1.
especuladores, actualmente saboreando una generosa jubilación y disponen de una amplia y
2.
»Yo estaba como clavado en el suelo, saboreando la triste
3.
»Así se pasa las horas mi pobre tío saboreando las emociones
4.
Largas horas pasamos sobre el campo saboreando los deliciosos recuerdos de tanta gloria, que
5.
saboreando las melodiosas cadencias de lacomposición
6.
Saboreando aquella, Isidora ponía en movimiento los
7.
otro,probando las salsas con cierto airecillo de suficiencia, saboreando elcaldo,
8.
presente, seguía saboreando la escena de dulcísimareconciliación en que acababa de representar
9.
Miraba el plano puestosobre sus rodillas, saboreando los títulos
10.
El joven sintiose en aquel momento enternecido, saboreando las gotas decariño que
11.
alegremente, mientras iba saboreando con fruiciónlos
12.
Se abanicaba con pereza, saboreando el descanso de que
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arrobamiento, con todo el alma en los ojos, saboreando de antemano lo que han de comer, y
14.
Yo seguí echado en el suelo durante un largo rato en el que sólo quise olvidar, saboreando la tranquilidad y el aire y la luz
15.
Aún estaba saboreando su pequeño chiste cuando empezaron los ruidos en la cámara de descompresión
16.
Anda rápido, resuelto, saboreando la certeza de calmar, dentro de breves minutos, la curiosidad
17.
La sobrecogía una angustia terrible, pero era evidente que en lo más íntimo de su ser estaba saboreando las emociones que sentía en aquel instante
18.
Los consultados asintieron y continuaron saboreando las "garítsas" con gran apetito
19.
Saboreando aquel instante, pasó las manos por encima de la piel grabada de la cubierta, envejecida por el tiempo, y luego abrió el libro y admiró las claras filas de runas de su interior, escritas con una tinta roja y brillante
20.
En Francia se come y se hace el amor con parsimonia, saboreando ambos con religiosa gratitud
21.
Alba, que había imaginado mil veces que estaba preso o le habían dado muerte de alguna manera horrible, lloraba de alegría saboreando su olor, su textura, su voz, su calor, el roce de sus manos callosas por el uso de las armas y el hábito de reptar, rezando y maldiciendo y besándolo y odiándolo por tantos sufrimientos acumulados y deseando morir allí mismo, para no volver a penar su ausencia
22.
Permanecí inmóvil, helándome de a poco, mientras ellos hacían el amor voluptuosamente, saboreando cada roce, cada gemido, sin prisa, como si tuvieran el resto de la vida por delante
23.
–Esto es sólo la mitad de la apuesta -protestó Hamilton, saboreando su triunfo
24.
-Puedo mataros, echaros al agua con una piedra al pescuezo; puedo hacer lo que me dé la real gana -dijo el Cura flemático, comiendo y saboreando el pan y la saboga
25.
Él, Cassy y Pitt paseaban por el centro comercial de la ciudad, saboreando un helado tras una cena de pasta y vino blanco
26.
Absorto en la extravagancia del cuento que había escrito, repasando minuciosamente los recursos del argumento y la construcción, saboreando en el recuerdo algún acierto expresivo, temeroso de haber fracasado en alguna parte, pasó a través del ruido y la agitación de las calles iluminadas y se puso a recorrer otras más desiertas
27.
Durante aquellas horas en las que él no estaba yo apenas notaba su ausencia puesto que, por lo general, las pasaba leyendo o dormida, o suspendida entre el sueño y la vigilia, saboreando los restos que se disolvían en la boca como caramelo, con la atención aún flotando entre dos mundos, abotargada por el aturdimiento del primer rayo de luz que entrase por la ventana y que calentara la superficie estancada de los sentidos, adormilados
28.
Después ni siquiera los guisaba; permanecía a su lado saboreando la muerte
29.
– Vivian cortó la cinta con las uñas y arranco el papel despacio, saboreando cada crujido
30.
Piensa en Castaño y en algunos de los casos en los que trabajaron juntos, saboreando el recuerdo de sus triunfos
31.
Dicho esto, la Caña se quedó muy serio, saboreando el efecto que debían causar sus palabras
32.
Evaristo se quedó solo, pensativo y dulcemente ensimismado, saboreando en su conciencia el goce puro de hacer a sus semejantes todo el bien posible, o de haber evitado el mal en la medida que la Providencia ha concedido a la iniciativa humana
33.
Val se mordió el labio, saboreando los restos de la solución del troll
34.
Saboreando un momento de satisfacción, Kremer los vio recoger las hojas y los rollos
35.
[Involuntariamente se pasa la lengua por los labios, como saboreando el recuerdo
36.
Contra su voluntad detúvose Santa y se dejó mirar, saboreando todavía las heces del fruto prohibido acabado de gustar
37.
Tyrion se quedó a solas, sentado, saboreando lo que quedaba del excelente vino dulce de Dorne
38.
«Ahora, todos están ardiendo —se dijo, saboreando la idea—
39.
Case permaneció sentado en la cama durante un largo rato, saboreando la nueva sensación
40.
Sí, narrar la historia de la guerra contra Aníbal desde su punto de vista, explicar las batallas de Italia, la campaña de Hispania, la conquista de Cartago Nova, las batallas de Baecula e Hipa, el castigo a Cástulo e Iliturgis, los debates en el Senado para conseguir el permiso para invadir África; explicar las motivaciones de su enfrentamiento con Quinto Fabio Máximo, primero, y luego sus interminables disputas con Marco Porcio Catón; contar el paso a Sicilia, el adiestramiento de las legiones V y VI y su recuperación para el combate, sí, narrar su encuentro con las famosas legiones malditas desterradas en el pasado como estaba él ahora desterrado, saboreando un poco de esa misma sensación de miseria que en su momento vivieron los legionarios de aquel ejército olvidado por Roma y que, sin embargo, gracias a él, gracias a Publio Cornelio Escipión, desembarcó en África para cambiar la faz del mundo y, a un tiempo, recuperar para cada uno de esos legionarios el orgullo de sentirse no ya romano, sino hombre libre; ¡cómo entendía ahora la decepción de aquellos soldados desterrados y despreciados! Sí, relatar los acontecimientos que explican su ataque a Locri y luego todas y cada una de las batallas de África, las negociaciones con Sífax y con Masinisa; contar cómo se las ingenió para zafarse de los ejércitos de Giscón y Sífax en una increíble batalla nocturna y narrar el desarrollo de la tremenda batalla de Zama donde perecieron tantos buenos oficiales, muchos de sus mejores amigos; contarlo todo, el regreso triunfal a Roma, el reconocimiento, la vida en una ciudad que por unos años le consideró un héroe, casi un dios, antes de humillarlo y traicionarle y obligarle a exiliarse para siempre; explicar cómo, cuando Aníbal se rehízo y se alió al rey Antíoco, Roma, de nuevo, recurrió a él y a su familia, y contar cómo consiguió, incluso enfermo, con la ayuda de su hermano, derrotar al todopoderoso rey de Siria en la brutal batalla de Magnesia; sí, narrarlo todo, la carga de los indestructibles catafractos, las maniobras de las legiones, relatarlo todo punto por punto, con claridad, con precisión, para que cuando en el futuro alguien quiera saber del pasado no sólo se encontrara con la versión única, y supuestamente autorizada al estar refrendada por un Senado corrupto, de Marco Porcio Catón
41.
Cuando la leyó, en casa de Casca, saboreando una de las famosas largas y eternas orgías de su protector en Roma, Plauto pensó con qué grandilocuencia el joven cónsul había empleado la palabra «gran» para referirse al teatro de Siracusa
42.
–Tres o cuatro veces -dijo la anciana, saboreando la reacción del joven-
43.
Fue aquí, César, bebiendo, comiendo en las vajillas de bronce de la gran Domus Flavia, su gran obra, saboreando cada plato de los interminables banquetes, escuchando a los ejércitos de aduladores, que luego se tornaban en los delatores más terribles, desfilando siempre ante él en las largas comissationes, entre copa y copa de vino endulzado hasta el límite para satisfacer su paladar corrupto, fue aquí, aquí, donde enloqueció hasta el infinito; fue aquí donde todos nos volvimos locos
44.
«Ahora, todos están ardiendo -se dijo, saboreando la idea-
45.
Bailarín Lujurioso no respondió, saboreando la información que le acababa de proporcionar Isak
46.
Con cada minuto que transcurría, los remordimientos iban creciendo, y con ellos la certidumbre de que aquel planeta, aquella variedad de culturas que había ido saboreando durante las últimas semanas, estaba condenado a desaparecer
47.
Mary se tomó despacio el vino, saboreando la taberna rústica y encantadora… y la compañía de aquel hombre tan agradable
48.
La muchacha inclinó la cabeza con una sonrisa, se acercó, cogió una esponja, la empapó de agua y se la exprimió sobre la cabeza, la espalda y los hombros mientras el muchacho entrecerraba los ojos y estiraba las piernas en el fondo de la bañera de piedra, saboreando el placer de la cálida caricia del agua
49.
Hizo una pausa, saboreando la emoción de las caras vueltas hacia él, hacia la Autoridad
50.
Weyland aflojó su presa y se alimentó más despacio, saboreando también el cansado palpitar del corazón de Reese, los jadeantes sollozos con que intentaba tragar ese aire que ahora era libre de aspirar, pero que ya carecía de poder para salvarle
51.
El Halcón apuró de un sorbo el contenido de su jarra y permaneció en silencio unos instantes, saboreando su contenido
52.
Las cogí y las sopesé, saboreando la sensación de poder
53.
Mira sin ganas la televisión saboreando un jugo cuando suenan a la puerta
54.
Allie levantó la cabeza para besarle el cuello y la barbilla, y con la respiración entrecortada, le lamió los hombros, saboreando el sudor de su cuerpo
55.
Cerró los ojos y pareció estar saboreando un momento de silencio sólo suyo
56.
Se la aplicó en las piernas y en el vientre, en los pechos y en los brazos, saboreando la sensación de que su piel cobraba vida de nuevo
57.
Cuando quedó desnuda, él se subió encima y la ensartó relinchando como un semental mientras que ella cerraba los ojos, saboreando una felicidad infinita
58.
Dejó caer las manos a los lados y habló en un susurro, saboreando cada palabra
59.
Optaron por callarse mientras el calor les hacía rezumar transpiración; pero les agradaba hallarse juntos en este lugar tranquilo saboreando el sabor agridulce de las nostalgias del perdido paraíso
60.
A Susi le parecía que la dependienta estaba saboreando las palabras
61.
Compartir una taza de té saboreando en su boca la boca del otro
62.
Pasamos una hora en el islote, saboreando un par de cervezas y haciendo comentarios
63.
Cambió sus sentidos y percibió el latido de todos los ocupantes del lugar, saboreando sus esencias a medida que recorría los muros de sus habitaciones
64.
Ella se la llevó a los labios y le pegó unos lengüetazos igual que una presa en su bebedero, saboreando el líquido antes de que apareciera el tigre y le arrebatara la vida
65.
Permaneció sentado en su cabina, saboreando aquellas noticias y bebiendo un zumo de lima durante largo rato, antes de que Jack apareciera procedente de la galería de popa con aspecto igualmente alegre
66.
Vamos a ser felices aquí en esta tierra, que nos ha sido devuelta de algún modo, yo ya me siento peruanita, pituquita feliz saboreando un cebiche de machas, un seco de cordero bien regado con cerveza mitad y mitad, mitad helada y mitad del tiempo, que no hace daño a la garganta, o estos deliciosos choros para tragar todo tipo de bacterias, salmonellas, bacilos del cólera, un cólera que llega desde la humedad de las tierras verdes, de esa selva peruana de casas verdes y burdeles varga-llosescos, extranjero aquí, gallego despistado con ese inconfundible aroma peninsular de funcionarios que cruzan el charco para hacer su agosto, su fortunita, para regresar más tarde de indiano fortalecido con la palmera en el jardín
67.
–Mm sí… -murmuró ella, saboreando las sensaciones con los ojos cerrados
68.
La leyó mientras desayunaba, saboreando cada una de las líneas del mismo modo que saboreaba los bollos recién hechos Y el café sazonado con canela
69.
Pasó un largo rato mirando fijamente el sobre, saboreando el parcial alivio que el mismo le proporcionaba, y maravillándose al comprobar cuán ajeno a él le parecía
70.
El frío soplo del viento boreal sobre la nuca, el olor a hierba, la viscosidad orgánica de la oscuridad a su alrededor… Jonathan fijaba los ojos sobre todo ello, saboreando las sensaciones, aprehendiéndolas con su memoria táctil, más que mental
71.
Sus lenguas se entrelazaron buscando, saboreando, acariciando, intensificando el beso y las emociones que evocaba
72.
Comieron en silencio, saboreando aquel plato tan sencillo
73.
– Naturalmente -parecía encantado con la situación, saboreando una broma que hubiera
74.
El narrador hizo aquí una pausa, saboreando su introducción, disfrutando de la atención que había
75.
En cuanto Behaim tuvo delante de sí el vaso de estaño y la jarra de vino y, saboreando trago a trago la bendición, dejó correr el Vino Santo por su garganta, le sobrevino con el bienestar también el cansancio, y mientras, con la frente apoyada en la mano, pensaba en Mancino y, paladeando el vino, se preguntaba cuántos días tardaría el experto en puñaladas y poeta de taberna en beberse sus ducados, llegaron a su oído en desconcertante confusión los fragmentos de las conversaciones de los artesanos y artistas que estaban sentados en las mesas de alrededor:
76.
La masticó lentamente, saboreando el jugo dulce que le llenaba la boca
77.
