de sus límites, no es necesariamente inexacta


    26. Le entregué disertaciones pletóricas, que él calificaba de exhaustivas, sugiriendo con ello que su comodidad de corrector hubiera preferido deberes más concisos


    27. Pero el mar, que por todas estas cosas me había yo figurado que iba a morir al pie de la vidriera, estaba a más de cinco leguas de distancia, en Balbec Plage; y esa cúpula, ese campanario, que por aquellas mis lecturas, en que se lo calificaba a él también de rudo acantilado normando donde crecían las hierbas y revoloteaban los pájaros, me imaginaba yo que recibía en su base el salpicar de las alborotadas olas, erguíase en una plaza donde empalmaban dos líneas de tranvías, frente a un café que tenía una muestra con letras doradas que decían: “Billar”, y se destacaba sobre un fondo de tejados sin sombra de mástil alguno


    28. Vicio (así lo calificaba en otro tiempo monsieur de Charlus) al que el barón prestaba ahora la figura inofensiva de un simple defecto, muy extendido, más bien simpático y casi gracioso, como la pereza, la distracción o la glotonería


    29. Mas la misma importancia que aquel deseo debía de tener para ella y las reservas que se formaban en torno a él no podían revelarme lo que, cualitativamente, era; más aún: cómo lo calificaba cuando se hablaba a sí misma


    30. En aquel empalme de dos generaciones y de dos sociedades que, en virtud de razones diferentes, mal situadas para distinguir la muerte, casi la confundían con la vida, la primera se había mundanizado, había llegado a ser un incidente que calificaba más o menos a una persona sin que el tono con el que se hablaba pareciera significar que este incidente lo acabara todo para ella

    31. Dorian Gray, por supuesto, no prestaba la menor atención a tales insolencias y desprecios deliberados y, en opinión de la mayoría, su naturalidad y su aire jovial, su encantadora sonrisa adolescente y la gracia infinita de la maravillosa juventud que parecía no abandonarle nunca, eran por sí solas respuesta suficiente a las calumnias, porque así las calificaba la mayoría, que circulaban acerca de él


    32. News te calificaba según la opinión que tenían de ti los rectores de otras universidades? Pues entonces un escándalo que diera a entender que todos los grandilocuentes pronunciamientos acerca del «estudiante deportista» de Dupont no sólo eran una ridiculez, sino una mentira con mayúscula


    33. Meren escuchó cómo Rahotep desdeñaba las preocupaciones de Djoser, las calificaba de insignificantes en comparación con sus problemas, y supo que había hecho bien en invitar a sus amigos a casa


    34. Un informe interno de las Fuerzas de Seguridad del Estado, de enero de 2008, seis meses después de la ruptura de la tregua, calificaba la situación de ETA de «extrema debilidad que le ha obligado a reconsiderar sus estructuras, formas de actuación y normas de seguridad y, lo que es más importante, a perder la iniciativa»


    35. Así calificaba a los canadienses, en su grosero lenguaje


    36. A mi criterio, Gibarían tenía razón cuando calificaba el ataque encabezado por Muntius como "simplificación monumental"


    37. El Magistral comenzó a impacientarse; la Regenta no subía la cuesta, persistía en sus peligrosos anhelos panteísticos, que así los calificaba él, se empeñaba en que era piedad aquella ternura que sentía con motivo de espectáculos profanos, y declaraba francamente que las lecturas devotas le sugerían reflexiones probablemente heréticas, o por lo menos, poco a propósito para llegar a la profunda fe que el Magistral exigía como preparación absolutamente indispensable para dar un paso en firme


    38. Salía don Víctor dejando tras sí las puertas abiertas, dando órdenes caprichosas para que se cumplieran en su ausencia; y cuando Ana ya sola, pegada a la chimenea taciturna, de figuras de yeso ahumado, quería volver a su propedéutica piadosa, a los preparativos de vida virtuosa, encontraba anegada en vinagre toda aquella sentimental fábrica de su religiosidad, y calificaba de hipocresía toda su resignación


    39. Zofia escuchó con más atención a Lucas cuando éste dijo en tono grave que había que ser más honesto cuando se calificaba el mal y el bien


    40. Sus besos eran poderosos, y cuando yo no estaba de humor los calificaba de «sandwiches gomosos»

    1. Ante la perplejidad de las instituciones judiciales que en el fuero penal calificaban


    2. Belarmino y le calificaban de chiflado


    3. El tribunal solía estar formado por funcionarios locales chinos y japoneses que no sólo calificaban los exámenes sino que juzgaban la valía de las muchachas, cuyas fotografías -en las que aparecían ataviadas con hermosos delantales diseñados por ellas mismas- eran expuestas en los tablones de anuncios junto con las tareas que les habían sido encomendadas


    4. Calificaban aquel proceso de «reparaciones de guerra», pero para los habitantes locales equivalía al derrumbamiento total de su industria


    5. Los tres publicaron sus resultados en 1900, citando cada uno de ellos el trabajo de Mendel y atribuyendo a éste el mérito del descubrimiento, a la vez que calificaban su propio trabajo de una simple confirmación de los trabajos del monje


    6. Había quienes calificaban su trabajo de ‹interesante› o ‹atractivo› para luego enzarzarse en una disquisición sobre la doctrina del cuerpo y las teorías post feministas hasta que se quedaban sin fuelle


    7. Calificaban la sensación de desastre que los embargaba de Weltuntergangsstimmung, sensación de que el mundo se venía abajo


    8. Se enfrentaban a tiros por cualquier pleito de recreo, amenazaban a los maestros si los calificaban mal en los exámenes, y uno de ellos, estudiante de tercer grado en el colegio La Salle y coronel de milicias en retiro, mató de un balazo al hermano Juan Eremita, prefecto de la comunidad, porque dijo en la clase de catecismo que Dios era miembro de número del partido conservador


    9. Sus detractores la calificaban como una andante solución de compromisos para suavizados activistas ecológicos de Wall Street, mientras que sus partidarios apreciaban su potencial integrador


    10. Quería comprar algunas ovejas merinas del rey y tenía la intención de visitar a sir Joseph Banks, que tiene a su cargo el rebaño, pero sir Joseph, que está al día de lo que ocurre en la colonia, tenía tantos informes sobre él que le calificaban de indeseable que se negó a recibirle

    11. En enero de 1997, Paul Dubrule y Gérard Pélisson abandonaron la presidencia del grupo, que dejaron en manos de Jean-Luc Espitalier, un graduado en la Escuela de Gestión Pública que las revistas económicas calificaban de «atípico»


    12. Porque con esas telas ligeras y esos tiernos colores las mujeres –en los caldeados salones de entonces, bien protegidos por los cortinones, y que los novelistas mundanos de la época calificaban, en el colmo de la elegancia, de “delicadamente forrados”– tenían el aspecto friolero de aquellas rosas que podrían vivir junto a ellas, a pesar del invierno, desnudas y encarnadas como en la primavera


    13. Como esa ficción era precisamente lo propio de los Verdurin, que calificaban como aburridos a todos los que no podían frecuentar, es increíble que la Patrona pudiese creer que la princesa era un alma de acero que odiaba lo elegante


    14. A los ojos de quienes los calificaban en esa forma sin duda los Guermantes, los Rohan y muchos otros también eran gente muy bien pero su nombre evitaba tener que decirlo


    15. Le costó tres minutos y algunas pistas adivinar que detrás de este cuerpo desarmado cubierto por una calva canosa estaba Leveder, el penene del PCE que no perdía su sentido del humor en medio de la tragedia del asesinato de su secretario general… Leveder, aquel «… intelectual orgánico de una dirección entreguista…» tal como le calificaban los comunistas extramuros del PCE, los comunistas más radicales


    16. De haber vivido, Cimón habría figurado entre éstos, y ahora muchos de sus amigos deploraban lo que calificaban de abandono de los derechos griegos en Chipre


    17. De haber vivido, Cimón habría figurado entre éstos, y ahora muchos de sus amigos deploraban lo que calificaban de


    18. En unos dormitorios que daban al patio vivían guardaespaldas voluntarios, que Allende llamaba su grupo de amigos personales y sus opositores calificaban de guerrilleros terroristas y asesinos


    19. Habían conspirado en la huida de Paul y Bill y tanto si los iraníes calificaban su conducta de conspiración o de complicidad, o utilizaban cualquier otra denominación, estaba claro que era un acto contrario a la ley


    20. Había una descripción de la habitación de la criada belga, que los dos policías habían encontrado amueblada con una sencillez excesiva, y de la propia criada, a la que calificaban de reservada pero servicial

    21. Calificaban a la Constitución de innovación herética y querían incitar a la gente a manifestarse ante el Baharistán, sede del Parlamento


    1. Concepción, en la Plaza Mayor, restaurante calificado con un sol en la última edición


    2. Calificado de manera simplificada, su ejercicio es el de un téc-


    3. 000%, en 1988 el gobierno lanzó un programa de ajuste calificado como draconiano por la propia CEPAL


    4. Asíen la teoría como en la práctica han calificado de lecciones


    5. pueblos de la matriz han calificado dedeshonrado al que


    6. porbien fundado, tomé una resolución que tú has calificado de


    7. enpresencia de lo más calificado del acompañamiento, les propuso a losReos, con tal


    8. Hasta les hubiera calificado con mucha facilidad de


    9. En julio de 1991, la familia interpuso una querella por secuestro agravado, aplicación de tormento y rigor innecesario, incomunicación prolongada, detención arbitraria y presunto homicidio calificado


    10. A este proceso revolucionario se le ha calificado, con razón, de mente dotada de «fluidez cognitiva»

    11. Aquí se pueden guardar papeles, pero esto no tiene por qué ser calificado de escondrijo secreto


    12. Habría así alguien adecuadamente calificado para tener acceso a las drogas siempre que las necesitara


    13. Por fin, fue calificado él mismo de derechista, expulsado del Partido y despedido de su empleo


    14. Estupefactos, los Ting le dijeron que tuviera cuidado con lo que decía: era el propio presidente Mao quien los había rehabilitado y calificado de «buenos funcionarios»


    15. El Abuelo, novela en cinco jornadas Benito Pérez Galdós anciano, el más calificado de la casa


    16. —Usted me ha calificado a veces con el pintoresco nombre de intercesor de los muertos


    17. En el ejercicio de sus funciones ignoraba las razones del buen sentimiento, castigando con igual firmeza el robo de una gallina que el homicidio calificado


    18. La familia bien constituida era importante al momento de ser calificado para ascender a Mayor


    19. Te has calificado


    20. Su arrojo personal era tal, que alguno de los supervivientes de la acción lo ha calificado como suicida

    21. El Senado ha calificado la guerra contra Espartaco de guerra servil y sólo tengo derecho a una ovación —dijo Craso, carraspeando y con aire desanimado—


    22. El Ministerio entrante es calificado como de la peor extracción ayacucha


    23. Sutro es el más calificado


    24. Recorrieron un pasillo, a través de lo que parecía una sala de estar y después otra estancia que Bosch también habría calificado de sala de estar


    25. Sin embargo, como compañera de trabajo, Marion era un bicho insufrible, pedante, exigente e impaciente, como Erlendur la había calificado una vez cuando, hablando con Eva Lind, salió el tema en la conversación


    26. Un portavoz de la JAA ha calificado de «infundados» los rumores de que la certificación se había demorado por razones políticas


    27. Le han calificado de cruel por su inflexible integridad


    28. Le han calificado de avariento por la magnificencia de su poder, creador de riqueza


    29. Puede decirse que ese sueño de Leibniz fue considerado por sus contemporáneos matemáticos y científicos como un sueño, y nada más que como un sueño, y fue cortésmente dado al olvido, calificado como la idea fija de un hombre de genio universal


    30. Esa misma mañana The Times había calificado de «intolerables» las relaciones de los aliados con el Gobierno Provisional,* Pero para Churchill, las relaciones con «ese anglófobo obstinado, ambicioso y detestable» se habían convertido en un asunto que podía obligarlo a presentar su dimisión

    31. Esas dos muchachas han calificado de encantador al hijo de Quincio


    32. pronunciadas por Jesús y en las que le había calificado de «zorra»


    33. Esta vez Waldenberg perdió los estribos y empleó un lenguaje que podría ser calificado de lamentable


    34. Las investigaciones se han visto frenadas por lo que un portavoz del Ejército ha calificado de actitud obstinada de la gente local


    35. Tal es así que el doctor Richard Williams, de la Sociedad Americana de Física, lo ha calificado como «un acto irresponsable de vandalismo global»


    36. El forense había tildado el hallazgo de interesante; MacHor nunca lo hubiera calificado así, pero, de cualquier forma, resultaba vital para el caso


