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    Usar "saludar" en una oración

    saludar oraciones de ejemplo

    saluda


    saludaba


    saludaban


    saludado


    saludamos


    saludan


    saludando


    saludar


    saludas


    saludo


    saludáis


    saludé


    1. de la villa, que saluda y entra en la


    2. Grailem acerca con una sonrisa y los saluda en su idioma


    3. —Allí está el novio, ese joven delgado, moreno,de andar lento que las sigue y que saluda con aire protector álos tres amigos que se ríen de él


    4. será elbruto que saluda a la aurora en el fondo de losbosques con un tambor?


    5. Se inclina, saluda con laespada; allá, en el extremo de


    6. hombros? Desde lejos, Juan saluda todavíacon la espada


    7. trae y se enfadan si no se las saluda á una legua dedistancia, y se hacen almíbar así


    8. saluda como en losprimeros días, cuando la creían una


    9. 12 Os saluda Epafras, el cual es de vosotros, siervo de Cristo, siempresolícito por vosotros en oraciones,


    10. El pueblo, que está bebiendo ó bailando, le saluda y da la

    11. Y el día siete de enero de mil novecientos cincuenta y cuatro, recibirá un acuse de recibo donde el cardenal Quiroga Palacios Saluda y Bendice a Josefa Rodríguez García y le comunica que ha pedido con el más vivo interés el indulto a que hace referencia en su carta, habiendo recibido la contestación de que el Gobierno estudia con cariño esta petición, y le encomienda al Altísimo este asunto


    12. –Piensa en la muerte y saluda a la vida con cohetes y fuegos de artificio


    13. El viajero saluda a Francisca, la mujer que le diera comer en el parador


    14. Son recibidos por el jefe de camareros, quien saluda con una inclinación de cabeza


    15. Luego, me asomo, Harpo me saluda con desde dentro


    16. Entonces el cocinero, quien suele tener un trapo blanco amarrado en la frente y una expresión siniestra, saluda a los comensales con una breve reverencia, saca de su cinturón varios cuchillos afilados como navajas, los hace bailotear con cuatro pases de artes marciales cortando el aire con silbidos de víbora y luego procede a rebanar el pez en láminas finas sin causarle la muerte


    17. Ahora saluda al guardia de la entrada, que le dice que pase


    18. Si amara a Matilda todavía, si Matilda aún le amara, ¿cómo no había de aparecérsele ahora que la invoca? Aprieta sin fijarse la mano derecha de su nuera, acaricia el anillo de oro de su nuera como quien saluda a un fiel partidario en un mitin


    19. Se saluda con el hombre cuando se cruzan en la escalera


    20. Blas a todos saluda y bendice, añadiendo las carantoñas que sabes son muy de su carácter, y con las cuales se hace perdonar sus graves defectos: nos pide dinero y ropa