-Hizo una pausa, saboreando la idea-
78.
Delgada y de sienes grises, bella con cierta madurez, seguía saboreando su bebida
79.
Subió rápidamente las marchas y se acomodó para la persecución, saboreando brevemente el eco del gran tubo de escape que rebotaba desde ambos lados de la corta calle mayor que atravesaba la población
80.
Volvía la duda, pensaba que, después de todo, las frases de Vinteuil pudieran parecer la expresión de ciertos estados de alma análogos al que yo sentí saboreando la magdalena mojada en la taza de té; nada me aseguraba que la vaguedad de tales estados fuera una prueba de su profundidad, sino solamente que todavía no hemos sabido analizarlos, que, por consiguiente, no eran más reales que los demás
81.
Luego, midiendo y saboreando cada golpe, el sargento comenzó a azotarlo con la fusta
82.
Estaban sentados uno junto al otro en el desvencijado sofá -él la había tomado del hombro, y ella dejaba descansar la cabeza en el pecho de él-, saboreando el silencio
83.
Todos los días lo mismo: era como si a última hora nadie quisiera recogerse en su casa y todos tuvieran un especial interés en dilatar su estancia entre aquellas mesas y sillas saboreando las últimas gotas de un café, un chocolate o una infusión de hierbas, mordisqueando hasta el extremo la última galletita o apurando la lectura de la página de un libro
84.
Los demás no se habían dado cuenta, pues todos se servían comida mientras seguían saboreando la absolución de Harry
85.
Vio a Lorcan saboreando el vino, con su pálida reina en silencio a su lado
86.
Se tendieron en una gran cama, hombro contra hombro, cogidos de la mano, saboreando el placer del reencuentro
87.
De nuevo, Ameni cerró los ojos, saboreando los últimos segundos de paz antes del infierno, antes de que el faraón le dictara la respuesta que señalaría la entrada en guerra de Egipto contra Hatti
88.
A su alrededor, todos hablaban animados, saboreando por adelantado el final de los exámenes, que tendría lugar aquella tarde, pero Harry; Ron y Hermione, preocupados por Hagrid y Buckbeak, permanecieron al margen
89.
Bajó por su cuerpo, acariciándole los pechos con los labios, luego el contorno de la tripa, recorriendo con la lengua el pubis color trigo y luego saboreando su humedad, respirándola, un sabor increíble, y un olor a almizcle aún más embriagador que el perfume que llevaba
90.
En cuanto a Sarah, continuó saboreando las mieles de aquel incomprensible misterio hasta que, harta de sus comentarios, le dijo su madre:
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Por otra, el grueso del colectivo homosexual no ve la necesidad de seguir actuando ni entiende su discurso anti-gueto, cuando precisamente están saboreando una libertad antes jamás soñada
92.
Nadie ha tocado nunca un timbre tan terrible: no me refiero al sonido que produjo sino a la presión en sí, al tacto del botón contra mi dedo, o de mi dedo contra el botón, nadie ha sentido nunca lo mismo que yo; aunque mi sensación fue lógica, ya que físicamente sería imposible tocar el timbre sin el hueso, quiero decir que sin el hueso nuestro dedo se torcería sobre el botón como un tubo de goma, o se aplastaría ridículamente, o se introduciría en sí mismo como un guante vacío, así que hasta cierto punto resulta lógico suponer que el timbre suena con el hueso, que es mi esqueleto el que llama a la puerta, pero nadie ha sentido nunca tal cosa, y me produjo pena y sorpresa comprobar que hasta aquel momento crucial yo ignoraba lo que realmente somos y que el conocimiento puede producirse así, de improviso, mientras el zumbido eléctrico molesta el oído todavía, que se me haya revelado en ese instante doméstico, que cuando Galia abrió la puerta yo ya fuera otro, que el sonido de su timbre me despertara de un sueño de ignorancia para sumirme en la vigilia de un mundo que, por desagradable que fuera, era más cierto, porque si mi dedo había hecho sonar el timbre era debido a que llevaba hueso en su interior; lo había percibido de repente: mi dedo era un dedo con hueso y su utilidad radicaba en el hueso, al palparlo noté la dureza debajo, tras impensables láminas de músculo, y la realidad de aquella presencia me dejó asombrado, estuporoso, con un estupor y un asombro no demasiado intensos pero permanentes: oh Dios mío tengo un hueso debajo, mi dedo no es un dedo, es un hueso articulado y protegido contra el desgaste: la idea me vino así, con una lógica tan aplastante que no me sorprendió en sí misma sino su ausencia hasta ese timbre; no había una idea extraña e increíble, había una extraña e increíble omisión de la idea en todo el mundo, justo hasta el histórico momento en que llamé a la puerta del piso de Galia, pero Galia estaba en el umbral con su bata azul celeste y su cabello ondulado como por rulos invisibles, y me contemplaba sorprendida; y es que es una mujer muy perspicaz: apenas me entretuve un instante demasiado largo entre su saludo y mi entrada, y ya me había preguntado qué me ocurría: yo me frotaba el índice de mi descubrimiento contra el pulgar, incapaz de creer aún que lo obvio podía estar tan oculto, casi temeroso de creerlo, y opté por disimular esperando tener más tiempo para razonar, así que entré, le di un beso, me quité el abrigo húmedo y la bufanda y saludé al pasar a César, que ladraba incesante en el patio de la cocina: Galia me dijo qué tal y yo le dije muy bien, y le devolví estúpidamente la pregunta y ella me respondió igual, y de repente me pareció absurdo este diálogo especular de respuestas consabidas, o quizá era que la revelación me había estropeado la rutina, véase si no otro ejemplo: mantuve tieso el culpable dedo índice mientras entraba, y ni siquiera lo utilicé para quitarme el abrigo, como si una herida repentina me impidiera usarlo, y es que desde que había comprobado que ocultaba un hueso lo miraba con cierta aprensión, como se miran los fetiches o los amuletos mágicos; pero hice lo que suelo hacer: me senté en uno de los dos grandes sofás de respaldo recto, estiré las piernas, saqué un cigarrillo —con los dedos pulgar y medio— y dije que sí casi al mismo instante que Galia me preguntaba si quería café, incluso antes de saber si realmente tenía ganas de café, ya que la tradición es que acepte, y Galia, tan maternal, necesita que yo acepte todo lo que me da y rechace todo lo que no puede darme; tomar el café en la salita, mientras termino el cigarrillo y justo antes de pasar al dormitorio, se ha vuelto, a la larga, el rato más excitante para ambos; charlamos de lo acontecido durante la semana, Galia me pregunta siempre por Ameli y Héctor Luis, se muestra interesada en mis problemas y apenas me habla de los suyos, pero el diálogo es una excusa para que ella me inspeccione, me palpe, capte cosas en mi mirada, en mi forma de vestir, en mis gestos, pues Galia, a diferencia de Alejandra, es una mujer afectuosa, impulsiva y, como ya he dicho, perspicaz, y la conversación no le interesa tanto como ese otro lenguaje inaudible de la apariencia, así que es muy natural que la interrumpa para decirme: estás cansado, ¿verdad?, o bien: hoy no tenías muchas ganas de venir, ¿no es cierto? o bien: cuéntame lo que te ha pasado, vamos, has discutido con Alejandra, ¿me equivoco?, así estemos hablando del tiempo que hace, los estudios de Héctor Luis o lo que sea, da igual, su mirada me envuelve y nota las diferencias; por lo tanto, no fue extraño que esa tarde me dijera, de repente: te encuentro raro, Héctor, y yo, con simulada ingenuidad: ¿sí?, y ella, confundida, aventura la idea de que pueda tratarse de Alejandra o de la niña: no, no es Alejandra, le digo, tampoco es Ameli; Alejandra sigue sin saber nada de lo nuestro, tranquila, y en cuanto a Ameli, ya la dejo por imposible, pero ella concluye que tengo una cara muy curiosa este jueves y yo la consuelo a medias diciéndole que estoy cansado, y ella insiste: pero no es cara de estar cansado sino preocupado, y yo: pues lo cierto es que no me pasa nada, Gali, porque cómo decirle que estoy pensando inevitablemente en el hueso de mi dedo índice, cómo decirle que de repente me he descubierto un hueso al llamar al timbre de su casa: ¿acaso no iba a sentirse un poco dolida?, ¿acaso no pensaría que era una forma como cualquier otra de decirle que ya estaba harto de visitarla cada semana, todos los jueves, desde hace años?, sonaba mal eso de: acabo de darme cuenta, Gali, justo al llamar al timbre de tu puerta, de que tengo un hueso en el dedo, de que mi dedo índice son tres huesos camuflados, para acto seguido decir: bueno, Gali, no pensemos más en que mi dedo índice son tres huesos, ¿no?, y vamos a la cama, que se hace tarde; sonaba mal, sobre todo porque con Galia, igual que con Alejandra, tenía que andar de puntillas: nuestra relación se había prolongado tanto que, a su modo, también era rutinaria, a pesar de que ella seguía llamándola «una locura»; curiosamente, Galia es viuda y libre y yo estoy casado y tengo dos hijos, pero ella sigue diciendo que lo nuestro es «una locura» y yo pienso cada vez más en una aburrida traición, un engaño cuya monótona supervivencia lo ha despojado incluso del interés perverso de todo engaño dejando solo los inconvenientes: jamás podría hablarle a Alejandra de Galia, ahora ya no, y jamás podría terminar con Galia, ahora ya no, cada relación se había instalado en su propia rutina y ya ni siquiera podía soñar con escaparme de ésta, porque se suponía que cada una servía precisamente para huir de la rutina de la otra: mi deber era cuidar de ambas, conocer a Galia y a Alejandra, saber qué les gustaba oír y qué no, lo cual, naturalmente, era difícil, y por eso mi propia rutina consistía en callarme frente a las dos; pero en momentos así callarme también era un esfuerzo, porque si me notaba incluso la división entre los huesos, si podía imaginármelos al tacto, sentirlos allí como un dolor o una comezón repentina, ¿cómo podía evitar pensar en eso?; y ni siquiera era mi dedo lo que me molestaba, ya dije, sino mi error al no darme cuenta hasta ahora: esa ceguera era lo que jodía un poco, perdonando la expresión; porque hubiera sido como si me creyera que el arlequín de la fiesta de disfraces no esconde a nadie debajo, cuando es bien cierto que ese alguien bajo el arlequín es quien le otorga forma a este último, que no podría existir sin el primero: sería tan solo puros leotardos a rombos blancos y negros, bicornio de cascabeles, zapatillas en punta y antifaz, pero no el arlequín, y de igual manera, ¿qué error me llevó a creer hasta esa misma tarde que mi dedo índice era un dedo?; si lo analizamos con frialdad, un dedo es un disfraz, ¿no?, una piel elegante que oculta el cuerpo de un hueso, o de tres huesos si nos atenemos a lo exacto, y a poco que lo meditemos, una vez llegados a este punto y pinchado en el hueso, valga la expresión, ya no se puede retroceder y razonar al revés: decir, por ejemplo, que el hueso es simplemente la parte interna de un dedo: sería como llegar a ver el alma: ¿acaso pensaríamos en el cuerpo con el mismo interés que antes?; pero mientras hablaba con Galia y la tranquilizaba estaba razonando lo siguiente: que este descubrimiento conlleva sus problemas, porque es un hallazgo delator, como atrapar a un miembro de la banda y lograr que revele la guarida de los demás: si mi dedo índice derecho, el dedo del timbre, lleva huesos ocultos, la conclusión más sencilla se extiende como un contagio a los otros cuatro de esa misma mano y, ¿por qué no?, a los cinco de la otra: tengo un total de diez huesos entre las dos manos, tirando por lo bajo, cinco huesos en cada una, y lo peor de todo es que se mueven: porque hay que pensar en esto para horrorizarse del todo: ¿alguna vez vieron moverse solos a diez huesos?, pues ocurre todos los días frente a ustedes, en el extremo final de los brazos: hagan esto, alcen una mano como hice yo aprovechando que Galia se acicalaba en el cuarto de baño (porque Galia se acicala antes y después de nuestro encuentro amoroso), alcen cualquiera de las dos manos frente a sus ojos y notarán el asco: cinco repugnantes huesos bajo una capa de pellejo (ni siquiera huesos limpios, por tanto, sino envueltos en carne) moviéndose como ustedes desean, cinco huesos pegados a ustedes, oigan, y tan usados: saber que nos rascamos con huesos, que cogemos la cuchara con huesos, que estrechamos los huesos de los demás en la calle, que acariciamos con huesos la piel de una mujer como Galia: saberlo es tan terrible pero no menos real que los propios huesos, saberlo es descubrirlo para siempre, y lo peor de todo fue lo que me afectó: no se trata de que no se me pusiera tiesa en toda la tarde, perdonando la intimidad, ya que esto me ocurría incluso cuando pensaba que los dedos eran dedos, no, lo peor fue el cuidado que puse: tanto que no parecía que estaba haciendo el amor sino operando algún diente delicado; y es que me invadió una notoria compasión por Galia, tan hermosota a sus cincuenta incluso, al pensar que sobaba sus opulencias, sus suavidades, con huesos fríos y duros de cadáver: mi culpa llegó incluso a hacerme balbucear incongruencias, desnudos ambos en la cama: ¿soy demasiado duro?, comencé por decirle, y ella susurró que no y me abrazó maternalmente, e insistir al rato, todo tembloroso: ¿no estoy siendo quizá algo tosco?, y ella: no, cariño, sigue, sigue, pero yo la tocaba con la delicadeza con que se cierran los ojos de un muerto, porque ¿cómo olvidar