    37. La crítica había calificado la obra como "un teatro académico sorprendentemente imaginativo y entretenido" a pesar de las controvertidas técnicas muggle de producción implementadas por la directora, la profesora de Estudios Muggle Tina Grenadine Curry


    38. Este punto es la esencia de lo que en alguna ocasión he calificado como «intangibles» en la inversión en medios de comunicación


    39. El caso, calificado por la prensa sensacionalista como LA MATANZA DE LOS MACARRONES, había alcanzado notoriedad mundial


    40. Y desprestigiado, pues por una razón u otra siempre queda mal calificado y catalogado como "mal polvo"

    41. Un humano que hubiera estado en su lugar, contemplando un poblado de ratas, difícilmente las habría calificado de seres sensibles y sus prejuicios habrían condenado las ratas a ser definidas como animales


    42. Sin embargo, apenas había entre ellos alguno capaz de aguantar la humillación de ser calificado como una persona débil o enferma


    43. Habían abierto en las paredes unas esclusas, en el suelo a su alrededor, alojado los vehículos y los aparatos en los hangares, aquellos tubos cortados por la mitad que Omura, en su habitual espíritu derrotista, había calificado como cachivaches, pero que en realidad eran tanques de combustible en desuso de la era de los transbordadores espaciales


    44. Los normandos habían calificado Arden de «tierra hermosa y salvaje»


    45. El Senado ha calificado la guerra contra Espartaco de guerra servil y sólo tengo derecho a una ovación -dijo Craso, carraspeando y con aire desanimado-


    46. - ¡Ay, Iago! El señor la ha calificado de puta, la ha abrumado de tal manera a desprecios y en términos tan viles, que un corazón inocente no lo podría soportar


    47. El informe continuaba: «Un hecho aislado podría haberse calificado de coincidencia


    48. –Si es alguien calificado, sí


    49. El enorme poder de un verdadero telépata se ponía de manifiesto en la mítica serie Fundación de Isaac Asimov, a menudo calificado el mejor escritor de ciencia ficción de todos los tiempos


    50. Si alguien hubiera insinuado que estas cosas debían dejarse en manos de los expertos, hubiera sido calificado de fascista, si el término se hubiera conocido entonces
































    1. Y explica «nuestra alarmante preocupación por la difusión de esta nueva "teoría de expropiación", simulando un nacionalismo que calificamos de pernicioso, puesto que se quiere desconocer el respeto a la propiedad privada y a la defensa y conservación del Patrimonio Cultural de la Nación y de la Iglesia»


    2. Lo que nosotros demasiado a la ligera calificamos de estafa, en el clima peculiar de los bazares levantinos a menudo no es sino una especie de convención social sometida a reglas de juego implícitas, pero minuciosamente elaboradas; un pasatiempo elevado, en el que la sutilidad comercial obtiene al final su recompensa y la aprobación a los ojos de todos los orientales


    1. "noticia" el cual posteriormente provoca la generación de opiniones, que una vez medidas se califican como "opinión pública", sobre la cual, a su vez, incide la información, la publcidad, la propaganda, y, de nuevo, al medirse por sectores, grupos de actividad, edades y otras formas de "partirla", para cuantificarla e interpretala, conforma prácticamente un ente diferente al de los individuos que la soportan


    2. h) Las noticias que genere el acontecimiento "A" se deforma según pautas quealgunos estudiosos califican con ciert generosidad de "leyes" que, no obstante su repetición universal, sulen tener modalidades variables según distintas regiones y épocas


    3. protegió una determinación que todos califican deextraordinaria


    4. delo que los juiciosos y piadosos califican de inescrutables designios deDios, a fin de que se


    5. Durante el mismo período hubo un floreciente tráfico internacional de las devastadoras armas no nucleares que se califican tímidamente de convencionales


    6. Hasta mis amigos islandeses califican su sociedad como una sociedad rígida y conservadora


    7. Los científicos califican este comportamiento de “racional” precisamente porque se sirve de un razonamiento correcto, aun cuando pueda ser moralmente reprensible


    8. Todas las partes implicadas en esta historia califican las fotos y la declaración de Goodwin de patraña


    9. ¿Me lo pregunta? ¿Escapa a su manchesterianismo la existencia de una doctrina social que significa la victoria del hombre sobre el economismo y cuyos principios y objetivos coinciden exactamente con los del reino cristiano de Dios? Los padres de la Iglesia califican lo «mío» y «tuyo» de palabras funestas y la propiedad privada de usurpación y robo


    10. Interpretan los movimientos fascistas como opuestos primordialmente a los aspectos centrales de la sociedad liberal occidental, como la urbanización, la industrialización, la educación liberal, el materialismo racionalista, el individualismo, la diferenciación social y la autonomía pluralista, de modo que califican al fascismo como inherentemente opuesto a la modernización "en si"

    11. –¡Ah, ah! Sí, los patriotas, en efecto, lo califican de héroe, y no sin motivo; mas según parece, Su Graciosa Majestad no es de esa opinión, puesto que el ministro Gilberto Argall os ha encargado de buscarlo


    12. Los sabios y virtuosos houyhnhnms, que abundan en todas las excelencias que pueden adornar a un ser racional, no tienen en su idioma término para designar este vicio, como no lo tienen para expresar nada que signifique el mal, excepto aquellos con que califican las detestables cualidades de sus yahoos, y entre ellas no pueden distinguir ésta del orgullo por falta de completo conocimiento de la naturaleza humana, según se muestra en otros países en que este animal gobierna


    1. ¿Sobre qué base? Un portavoz explicó que si bien los evangélicos «no eran científicos», podían defender esa ley por razones teológicas, calificando la legislación para proteger las especies en peligro como «el arca de Noé de nuestro tiempo»


    2. Cuando el ministro leyó El Mercurio se indignó con el reportero porque había burlado su confianza, pero Fernando Rivas Sánchez dio cuenta del episodio en el programa «A esta hora se improvisa», de Canal 13, calificando a Roberto como un periodista inteligente y audaz


    3. El tumulto que armó la noticia no es fácil describirlo: quién felicitaba con terribles voces, golpeando la mesa con los duros vasos, y con botellas y cucharas; quién soltaba pullas, calificando a D


    4. Estaba calificando trabajos


    5. En el Boletín del Gobierno publica una exhortación calificando a la guerra civil como "la barbarie contra la civilización y el crimen contra el orden"


    1. rencorosa, que no creía errar en el epíteto al calificar de sólido el prestigio logrado en todos los círculos por Álvaro Melián Lafinur, hombre de letras, que, si yo me


    2. Pero no tienes razón en calificar de acción indigna elimpedir ese matrimonio


    3. poblaciones enque hay cacique, porque es suponerlas salvajes, y no quiero calificar detales a los


    4. Recordé que el casto jardinero la había motejado de diablillo, si bien había empleado el mismo epíteto para calificar el comportamiento de la mayoría de las alumnas


    5. La pregunta era - y a veces todavía es - ¿se puede calificar de profesionalismo a estas actividades según la tradición de A


    6. De poder calificar su reacción de alguna manera, diría que había sido contenida—


    7. —Hace tiempo que estoy aquí, en la celda del fondo —explicó con una voz que apenas se podría calificar de perturbación del aire


    8. A cambio de la cesión a la Iglesia del control indiscutible de la educación de los niños católicos en Alemania, de abandonar la propaganda nazi contra los abusos infligidos en las escuelas y orfanatos católicos y de otros privilegios, la Santa Sede dio instrucciones de que se disolviera el Partido de Centro Católico y ordenó apresuradamente que los católicos se abstuvieran de participar en ninguna actividad política sobre cualquier asunto que el régimen decidiera calificar de prohibido


    9. No hay otra manera de calificar su comportamiento: Juan rehuye ocuparse en serio de Emilia y cuando, como el otro día, habla de ella, sólo acierta a proponer, para tranquilizarla, la solución pedante de utilizar la vieja doctrina cristiana sobre los novísimos


    10. —Gracias —dijo Ciccio Mónaco y después añadió, acompañando su propuesta con algo que, en un exceso de generosidad, se hubiera podido calificar de sonrisa—: ¿Quiere sentarse conmigo?

    11. Al calificar a García de ama de casa, Edgar estaba diciendo que García iba montado en el carro de su compañero


    12. Quizá esta confesión no lo ofenda tan gravemente como hubiese sido el caso hace veinte años, pues supongo que estará usted al corriente de las hipótesis propuestas hace un tiempo por hombres de ciencia intachables, hipótesis que no hay más remedio que calificar de trascendentales


    13. Jean asintió, sacó los formularios y preparó el ordenador para calificar y correlacionar los resultados


    14. Las dos estaban muy ocupadas con sus respectivos empleos y en el momento en que supieron que mi presunta enfermedad, si es que así se la pudiera calificar, no revestía carácter grave, se desinteresaron del asunto


    15. Inmerso en la negrura absoluta de la cámara, March sólo podía calificar la operación de locura, de pura locura


    16. Trató de recordar algún rasgo de nobleza, algún gesto especial de integridad o de bondad que pudiese librarle de los ataques de Darcy, o, por lo menos, que el predominio de buenas cualidades le compensara de aquellos errores casuales, que era como ella se empeñaba en calificar lo que Darcy tildaba de holgazanería e inmoralidad arraigados en él desde siempre


    17. John y yo hablamos largo y tendido sobre esa historia, y recuerdo que me mantuve firme al calificar la decisión del escritor como un error, como una interpretación del mundo mal concebida


    18. Es una mirada normalizadora, una vigilancia que permite calificar, clasificar y castigar


    19. ¿Qué puedo decir de los vestidos de teatro con que las cubren? Vi un San José con manto, cuya facha no quiero calificar por respeto al Santo Patriarca y a la Iglesia que le adora


    20. Y lo que Barbarita no dudaba en calificar de encanallamiento, empezó a manifestarse en el vestido

    21. Mis amigos del sector de la minería han utilizado muchas expresiones pintorescas para calificar las actitudes dominantes: “Actitud de expolio y huida”, “mentalidad capitalista sin escrúpulos”, “heroica contienda de acoso y derribo de la naturaleza por parte del hombre”, “los empresarios más conservadores que he conocido jamás” y “actitud especulativa de que una mina sirve para dejar que sus directivos jueguen a los dados y se enriquezcan atacando la veta madre, en lugar de aplicar el lema de las compañías petroleras que revalorizan las instalaciones de los accionistas”


    22. Tras oír a alguien, en una reunión, calificar de natural el instinto de propiedad, el señor K


    23. Los cubos que el vio eran pequeños y sólo se pueden calificar de paquetes


    24. y después añadió, acompañando su propuesta con algo que, en un exceso de generosidad, se hubiera podido calificar de sonrisa-: ¿Quiere sentarse conmigo?


    25. Tenía la costumbre de calificar a los


    26. ¿Cómo puede saberlo el señor Frutos? ¿Qué grado de conocimiento de las cuentas interiores de Banesto tiene como para formular una sentencia de ese tipo? ¿Cuándo había dispuesto de tiempo el señor Frutos para examinar nuestros procedimientos de captación de recursos y de concesión de créditos para calificar a los primeros de irresponsables y a los segundos de leves? ¿De quién estaba recibiendo la información para sustentar tales afirmaciones? Son todas ellas preguntas sin respuesta


    27. Sí, no dudaré un instante en calificar a Publio Cornelio Escipión como soberbio, orgulloso y henchido de vanidad, porque sus acciones últimas así lo corroboran


    28. Porque a Consuelo McKoy no se la podía calificar de «bombón» ni haciendo un esfuerzo de imaginación descomunal


    29. Si las irregularidades no afectan a la suma total de sufragios obtenidos por ambas fuerzas políticas, en cambio el número de diputados, aparte de las modificaciones producidas por la ley electoral, se vio gravemente afectado por su discusión de las actas en las Cortes, a la que merecidamente se puede calificar de penosa


    30. Los hombres de aquel tiempo se encargaron de ridiculizar a las mujeres que asistían a los salones literarios y a las viajeras que no dudaron en calificar de locas y excéntricas quizá porque se atrevieron a ser ellas mismas

    31. 184-187), vuelve Nietzsche a calificar a Lutero de rústico y campesino en sus relaciones con Dios


    32. La suerte es la denominación que emplean los mediocres para calificar las acciones de los genios


    33. Pero muchos tripulantes del Leopard habían navegado con el doctor Maturin o conocían sus costumbres por los relatos de sus amigos y le consideraban un hombre de gran valía, pero no le juzgaban por lo que hacía fuera de la enfermería o la bañera, pues ignoraba por completo todo lo relacionado con la mar (ni siquiera sabía distinguir babor de estribor ni lo que estaba bien de lo que estaba mal) y casi se le podía calificar de cándido


