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    Use "llorar" in a sentence

    llorar example sentences

    llora


    lloraba


    lloraban


    llorabas


    llorado


    lloramos


    lloran


    llorando


    llorar


    lloras


    lloro


    llorábamos


    lloré


    1. y ahora un sol que llora


    2. Mas hoy llora, cual llora por los muertos,


    3. Elena reza y llora en silencio


    4. Mientras Demódoco canta la destrucción de Troya Ulises llora sumisamente


    5. Dos cosas me sorprenden mientras Ulises está con Alcínoo: la primera es que Ulises expresa con su llanto el rechazo de su Yo de aceptar este dolor y es por eso que llora y se lamenta


    6. encuentra, la llora del mismo modo


    7. lasparedes, el alma de un ser que llora cantando: suave oleada


    8. »El desairado llora en silencio su desaire, y el victorioso


    9. la encarnación, el avatar de Amor, que llora y lamenta


    10. — Acá es al revés —dijo el galeote—, que quien canta una vez llora toda lavida

    11. Y llora que


    12. te llora la tié usted


    13. hoy, que llora por ti


    14. dolor silencioso, se cubrecon un velo y llora


    15. —¡Oh! el cobarde llora


    16. que siente todamujer por un hombre que llora, lo había tomado


    17. lasvibraciones clamorosas de la campana que llora sobre su


    18. medio de laobscuridad de la noche, la que llora y ruega ve en el


    19. el pechode Juan, le echa los brazos al cuello y llora


    20. entre lasmanos y llora amargamente

    21. ha echado debruces en el suelo, y llora, llora amargamente


    22. No llora, no puede llorar


    23. El viejo se ha sentado junto á lagran dama, que llora en


    24. porque el arte lo llora


    25. Por el amor secuestrado llora,


    26. Ella es desgraciada, llora el abandono de


    27. sufre las heridas queellas causan y llora su libertad


    28. ¡No sabes cuánto llora la tíaFelicia!


    29. Segun el corazon lo siente y llora!


    30. Y en el trono llora el rey,

    31. Que llora en el cuarto oscuro


    32. El poder de unamujer que llora se vio en aquel caso; pues


    33. llora al adivinar losdaños que causa


    34. (Finge que llora


    35. (Se sienta en el suelo y llora


    36. llora; y mientras tanto, la gentecree que estamos de lo más


    37. hijos, y la probesita llora por mi causa más que la Virgen de lasAngustias


    38. toda,sintió picor en los ojos y salió como quien llora


    39. Cuando habla de estos sucesos, habla y llora


    40. Horacio Vernet llora, escribe sus lágrimas en aquel lienzo, y el pobresoldado resucita, el muerto

    41. En unapalabra; la pintura de Horacio Vernet, es un arte que llora junto á unmuerto; es un


    42. que llora por su hijo, que se va á la guerra; el hijo, que es talvez aquel hombre muerto en un escampado


    43. Algo llora, óalgo espera


    44. Y seis de perlas de las que ella llora


    45. arma al brazo; el silencio de la ciudad que en su desgracia llora, les reprende su cobarde usurpacion


    46. —Y menos ella, que llora los años que estuvo en la cárcel


    47. Medité sobre los detalles de estas notables expresiones: casi un siglo después de la desaparición del General Francisco de Miranda, en 1895, otro general, don Joaquín Crespo, a la sazón presidente de Venezuela, habla por su nación y declara que ella "llora por el dolor de no haber podido hallar los restos del general Miranda"


    48. Y otro siglo más tarde, en el tiempo presente, del modo más solemne que es dable imaginar, precisamente al lado de la tumba de su Libertador Simón Bolívar, Venezuela recuerda y llora a un gran "desaparecido", cuyos restos no pudieron ser encontrados


    49. / Canta que te escuchan todavía;/ grita, llora y gime después/ bajo dos metros de tierra, pero/ ahora canta, canta que ya te rompen,/ que ya te sacan las uñas, los ojos, la lengua,/ que ya te queman la piel, las manos y los pies,/ canta que te matan el sexo/ canta que ya te devoran las entrañas/ canta que ya te vienen a enterrar


    50. -Acá es al revés -dijo el galeote-, que quien canta una vez llora toda la vida













































    1. el muy capullo! Y yo lloraba de lo


    2. Lloraba cada día, él no era un asesino


    3. recogió un muñeco por el que un niño lloraba,


    4. La joven lloraba con angustia, y él no parecía tenerle compasión


    5. Su madre,que lloraba en silencio, la reconvino en voz baja, casi


    6. mientras ustedvelaba a su cabecera y yo lloraba en mi cuarto,


    7. Lloraba de una manera desconsoladora, comprimiendo sus


    8. Sumadre había muerto aquella tarde, y por esto lloraba


    9. Gerardo parecía presa de un violento combate; lloraba, retorcíase lasmanos, y en


    10. Lloraba silenciosamente, y en sus facciones parecía dibujarse unaprofunda

    11. Don Juan la retenía en sus brazos, reclinada sobre suhombro su cabeza, y lloraba


    12. mujeres abrazadas,una de las cuales lloraba silenciosamente


    13. sin saber por qué lloraba, porqueel pobre cocinero mayor en aquellos momentos había


    14. Y Tomasuelo lloraba en efecto


    15. Y en efecto, encuanto la chiquilla lloraba, era


    16. precaución era inútil: elviejo lloraba también


    17. Entonces vioque lloraba, ocultando el rostro con las


    18. No faltó quien dijoque lloraba el vino que había


    19. lloraba el cadencioso unísono de lacampana


    20. Lloraba y moqueaba copiosamente en los pasajes

    21. El ama lloraba y pedía perdón


    22. Entonces hubierapodido creer que cada uno lloraba en ella una


    23. severosfijos en él y la expresión dolorosa de aquella carita de muerto, quelloraba y lloraba con el


    24. Adán lloraba silenciosamente, agradeciendo las bondades del Señor


    25. aquella canción queella inspiró y que era su juventud, lloraba en


    26. Al oir ese ruido el vigilante apareció en la puerta yviendo á Tragomer sentado con el preso, que lloraba á lágrima viva,dijo:


    27. lloraba al hombre y andaba pidiendo su juicio a todos los santosdel Paraíso


    28. ¿Por qué lloraba? En la turbación enque aquella escena la


    29. —¿Recuerda el tiempo en que yo era chica? Yo lloraba para


    30. Lloraba, al excusarse con palabrasentrecortadas, mirando las

    31. lloraba el padresilenciosamente, rodeado de sus amigos


    32. Y lloraba, repitiendo tenazmente la semejanza entre su hijo y lospájaros que caían en invierno


    33. decir y lloraba dulcemente


    34. lloraba Masicas, y se secaba los ojos colorados con supañuelo


    35. lloraba unas veces por sus hermanos que se iban, y otraspor el


    36. indicación suya, había muerto; el partidoentero la lloraba, era una pérdida irreparable,


    37. La pobre Carbonera lloraba en unrincón,


    38. La vieja, viendo llorar al nieto, lloraba también, restregándose losojos con la punta


    39. escondía en suhabitación y lloraba de ternura


    40. El buen señor se lloraba tanto, que casi casi era como

    41. No lloraba; sólo un ligero brillo de nácar


    42. Lloraba con la rabia del débil enfurecido, capaz de


    43. esbelta, elegante,que lloraba balbuceando explicaciones


    44. Lloraba por todarespuesta cuando le hacían preguntas sobre los


    45. El abad de Villamojada lloraba hablándonos de loscaprichos, de las virtudes y de la belleza de la


    46. ¡Cuánto lloraba en silencio! pero eso


    47. Y el pobre cura, que a la vez lloraba y reía, mirábame


    48. silencio, mientrasque el cura lloraba de alegría


    49. no la mentabanunca y lloraba en secreto la posición equívoca en


    50. hubieran estimado sus prendas, y la lloraba tambiéncomo














































    1. Comienza el poeta con una breve introducción alusiva á la instabilidadde las cosas humanas, y después de una invocación á Júpiter y á lasmusas, dice que un día oscuro de Otoño le sobrecogió el sueño en unparaje desierto, y que á poco llegaron á sus oidos voces dolientes, comode personas que lloraban, y lo despertaron, apareciéndosele cuatro damascoronadas, profundamente afligidas


    2. nuestro alrededor, las mujeres lloraban y se tiraban del pelo, los hombres maldecían y los


    3. ¿Por qué lloraban lospadres y estaba afligida la hermana? 15


    4. Cuando me vieronfuera de peligro las dos lloraban de


    5. Quijote, fingiendo que lloraban dedolor de su desgracia; a quien don Quijote dijo:


    6. hacían aquella procesión y cantaban, o, por mejordecir, lloraban endechas sobre el cuerpo y


    7. Pero tiene un almadébil y contemporizadora, como la de aquellas hembras que en losprimeros días de la Verdadera Revolución lloraban é intercedían por losvarones


    8. Y alpoco rato lloraban las mujeres, rugían de entusiasmo los hombres que aúnno habían


    9. E inflamadas por el agradecimiento las mujeres lloraban, abalanzándose alas andas


    10. Cerca ya del anochecer, y después de dos horas de esperar en vano losque en el puerto lloraban, y cuando la

    11. Lloraban las mugeres y doncellas;


    12. lloraban presintiendo elpeligro, pero al verse entre los


    13. hablaba de esto,las dos lloraban, y, olvidando toda rencilla,


    14. deveras, lloraban: y el emperador quiso que le pusieran al


    15. Casi todos lloraban,


    16. cuarenta años; a los dueños de ahora loshe conocido niños, y cuando lloraban les


    17. cuello de los pequeños y lloraban, sin cesar dehablarles con la incoherencia de la


    18. Parecía que lloraban, y lo que hacían era manifestar una gran alegría


    19. bigotillo engomado y con voz de tipledecía a la muchedumbre de sus hijos que lloraban por la


    20. El día en que fueron libertados y tuvieron quesepararse, todos lloraban, y ni

    21. ¡Las mujeres que lloraban


    22. Los niños lloraban con balidos de


    23. Lloraban al contemplar los uniformes


    24. —¡Si supieras cómo lloraban los criados hace un momento!


    25. felicidad! Los tres lloraban en silencio


    26. Con este espectáculo lloraban de alegría


    27. Entre tanto crecía la carestía, lloraban los pueblos y se podía


    28. estar todahelada y yerta, la lloraban sus parientes por muerta;


    29. lloraban los cantores al entonarsagradas coplas, y marcaban el paso con ceño de


    30. Las mujeres lloraban con

    31. cantaban los gallos, los indioscreían que lloraban por la muerte


    32. Lucía penetró en la nave y searrodilló piadosamente entre los que lloraban a


    33. Y las mujeres lloraban


    34. Algunos se habían levantado, unos invocaban el Nombre del Señor con los brazos alzados y otros lloraban al oírlo


    35. »Los hombres huían por doquiera; miles y miles de hombres se empujaban, se precipitaban en el pánico, intentando escapar de las llamas; las mujeres llevaban a sus hijos que lloraban, los hombres llevaban a sus mujeres que lloraban, los sacerdotes llevaban a los hombres que lloraban


    36. Los codnenados a muerte se debatían entre el horror y la dignidad: unos lloraban por su suerte mientras otros se dedicaban a escenificar su subida al patíbulo


    37. Díjome Montesinos como toda aquella gente de la procesión eran sirvientes de Durandarte y de Belerma, que allí con sus dos señores estaban encantados, y que la última, que traía el corazón entre el lienzo y en las manos, era la señora Belerma, la cual con sus doncellas cuatro días en la semana hacían aquella procesión y cantaban, o, por mejor decir, lloraban endechas sobre el cuerpo y sobre el lastimado corazón de su primo; y que si me había parecido algo fea, o no tan hermosa como tenía la fama, era la causa las malas noches y peores días que en aquel encantamento pasaba, como lo podía ver en sus grandes ojeras y en su color quebradiza


    38. La mayoría de las mujeres lloraban de emoción, los hombres se postraban de hinojos, e incluso algunos, los más iluminados, se tumbaban en mitad de la calle para que los esclavos que portaban las andas los pisaran, lo que, según una vieja leyenda, les proporcionaría una muerte dulce y un lugar muy especial en el paraíso


    39. No obstante, había muchos que lloraban a Zhou por motivos muy distintos


    40. Con niños he trabajado poco porque lo pasaba muy mal, tienes que tener la cabeza muy bien puesta, temía pasarme con las dosis, si lloraban me daban pena y los cogía

    41. Lloraban, se quejaban, protestaban que no podían pagar, eso sí que lo hacían —admitió con desprecio


    42. Las mujeres gemían, los niños lloraban y los jenízaros murmuraban, deseosos de empezar el saqueo


    43. Mientras el tío Stake y Simón lloraban arrodillados, la duquesa, inclinándose sobre el moribundo, le besó en la frente


    44. Los más jóvenes suplicaban, los más viejos lloraban


    45. Las ramas largas lloraban gotas de humedad, gemas translúcidas que reflejaban montones de ojos ansiosos


    46. En algún lugar, los niños lloraban


    47. Sus dos compañeros de desgracia iban sentados en el suelo, encogidos e intentando ocultar el rostro entre las rodillas mientras lloraban y renegaban


    48. Sus compañeros de desgracia lloraban, se orinaban, renegaban, maldecían y se dejaban arrastrar entre dos guardias que sujetándolos por los sobacos los conducían en volandas, pues eran incapaces de ascender por sí solos los cinco escalones que los conducirían al otro mundo


    49. Las hojas de las encinas y de los chopos del borde del río lloraban todavía lágrimas de rocío de la madrugada, dotando a las cosas de unos reflejos opalescentes y mágicos, como si fueran sensibles al drama vivido aquella noche por el pueblo judío


    50. Los bancos resonaban con los golpes y los niños lloraban













































    1. embarazarla, si te acuestas con ella te tienes que casar, eres un caballero ¿no?, sólo Ernestina Pereda lo hacía con todos, bendita Ernestina Pereda, Dios te guarde santa Ernestina, a ti te gustaba a rabiar, pero después llorabas y había que jurarte guardar el secreto, un secreto a voces, todos lo sabíamos y nos aprovechábamos de tu ardor y tu generosidad, si no hubiera sido por ti se me habría emponzoñado la sangre de tantas obsesiones


    2. -¿Por qué llorabas, hija mía, antes de yo entrar? -dijo el patriota, fijando en esto toda su atención


    3. Ya en la cama repasabas mentalmente el sacrificio, y llorabas por el hambre en el mundo


    4. Reías y llorabas a la vez


    1. Es la Gente del Mundo, que mas amanà sus Hijos, i mejor tratamiento les hacen: i quando acaesce que àalguno se le muere el Hijo, lloranle los Padres, i los Parientes, i todoel Pueblo, i el llanto dura vn Año cumplido, que cada dia por la mañana,antes que amanezca, comiençan primero à llorar los Padres, i tras estotodo el Pueblo: i esto mismo hacen al medio dia, i quando amanesce: ipasado un Año que los han llorado, hacenle las Honras del muerto, ilavanse, i limpianse del tizne que traen


    2. —Y usted ha llorado, porque los ojos también lo están diciendo


    3. Adriana tuvo la sensación viva de todo lo que se había llorado


    4. llorado mucho y se hapuesto de rodillas delante de


    5. La Princesa no había llorado en


    6. desordeny en los ojos señales de haber llorado


    7. estas páginas; ysólo quien haya llorado su muerte encontrará


    8. y llorado porella, me ofrecía encantos sin cuento y me inspiraba


    9. y cómo, en la soledadde su habitación, ha llorado muchas veces amarga y largamente,


    10. Gambetta, el tan llorado y popular tribuno, presidía cuando M

    11. que ella ha llorado, las palizas quela ha dado su padre y la estimación que ha perdido por un pícaro de


    12. paracomunicarse con ella, ¡cómo había llorado, envuelto en una


    13. Nohabía llorado porque tenía el


    14. risueños, y llorosos, entonces he llorado yotambién


    15. hubiera llorado algunos minutos antes dellegar yo


    16. —¡Si tú supieras lo que yo he llorado!