que eran huesos lo que deslizaba por sus muslos?, aún más: ¿cómo es que ella no lo sabía?, ¿acaso no se percataba de que las caricias que más le gustaban, aquellas en que mis dedos se cerraban sobre su carne, eran debidas a los huesos?: sin ellos, tanto daría que la magreara con un plumero: ¿cómo podría estrujar sus pechos sin los huesos?, ¿cómo apretaría sus nalgas sin los huesos?, ¿cómo la haría venirse, en fin, sin frotar un hueso contra su cosa, perdonando la vulgaridad?: sin los huesos, mis dedos valdrían tanto como mi pilila, perdonando la obscenidad, o sea, nada: ¿cómo es que ella no se horrorizaba de saber que nuestros retozos, que tanto le agradaban, eran puro intercambio de huesos muertos?, porque incluso sus propias manos, y mis brazos, y los suyos, Dios mío, ¿no eran largos y recios huesos articulados que se deslizaban por nuestros cuerpos, nos envolvían, apretaban nuestra carne, nos abrazaban?, ¿acaso era posible no sentir el grosero tacto de los húmeros, la chirriante estrechez del cúbito y el radio, los bolondros del codo y la muñeca?; sumido en esa obsesión me hallaba cuando dije, sin querer: ¿no estoy siendo muy afilado para ti?, y ella dijo: ¿qué?, y supe que la frase era absurda: «afilado»», ¿cómo podía alguien ser «afilado» para otro?, y casi al mismo tiempo me percaté de que era la pregunta correcta, la más cortés, la más cierta: porque con toda seguridad había huesos y huesos, unos afilados y otros romos, unos muy bastos y ásperos corno rocas lunares y otros pulidos quizá como jaspes: incluso era posible que el tacto del mismo hueso dependiera del ángulo en que se colocaba con respecto a la piel, porque un hueso es un poliedro, casi un diamante, y hay que imaginarse sobando a la querida con diez durísimos y helados cuarzos para comprender mi situación, pensar en la carilla adecuada que usaremos para deslizarlos por la piel, el borde más inofensivo, no sea que nuestros apretujones se conviertan en el corte del filo de un papel, en la erizante cosquilla de una navaja de barbero; y entre ésas y otras se nos pasó el tiempo y terminamos como siempre pero peor, resoplando ambos bocarriba como dos boyas en el mar, mirando al techo, con esa satisfacción pacífica que solo otorga la insatisfacción perenne: cuánto tiempo hace que tú y yo no disfrutamos, Galia, pienso entonces, que vamos llevando esto adelante por no aguardar la muerte con las manos vacías, tiempo repetido que nunca se recobra porque nunca se pierde, días monótonos, el trasiego de la rutina incluso en la excepción: porque, Galia, hemos hecho un matrimonio de nuestra hermosa amistad, eso es lo que pienso, pero hubiéramos podido ser felices si todo esto conservara algún sentido, si existiera alguna otra razón que no fuera la inercia para mantenerlo; oía su respiración jadeante de cincuenta años junto a mí y trataba de imaginarme que estaba pensando lo mismo: ese silencio, Galia, que nunca llenamos, la distancia de nuestra proximidad, por qué tener que imaginarlo todo sin las palabras, qué piensas de mí, qué piensas de ti misma, por qué hablar de lo intrascendente, y va y me indaga ella entonces: ¿qué tal el trabajo?, porque cree que el exceso de dedicación me está afectando, y yo le digo que bien, y ella, apoyada en uno de sus codos e inclinada sobre mí, los pechos como almohadas blandas, vuelve a la carga con Alejandra: pero te ocurre algo, Héctor, dice, desde que has entrado hoy por la puerta te noto cambiado, ¿no será que Alejandra sospecha algo y no me lo quieres decir?, y le he contestado otra vez que no, y a veces me interrogo: ¿por qué todo esto?, ¿por qué lo mismo de lo mismo, este vaivén inacabable?, ¿qué pasaría si un día hablara y confesara?, ¿qué pasaría si por fin me decidiera a hablar delante de Alejandra, pero también delante de Galia y de mí mismo?, decir: basta de secretos, de engaños, de misterios: ¿qué sentido le encontráis a todo?, ¿por qué oficiar siempre el mismo ritual de lo cotidiano?, y para cambiar de tema le comento que Ameli está atravesando ahora la crisis de la adolescencia y discute frecuentemente conmigo y que Héctor Luis ha decidido que no será dentista sino aviador; a Galia le gusta saber lo que ocurre con mis hijos, ese tema siempre la distrae, incluso me ofrece consejos sobre cómo educarlos mejor, y yo creo que goza más de su maternidad imaginaria que Alejandra de la real; en todo caso, es un buen tema para cambiar de tema, y pasamos un largo rato charlando sin interés y pienso que es curioso que venga a casa de Galia para hablar de lo que apenas importa, ya que eso es prácticamente lo único que hago con Alejandra; en los instantes de silencio previos a mi partida seguimos mirando el techo, o bien ella me acaricia, zalamera, incluso pesada, y me dice algo: esa tarde, por ejemplo: me gusta tu pecho velludo, así lo dice, «velludo», y no sé por qué pero de repente me parece repugnante recibir un piropo como ése, aunque no se lo comento, claro, y ella, insistente, juega con el vello de mi pecho y sonríe; Galia es una orquídea salvaje, pienso, y a saber por qué se me ocurre esa pijada de comparación, pero es tan cierta como que Dios está en los cielos aunque nunca le vemos: Galia es una orquídea salvaje en olor, tacto, sabor, vista y sonido, y me encuentro de repente pensando en ella como orquídea cuando la oigo decir: ¿por qué me preguntaste antes si eras «afilado»?, ¿eso fue lo que dijiste?, y me pilla en bragas, perdonando la expresión, porque al pronto no sé a lo que se refiere, y cuando caigo en la cuenta, y para no traicionarme, le respondo que quería saber si le estaba haciendo daño en el cuello con mis dientes, y ella va y se echa a reír y dice: ¡vampirillo, vampirillo!, y vuelve a acariciarme, y como un tema trae otro, lo de los dientes le recuerda que necesita hacerse otro empaste, porque hace dos días, comiendo empanada gallega, notó que se le desprendía un pedacito de la muela arreglada, así que pasará por mi consulta sin avisarme cualquier día de éstos, y de esa forma nos veremos antes del jueves, dice, y su sonrisa parece dar a entender que está recordando el día en que nos conocimos, porque las mujeres son aficionadas a los aniversarios, ella tendida en el sillón articulado, la boca abierta, y yo con mi bata blanca y los instrumentos plateados del oficio, y como para confirmar mis sospechas me acaricia de nuevo el pecho «velludo» y dice: me gustaste desde aquel primer día, Héctor, me hiciste daño pero me gustaste, y claro está que nos reímos brevemente y yo le digo que nunca he comprendido por qué se enamoró de mí en la consulta, qué clase de erotismo desprendería mi aspecto, bajito, calvo y bigotudo, amortajado en mi bata blanca, entre el olor a alcohol, benzol, formol y otros volátiles, provisto de garfios, tenacillas, tubos de goma, lancetas y ganchos, porque no es que mi oficio me disgustara, claro que no, pero no dejaba de reconocer que la consulta de un dentista de pago es cualquier cosa menos un balcón a la luz de la luna frente a un jardín repleto de tulipanes, eso le digo y ella se ríe, y por último el silencio regresa otra vez, inexorable, porque es un enemigo que gana siempre la última batalla; llega la hora de irme, esa tarde más temprano porque mi suegro viene a cenar a casa, y cuando voy a levantarme la oigo decir, como de forma casual: ¿qué haces frotándote los dedos sin parar, Héctor?, ¿te pican?, eso dice, y descubro que, en efecto, he estado todo el rato dale que dale moviendo los dedos de la mano derecha como si repitiera una y otra vez el gesto con el que indicamos «dinero» o nos desprendemos de alguna mucosidad, perdonando la vulgaridad, que es casi el mismo que el que utilizamos para indicar «dinero», y enrojezco como un niño de colegio de curas pillado en una mentira y quedo sin saber qué decirle, hasta que por fin me decido y opto por revelarle mi hallazgo: nada, digo, ¿es que nunca te has tocado el hueso que tenemos bajo los dedos?, y lo pregunto con un tono prefabricado de sorpresa, como si lo increíble no fuera que yo me los frotase sino que ella no lo hiciera: qué dices, me mira sin entender, y me encojo de hombros y le explico: es que resulta curioso, ¿no?, quiero decir que si te tocas los dedos notas durezas debajo, ¿verdad?, y esas durezas son el hueso, ¿no te parece curioso, Gali?, toca, toca mis dedos: ¿no lo palpas bajo la piel, la grasa y los tendones?, es un hueso cualquiera, como los que César puede roer todos los días, le digo, y ella retira la mano con asco: qué cosas tienes, Héctor, dice, es repugnante, dice, y yo le doy la razón: en efecto, es repugnante pero está ahí, son huesos, Gali, mondos y lirondos, blancos, fríos y duros huesos sin vida: sin vida no, dice ella, pero replico: sin vida, Gali, porque nadie puede vivir con los huesos fuera, los huesos son muerte, por eso nos morimos y sobresalen, emergen y persisten para siempre, pero se ocultan mientras estamos vivos, es curioso, ¿no?, quiero decir que es curioso que seamos incapaces de vivir sin los huesos de nuestra propia muerte, pero más aún: que los llevemos dentro como tumbas, que seamos ellos ocultos por la piel, que seamos el disfraz del esqueleto, ¿no, Gali?, y ella: ¿te pasa algo, Héctor?, y yo: no, ¿por qué?, y ella: es que hablas de algo tan extraño, y yo le digo que es posible y me callo y pienso que quién me manda contarle mi descubrimiento a Galia, sonrío para tranquilizarla y me levanto de la cama, no sin antes cubrirme convenientemente con la sábana, ya que siempre me ha parecido, a propósito del tema, que la desnudez tiene su hora y lugar, como la muerte, y recojo la ropa doblada sobre la silla, me visto en el cuarto de baño y para cuando salgo Galia me espera ya de pie, en bata estampada por cuya abertura despuntan orondos los pechos y destaca el abultado pubis, me da un besazo enorme y húmedo y me envuelve con su cariño y bondad maternales: te quiero, Héctor, dice, y yo a ti, respondo, y no te preocupes, dice, porque otro día nos saldrá mejor, y me recuerda aquel jueves de la primavera pasada, o quizá de la anterior, en que fuimos capaces de hacerlo dos veces seguidas y en que ella me bautizó con el apodo de «hombre lobo»: teniendo en cuenta que hoy he sido «vampirillo», más intelectual pero menos bestia, quién duda de que me convertiré cualquier futuro jueves en «momia» y terminará así este ciclo de avatares terroríficos que comenzó con un «frankenstein» entre luces blancas, olor a fármacos y cuchillas plateadas, pero esto lo digo en broma, porque bien sé que lo nuestro nunca terminará, ya que, a pesar de todo —incluso de mi escasa fogosidad—, es «una locura», o no, porque hay ritual: el rito de decirle adiós a César, ladrando en el patio encadenado a una tubería oxidada, el beso final de Galia, y otra vez en la calle, ya de noche, frotándome los dedos dentro de los bolsillos del abrigo mientras camino, porque vivo cerca de la casa de Galia y tengo mi trabajo cerca de donde vivo, así que me puedo permitir ir caminando de un sitio a otro, todo a mano en mi vida salvo los instantes de vacaciones en que nos vamos al apartamento de la costa, y, sin embargo, debido a la repetición de los veranos, también a mano el apartamento, y la costa, y todo el universo, pienso, tan próximo todo como mis propias manos, y, sin embargo, a veces tan sorprendentemente extraño como ellas: porque de improviso surge lo oculto, los huesos que yacen debajo, ¿no?, pienso eso y froto mis dedos dentro de los bolsillos del abrigo; y ya en casa, comprobar que mi suegro había llegado ya y excusarme frente a él y Alejandra con tonos de voz similares, aunque ambos creen que los jueves me quedo hasta tarde en la consulta «haciendo inventario», que es la excusa que doy, así me cuesta menos trabajo la mentira, ya que me parece que «hacer inventario» es suministrarle a Alejandra la pista de que mi demora es una invención, una alocada fantasía de mi adolescencia póstuma, hasta tal extremo de juego y cansancio me ha llevado el silencio de estos últimos años; además, sospecho que el viejo escoge los jueves para disponer de un rato a solas con Alejandra mientras yo estoy ausente, lo cual, hasta cierto punto, me parece una compensación, Alejandra tiene a su padre y yo tengo a Galia, y sospecho que desde hace meses ambas parejas pasamos el tiempo de manera similar: hablando de tonterías y fumando; el padre de Alejandra, rebasados los ochenta, tiene una cabeza tan perfecta y despejada que te hace desear verlo un poco confuso de vez en cuando, que Dios me perdone, porque además ha sido librero, propietario de una antigua tienda ya traspasada en la calle Tudescos, hombre instruido y amante de la letra impresa, particularmente de los periódicos, y con un genio detestable muy acorde con su inútil sabiduría y su fisonomía encorvada y su luenga barbilla lampiña; Alejandra, que ha heredado del viejo el gusto por la lectura fácil y la barbilla, además de cierta distracción del ojo izquierdo que apenas llega a ser bizquera, se enzarza con él en discusiones bienintencionadas en las que siempre terminan ambos de acuerdo y en contra de mí, aunque yo no haya intervenido siquiera, ya que al viejo nunca le gustó nuestro matrimonio, y no porque hubiera creído que yo era una mala oportunidad, sino por «principios», porque el viejo es de los que odian a priori, y yo nunca sería él, nunca compartiría todas sus opiniones, nunca aceptaría todos sus consejos y, particularmente, jamás