    34. Se habría podido calificar de espaciosa, según el criterio aplicado en la Armada, si sólo hubiera llevado la tripulación que requería una fragata de treinta y ocho cañones, pero llevaba a bordo al gobernador de Bombay -adonde se dirigía ahora- con su numeroso séquito y, por si eso fuera poco, a marineros reclutados a la fuerza que estaban destinados al Cornwallis, el Chameleon y el Icarus, así que en el espacio donde trescientos hombres hubieran podido moverse, comer y respirar sin dificultad, había cuatrocientos que hacían todo eso con dificultad (los días en que se aplicaban los castigos apenas había espacio para mover el látigo)


    35. En la sesión del 16 de mayo, cuando se había terminado una discusión acalorada sobre el proyecto de Sánchez Sorondo acerca de la interpelación al ministro del Interior por la intervención de las provincias de Buenos Aires y Catamarca, el senador Villafañe, como un francotirador, saca de la manga una bomba y dice con voz monocorde que trae “algo que no se puede menos de calificar de horroroso”


    36. Pero como el movimiento por el cual se mide el tiempo es circular y se cierra sobre sí mismo, ese movimiento y ese cambio se podrían calificar perfectamente de reposo e inmovilidad


    37. ¿Es posible que se permitiese calificar de inhumanas o bárbaras las flagelaciones a que se entregaban los miembros de ciertas órdenes o sectas, y de un modo general las personas que sienten profundamente, a fin de mortificar en ellos el principio del espíritu? La idea de la prohibición legal de los castigos corporales en los países que se juzgan adelantados, considerándola como un progreso, era una opinión que, a pesar de ser general, no por eso dejaba de ser cómica


    38. Habló de un gran criminal, varias veces asesino, que tenía todas las características del tipo y al que los fiscales acostumbraban a calificar en sus acusaciones de «bestial», de «bestia con forma humana»


    39. Demócrata, según su opinión, no manifestaba mucha simpatía hacia el pueblo, por el contrario, daba muestras de una pretensión aristocrática censurable al calificar de «plebe» al proletariado universal llamado a una dictadura provisional


    40. Se trataba de un complemento de los juegos de sociedad, imaginado y decidido por el comité de la casa y adquirido a costa de grandes gastos, y con un cuidado que podemos calificar de generoso, por la dirección de esta institución tan recomendable

    41. Se habría podido calificar de espaciosa, según el criterio aplicado en la Armada, si sólo hubiera llevado la tripulación que requería una fragata de treinta y ocho cañones, pero llevaba a bordo al gobernador de Bombay —adonde se dirigía ahora— con su numeroso séquito y, por si eso fuera poco, a marineros reclutados a la fuerza que estaban destinados al Cornwallis, el Chameleon y el Icarus, así que en el espacio donde trescientos hombres hubieran podido moverse, comer y respirar sin dificultad, había cuatrocientos que hacían todo eso con dificultad (los días en que se aplicaban los castigos apenas había espacio para mover el látigo)


    42. La principal matización en el caso de Bélgica es que en 1936 1936 no se podía calificar correctamente al Rex ni a la VNV de categóricamente fascistas


    43. No sorprende que Hiparco, en su intento de colocar a Atenas en el mapa literario, hubiese estado dispuesto en cierta forma a calificar a Homero de ateniense cuando, para frustración de todos, se solía pensar que provenía del Egeo oriental


    44. «Soy renuente a calificar como clemencia -escribió Séneca casi un siglo más tarde- lo que en realidad fue el agotamiento de la crueldad


    45. Y entonces tuve un impulso que, incluso pensándolo ahora, me siento inclinado a calificar de bueno


    46. Y aquella noche, cuando yo oí a Francisca calificar de bodegones a los más célebres restaurantes, tuve el mismo regocijo que cuando en otra ocasión me enteré de que la jerarquía de méritos de los actores no era la misma que la jerarquía de sus reputaciones


    47. Se llamaba Gorm, y no se lo podía calificar con precisión, del mismo modo que no se puede calificar a Genghis Khan, Atila o cualquiera de los jefes bárbaros que, a pesar de haber nacido entre gentes carentes de toda cultura, poseyeron el instinto de la conquista y supieron formar grandes imperios


    48. Un truco al que se podría calificar de infantil, pero que de hecho funcionó


    49. Acción y efecto de calificar


    50. Calificar, describir, titular














    1. —No comprendo por qué calificas mi conducta de despreciable


    1. Califico caritativamente la residencia del ostikan de palacio; en realidad era un edificio bastante pobre, pero de respetable extensión y con dos pisos de altura


    2. ¿Sería por esta razón que mi padre y yo, a comienzos de mayo, empezamos a atravesar lo que califico como un período de manía altamente controlada? Si la descripción parece extrema, quizá lo sea, pero Cal controlaba el Personal de Asuntos Especiales (que remplazaba al Escuadrón Especial W), su despacho en el séptimo piso de Langley era amplio, su sillón impresionante, la luz bailaba en sus ojos, y nada nuevo se podía hacer


    1. –Lo que así calificáis es sólo el respeto por la regla de la cofradía establecida por el propio faraón en su creación


    1. Yo califiqué esta estima de siniestra preocupación por la que se deshonra el pensamiento del hombre y, con satisfacción mía, usted pareció dispuesto a tener en cuenta mis objeciones