    17. Lo había llorado en efecto largo tiempo, y resistido cuanto


    18. A pesar de eso, el duque, que lashabía llorado como si lo fuesen y no había escaseado a su secretariofrases groseras e insultantes, le recordaba a cada instante el


    19. Carmen había llorado sobre aquel noble corazón con un silencioso llantocontenido y acerbo, que era acaso, más que el desahogo del dolorpresente, el presentimiento agudo del futuro dolor


    20. La hija del capitán tenía los ojos como de haber llorado

    21. Quizá hubiera llorado y me hubiera


    22. disgusto, porque mamáha llorado


    23. ¡Las veces quehabía llorado a la Macarena, la hermosa reina de los cielos,


    24. había llorado confidencialmente con las penasocultas de un poeta de la Joven Alemania, tenía


    25. Hubiera mordido, pateado y llorado de


    26. Y él, a quien se le habían empañado los ojos pero que jamás había llorado, los sintió llenos de lágrimas


    27. Sus ojos estaban húmedos: había llorado


    28. Se giró hacia ella y le preguntó si había llorado


    29. Ella hubiera llorado con dolor y desesperación pensando en aquello que pudo ser y no había sido


    30. Estaba convencido de que Nerón no sentía ningún pesar por el final de aquellas amistades y, desde luego, si no las había llorado en su momento, difícilmente iba a hacerlo ahora

    31. Tiene todo lo que pueda necesitar hasta el fin de sus días, pero cuanto tenía que llorar ya lo he llorado


    32. Aquella tumba, que yo había mirado con tanta compasión cuando mi padre dormía solo, y al lado de la cual había llorado al ver bajar a ella a mi madre con su nene; aquella tumba, que el corazón fiel de Peggotty había cuidado después con tanto cariño que la había convertido en un pequeño jardín, me atraía en mis paseos durante horas enteras


    33. Yo había llorado diez siglos


    34. ¡Que no haya podido él llorar un poco, como antes habían llorado sus padres! Sus planos mentales se endurecieron, sus opiniones se volvieron cada vez más frías


    35. La observé más de cerca que antes y me di cuenta de que había llorado


    36. Aun sin pensar en la venganza, la hubiera bastado la idea de que el prometido, a quien tanto amaba, llorado ya por muerto, estaba a punto de ser aniquilado por los dos capitanes de los «Banderas», para desvelarla a pesar de las fatigas del viaje


    37. ¡Y yo que lo había llorado dándole por muerto!


    38. Eragon habría llorado de placer, pero ya no controlaba su cuerpo


    39. Sharon no había llorado mucho desde que todo había comenzado, pero ese pensamiento la desbordó


    40. —En el sentido de mi pobre y llorado amigo

    41. Subí y entré: el padre Celestino me abrió la puerta, y al punto advertí que sus ojos habían llorado


    42. Bien llorado fue por muchas mujeres


    43. ¡Muchas ofrendas se hicieron por la salvación de su alma! Fue llorado hasta por muchos de sus enemigos


    44. Porque Ataf era querido y respetado por todas las clases populares, y sobre todo por los pobres, que habían llorado siempre su ausencia


    45. Gerardo, hombre comedido, discreto, que se oía cuando hablaba, y no hablaba más que lo preciso; funcionario excelente, de procedencia masónica de los Tres años, que no había llorado largas cesantías, y usaba en invierno y verano levita muy larga y sombrero de copa de desmedida elevación-


    46. Yo he llorado como un niño al saber que el moderno Cid era conducido a esta


    47. hasta ha llorado el párroco local


    48. Al sonar la segunda campanada, el muchacho que había llorado corrió hasta el pie del cadalso y cayó de rodillas


    49. Era la cantinela favorita del llorado profesor Moriarty


    50. Bayta no había llorado jamás en ninguna otra ocasión













































    1. Lloramos las tres juntas


    2. Doquiera que estamos lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural; en ninguna parte hallamos el acogimiento que nuestra desventura desea, y en Berbería, y en todas las partes de África, donde esperábamos ser recebidos, acogidos y regalados, allí es donde más nos ofenden y maltratan


    3. Por eso lloramos contenidamente esa mañana cuando nos encontramos en la puerta de la clínica, donde se hallaba el cadáver de ese hombre admirable


    4. Doquiera que estamos lloramos por España; que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural; en ninguna parte hallamos el acogimiento que nuestra desventura desea, y en Berbería, y en todas las partes de África donde esperábamos ser recebidos, acogidos y regalados, allí es donde más nos ofenden y maltratan


    5. Por eso lloramos tanto a Aquiles como a Héctor, nos exaltamos en la libertad que ellos, como seres excepcionales, aunque humanos, poseen; y nos hace modestos el pensamiento de que hasta ellos, en toda su fuerza y brillo, sólo pueden escapar por un breve período, acaso por unos momentos, a la presión de la necesidad