    21. Aún oigo las olas de Peniche en Tavira, Margarida, las olas de ese invierno, aún oigo la sirena de la fábrica de conservas que llama a los obreros y la espuma bajo las losas, y me acuerdo de la forma en que los presos me quitaban las energías mezclándome barbitúricos en la sopa, y me llamaban, cuando yo estaba solo, imitando la voz del director de Santo Tirso, la voz de Alice, la voz de mi padre, que me obligaban a regresar al pasado a fin de interrumpirme el presente, y no sólo los presos sino el que mandaba, y los guardianes, y el abogado que desparramaba hojas sobre la mesa de la sala de consultas, Hoy lo encuentro de mejor aspecto, señor mayor, tal vez podamos trabajar en el sumario, y no sólo el abogado sino mi familia, y tú, Margarida, que te escuchaba conversar con ellos, y yo, que me negaba a dormir por miedo a que me vaciasen un cargador en el corazón, yo que asentía Realmente tengo un aspecto estupendo, doctor, ustedes no han conseguido abatirme, y él Antes de comenzar con las tonterías, señor mayor, quería preguntarle si aceptaría entrevistarse con el coronel Gomes y su abogado, y yo ¿El coronel Gomes?, y él Entró ayer en la cárcel, el señor teniente ha permitido que nos entrevistemos para hablar, y yo, juntando los fragmentos del puzzle, ¿El coronel Gomes es quien dirige la trama, doctor?, y el barco salvavidas callado, y la sirena callada, y hasta las olas calladas contra los muros del fuerte, y el coronel Gomes que extendía la palma hacia mí, con pantalones de sarga, tiritando bajo un abrigo viejo, Buenos días, Valadas, ¿ya no se saluda a los amigos?, y yo A los amigos sí, mi coronel, el problema es que usted no es un amigo, y su abogado Por el amor de Dios, señor mayor, el señor coronel Gomes tiene gran estima por usted, y el coronel Gomes Fui yo quien le avisó de que la Policía lo buscaba, y yo La mandó a mi casa, diga mejor que la llamó por teléfono y la mandó a mi casa, y el coronel Gomes No estoy aquí para escuchar insinuaciones groseras, no estoy aquí para escuchar insultos, y mi abogado Le pido disculpas, señor coronel, el señor mayor no ha querido ofenderlo, casi un año de cárcel deja los nervios destrozados, y el coronel Gomes, más sereno, Que se retracte y olvidaré este episodio, y su abogado a mí Lo que nos interesa es establecer una estrategia común, decidir lo que puede decirse y lo que no, que el Delegado del Ministerio Público es duro de roer, y yo, En el juicio no diré ni pío, y no dije nada, condenaron al coronel Gomes a once años y lo expulsaron del Ejército, el comodoro Capelo, promovido a almirante, dio testimonio, me pareció ver a Alice entre el público, en una de las filas traseras, entre su madre y su marido, pero cuando miré con atención eran otros los espectadores y no ellos o los lugares estaban vacíos, el juez postergó mi sentencia por consejo de los médicos, regresamos a Peniche en una furgoneta blindada, y el coronel Gomes, a mí, Once años, Valadas, yo no duro once años, cuando salimos del Tribunal reparé en su mujer, una señora que lloraba, y yo Espero que no dure, mi coronel, que ya tengo adversarios de sobra, y al llegar a Peniche tronaba, el cielo se hendía con heridas de relámpagos que recortaban la villa, que recortaban el mar, tomando las sombras fosforescentes antes de esconderse en sus pliegues de tinieblas, un barco, casi en la línea del horizonte, flotaba sobre nubes que supuraban lágrimas rojas, las casas se desmoronaban, los almacenes de los pescadores y las traineras ancladas se deslizaban hacia la plaza, el farallón, amputado, mostraba sus visceras de pizarra, liberaba enjambres de aves aterradas, y a la mañana siguiente el coronel Gomes se ahorcó en la celda, y cuando lo vi, antes de que lo cubriesen con el abrigo y un saco de arpillera, no me pareció verlo morado ni con la lengua fuera, sino con las pupilas apagadas en una expresión amable, de modo que pensé Se ha dormido, no se ha ahorcado ni nada, se ha dormido, a pesar del verdugón en el cuello y de los hombros crispados, pensé Se ha dormido, ha fingido que se ahorcaba para intentar engañarme, y entonces me acerqué a él, le puse el pulgar en la frente y estaba fría y con manchas color de vino en la raíz del pelo, y las botas en el extremo de las piernas, Margarida, se me figuraron vacías como los zapatos de los mendigos


    22. El presidente Zerimski sonríe y saluda mientras avanza a través de la atestada Cámara hasta el atril, estrechando las manos que se le tienden


    23. ¿O estaría ella en el cielo y él no la reconocería? Recordó ese poema de Browning, ¿cómo era?, ese en el que un hombre se aleja tanto de una mujer que no la saluda cuando la encuentra en el cielo y si bien era una medianía -también en el cielo cabe ser una medianía-, el amor le dio alas, y con un esfuerzo desesperado sobrenadó a su timidez… Pero no, imposible, los listados lo mostraban a las claras


    24. Se hace sólo como gesto de cortesía, por cumplir con la buena educación, o, si se saluda a algún conocido por la calle, es un signo de mero reconocimiento


    25. Va y viene la gente, se saluda, hace corros, comenta el curso de la guerra y el de los negocios, que a menudo discurren juntos


    26. Al cruzarse con los diputados, por simple instinto profesional ante cualquier autoridad, Tizón saluda quitándose el sombrero con la misma diligencia que emplearía —nunca se sabe cuándo esos casos llegan— si le ordenaran meterlos a todos en la cárcel


    27. Con las tropas formadas a lo largo de la carrera y presentando armas mientras la lluvia arruina los uniformes de los soldados, la comitiva desfila hacia la calle de la Torre, escoltada por un piquete de caballería y a los compases de una banda de música que el agua torrencial desluce y acalla, pero que la gente agolpada a lo largo del recorrido saluda con alegría