    2. Nadie ha tocado nunca un timbre tan terrible: no me refiero al sonido que produjo sino a la presión en sí, al tacto del botón contra mi dedo, o de mi dedo contra el botón, nadie ha sentido nunca lo mismo que yo; aunque mi sensación fue lógica, ya que físicamente sería imposible tocar el timbre sin el hueso, quiero decir que sin el hueso nuestro dedo se torcería sobre el botón como un tubo de goma, o se aplastaría ridículamente, o se introduciría en sí mismo como un guante vacío, así que hasta cierto punto resulta lógico suponer que el timbre suena con el hueso, que es mi esqueleto el que llama a la puerta, pero nadie ha sentido nunca tal cosa, y me produjo pena y sorpresa comprobar que hasta aquel momento crucial yo ignoraba lo que realmente somos y que el conocimiento puede producirse así, de improviso, mientras el zumbido eléctrico molesta el oído todavía, que se me haya revelado en ese instante doméstico, que cuando Galia abrió la puerta yo ya fuera otro, que el sonido de su timbre me despertara de un sueño de ignorancia para sumirme en la vigilia de un mundo que, por desagradable que fuera, era más cierto, porque si mi dedo había hecho sonar el timbre era debido a que llevaba hueso en su interior; lo había percibido de repente: mi dedo era un dedo con hueso y su utilidad radicaba en el hueso, al palparlo noté la dureza debajo, tras impensables láminas de músculo, y la realidad de aquella presencia me dejó asombrado, estuporoso, con un estupor y un asombro no demasiado intensos pero permanentes: oh Dios mío tengo un hueso debajo, mi dedo no es un dedo, es un hueso articulado y protegido contra el desgaste: la idea me vino así, con una lógica tan aplastante que no me sorprendió en sí misma sino su ausencia hasta ese timbre; no había una idea extraña e increíble, había una extraña e increíble omisión de la idea en todo el mundo, justo hasta el histórico momento en que llamé a la puerta del piso de Galia, pero Galia estaba en el umbral con su bata azul celeste y su cabello ondulado como por rulos invisibles, y me contemplaba sorprendida; y es que es una mujer muy perspicaz: apenas me entretuve un instante demasiado largo entre su saludo y mi entrada, y ya me había preguntado qué me ocurría: yo me frotaba el índice de mi descubrimiento contra el pulgar, incapaz de creer aún que lo obvio podía estar tan oculto, casi temeroso de creerlo, y opté por disimular esperando tener más tiempo para razonar, así que entré, le di un beso, me quité el abrigo húmedo y la bufanda y saludé al pasar a César, que ladraba incesante en el patio de la cocina: Galia me dijo qué tal y yo le dije muy bien, y le devolví estúpidamente la pregunta y ella me respondió igual, y de repente me pareció absurdo este diálogo especular de respuestas consabidas, o quizá era que la revelación me había estropeado la rutina, véase si no otro ejemplo: mantuve tieso el culpable dedo índice mientras entraba, y ni siquiera lo utilicé para quitarme el abrigo, como si una herida repentina me impidiera usarlo, y es que desde que había comprobado que ocultaba un hueso lo miraba con cierta aprensión, como se miran los fetiches o los amuletos mágicos; pero hice lo que suelo hacer: me senté en uno de los dos grandes sofás de respaldo recto, estiré las piernas, saqué un cigarrillo —con los dedos pulgar y medio— y dije que sí casi al mismo instante que Galia me preguntaba si quería café, incluso antes de saber si realmente tenía ganas de café, ya que la tradición es que acepte, y Galia, tan maternal, necesita que yo acepte todo lo que me da y rechace todo lo que no puede darme; tomar el café en la salita, mientras termino el cigarrillo y justo antes de pasar al dormitorio, se ha vuelto, a la larga, el rato más excitante para ambos; charlamos de lo acontecido durante la semana, Galia me pregunta siempre por Ameli y Héctor Luis, se muestra interesada en mis problemas y apenas me habla de los suyos, pero el diálogo es una excusa para que ella me inspeccione, me palpe, capte cosas en mi mirada, en mi forma de vestir, en mis gestos, pues Galia, a diferencia de Alejandra, es una mujer afectuosa, impulsiva y, como ya he dicho, perspicaz, y la conversación no le interesa tanto como ese otro lenguaje inaudible de la apariencia, así que es muy natural que la interrumpa para decirme: estás cansado, ¿verdad?, o bien: hoy no tenías muchas ganas de venir, ¿no es cierto? o bien: cuéntame lo que te ha pasado, vamos, has discutido con Alejandra, ¿me equivoco?, así estemos hablando del tiempo que hace, los estudios de Héctor Luis o lo que sea, da igual, su mirada me envuelve y nota las diferencias; por lo tanto, no fue extraño que esa tarde me dijera, de repente: te encuentro raro, Héctor, y yo, con simulada ingenuidad: ¿sí?, y ella, confundida, aventura la idea de que pueda tratarse de Alejandra o de la niña: no, no es Alejandra, le digo, tampoco es Ameli; Alejandra sigue sin saber nada de lo nuestro, tranquila, y en cuanto a Ameli, ya la dejo por imposible, pero ella concluye que tengo una cara muy curiosa este jueves y yo la consuelo a medias diciéndole que estoy cansado, y ella insiste: pero no es cara de estar cansado sino preocupado, y yo: pues lo cierto es que no me pasa nada, Gali, porque cómo decirle que estoy pensando inevitablemente en el hueso de mi dedo índice, cómo decirle que de repente me he descubierto un hueso al llamar al timbre de su casa: ¿acaso no iba a sentirse un poco dolida?, ¿acaso no pensaría que era una forma como cualquier otra de decirle que ya estaba harto de visitarla cada semana, todos los jueves, desde hace años?, sonaba mal eso de: acabo de darme cuenta, Gali, justo al llamar al timbre de tu puerta, de que tengo un hueso en el dedo, de que mi dedo índice son tres huesos camuflados, para acto seguido decir: bueno, Gali, no pensemos más en que mi dedo índice son tres huesos, ¿no?, y vamos a la cama, que se hace tarde; sonaba mal, sobre todo porque con Galia, igual que con Alejandra, tenía que andar de puntillas: nuestra relación se había prolongado tanto que, a su modo, también era rutinaria, a pesar de que ella seguía llamándola «una locura»; curiosamente, Galia es viuda y libre y yo estoy casado y tengo dos hijos, pero ella sigue diciendo que lo nuestro es «una locura» y yo pienso cada vez más en una aburrida traición, un engaño cuya monótona supervivencia lo ha despojado incluso del interés perverso de todo engaño dejando solo los inconvenientes: jamás podría hablarle a Alejandra de Galia, ahora ya no, y jamás podría terminar con Galia, ahora ya no, cada relación se había instalado en su propia rutina y ya ni siquiera podía soñar con escaparme de ésta, porque se suponía que cada una servía precisamente para huir de la rutina de la otra: mi deber era cuidar de ambas, conocer a Galia y a Alejandra, saber qué les gustaba oír y qué no, lo cual, naturalmente, era difícil, y por eso mi propia rutina consistía en callarme frente a las dos; pero en momentos así callarme también era un esfuerzo, porque si me notaba incluso la división entre los huesos, si podía imaginármelos al tacto, sentirlos allí como un dolor o una comezón repentina, ¿cómo podía evitar pensar en eso?; y ni siquiera era mi dedo lo que me molestaba, ya dije, sino mi error al no darme cuenta hasta ahora: esa ceguera era lo que jodía un poco, perdonando la expresión; porque hubiera sido como si me creyera que el arlequín de la fiesta de disfraces no esconde a nadie debajo, cuando es bien cierto que ese alguien bajo el arlequín es quien le otorga forma a este último, que no podría existir sin el primero: sería tan solo puros leotardos a rombos blancos y negros, bicornio de cascabeles, zapatillas en punta y antifaz, pero no el arlequín, y de igual manera, ¿qué error me llevó a creer hasta esa misma tarde que mi dedo índice era un dedo?; si lo analizamos con frialdad, un dedo es un disfraz, ¿no?, una piel elegante que oculta el cuerpo de un hueso, o de tres huesos si nos atenemos a lo exacto, y a poco que lo meditemos, una vez llegados a este punto y pinchado en el hueso, valga la expresión, ya no se puede retroceder y razonar al revés: decir, por ejemplo, que el hueso es simplemente la parte interna de un dedo: sería como llegar a ver el alma: ¿acaso pensaríamos en el cuerpo con el mismo interés que antes?; pero mientras hablaba con Galia y la tranquilizaba estaba razonando lo siguiente: que este descubrimiento conlleva sus problemas, porque es un hallazgo delator, como atrapar a un miembro de la banda y lograr que revele la guarida de los demás: si mi dedo índice derecho, el dedo del timbre, lleva huesos ocultos, la conclusión más sencilla se extiende como un contagio a los otros cuatro de esa misma mano y, ¿por qué no?, a los cinco de la otra: tengo un total de diez huesos entre las dos manos, tirando por lo bajo, cinco huesos en cada una, y lo peor de todo es que se mueven: porque hay que pensar en esto para horrorizarse del todo: ¿alguna vez vieron moverse solos a diez huesos?, pues ocurre todos los días frente a ustedes, en el extremo final de los brazos: hagan esto, alcen una mano como hice yo aprovechando que Galia se acicalaba en el cuarto de baño (porque Galia se acicala antes y después de nuestro encuentro amoroso), alcen cualquiera de las dos manos frente a sus ojos y notarán el asco: cinco repugnantes huesos bajo una capa de pellejo (ni siquiera huesos limpios, por tanto, sino envueltos en carne) moviéndose como ustedes desean, cinco huesos pegados a ustedes, oigan, y tan usados: saber que nos rascamos con huesos, que cogemos la cuchara con huesos, que estrechamos los huesos de los demás en la calle, que acariciamos con huesos la piel de una mujer como Galia: saberlo es tan terrible pero no menos real que los propios huesos, saberlo es descubrirlo para siempre, y lo peor de todo fue lo que me afectó: no se trata de que no se me pusiera tiesa en toda la tarde, perdonando la intimidad, ya que esto me ocurría incluso cuando pensaba que los dedos eran dedos, no, lo peor fue el cuidado que puse: tanto que no parecía que estaba haciendo el amor sino operando algún diente delicado; y es que me invadió una notoria compasión por Galia, tan hermosota a sus cincuenta incluso, al pensar que sobaba sus opulencias, sus suavidades, con huesos fríos y duros de cadáver: mi culpa llegó incluso a hacerme balbucear incongruencias, desnudos ambos en la cama: ¿soy demasiado duro?, comencé por decirle, y ella susurró que no y me abrazó maternalmente, e insistir al rato, todo tembloroso: ¿no estoy siendo quizá algo tosco?, y ella: no, cariño, sigue, sigue, pero yo la tocaba con la delicadeza con que se cierran los ojos de un muerto, porque ¿cómo olvidar que eran huesos lo que deslizaba por sus muslos?, aún más: ¿cómo es que ella no lo sabía?, ¿acaso no se percataba de que las caricias que más le gustaban, aquellas en que mis dedos se cerraban sobre su carne, eran debidas a los huesos?: sin ellos, tanto daría que la magreara con un plumero: ¿cómo podría estrujar sus pechos sin los huesos?, ¿cómo apretaría sus nalgas sin los huesos?, ¿cómo la haría venirse, en fin, sin frotar un hueso contra su cosa, perdonando la vulgaridad?: sin los huesos, mis dedos valdrían tanto como mi pilila, perdonando la obscenidad, o sea, nada: ¿cómo es que ella no se horrorizaba de saber que nuestros retozos, que tanto le agradaban, eran puro intercambio de huesos muertos?, porque incluso sus propias manos, y mis brazos, y los suyos, Dios mío, ¿no eran largos y recios huesos articulados que se deslizaban por nuestros cuerpos, nos envolvían, apretaban nuestra carne, nos abrazaban?, ¿acaso era posible no sentir el grosero tacto de los húmeros, la chirriante estrechez del cúbito y el radio, los bolondros del codo y la muñeca?; sumido en esa obsesión me hallaba cuando dije, sin querer: ¿no estoy siendo muy afilado para ti?, y ella dijo: ¿qué?, y supe que la frase era absurda: «afilado»», ¿cómo podía alguien ser «afilado» para otro?, y casi al mismo tiempo me percaté de que era la pregunta correcta, la más cortés, la más cierta: porque con toda seguridad había huesos y huesos, unos afilados y otros romos, unos muy bastos y ásperos corno rocas lunares y otros pulidos quizá como jaspes: incluso era posible que el tacto del mismo hueso dependiera del ángulo en que se colocaba con respecto a la piel, porque un hueso es un poliedro, casi un diamante, y hay que imaginarse sobando a la querida con diez durísimos y helados cuarzos para comprender mi situación, pensar en la carilla adecuada que usaremos para deslizarlos por la piel, el borde más inofensivo, no sea que nuestros apretujones se conviertan en el corte del filo de un papel, en la erizante cosquilla de una navaja de barbero; y entre ésas y otras se nos pasó el tiempo y terminamos como siempre pero peor, resoplando ambos bocarriba como dos boyas en el mar, mirando al techo, con esa satisfacción pacífica que solo otorga la insatisfacción perenne: cuánto tiempo hace que tú y yo no disfrutamos, Galia, pienso entonces, que vamos llevando esto adelante por no aguardar la muerte con las manos vacías, tiempo repetido que nunca se recobra porque nunca se pierde, días monótonos, el trasiego de la rutina incluso en la excepción: porque, Galia, hemos hecho un matrimonio de nuestra hermosa amistad, eso es lo que pienso, pero hubiéramos podido ser felices si todo esto conservara algún sentido, si existiera alguna otra razón que no fuera la inercia para mantenerlo; oía su respiración jadeante de cincuenta años junto a mí y trataba de imaginarme que estaba pensando lo mismo: ese silencio, Galia, que nunca llenamos, la distancia de nuestra proximidad, por qué tener que imaginarlo todo sin las palabras, qué piensas de mí, qué piensas de ti misma, por qué hablar de lo intrascendente, y va y me indaga ella entonces: ¿qué tal el trabajo?, porque cree que el exceso de dedicación me está afectando, y yo le digo que bien, y ella, apoyada en uno de sus codos e inclinada sobre mí, los pechos como almohadas blandas, vuelve a la carga con Alejandra: pero te ocurre algo, Héctor, dice, desde que