    6. Nadie ha tocado nunca un timbre tan terrible: no me refiero al sonido que produjo sino a la presión en sí, al tacto del botón contra mi dedo, o de mi dedo contra el botón, nadie ha sentido nunca lo mismo que yo; aunque mi sensación fue lógica, ya que físicamente sería imposible tocar el timbre sin el hueso, quiero decir que sin el hueso nuestro dedo se torcería sobre el botón como un tubo de goma, o se aplastaría ridículamente, o se introduciría en sí mismo como un guante vacío, así que hasta cierto punto resulta lógico suponer que el timbre suena con el hueso, que es mi esqueleto el que llama a la puerta, pero nadie ha sentido nunca tal cosa, y me produjo pena y sorpresa comprobar que hasta aquel momento crucial yo ignoraba lo que realmente somos y que el conocimiento puede producirse así, de improviso, mientras el zumbido eléctrico molesta el oído todavía, que se me haya revelado en ese instante doméstico, que cuando Galia abrió la puerta yo ya fuera otro, que el sonido de su timbre me despertara de un sueño de ignorancia para sumirme en la vigilia de un mundo que, por desagradable que fuera, era más cierto, porque si mi dedo había hecho sonar el timbre era debido a que llevaba hueso en su interior; lo había percibido de repente: mi dedo era un dedo con hueso y su utilidad radicaba en el hueso, al palparlo noté la dureza debajo, tras impensables láminas de músculo, y la realidad de aquella presencia me dejó asombrado, estuporoso, con un estupor y un asombro no demasiado intensos pero permanentes: oh Dios mío tengo un hueso debajo, mi dedo no es un dedo, es un hueso articulado y protegido contra el desgaste: la idea me vino así, con una lógica tan aplastante que no me sorprendió en sí misma sino su ausencia hasta ese timbre; no había una idea extraña e increíble, había una extraña e increíble omisión de la idea en todo el mundo, justo hasta el histórico momento en que llamé a la puerta del piso de Galia, pero Galia estaba en el umbral con su bata azul celeste y su cabello ondulado como por rulos invisibles, y me contemplaba sorprendida; y es que es una mujer muy perspicaz: apenas me entretuve un instante demasiado largo entre su saludo y mi entrada, y ya me había preguntado qué me ocurría: yo me frotaba el índice de mi descubrimiento contra el pulgar, incapaz de creer aún que lo obvio podía estar tan oculto, casi temeroso de creerlo, y opté por disimular esperando tener más tiempo para razonar, así que entré, le di un beso, me quité el abrigo húmedo y la bufanda y saludé al pasar a César, que ladraba incesante en el patio de la cocina: Galia me dijo qué tal y yo le dije muy bien, y le devolví estúpidamente la pregunta y ella me respondió igual, y de repente me pareció absurdo este diálogo especular de respuestas consabidas, o quizá era que la revelación me había estropeado la rutina, véase si no otro ejemplo: mantuve tieso el culpable dedo índice mientras entraba, y ni siquiera lo utilicé para quitarme el abrigo, como si una herida repentina me impidiera usarlo, y es que desde que había comprobado que ocultaba un hueso lo miraba con cierta aprensión, como se miran los fetiches o los amuletos mágicos; pero hice lo que suelo hacer: me senté en uno de los dos grandes sofás de respaldo recto, estiré las piernas, saqué un cigarrillo —con los dedos pulgar y medio— y dije que sí casi al mismo instante que Galia me preguntaba si quería café, incluso antes de saber si realmente tenía ganas de café, ya que la tradición es que acepte, y Galia, tan maternal, necesita que yo acepte todo lo que me da y rechace todo lo que no puede darme; tomar el café en la salita, mientras termino el cigarrillo y justo antes de pasar al dormitorio, se ha vuelto, a la larga, el rato más excitante para ambos; charlamos de lo acontecido durante la semana, Galia me pregunta siempre por Ameli y Héctor Luis, se muestra interesada en mis problemas y apenas me habla de los suyos, pero el diálogo es una excusa para que ella me inspeccione, me palpe, capte cosas en mi mirada, en mi forma de vestir, en mis gestos, pues Galia, a diferencia de Alejandra, es una mujer afectuosa, impulsiva y, como ya he dicho, perspicaz, y la conversación no le interesa tanto como ese otro lenguaje inaudible de la apariencia, así que es muy natural que la interrumpa para decirme: estás cansado, ¿verdad?, o bien: hoy no tenías muchas ganas de venir, ¿no es cierto? o bien: cuéntame lo que te ha pasado, vamos, has discutido con Alejandra, ¿me equivoco?, así estemos hablando del tiempo que hace, los estudios de Héctor Luis o lo que sea, da igual, su mirada me envuelve y nota las diferencias; por lo tanto, no fue extraño que esa tarde me dijera, de repente: te encuentro raro, Héctor, y yo, con simulada ingenuidad: ¿sí?, y ella, confundida, aventura la idea de que pueda tratarse de Alejandra o de la niña: no, no es Alejandra, le digo, tampoco es Ameli; Alejandra sigue sin saber nada de lo nuestro, tranquila, y en cuanto a Ameli, ya la dejo por imposible, pero ella concluye que tengo una cara muy curiosa este jueves y yo la consuelo a medias diciéndole que estoy cansado, y ella insiste: pero no es cara de estar cansado sino preocupado, y yo: pues lo cierto es que no me pasa nada, Gali, porque cómo decirle que estoy pensando inevitablemente en el hueso de mi dedo índice, cómo decirle que de repente me he descubierto un hueso al llamar al timbre de su casa: ¿acaso no iba a sentirse un poco dolida?, ¿acaso no pensaría que era una forma como cualquier otra de decirle que ya estaba harto de visitarla cada semana, todos los jueves, desde hace años?, sonaba mal eso de: acabo de darme cuenta, Gali, justo al llamar al timbre de tu puerta, de que tengo un hueso en el dedo, de que mi dedo índice son tres huesos camuflados, para acto seguido decir: bueno, Gali, no pensemos más en que mi dedo índice son tres huesos, ¿no?, y vamos a la cama, que se hace tarde; sonaba mal, sobre todo porque con Galia, igual que con Alejandra, tenía que andar de puntillas: nuestra relación se había prolongado tanto que, a su modo, también era rutinaria, a pesar de que ella seguía llamándola «una locura»; curiosamente, Galia es viuda y libre y yo estoy casado y tengo dos hijos, pero ella sigue diciendo que lo nuestro es «una locura» y yo pienso cada vez más en una aburrida traición, un engaño cuya monótona supervivencia lo ha despojado incluso del interés perverso de todo engaño dejando solo los inconvenientes: jamás podría hablarle a Alejandra de Galia, ahora ya no, y jamás podría terminar con Galia, ahora ya no, cada relación se había instalado en su propia rutina y ya ni siquiera podía soñar con escaparme de ésta, porque se suponía que cada una servía precisamente para huir de la rutina de la otra: mi deber era cuidar de ambas, conocer a Galia y a Alejandra, saber qué les gustaba oír y qué no, lo cual, naturalmente, era difícil, y por eso mi propia rutina consistía en callarme frente a las dos; pero en momentos así callarme también era un esfuerzo, porque si me notaba incluso la división entre los huesos, si podía imaginármelos al tacto, sentirlos allí como un dolor o una comezón repentina, ¿cómo podía evitar pensar en eso?; y ni siquiera era mi dedo lo que me molestaba, ya dije, sino mi error al no darme cuenta hasta ahora: esa ceguera era lo que jodía un poco, perdonando la expresión; porque hubiera sido como si me creyera que el arlequín de la fiesta de disfraces no esconde a nadie debajo, cuando es bien cierto que ese alguien bajo el arlequín es quien le otorga forma a este último, que no podría existir sin el primero: sería tan solo puros leotardos a rombos blancos y negros, bicornio de cascabeles, zapatillas en punta y antifaz, pero no el arlequín, y de igual manera, ¿qué error me llevó a creer hasta esa misma tarde que mi dedo índice era un dedo?; si lo analizamos con frialdad, un dedo es un disfraz, ¿no?, una piel elegante que oculta el cuerpo de un hueso, o de tres huesos si nos atenemos a lo exacto, y a poco que lo meditemos, una vez llegados a este punto y pinchado en el hueso, valga la expresión, ya no se puede retroceder y razonar al revés: decir, por ejemplo, que el hueso es simplemente la parte interna de un dedo: sería como llegar a ver el alma: ¿acaso pensaríamos en el cuerpo con el mismo interés que antes?; pero mientras hablaba con Galia y la tranquilizaba estaba razonando lo siguiente: que este descubrimiento conlleva sus problemas, porque es un hallazgo delator, como atrapar a un miembro de la banda y lograr que revele la guarida de los demás: si mi dedo índice derecho, el dedo del timbre, lleva huesos ocultos, la conclusión más sencilla se extiende como un contagio a los otros cuatro de esa misma mano y, ¿por qué no?, a los cinco de la otra: tengo un total de diez huesos entre las dos manos, tirando por lo bajo, cinco huesos en cada una, y lo peor de todo es que se mueven: porque hay que pensar en esto para horrorizarse del todo: ¿alguna vez vieron moverse solos a diez huesos?, pues ocurre todos los días frente a ustedes, en el extremo final de los brazos: hagan esto, alcen una mano como hice yo aprovechando que Galia se acicalaba en el cuarto de baño (porque Galia se acicala antes y después de nuestro encuentro amoroso), alcen cualquiera de las dos manos frente a sus ojos y notarán el asco: cinco repugnantes huesos bajo una capa de pellejo (ni siquiera huesos limpios, por tanto, sino envueltos en carne) moviéndose como ustedes desean, cinco huesos pegados a ustedes, oigan, y tan usados: saber que nos rascamos con huesos, que cogemos la cuchara con huesos, que estrechamos los huesos de los demás en la calle, que acariciamos con huesos la piel de una mujer como Galia: saberlo es tan terrible pero no menos real que los propios huesos, saberlo es descubrirlo para siempre, y lo peor de todo fue lo que me afectó: no se trata de que no se me pusiera tiesa en toda la tarde, perdonando la intimidad, ya que esto me ocurría incluso cuando pensaba que los dedos eran dedos, no, lo peor fue el cuidado que puse: tanto que no parecía que estaba haciendo el amor sino operando algún diente delicado; y es que me invadió una notoria compasión por Galia, tan hermosota a sus cincuenta incluso, al pensar que sobaba sus opulencias, sus suavidades, con huesos fríos y duros de cadáver: mi culpa llegó incluso a hacerme balbucear incongruencias, desnudos ambos en la cama: ¿soy demasiado duro?, comencé por decirle, y ella susurró que no y me abrazó maternalmente, e insistir al rato, todo tembloroso: ¿no estoy siendo quizá algo tosco?, y ella: no, cariño, sigue, sigue, pero yo la tocaba con la delicadeza con que se cierran los ojos de un muerto, porque ¿cómo olvidar que eran huesos lo que deslizaba por sus muslos?, aún más: ¿cómo es que ella no lo sabía?, ¿acaso no se percataba de que las caricias que más le gustaban, aquellas en que mis dedos se cerraban sobre su carne, eran debidas a los huesos?: sin ellos, tanto daría que la magreara con un plumero: ¿cómo podría estrujar sus pechos sin los huesos?, ¿cómo apretaría sus nalgas sin los huesos?, ¿cómo la haría venirse, en fin, sin frotar un hueso contra su cosa, perdonando la vulgaridad?: sin los huesos, mis dedos valdrían tanto como mi pilila, perdonando la obscenidad, o sea, nada: ¿cómo es que ella no se horrorizaba de saber que nuestros retozos, que tanto le agradaban, eran puro intercambio de huesos muertos?, porque incluso sus propias manos, y mis brazos, y los suyos, Dios mío, ¿no eran largos y recios huesos articulados que se deslizaban por nuestros cuerpos, nos envolvían, apretaban nuestra carne, nos abrazaban?, ¿acaso era posible no sentir el grosero tacto de los húmeros, la chirriante estrechez del cúbito y el radio, los bolondros del codo y la muñeca?; sumido en esa obsesión me hallaba cuando dije, sin querer: ¿no estoy siendo muy afilado para ti?, y ella dijo: ¿qué?, y supe que la frase era absurda: «afilado»», ¿cómo podía alguien ser «afilado» para otro?, y casi al mismo tiempo me percaté de que era la pregunta correcta, la más cortés, la más cierta: porque con toda seguridad había huesos y huesos, unos afilados y otros romos, unos muy bastos y ásperos corno rocas lunares y otros pulidos quizá como jaspes: incluso era posible que el tacto del mismo hueso dependiera del ángulo en que se colocaba con respecto a la piel, porque un hueso es un poliedro, casi un diamante, y hay que imaginarse sobando a la querida con diez durísimos y helados cuarzos para comprender mi situación, pensar en la carilla adecuada que usaremos para deslizarlos por la piel, el borde más inofensivo, no sea que nuestros apretujones se conviertan en el corte del filo de un papel, en la erizante cosquilla de una navaja de barbero; y entre ésas y otras se nos pasó el tiempo y terminamos como siempre pero peor, resoplando ambos bocarriba como dos boyas en el mar, mirando al techo, con esa satisfacción pacífica que solo otorga la insatisfacción perenne: cuánto tiempo hace que tú y yo no disfrutamos, Galia, pienso entonces, que vamos llevando esto adelante por no aguardar la muerte con las manos vacías, tiempo repetido que nunca se recobra porque nunca se pierde, días monótonos, el trasiego de la rutina incluso en la excepción: porque, Galia, hemos hecho un matrimonio de nuestra hermosa amistad, eso es lo que pienso, pero hubiéramos podido ser felices si todo esto conservara algún sentido, si existiera alguna otra razón que no fuera la inercia para mantenerlo; oía su respiración jadeante de cincuenta años junto a mí y trataba de imaginarme que estaba pensando lo mismo: ese silencio, Galia, que nunca llenamos, la distancia de nuestra proximidad, por qué tener que imaginarlo todo sin las palabras, qué piensas de mí, qué piensas de ti misma, por qué hablar de lo intrascendente, y va y me indaga ella entonces: ¿qué tal el trabajo?, porque cree que el exceso de dedicación me está afectando, y yo le digo que bien, y ella, apoyada en uno de sus codos e inclinada sobre mí, los pechos como almohadas blandas, vuelve a la carga con Alejandra: pero te ocurre algo, Héctor, dice, desde que has entrado hoy por la puerta te noto cambiado, ¿no será que Alejandra sospecha algo y no me lo quieres decir?, y le he contestado otra vez que no, y a veces me interrogo: ¿por qué todo esto?, ¿por qué lo mismo de lo mismo, este vaivén inacabable?, ¿qué pasaría si un día hablara y confesara?, ¿qué pasaría si por fin me decidiera a hablar delante de Alejandra, pero también delante de Galia y de mí mismo?, decir: basta de secretos, de engaños, de misterios: ¿qué sentido le encontráis a todo?, ¿por qué oficiar siempre el mismo ritual de lo cotidiano?, y para cambiar de tema le comento que Ameli está atravesando ahora la crisis de la adolescencia y discute frecuentemente conmigo y que Héctor Luis ha decidido que no será dentista sino aviador; a Galia le gusta saber lo que ocurre con mis hijos, ese tema siempre la distrae, incluso me ofrece consejos sobre cómo educarlos mejor, y yo creo que goza más de su maternidad imaginaria que Alejandra de la real; en todo caso, es un buen tema para cambiar de tema, y pasamos un largo rato charlando sin interés y pienso que es curioso que venga a casa de Galia para hablar de lo que apenas importa, ya que eso es prácticamente lo único que hago con Alejandra; en los instantes de silencio previos a mi partida seguimos mirando el techo, o bien ella me acaricia, zalamera, incluso pesada, y me dice algo: esa tarde, por ejemplo: me gusta tu pecho velludo, así lo dice, «velludo», y no sé por qué pero de repente me parece repugnante recibir un piropo como ése, aunque no se lo comento, claro, y ella, insistente, juega con el vello de mi pecho y sonríe; Galia es una orquídea salvaje, pienso, y a saber por qué se me ocurre esa pijada de comparación, pero es tan cierta como que Dios está en los cielos aunque nunca le vemos: Galia es una orquídea salvaje en olor, tacto, sabor, vista y sonido, y me encuentro de repente pensando en ella como orquídea cuando la oigo decir: ¿por qué me preguntaste antes si eras «afilado»?, ¿eso fue lo que dijiste?, y me pilla en bragas, perdonando la expresión, porque al pronto no sé a lo que se refiere, y cuando caigo en la cuenta, y para no traicionarme, le respondo que quería saber si le estaba haciendo daño en el cuello con mis dientes, y ella va y se echa a reír y dice: ¡vampirillo, vampirillo!, y vuelve a acariciarme, y como un tema trae otro, lo de los dientes le recuerda que necesita hacerse otro empaste, porque hace dos días, comiendo empanada gallega, notó que se le desprendía un pedacito de la muela arreglada, así que pasará por mi consulta sin avisarme cualquier día de éstos, y de esa forma nos veremos antes del jueves, dice, y su sonrisa parece dar a entender que está recordando el día en que nos conocimos, porque las mujeres son aficionadas a los aniversarios, ella tendida en el sillón articulado, la boca abierta, y yo con mi bata blanca y los instrumentos plateados del oficio, y como para confirmar mis sospechas me acaricia de nuevo el pecho «velludo» y dice: me gustaste desde aquel primer día, Héctor, me hiciste daño pero me gustaste, y claro está que nos reímos brevemente y yo le digo que nunca he comprendido por qué se enamoró de mí en la consulta, qué clase de erotismo desprendería mi aspecto, bajito, calvo y bigotudo, amortajado en mi bata blanca, entre el olor a alcohol, benzol, formol y otros volátiles, provisto de garfios, tenacillas, tubos de goma, lancetas y ganchos, porque no es que mi oficio me disgustara, claro que no, pero no dejaba de reconocer