    28. Obediente, Miguel saluda copa en alto y da media vuelta


    29. Saluda el sargento y desaparece escala abajo, con sus hombres y el equipo


    30. Acaba la conversación y saluda de parte del coronel

    31. En Lucas el ángel Gabriel se le aparece en persona a María y la saluda: «Salve, María, llena eres de gracia


    32. Jonas les saluda alegremente con la mano


    33. Mirdzjan abre y los saluda amablemente a todos antes de invitarlos a entrar


    34. La suerte de Cataluña… Ya avista el jefe al Presidente de la Generalidad, ya se cuadra y saluda, ya sigue hacia arriba la Guardia Civil española


    35. Éste se había puesto en pie, ofreciéndose a la vista de todos, y estaba riendo sobre sus gemidos de pánico; riendo cual quien saluda y acepta el regalo que hasta entonces intentara rechazar; aliviado, triunfante, en entrega total


    36. Sonríe un poco y saluda con la cabeza de vez en cuando


    37. -Normalmente tarda medio día en pensar la respuesta cuando alguien lo saluda


    38. Pasa junto a la mesa de los hermanos Castorp, los saluda levantando dos dedos que rozan el ala del sombrero


    39. Saluda al policía del pueblo, que apenas puede tenerse en pie


    40. En poco tiempo le enseñó todas las fórmulas que se usan en una visita de cumplido, cómo se saluda al entrar y al despedirse, cómo se ofrece la casa y otras muchas particularidades del trato fino

    41. Ubico se cuadra ante la ventana presidencial y saluda


    42. Soldados y alguien de civil que la saluda con ambos brazos


    43. «Así que es eso pensó K, se está ofreciendo, está corrupta como todo a mi alrededor; está harta de los funcionarios judiciales, lo que es comprensible, y saluda a cualquier extraño con un cumplido sobre sus ojos»


    44. ¡Qué el pueblo se hacine arriba si quiere; que esté pronto el hocico que ha de perforar el musgo! Muda y vacía me saluda ahora también la obra y refuerza lo que digo, pero me asalta cierta flojedad y en uno de mis lugares predilectos me enrollo un poco falta mucho para que lo haya visto todo, quiero seguir la inspección hasta el final, no quiero dormir aquí


    45. Sonríe y saluda a Jabavu, quien siente un orgullo inmenso, como si un halcón enorme lo hubiera alzado por el cielo con sus alas


    46. Jabavu se sienta en el suelo en señal de respeto, pero la señora Mizi, mientras saluda a los invitados, le dice:


    47. Mi piloto, el suboficial mayor Michael Choi, me saluda desde la cubierta de babor


    48. López Amor lo saluda con la mirada


    49. Todas las puertas se le abren y la gente lo saluda con el máximo respeto


    50. Un chico, apenas un niño, se acerca y saluda marcialmente a Modesto para rendirle un informe











































    1. Pocas horas después,Luis, Justa y Soledad agitaban los pañuelos en el andén de la estación,mientras la pareja feliz les saludaba con los suyos asomada a laventanilla del sleeping, lecho con ruedas, tálamo ambulante, símboloacaso sobrado casto para quien tal idea tenía del amor


    2. El mozo le saludaba en el momento de dar un restregón con elpaño a la mesa, y él, contestando con cierta dignidad, frotábase lasmanos, se acomodaba bien en el asiento, conservando la capa sobre loshombros; después acercaba el vaso, poniendo a la derecha, a la discretadistancia a que se pone el tintero para escribir, el platillo delazúcar, y luego atendía a la operación de verter en el vaso la leche yel café, poniendo mucho cuidado en que las proporciones de amboslíquidos fueran convenientes y en que el vaso se llenara sin rebosar


    3. algunaamiga las saludaba desde su carruaje con expresión cariñosa, las trescreían adivinar cierto


    4. Carácas, victoreado por un pueblo entusiasta ynumeroso que le saludaba con el glorioso nombre de


    5. cámara,cómo se saludaba a los reyes, cómo se les besaba la


    6. corazón y le saludaba con una turbación que, lejos dedisminuir, aumentaba cada