permitiría que Alejandra regresara a su área de influencia (vacía ya, porque su otro hijo se emancipó hace tiempo y tiene librería propia en otra provincia); además, mi profesión era casi una ofensa al buen gusto de los «intelectuales discretos» a los que él representa, porque está claro que los dentistas solo sabemos provocar dolor, somos terriblemente groseros, apenas se puede hablar con nosotros a diferencia de lo que ocurre con el peluquero o el callista (debido a que no se puede hablar mientras alguien te hurga en las muelas), y, por último, ni siquiera poseemos la categoría social de los cirujanos: el hecho de que yo ganara más que suficiente como para mantener confortables a Alejandra y a mis dos hijos, poseer consulta privada, secretaria y servicio doméstico, no excusaba la vulgaridad de mi trabajo, pero lo cierto es que nunca me había confiado de manera directa ninguna de estas razones: frente a mí siempre pasaba en silencio y con fingido respeto, como frente a la estatua del dictador, pero se agazapaba aguardando el momento de mi error, el instante apropiado para señalar algo en lo que me equivoqué por no hacerle caso, aunque, por supuesto, nunca de manera obvia ni durante el período inmediatamente posterior a mi pequeño fracaso, porque no era tanto un cazador legal como furtivo y rondaba en secreto a mi alrededor esperando el instante apropiado para que su odio, dirigido hacia mí con fina puntería, apenas sonara, y entonces hablaba con una sutileza que él mismo detestaba que empleasen con él, ya que había que ser «franco, directo, como los hombres de antes», pero yo, lejos de aborrecerle, le compadecía (y fingía aborrecerle precisamente porque le compadecía): me preguntaba por qué tanto silencio, por qué llevarse todas sus maldiciones a la tumba, cuál es la ventaja de aguantar, de reprimir la emoción día tras día o enfocarla hacia el sitio incorrecto; pero lo más insoportable del viejo era su fingida indiferencia, esa charla intrascendente durante las cenas, ese acuerdo tácito para no molestar ni ser molestado, tan bien vestido siempre con su chaqueta oscura y su corbata negra de nudo muy fino: un día te morirás trabajando, me dice cuando me excuso por la tardanza, y no te habrá servido de nada: este gobierno nunca nos devuelve el tiempo perdido ese del señor Joyce, añade (su costumbre de citar autores que nunca ha leído solo es superada por la de citarlos mal), que diga, Proust, se corrige, a mí siempre los escritores franceses me han dado por atrás, con perdón, dice, y por eso me equivoco, y Alejandra se lo reprocha: papá, dice; mientras finjo que escucho al viejo, contemplo a Alejandra ir y venir instruyendo a la criada para la cena y llego a la conclusión de que mi mujer es como la casa en la que vivimos: demasiado grande, pero a la vez muy estrecha, adornada inútilmente para ocultar los años que tiene y llena de recuerdos que te impiden abandonarla; Alejandra tiene amigas que la visitan y le dan la enhorabuena cuando Ameli o Héctor Luis consiguen un sobresaliente; a diferencia de Galia, Alejandra es fría, distinguida e intelectual a su modo, y vive como tantas otras personas: pensando que no está bien vivir como a uno realmente le gustaría, porque Alejandra cree que el matrimonio termina unos meses después de la boda y ya solo persiste el temor a separarse; su religión es semejante: hace tiempo que dejó de creer en la felicidad eterna y ahora tan solo teme la tristeza inmediata; sin embargo, invita a almorzar con frecuencia al párroco de la iglesia y acude a ésta con una elegancia no llamativa, lo que considera una característica importante de su cultura, pues en la iglesia se arrodilla, reza y se confiesa y murmura por lo bajo cosas que parecen palabras importantes; a veces he pensado en la siguiente blasfemia: si a Dios le diera por no existir, ¡cuántos secretos desperdiciados que pudimos habernos dicho!, ¡qué opiniones sobre ambos hemos entregado a otros hombres!, pero lo terrible es que tanto da que Dios exista: dudo que al final me entere de todo lo que comentas sobre mí y sobre nuestro matrimonio en la iglesia, Alejandra, eso pienso; qué va: por paradójico que resulte, la iglesia es el lugar donde la gente como nosotros habla más y mejor, pero todo se disuelve en murmullos y silencio y oraciones, y la verdad se pierde irremediablemente: quizá la clave resida en arrodillarnos frente al otro siempre que tengamos necesidad de hablar, o en hacerlo en voz baja y muy rápido, sin pensar, cómo si rezáramos un rosario; y meditando esto oigo que el viejo me dice: ¿te pasa algo en los dedos, Héctor?, con esa malicia oculta de atraparme en otro error: y es que ahora compruebo que desde que he llegado no he dejado en ningún momento de palparme los extremos de las falanges, los rebordes óseos, el final de los metacarpos; ¿qué opinaría el viejo si le confiara mi hallazgo?, pienso y sonrío al imaginar las posibles reacciones: nada, le digo, y muevo los huesos ante sus ojos y cambio de tema; ni Ameli ni Héctor Luis están en casa cuando llego, e imagino que es la forma filial que poseen de «hacer inventario» por su cuenta, lo cual no me parece ni malo ni bueno en sí mismo, y nos sentamos a la mesa casi enseguida y Alejandra sirve de la fuente de plata con el cucharón de plata las albóndigas de los jueves, y nos ponemos a escuchar la conversación del viejo con el debido respeto, como quien oye una interminable bendición de los alimentos, interrumpido a ratos por las breves acotaciones de Alejandra, solo que esa noche el tema elegido se me hace extraño, alegórico casi, y además empiezo a sentirme incómodo nada más comenzar a comer, porque los brazos, que apoyo en el borde de la mesa, me han desvelado con todo su peso la presencia de los huesos, del cúbito y el radio que guardan dentro, y los codos se me figuran una zona tan inadecuada y brutal para esa respetuosa reunión como colocar quijadas de asno sobre la mesa mientras el viejo habla, y en su discurso de esa noche repite una y otra vez la palabra «corrupción»: ¿habéis visto qué corrupción?, dice, ¿os dais cuenta de la corrupción de este gobierno?, ¿acaso no se pone de manifiesto la corrupción del sistema?, ¿no son unos corruptos todos los políticos?, ¿no oléis a corrupción por todas partes?, ¿no se ha descubierto por fin toda la corrupción?, y mientras le escucho, intento no hacer ruido con mis brazos, porque de repente me parece que la madera de la mesa al chocar contra el hueso produce un sonido como el de un muerto arañando el ataúd y no me parece correcto escuchar la opinión del viejo con tal ruido de fondo, pero como tengo que comer, cojo tenedor y cuchillo y divido una albóndiga en dos partes y me llevo una a los labios intentando no mirar hacia los huesos que sostienen el tenedor, porque no es agradable la paradoja de verme alimentado por un esqueleto, aunque sea el mío, pero mientras mastico con los ojos cerrados oyendo al viejo hablar de la «corrupción» mi lengua detecta una esquirla, un pedacito de algo dentro de la albóndiga, y, tras quejarme a Alejandra con suavidad, recibo esta respuesta: será un huesecillo de algo, es que son de pollo, Héctor, y es quitarme con mis huesos índice y pulgar el huesecillo y dejarlo sobre el plato, e írseme la mente tras esta idea inevitable: que dentro de todo lo blando necesariamente existe lo que queda, el hueso, el armazón, la dureza, el hallazgo, aquello oculto que es blanco y eterno, lo que permanece en el cedazo, la piedra, lo que «nadie quiere»; es imposible huir de «eso que queda», porque está dentro, así que escondo los brazos bajo la mesa, incluso me tienta la idea de comer como César, acercando el hocico al plato, pero ¿acaso no es inútil todo intento de disimulo frente al apocalíptico trajín de la cena?, porque lo que percibo en ese instante es algo muy parecido a una hogareña resurrección de los muertos: incluso con el apropiado evangelista —mi suegro—, gritando «corrupción»: Alejandra coge el pan con sus huesos y lo hace crujir y lo parte, el viejo apoya los huesos en el mantel y los hace sonar con ritmo, Alejandra coge el cucharón con sus huesos y sirve más albóndigas repletas de huesecillos de pollo muerto, el viejo va y se limpia los huesos sucios de carne ajena con la servilleta, Alejandra señala con su hueso la cesta del pan y yo se la alcanzo extendiendo mis huesos y ella la coge con los suyos, hay un cruce de húmeros, cúbitos y radios, de carpos y metacarpianos, de falanges, y nos pasamos de unos a otros, de hueso a hueso, la vinagrera, el aceite, la sal, el vino y la gaseosa, y llegan Ameli y Héctor Luis, una del cine y el otro de estudiar, y saludan, y Ameli desliza sus frágiles huesos de quince años por mi cabeza calva, envuelve con sus breves húmeros mi cuello, me besa en la mejilla: ¿dónde has estado hasta estas horas?, le pregunto, y ella: en el cine, ya te lo he dicho, y yo: pero ¿tan tarde?; sí, dice, habla sin mirar sus manos gélidas, los huesos de sus manos muertas, sus brazos como pinzas blancas; sí, papá, la película terminó muy tarde; y de repente, mientras la contemplo sentándose a la mesa, su cabello oscuro y lacio, los ojos muy grandes, el jersey azul celeste tenso por la presencia de los huesos, he sentido miedo por ella, he querido cogerla, atraparla y bogar juntos por ese fluir desconocido e incesante hacia la oscuridad final: creo que deberías volver más temprano a casa a partir de ahora, Ameli, le digo, y ella: ¿por qué?, con sus ojos brillando de disgusto, y yo, mis brazos escondidos, ocultos, sin revelarlos: creo que las calles no son seguras, y el viejo me interrumpe: hoy ya nada es seguro, Héctor, dice y sigue comiendo, Alejandra sirve albóndigas y Héctor Luis se queja de que son muchas, y Ameli: ¡pero ya tengo quince años, papá!, y yo: es igual, y entonces Alejandra: no seas muy duro con la niña, Héctor, dice, le dimos permiso para que volviera hoy a esta hora, pero ella sabe que solamente hoy; guardo silencio: en realidad, todo se sumerge en el silencio salvo el entrechocar de los huesos; Ameli y Héctor Luis son tan distintos, pienso, pero en algo se parecen, y es que ambos se nos van; no los he visto crecer, los he visto irse: pero ni siquiera eso, pienso ahora, porque jamás he podido saber si alguna vez estuvieron por completo; Ameli tiene novio, pero es un secreto; sabemos que Héctor Luis ha salido con varias chicas, pero lo que piensa de ellas es secreto; ambos se han hecho planes para el futuro, tienen deseos, ganas de hacer cosas, pero todo es secreto: quizá lo comentan en los «pubs» a falta de una buena iglesia en la que poder hablar como nosotros, tan a gusto, pero en casa adoptan los dos mandamientos trascendentales de la familia: nunca hablarás de nada importante y ama el enigma como a ti mismo, ¡y si hubiera solo silencio!, pero es la charla insignificante lo que molesta, y ahora esos ruidos detrás: el golpe, el crujir de nuestros huesos; siento algo muy parecido a la pena, pero una pena casi biológica, como una mota en el ojo o el aroma inevitable de la cebolla cruda, y me disculpo para ir al baño y llorar a gusto por algo que no entiendo, y más tarde, en la cama, con Alejandra a mi lado leyendo complacida un librito de romances, me da por preguntarle: ¿soy demasiado duro contigo? mientras me observo los huesos tranquilos sobre la colcha: mis manos muertas y peladas, los cúbitos y radios en aspa, los húmeros convergiendo, y ella deja un instante el libro que sostiene con sus huesos, me mira sorprendida y dice: no, Héctor, no, ¿por qué preguntas eso?, y yo, insistente: ¿he sido duro contigo alguna vez?, y ella: nunca, y yo: ¿quizá soy demasiado tosco?, y ella: Héctor, ¿qué te pasa?, y yo: demasiado rudo quizá, ¿no?, y ella: no seas bobo, ¿lo dices porque hoy no hablaste apenas durante la cena?, ya sé que papá no te cae bien, me da un beso y añade: procura descansar, el trabajo te agota, y la veo extender las falanges blancas y articuladas de sus dedos, apagar la lamparilla de pantalla rosa y sumir la habitación en una oscuridad donde la luz de la luna, filtrada, hace brillar las superficies ásperas de nuestros huesos; después, en el sueño, he presenciado un teatro de sombras donde mis manos y brazos se movían, desplazándome, porque eran lo único, ya que la vida se había invertido como un negativo de foto y ahora solo importaba lo oculto, el secreto descubierto: los huesos de mis manos se extendían con un sonido semejante a los resortes de madera de ciertos juguetes antiguos, emergiendo del telón negro que los rodeaba: son ellos solos, el mundo es ellos, brazos y manos colgantes que hacen y deshacen, crean y destruyen, no nacen ni mueren, simplemente cambian su posición, horizontal, vertical, en ángulo, hacia arriba o hacia abajo, brazos que se balancean al caminar y manos que agarran con sus huesos cosas invisibles; y a la mañana siguiente, tras toda una noche de sueños interrumpidos y vueltas en la cama, creo comprenderlo: mi revelación es una lepra que avanza incesante, porque suena el despertador con su timbre gangoso que tanto me recuerda a una trompeta de cobre, pongo los pies descalzos en las zapatillas y lo noto: la dureza bajo las plantas, la pelusa del forro de las zapatillas adherida a los huesos del tarso, el rompecabezas de huesos irregulares de mis pies, los extremos de la tibia y el peroné sobresaliendo por el borde del pijama, las rótulas marcando un óvalo bajo la tela extendida, y