que la consulta de un dentista de pago es cualquier cosa menos un balcón a la luz de la luna frente a un jardín repleto de tulipanes, eso le digo y ella se ríe, y por último el silencio regresa otra vez, inexorable, porque es un enemigo que gana siempre la última batalla; llega la hora de irme, esa tarde más temprano porque mi suegro viene a cenar a casa, y cuando voy a levantarme la oigo decir, como de forma casual: ¿qué haces frotándote los dedos sin parar, Héctor?, ¿te pican?, eso dice, y descubro que, en efecto, he estado todo el rato dale que dale moviendo los dedos de la mano derecha como si repitiera una y otra vez el gesto con el que indicamos «dinero» o nos desprendemos de alguna mucosidad, perdonando la vulgaridad, que es casi el mismo que el que utilizamos para indicar «dinero», y enrojezco como un niño de colegio de curas pillado en una mentira y quedo sin saber qué decirle, hasta que por fin me decido y opto por revelarle mi hallazgo: nada, digo, ¿es que nunca te has tocado el hueso que tenemos bajo los dedos?, y lo pregunto con un tono prefabricado de sorpresa, como si lo increíble no fuera que yo me los frotase sino que ella no lo hiciera: qué dices, me mira sin entender, y me encojo de hombros y le explico: es que resulta curioso, ¿no?, quiero decir que si te tocas los dedos notas durezas debajo, ¿verdad?, y esas durezas son el hueso, ¿no te parece curioso, Gali?, toca, toca mis dedos: ¿no lo palpas bajo la piel, la grasa y los tendones?, es un hueso cualquiera, como los que César puede roer todos los días, le digo, y ella retira la mano con asco: qué cosas tienes, Héctor, dice, es repugnante, dice, y yo le doy la razón: en efecto, es repugnante pero está ahí, son huesos, Gali, mondos y lirondos, blancos, fríos y duros huesos sin vida: sin vida no, dice ella, pero replico: sin vida, Gali, porque nadie puede vivir con los huesos fuera, los huesos son muerte, por eso nos morimos y sobresalen, emergen y persisten para siempre, pero se ocultan mientras estamos vivos, es curioso, ¿no?, quiero decir que es curioso que seamos incapaces de vivir sin los huesos de nuestra propia muerte, pero más aún: que los llevemos dentro como tumbas, que seamos ellos ocultos por la piel, que seamos el disfraz del esqueleto, ¿no, Gali?, y ella: ¿te pasa algo, Héctor?, y yo: no, ¿por qué?, y ella: es que hablas de algo tan extraño, y yo le digo que es posible y me callo y pienso que quién me manda contarle mi descubrimiento a Galia, sonrío para tranquilizarla y me levanto de la cama, no sin antes cubrirme convenientemente con la sábana, ya que siempre me ha parecido, a propósito del tema, que la desnudez tiene su hora y lugar, como la muerte, y recojo la ropa doblada sobre la silla, me visto en el cuarto de baño y para cuando salgo Galia me espera ya de pie, en bata estampada por cuya abertura despuntan orondos los pechos y destaca el abultado pubis, me da un besazo enorme y húmedo y me envuelve con su cariño y bondad maternales: te quiero, Héctor, dice, y yo a ti, respondo, y no te preocupes, dice, porque otro día nos saldrá mejor, y me recuerda aquel jueves de la primavera pasada, o quizá de la anterior, en que fuimos capaces de hacerlo dos veces seguidas y en que ella me bautizó con el apodo de «hombre lobo»: teniendo en cuenta que hoy he sido «vampirillo», más intelectual pero menos bestia, quién duda de que me convertiré cualquier futuro jueves en «momia» y terminará así este ciclo de avatares terroríficos que comenzó con un «frankenstein» entre luces blancas, olor a fármacos y cuchillas plateadas, pero esto lo digo en broma, porque bien sé que lo nuestro nunca terminará, ya que, a pesar de todo —incluso de mi escasa fogosidad—, es «una locura», o no, porque hay ritual: el rito de decirle adiós a César, ladrando en el patio encadenado a una tubería oxidada, el beso final de Galia, y otra vez en la calle, ya de noche, frotándome los dedos dentro de los bolsillos del abrigo mientras camino, porque vivo cerca de la casa de Galia y tengo mi trabajo cerca de donde vivo, así que me puedo permitir ir caminando de un sitio a otro, todo a mano en mi vida salvo los instantes de vacaciones en que nos vamos al apartamento de la costa, y, sin embargo, debido a la repetición de los veranos, también a mano el apartamento, y la costa, y todo el universo, pienso, tan próximo todo como mis propias manos, y, sin embargo, a veces tan sorprendentemente extraño como ellas: porque de improviso surge lo oculto, los huesos que yacen debajo, ¿no?, pienso eso y froto mis dedos dentro de los bolsillos del abrigo; y ya en casa, comprobar que mi suegro había llegado ya y excusarme frente a él y Alejandra con tonos de voz similares, aunque ambos creen que los jueves me quedo hasta tarde en la consulta «haciendo inventario», que es la excusa que doy, así me cuesta menos trabajo la mentira, ya que me parece que «hacer inventario» es suministrarle a Alejandra la pista de que mi demora es una invención, una alocada fantasía de mi adolescencia póstuma, hasta tal extremo de juego y cansancio me ha llevado el silencio de estos últimos años; además, sospecho que el viejo escoge los jueves para disponer de un rato a solas con Alejandra mientras yo estoy ausente, lo cual, hasta cierto punto, me parece una compensación, Alejandra tiene a su padre y yo tengo a Galia, y sospecho que desde hace meses ambas parejas pasamos el tiempo de manera similar: hablando de tonterías y fumando; el padre de Alejandra, rebasados los ochenta, tiene una cabeza tan perfecta y despejada que te hace desear verlo un poco confuso de vez en cuando, que Dios me perdone, porque además ha sido librero, propietario de una antigua tienda ya traspasada en la calle Tudescos, hombre instruido y amante de la letra impresa, particularmente de los periódicos, y con un genio detestable muy acorde con su inútil sabiduría y su fisonomía encorvada y su luenga barbilla lampiña; Alejandra, que ha heredado del viejo el gusto por la lectura fácil y la barbilla, además de cierta distracción del ojo izquierdo que apenas llega a ser bizquera, se enzarza con él en discusiones bienintencionadas en las que siempre terminan ambos de acuerdo y en contra de mí, aunque yo no haya intervenido siquiera, ya que al viejo nunca le gustó nuestro matrimonio, y no porque hubiera creído que yo era una mala oportunidad, sino por «principios», porque el viejo es de los que odian a priori, y yo nunca sería él, nunca compartiría todas sus opiniones, nunca aceptaría todos sus consejos y, particularmente, jamás permitiría que Alejandra regresara a su área de influencia (vacía ya, porque su otro hijo se emancipó hace tiempo y tiene librería propia en otra provincia); además, mi profesión era casi una ofensa al buen gusto de los «intelectuales discretos» a los que él representa, porque está claro que los dentistas solo sabemos provocar dolor, somos terriblemente groseros, apenas se puede hablar con nosotros a diferencia de lo que ocurre con el peluquero o el callista (debido a que no se puede hablar mientras alguien te hurga en las muelas), y, por último, ni siquiera poseemos la categoría social de los cirujanos: el hecho de que yo ganara más que suficiente como para mantener confortables a Alejandra y a mis dos hijos, poseer consulta privada, secretaria y servicio doméstico, no excusaba la vulgaridad de mi trabajo, pero lo cierto es que nunca me había confiado de manera directa ninguna de estas razones: frente a mí siempre pasaba en silencio y con fingido respeto, como frente a la estatua del dictador, pero se agazapaba aguardando el momento de mi error, el instante apropiado para señalar algo en lo que me equivoqué por no hacerle caso, aunque, por supuesto, nunca de manera obvia ni durante el período inmediatamente posterior a mi pequeño fracaso, porque no era tanto un cazador legal como furtivo y rondaba en secreto a mi alrededor esperando el instante apropiado para que su odio, dirigido hacia mí con fina puntería, apenas sonara, y entonces hablaba con una sutileza que él mismo detestaba que empleasen con él, ya que había que ser «franco, directo, como los hombres de antes», pero yo, lejos de aborrecerle, le compadecía (y fingía aborrecerle precisamente porque le compadecía): me preguntaba por qué tanto silencio, por qué llevarse todas sus maldiciones a la tumba, cuál es la ventaja de aguantar, de reprimir la emoción día tras día o enfocarla hacia el sitio incorrecto; pero lo más insoportable del viejo era su fingida indiferencia, esa charla intrascendente durante las cenas, ese acuerdo tácito para no molestar ni ser molestado, tan bien vestido siempre con su chaqueta oscura y su corbata negra de nudo muy fino: un día te morirás trabajando, me dice cuando me excuso por la tardanza, y no te habrá servido de nada: este gobierno nunca nos devuelve el tiempo perdido ese del señor Joyce, añade (su costumbre de citar autores que nunca ha leído solo es superada por la de citarlos mal), que diga, Proust, se corrige, a mí siempre los escritores franceses me han dado por atrás, con perdón, dice, y por eso me equivoco, y Alejandra se lo reprocha: papá, dice; mientras finjo que escucho al viejo, contemplo a Alejandra ir y venir instruyendo a la criada para la cena y llego a la conclusión de que mi mujer es como la casa en la que vivimos: demasiado grande, pero a la vez muy estrecha, adornada inútilmente para ocultar los años que tiene y llena de recuerdos que te impiden abandonarla; Alejandra tiene amigas que la visitan y le dan la enhorabuena cuando Ameli o Héctor Luis consiguen un sobresaliente; a diferencia de Galia, Alejandra es fría, distinguida e intelectual a su modo, y vive como tantas otras personas: pensando que no está bien vivir como a uno realmente le gustaría, porque Alejandra cree que el matrimonio termina unos meses después de la boda y ya solo persiste el temor a separarse; su religión es semejante: hace tiempo que dejó de creer en la felicidad eterna y ahora tan solo teme la tristeza inmediata; sin embargo, invita a almorzar con frecuencia al párroco de la iglesia y acude a ésta con una elegancia no llamativa, lo que considera una característica importante de su cultura, pues en la iglesia se arrodilla, reza y se confiesa y murmura por lo bajo cosas que parecen palabras importantes; a veces he pensado en la siguiente blasfemia: si a Dios le diera por no existir, ¡cuántos secretos desperdiciados que pudimos habernos dicho!, ¡qué opiniones sobre ambos hemos entregado a otros hombres!, pero lo terrible es que tanto da que Dios exista: dudo que al final me entere de todo lo que comentas sobre mí y sobre nuestro matrimonio en la iglesia, Alejandra, eso pienso; qué va: por paradójico que resulte, la iglesia es el lugar donde la gente como nosotros habla más y mejor, pero todo se disuelve en murmullos y silencio y oraciones, y la verdad se pierde irremediablemente: quizá la clave resida en arrodillarnos frente al otro siempre que tengamos necesidad de hablar, o en hacerlo en voz baja y muy rápido, sin pensar, cómo si rezáramos un rosario; y meditando esto oigo que el viejo me dice: ¿te pasa algo en los dedos, Héctor?, con esa malicia oculta de atraparme en otro error: y es que ahora compruebo que desde que he llegado no he dejado en ningún momento de palparme los extremos de las falanges, los rebordes óseos, el final de los metacarpos; ¿qué opinaría el viejo si le confiara mi hallazgo?, pienso y sonrío al imaginar las posibles reacciones: nada, le digo, y muevo los huesos ante sus ojos y cambio de tema; ni Ameli ni Héctor Luis están en casa cuando llego, e imagino que es la forma filial que poseen de «hacer inventario» por su cuenta, lo cual no me parece ni malo ni bueno en sí mismo, y nos sentamos a la mesa casi enseguida y Alejandra sirve de la fuente de plata con el cucharón de plata las albóndigas de los jueves, y nos ponemos a escuchar la conversación del viejo con el debido respeto, como quien oye una interminable bendición de los alimentos, interrumpido a ratos por las breves acotaciones de Alejandra, solo que esa noche el tema elegido se me hace extraño, alegórico casi, y además empiezo a sentirme incómodo nada más comenzar a comer, porque los brazos, que apoyo en el borde de la mesa, me han desvelado con todo su peso la presencia de los huesos, del cúbito y el radio que guardan dentro, y los codos se me figuran una zona tan inadecuada y brutal para esa respetuosa reunión como colocar quijadas de asno sobre la mesa mientras el viejo habla, y en su discurso de esa noche repite una y otra vez la palabra «corrupción»: ¿habéis visto qué corrupción?, dice, ¿os dais cuenta de la corrupción de este gobierno?, ¿acaso no se pone de manifiesto la corrupción del sistema?, ¿no son unos corruptos todos los políticos?, ¿no oléis a corrupción por todas partes?, ¿no se ha descubierto por fin toda la corrupción?, y mientras le escucho, intento no hacer ruido con mis brazos, porque de repente me parece que la madera de la mesa al chocar contra el hueso produce un sonido como el de un muerto arañando el ataúd y no me parece correcto escuchar la opinión del viejo con tal ruido de fondo, pero como tengo que comer, cojo tenedor y cuchillo y divido una albóndiga en dos partes y me llevo una a los labios intentando no mirar hacia los huesos que sostienen el tenedor, porque no es agradable la paradoja de verme alimentado por un esqueleto, aunque sea el mío, pero mientras mastico con los ojos cerrados oyendo al viejo hablar de la «corrupción» mi lengua detecta una esquirla, un pedacito de algo dentro de la albóndiga, y, tras quejarme a Alejandra con suavidad, recibo esta respuesta: será un huesecillo de algo, es que son de pollo, Héctor, y es quitarme con mis huesos índice y pulgar el huesecillo y dejarlo sobre el plato, e írseme la mente tras esta idea inevitable: que dentro de todo lo blando necesariamente existe lo que queda, el hueso, el armazón, la dureza, el hallazgo, aquello oculto que es blanco y eterno, lo que permanece en el cedazo, la piedra, lo que «nadie quiere»; es imposible huir de «eso que queda», porque está dentro, así que escondo los brazos bajo la mesa, incluso me tienta la idea de comer como César, acercando el hocico al plato, pero ¿acaso no es inútil todo intento de disimulo frente al apocalíptico trajín de la cena?, porque lo que percibo en ese instante es algo muy parecido a una hogareña resurrección de los muertos: incluso con el apropiado evangelista —mi suegro—, gritando «corrupción»: Alejandra coge el pan con sus huesos y lo hace crujir y lo parte, el viejo apoya los huesos en el mantel y los hace sonar con ritmo, Alejandra coge el cucharón con sus huesos y sirve más albóndigas repletas de huesecillos de pollo muerto, el viejo va y se limpia los huesos sucios de carne ajena con la servilleta, Alejandra señala con su hueso la cesta del pan y yo se la alcanzo extendiendo mis huesos y ella la coge con los suyos, hay un cruce de húmeros, cúbitos y radios, de carpos y metacarpianos, de falanges, y nos pasamos de unos a otros, de hueso a hueso, la vinagrera, el aceite, la sal, el vino y la gaseosa, y llegan Ameli y Héctor Luis, una del cine y el otro de estudiar, y saludan, y Ameli desliza sus frágiles huesos de quince años por mi cabeza calva, envuelve con sus breves húmeros mi cuello, me besa en la mejilla: ¿dónde has estado hasta estas horas?, le pregunto, y ella: en el cine, ya te lo he dicho, y yo: pero ¿tan tarde?; sí, dice, habla sin mirar sus manos gélidas, los huesos de sus manos muertas, sus brazos como pinzas blancas; sí, papá, la película terminó muy tarde; y de repente, mientras la contemplo sentándose a la mesa, su cabello oscuro y lacio, los ojos muy grandes, el jersey azul celeste tenso por la presencia de los huesos, he sentido miedo por ella, he querido cogerla, atraparla y bogar juntos por ese fluir desconocido e incesante hacia la oscuridad final: creo que deberías volver más temprano a casa a partir de ahora, Ameli, le digo, y ella: ¿por qué?, con sus ojos brillando de disgusto, y yo, mis brazos escondidos, ocultos, sin revelarlos: creo que las calles no son seguras, y el viejo me interrumpe: hoy ya nada es seguro, Héctor, dice y sigue comiendo, Alejandra sirve albóndigas y Héctor Luis se queja de que son muchas, y Ameli: ¡pero ya tengo quince años, papá!, y yo: es igual, y entonces Alejandra: no seas muy duro con la niña, Héctor, dice, le dimos permiso para que volviera hoy a esta hora, pero ella sabe que solamente hoy; guardo silencio: en realidad, todo se sumerge en el silencio salvo el entrechocar de los huesos; Ameli y Héctor Luis son tan distintos, pienso, pero en algo se parecen, y es que ambos se nos van; no los he visto crecer, los he visto irse: pero ni siquiera eso, pienso ahora, porque jamás he podido saber si alguna vez estuvieron por completo; Ameli tiene novio, pero es un secreto; sabemos que Héctor Luis ha salido con varias chicas, pero lo que piensa de ellas es secreto; ambos se han hecho planes para el futuro, tienen deseos, ganas de hacer cosas, pero todo es secreto: quizá lo comentan en los «pubs» a falta de una buena iglesia en la que poder hablar como nosotros, tan a gusto, pero en casa adoptan los dos mandamientos trascendentales de la familia: nunca hablarás de nada importante y ama el enigma como a ti mismo, ¡y si hubiera solo silencio!, pero es la charla insignificante lo que molesta, y ahora esos ruidos detrás: el golpe, el crujir de nuestros huesos; siento algo muy parecido a la pena, pero una pena casi biológica, como una mota en el ojo o el aroma inevitable de la cebolla cruda, y