    7. Rafael estaba en pie y saludaba con torpes movimientos de cabeza,agarrado a los


    8. con que le saludaba otras veceshabía desaparecido


    9. La modestia y la gracia con que saludaba enardeció aún más al


    10. El Mosco le saludaba desde abajo

    11. Ana saludaba adiestro y siniestro,


    12. Ella estaba junto a loscristales, me veía, me saludaba y cerraba las


    13. parte en la ceremonia, y cuyapresencia saludaba el público con


    14. daba las gracias y saludaba con la muerte en elalma


    15. lo saludaba con elbrillo amarillento de sus dientes y volvía


    16. en cada rincón de losPazos la alegría, la limpieza y el orden, y que la saludaba el rápidobailotear


    17. Gallardo, quitándose la montera, saludaba a los grupos que aplaudían supaso


    18. El público saludaba su primera aparición enla arena luego de la tremenda


    19. Lo saludaba con mugidos, imitando infantilmente el bramar de los torosen la dehesa


    20. 81] el Inca los saludaba diciéndoles que fuesen bien

    21. El joven de verde permaneció a sus espaldas mientras saludaba a Lamb


    22. Bill avanzó derecho hacia ella, mientras George saludaba al marqués con el ficticio entusiasmo que usaba en las ceremonias públicas


    23. Como secretario de Herrero Tejedor su trabajo consistía en llevar la correspondencia, concertar citas y atender visitas, muchas de ellas de jerarcas del partido y gobernadores civiles de paso por Madrid, ninguno de los cuales olvidaría en el futuro al falangista apuesto, diligente y entusiasta que los saludaba levantando el brazo en un remedo del saludo fascista (¡A tus ordenes, jefe!) y los despedía con un remedo de taconazo militar (¿Me ordenas algo más?)


    24. La vieja escocesa se apartó mientras saludaba al lord con una reverencia


    25. Nuevos motoristas, ahora en pelotón, hicieron su aparición en la curva y diez metros más atrás avanzó, muy despacio, un gran coche negro, cerrado, que ocultaba casi por completo a otro descubierto en cuya parte trasera un hombre saludaba alzando los brazos


    26. Manuel, el jardinero español, saludaba a los visitantes y, siempre atento, obsequiaba con un ramo a las señoras y con una simple flor para el ojal a los caballeros, con su morena tez arrugada por las sonrisas


    27. Oí que Tanner Haku, un grabador japonés que había terminado en Pensilvania después de haberse pasado veinte años dando clases por todo el mundo, entraba en la habitación y saludaba a sus alumnos


    28. Se miraba en la triple luna del espejo y saludaba a esa mujer ataviada para un baile en la cual le costaba mucho reconocerse


    29. Cada vez que se encontraba con un enano, saludaba con un gesto de cabeza y ellos siempre le devolvían un enérgico:


    30. Bonísima velera, a la mañana del quinto día su tripulación saludaba con alegría la alta torre de Castillo Chico y las quebradas cimas de la tierra de Veragua, visibles desde el mar y a gran distancia

    31. Saludaba a medio mundo por su nombre y gracias a su expresión de angelote se ganó la confianza de mucha gente


    32. Se miraba largamente en el espejo sin reconocer a ese abuelo que lo saludaba desde el otro lado; hacía un inventario de los cambios y se preguntaba en qué momento ocurrieron, cómo se acumuló tanto desgaste


    33. Si algún campesino se nos cruzaba por el camino, se quitaba el sombrero de paja y, con la vista en el suelo, saludaba a los patrones, «su mercé», nos decía


    34. Mientras saludaba, se había soltado los cabellos que le llegaban por debajo de la espalda


    35. Y nuestro emperador los saludaba


    36. Si Fernando hubiera cumplido la promesa hecha en el manifiesto del 4 de Mayo, si hubiera imitado la sabia conducta de Luis XVIII, que desde la altura de su derecho saludaba el derecho de las naciones; [228] ¡cuán distinta sería hoy nuestra suerte! Sin necesidad de aceptar la Constitución de Cádiz, que era un traje demasiado ancho para nuestra flaqueza, Fernando hubiera podido admitir el principio liberal, inaugurando un gobierno templado y pacífico para la nación y por la nación


    37. Y me di cuenta de que yo hacía lo mismo: saludaba a la gente con gestos al dirigirme a mi sitio al extremo del banco


    38. Madre e hijo se fundieron en un largo abrazo mientras Sheila saludaba a Jesse, Pitt y Cassy


    39. Instantes después, oí que mi padre le saludaba efusivamente mientras abría la puerta y le hacía pasar


    40. A medida que íbamos entrando, nos saludaba con una inclinación de cabeza

    41. Bajé con cuidado y vi al señor Parsons que, con el sombrero en la mano, saludaba a mi madre en el vestíbulo


    42. Observé que el piloto, con su casco de cuero, saludaba al mecánico con la cabeza y le agradecía por el buen arranque, con los pulgares hacia arriba,


    43. ¿No crees —dijo el zorro, a la vez que se erguía y saludaba con una pequeña reverencia— que soy brillante en materia de disfraces?