al erguirme, el crujido de los fémures: el descubrimiento no me hace ni más ni menos feliz que antes, ya que lo intuyo como una consecuencia, pero un estupor inmóvil de estatua persiste en mi interior; y al ducharme viene lo peor, porque entonces compruebo que los golpes de las gotas no me lavan sino que se limitan a disgregarme la suciedad por mis huesos: arrastran el barro de mis costillas goteantes, concentran la cal en mis pies, desprenden la tierra, permean las junturas, las grietas, los desperfectos, rajan los pequeños metacarpos como cáscaras de huevo, horadan mis clavículas y escápulas, pero no hoy ni ayer sino todos y cada uno de los días en un inexorable desgaste, siento que me disuelvo en agua y salgo con prisa no disimulada de la bañera y seco mi esqueleto goteante, deslizo la toalla por el cilindro de los huesos largos como si envolviera unos juncos, la arranco con torpeza de la trabazón de las vértebras, froto como cristales de ventana los huesos planos, pienso que debo conservarme seco para siempre porque de repente sé que soy un armazón de cincuenta años de edad que solo puede humedecerse con aceite, y es en ese instante, o quizá un poco después, cuando apoyo la maquinilla de afeitar contra mi rostro, que siento la invasión final de esa lepra y quedo tan inerme que apenas puedo apartar las cuchillas giratorias de mi mejilla: algo parecido a una horrísona dentera me paraliza, porque de repente noto como el restregar de un rastrillo contra una pizarra o el arañar baldosas con las patas metálicas de una silla, incluso imagino que pueden saltar chispas entre la maquinilla y el hueso de la mandíbula o el pómulo; me palpo con la otra mano la cabeza, siento las durezas del cráneo, el arco de las órbitas, el puente del maxilar, el ángulo de la quijada, y pienso: ¿por qué finjo que me afeito?, ¿acaso mi rostro no es un añadido, una capa, una máscara?; entra Alejandra en ese instante y casi me parece que gritará al ver a un desconocido, pero apenas me mira y se dirige al lavabo; yo me aparto, desenchufo la maquinilla y la guardo en su funda, y ella: ¿ya te has afeitado, Héctor?, y yo: sí, y salgo del baño con rapidez: ¡no podría acercar esa maquinilla a los huesos de mi calavera!; todo es tan obvio que lo inconcebible parece la ignorancia, pienso mientras me visto frente al espejo del dormitorio y abrocho la camisa blanca alrededor de las delgadas vértebras cervicales: llevar un cráneo dentro, una calavera sobre los hombros, besar con una calavera, pensar con una calavera, sonreír con una calavera, mirar a través de una calavera como a través de los ojos de buey de un barco fantasma, hablar por entre los dientes de una calavera: aquí está, tan simple que movería a risa si no fuera espantoso, y me afano en terminar el lazo de mi corbata con los huesos de mis dedos sonando como agujas de tricotar; Alejandra llega detrás, peinándose la melena amplia y negra que luce sobre su propia calavera, y el paso del cepillo descubre espacios blancos en el cuero cabelludo donde los pelos se entierran: parece inaudito saberlo ahora, contemplarlo ahora; entre los dientes sostiene dos ganchillos: el asco llega a tal extremo que tengo que apartar la vista: allí emerge el hueso, pienso, el subterfugio, el disfraz, tiene un defecto, como una carrera en la media que descubre el rectángulo de muslo blanco; allí, tras los labios, los dientes, los únicos huesos que asoman, y vivimos sonriendo y mostrándolos, y nos agrada enseñarlos y cuidarlos y mi profesión consiste precisamente en mantenerlos en buen estado, blancos y brillantes, limpios, pelados, lisos, desprovistos de carne, como tras el paso de aves carroñeras: esa hilera de pequeñas muertes, esa dureza tras lo blando; ¿acaso no es enorme el descuido?; de repente tengo deseos de decirle: Alejandra, estás enseñando tus huesos, oculta tus huesos, Alejandra, una mujer tan respetable como tú, una señora de rubor fácil, tan educada y limpia, con tu colección de novela rosa y tu familia y tu religión, ¿qué haces con los huesos al aire?, ¿no estás viendo que incluso muerdes cosas con tus huesos?, ¡Alejandra, por favor, que son tus huesos hundidos en el cráneo oculto, los huesos que quedarán cuando te pudras, mujer: no los enseñes!; esto va más allá de lo inmoral, pienso: es una especie de exhumación prematura, cada sonrisa es la profanación de una tumba, porque desenterramos nuestros huesos incluso antes de morir; deberíamos ir con los labios cerrados y una cruz encima de la boca, hablar como viejos desdentados, educar a los niños para que no mostraran los dientes al comer: un error, un gravísimo error en la estructura social comparable a caminar con las clavículas despellejadas, tener los omoplatos desnudos, descubrir el extremo basto del húmero al flexionar el codo, mostrar las suturas del cráneo al saludar cortésmente a una señora, enseñar las rótulas al arrodillarnos en la misa o las palas del coxal durante un baile o la superficie cortante del sacro durante el acto sexual: y sin embargo, ella y yo, con nuestros horribles dientes, la prueba visible de la existencia de los cráneos: absurdo, murmuro, y ella: ¿decías algo?, pero hablando entre dientes debido a los ganchillos, como si lo hiciera a través de apretadas filas de lápidas blancas, un soplo de aire muerto por entre las piedras de un cementerio, o peor: la voz a través de la tumba, las palabras pronunciadas en la fosa: no, nada, respondo, y ella, intrigada, se me acerca y arrastra sus falanges por mis vértebras: te noto distante desde ayer, Héctor, ¿te ocurre algo?, ¿es el trabajo?, y juro que estuve a punto de decirle: te la pego con una antigua paciente desde hace varios años, todos los jueves a la misma hora, pero no te preocupes porque una increíble revelación me ha hecho dejarlo, ya nunca más regresaré con Galia, no merece la pena (y por qué no decirlo, pienso, por qué reprimir el deseo y no decir la verdad, por qué no descargar la conciencia y vaciarme del todo); sin embargo, en vez de esa explicación catártica, le dije que sí, que era el exceso de trabajo, y me mostré torpe, callándome la inmensa sabiduría que poseía mientras notaba cómo descendían sus falanges por el edificio engarzado de mi columna, y ella dijo: pero hace mucho tiempo que no me sonríes, y pensé: ¡te equivocas!, somos una sonrisa eterna, ¿no lo ves?: nuestros dientes alcanzan hasta los extremos de la mandíbula y no podemos dejar de sonreír: sonreímos cuando gritamos, cuando lloramos, al pelear, al matar, al morir, al soñar: sonreímos siempre, Alejandra, quise decirle, y la sonrisa es muerte, ¿no lo ves?, quise decirle, nuestras calaveras sonríen siempre, así que la mayor sinceridad consiste en apartar los labios, elevar las comisuras y sonreír con la piel intentando imitar lo mejor posible nuestra sonrisa interior en un gesto que indica que estamos conformes, que aceptamos nuestro final: porque al sonreír descubrimos nuestros dientes, «enseñamos la calavera un poco más», no hay otro gesto humano que nos desvele tanto; la sonrisa, quise decirle, traiciona nuestra muerte, la delata; cada sonrisa es una profecía que se cumple siempre, Alejandra, así que vamos a sonreír, separemos los labios, mostremos los dientes, sonriamos para revelar las calaveras en nuestras caras, hagamos salir el armazón frío y secreto, draguemos el rostro con nuestra sonrisa y extraigamos el cráneo de la profundidad de nuestros hijos, de ti y de mí, del abuelo, de los amigos, de los parientes y del cura; pero no le dije nada de eso y me disculpé con frases inacabadas y ella enfrentó mis ojos y me abrazó y sentí los crujidos, la fricción, costilla contra costilla, golpes de cráneos, y supuse que ella también los había sentido: no seamos tan duros, le dije, y ella respondió, abrazándome aún: no, tú no eres duro, Héctor, y yo le dije: ambos somos duros, y tenía razón, porque se notaba en los ruidos del abrazo, en el telón de fondo de nuestro amor: un sonido semejante al que se produciría al echarnos la suerte con los palillos del I Ching sobre una mesa de mármol, o jugando al ajedrez con fichas de marfil, un trajín de palitos recios como un pimpón de piedra, el entrechocar aparentemente dulce de nuestros esqueletos como agitar perchas vacías; me aparté de ella y terminé de vestirme: quizá soy dura contigo, repitió ella, yo también soy duro, dije, y pensé: y Ameli y Héctor Luis, y todos entre sí y cada uno consigo mismo, ¡qué duros y afilados y cortantes y fríos y blancos y sonoros!; ¿te vas ya?, me dijo, sí, le dije, porque no deseaba desayunar en casa, en realidad no deseaba desayunar nunca más, pero sobre todo, sobre todas las cosas, no deseaba cruzarme con los esqueletos de mis hijos recién levantados, así que casi eché a correr, abrí la puerta y salí a la calle con el abrigo bajo el brazo, a la madrugada fría y oscura; ya he dicho que tengo la consulta cerca, lo cual siempre ha sido una ventaja, aunque no lo era esa mañana: quería trasladarme a ella solo con mi voluntad, sin perder siquiera el tiempo que tardara en desearlo; caminaba observando con mis cuencas vacías las casas que se abren, las figuras blancas que emergen de ellas como fantasmas en medio de la oscuridad, las primeras tiendas de alimentos llenas de huesos y cadáveres limpios de seres y cosas; caminaba y observaba con mis órbitas negras, lleno de un extraño y perseverante horror: ¿qué hacer después de la revelación?, ¿dónde, en qué lugar encontraría el reposo necesario?; porque ahora necesitaba envolverme, ahora, más que nunca, era preciso hallar la suavidad; mientras caminaba hacia la consulta lo pensaba: todos tenemos ansias de suavidad: guantes de borrego, abrigos de lana, bufandas, zapatos cómodos; sin embargo, el mundo son aristas, y todo suena a nuestro alrededor con crujidos de metal; qué pocas cosas delicadas, cuánta aspereza, cuánta jaula de púas, qué amenaza constante de quebrarnos como juncos, de partirnos, qué mundo de esqueletos por dentro y por fuera, móviles o quietos, invasión blanca o negra de huesos pelados, qué cementerio: toda obra es una ruina, toda cosa recién creada tiene aires de destrucción, y nosotros avanzamos por entre cruces, mármol, inscripciones, rejas y ángeles de piedra como espectros, y la niebla de la madrugada nos traspasa, huesos que van y vienen, esqueletos que se acercan y caminan junto a mí y me adelantan, apresurados, aquel que limpia los huesos en ese tramo de la calle, ese otro que espera en la parada, envuelto en su impermeable, huesos blancos por encima de los cuellos, la muerte dentro como una enfermedad que aparece desde que somos concebidos, ¿no hay solución?; y sorprender entonces a un hombre, una figura, no como yo, no como los demás, que se detiene frente a mí y me habla: ¿tiene fuego?, dice, un individuo desaliñado de espesa melena y barba, rostro pequeño, casi escondido, chaqueta sucia y manos sucias que se tambalea de un lado a otro como si el mero hecho de estar de pie fuera un tremendo esfuerzo para él; le ofrezco fuego y se cubre con las manos para encender un cigarrillo medio consumido, entonces dice: gracias, y se aleja; me detengo para observarle: camina con cierta vacilación hasta llegar a la esquina, después se vuelve de cara a la pared, una figura sin rasgos, y distingo la creciente humedad oscura a sus pies, detenerme un instante para contemplarle, volverse él y alejarse con un encogimiento de hombros y una frase brutal; un borracho orinando, pienso, pero al mismo tiempo deduzco: se ha reconstruido, ha verificado su interior, ha exhumado cosas que le pertenecen y le llenan por dentro: líquidos que alguna vez formaron parte de él; eso es un proceso de autoafirmación, pienso: él es algo que yo no soy o que he dejado de ser, ha logrado obtener lo que yo pierdo poco a poco: integridad, quizá porque no tiene que callar, porque es libre para decir lo que le gusta y lo que no, pienso y golpeo con los huesos del pie el cadáver de una vieja lata en la acera, o porque ha aceptado la vida tal cual es, o quizá porque tiene hambre y sed, y necesidad de fumar, dormir y orinar en una esquina, quizá porque siente necesidades en su interior, dentro de esa intimidad de las costillas que en mí mismo forma un espacio negro: sus necesidades le llenan, y yo, satisfecho, camino vacío: eso pensé; era preciso, pues, reformarse, volver a la vida a partir de los huesos, resucitar, aunque es cierto que en algún sitio dentro de mí existían vestigios, cosas que se movían bajo las costillas o en el espacio entre éstas y el hueso púbico, pero era necesario comprobarlo; todo aturdido por el ansia, entré en uno de los bares que estaban abiertos a esas horas y me dirigí apresurado al cuarto de baño, respondiendo con un gesto al hombre que atendía la barra y que me dijo buenos días; ya en el urinario, muy nervioso, busqué mi pija semihundida, perdonando la frase, la extraje y me esforcé un instante: tras un cierto lapso, comprobé la aparición brusca del fino chorro amarillo y sentí una distensión lenta en mi pubis que califiqué como el hallazgo de la vejiga: al fin me sirves de algo, pensé mientras me sacudía la pilila, perdonando la bajeza; así, convertido en pura vejiga, salí a la calle de nuevo y respiré hondo: noté bolsas gemelas a ambos lados del esternón, sacos que se ampliaban con el aire frío de la mañana, y descubrí mis pulmones; en un estado de alborozo difícilmente descriptible me tomé el pulso y sentí, con la