me disculpo para ir al baño y llorar a gusto por algo que no entiendo, y más tarde, en la cama, con Alejandra a mi lado leyendo complacida un librito de romances, me da por preguntarle: ¿soy demasiado duro contigo? mientras me observo los huesos tranquilos sobre la colcha: mis manos muertas y peladas, los cúbitos y radios en aspa, los húmeros convergiendo, y ella deja un instante el libro que sostiene con sus huesos, me mira sorprendida y dice: no, Héctor, no, ¿por qué preguntas eso?, y yo, insistente: ¿he sido duro contigo alguna vez?, y ella: nunca, y yo: ¿quizá soy demasiado tosco?, y ella: Héctor, ¿qué te pasa?, y yo: demasiado rudo quizá, ¿no?, y ella: no seas bobo, ¿lo dices porque hoy no hablaste apenas durante la cena?, ya sé que papá no te cae bien, me da un beso y añade: procura descansar, el trabajo te agota, y la veo extender las falanges blancas y articuladas de sus dedos, apagar la lamparilla de pantalla rosa y sumir la habitación en una oscuridad donde la luz de la luna, filtrada, hace brillar las superficies ásperas de nuestros huesos; después, en el sueño, he presenciado un teatro de sombras donde mis manos y brazos se movían, desplazándome, porque eran lo único, ya que la vida se había invertido como un negativo de foto y ahora solo importaba lo oculto, el secreto descubierto: los huesos de mis manos se extendían con un sonido semejante a los resortes de madera de ciertos juguetes antiguos, emergiendo del telón negro que los rodeaba: son ellos solos, el mundo es ellos, brazos y manos colgantes que hacen y deshacen, crean y destruyen, no nacen ni mueren, simplemente cambian su posición, horizontal, vertical, en ángulo, hacia arriba o hacia abajo, brazos que se balancean al caminar y manos que agarran con sus huesos cosas invisibles; y a la mañana siguiente, tras toda una noche de sueños interrumpidos y vueltas en la cama, creo comprenderlo: mi revelación es una lepra que avanza incesante, porque suena el despertador con su timbre gangoso que tanto me recuerda a una trompeta de cobre, pongo los pies descalzos en las zapatillas y lo noto: la dureza bajo las plantas, la pelusa del forro de las zapatillas adherida a los huesos del tarso, el rompecabezas de huesos irregulares de mis pies, los extremos de la tibia y el peroné sobresaliendo por el borde del pijama, las rótulas marcando un óvalo bajo la tela extendida, y al erguirme, el crujido de los fémures: el descubrimiento no me hace ni más ni menos feliz que antes, ya que lo intuyo como una consecuencia, pero un estupor inmóvil de estatua persiste en mi interior; y al ducharme viene lo peor, porque entonces compruebo que los golpes de las gotas no me lavan sino que se limitan a disgregarme la suciedad por mis huesos: arrastran el barro de mis costillas goteantes, concentran la cal en mis pies, desprenden la tierra, permean las junturas, las grietas, los desperfectos, rajan los pequeños metacarpos como cáscaras de huevo, horadan mis clavículas y escápulas, pero no hoy ni ayer sino todos y cada uno de los días en un inexorable desgaste, siento que me disuelvo en agua y salgo con prisa no disimulada de la bañera y seco mi esqueleto goteante, deslizo la toalla por el cilindro de los huesos largos como si envolviera unos juncos, la arranco con torpeza de la trabazón de las vértebras, froto como cristales de ventana los huesos planos, pienso que debo conservarme seco para siempre porque de repente sé que soy un armazón de cincuenta años de edad que solo puede humedecerse con aceite, y es en ese instante, o quizá un poco después, cuando apoyo la maquinilla de afeitar contra mi rostro, que siento la invasión final de esa lepra y quedo tan inerme que apenas puedo apartar las cuchillas giratorias de mi mejilla: algo parecido a una horrísona dentera me paraliza, porque de repente noto como el restregar de un rastrillo contra una pizarra o el arañar baldosas con las patas metálicas de una silla, incluso imagino que pueden saltar chispas entre la maquinilla y el hueso de la mandíbula o el pómulo; me palpo con la otra mano la cabeza, siento las durezas del cráneo, el arco de las órbitas, el puente del maxilar, el ángulo de la quijada, y pienso: ¿por qué finjo que me afeito?, ¿acaso mi rostro no es un añadido, una capa, una máscara?; entra Alejandra en ese instante y casi me parece que gritará al ver a un desconocido, pero apenas me mira y se dirige al lavabo; yo me aparto, desenchufo la maquinilla y la guardo en su funda, y ella: ¿ya te has afeitado, Héctor?, y yo: sí, y salgo del baño con rapidez: ¡no podría acercar esa maquinilla a los huesos de mi calavera!; todo es tan obvio que lo inconcebible parece la ignorancia, pienso mientras me visto frente al espejo del dormitorio y abrocho la camisa blanca alrededor de las delgadas vértebras cervicales: llevar un cráneo dentro, una calavera sobre los hombros, besar con una calavera, pensar con una calavera, sonreír con una calavera, mirar a través de una calavera como a través de los ojos de buey de un barco fantasma, hablar por entre los dientes de una calavera: aquí está, tan simple que movería a risa si no fuera espantoso, y me afano en terminar el lazo de mi corbata con los huesos de mis dedos sonando como agujas de tricotar; Alejandra llega detrás, peinándose la melena amplia y negra que luce sobre su propia calavera, y el paso del cepillo descubre espacios blancos en el cuero cabelludo donde los pelos se entierran: parece inaudito saberlo ahora, contemplarlo ahora; entre los dientes sostiene dos ganchillos: el asco llega a tal extremo que tengo que apartar la vista: allí emerge el hueso, pienso, el subterfugio, el disfraz, tiene un defecto, como una carrera en la media que descubre el rectángulo de muslo blanco; allí, tras los labios, los dientes, los únicos huesos que asoman, y vivimos sonriendo y mostrándolos, y nos agrada enseñarlos y cuidarlos y mi profesión consiste precisamente en mantenerlos en buen estado, blancos y brillantes, limpios, pelados, lisos, desprovistos de carne, como tras el paso de aves carroñeras: esa hilera de pequeñas muertes, esa dureza tras lo blando; ¿acaso no es enorme el descuido?; de repente tengo deseos de decirle: Alejandra, estás enseñando tus huesos, oculta tus huesos, Alejandra, una mujer tan respetable como tú, una señora de rubor fácil, tan educada y limpia, con tu colección de novela rosa y tu familia y tu religión, ¿qué haces con los huesos al aire?, ¿no estás viendo que incluso muerdes cosas con tus huesos?, ¡Alejandra, por favor, que son tus huesos hundidos en el cráneo oculto, los huesos que quedarán cuando te pudras, mujer: no los enseñes!; esto va más allá de lo inmoral, pienso: es una especie de exhumación prematura, cada sonrisa es la profanación de una tumba, porque desenterramos nuestros huesos incluso antes de morir; deberíamos ir con los labios cerrados y una cruz encima de la boca, hablar como viejos desdentados, educar a los niños para que no mostraran los dientes al comer: un error, un gravísimo error en la estructura social comparable a caminar con las clavículas despellejadas, tener los omoplatos desnudos, descubrir el extremo basto del húmero al flexionar el codo, mostrar las suturas del cráneo al saludar cortésmente a una señora, enseñar las rótulas al arrodillarnos en la misa o las palas del coxal durante un baile o la superficie cortante del sacro durante el acto sexual: y sin embargo, ella y yo, con nuestros horribles dientes, la prueba visible de la existencia de los cráneos: absurdo, murmuro, y ella: ¿decías algo?, pero hablando entre dientes debido a los ganchillos, como si lo hiciera a través de apretadas filas de lápidas blancas, un soplo de aire muerto por entre las piedras de un cementerio, o peor: la voz a través de la tumba, las palabras pronunciadas en la fosa: no, nada, respondo, y ella, intrigada, se me acerca y arrastra sus falanges por mis vértebras: te noto distante desde ayer, Héctor, ¿te ocurre algo?, ¿es el trabajo?, y juro que estuve a punto de decirle: te la pego con una antigua paciente desde hace varios años, todos los jueves a la misma hora, pero no te preocupes porque una increíble revelación me ha hecho dejarlo, ya nunca más regresaré con Galia, no merece la pena (y por qué no decirlo, pienso, por qué reprimir el deseo y no decir la verdad, por qué no descargar la conciencia y vaciarme del todo); sin embargo, en vez de esa explicación catártica, le dije que sí, que era el exceso de trabajo, y me mostré torpe, callándome la inmensa sabiduría que poseía mientras notaba cómo descendían sus falanges por el edificio engarzado de mi columna, y ella dijo: pero hace mucho tiempo que no me sonríes, y pensé: ¡te equivocas!, somos una sonrisa eterna, ¿no lo ves?: nuestros dientes alcanzan hasta los extremos de la mandíbula y no podemos dejar de sonreír: sonreímos cuando gritamos, cuando lloramos, al pelear, al matar, al morir, al soñar: sonreímos siempre, Alejandra, quise decirle, y la sonrisa es muerte, ¿no lo ves?, quise decirle, nuestras calaveras sonríen siempre, así que la mayor sinceridad consiste en apartar los labios, elevar las comisuras y sonreír con la piel intentando imitar lo mejor posible nuestra sonrisa interior en un gesto que indica que estamos conformes, que aceptamos nuestro final: porque al sonreír descubrimos nuestros dientes, «enseñamos la calavera un poco más», no hay otro gesto humano que nos desvele tanto; la sonrisa, quise decirle, traiciona nuestra muerte, la delata; cada sonrisa es una profecía que se cumple siempre, Alejandra, así que vamos a sonreír, separemos los labios, mostremos los dientes, sonriamos para revelar las calaveras en nuestras caras, hagamos salir el armazón frío y secreto, draguemos el rostro con nuestra sonrisa y extraigamos el cráneo de la profundidad de nuestros hijos, de ti y de mí, del abuelo, de los amigos, de los parientes y del cura; pero no le dije nada de eso y me disculpé con frases inacabadas y ella enfrentó mis ojos y me abrazó y sentí los crujidos, la fricción, costilla contra costilla, golpes de cráneos, y supuse que ella también los había sentido: no seamos tan duros, le dije, y ella respondió, abrazándome aún: no, tú no eres duro, Héctor, y yo le dije: ambos somos duros, y tenía razón, porque se notaba en los ruidos del abrazo, en el telón de fondo de nuestro amor: un sonido semejante al que se produciría al echarnos la suerte con los palillos del I Ching sobre una mesa de mármol, o jugando al ajedrez con fichas de marfil, un trajín de palitos recios como un pimpón de piedra, el entrechocar aparentemente dulce de nuestros esqueletos como agitar perchas vacías; me aparté de ella y terminé de vestirme: quizá soy dura contigo, repitió ella, yo también soy duro, dije, y pensé: y Ameli y Héctor Luis, y todos entre sí y cada uno consigo mismo, ¡qué duros y afilados y cortantes y fríos y blancos y sonoros!; ¿te vas ya?, me dijo, sí, le dije, porque no deseaba desayunar en casa, en realidad no deseaba desayunar nunca más, pero sobre todo, sobre todas las cosas, no deseaba cruzarme con los esqueletos de mis hijos recién levantados, así que casi eché a correr, abrí la puerta y salí a la calle con el abrigo bajo el brazo, a la madrugada fría y oscura; ya he dicho que tengo la consulta cerca, lo cual siempre ha sido una ventaja, aunque no lo era esa mañana: quería trasladarme a ella solo con mi voluntad, sin perder siquiera el tiempo que tardara en desearlo; caminaba observando con mis cuencas vacías las casas que se abren, las figuras blancas que emergen de ellas como fantasmas en medio de la oscuridad, las primeras tiendas de alimentos llenas de huesos y cadáveres limpios de seres y cosas; caminaba y observaba con mis órbitas negras, lleno de un extraño y perseverante horror: ¿qué hacer después de la revelación?, ¿dónde, en qué lugar encontraría el reposo necesario?; porque ahora necesitaba envolverme, ahora, más que nunca, era preciso hallar la suavidad; mientras caminaba hacia la consulta lo pensaba: todos tenemos ansias de suavidad: guantes de borrego, abrigos de lana, bufandas, zapatos cómodos; sin embargo, el mundo son aristas, y todo suena a nuestro alrededor con crujidos de metal; qué pocas cosas delicadas, cuánta aspereza, cuánta jaula de púas, qué amenaza constante de quebrarnos como juncos, de partirnos, qué mundo de esqueletos por dentro y por fuera, móviles o quietos, invasión blanca o negra de huesos pelados, qué cementerio: toda obra es una ruina, toda cosa recién creada tiene aires de destrucción, y nosotros avanzamos por entre cruces, mármol, inscripciones, rejas y ángeles de piedra como espectros, y la niebla de la madrugada nos traspasa, huesos que van y vienen, esqueletos que se acercan y caminan junto a mí y me adelantan, apresurados, aquel que limpia los huesos en ese tramo de la calle, ese otro que espera en la parada, envuelto en su impermeable, huesos blancos por encima de los cuellos, la muerte dentro como una enfermedad que aparece desde que somos concebidos, ¿no hay solución?; y sorprender entonces a un hombre, una figura, no como yo, no como los demás, que se detiene frente a mí y me habla: ¿tiene fuego?, dice, un individuo desaliñado de espesa melena y barba, rostro pequeño, casi escondido, chaqueta sucia y manos sucias que se tambalea de un lado a otro como si el mero hecho de estar de pie fuera un tremendo esfuerzo para él; le ofrezco fuego y se cubre con las manos para encender un cigarrillo medio consumido, entonces dice: gracias, y se aleja; me detengo para observarle: camina con cierta vacilación hasta llegar a la esquina, después se vuelve de cara a la pared, una figura sin rasgos, y distingo la creciente humedad oscura a sus pies, detenerme un instante para contemplarle, volverse él y alejarse con un encogimiento de hombros y una frase brutal; un borracho orinando, pienso, pero al mismo tiempo deduzco: se ha reconstruido, ha verificado su interior, ha exhumado cosas que le pertenecen y le llenan por dentro: líquidos que alguna vez formaron parte de él; eso es un proceso de autoafirmación, pienso: él es algo que yo no soy o que he dejado de ser, ha logrado obtener lo que yo pierdo poco a poco: integridad, quizá porque no tiene que callar, porque es libre para decir lo que le gusta y lo que no, pienso y golpeo con los huesos del pie el cadáver de una vieja lata en la acera, o porque ha aceptado la vida tal cual es, o quizá porque tiene hambre y sed, y necesidad de fumar, dormir y orinar en una esquina, quizá porque siente necesidades en su interior, dentro de esa intimidad de las costillas que en mí mismo forma un espacio negro: sus necesidades le llenan, y yo, satisfecho, camino vacío: eso pensé; era preciso, pues, reformarse, volver a la vida a partir de los huesos, resucitar, aunque es cierto que en algún sitio dentro de mí existían vestigios, cosas que se movían bajo las costillas o en el espacio entre éstas y el hueso púbico, pero era necesario comprobarlo; todo aturdido por el ansia, entré en uno de los bares que estaban abiertos a esas horas y me dirigí apresurado al cuarto de baño, respondiendo con un gesto al hombre que atendía la barra y que me dijo buenos días; ya en el urinario, muy nervioso, busqué mi pija semihundida, perdonando la frase, la extraje y me esforcé un instante: tras un cierto lapso, comprobé la aparición brusca del fino chorro amarillo y sentí una distensión lenta en mi pubis que califiqué como el hallazgo de la vejiga: al fin me sirves de algo, pensé mientras me sacudía la pilila, perdonando la bajeza; así, convertido en pura vejiga, salí a la calle de nuevo y respiré hondo: noté bolsas gemelas a ambos lados del esternón, sacos que se ampliaban con el aire frío de la mañana, y descubrí mis pulmones; en un estado de alborozo difícilmente descriptible me tomé el pulso y sentí, con la alegría de tocar el pecho de un pájaro recién nacido, el golpeteo suave de la arteria contra mi dedo, su pequeño pero nítido calor de hogar, y supe que guardaba sangre y que mi corazón había emergido; caminando hacia la consulta completé mi resurrección, la encarnación lenta de mi esqueleto; así pues, yo era pulmones y vejiga, yo era intestino, tripas, estómago, yo era músculos del pene, tendones, sangre, hígado, vesícula, bazo y páncreas, yo era glándulas y linfa, todo suave, todo lleno, ocupando intersticios como si vertieran sobre mí unas sobras de hombre: yo era, por fin, globos oculares líquidos, yo era lengua y labios, yo era el abrir lento de los párpados, la creación del paladar, la suave nariz horadada, la humedad limpia de la saliva, la lágrima tibia y el sudor de los poros; yo era sobre todo mi propio cerebro, las revueltas grises de los nervios, la masa de ideas invisibles, la voluntad, el deseo, el pensamiento; llegué a la consulta recién creado, aún sin piel pero ya formado y funcionando, atravesé el oscuro umbral con la placa dorada donde se leía «Héctor Galbo, odontólogo», preferí las escaleras y abrí la puerta con la delicadeza muscular de un relojero, con la exactitud de un ladrón o un pianista; Laura, mi secretaria, ya estaba esperándome, y el vestíbulo aparecía iluminado así como la marina enmarcada en la pared opuesta, y me dejé invadir por el olor a cedro de los muebles, la suavidad de la moqueta bajo los pies, y cuando mis globos oculares se movieron hacia Laura pude parpadear evidenciando mi perfección; entonces, la prueba de fuego: me incliné para saludarla con un beso y percibí la suavidad de mi mejilla, los delicados embriones de mis labios, y supe que por fin la piel había aparecido: cabello, pestañas, cejas, uñas, el florecer