has entrado hoy por la puerta te noto cambiado, ¿no será que Alejandra sospecha algo y no me lo quieres decir?, y le he contestado otra vez que no, y a veces me interrogo: ¿por qué todo esto?, ¿por qué lo mismo de lo mismo, este vaivén inacabable?, ¿qué pasaría si un día hablara y confesara?, ¿qué pasaría si por fin me decidiera a hablar delante de Alejandra, pero también delante de Galia y de mí mismo?, decir: basta de secretos, de engaños, de misterios: ¿qué sentido le encontráis a todo?, ¿por qué oficiar siempre el mismo ritual de lo cotidiano?, y para cambiar de tema le comento que Ameli está atravesando ahora la crisis de la adolescencia y discute frecuentemente conmigo y que Héctor Luis ha decidido que no será dentista sino aviador; a Galia le gusta saber lo que ocurre con mis hijos, ese tema siempre la distrae, incluso me ofrece consejos sobre cómo educarlos mejor, y yo creo que goza más de su maternidad imaginaria que Alejandra de la real; en todo caso, es un buen tema para cambiar de tema, y pasamos un largo rato charlando sin interés y pienso que es curioso que venga a casa de Galia para hablar de lo que apenas importa, ya que eso es prácticamente lo único que hago con Alejandra; en los instantes de silencio previos a mi partida seguimos mirando el techo, o bien ella me acaricia, zalamera, incluso pesada, y me dice algo: esa tarde, por ejemplo: me gusta tu pecho velludo, así lo dice, «velludo», y no sé por qué pero de repente me parece repugnante recibir un piropo como ése, aunque no se lo comento, claro, y ella, insistente, juega con el vello de mi pecho y sonríe; Galia es una orquídea salvaje, pienso, y a saber por qué se me ocurre esa pijada de comparación, pero es tan cierta como que Dios está en los cielos aunque nunca le vemos: Galia es una orquídea salvaje en olor, tacto, sabor, vista y sonido, y me encuentro de repente pensando en ella como orquídea cuando la oigo decir: ¿por qué me preguntaste antes si eras «afilado»?, ¿eso fue lo que dijiste?, y me pilla en bragas, perdonando la expresión, porque al pronto no sé a lo que se refiere, y cuando caigo en la cuenta, y para no traicionarme, le respondo que quería saber si le estaba haciendo daño en el cuello con mis dientes, y ella va y se echa a reír y dice: ¡vampirillo, vampirillo!, y vuelve a acariciarme, y como un tema trae otro, lo de los dientes le recuerda que necesita hacerse otro empaste, porque hace dos días, comiendo empanada gallega, notó que se le desprendía un pedacito de la muela arreglada, así que pasará por mi consulta sin avisarme cualquier día de éstos, y de esa forma nos veremos antes del jueves, dice, y su sonrisa parece dar a entender que está recordando el día en que nos conocimos, porque las mujeres son aficionadas a los aniversarios, ella tendida en el sillón articulado, la boca abierta, y yo con mi bata blanca y los instrumentos plateados del oficio, y como para confirmar mis sospechas me acaricia de nuevo el pecho «velludo» y dice: me gustaste desde aquel primer día, Héctor, me hiciste daño pero me gustaste, y claro está que nos reímos brevemente y yo le digo que nunca he comprendido por qué se enamoró de mí en la consulta, qué clase de erotismo desprendería mi aspecto, bajito, calvo y bigotudo, amortajado en mi bata blanca, entre el olor a alcohol, benzol, formol y otros volátiles, provisto de garfios, tenacillas, tubos de goma, lancetas y ganchos, porque no es que mi oficio me disgustara, claro que no, pero no dejaba de reconocer que la consulta de un dentista de pago es cualquier cosa menos un balcón a la luz de la luna frente a un jardín repleto de tulipanes, eso le digo y ella se ríe, y por último el silencio regresa otra vez, inexorable, porque es un enemigo que gana siempre la última batalla; llega la hora de irme, esa tarde más temprano porque mi suegro viene a cenar a casa, y cuando voy a levantarme la oigo decir, como de forma casual: ¿qué haces frotándote los dedos sin parar, Héctor?, ¿te pican?, eso dice, y descubro que, en efecto, he estado todo el rato dale que dale moviendo los dedos de la mano derecha como si repitiera una y otra vez el gesto con el que indicamos «dinero» o nos desprendemos de alguna mucosidad, perdonando la vulgaridad, que es casi el mismo que el que utilizamos para indicar «dinero», y enrojezco como un niño de colegio de curas pillado en una mentira y quedo sin saber qué decirle, hasta que por fin me decido y opto por revelarle mi hallazgo: nada, digo, ¿es que nunca te has tocado el hueso que tenemos bajo los dedos?, y lo pregunto con un tono prefabricado de sorpresa, como si lo increíble no fuera que yo me los frotase sino que ella no lo hiciera: qué dices, me mira sin entender, y me encojo de hombros y le explico: es que resulta curioso, ¿no?, quiero decir que si te tocas los dedos notas durezas debajo, ¿verdad?, y esas durezas son el hueso, ¿no te parece curioso, Gali?, toca, toca mis dedos: ¿no lo palpas bajo la piel, la grasa y los tendones?, es un hueso cualquiera, como los que César puede roer todos los días, le digo, y ella retira la mano con asco: qué cosas tienes, Héctor, dice, es repugnante, dice, y yo le doy la razón: en efecto, es repugnante pero está ahí, son huesos, Gali, mondos y lirondos, blancos, fríos y duros huesos sin vida: sin vida no, dice ella, pero replico: sin vida, Gali, porque nadie puede vivir con los huesos fuera, los huesos son muerte, por eso nos morimos y sobresalen, emergen y persisten para siempre, pero se ocultan mientras estamos vivos, es curioso, ¿no?, quiero decir que es curioso que seamos incapaces de vivir sin los huesos de nuestra propia muerte, pero más aún: que los llevemos dentro como tumbas, que seamos ellos ocultos por la piel, que seamos el disfraz del esqueleto, ¿no, Gali?, y ella: ¿te pasa algo, Héctor?, y yo: no, ¿por qué?, y ella: es que hablas de algo tan extraño, y yo le digo que es posible y me callo y pienso que quién me manda contarle mi descubrimiento a Galia, sonrío para tranquilizarla y me levanto de la cama, no sin antes cubrirme convenientemente con la sábana, ya que siempre me ha parecido, a propósito del tema, que la desnudez tiene su hora y lugar, como la muerte, y recojo la ropa doblada sobre la silla, me visto en el cuarto de baño y para cuando salgo Galia me espera ya de pie, en bata estampada por cuya abertura despuntan orondos los pechos y destaca el abultado pubis, me da un besazo enorme y húmedo y me envuelve con su cariño y bondad maternales: te quiero, Héctor, dice, y yo a ti, respondo, y no te preocupes, dice, porque otro día nos saldrá mejor, y me recuerda aquel jueves de la primavera pasada, o quizá de la anterior, en que fuimos capaces de hacerlo dos veces seguidas y en que ella me bautizó con el apodo de «hombre lobo»: teniendo en cuenta que hoy he sido «vampirillo», más intelectual pero menos bestia, quién duda de que me convertiré cualquier futuro jueves en «momia» y terminará así este ciclo de avatares terroríficos que comenzó con un «frankenstein» entre luces blancas, olor a fármacos y cuchillas plateadas, pero esto lo digo en broma, porque bien sé que lo nuestro nunca terminará, ya que, a pesar de todo —incluso de mi escasa fogosidad—, es «una locura», o no, porque hay ritual: el rito de decirle adiós a César, ladrando en el patio encadenado a una tubería oxidada, el beso final de Galia, y otra vez en la calle, ya de noche, frotándome los dedos dentro de los bolsillos del abrigo mientras camino, porque vivo cerca de la casa de Galia y tengo mi trabajo cerca de donde vivo, así que me puedo permitir ir caminando de un sitio a otro, todo a mano en mi vida salvo los instantes de vacaciones en que nos vamos al apartamento de la costa, y, sin embargo, debido a la repetición de los veranos, también a mano el apartamento, y la costa, y todo el universo, pienso, tan próximo todo como mis propias manos, y, sin embargo, a veces tan sorprendentemente extraño como ellas: porque de improviso surge lo oculto, los huesos que yacen debajo, ¿no?, pienso eso y froto mis dedos dentro de los bolsillos del abrigo; y ya en casa, comprobar que mi suegro había llegado ya y excusarme frente a él y Alejandra con tonos de voz similares, aunque ambos creen que los jueves me quedo hasta tarde en la consulta «haciendo inventario», que es la excusa que doy, así me cuesta menos trabajo la mentira, ya que me parece que «hacer inventario» es suministrarle a Alejandra la pista de que mi demora es una invención, una alocada fantasía de mi adolescencia póstuma, hasta tal extremo de juego y cansancio me ha llevado el silencio de estos últimos años; además, sospecho que el viejo escoge los jueves para disponer de un rato a solas con Alejandra mientras yo estoy ausente, lo cual, hasta cierto punto, me parece una compensación, Alejandra tiene a su padre y yo tengo a Galia, y sospecho que desde hace meses ambas parejas pasamos el tiempo de manera similar: hablando de tonterías y fumando; el padre de Alejandra, rebasados los ochenta, tiene una cabeza tan perfecta y despejada que te hace desear verlo un poco confuso de vez en cuando, que Dios me perdone, porque además ha sido librero, propietario de una antigua tienda ya traspasada en la calle Tudescos, hombre instruido y amante de la letra impresa, particularmente de los periódicos, y con un genio detestable muy acorde con su inútil sabiduría y su fisonomía encorvada y su luenga barbilla lampiña; Alejandra, que ha heredado del viejo el gusto por la lectura fácil y la barbilla, además de cierta distracción del ojo izquierdo que apenas llega a ser bizquera, se enzarza con él en discusiones bienintencionadas en las que siempre terminan ambos de acuerdo y en contra de mí, aunque yo no haya intervenido siquiera, ya que al viejo nunca le gustó nuestro matrimonio, y no porque hubiera creído que yo era una mala oportunidad, sino por «principios», porque el viejo es de los que odian a priori, y yo nunca sería él, nunca compartiría todas sus opiniones, nunca aceptaría todos sus consejos y, particularmente, jamás permitiría que Alejandra regresara a su área de influencia (vacía ya, porque su otro hijo se emancipó hace tiempo y tiene librería propia en otra provincia); además, mi profesión era casi una ofensa al buen gusto de los «intelectuales discretos» a los que él representa, porque está claro que los dentistas solo sabemos provocar dolor, somos terriblemente groseros, apenas se puede hablar con nosotros a diferencia de lo que ocurre con el peluquero o el callista (debido a que no se puede hablar mientras alguien te hurga en las muelas), y, por último, ni siquiera poseemos la categoría social de los cirujanos: el hecho de que yo ganara más que suficiente como para mantener confortables a Alejandra y a mis dos hijos, poseer consulta privada, secretaria y servicio doméstico, no excusaba la vulgaridad de mi trabajo, pero lo cierto es que nunca me había confiado de manera directa ninguna de estas razones: frente a mí siempre pasaba en silencio y con fingido respeto, como frente a la estatua del dictador, pero se agazapaba aguardando el momento de mi error, el instante apropiado para señalar algo en lo que me equivoqué por no hacerle caso, aunque, por supuesto, nunca de manera obvia ni durante el período inmediatamente posterior a mi pequeño fracaso, porque no era tanto un cazador legal como furtivo y rondaba en secreto a mi alrededor esperando el instante apropiado para que su odio, dirigido hacia mí con fina puntería, apenas sonara, y entonces hablaba con una sutileza que él mismo detestaba que empleasen con él, ya que había que ser «franco, directo, como los hombres de antes», pero yo, lejos de aborrecerle, le compadecía (y fingía aborrecerle precisamente porque le compadecía): me preguntaba por qué tanto silencio, por qué llevarse todas sus maldiciones a la tumba, cuál es la ventaja de aguantar, de reprimir la emoción día tras día o enfocarla hacia el sitio incorrecto; pero lo más insoportable del viejo era su fingida indiferencia, esa charla intrascendente durante las cenas, ese acuerdo tácito para no molestar ni ser molestado, tan bien vestido siempre con su chaqueta oscura y su corbata negra de nudo muy fino: un día te morirás trabajando, me dice cuando me excuso por la tardanza, y no te habrá servido de nada: este gobierno nunca nos devuelve el tiempo perdido ese del señor Joyce, añade (su costumbre de citar autores que nunca ha leído solo es superada por la de citarlos mal), que diga, Proust, se corrige, a mí siempre los escritores franceses me han dado por atrás, con perdón, dice, y por eso me equivoco, y Alejandra se lo reprocha: papá, dice; mientras finjo que escucho al viejo, contemplo a Alejandra ir y venir instruyendo a la criada para la cena y llego a la conclusión de que mi mujer es como la casa en la que vivimos: demasiado grande, pero a la vez muy estrecha, adornada inútilmente para ocultar los años que tiene y llena de recuerdos que te impiden abandonarla; Alejandra tiene amigas que la visitan y le dan la enhorabuena cuando Ameli o Héctor Luis consiguen un sobresaliente; a diferencia de Galia, Alejandra es fría, distinguida e intelectual a su modo, y vive como tantas otras personas: pensando que no está bien vivir como a uno realmente le gustaría, porque Alejandra cree que el matrimonio termina unos meses después de la boda y ya solo persiste el temor a separarse; su religión es semejante: hace tiempo que dejó de creer en la felicidad eterna y ahora tan solo teme la tristeza inmediata; sin embargo, invita a almorzar con frecuencia al párroco de la iglesia y acude a ésta con una elegancia no llamativa, lo que considera una característica importante de su cultura, pues en la iglesia se arrodilla, reza y se confiesa y murmura por lo bajo cosas que parecen palabras importantes; a veces he pensado en la siguiente blasfemia: si a Dios le diera por no existir, ¡cuántos secretos desperdiciados que pudimos habernos dicho!, ¡qué opiniones sobre ambos hemos entregado a otros hombres!, pero lo terrible es que tanto da que Dios exista: dudo que al final me entere de todo lo que comentas sobre mí