alegría de tocar el pecho de un pájaro recién nacido, el golpeteo suave de la arteria contra mi dedo, su pequeño pero nítido calor de hogar, y supe que guardaba sangre y que mi corazón había emergido; caminando hacia la consulta completé mi resurrección, la encarnación lenta de mi esqueleto; así pues, yo era pulmones y vejiga, yo era intestino, tripas, estómago, yo era músculos del pene, tendones, sangre, hígado, vesícula, bazo y páncreas, yo era glándulas y linfa, todo suave, todo lleno, ocupando intersticios como si vertieran sobre mí unas sobras de hombre: yo era, por fin, globos oculares líquidos, yo era lengua y labios, yo era el abrir lento de los párpados, la creación del paladar, la suave nariz horadada, la humedad limpia de la saliva, la lágrima tibia y el sudor de los poros; yo era sobre todo mi propio cerebro, las revueltas grises de los nervios, la masa de ideas invisibles, la voluntad, el deseo, el pensamiento; llegué a la consulta recién creado, aún sin piel pero ya formado y funcionando, atravesé el oscuro umbral con la placa dorada donde se leía «Héctor Galbo, odontólogo», preferí las escaleras y abrí la puerta con la delicadeza muscular de un relojero, con la exactitud de un ladrón o un pianista; Laura, mi secretaria, ya estaba esperándome, y el vestíbulo aparecía iluminado así como la marina enmarcada en la pared opuesta, y me dejé invadir por el olor a cedro de los muebles, la suavidad de la moqueta bajo los pies, y cuando mis globos oculares se movieron hacia Laura pude parpadear evidenciando mi perfección; entonces, la prueba de fuego: me incliné para saludarla con un beso y percibí la suavidad de mi mejilla, los delicados embriones de mis labios, y supe que por fin la piel había aparecido: cabello, pestañas, cejas, uñas, el florecer de mi bigote negro; besarla fue como besarme a mí mismo: buenos días, doctor Galbo, me dijo, noté las cosquillas de mi camisa sobre mi pecho velludo, muy velludo, buenos días, dije, buenos días, Laura, y percibí mi laringe en el foso oculto entre la cabeza y el pecho, sentí el aire atravesando sus infinitos tubos de órgano: buenos días, repetí despacio saludando a todo mi cuerpo reflejado en el espejo del vestíbulo, mi cuerpo con piel y sentimientos, mi cuerpo vestido, bajito, mi cabeza calva y mi rostro bigotudo: buenos días, doctor Galbo, hoy viene usted contento, dice Laura, sí, le dije, vengo aliviado, quise añadir, he orinado en un bar y he descubierto por fin que tengo vejiga, y a partir de ahí todo lo demás, pero en vez de decirle esto pregunté: ¿hay pacientes ya?, y ella: todavía no, y yo: ¿cuántos tengo citados?, y ella: cinco para la mañana, la primera es Francisca, ah sí, Francisca, dije, sí: sus prótesis darán un poco la lata, y me deleito: oh mi memoria perfecta, mis sentidos vivos, mis movimientos coordinados, sí, sí, Francisca, muy bien, y mi imaginación: porque de repente me vi avanzando hacia mi despacho con los músculos poderosos de un tigre, todo mi cuerpo a franjas negras, mis fauces abiertas, los bigotes vibrantes, los ojos de esmeralda, y mi sexo, por fin, mi sexo: porque Laura, con la mitad de años que yo, me parecía una presa fácil para mis instintos, una captura que podía intentarse, la gacela desnuda en la sabana; ya era yo del todo, incluso con mis pensamientos malignos, incluso con mi crueldad, por fin: avíseme cuando llegue, le dije, y entré en mi despacho, me quité el abrigo y la chaqueta, me vestí con la bata blanca, inmaculada, mi bata y mi reloj a prueba de agua y de golpes, y mi anillo de matrimonio, y los periódicos que Laura me compra y deposita en la mesa, y mi ordenador y mis libros, y mis cuadros anatómicos: secciones de la boca, dientes abiertos, mitades de cabezas, nervios, lenguas, ojos, mejor será no mirarlos, pienso, porque son hombres incompletos, yo ya estoy hecho, pienso, envuelto al fin de nuevo en mi funda limpia, recién estrenado; por fin pensar: saber que he regresado al origen, me he recobrado, he impedido mi disolución guardándome en un cuerpo recién hecho; no recuerdo cuánto tiempo estuve sentado frente al escritorio saboreando mi triunfo, pero sé que la segunda y más terrible revelación llegó después, con el primer paciente, y que a partir de entonces ya no he podido ser el mismo, peor aún, porque me he preguntado después si he sido yo mismo alguna vez, si mi integridad fue algo más que una simple ilusión: y fue cuando sonó el timbre de la puerta, el siguiente timbre, el nuevo timbre que me despertó de la última ensoñación (como el de casa de Galia, o el del despertador con sonido de trompeta de cobre, ahora el de la consulta, pensé, y no pude encontrarles relación alguna entre sí, salvo que parecían avisos repentinos, llamadas, notas eléctricas que presagiaban algo), y Laura anunció a la señora Francisca, una mujer mayor y adinerada, como Galia, como Alejandra, con las piernas flebíticas y el rostro rojizo bajo un peinado constante, que entró con lentitud en la consulta hablando de algo que no recuerdo porque me encontraba aún absorto en el éxito de mi creación: fue verla entrar y pensar que iría a casa de Galia cuando la consulta terminara y le diría que todo seguía igual, que era posible continuar, que nada nos estorbaba, y después llegaría a mi casa y le diría a Alejandra que la quería, que nunca más sería duro con ella ni con Ameli, eso me propuse, y saludé a la señora Francisca con una sonrisa amable, y la hice sentarse en el sillón articulado, la eché hacia atrás con los pedales, la enfrenté al brillo de los focos y le pedí que abriera la boca, porque eso es lo primero que le pido a mis pacientes incluso antes de oír sus quejas por completo: como estoy acostumbrado a que esta instrucción se realice a medias, me incliné sobre ella y abrí mi propia boca para demostrarle cómo la quería: así, abra bien la boca, le dije, ah, ah, ah, y es curioso lo cerca que siempre estamos de la inocencia momentos antes de que un nuevo horror nos alcance: incluso éste aparece al principio con disimulo, revelándose en un detalle, en un suceso que, de otra manera, apenas merecería recordarse, porque mientras Francisca, obediente, abría más la boca, descubrí el último de los horrores, la luz del rayo que nunca debería contemplar un ser humano, la degradación final, tan rápida, pavorosa e inevitable como cuando presioné el timbre de Galia, pero mucho peor porque no era lo oculto, lo que era, sino lo que no era, aquello que falta, no lo que se esconde sino lo que no existe: la nueva revelación me violó, perdonando la brutalidad, de tal manera que todos mis logros anteriores adoptaron de inmediato la apariencia de un sueño que no se recuerda sino a fragmentos, e incapaz de reaccionar, permanecí inmóvil, inclinado sobre la mujer, ambos con la boca abierta, ella con los ojos cerrados esperando sin duda la llegada de mis instrumentos; pero como no llegaban los abrió, me vio y advirtió en mi rostro el horror más puro que cabe imaginarse: qué pasa, doctor, me dijo, qué tengo, qué tengo, pero yo me sentía incapaz de responderle, incapaz incluso de continuar allí, fingiendo, así que retrocedí, me quité la bata con delirante torpeza, la arrojé al suelo, me puse la chaqueta y salí de la habitación, corrí hacia el vestíbulo sin hacer caso a las voces de la paciente y a las preguntas de Laura, abrí la puerta, bajé las escaleras frenéticamente y salí a la calle: no sabía adónde dirigirme, ni siquiera si tenía sentido dirigirme a algún sitio; contemplé a los transeúntes con muchísima más incredulidad de la que ellos mostraron al contemplarme a mí: ¿era posible que todos ignoraran?, ¿hasta ese punto nos ha embotado la existencia?; hubo un momento terrible en el que no supe cuál debería ser mi labor: si caer en soledad por el abismo o arrastrar como un profeta a las conciencias ciegas que me rodeaban; es cierto que toda gran verdad precisa ser expresada, pero la locura de mi actual situación consistía en que esta verdad última era inexpresable: quiero decir que esta verdad final no era algo, más bien era nada, así que no podía soñar con explicarla: quizá el silencio en el gélido vacío entre las estrellas hubiera sido una explicación adecuada, pero no un silencio progresivo sino repentino y abrupto: una brecha de espacio muerto, una bomba inversa que absorbiera las cosas hacia dentro, que nos introdujera a todos en un mundo sin lugares ni tiempo donde la nada cobrara alguna especial y terrible significación, quizá entonces, pensé, y corrí por la acera intuyendo que cada minuto desperdiciado era fatal: ¿le ocurre algo?, fue la pregunta que me hizo un individuo que aguardaba frente a un paso de peatones cuando me acerqué, y solo entonces fui consciente de que tenía ambas manos sobre la boca, como si tratara de contener un inmenso vómito; mi respuesta fue ininteligible, porque sacudí la cabeza diciendo que no, pero esperando que él entendiera que eso era lo que me pasaba: que no; si hubiera podido hablar, habría respondido: nada, y precisamente ahí radicaba lo que me ocurría: me ocurría nada, pero era imposible hacerle comprender que nada era infinitamente peor que todos los algos que nos ocurren diariamente; no pude hacer otra cosa sino alejarme de él con las manos aún sobre la boca, corriendo sin saber por dónde iba pero con la secreta esperanza de no ir a ninguna parte, de no llegar, de seguir corriendo para siempre, porque no podía presentarme en casa de aquel modo, no con aquel fallo, sería preciso hacer cualquier cosa para remediar esa escisión, quizá comenzar desde el principio, reunir de nuevo el hilo en el ovillo, a la inversa: pensar en el instante anterior a la revelación, notar la presencia para comprender ahora la falta; pero cómo describirlo: cómo decir que había conocido de repente la boca cuando la paciente abrió la suya y yo quise indicarle cómo tenía que hacerlo y abrí la mía; fue entonces: el tiempo se congeló a mi alrededor y quedé solo en medio de mi hallazgo, como un náufrago, paralizado por la revelación suprema, incapaz de comprender, al igual que con la anterior, por qué no lo había sabido hasta entonces: la boca, claro, ahí, aquí, abajo, bajo mi nariz, en mi rostro, la boca: de repente me había percatado de la verdad, tan simple e invisible debido a su propia evidencia: la boca no es nada, lo comprendí al pedirle a la paciente que la abriera y al abrir la mía: ¿qué he abierto?, pensé: la boca; pero entonces, si la boca abierta también es la boca, el resultado era una oscuridad, un agujero vacío, un abismo; quiero decir que, de repente, al ver la boca, al inclinarme para verla, no la vi, pero no la vi justamente porque era eso: el no verla; si hubiera visto la boca de la misma forma que veo mis dedos, por ejemplo, no lo sería o estaría cerrada; sin embargo, el horror consiste en que una boca abierta también es una boca: como llamarle «dedos» al espacio vacío que hay entre ellos; ¡pero eso no era todo!: si aquel defecto, aquella nada, era, ¿cómo podía evitar la llegada del vacío?, ¿cómo impedir que todo siguiera siendo lo que es en la nada?, ¿cómo pretender recobrar mi cuerpo si me evacuo por ese agujero negro y absurdo?; lo comprendí: ¡si todo se hubiera cerrado a mi alrededor!, ¡si las junturas hubieran encajado perfectamente, sin interrupciones, sin oquedades!, pero tenía que estar la boca, la boca abierta que también era la boca, y ahora ¿cómo permanecer incólume?, ¿cómo seguir inmutable, conservándome dentro, si allí estaba eso que no era, esa nada negra implantada en mí?; corrí, en efecto, a ciegas, no recuerdo durante cuánto tiempo, hasta que un nuevo acontecimiento pudo más que mi propia desesperación: en una esquina, recostado en un portal, distinguí a un hombre, el borracho de aquella madrugada, que parecía dormir o agonizar: un sombrero gris le cubría casi todo el rostro salvo la barba, y allí, insertado en lo más hondo del pelo, un agujero abierto, sin dientes, sin lengua, una cosa negra y circular como una cloaca o la pupila de un cíclope ciego que me mirara, aunque yo fuera «nadie», el vacío terrible, la nada; de repente se había apoderado de mí un horror supremo, un asco infinito, la conjunción final de todo lo repugnante, y me alejé desesperado cubriéndome con las manos aquel «salto», aquel «vacío» letal, atenazado por una sensación revulsiva, un pánico que era como cribar mis ideas con violencia hasta romperlas, la certeza de mi perdición, el desprendimiento a trozos de mi voluntad frente a lo irremediable: esa boca abierta, el error por el que todo entra y todo sale, los secretos, la palabra, el vómito, la saliva, la vida, el aliento final, porque me había envuelto en mi propio cuerpo para hallar algo último que no cierra, ese terrible defecto tras los labios del beso, tras el lenguaje cotidiano, tras los gestos de comer y masticar, más allá de los dientes y la lengua, ese algo que no es el paladar ni la faringe ni la descarga de las glándulas, ese vacío que me recorre hacia dentro, el túnel deshabitado del gusano, la nada, la negación, eso que ahora empezaba a corroerme; porque si existía la boca, nada podía detener la entrada del vacío; así que cerca de casa empecé a perderme, a dividirme en secciones, a horadarme: primero fue la piel, que apenas se presiente, que es casi solamente tacto, la piel que cayó a la acera mientras corría, la piel con mi figura y mis rasgos que se me desprendió como la de un reptil mudando sus escamas, porque el vacío se