    44. De pie junto a sus aviones a la caliente luz del sol, se apartaban nerviosamente las moscas de los labios, los rostros endurecidos mientras el jefe de la escuadrilla saludaba


    45. Todo el mundo lo saludaba, todo el mundo le hablaba, que si buenos días qué tal estás, que si qué tal vas con el expediente 114


    46. Soledad no había tenido tiempo de componerse el alma, y haciendo de tripas corazón, abrazó a su padre sin mirarlo, mientras su prima saludaba a su madre, que las atravesaba con dos interrogantes afilados


    47. Parecía sereno y saludaba con un gesto a los que, saliendo de las callejuelas o de las puertas, se incorporaban a la muchedumbre


    48. La cuadrilla bebía con profusión, se reía de Jack el Murciélago y saludaba con vítores sus amenazas de sangrienta represalia


    49. –Parece que sí -contestó el director de la agencia- Nuestro hombre vio que el portero le saludaba y le abría la puerta, cosa que no hizo con ninguna de las secretarias y ejecutivos que salían para ir a almorzar


    50. -Vaya, quedaos con Dios -decía doña Barbarita, levantándose de la silla a punto que aparecía el principal por la puerta de la trastienda, y saludaba con mil afectos a su parroquiana, quitándose la gorra de seda












































    1. ¿Qué caballerín, de los elegantes de la ciudad, no estaba aquellamañana, con un ramo de flores en el ojal, saludando a las damas y niñasdesde su caballo? Los estudiantes, no, esos no estaban por las calles,aunque en los balcones tenían a sus hermanas y a sus novias: losestudiantes estaban en la procesión, vestidos de negro, y entreadmirados y envidiosos de los muertos a quienes iban a visitar, porqueestos, al fin, ya habían muerto en defensa de su patria, pero ellostodavía no: y saludaban a sus hermanas y novias en los balcones, como sise despidieran de ellas


    2. Poco á poco fueron llegando varias familias atraidas por lafama de las alhajas del joyero: se saludaban deseándose lasbuenas pascuas, hablaban de misas, santos, malas cosechas, pero contodo iban á gastar sus economías en piedras y baratijasque vienen de Europa


    3. las esquinas, sentados cerca de su linterna, selevantaban al oir el paso de los caballos, saludaban,


    4. elaroma del laurel y de la resina, le saludaban los altos palos


    5. quantos le saludaban les veníantentaciones de hartarle de bofetadas


    6. los vecinos, que vivían a mi puerta y me saludaban con


    7. Las muchachas delcasquete dorado y larga pluma saludaban con risas los movimientosinquietos del gigante


    8. Cuando se encontraban en el círculo, se saludaban y cada uno se iba porsu lado


    9. día elregreso del aperador, saludaban con fieros aullidos y


    10. Le saludaban, oían sus palabras con la misma atención de antes; peronotaba en ellos cierto

    11. apuestos caballeros á uno que hacia él se dirigía y á quienestodos saludaban con


    12. Le saludaban con


    13. saludaban con otra lluvia de almendras, ytras ellos los viejos de más consideración y


    14. saludaban los marineros desde lejos, derramando en lasaguas una copa de vino, se ha convertido en capilla


    15. Por la mañana, al subir a cubierta, se saludaban las de uno y


    16. Norte, saludaban conentusiasmo esta vegetación exuberante, que


    17. A lassiete de la tarde se saludaban


    18. y aguacates, saludaban conentusiasmo la aparición de la gran


    19. escuchando á los músicos que saludaban con susromanzas y sus


    20. saludaban con escandaloso griterío el salto átierra

    21. calle la saludaban algunos con frases deelogio y cuando estaba en la iglesia la


    22. enramada y saludaban el día naciente


    23. triunfador cuando le saludaban losseñores ricos y las damas elegantes susurraban su