y sobre nuestro matrimonio en la iglesia, Alejandra, eso pienso; qué va: por paradójico que resulte, la iglesia es el lugar donde la gente como nosotros habla más y mejor, pero todo se disuelve en murmullos y silencio y oraciones, y la verdad se pierde irremediablemente: quizá la clave resida en arrodillarnos frente al otro siempre que tengamos necesidad de hablar, o en hacerlo en voz baja y muy rápido, sin pensar, cómo si rezáramos un rosario; y meditando esto oigo que el viejo me dice: ¿te pasa algo en los dedos, Héctor?, con esa malicia oculta de atraparme en otro error: y es que ahora compruebo que desde que he llegado no he dejado en ningún momento de palparme los extremos de las falanges, los rebordes óseos, el final de los metacarpos; ¿qué opinaría el viejo si le confiara mi hallazgo?, pienso y sonrío al imaginar las posibles reacciones: nada, le digo, y muevo los huesos ante sus ojos y cambio de tema; ni Ameli ni Héctor Luis están en casa cuando llego, e imagino que es la forma filial que poseen de «hacer inventario» por su cuenta, lo cual no me parece ni malo ni bueno en sí mismo, y nos sentamos a la mesa casi enseguida y Alejandra sirve de la fuente de plata con el cucharón de plata las albóndigas de los jueves, y nos ponemos a escuchar la conversación del viejo con el debido respeto, como quien oye una interminable bendición de los alimentos, interrumpido a ratos por las breves acotaciones de Alejandra, solo que esa noche el tema elegido se me hace extraño, alegórico casi, y además empiezo a sentirme incómodo nada más comenzar a comer, porque los brazos, que apoyo en el borde de la mesa, me han desvelado con todo su peso la presencia de los huesos, del cúbito y el radio que guardan dentro, y los codos se me figuran una zona tan inadecuada y brutal para esa respetuosa reunión como colocar quijadas de asno sobre la mesa mientras el viejo habla, y en su discurso de esa noche repite una y otra vez la palabra «corrupción»: ¿habéis visto qué corrupción?, dice, ¿os dais cuenta de la corrupción de este gobierno?, ¿acaso no se pone de manifiesto la corrupción del sistema?, ¿no son unos corruptos todos los políticos?, ¿no oléis a corrupción por todas partes?, ¿no se ha descubierto por fin toda la corrupción?, y mientras le escucho, intento no hacer ruido con mis brazos, porque de repente me parece que la madera de la mesa al chocar contra el hueso produce un sonido como el de un muerto arañando el ataúd y no me parece correcto escuchar la opinión del viejo con tal ruido de fondo, pero como tengo que comer, cojo tenedor y cuchillo y divido una albóndiga en dos partes y me llevo una a los labios intentando no mirar hacia los huesos que sostienen el tenedor, porque no es agradable la paradoja de verme alimentado por un esqueleto, aunque sea el mío, pero mientras mastico con los ojos cerrados oyendo al viejo hablar de la «corrupción» mi lengua detecta una esquirla, un pedacito de algo dentro de la albóndiga, y, tras quejarme a Alejandra con suavidad, recibo esta respuesta: será un huesecillo de algo, es que son de pollo, Héctor, y es quitarme con mis huesos índice y pulgar el huesecillo y dejarlo sobre el plato, e írseme la mente tras esta idea inevitable: que dentro de todo lo blando necesariamente existe lo que queda, el hueso, el armazón, la dureza, el hallazgo, aquello oculto que es blanco y eterno, lo que permanece en el cedazo, la piedra, lo que «nadie quiere»; es imposible huir de «eso que queda», porque está dentro, así que escondo los brazos bajo la mesa, incluso me tienta la idea de comer como César, acercando el hocico al plato, pero ¿acaso no es inútil todo intento de disimulo frente al apocalíptico trajín de la cena?, porque lo que percibo en ese instante es algo muy parecido a una hogareña resurrección de los muertos: incluso con el apropiado evangelista —mi suegro—, gritando «corrupción»: Alejandra coge el pan con sus huesos y lo hace crujir y lo parte, el viejo apoya los huesos en el mantel y los hace sonar con ritmo, Alejandra coge el cucharón con sus huesos y sirve más albóndigas repletas de huesecillos de pollo muerto, el viejo va y se limpia los huesos sucios de carne ajena con la servilleta, Alejandra señala con su hueso la cesta del pan y yo se la alcanzo extendiendo mis huesos y ella la coge con los suyos, hay un cruce de húmeros, cúbitos y radios, de carpos y metacarpianos, de falanges, y nos pasamos de unos a otros, de hueso a hueso, la vinagrera, el aceite, la sal, el vino y la gaseosa, y llegan Ameli y Héctor Luis, una del cine y el otro de estudiar, y saludan, y Ameli desliza sus frágiles huesos de quince años por mi cabeza calva, envuelve con sus breves húmeros mi cuello, me besa en la mejilla: ¿dónde has estado hasta estas horas?, le pregunto, y ella: en el cine, ya te lo he dicho, y yo: pero ¿tan tarde?; sí, dice, habla sin mirar sus manos gélidas, los huesos de sus manos muertas, sus brazos como pinzas blancas; sí, papá, la película terminó muy tarde; y de repente, mientras la contemplo sentándose a la mesa, su cabello oscuro y lacio, los ojos muy grandes, el jersey azul celeste tenso por la presencia de los huesos, he sentido miedo por ella, he querido cogerla, atraparla y bogar juntos por ese fluir desconocido e incesante hacia la oscuridad final: creo que deberías volver más temprano a casa a partir de ahora, Ameli, le digo, y ella: ¿por qué?, con sus ojos brillando de disgusto, y yo, mis brazos escondidos, ocultos, sin revelarlos: creo que las calles no son seguras, y el viejo me interrumpe: hoy ya nada es seguro, Héctor, dice y sigue comiendo, Alejandra sirve albóndigas y Héctor Luis se queja de que son muchas, y Ameli: ¡pero ya tengo quince años, papá!, y yo: es igual, y entonces Alejandra: no seas muy duro con la niña, Héctor, dice, le dimos permiso para que volviera hoy a esta hora, pero ella sabe que solamente hoy; guardo silencio: en realidad, todo se sumerge en el silencio salvo el entrechocar de los huesos; Ameli y Héctor Luis son tan distintos, pienso, pero en algo se parecen, y es que ambos se nos van; no los he visto crecer, los he visto irse: pero ni siquiera eso, pienso ahora, porque jamás he podido saber si alguna vez estuvieron por completo; Ameli tiene novio, pero es un secreto; sabemos que Héctor Luis ha salido con varias chicas, pero lo que piensa de ellas es secreto; ambos se han hecho planes para el futuro, tienen deseos, ganas de hacer cosas, pero todo es secreto: quizá lo comentan en los «pubs» a falta de una buena iglesia en la que poder hablar como nosotros, tan a gusto, pero en casa adoptan los dos mandamientos trascendentales de la familia: nunca hablarás de nada importante y ama el enigma como a ti mismo, ¡y si hubiera solo silencio!, pero es la charla insignificante lo que molesta, y ahora esos ruidos detrás: el golpe, el crujir de nuestros huesos; siento algo muy parecido a la pena, pero una pena casi biológica, como una mota en el ojo o el aroma inevitable de la cebolla cruda, y me disculpo para ir al baño y llorar a gusto por algo que no entiendo, y más tarde, en la cama, con Alejandra a mi lado leyendo complacida un librito de romances, me da por preguntarle: ¿soy demasiado duro contigo? mientras me observo los huesos tranquilos sobre la colcha: mis manos muertas y peladas, los cúbitos y radios en aspa, los húmeros convergiendo, y ella deja un instante el libro que sostiene con sus huesos, me mira sorprendida y dice: no, Héctor, no, ¿por qué preguntas eso?, y yo, insistente: ¿he sido duro contigo alguna vez?, y ella: nunca, y yo: ¿quizá soy demasiado tosco?, y ella: Héctor, ¿qué te pasa?, y yo: demasiado rudo quizá, ¿no?, y ella: no seas bobo, ¿lo dices porque hoy no hablaste apenas durante la cena?, ya sé que papá no te cae bien, me da un beso y añade: procura descansar, el trabajo te agota, y la veo extender las falanges blancas y articuladas de sus dedos, apagar la lamparilla de pantalla rosa y sumir la habitación en una oscuridad donde la luz de la luna, filtrada, hace brillar las superficies ásperas de nuestros huesos; después, en el sueño, he presenciado un teatro de sombras donde mis manos y brazos se movían, desplazándome, porque eran lo único, ya que la vida se había invertido como un negativo de foto y ahora solo importaba lo oculto, el secreto descubierto: los huesos de mis manos se extendían con un sonido semejante a los resortes de madera de ciertos juguetes antiguos, emergiendo del telón negro que los rodeaba: son ellos solos, el mundo es ellos, brazos y manos colgantes que hacen y deshacen, crean y destruyen, no nacen ni mueren, simplemente cambian su posición, horizontal, vertical, en ángulo, hacia arriba o hacia abajo, brazos que se balancean al caminar y manos que agarran con sus huesos cosas invisibles; y a la mañana siguiente, tras toda una noche de sueños interrumpidos y vueltas en la cama, creo comprenderlo: mi revelación es una lepra que avanza incesante, porque suena el despertador con su timbre gangoso que tanto me recuerda a una trompeta de cobre, pongo los pies descalzos en las zapatillas y lo noto: la dureza bajo las plantas, la pelusa del forro de las zapatillas adherida a los huesos del tarso, el rompecabezas de huesos irregulares de mis pies, los extremos de la tibia y el peroné sobresaliendo por el borde del pijama, las rótulas marcando un óvalo bajo la tela extendida, y al erguirme, el crujido de los fémures: el descubrimiento no me hace ni más ni menos feliz que antes, ya que lo intuyo como una consecuencia, pero un estupor inmóvil de estatua persiste en mi interior; y al ducharme viene lo peor, porque entonces compruebo que los golpes de las gotas no me lavan sino que se limitan a disgregarme la suciedad por mis huesos: arrastran el barro de mis costillas goteantes, concentran la cal en mis pies, desprenden la tierra, permean las junturas, las grietas, los desperfectos, rajan los pequeños metacarpos como cáscaras de huevo, horadan mis clavículas y escápulas, pero no hoy ni ayer sino todos y cada uno de los días en un inexorable desgaste, siento que me disuelvo en agua y salgo con prisa no disimulada de la bañera y seco mi esqueleto goteante, deslizo la toalla por el cilindro de los huesos largos como si envolviera unos juncos, la arranco con torpeza de la trabazón de las vértebras, froto como cristales de ventana los huesos planos, pienso que debo conservarme seco para siempre porque de repente sé que soy un armazón de cincuenta años de edad que solo puede humedecerse con aceite, y es en ese instante, o quizá un poco después, cuando apoyo la maquinilla de afeitar contra mi rostro, que siento la invasión final de esa lepra y quedo tan inerme que apenas puedo apartar las cuchillas giratorias de mi mejilla: algo parecido a una horrísona dentera me paraliza, porque de repente noto como el restregar de un rastrillo contra una pizarra o el arañar baldosas con las patas metálicas de una silla, incluso imagino que pueden saltar chispas entre la maquinilla y el hueso de la mandíbula o el pómulo; me palpo con la otra mano la cabeza, siento las durezas del cráneo, el arco de las órbitas, el puente del maxilar, el ángulo de la quijada, y pienso: ¿por qué finjo que me afeito?, ¿acaso mi rostro no es un añadido, una capa, una máscara?; entra Alejandra en ese instante y casi me parece que gritará al ver a un desconocido, pero apenas me mira y se dirige al lavabo; yo me aparto, desenchufo la maquinilla y la guardo en su funda, y ella: ¿ya te has afeitado, Héctor?, y yo: sí, y salgo del baño con rapidez: ¡no podría acercar esa maquinilla a los huesos de mi calavera!; todo es tan obvio que lo inconcebible parece la ignorancia, pienso mientras me visto frente al espejo del dormitorio y abrocho la camisa blanca alrededor de las delgadas vértebras cervicales: llevar un cráneo dentro, una calavera sobre los hombros, besar con una calavera, pensar con una calavera, sonreír con una calavera, mirar a través de una calavera como a través de los ojos de buey de un barco fantasma, hablar por entre los dientes de una calavera: aquí está, tan simple que movería a risa si no fuera espantoso, y me afano en terminar el lazo de mi corbata con los huesos de mis dedos sonando como agujas de tricotar; Alejandra llega detrás, peinándose la melena amplia y negra que luce sobre su propia calavera, y el paso del cepillo descubre espacios blancos en el cuero cabelludo donde los pelos se entierran: parece inaudito saberlo ahora, contemplarlo ahora; entre los dientes sostiene dos ganchillos: el asco llega a tal extremo que tengo que apartar la vista: allí emerge el hueso, pienso, el subterfugio, el disfraz, tiene un defecto, como una carrera en la media que descubre el rectángulo de muslo blanco; allí, tras los labios, los dientes, los únicos huesos que asoman, y vivimos sonriendo y mostrándolos, y nos agrada enseñarlos y cuidarlos y mi profesión consiste precisamente en mantenerlos en buen estado, blancos y brillantes, limpios, pelados, lisos, desprovistos de carne, como tras el paso de aves carroñeras: esa hilera de pequeñas muertes, esa dureza tras lo blando; ¿acaso no es enorme el descuido?; de repente tengo deseos de decirle: Alejandra, estás enseñando tus huesos, oculta tus huesos, Alejandra, una mujer tan respetable como tú, una señora de rubor fácil, tan educada y limpia, con tu colección de novela rosa y tu familia y tu religión, ¿qué haces con los huesos al aire?, ¿no estás viendo que incluso muerdes cosas con tus huesos?, ¡Alejandra, por favor, que son tus huesos hundidos en el cráneo oculto, los huesos que quedarán cuando te pudras, mujer: no los enseñes!; esto va más allá de lo inmoral, pienso: es una especie de exhumación prematura, cada sonrisa es la profanación de una tumba, porque desenterramos nuestros huesos incluso antes de morir; deberíamos ir con los labios cerrados y una cruz encima de la boca, hablar como viejos desdentados, educar a los niños para que no mostraran los dientes al comer: un error, un gravísimo error en la estructura social comparable a caminar con las clavículas despellejadas, tener los omoplatos desnudos, descubrir