de mi bigote negro; besarla fue como besarme a mí mismo: buenos días, doctor Galbo, me dijo, noté las cosquillas de mi camisa sobre mi pecho velludo, muy velludo, buenos días, dije, buenos días, Laura, y percibí mi laringe en el foso oculto entre la cabeza y el pecho, sentí el aire atravesando sus infinitos tubos de órgano: buenos días, repetí despacio saludando a todo mi cuerpo reflejado en el espejo del vestíbulo, mi cuerpo con piel y sentimientos, mi cuerpo vestido, bajito, mi cabeza calva y mi rostro bigotudo: buenos días, doctor Galbo, hoy viene usted contento, dice Laura, sí, le dije, vengo aliviado, quise añadir, he orinado en un bar y he descubierto por fin que tengo vejiga, y a partir de ahí todo lo demás, pero en vez de decirle esto pregunté: ¿hay pacientes ya?, y ella: todavía no, y yo: ¿cuántos tengo citados?, y ella: cinco para la mañana, la primera es Francisca, ah sí, Francisca, dije, sí: sus prótesis darán un poco la lata, y me deleito: oh mi memoria perfecta, mis sentidos vivos, mis movimientos coordinados, sí, sí, Francisca, muy bien, y mi imaginación: porque de repente me vi avanzando hacia mi despacho con los músculos poderosos de un tigre, todo mi cuerpo a franjas negras, mis fauces abiertas, los bigotes vibrantes, los ojos de esmeralda, y mi sexo, por fin, mi sexo: porque Laura, con la mitad de años que yo, me parecía una presa fácil para mis instintos, una captura que podía intentarse, la gacela desnuda en la sabana; ya era yo del todo, incluso con mis pensamientos malignos, incluso con mi crueldad, por fin: avíseme cuando llegue, le dije, y entré en mi despacho, me quité el abrigo y la chaqueta, me vestí con la bata blanca, inmaculada, mi bata y mi reloj a prueba de agua y de golpes, y mi anillo de matrimonio, y los periódicos que Laura me compra y deposita en la mesa, y mi ordenador y mis libros, y mis cuadros anatómicos: secciones de la boca, dientes abiertos, mitades de cabezas, nervios, lenguas, ojos, mejor será no mirarlos, pienso, porque son hombres incompletos, yo ya estoy hecho, pienso, envuelto al fin de nuevo en mi funda limpia, recién estrenado; por fin pensar: saber que he regresado al origen, me he recobrado, he impedido mi disolución guardándome en un cuerpo recién hecho; no recuerdo cuánto tiempo estuve sentado frente al escritorio saboreando mi triunfo, pero sé que la segunda y más terrible revelación llegó después, con el primer paciente, y que a partir de entonces ya no he podido ser el mismo, peor aún, porque me he preguntado después si he sido yo mismo alguna vez, si mi integridad fue algo más que una simple ilusión: y fue cuando sonó el timbre de la puerta, el siguiente timbre, el nuevo timbre que me despertó de la última ensoñación (como el de casa de Galia, o el del despertador con sonido de trompeta de cobre, ahora el de la consulta, pensé, y no pude encontrarles relación alguna entre sí, salvo que parecían avisos repentinos, llamadas, notas eléctricas que presagiaban algo), y Laura anunció a la señora Francisca, una mujer mayor y adinerada, como Galia, como Alejandra, con las piernas flebíticas y el rostro rojizo bajo un peinado constante, que entró con lentitud en la consulta hablando de algo que no recuerdo porque me encontraba aún absorto en el éxito de mi creación: fue verla entrar y pensar que iría a casa de Galia cuando la consulta terminara y le diría que todo seguía igual, que era posible continuar, que nada nos estorbaba, y después llegaría a mi casa y le diría a Alejandra que la quería, que nunca más sería duro con ella ni con Ameli, eso me propuse, y saludé a la señora Francisca con una sonrisa amable, y la hice sentarse en el sillón articulado, la eché hacia atrás con los pedales, la enfrenté al brillo de los focos y le pedí que abriera la boca, porque eso es lo primero que le pido a mis pacientes incluso antes de oír sus quejas por completo: como estoy acostumbrado a que esta instrucción se realice a medias, me incliné sobre ella y abrí mi propia boca para demostrarle cómo la quería: así, abra bien la boca, le dije, ah, ah, ah, y es curioso lo cerca que siempre estamos de la inocencia momentos antes de que un nuevo horror nos alcance: incluso éste aparece al principio con disimulo, revelándose en un detalle, en un suceso que, de otra manera, apenas merecería recordarse, porque mientras Francisca, obediente, abría más la boca, descubrí el último de los horrores, la luz del rayo que nunca debería contemplar un ser humano, la degradación final, tan rápida, pavorosa e inevitable como cuando presioné el timbre de Galia, pero mucho peor porque no era lo oculto, lo que era, sino lo que no era, aquello que falta, no lo que se esconde sino lo que no existe: la nueva revelación me violó, perdonando la brutalidad, de tal manera que todos mis logros anteriores adoptaron de inmediato la apariencia de un sueño que no se recuerda sino a fragmentos, e incapaz de reaccionar, permanecí inmóvil, inclinado sobre la mujer, ambos con la boca abierta, ella con los ojos cerrados esperando sin duda la llegada de mis instrumentos; pero como no llegaban los abrió, me vio y advirtió en mi rostro el horror más puro que cabe imaginarse: qué pasa, doctor, me dijo, qué tengo, qué tengo, pero yo me sentía incapaz de responderle, incapaz incluso de continuar allí, fingiendo, así que retrocedí, me quité la bata con delirante torpeza, la arrojé al suelo, me puse la chaqueta y salí de la habitación, corrí hacia el vestíbulo sin hacer caso a las voces de la paciente y a las preguntas de Laura, abrí la puerta, bajé las escaleras frenéticamente y salí a la calle: no sabía adónde dirigirme, ni siquiera si tenía sentido dirigirme a algún sitio; contemplé a los transeúntes con muchísima más incredulidad de la que ellos mostraron al contemplarme a mí: ¿era posible que todos ignoraran?, ¿hasta ese punto nos ha embotado la existencia?; hubo un momento terrible en el que no supe cuál debería ser mi labor: si caer en soledad por el abismo o arrastrar como un profeta a las conciencias ciegas que me rodeaban; es cierto que toda gran verdad precisa ser expresada, pero la locura de mi actual situación consistía en que esta verdad última era inexpresable: quiero decir que esta verdad final no era algo, más bien era nada, así que no podía soñar con explicarla: quizá el silencio en el gélido vacío entre las estrellas hubiera sido una explicación adecuada, pero no un silencio progresivo sino repentino y abrupto: una brecha de espacio muerto, una bomba inversa que absorbiera las cosas hacia dentro, que nos introdujera a todos en un mundo sin lugares ni tiempo donde la nada cobrara alguna especial y terrible significación, quizá entonces, pensé, y corrí por la acera intuyendo que cada minuto desperdiciado era fatal: ¿le ocurre algo?, fue la pregunta que me hizo un individuo que aguardaba frente a un paso de peatones cuando me acerqué, y solo entonces fui consciente de que tenía ambas manos sobre la boca, como si tratara de contener un inmenso vómito; mi respuesta fue ininteligible, porque sacudí la cabeza diciendo que no, pero esperando que él entendiera que eso era lo que me pasaba: que no; si hubiera podido hablar, habría respondido: nada, y precisamente ahí radicaba lo que me ocurría: me ocurría nada, pero era imposible hacerle comprender que nada era infinitamente peor que todos los algos que nos ocurren diariamente; no pude hacer otra cosa sino alejarme de él con las manos aún sobre la boca, corriendo sin saber por dónde iba pero con la secreta esperanza de no ir a ninguna parte, de no llegar, de seguir corriendo para siempre, porque no podía presentarme en casa de aquel modo, no con aquel fallo, sería preciso hacer cualquier cosa para remediar esa escisión, quizá comenzar desde el principio, reunir de nuevo el hilo en el ovillo, a la inversa: pensar en el instante anterior a la revelación, notar la presencia para comprender ahora la falta; pero cómo describirlo: cómo decir que había conocido de repente la boca cuando la paciente abrió la suya y yo quise indicarle cómo tenía que hacerlo y abrí la mía; fue entonces: el tiempo se congeló a mi alrededor y quedé solo en medio de mi hallazgo, como un náufrago, paralizado por la revelación suprema, incapaz de comprender, al igual que con la anterior, por qué no lo había sabido hasta entonces: la boca, claro, ahí, aquí, abajo, bajo mi nariz, en mi rostro, la boca: de repente me había percatado de la verdad, tan simple e invisible debido a su propia evidencia: la boca no es nada, lo comprendí al pedirle a la paciente que la abriera y al abrir la mía: ¿qué he abierto?, pensé: la boca; pero entonces, si la boca abierta también es la boca, el resultado era una oscuridad, un agujero vacío, un abismo; quiero decir que, de repente, al ver la boca, al inclinarme para verla, no la vi, pero no la vi justamente porque era eso: el no verla; si hubiera visto la boca de la misma forma que veo mis dedos, por ejemplo, no lo sería o estaría cerrada; sin embargo, el horror consiste en que una boca abierta también es una boca: como llamarle «dedos» al espacio vacío que hay entre ellos; ¡pero eso no era todo!: si aquel defecto, aquella nada, era, ¿cómo podía evitar la llegada del vacío?, ¿cómo impedir que todo siguiera siendo lo que es en la nada?, ¿cómo pretender recobrar mi cuerpo si me evacuo por ese agujero negro y absurdo?; lo comprendí: ¡si todo se hubiera cerrado a mi alrededor!, ¡si las junturas hubieran encajado perfectamente, sin interrupciones, sin oquedades!, pero tenía que estar la boca, la boca abierta que también era la boca, y ahora ¿cómo permanecer incólume?, ¿cómo seguir inmutable, conservándome dentro, si allí estaba eso que no era, esa nada negra implantada en mí?; corrí, en efecto, a ciegas, no recuerdo durante cuánto tiempo, hasta que un nuevo acontecimiento pudo más que mi propia desesperación: en una esquina, recostado en un portal, distinguí a un hombre, el borracho de aquella madrugada, que parecía dormir o agonizar: un sombrero gris le cubría casi todo el rostro salvo la barba, y allí, insertado en lo más hondo del pelo, un agujero abierto, sin dientes, sin lengua, una cosa negra y circular como una cloaca o la pupila de un cíclope ciego que me mirara, aunque yo fuera «nadie», el vacío terrible, la nada; de repente se había apoderado de mí un horror supremo, un asco infinito, la conjunción final de todo lo repugnante, y me alejé desesperado cubriéndome con las manos aquel «salto», aquel «vacío» letal, atenazado por una sensación revulsiva, un pánico que era como cribar mis ideas con violencia hasta romperlas, la certeza de mi perdición, el desprendimiento a trozos de mi voluntad frente a lo irremediable: esa boca abierta, el error por el que todo entra y todo sale, los secretos, la palabra, el vómito, la saliva, la vida, el aliento final, porque me había envuelto en mi propio cuerpo para hallar algo último que no cierra, ese terrible defecto tras los labios del beso, tras el lenguaje cotidiano, tras los gestos de comer y masticar, más allá de los dientes y la lengua, ese algo que no es el paladar ni la faringe ni la descarga de las glándulas, ese vacío que me recorre hacia dentro, el túnel deshabitado del gusano, la nada, la negación, eso que ahora empezaba a corroerme; porque si existía la boca, nada podía detener la entrada del vacío; así que cerca de casa empecé a perderme, a dividirme en secciones, a horadarme: primero fue la piel, que apenas se presiente, que es casi solamente tacto, la piel que cayó a la acera mientras corría, la piel con mi figura y mis rasgos que se me desprendió como la de un reptil mudando sus escamas, porque el vacío se introducía bajo ella como un cuchillo de aire y la separaba; entonces los músculos y los tendones, en silencio: ¿qué protección pueden ofrecer frente a los túneles de la nada?, ¿qué defensa procuran ante esa marea de vacío, ese fallo que me alcanzaba como a través de un sumidero?, también ellos caen y se desatan como cordajes de barco en una tempestad; la calle en la que vivo recibió el tributo de la lenta pero inexorable pérdida de mis vísceras: ese trago infecto de nada, que no está pero es, provoca la caída de mi estómago y mis intestinos, mi hígado derretido y mi bazo, los pulmones sueltos que se alejan por el aire como palomas grises, el corazón que ya no late, madura, se endurece y cae, gélido como el puño de un muerto, porque nada puede latir frente a la boca, los nervios arrastrados por la acera como hilos de un títere estropeado, los ojos como gotas de leche derramada, la suave materia de mi cerebro, la exactitud de mis sentidos, la excitante delicia del deseo, la provocación del hambre y el instinto, las sensaciones, los impulsos: todo cae y se pierde, todo gotea incesante desde mi armazón, todo se va y se desvanece calle abajo; entro en casa al fin, ya solo mi esqueleto muerto y limpio, y pienso: mis hijos están en el colegio, por fortuna; me dirijo al salón y allí encuentro a Alejandra, que me mira con pasmo; se halla sentada en su sofá tejiendo algo, y probablemente destejiéndolo también, creando y destruyendo en un vaivén de interminable dedicación; entonces me detengo frente a ella, aparto con lentitud las falanges blancas de mi oquedad y la descubro, por fin, en toda su horrible grandeza: la boca abierta, las mandíbulas separadas, el enorme vacío entre maxilares, la verdadera boca que no es, desprovista del engaño de las mucosas, ese espacio negro que nada contiene, y hablo, por fin, tras lo que me parecen siglos de silencio, y mis palabras, emergiendo de ese vacío, son también vacío y horadan: Alejandra, hablo, llevo años traicionándote con una mujer que conocí en la consulta, y ella: Héctor, qué dices, y yo: es guapa, pero no demasiado, cariñosa, pero no demasiado, inteligente, pero no demasiado: lo mejor que tiene es que me quiere y que intentó hacerme feliz, y que nunca me ha creado problemas salvo la necesidad de mentirte, de ocultártelo, una mujer con la que descubrí que puede haber una cierta felicidad cotidiana a la que nunca deberíamos renunciar, como hemos hecho tú y yo, ni siquiera a esa cierta felicidad cotidiana, una mujer, en fin, con la que he sabido que ya todo es igual, que incluso el pecado termina alguna vez, incluso la culpa, incluso lo prohibido, y ella: Héctor, Héctor, qué te pasa, dice, que ya basta de mentiras, respondo y me deshago de su lento abrazo y de sus lágrimas, y basta de silencio, porque era necesario hablar, pero no solo a ti, no, no solo a ti, y ella, gritando: ¿adónde vas?, pero su grito se me pierde con el mío propio, que ya solo oigo yo, y eso es lo terrible: porque mi garganta ha desaparecido y solo quedan las tenues vértebras y el deseo de ser escuchado; corro entonces a casa de Galia arrastrando apenas los jirones blancos de mis huesos por la acera, y ella misma abre la puerta y grita al verme: no, Galia, no podemos seguir juntos, dije entonces, no tengo nada más que hacer aquí, tú, viuda y solitaria, yo, casado y solitario, nada que hacer, Galia, no más consuelos, no más secretos, basta de felicidad y de cariño doméstico, porque llega un instante, Galia, en que todo termina, y lo peor de todo es que tú no eres una solución: ¿por qué?, me dijo: porque es necesario decir la verdad y revelar la mentira, repliqué, aunque nos quedemos vacíos, es necesario abrir las bocas, Galia, le dije, y volcarnos en hablar y hablar y destruirlo todo con las palabras, dije, porque si algo somos, Galia, es aliento, así que es necesario, por eso lo hago, dije, y me alejé de ella, que gritó: ¿adónde vas?, pero su grito se perdió dentro del mío, que ya era tan enorme como el silencio del cielo; y me alejé de todos, de una ciudad que no era mi ciudad, de una vida que no era mi vida, corrí ya casi llevado por el viento, las espinas delgadas de mi cuerpo flotando en el aire, corrí, volé hacia los bosques transportado por una ráfaga de brisa como el polvo o la basura, avancé por la hierba, entre los árboles, desgastándome con cada palabra: basta con eso, dije, no más hogar, no más vida, no más esfuerzo, dije, grité en silencio: ya basta de mundo y de existencia, ya basta de hacer y de procurar, soportar, callar y mirar buscando respuestas, no, no más luz sobre mis ojos, nunca otro día más, basta de desear y pretender, de conseguir y por último perder lo conseguido y enfermar y morir y terminar en nada, todo vacío, intrascendente, limitado y mediocre: basta, porque hay un error en nosotros, un hiato perenne, el sello de la nada, esta boca siempre abierta, este hueco hacia algo y desde algo, miradlo: está en vosotros, el sumidero, el vórtice; lo he soportado todo, incluso los años de silencio, los años iguales y el silencio, la muerte interior, el vacío interior, la falsa esperanza, la ausencia de deseos, pero no puedo soportar esta conexión: si tiene que existir esto, este hueco vacío y nulo, esta ausencia de mi carne y de mi cuerpo, si tiene que existir la boca, prefiero echarlo todo fuera, dejar que todo se vaya como un soplo puro, que lo oigan todos, que todos lo sepan, prefiero esto a la falsa seguridad de un cuerpo muerto, eso dije, eso grité, y me vi por fin convertido en nada, la oquedad llenando todos mis huesos abiertos como flautas mudas, desmenuzados como arena por fin, solo esa ceniza última, apenas el rastro leve que el viento termina por borrar, el vacío enorme de esa boca que tiene que decir y revelar y descubrir y gritar y acusar y vaciarme hacia fuera desde dentro y mezclarme con todo, esa boca abierta e infinita del silencio absoluto por la que hablo aunque nadie oiga