    24. hasta quedar de frente lasimágenes, y saludaban con una genuflexión de sus


    25. Poco después Tablas y Salvador se saludaban en la sala


    26. Llevaban además zapatos con punta de vértigo y el sombrero (también enorme) colocado de través y se saludaban enlazando sus dedos meñiques


    27. Y todos reían y se saludaban y se animaban con grandes risas y gritos


    28. Se reían, saludaban con la mano y desaparecían


    29. Sus componentes nos siguieron con la vista mientras saludaban a Al con tono significativo


    30. Algunos saludaban con la cabeza a uno, otros al otro, y algunos incluso a los dos

    31. Saludaban a míster Copperfield y le informaban de haber leído con la mayor atención su carta, «teniendo en cuenta el interés de ambas partes»


    32. Mientras me dirigía a clase de Español, me fijé en la gran cantidad de chicas que me saludaban


    33. Por su parte, el vizconde y la duquesa respondían a los marineros que los saludaban al pasar


    34. Habían divisado ya sobre el junco de Kin-Lung a la Perla del Río Rojo, que se mantenía en pie sobre la proa, y la saludaban desde lejos, gritando a voz en cuello:


    35. Se quedó en la puerta hasta que el tren arrancó de nuevo, y entonces, mientras la locomotora avanzaba aún muy despacio, se bajó de un salto que lo depositó en un extremo del andén, muy lejos del lugar donde los recién llegados saludaban a quienes habían ido a buscarles o arrastraban sus maletas hacia la salida


    36. Algunos vecinos la saludaban desde los porches: «¿adónde va hoy tan deprisa, señora R?» Preguntaban más por costumbre que por interés pues sabían que no llegaría más allá de la dársena, donde su peculiar medio de locomoción se detenía bruscamente sin traspasar jamás la orilla del mar


    37. Y este pastor tenía tanta dulzura, y reunía tantas ben­diciones, que las bestias feroces nunca atacaban a su rebaño, pues tanto lo respetaban, que al verle de lejos le saludaban con sus gri­tos y aullidos


    38. Mientras regresaban al palacio del gobernador, Cayo Mario advirtió con qué deferencia y afecto saludaban todos a Rutilio Rufo


    39. Las mujeres, sobre todo, contemplaban a la Reina con alegría, y con cierta confianza la saludaban, cual si en ella vieran la más alta de sus iguales


    40. Los niños y las mujeres le saludaban con banderitas, pero él tenía la mirada perdida y la mente en otras preocupaciones

    41. Los agricultores tan sólo conocían a sus propios nómadas invasores, en especial si su intento era la rapiña y conquista, por lo que los saludaban con el mayor horror y con frecuencia los consideraban unos monstruos


    42. Una reverencia temerosa precedía a Anton en cada negocio, y los custodios del paseo lo saludaban con tal deferencia que Arkady consideró la posibilidad de que fuera un socio secreto de uno o dos negocios


    43. Los pajaritos saludaban la aurora en los jardines de los parques públicos y en los del interior de las casas, los pequeños jardines de los patios


    44. Viéndolos volver, algunos los saludaban o hacían señas


    45. Pero los pobres negros saludaban nuestra llegada con manifestaciones de alegría de lo más extravagantes


    46. Se detenían a la vista del coche, y saludaban a Galt, mirando a Dagny con la tranquila curiosidad de quien reconoce a alguien


    47. A medida que el Khahan pasaba entre ellos, los soldados lo saludaban con estruendosos vítores


    48. Algunos los saludaban con la mano; otros no


    49. Los vio alejarse: el padre y la madre, altos ambos entre los que danzaban, una pareja de seres humanos bien parecidos; el padre con el cuerpo erecto, el cabello aún abundante, cano, facciones fuertes, ojos grandes, moviéndose apesadumbrado, sonriendo con desgano a los que lo saludaban al pasar


    50. Pasaron junto a varias casas pequeñas y fueron vistos por la gente que trabajaba en el campo, algunos de los cuales los ignoraron olímpicamente, mientras otros los saludaban con las manos y les gritaron en señal de bienvenida












































    1. Por un balcón de la estancia inmediata, dejado entreabierto para renovarla atmósfera, comenzó a soplar el aire saturado de aromas campestres,oyose el canto vigoroso de los gallos, y primero en vago resplandor,luego en torrentes de claridad, entró la luz del día, saludado conmaravillosos gorjeos por los millares de pájaros que rebullían entre elramaje de las huertas