introducía bajo ella como un cuchillo de aire y la separaba; entonces los músculos y los tendones, en silencio: ¿qué protección pueden ofrecer frente a los túneles de la nada?, ¿qué defensa procuran ante esa marea de vacío, ese fallo que me alcanzaba como a través de un sumidero?, también ellos caen y se desatan como cordajes de barco en una tempestad; la calle en la que vivo recibió el tributo de la lenta pero inexorable pérdida de mis vísceras: ese trago infecto de nada, que no está pero es, provoca la caída de mi estómago y mis intestinos, mi hígado derretido y mi bazo, los pulmones sueltos que se alejan por el aire como palomas grises, el corazón que ya no late, madura, se endurece y cae, gélido como el puño de un muerto, porque nada puede latir frente a la boca, los nervios arrastrados por la acera como hilos de un títere estropeado, los ojos como gotas de leche derramada, la suave materia de mi cerebro, la exactitud de mis sentidos, la excitante delicia del deseo, la provocación del hambre y el instinto, las sensaciones, los impulsos: todo cae y se pierde, todo gotea incesante desde mi armazón, todo se va y se desvanece calle abajo; entro en casa al fin, ya solo mi esqueleto muerto y limpio, y pienso: mis hijos están en el colegio, por fortuna; me dirijo al salón y allí encuentro a Alejandra, que me mira con pasmo; se halla sentada en su sofá tejiendo algo, y probablemente destejiéndolo también, creando y destruyendo en un vaivén de interminable dedicación; entonces me detengo frente a ella, aparto con lentitud las falanges blancas de mi oquedad y la descubro, por fin, en toda su horrible grandeza: la boca abierta, las mandíbulas separadas, el enorme vacío entre maxilares, la verdadera boca que no es, desprovista del engaño de las mucosas, ese espacio negro que nada contiene, y hablo, por fin, tras lo que me parecen siglos de silencio, y mis palabras, emergiendo de ese vacío, son también vacío y horadan: Alejandra, hablo, llevo años traicionándote con una mujer que conocí en la consulta, y ella: Héctor, qué dices, y yo: es guapa, pero no demasiado, cariñosa, pero no demasiado, inteligente, pero no demasiado: lo mejor que tiene es que me quiere y que intentó hacerme feliz, y que nunca me ha creado problemas salvo la necesidad de mentirte, de ocultártelo, una mujer con la que descubrí que puede haber una cierta felicidad cotidiana a la que nunca deberíamos renunciar, como hemos hecho tú y yo, ni siquiera a esa cierta felicidad cotidiana, una mujer, en fin, con la que he sabido que ya todo es igual, que incluso el pecado termina alguna vez, incluso la culpa, incluso lo prohibido, y ella: Héctor, Héctor, qué te pasa, dice, que ya basta de mentiras, respondo y me deshago de su lento abrazo y de sus lágrimas, y basta de silencio, porque era necesario hablar, pero no solo a ti, no, no solo a ti, y ella, gritando: ¿adónde vas?, pero su grito se me pierde con el mío propio, que ya solo oigo yo, y eso es lo terrible: porque mi garganta ha desaparecido y solo quedan las tenues vértebras y el deseo de ser escuchado; corro entonces a casa de Galia arrastrando apenas los jirones blancos de mis huesos por la acera, y ella misma abre la puerta y grita al verme: no, Galia, no podemos seguir juntos, dije entonces, no tengo nada más que hacer aquí, tú, viuda y solitaria, yo, casado y solitario, nada que hacer, Galia, no más consuelos, no más secretos, basta de felicidad y de cariño doméstico, porque llega un instante, Galia, en que todo termina, y lo peor de todo es que tú no eres una solución: ¿por qué?, me dijo: porque es necesario decir la verdad y revelar la mentira, repliqué, aunque nos quedemos vacíos, es necesario abrir las bocas, Galia, le dije, y volcarnos en hablar y hablar y destruirlo todo con las palabras, dije, porque si algo somos, Galia, es aliento, así que es necesario, por eso lo hago, dije, y me alejé de ella, que gritó: ¿adónde vas?, pero su grito se perdió dentro del mío, que ya era tan enorme como el silencio del cielo; y me alejé de todos, de una ciudad que no era mi ciudad, de una vida que no era mi vida, corrí ya casi llevado por el viento, las espinas delgadas de mi cuerpo flotando en el aire, corrí, volé hacia los bosques transportado por una ráfaga de brisa como el polvo o la basura, avancé por la hierba, entre los árboles, desgastándome con cada palabra: basta con eso, dije, no más hogar, no más vida, no más esfuerzo, dije, grité en silencio: ya basta de mundo y de existencia, ya basta de hacer y de procurar, soportar, callar y mirar buscando respuestas, no, no más luz sobre mis ojos, nunca otro día más, basta de desear y pretender, de conseguir y por último perder lo conseguido y enfermar y morir y terminar en nada, todo vacío, intrascendente, limitado y mediocre: basta, porque hay un error en nosotros, un hiato perenne, el sello de la nada, esta boca siempre abierta, este hueco hacia algo y desde algo, miradlo: está en vosotros, el sumidero, el vórtice; lo he soportado todo, incluso los años de silencio, los años iguales y el silencio, la muerte interior, el vacío interior, la falsa esperanza, la ausencia de deseos, pero no puedo soportar esta conexión: si tiene que existir esto, este hueco vacío y nulo, esta ausencia de mi carne y de mi cuerpo, si tiene que existir la boca, prefiero echarlo todo fuera, dejar que todo se vaya como un soplo puro, que lo oigan todos, que todos lo sepan, prefiero esto a la falsa seguridad de un cuerpo muerto, eso dije, eso grité, y me vi por fin convertido en nada, la oquedad llenando todos mis huesos abiertos como flautas mudas, desmenuzados como arena por fin, solo esa ceniza última, apenas el rastro leve que el viento termina por borrar, el vacío enorme de esa boca que tiene que decir y revelar y descubrir y gritar y acusar y vaciarme hacia fuera desde dentro y mezclarme con todo, esa boca abierta e infinita del silencio absoluto por la que hablo aunque nadie oiga
93.
¡La leche, cómo había dormido! Se quedó inmóvil, saboreando la sensación, flotando en ella
94.
Saboreando una taza de cafe aromatizado con coñac, Mary se apoyo en la proteccion de madera
95.
Saboreando, sin embargo, su éxito, anunciaron a Tel-Aviv que la carretera de Jerusalén estaba libre y que las colinas de Latrun habían sido abandonadas por los árabes
1.
Los oficiales del ejército y de la armada, entre ellos losayudantes del General, los empleados y muchos grandes señores[158]estaban ansiosos de saborear las delicadezas dela lengua francesa en boca de legítimas parisiennes;uníanse á ellos los que viajaron por las M
2.
estaba en disposición de saborear infinitos manjares? La
3.
que no saborear unbuen plato, dejar que se lo llevaran a la
4.
serena, uncallado arte de saborear la vida, aprendido en los
5.
aledificio del Prado para saborear más aquel goce inefable
6.
través del diáfano cristal, lleno con los topacios líquidos delSauterne, y a saborear la
7.
Después de saborear el tributo de admiración del público, Ana miró a labolsa de Mesía
8.
Querían saborear hasta la última gotade alegría loca en la libertad del
9.
crujientes, a tomarel aire de la maledicencia, a olfatear el escándalo, a saborear el dejodel crimen
10.
Yo necesitaba estar solo para saborear mi felicidad, y en vez
11.
las hay sanas yagradables de saborear en las relaciones
12.
saborear esa felicidad rarísima: el amor en el
13.
acababa por saborear con delicia epiléptica, y poraprender con la infalibilidad del instinto
14.
para saborear ydiscernir la belleza que hay en la energía y en la habilidad del mal; unpícaro
15.
expansiones del futuro padre, que hubiera deseadovivamente saborear en santo amor y compaña
16.
—¡Jesús, que café, capitán!—dijo Bertita, haciendo un graciosomohín de desagrado al saborear el
17.
Se anuda una servilleta al cuello dispuesto a saborear las judías sin esperar a que los demás tomen asiento
18.
espués de meses de derrotas y frustraciones, Valerio volvió a saborear el gusto por la lucha y Dla victoria
19.
Había extendido la mano tomando el plato del segundo soldado, y sentado en el suelo con las piernas cruzadas y el arma apoyada en la rodilla, tragaba con ansia, sin saborear, casi atragantándose
20.
El Lincoln era el coche más grande que había conducido jamás, y uno de los más lujosos en los que me había montado, pero en ese momento no podía permitirme saborear el placer
21.
Ya conocen al conde nuestros lectores y es inútil decirles que las dificultades no lo abatían y la vida que había vivido y su resolución de no retroceder ante el peligro le habían dado ocasión de saborear los goces desconocidos a los demás hombres, goces que encontraba en la lucha que muchas veces sostenía contra la naturaleza, que es Dios, y contra el mundo, que puede muy bien llamarse el diablo
22.
El portugués y su compañero, a pesar de que no se sentían completamente tranquilos, se acomodaron lo mejor posible en medio de las rosas de China, intentando saborear un poco de descanso
23.
Allí nadie la conocía, estaba a sus anchas por primera vez, lejos de su casa, de la tutela inexorable de sus padres y hermanos, de las presiones sociales y de los velos de misa, libre al fin para saborear el torrente de emociones que nacía en su piel y penetraba por cada filamento hasta sus cavernas más profundas, donde se volcaba en cataratas, dejándola exhausta y feliz
24.
No conviene servir cócteles antes de la comida, excepto vermut, champaña, oporto o jerez, porque después es imposible saborear lo que sigue; el vino debe ir precedido y seguido por otros productos de la uva
25.
Pero solo pudo saborear la sensación durante un breve momento, pues de inmediato el caballo empezó a precipitarse por una pendiente en dirección a un arroyo que corría al fondo
26.
En las tardes se sentaba a escribir y yo fingía saborear mi pipa, pero en realidad la estaba espiando de reojo
27.
En un intento de aliviar la tensión y estar en condiciones de saborear el segundo plato —sargos con una salsita cuyo anticipo le llegaba a través de los efluvios procedentes de la cocina—, decidió contarle la llamada de la asistenta
28.
Desde que llegó al palacio, no tuvo gusto ya para saborear el placer de beber y comer, ni el del reposo y el sueño
29.
Y las dos hermanas gozaron todas las alegrías del odio satisfecho, y pudieron saborear sin amargura en adelante los manjares y reposterías que confeccionaban sus esposos
30.
De tal modo, un espíritu especialmente perverso podría evitar totalmente el renacer, apoderándose en cambio de los cuerpos de los vivientes para saborear la comida, el sexo, el alcohol y otros placeres terrenos
31.
Se preguntaba: «¿Cuántos sopes deja uno de saborear en esos años perdidos? ¿A cuántos bailes de quince años se deja de asistir?» Isabel empezó a repartir comida entre los damnificados de la erupción, todos los primitivos se le lanzaron en bola para obtener su parte
32.
Pero yo nunca había oído hablar de todo aquello ni conocía tampoco detalles del hambre que tu abuela había llegado a pasar pocos años antes de iniciar aquellas relaciones, cuando el azúcar, el arroz, las judías y el aceite estaban racionados, cuando los hogares se iluminaban con carburo y candil, cuando los caldos se hacían con un raquítico hueso de jamón que todos se peleaban por saborear, cuando afortunado era aquel que podía probar la carne o el pescado pues había quien incluso llegaba a comerse las cáscaras de naranja que se encontraba por la calle, cuando los agricultores vendían de estraperlo la mayor parte de sus cosechas en connivencia con los altos cargos de la jerarquía franquista, enriqueciéndose de forma rápida a costa del hambre de media España
33.
Primero quería saborear a solas lo ocurrido, tenerlo dentro de sí, morirse con ello, si era necesario, en esa mañana de golondrinas ardientes
34.
Lió cigarro con pausa, sacó chispero y chispeó, y tras saborear dos chupadas, se animó a seguir el relato
35.
Se disponían a saborear el café sentados junto a la mesa de operaciones, cuando la puerta se abrió de golpe y entró Boland, vestido con una camiseta sucia, unos Levi's descoloridos y calzado con unas abarcas en peor estado que las de Pitt
36.
Si hay algún motivo para su presencia en esa habitación, es sólo porque en su interior hay algo que lo urge a ver todo a la vez, a saborear el caos de todo en su cruda y apremiante simultaneidad
37.
Alerta siempre a la posibilidad de juegos de palabras, demostraba que la palabra “saborear” era en realidad una referencia a la palabra latina “sapere”, que significaba a la vez “saborear” y “saber” y por lo tanto contenía una referencia subliminal al árbol de la ciencia: el origen de la manzana cuyo sabor trajo al mundo el conocimiento, es decir, el bien y el mal
38.
Ella movió la mano hasta tocarle los labios, dejándolo saborear el miedo que tenía en los dedos
39.
Lheureux calma a Emma haciéndole saborear anticipadamente unos falsos consuelos: le cuenta reconfortantes historias de perros perdidos que han regresado junto a sus amos desde lugares muy lejanos; hubo uno que llegó a regresar a París desde Constantinopla
40.
Los sudorosos sabios tenían que hacer gala de sangre fría ante estas gentes, que parecían incapaces de saborear los ricos manjares que la erudición francesa les servía en vano para su alimentación espiritual
41.
Así, como llegaron, vestidos de promesas, se hundieron en el agua a saborear lo que nunca habían saboreado: la delicia de saltarse todas las reglas del mundo
42.