el extremo basto del húmero al flexionar el codo, mostrar las suturas del cráneo al saludar cortésmente a una señora, enseñar las rótulas al arrodillarnos en la misa o las palas del coxal durante un baile o la superficie cortante del sacro durante el acto sexual: y sin embargo, ella y yo, con nuestros horribles dientes, la prueba visible de la existencia de los cráneos: absurdo, murmuro, y ella: ¿decías algo?, pero hablando entre dientes debido a los ganchillos, como si lo hiciera a través de apretadas filas de lápidas blancas, un soplo de aire muerto por entre las piedras de un cementerio, o peor: la voz a través de la tumba, las palabras pronunciadas en la fosa: no, nada, respondo, y ella, intrigada, se me acerca y arrastra sus falanges por mis vértebras: te noto distante desde ayer, Héctor, ¿te ocurre algo?, ¿es el trabajo?, y juro que estuve a punto de decirle: te la pego con una antigua paciente desde hace varios años, todos los jueves a la misma hora, pero no te preocupes porque una increíble revelación me ha hecho dejarlo, ya nunca más regresaré con Galia, no merece la pena (y por qué no decirlo, pienso, por qué reprimir el deseo y no decir la verdad, por qué no descargar la conciencia y vaciarme del todo); sin embargo, en vez de esa explicación catártica, le dije que sí, que era el exceso de trabajo, y me mostré torpe, callándome la inmensa sabiduría que poseía mientras notaba cómo descendían sus falanges por el edificio engarzado de mi columna, y ella dijo: pero hace mucho tiempo que no me sonríes, y pensé: ¡te equivocas!, somos una sonrisa eterna, ¿no lo ves?: nuestros dientes alcanzan hasta los extremos de la mandíbula y no podemos dejar de sonreír: sonreímos cuando gritamos, cuando lloramos, al pelear, al matar, al morir, al soñar: sonreímos siempre, Alejandra, quise decirle, y la sonrisa es muerte, ¿no lo ves?, quise decirle, nuestras calaveras sonríen siempre, así que la mayor sinceridad consiste en apartar los labios, elevar las comisuras y sonreír con la piel intentando imitar lo mejor posible nuestra sonrisa interior en un gesto que indica que estamos conformes, que aceptamos nuestro final: porque al sonreír descubrimos nuestros dientes, «enseñamos la calavera un poco más», no hay otro gesto humano que nos desvele tanto; la sonrisa, quise decirle, traiciona nuestra muerte, la delata; cada sonrisa es una profecía que se cumple siempre, Alejandra, así que vamos a sonreír, separemos los labios, mostremos los dientes, sonriamos para revelar las calaveras en nuestras caras, hagamos salir el armazón frío y secreto, draguemos el rostro con nuestra sonrisa y extraigamos el cráneo de la profundidad de nuestros hijos, de ti y de mí, del abuelo, de los amigos, de los parientes y del cura; pero no le dije nada de eso y me disculpé con frases inacabadas y ella enfrentó mis ojos y me abrazó y sentí los crujidos, la fricción, costilla contra costilla, golpes de cráneos, y supuse que ella también los había sentido: no seamos tan duros, le dije, y ella respondió, abrazándome aún: no, tú no eres duro, Héctor, y yo le dije: ambos somos duros, y tenía razón, porque se notaba en los ruidos del abrazo, en el telón de fondo de nuestro amor: un sonido semejante al que se produciría al echarnos la suerte con los palillos del I Ching sobre una mesa de mármol, o jugando al ajedrez con fichas de marfil, un trajín de palitos recios como un pimpón de piedra, el entrechocar aparentemente dulce de nuestros esqueletos como agitar perchas vacías; me aparté de ella y terminé de vestirme: quizá soy dura contigo, repitió ella, yo también soy duro, dije, y pensé: y Ameli y Héctor Luis, y todos entre sí y cada uno consigo mismo, ¡qué duros y afilados y cortantes y fríos y blancos y sonoros!; ¿te vas ya?, me dijo, sí, le dije, porque no deseaba desayunar en casa, en realidad no deseaba desayunar nunca más, pero sobre todo, sobre todas las cosas, no deseaba cruzarme con los esqueletos de mis hijos recién levantados, así que casi eché a correr, abrí la puerta y salí a la calle con el abrigo bajo el brazo, a la madrugada fría y oscura; ya he dicho que tengo la consulta cerca, lo cual siempre ha sido una ventaja, aunque no lo era esa mañana: quería trasladarme a ella solo con mi voluntad, sin perder siquiera el tiempo que tardara en desearlo; caminaba observando con mis cuencas vacías las casas que se abren, las figuras blancas que emergen de ellas como fantasmas en medio de la oscuridad, las primeras tiendas de alimentos llenas de huesos y cadáveres limpios de seres y cosas; caminaba y observaba con mis órbitas negras, lleno de un extraño y perseverante horror: ¿qué hacer después de la revelación?, ¿dónde, en qué lugar encontraría el reposo necesario?; porque ahora necesitaba envolverme, ahora, más que nunca, era preciso hallar la suavidad; mientras caminaba hacia la consulta lo pensaba: todos tenemos ansias de suavidad: guantes de borrego, abrigos de lana, bufandas, zapatos cómodos; sin embargo, el mundo son aristas, y todo suena a nuestro alrededor con crujidos de metal; qué pocas cosas delicadas, cuánta aspereza, cuánta jaula de púas, qué amenaza constante de quebrarnos como juncos, de partirnos, qué mundo de esqueletos por dentro y por fuera, móviles o quietos, invasión blanca o negra de huesos pelados, qué cementerio: toda obra es una ruina, toda cosa recién creada tiene aires de destrucción, y nosotros avanzamos por entre cruces, mármol, inscripciones, rejas y ángeles de piedra como espectros, y la niebla de la madrugada nos traspasa, huesos que van y vienen, esqueletos que se acercan y caminan junto a mí y me adelantan, apresurados, aquel que limpia los huesos en ese tramo de la calle, ese otro que espera en la parada, envuelto en su impermeable, huesos blancos por encima de los cuellos, la muerte dentro como una enfermedad que aparece desde que somos concebidos, ¿no hay solución?; y sorprender entonces a un hombre, una figura, no como yo, no como los demás, que se detiene frente a mí y me habla: ¿tiene fuego?, dice, un individuo desaliñado de espesa melena y barba, rostro pequeño, casi escondido, chaqueta sucia y manos sucias que se tambalea de un lado a otro como si el mero hecho de estar de pie fuera un tremendo esfuerzo para él; le ofrezco fuego y se cubre con las manos para encender un cigarrillo medio consumido, entonces dice: gracias, y se aleja; me detengo para observarle: camina con cierta vacilación hasta llegar a la esquina, después se vuelve de cara a la pared, una figura sin rasgos, y distingo la creciente humedad oscura a sus pies, detenerme un instante para contemplarle, volverse él y alejarse con un encogimiento de hombros y una frase brutal; un borracho orinando, pienso, pero al mismo tiempo deduzco: se ha reconstruido, ha verificado su interior, ha exhumado cosas que le pertenecen y le llenan por dentro: líquidos que alguna vez formaron parte de él; eso es un proceso de autoafirmación, pienso: él es algo que yo no soy o que he dejado de ser, ha logrado obtener lo que yo pierdo poco a poco: integridad, quizá porque no tiene que callar, porque es libre para decir lo que le gusta y lo que no, pienso y golpeo con los huesos del pie el cadáver de una vieja lata en la acera, o porque ha aceptado la vida tal cual es, o quizá porque tiene hambre y sed, y necesidad de fumar, dormir y orinar en una esquina, quizá porque siente necesidades en su interior, dentro de esa intimidad de las costillas que en mí mismo forma un espacio negro: sus necesidades le llenan, y yo, satisfecho, camino vacío: eso pensé; era preciso, pues, reformarse, volver a la vida a partir de los huesos, resucitar, aunque es cierto que en algún sitio dentro de mí existían vestigios, cosas que se movían bajo las costillas o en el espacio entre éstas y el hueso púbico, pero era necesario comprobarlo; todo aturdido por el ansia, entré en uno de los bares que estaban abiertos a esas horas y me dirigí apresurado al cuarto de baño, respondiendo con un gesto al hombre que atendía la barra y que me dijo buenos días; ya en el urinario, muy nervioso, busqué mi pija semihundida, perdonando la frase, la extraje y me esforcé un instante: tras un cierto lapso, comprobé la aparición brusca del fino chorro amarillo y sentí una distensión lenta en mi pubis que califiqué como el hallazgo de la vejiga: al fin me sirves de algo, pensé mientras me sacudía la pilila, perdonando la bajeza; así, convertido en pura vejiga, salí a la calle de nuevo y respiré hondo: noté bolsas gemelas a ambos lados del esternón, sacos que se ampliaban con el aire frío de la mañana, y descubrí mis pulmones; en un estado de alborozo difícilmente descriptible me tomé el pulso y sentí, con la alegría de tocar el pecho de un pájaro recién nacido, el golpeteo suave de la arteria contra mi dedo, su pequeño pero nítido calor de hogar, y supe que guardaba sangre y que mi corazón había emergido; caminando hacia la consulta completé mi resurrección, la encarnación lenta de mi esqueleto; así pues, yo era pulmones y vejiga, yo era intestino, tripas, estómago, yo era músculos del pene, tendones, sangre, hígado, vesícula, bazo y páncreas, yo era glándulas y linfa, todo suave, todo lleno, ocupando intersticios como si vertieran sobre mí unas sobras de hombre: yo era, por fin, globos oculares líquidos, yo era lengua y labios, yo era el abrir lento de los párpados, la creación del paladar, la suave nariz horadada, la humedad limpia de la saliva, la lágrima tibia y el sudor de los poros; yo era sobre todo mi propio cerebro, las revueltas grises de los nervios, la masa de ideas invisibles, la voluntad, el deseo, el pensamiento; llegué a la consulta recién creado, aún sin piel pero ya formado y funcionando, atravesé el oscuro umbral con la placa dorada donde se leía «Héctor Galbo, odontólogo», preferí las escaleras y abrí la puerta con la delicadeza muscular de un relojero, con la exactitud de un ladrón o un pianista; Laura, mi secretaria, ya estaba esperándome, y el vestíbulo aparecía iluminado así como la marina enmarcada en la pared opuesta, y me dejé invadir por el olor a cedro de los muebles, la suavidad de la moqueta bajo los pies, y cuando mis globos oculares se movieron hacia Laura pude parpadear evidenciando mi perfección; entonces, la prueba de fuego: me incliné para saludarla con un beso y percibí la suavidad de mi mejilla, los delicados embriones de mis labios, y supe que por fin la piel había aparecido: cabello, pestañas, cejas, uñas, el florecer de mi bigote negro; besarla fue como besarme a mí mismo: buenos días, doctor Galbo, me dijo, noté las cosquillas de mi camisa sobre mi pecho velludo, muy velludo, buenos días, dije, buenos días, Laura, y percibí mi laringe en el foso oculto entre la cabeza y el pecho, sentí el aire atravesando sus infinitos tubos de órgano: buenos días, repetí despacio saludando a todo mi cuerpo reflejado en el espejo del vestíbulo, mi cuerpo con piel y sentimientos, mi cuerpo vestido, bajito, mi cabeza calva y mi rostro bigotudo: buenos días, doctor Galbo, hoy viene usted contento, dice Laura, sí, le dije, vengo aliviado, quise añadir, he orinado en un bar y he descubierto por fin que tengo vejiga, y a partir de ahí todo lo demás, pero en vez de decirle esto pregunté: ¿hay pacientes ya?, y ella: todavía no, y yo: ¿cuántos tengo citados?, y ella: cinco para la mañana, la primera es Francisca, ah sí, Francisca, dije, sí: sus prótesis darán un poco la lata, y me deleito: oh mi memoria perfecta, mis sentidos vivos, mis movimientos coordinados, sí, sí, Francisca, muy bien, y mi imaginación: porque de repente me vi avanzando hacia mi despacho con los músculos poderosos de un tigre, todo mi cuerpo a franjas negras, mis fauces abiertas, los bigotes vibrantes, los ojos de esmeralda, y mi sexo, por fin, mi sexo: porque Laura, con la mitad de años que yo, me parecía una presa fácil para mis instintos, una captura que podía intentarse, la gacela desnuda en la sabana; ya era yo del todo, incluso con mis pensamientos malignos, incluso con mi crueldad, por fin: avíseme cuando llegue, le dije, y entré en mi despacho, me quité el abrigo y la chaqueta, me vestí con la bata blanca, inmaculada, mi bata y mi reloj a prueba de agua y de golpes, y mi anillo de matrimonio, y los periódicos que Laura me compra y deposita en la mesa, y mi ordenador y mis libros, y mis cuadros anatómicos: secciones de la boca, dientes abiertos, mitades de cabezas, nervios, lenguas, ojos, mejor será no mirarlos, pienso, porque son hombres incompletos, yo ya estoy hecho, pienso, envuelto al fin de nuevo en mi funda limpia, recién estrenado; por fin pensar: saber que he regresado al origen, me he recobrado, he impedido mi disolución guardándome en un cuerpo recién hecho; no recuerdo cuánto tiempo estuve sentado frente al escritorio saboreando mi triunfo, pero sé que la segunda y más terrible revelación llegó después, con el primer paciente, y que a partir de entonces ya no he podido ser el mismo, peor aún, porque me he preguntado después si he sido yo mismo alguna vez, si mi integridad fue algo más que una simple ilusión: y fue cuando sonó el timbre de la puerta, el siguiente timbre, el nuevo timbre que me despertó de la última ensoñación (como el de casa de Galia, o el del despertador con sonido de trompeta de cobre, ahora el de la consulta, pensé, y no pude encontrarles relación alguna entre sí, salvo que parecían avisos repentinos, llamadas, notas eléctricas que presagiaban algo), y Laura anunció a la señora Francisca, una mujer mayor y adinerada, como Galia, como Alejandra, con las piernas flebíticas y el rostro rojizo bajo un peinado constante, que entró con lentitud en la consulta hablando de algo que no recuerdo porque me encontraba aún absorto en el éxito de mi creación: fue verla entrar y pensar que iría a casa de Galia cuando la consulta terminara y le diría que todo seguía igual, que era posible continuar, que nada nos estorbaba, y después llegaría a mi casa y le diría a Alejandra que la quería, que nunca más sería duro con ella ni con Ameli, eso me propuse, y saludé a la señora Francisca con una