    1. A todos los Defuntos lloran deesta manera, salvo à los viejos, de quien no hacen caso, porque dicen,que ià han pasado su tiempo, i de ellos ningun provecho ai, antes ocupanla Tierra, i quitan el mantenimiento à los niños


    2. suficiente atención y cariño, pero hay otros que lloran sin razón aparente, como si quisieran que todas las


    3. Otros bebés lloran con frecuencia porque detectan las emanaciones


    4. a través desus lágrimas? Detesto a las mujeres que lloran


    5. Dios, del Dios justo y bueno quepremia a los que lloran; y creí


    6. Yo escribo para los que sufren; para los que lloran


    7. Los que lloran de


    8. las que lloran y no alborotan, sufren y no insultan


    9. lasalmas demasiado sensibles que lloran sus propios males, y la


    10. los viejos obreros revolucionarios acarician las manos delas duquesas que lloran

    11. lainfeliz; lloran asustados los granujas, y el iracundo marinero sale albalconcillo renegando de su estrella y


    12. Lloran la reina y el rey:


    13. Los alemanes son tiernos, son dulces, son musicales y lloran en elcinematógrafo


    14. (En este momento, casi todos lloran: las sabinas, los sabinos y hastamuchos


    15. la religión y vejados sus ministros, losque lloran al leer las infames blasfemias


    16. gota se lloran de


    17. 15 Gozaos con los que se gozan: llorad con los que lloran


    18. 15 Gozáos con los que se gozan, llorad con los que lloran


    19. 11 Y los mercaderes de la tierra lloran y se lamentan sobre ella; porqueninguno compra mas sus


    20. 15 Gozáos con los que se gozan: llorad con los que lloran

    21. 11 Y los mercaderes de la tierra lloran y se lamentan sobre ella: porqueninguno compra mas sus


    22. Lloran continuamente los Misioneros y se desconsuelan


    23. A los tristes que lloran noche y dia,


    24. asisten, lo acompañan, lloran suPasión y muerte, viendo en


    25. Son de personas que lloran la pérdida de Carl


    26. Todo el mundo se ha lanzado a las calles, la gente se abraza, todos ríen y lloran a la vez


    27. Lloran de alivio


    28. Franklin entendía perfectamente por qué su hijo no volvía la cabeza; los jóvenes de dieciocho años no lloran en público


    29. ¡Los ascetas que lloran entre el polvo y que tanto se precaven contra las penas de amor, si oyeran el gorjeo que yo conozco, acudirían a arrodillarse delante de Izzat para adorarla! ¡Ah! ¡Si supieran cuántos son los encantos de Izzat!


    30. Con los cabellos despeinados, lloran y gimen en el dolor las hijas del Destino, oh alma mía!

    31. -Los que están en armas -dije sonriendo- no se acuerdan de las pobres mujeres que lloran


    32. Y arrugado formando una bola, como hacen las mujeres cuando lloran


    33. Los hombres pegan y las mujeres lloran


    34. A menudo están enfadados, a veces lloran


    35. –¿Por qué las mujeres siempre lloran en estas ceremonias? – dijo


    36. «-Cuando los muertos lloran, es señal de que empiezan a recuperarse -dijo el cuervo con solemnidad


    37. por la Puerta del Sol; y detrás lloran


    38. (Las VECINAS, arrodilladas en el suelo, lloran


    39. No haber conocido lo que lloran los muertos?"


    40. A la separación suele acompañar súbito encanallamiento, de lo cual resulta que si un ejército es gloria y honor, una reunión de soldados puede ser calamidad insoportable, y los pueblos que lloran de júbilo y entusiasmo al ver entrar en su recinto un batallón victorioso, gimen de espanto y tiemblan de recelo cuando ven libres y sueltos a los señores soldados

    41. No me refiero a los que lloran, ni a los pobres de espíritu, ni a los ignorantes, ni a los misericordiosos, ni a los mansos


    42. –Y cuando al reflexionar sobre ellas las pierde, ya que los saludables alientos que el corazón envía a la razón se disipan por momentos, entonces ve la magnitud de su miseria; detéstase a sí misma, detesta a las demás, lloran, gimen, gritan, sienten acercarse la desesperación


    43. Estaban ellos jugando a orillas del mar, entonces vino la ola y arrastró su juguete al fondo: ahora lloran


    44. Tienen, por eso no lloran,


    45. Se alegran con saltos de Cosacos, se quitan la camisa para regalarla y lloran a lágrima viva para despedir a un amigo


    46. Por eso -decía-los elegidos eran siempre los mismos con las mismas que «ante la posibilidad de perder sus privilegios, ahora lloran a gritos»


    47. el corazón y los ojos lloran amargamente


    48. —Los dioses lloran por el abuelo


    49. pero ahora las lluvias lloran en sus salones,


    50. —¡Son los dioses que lloran! —gritó un legionario en el foro, y su grito se repitió de calle en calle hasta que todos miraban hacia el cielo convencidos de que todos y cada uno de los dioses de Roma lamentaban con congoja sin límites la desaparición del hombre que más les había honrado con sus hazañas desde la fundación de la ciudad



































    1. Se oyen gritos lejanos, gente llorando, madres busca desesperadamente a sus hijos excavando entre los escombros por cualquier medio


    2. ¿Y sabes qué sucedió? Fue la niña la que llorando, suplicante y


    3. Dejándose llevar de su emoción y llorando


    4. anochecido, y las mujeres se quedaban en sus casas llorando lágrimas espesas


    5. por eso voy llorando las lágrimas del mar


    6. En el resto de aquel aciago día, dicho se está que la pobre señorade Rubín se entregó a las mayores extravagancias, pues tal nombremerecen sin duda actos como no querer comer, estar llorando a moco ybaba tres horas seguidas, encender la luz cuando aún era día claro,apagarla después que fue noche por gusto de la oscuridad, y decir mildisparates en alta voz, lo mismo que si delirara


    7. —Elena no está siempre llorando, y hasta tiene una risa fresca


    8. tiene elretrato que besa, y los papeles que lee llorando


    9. Los dos amigos se abrazaron llorando; ambos cayeron de rodillas al piedel lecho, y


    10. blancas sobresu pecho, y la pobrecilla sobrina llorando derodillas en un rincón

    11. Pero, con todo esto, él se partió llorando y su amo se quedóriendo


    12. Iba llorando y


    13. luego en una silla en el más oscuro rincón de laalcoba, y permaneció callada y llorando, y


    14. encerró en su cuarto y estuvo llorando hasta lahora de tornar al


    15. en casa, que ir ytirarse llorando encima de la cama


    16. Dorotea, que estaba replegaday llorando en un rincón


    17. —Como tú tienes tan buen corazón, y el pobre vino llorando


    18. llorando en las socavas de losárboles, mientras las niñeras reían


    19. nuevo enmarcha hacia la población aún seguía llorando


    20. abatida por la inquietud, llorando y rogandosentada en un

    21. mujeresdevotas que salían del templo, la siguieron llorando y


    22. estuvieron llorando por espacio de cinco días


    23. Quedaron abrazados estrechamente y llorando en silenciolargo rato


    24. Y mientras tanto el cielo, llorando incesantemente por sus innumerablesojos; el río


    25. de que yo estaba llorando


    26. Envenenadora en el sendero llorando


    27. una vez maldiciendo, otra llorando,


    28. También ella estaba llorando


    29. Llorando y en silencio fueron saliendo todos los tertulios


    30. Así estuvieron largo rato llorando dulcementeen silencio

    31. llorando! En mi vida he visto un hombre más gracioso


    32. que apenas sabía andar y ya se arrodillaba ante las imágenes dela habitación, llorando para que


    33. llorando, y la canción es más hermosa cuando tienemás suspiros, hipos dolorosos y estertores de


    34. Venusde otros tiempos cambiaban la expresión de su cara, riendo o llorando agusto de los fieles,


    35. de un lado paraotro llorando de amor, con los brazos levantados,


    36. Y la reina está llorando


    37. El pastor coge llorando


    38. Y los indios, llorando, se echaron a sus pies, y lepidieron


    39. «¡Puh!» repetía la pobre gente, y se ibaa su casa llorando


    40. Las damas se deshacían en exclamaciones, llorando unas, riendo otras

    41. Es también seguro queSalomé pasaba muchas noches llorando, y que en aquel asuntointervinieron el


    42. en losbrazos, y otro que la seguía llorando agarrándose a sus


    43. de las pasioneselectorales por una sola voz, riendo a una seña, llorando a otra


    44. lasrecomendaciones, llorando también muchos de ellos, pero sin dejar deandar, con


    45. brazos, y así iba hasta la puerta del Hospicio,oyendo a su madre y llorando


    46. voz, y llorando en talabundancia, que las lágrimas le empapaban


    47. vivir llorando por laspenas del mundo, amar entre lágrimas


    48. Dios! Su mamá se había metido en elCamón llorando


    49. arrojado llorando en losbrazos de la abuela


    50. delanarquismo, llorando de emoción en un concierto luego de














































    1. Cuando volvíanoyó llorar en el patio a uno de los chicos del portero y preguntó lacausa


    2. resolviéndose la tensión acumulada en un torrente de carcajadas que nos hicieron llorar


    3. Por supuesto, se puso fatal, a llorar (lo


    4. ganas de llorar, sentía una impotencia!


    5. Es la Gente del Mundo, que mas amanà sus Hijos, i mejor tratamiento les hacen: i quando acaesce que àalguno se le muere el Hijo, lloranle los Padres, i los Parientes, i todoel Pueblo, i el llanto dura vn Año cumplido, que cada dia por la mañana,antes que amanezca, comiençan primero à llorar los Padres, i tras estotodo el Pueblo: i esto mismo hacen al medio dia, i quando amanesce: ipasado un Año que los han llorado, hacenle las Honras del muerto, ilavanse, i limpianse del tizne que traen


    6. Antes que llorar como mujer, se encoleriza como un varón


    7. ¡Qué diablos!¿Por qué no han de llorar también los hombres cuando les dé la gana?