Pero, antes de que el procurador pudiera terminar de saborear aquel efímero triunfo, Caifás, pálido y con los ojos inyectados en sangre, volvió a subir las escaleras y amenazando a Poncio con su mano izquierda, le soltó a quemarropa:
43.
Con cada paso aumentaba su determinación hasta que casi podía saborear su amargura hacia Slater, el sabor cobrizo de la sangre en su lengua seca
44.
Flaqueaba a veces; pero el recuerdo del pobrecito ciego, que no conocía más placer que saborear la comida, la estimula-ba con aguijón terrible a seguir adelante en aquel vía crucis
45.
Se cuenta en los anales que un tal Curio Dentato recibió a los samnitas, que habían venido a comprar su alianza con oro, sin dejar de saborear un rábano asado
46.
Desde luego, puedo realizarlo sin prisa; además, no es desagradable transportar manjares con la boca, descansar dónde y cómo se quiera, saborear lo que más guste
47.
“Debes estar deseoso de saborear las tierras inmutables de tu juventud
48.
Había un tono de irritación en su voz; pero eso no le impidió a Ginny saborear el pan, que era fantástico
49.
Su intención era la de saborear sólo por un breve instante aquellos labios deliciosamente suaves; pero en cuanto su boca tocó la de ella, supo que no iba a bastarle
50.
Lola y Jaime habían recorrido juntos muchos kilómetros; habían toreado astados de todos los pelajes; habían aprendido a vivir de la mano, a saborear los entresijos del amor, a ablandar el egoísmo sin permitir que la ilusión envejeciera
51.
Todos ellos armados v cubiertos con metal, que habían desembarcado gritando «¡Santiago!», que era aparentemente el nombre de su dios de la guerra, y llegaron con la clara intención de hacer algo más que admirar el paisaje y saborear los alimentos locales
52.
En un intento de aliviar la tensión y estar en condiciones de saborear el segundo plato -sargos con una salsita cuyo anticipo le llegaba a través de los efluvios procedentes de la cocina-, decidió contarle la llamada de la asistenta
53.
Entreri soltó una carcajada al comprender la situación, dispuesto a saborear el momento, este duelo que quizá vería el alba, y que quizá nunca quedaría resuelto
54.
Todo ello además se servía con diferentes tipos de panes que unos y otros no dudaban en aprovechar para hundir con ellos sus dedos en las untuosas salsas y así saborear hasta el último de aquellos placeres degustativos con los que el cónsul había decidido regalarles aquella tarde, casi noche, pues el convite llevaba ya varias largas horas de orgía gastronómica sin freno ni medida
55.
Cuando el pretor pidió saborear el líquido de diferentes ánforas, encontraron agua fresca, vino, aceite, vinagre y mulsum
56.
Todo ello cambiaría con el tiempo, por supuesto, pero quería seguir allí para verlo, para saborear cada momento, para disfrutar con ella las estaciones de la vida
57.
Desde allí la visión del interior de la iglesia era excepcional y podía saborear su éxito sin tener que compartirlo con nadie más, ni siquiera con su patrón, el merino Maturana
58.
En el momento de despertarse se borraba por completo, y Andrea tan sólo podía saborear los restos de miedo y soledad que dejaba en su alma
59.
El padre Mendoza, que volvía a saborear el vino castellano de nuevo, habló de un hombre que se había convertido recientemente a su fe
60.
Los Señores del Caos no son comedores de carne, por supuesto, ya que pertenecen a los Mundos Superiores, pero encuentran en el hombre algo que les complace saborear
61.
El que buscaba la muerte había acudido personalmente a saborear las agonías finales de aquellos que eran los más irritantes de todos sus enemigos
62.
El viejo Tiberio apareció en la puerta para anunciar que la comida estaba servida, y los hombres se dirigieron a saborear la tortuga, las ostras y el venado
63.
Nat bajó el volumen para que todos pudieran saborear uno de los momentos más grandes de la historia del fútbol del Spartan
64.
De repente, dejó al descubierto los músculos más tonificados y bronceados que nadie hubiera visto jamás, y pareció hacer una pausa para que todos, y él también, pudieran saborear aquel momento
65.
Podía saborear cada una de sus palabras sabiendo que antes que en su boca habían estado en la de la encuestadora… Como comenzaba a excitarse, se pasó una esquina húmeda de la toalla por la cara y regresó al recibidor
66.
Sean podría elegir uno entre ellos, pero primero debía bañarse, cenar con el comandante y ayudarlo a saborear los vinos llegados en el mismo barco que los misioneros
67.
El asunto es examinar cuidadosamente y saborear en profundidad, para llegar a una comprensión de las ventajas de mi escuela de los Dos Sables
68.
Los Señores del Caos no son comedores de carne, por supuesto, ya que pertenecen a los Mundos Superiores, pero encuentran en el hombre algo que les complace saborear…
69.
Mata a los enemigos, pero lo que más le gusta es saborear la sangre de amigos y compatriotas
70.
En silencio empezaron a gustar del aroma y a saborear el tibio brebaje
71.
Bebieron otros dos vasos, para saborear el plan
72.
En una lista de sus cosas favoritas habría incluido saborear un batido en la tienda de Norton, mirando a una bonita chica de minifalda, que estuviese esperando para cruzar la calle; el aroma de las lilas y el tacto de la seda
73.
Permanecieron tendidos con las frentes unidas como en la ensoñación de Susan y, cuando él encontró el camino hacia su interior, ella experimentó un dolor mezclado con una dulzura semejante a la de una exótica hierba silvestre que sólo se puede saborear una vez en la vida
74.
De alguna forma es capaz de seguir respirando, lo justo para permanecer con vida y saborear lo incómodo de la situación en la que se encuentra
75.
Como ha temido tanto esta situación, podría pensarse que Randy se limitaría a recostarse y saborear el retraso
76.
Volví a tientas a vivir ese día, tratando de saborear otra vez la comida, y oír de nuevo las voces
77.
El prospecto de ir a casa pareció tan dulce que lo podía saborear en mi lengua
78.
Buscaba a Le Duc, pero no pudo evitar detenerse en cada uno para saborear el aroma de la sangre caliente, en algunos casos impulsada por corazones tras la batalla y en otros atrapada en sueños que ni siquiera él podía robar de sus mentes
79.
Gracias a nuestra semibarbarie de cuerpo y de deseos tenemos accesos secretos a todas partes, accesos no poseídos nunca por ninguna época aristocrática, sobre todo los accesos al laberinto de las culturas incompletas y a toda semibarbarie que alguna vez haya existido en la tierra; y en la medida en que la parte más considerable de la cultura humana ha sido hasta ahora precisamente semibarbarie, el «sentido histórico» significa casi el sentido y el instinto para percibir todas las cosas, el gusto y la lengua para saborear todas las cosas: con lo que inmediatamente revela ser un sentido no aristocrático
80.
Volvemos a gozar, por ejemplo, a Homero: quizá nuestro avance más afortunado sea el que sepamos saborear a Homero, al que los hombres de una cultura aristocrática (por ejemplo, los franceses del siglo XVII, como Saint-Evremond, que le reprocha el esprit vaste [espíritu vasto], e incluso todavía Voltaire, acorde final de aquélla) no saben ni han sabido apropiárselo con tanta facilidad
81.
Confesémonoslo por fin: lo que a nosotros los hombres del «sentido histórico» más difícil nos resulta captar, sentir, saborear, amar, lo que en el fondo nos encuentra prevenidos y casi hostiles, es justo lo perfecto y lo definitivamente maduro en toda cultura y en todo arte, lo auténticamente aristocrático en obras y en seres humanos, su instante de mar liso y de autosatisfacción alciónica, la condición áurea y fría que muestran todas las cosas que han alcanzado su perfección
82.
Los «viejos y buenos tiempos» han acabado, con Mozart entonaron su última canción: – ¡qué felices somos nosotros por el hecho de que su rococó nos continúe hablando, por el hecho de que a su «buena sociedad», a su delicado entusiasmo y a su gusto infantil por lo chinesco y florido, a su cortesía del corazón, a su anhelo de cosas graciosas, enamoradas, bailarinas, bienaventuradas hasta el llanto, a su fe en el sur les continúe siendo lícito apelar a un cierto residuo existente en nosotros! ¡Ay, alguna vez esto habrá pasado! – ¡mas quién dudaría de que antes habrá desaparecido la capacidad de entender y saborear á Beethoven! – el cual no fue, en efecto, más que el acorde final de una transición estilística y de una ruptura de estilo, y no, como Mozart, el acorde final de un gran gusto europeo que había durado siglos
83.
—¿Quiere decir que puede saborear el oro? —susurró Vimes cuando la corona recibió un lametón
84.
El coronel Keating le había apoyado desde el primer momento, pero había que convencer todavía a los que querían saborear la miel de la victoria durante un tiempo y «permitirle a los hombres un pequeño descanso», y también a los que querían hacer algo más digno de elogio: preparar el ataque con bastante tiempo para que, por ejemplo, los morteros no llegaran sin los proyectiles
85.
Dos cosas le permitían a Koolhaus enseñarle: el miedo y veneración que Simón sentía por Cale; y su propio desesperado deseo de aprender a comunicarse con otros, una vez que había empezado a saborear ese maravilloso placer, aunque solo fuera en un nivel muy primario, el que le permitía el código mudo de los redentores
86.
Nos quería de verdad, y le hubiera gustado llorarnos; y de llegar en una ocasión en que se encontrara ella bien y sin sudar, la noticia de que la casa estaba ardiendo, de que ya habíamos perecido todos y de que pronto no quedaría ni una piedra en pie, aunque ella podría salvarse sin prisa, con tal de que se levantara inmediatamente, debió alimentar muchas veces sus esperanzas, porque reunía a las ventajas secundarias de hacerle saborear en un sentimiento único todo su cariño a nosotros, y de causar el pasmo del pueblo, presidiendo el duelo, abrumada y valerosa, moribunda, pero en pie, la más preciosa ventaja de obligarla en el momento oportuno, y sin perder tiempo, y sin posibilidad de dudas molestas, a irse a pasar el verano a su hermosa hacienda de Mirougrain, que tenía una cascada y todo
87.
Mi pensamiento, a través de aquel cuerpo lánguido y permeable que lo envolvía, se posaba todo sonriente en el placer de jugar a justicias y ladrones con Gilberta, lo exigía; una hora después, sin poder apenas sostenerme, pero feliz de estar a su lado, aun tenía fuerzas para saborear ese goce
88.
Como fuegos arrancados por un gran colorista a la instabilidad de la atmósfera y del sol para que sirvan de adorno a una morada humana, invitábanme aquellos crisantemos, a pesar de toda mi tristeza, a saborear ávidamente durante aquella hora del té los breves placeres de noviembre, y hacían brillar ante mi alma el íntimo y misterioso esplendor de esos goces
89.
Desde algún tiempo atrás aquellas frases de Bergotte cuando se decía convencido de que a pesar de mi opinión yo había nacido para saborear sobre todo los placeres de la inteligencia volvieron a darme esperanzas respecto a lo que pudiese hacer algún día en el terreno de la, literatura; pero tales esperanzas veíanse defraudadas a diario por el fastidio que sentía al sentarme a la mesa para comenzar un estudio crítico o una novela
90.
Claro que mucho antes ya de haber recibido la carta de Saint-Loup, y cuando aún no se trataba de la señora de Stermaria, la isla del Bosque me había parecido como hecha adrede para el placer, porque me había ocurrido ir allí a saborear la tristeza de no tener ningún goce a que dar abrigo en aquellos lugares
91.
Pero la gente de mundo no añadía con el pensamiento a la obra de Elstir la perspectiva del Tiempo, que permitía a los demás saborear, o por lo menos contemplar despreocupadamente, la pintura de Chardin
92.
Cada vez que la señora de Guermantes acababa de inventar, a propósito de los méritos y de efectos, bruscamente trastrocados por ella, de alguno de sus amigos una nueva y exquisita paradoja, ardía en deseos de ensayarla delante de personas capaces de apreciarla, de hacer saborear su originalidad psicológica y brillar su malignidad lapidaria
93.
Como los decretos sucesivos y contradictorios con que la señora de Guermantes subvertía sin cesar el orden de los valores en las personas de su medio no bastaban ya a distraerla, en la manera que tenía de dirigir su propia conducta social de dar cuenta de sus menores decisiones mundanas, buscaba igualmente saborear esas emociones artificiales, obedecer a esos deberes ficticios que estimulan la sensibilidad de las asambleas y se imponen al espíritu de los políticos Sabido es que cuando un ministro explica a la Cámara que ha creído obrar bien siguiendo una línea de conducta que le parece, en efecto, sencillísima al hombre de sentido común que a la mañana siguiente lee en su periódico la reseña de la sesión, ese mismo lector de sentido común siente, sin embargo, súbitamente removido, y empieza a dudar de si habrá tenido razón en aprobar al ministro, al ver que el discurso de éste ha sido escuchado en medio de una viva agitación y puntuado por expresiones de censura tales como: “Eso es gravísimo”, pronunciadas por un, diputado cuyo apellido y títulos son tan largos y van seguidos de movimientos tan acentuados, que, en toda la interrupción, las palabras “Eso es gravísimo” ocupan menos lugar que un hemistiquio en un alejandrino
94.
» Y mientras madame Verdurin esperaba con impaciencia las emociones que pronto iba a saborear hablando con el virtuoso, y después, cuando éste se marchara, escuchando de su marido un detallado informe del diálogo sostenido entre éste y el violinista, sin dejar de repetir entre tanto: «Pero ¿qué diablos estarán haciendo?; espero que Gustavo, ya que le entretiene tanto tiempo, sabrá por lo menos prepararle», monsieur Verdurin volvió a bajar con Morel, que parecía muy impresionado