sonrisa amable, y la hice sentarse en el sillón articulado, la eché hacia atrás con los pedales, la enfrenté al brillo de los focos y le pedí que abriera la boca, porque eso es lo primero que le pido a mis pacientes incluso antes de oír sus quejas por completo: como estoy acostumbrado a que esta instrucción se realice a medias, me incliné sobre ella y abrí mi propia boca para demostrarle cómo la quería: así, abra bien la boca, le dije, ah, ah, ah, y es curioso lo cerca que siempre estamos de la inocencia momentos antes de que un nuevo horror nos alcance: incluso éste aparece al principio con disimulo, revelándose en un detalle, en un suceso que, de otra manera, apenas merecería recordarse, porque mientras Francisca, obediente, abría más la boca, descubrí el último de los horrores, la luz del rayo que nunca debería contemplar un ser humano, la degradación final, tan rápida, pavorosa e inevitable como cuando presioné el timbre de Galia, pero mucho peor porque no era lo oculto, lo que era, sino lo que no era, aquello que falta, no lo que se esconde sino lo que no existe: la nueva revelación me violó, perdonando la brutalidad, de tal manera que todos mis logros anteriores adoptaron de inmediato la apariencia de un sueño que no se recuerda sino a fragmentos, e incapaz de reaccionar, permanecí inmóvil, inclinado sobre la mujer, ambos con la boca abierta, ella con los ojos cerrados esperando sin duda la llegada de mis instrumentos; pero como no llegaban los abrió, me vio y advirtió en mi rostro el horror más puro que cabe imaginarse: qué pasa, doctor, me dijo, qué tengo, qué tengo, pero yo me sentía incapaz de responderle, incapaz incluso de continuar allí, fingiendo, así que retrocedí, me quité la bata con delirante torpeza, la arrojé al suelo, me puse la chaqueta y salí de la habitación, corrí hacia el vestíbulo sin hacer caso a las voces de la paciente y a las preguntas de Laura, abrí la puerta, bajé las escaleras frenéticamente y salí a la calle: no sabía adónde dirigirme, ni siquiera si tenía sentido dirigirme a algún sitio; contemplé a los transeúntes con muchísima más incredulidad de la que ellos mostraron al contemplarme a mí: ¿era posible que todos ignoraran?, ¿hasta ese punto nos ha embotado la existencia?; hubo un momento terrible en el que no supe cuál debería ser mi labor: si caer en soledad por el abismo o arrastrar como un profeta a las conciencias ciegas que me rodeaban; es cierto que toda gran verdad precisa ser expresada, pero la locura de mi actual situación consistía en que esta verdad última era inexpresable: quiero decir que esta verdad final no era algo, más bien era nada, así que no podía soñar con explicarla: quizá el silencio en el gélido vacío entre las estrellas hubiera sido una explicación adecuada, pero no un silencio progresivo sino repentino y abrupto: una brecha de espacio muerto, una bomba inversa que absorbiera las cosas hacia dentro, que nos introdujera a todos en un mundo sin lugares ni tiempo donde la nada cobrara alguna especial y terrible significación, quizá entonces, pensé, y corrí por la acera intuyendo que cada minuto desperdiciado era fatal: ¿le ocurre algo?, fue la pregunta que me hizo un individuo que aguardaba frente a un paso de peatones cuando me acerqué, y solo entonces fui consciente de que tenía ambas manos sobre la boca, como si tratara de contener un inmenso vómito; mi respuesta fue ininteligible, porque sacudí la cabeza diciendo que no, pero esperando que él entendiera que eso era lo que me pasaba: que no; si hubiera podido hablar, habría respondido: nada, y precisamente ahí radicaba lo que me ocurría: me ocurría nada, pero era imposible hacerle comprender que nada era infinitamente peor que todos los algos que nos ocurren diariamente; no pude hacer otra cosa sino alejarme de él con las manos aún sobre la boca, corriendo sin saber por dónde iba pero con la secreta esperanza de no ir a ninguna parte, de no llegar, de seguir corriendo para siempre, porque no podía presentarme en casa de aquel modo, no con aquel fallo, sería preciso hacer cualquier cosa para remediar esa escisión, quizá comenzar desde el principio, reunir de nuevo el hilo en el ovillo, a la inversa: pensar en el instante anterior a la revelación, notar la presencia para comprender ahora la falta; pero cómo describirlo: cómo decir que había conocido de repente la boca cuando la paciente abrió la suya y yo quise indicarle cómo tenía que hacerlo y abrí la mía; fue entonces: el tiempo se congeló a mi alrededor y quedé solo en medio de mi hallazgo, como un náufrago, paralizado por la revelación suprema, incapaz de comprender, al igual que con la anterior, por qué no lo había sabido hasta entonces: la boca, claro, ahí, aquí, abajo, bajo mi nariz, en mi rostro, la boca: de repente me había percatado de la verdad, tan simple e invisible debido a su propia evidencia: la boca no es nada, lo comprendí al pedirle a la paciente que la abriera y al abrir la mía: ¿qué he abierto?, pensé: la boca; pero entonces, si la boca abierta también es la boca, el resultado era una oscuridad, un agujero vacío, un abismo; quiero decir que, de repente, al ver la boca, al inclinarme para verla, no la vi, pero no la vi justamente porque era eso: el no verla; si hubiera visto la boca de la misma forma que veo mis dedos, por ejemplo, no lo sería o estaría cerrada; sin embargo, el horror consiste en que una boca abierta también es una boca: como llamarle «dedos» al espacio vacío que hay entre ellos; ¡pero eso no era todo!: si aquel defecto, aquella nada, era, ¿cómo podía evitar la llegada del vacío?, ¿cómo impedir que todo siguiera siendo lo que es en la nada?, ¿cómo pretender recobrar mi cuerpo si me evacuo por ese agujero negro y absurdo?; lo comprendí: ¡si todo se hubiera cerrado a mi alrededor!, ¡si las junturas hubieran encajado perfectamente, sin interrupciones, sin oquedades!, pero tenía que estar la boca, la boca abierta que también era la boca, y ahora ¿cómo permanecer incólume?, ¿cómo seguir inmutable, conservándome dentro, si allí estaba eso que no era, esa nada negra implantada en mí?; corrí, en efecto, a ciegas, no recuerdo durante cuánto tiempo, hasta que un nuevo acontecimiento pudo más que mi propia desesperación: en una esquina, recostado en un portal, distinguí a un hombre, el borracho de aquella madrugada, que parecía dormir o agonizar: un sombrero gris le cubría casi todo el rostro salvo la barba, y allí, insertado en lo más hondo del pelo, un agujero abierto, sin dientes, sin lengua, una cosa negra y circular como una cloaca o la pupila de un cíclope ciego que me mirara, aunque yo fuera «nadie», el vacío terrible, la nada; de repente se había apoderado de mí un horror supremo, un asco infinito, la conjunción final de todo lo repugnante, y me alejé desesperado cubriéndome con las manos aquel «salto», aquel «vacío» letal, atenazado por una sensación revulsiva, un pánico que era como cribar mis ideas con violencia hasta romperlas, la certeza de mi perdición, el desprendimiento a trozos de mi voluntad frente a lo irremediable: esa boca abierta, el error por el que todo entra y todo sale, los secretos, la palabra, el vómito, la saliva, la vida, el aliento final, porque me había envuelto en mi propio cuerpo para hallar algo último que no cierra, ese terrible defecto tras los labios del beso, tras el lenguaje cotidiano, tras los gestos de comer y masticar, más allá de los dientes y la lengua, ese algo que no es el paladar ni la faringe ni la descarga de las glándulas, ese vacío que me recorre hacia dentro, el túnel deshabitado del gusano, la nada, la negación, eso que ahora empezaba a corroerme; porque si existía la boca, nada podía detener la entrada del vacío; así que cerca de casa empecé a perderme, a dividirme en secciones, a horadarme: primero fue la piel, que apenas se presiente, que es casi solamente tacto, la piel que cayó a la acera mientras corría, la piel con mi figura y mis rasgos que se me desprendió como la de un reptil mudando sus escamas, porque el vacío se introducía bajo ella como un cuchillo de aire y la separaba; entonces los músculos y los tendones, en silencio: ¿qué protección pueden ofrecer frente a los túneles de la nada?, ¿qué defensa procuran ante esa marea de vacío, ese fallo que me alcanzaba como a través de un sumidero?, también ellos caen y se desatan como cordajes de barco en una tempestad; la calle en la que vivo recibió el tributo de la lenta pero inexorable pérdida de mis vísceras: ese trago infecto de nada, que no está pero es, provoca la caída de mi estómago y mis intestinos, mi hígado derretido y mi bazo, los pulmones sueltos que se alejan por el aire como palomas grises, el corazón que ya no late, madura, se endurece y cae, gélido como el puño de un muerto, porque nada puede latir frente a la boca, los nervios arrastrados por la acera como hilos de un títere estropeado, los ojos como gotas de leche derramada, la suave materia de mi cerebro, la exactitud de mis sentidos, la excitante delicia del deseo, la provocación del hambre y el instinto, las sensaciones, los impulsos: todo cae y se pierde, todo gotea incesante desde mi armazón, todo se va y se desvanece calle abajo; entro en casa al fin, ya solo mi esqueleto muerto y limpio, y pienso: mis hijos están en el colegio, por fortuna; me dirijo al salón y allí encuentro a Alejandra, que me mira con pasmo; se halla sentada en su sofá tejiendo algo, y probablemente destejiéndolo también, creando y destruyendo en un vaivén de interminable dedicación; entonces me detengo frente a ella, aparto con lentitud las falanges blancas de mi oquedad y la descubro, por fin, en toda su horrible grandeza: la boca abierta, las mandíbulas separadas, el enorme vacío entre maxilares, la verdadera boca que no es, desprovista del engaño de las mucosas, ese espacio negro que nada contiene, y hablo, por fin, tras lo que me parecen siglos de silencio, y mis palabras, emergiendo de ese vacío, son también vacío y horadan: Alejandra, hablo, llevo años traicionándote con una mujer que conocí en la consulta, y ella: Héctor, qué dices, y yo: es guapa, pero no demasiado, cariñosa, pero no demasiado, inteligente, pero no demasiado: lo mejor que tiene es que me quiere y que intentó hacerme feliz, y que nunca me ha creado problemas salvo la necesidad de mentirte, de ocultártelo, una mujer con la que descubrí que puede haber una cierta felicidad cotidiana a la que nunca deberíamos renunciar, como hemos hecho tú y yo, ni siquiera a esa cierta felicidad cotidiana, una mujer, en fin, con la que he sabido que ya todo es igual, que incluso el pecado termina alguna vez, incluso la culpa, incluso lo prohibido, y ella: Héctor, Héctor, qué te pasa, dice, que ya basta de mentiras, respondo y me deshago de su lento abrazo y de sus lágrimas, y basta de silencio, porque era necesario hablar, pero no solo a ti, no, no solo a ti, y ella, gritando: ¿adónde vas?, pero su grito se me pierde con el mío propio, que ya solo oigo yo, y eso es lo terrible: porque mi garganta ha desaparecido y solo quedan las tenues vértebras y el deseo de ser escuchado; corro entonces a casa de Galia arrastrando apenas los jirones blancos de mis huesos por la acera, y ella misma abre la puerta y grita al verme: no, Galia, no podemos seguir juntos, dije entonces, no tengo nada más que hacer aquí, tú, viuda y solitaria, yo, casado y solitario, nada que hacer, Galia, no más consuelos, no más secretos, basta de felicidad y de cariño doméstico, porque llega un instante, Galia, en que todo termina, y lo peor de todo es que tú no eres una solución: ¿por qué?, me dijo: porque es necesario decir la verdad y revelar la mentira, repliqué, aunque nos quedemos vacíos, es necesario abrir las bocas, Galia, le dije, y volcarnos en hablar y hablar y destruirlo todo con las palabras, dije, porque si algo somos, Galia, es aliento, así que es necesario, por eso lo hago, dije, y me alejé de ella, que gritó: ¿adónde vas?, pero su grito se perdió dentro del mío, que ya era tan enorme como el silencio del cielo; y me alejé de todos, de una ciudad que no era mi ciudad, de una vida que no era mi vida, corrí ya casi llevado por el viento, las espinas delgadas de mi cuerpo flotando en el aire, corrí, volé hacia los bosques transportado por una ráfaga de brisa como el polvo o la basura, avancé por la hierba, entre los árboles, desgastándome con cada palabra: basta con eso, dije, no más hogar, no más vida, no más esfuerzo, dije, grité en silencio: ya basta de mundo y de existencia, ya basta de hacer y de procurar, soportar, callar y mirar buscando respuestas, no, no más luz sobre mis ojos, nunca otro día más, basta de desear y pretender, de conseguir y por último perder lo conseguido y enfermar y morir y terminar en nada, todo vacío, intrascendente, limitado y mediocre: basta, porque hay un error en nosotros, un hiato perenne, el sello de la nada, esta boca siempre abierta, este hueco hacia algo y desde algo, miradlo: está en vosotros, el sumidero, el vórtice; lo he soportado todo, incluso los años de silencio, los años iguales y el silencio, la muerte interior, el vacío interior, la falsa esperanza, la ausencia de deseos, pero no puedo soportar esta conexión: si tiene que existir esto, este hueco vacío y nulo, esta ausencia de mi carne y de mi cuerpo, si tiene que existir la boca, prefiero echarlo todo fuera, dejar que todo se vaya como un soplo puro, que lo oigan todos, que todos lo sepan, prefiero esto a la falsa seguridad de un cuerpo muerto, eso dije, eso grité, y me vi por fin convertido en nada, la oquedad llenando todos mis huesos abiertos como flautas mudas, desmenuzados como arena por fin, solo esa ceniza última, apenas el rastro leve que el viento termina por borrar, el vacío enorme de esa boca que tiene que decir y revelar y descubrir y gritar y acusar y vaciarme hacia fuera desde dentro y mezclarme con todo, esa boca abierta e infinita del silencio absoluto por la que hablo aunque nadie oiga


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    calificar in English

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