    8. «¡Bien, hombre, bien! exclamaba, así megusta; los hombres no deben llorar aunque se vean con las tripas en lamano; has faltado a la obediencia pero has sufrido el castigo conentereza; a tí no te hubieran arrojado en Esparta de la roca como aotras mujerzuelas que hay en la clase!» Y echaba miradas de soberanodesdén a ciertos individuos


    9. La tiró al fondo y se puso a llorar en la orilla


    10. En aquella época no había nada en el cementerio, sólo dolor y soledad y mujeres que iban todos los días a llorar a sus muertos y a ponerles fl ores de colores

    11. es el llanto de los que no pueden ya llorar,


    12. Su aflicción crecía, y poco lefaltaba para romper a llorar


    13. Y razón tenía hasta cierto punto, porque a Jacinta le faltaba poco paraecharse a llorar


    14. Jacinta se echó a llorar


    15. —Eso sí, sobre todo los dramas en que hay cosas que la hacen llorar auna


    16. Algo se derrumbaba dentrode ella, y perdiendo toda entereza, rompió a llorar como un niño a quienle descubren una travesura gorda


    17. Pero no por eso se echó como débil mujerzuela a llorar tristezas, sinoque después de publicar un manifiesto de levantado espíritu patriótico,continuó, con más bríos si cabe, la tarea enorme de hacer patria, tareaque fue sobre sus hombros una cruz, semejante a la que llevara, a travésde su calle de Amargura, el Cristo dulce y bueno de los cristianos


    18. puso a llorar como un chico, y esa tarde, sintiendo elvértigo de


    19. Iba a levantarse,parecía a punto de llorar


    20. Tú lo has hecho llorar con tu cuento del

    21. Solamente que, en los últimos años, Ulises por la noche comparte el lecho con la diosa haciendo el amor con ella y durante el día se aleja a los escollos a llorar todo el tiempo porque no puede retomar el camino hacia Itaca, ésto con Circe no le había sucedido


    22. Durante la noche hace el amor con Calipso y durante el día se retira a llorar sobre los escollos, anhelando su esposa


    23. Ella se dejó caer en un asiento y rompió a llorar


    24. por más que siempreacaba por llorar, porque la conclusión


    25. conlas manos y rompió a llorar


    26. La hacía llorar la vista de la reproducción material de un


    27. Y se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar


    28. devorándolas, sin predilección, pues bastaba para sugusto que la hiciesen llorar mucho, pero


    29. impresiones de la ruina, sintió ganas de llorar enplena Bolsa, ante los corredores y los «alcistas»,


    30. Hacen llorar los actores que saben fingir elllanto

    31. muy mal en llorar; esa


    32. Así se lo dije; me miró, sonriendo con esa sonrisatriste que hace llorar, y


    33. rompió a llorar con la másprofunda aflicción


    34. De nuevo tornó a llorar Sancho, oyendo de nuevo las lastimeras razones desu buen señor, y


    35. pasaba del pecho; el cual, oyéndose preguntar la causapor que allí venía, comenzó a llorar y no


    36. voluntad, de que se retiró a la Peña Pobreen compañía de un ermitaño, y allí se hartó de llorar y


    37. y, abrazándole por las piernas,comenzó a llorar muy de propósito, diciendo:


    38. hacen llorar los niños y a las mujeres, sino unas agudezasque, a modo de blandas espinas, os


    39. Y, en esto, comenzó a llorar tiernamente, y dijo:


    40. Y, en esto, comenzó a llorar tiernamente; viendo lo cual el secretario, sellegó al oído del

    41. El niño se echó a llorar en una verdadera crisis de desesperación


    42. ¿Qué razón había para que la cocinera se echase a llorar?


    43. estabanen contra suya, y se echó á llorar


    44. Cuando vió á solas á Nicolasa, con los ojos encarnados de llorar y convoz trémula le dijo:


    45. Clara volvió en sí del desmayo, exhaló un suspiro y rompió á llorar condesatado y copioso llanto


    46. Mientras tanto, la señora Hellinger se había echado a llorar


    47. tengo losojos de llorar!


    48. hombres y llorar dehorror á las mujeres


    49. un raudalde lágrimas; no cesó de llorar en toda latarde


    50. Mas antes de llegar a ella, la jovencesó de llorar y, levantando la cabeza














































    1. Tu pupila es azul, y cuando lloras,


    2. —No, es que lloras


    3. —Ya sé por qué lloras tanto—dijo el ciego estrechando las manos de sucompañera—


    4. Cuanto más lloras, más ganas me entran de romperte las encías a patadas


    5. -¿Estás enferma? ¿Qué tienes? ¿Por qué lloras? ¿Es cierto que las bombas han derribado tu casa?


    6. lloras por las orillas de un ojo de caballo


    7. , ¡como siempre lloras!


    8. Lloras por las escaleras


    9. Lloras cuando escuchas el mensaje que la Gorra al Revés te ha dejado en el contestador


    10. Lloras cuando bajas las persianas para tapar la luz de las siete de la tarde

    11. Lloras mientras te pones tu absurdo camisón con ositos azules


    12. Y lloras mientras te duermes


    13. Después de varias lloras de estar estacionado, el tren empezó


    14. Quería preguntárselo un día: -Oye, ¿tú sólo lloras en nombre de las veces que no lo hiciste cuando debías?


    15. «¿Por qué lloras, Doc? – me dijo ella-


    16. Cuando tú lloras, yo lloro, cuando tú sufres, yo sufro


    17. Otros lo consiguen y yo no; y lloras con discreción lágrimas secas por el fin de todo lo que tuviste


    18. El coche de Aranda había salido ya cuando él llegó a la administración, y no queriendo esperar veinticuatro lloras más para lanzarse fuera de Madrid, que había llegado a ser su Purgatorio, tomó billete en un coche que al amanecer salía para Torrelaguna


    19. A ver, ¿por qué lloras? ¿Es porque no han querido darme la vitalicia? ( Denegación de Fidela


    20. Mira, quiero que me guardes el cuadro un par de lloras

    21. «¿Por qué lloras? – protestó Tariq, que había vuelto a ponerse la pierna ortopédica-


    22. —Pues parece que tú lloras un montón


    23. “¿Por qué lloras?” preguntó Sheemie


    24. –Por que lloras? – pregunto el, enjugando la lágrima


    25. «¿Por qué lloras, Maou, estás enferma?» Fintan tenía el corazón en un puño


    26. Cuando lloras sin saber por qué, hija mía, me entra una comezón, un miedo supersticioso


    27. – ¿Por qué lloras, mi amor? – preguntó Aslan


    28. Iremos a Munich, sí, al alba, cuando amanezca… ¿Por qué lloras? Bésame como me sueles besar, con los ojos cerrados y los labios abiertos, despacio


    29. -Ya sé por qué lloras tanto -dijo el ciego estrechando las manos de su compañera-


    1. rostro en su mente, y lloro, luego el


    2. nadie me vea, lloro y lloro por tí


    3. por eso no lloro


    4. lloro mucho, pero es cuando estoyen mi cuarto, porque si lo hago delante de ellas se


    5. Con suspiros, y lágrimas y lloro


    6. Los males, sobresaltos, pena y lloro,


    7. seguían moviendo losremos en el aire con interminable lloro:


    8. lloro cuando los veo en el banquillo


    9. La ciudad prolongaba el lloro y el canto de sus bronces en el piadosoanochecer


    10. lloro de la gaita gallega, el gorjeo de las cañas árabes y el

    11. quebranto, un abandono de lavoluntad, una facilidad tan grande para las lágrimas; lloro


    12. 42 Y los echarán en el horno de fuego: allí será el lloro, y el crugir de


    13. 50 Y los echarán en el horno del fuego: allí será el lloro, y el crugir de


    14. afuera: allí será el lloro, y el crujirde dientes


    15. será el lloro y el crujir de dientes


    16. 42 Y los echarán en el horno de fuego: allí será el lloro, y el crujir de


    17. 50 Y los echarán en el horno del fuego: allí será el lloro, y el crujir de


    18. afuera; ahí será el lloro, y el crujir dedientes


    19. el lloro, y el crujir de dientes


    20. lloro, y el crujir de dientes

    21. 37 Entónces hubo un gran lloro de todos; y derribándose sobre el cuello de


    22. 9 Afligíos, y lamentad, y llorad; vuestra risa se convierta en lloro, y


    23. el lloro, y el batimiento de dientes


    24. 42 Y echarlos han en el horno de fuego: alli šerá el lloro, y el batimiento de


    25. 13 Entonces el Rey dixo à los que šervian, Atado de pies y de manos tomaldo yechaldo en las tinieblas de à fuera: alli šerá el lloro y el batimiento dedientes


    26. 30 Y al šiervo inutil echaldo en las tinieblas de à fuera: alli šerá el lloro,


    27. 42 y los echarán en el horno de fuego: allí será el lloro, y el crujir de


    28. 50 y los echarán en el horno del fuego: allí será el lloro, y el crujir de


    29. fuera: allí será el lloro, y el crujirde dientes


    30. 37 Entonces hubo un gran lloro de todos; y derribándose sobre el cuello de

    31. Vuestra risa conviértase en lloro, y


    32. compañero mío,á quien lloro y reverencio á un tiempo, el cual,


    33. ¿Por qué no camináis en silencio? ¡Era mi madre también, era todocuanto tenía en el mundo, y no lloro!


    34. Porqué conviertes en lloro


    35. No puedo evitarlo, siempre lloro al recibir la hostia


    36. Lloro de bienestar y de desesperación


    37. Sola, hermana mía, lloro porque


    38. Yo también lloro, ya lo ves


    39. a su lado, escuchando el triste lloro;


    40. triunfo por el cual lloro con frecuencia

    41. por cuáles penas las lloro


    42. Que río en los duelos y lloro en los festejos,


    43. Enciendo un porro, me siento en el piso del baño y lloro recordando a ese hombre bello y torturado que salió del armario para caer del balcón


    44. –A veces lloro de felicidad -le dijo ella mientras se limpiaba las lágrimas


    45. –No es por ellos por quien lloro, aunque debiera hacerlo, sino por mi hijo


    46. A una madre me la imagino como una mujer que en primer lugar posee mucho tacto, sobre todo con hijos de nuestra edad, y no como Mansa, que cuando lloro -no a causa de algún dolor, sino por otras cosas- se burla de mí


    47. A veces lloro a solas por ello; ven, entre dos es menos amargo


    48. Algunas noches me despierto y lloro, porque comprendo que tienen todo el tiempo del mundo, todos los años que quieran, y sin embargo no parece que haya mucha felicidad entre ustedes


    49. Yo ya no lloro, tengo el corazón endurecido


    50. Me dejo caer en el suelo, las lágrimas me corren por la cara, y me hago un ovillo, las rodillas contra el pecho, y lloro como un niño










    1. Llorábamos al recibir los mensajes de las presas políticas desde el campo de concentración de Tres Álamos


    2. Luego se secaba las lágrimas y seguía hablando mientras los que escuchábamos llorábamos con discreción


    1. Lloré de emoción


    2. " Lloré tanto en 3 de la mañana


    3. Entonces la asedié con mayor empeño: insistí,supliqué, lloré


    4. Subí a mi habitación y me acurruqué bajo las mantas en una posición fetal y lloré


    5. Lloré por un rato, hasta que Bob me dio una palmada en la


    6. lloré mucho y las


    7. Y lloré por la caótica suerte del mundo


    8. De inmediato pensé en los niños asesinados, pero esta vez no lloré


    9. Salí de aquel infierno agobiado por el peso de mis culpas; pero la voz de Dios me alentó en los primeros pasos; la voz de Dios me iluminó el alma; en el áspero camino lloré mis errores, y una vez llorados y aborrecidos, el arrepentimiento me dio nueva vida


    10. Me senté en el piso de la cancha y lloré

    11. –Recuerdo -decía- que lloré dos días seguidos cuando se fue el regimiento del coronel Miller, creí que se me iba a partir el corazón


    12. Lloré como nunca había llorado una hormiga


    13. Lloré en la cama hasta que me venció el sueño, mientras me acariciabas el cabello y me asegurabas que todo saldría bien


    14. Por la noche, en la cama, lloré


    15. Lloré, y sin embargo nadie debía oírme


    16. La noche de mi declaración lloré como un crío


    17. Lloré lágrimas de impotencia ante los cuerpos irreconocibles de mis seres queridos, fundidos en esa gran masa de muerte a la que tuvimos que prender fuego, dada la imposibilidad de excavar una tumba capaz de acogerlos a todos


    18. Me negué y lloré amargamente esa noche como no lo había hecho en toda mi vida


    19. No recuerdo nada del trayecto excepto que lloré


    20. Y cuando se hubo ido caí de rodillas sobre el duro suelo de obsidiana, sepulté la cabeza entre los brazos y lloré

    21. Me senté en los escalones de mi oficina y lloré


    22. Estaba posada sobre eso y lloré


    23. En lugar de eso, me apoyé contra la puerta del refrigerador y lloré


    24. Lloré un poco mientras tapaba a Buck, porque se había portado muy bien conmigo


    25. suelo, y lloré como antes, atormentado: ¿Entonces por qué lo mataron? ¿Por qué está muerto?


    26. Lloré en silencio mientras Cirilo acercaba la cruz a Hipatia para que la besara


    27. Casi lloré en el lavabo mientras la estaba bebiendo


    28. Lo cierto es que durante esta visita a Troya después de Farsalia lloré ante la tumba de Aquiles y dispuse que mis secretarios me prepararan una serie de mapas, planos y notas que me han resultado recientemente útiles al considerar la disposición de la futura colonia


    29. Lloré por el horror, por lo conmovedor, por lo absurdo de aquel hecho


    30. ¿Cómo podía haber quedado reducido Pompeyo el Grande a una cabeza separada de su cuerpo y tirada sobre las tablas de mi barco? Lloré por la miseria del desorden de nuestro mundo, en el que para el individuo nada es seguro, y cuando me enteré de toda la historia del asesinato, mi alarma y mi compasión aún aumentaron

    31. –¿Cómo? – lloré, enjugándome los ojos con el pañuelo manchado de rímel


    32. Me arrodillé a su lado y lloré


    33. Lloré de forma que las lágrimas empaparan la toalla


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    llorar in English

    cry weep <i>[formal]</i> deplore lament grieve bemoan mourn

    Synonyms for "llorar"

    fluir salir verterse manar gotear chorrear sollozar lamentarse implorar gemir gimotear condolerse sentir añorar arrepentirse extrañar deplorar