    2. Podían atestiguarlo los pescozonescon que don Eugenio había saludado a su


    3. Esto tenia lugar el 9 de Agosto, y al siguiente, diade San Lorenzo, saludado por las expresiones de la mas viva alegria,entraba el Libertador en Santa Fé de Bogotá


    4. Cada vez que en el curso del día apareció el coloso junto á la entradade su vivienda, no fué saludado por la muchedumbre con alegresaclamaciones y echando sus gorras en alto, como otras veces


    5. saludando a todo el mundo ypor todos saludado con cariño? Lo


    6. espectro por la Galería, saludado de lejos por los antiguos amigosque huían del


    7. en esa mujer que nos ha saludado convoz melosa y sin levantar los ojos del suelo; pues es una


    8. tranquila{32} y resplandeciente por entrelas hierbas de la tierra, la he saludado


    9. Un toro colorado se precipitó en laarena y fue saludado por una


    10. saludado ala autoridad, se plantó delante de María y la brindó el

    11. con una imagen dorada de San Cristóbal ensu centro y saludado por las aclamaciones


    12. Al entrar en el comedor, Maltrana se vio saludado por sus


    13. él había huído dela casa paterna saludado por las lágrimas de las


    14. saludado, acatado por todo elmundo


    15. habiendo saludado á los hermanos, nos quedamos con ellos un dia


    16. en susinmediaciones, y desde luego fué saludado con el fuego de la artilleriay fusileria, que no causó efecto


    17. Su aparición causó mágico efecto en el auditorio y fue saludado con unasalva de


    18. Cuando se vio en el carruaje, calle de Alcalá abajo, saludado por lamuchedumbre


    19. Elpatrono del pueblo es saludado siempre á


    20. Se contentó con besar la mano que Marguerite le tendía con no poca indolencia, y salió tras habernos saludado

    21. Fue saludado por un carabinero, ex alumno de la Escuela de Aplicación, Anexa a la Normal


    22. Efectivamente, un instante después Morrel entró en la sala y fue saludado por los marineros con un unánime viva y con aplausos


    23. Y tras haber saludado a la baronesa y a su hija, cambió un apretón de mano con el conde y con Debray, y salió del palco de la señora Danglars


    24. —Estoy a sus órdenes —dijo después de haber saludado a todos con una inclinación de cabeza


    25. Para pasar inadvertido el viejo mirab cruzó por las calles más extraviadas, y a eso de las diez de la mañana se detenía delante del palacio de los Ben-Abend, siendo saludado por la guardia


    26. Entró en el campamento seguido de Durga y el capitán, saludado con deferencia por la guardia, y se dirigió hacia la tienda del maharajá, donde la barahúnda era ensordecedora


    27. Cruzó fácilmente por entre los escollos y salió al mar, saludado por una salva por los hombres que habían quedado de guardia en la roca


    28. Para pasar inadvertido, el viejo mirab cruzó por las calles más extraviadas, y a eso de las diez de la mañana se detenía delante del palacio de los Ben-Abend, siendo saludado por la guardia


    29. Después de haber saludado con el tradicional salem alek a los viajeros, el cabileño los invitó a que le siguiesen dentro de la tienda más espaciosa, cuyos extremos estaban abiertos para que el aire circulase con libertad


    30. El oficial vio ante él a un teniente de la Kriegmarine que lucía en charreteras y bocamangas el distintivo de la prestigiosa unidad de submarinos del Atlántico Norte y, percatándose de que no le había saludado con el preceptivo «a sus órdenes», respondió con un seco:

    31. Hood apenas había saludado a los presentes cuando entró el Pre sidente


    32. Baldomero con la tropa, contestando con expresiones fraternales a los vítores y gritos de entusiasmo con que fue saludado


    33. Pasando el General por la calle Mayor para dirigirse a la Merced, desde un balcón fue saludado con risas y chacota


    34. Una vez hecho todo esto, Basilio volvió triunfante a través de Grecia, visitando la antigua Atenas y entrando en Constantinopla saludado como Basilio Bulgaroktonos, «el matador de búlgaros»


    35. Pompeyo fue saludado con gran alegría y se le pidió que desembarcase; en la costa, los esperaban toda clase de personas


    36. Subió por la escala y fue saludado en cubierta por un viejo amigo, el comandante Rudi Gunn, patrón y director del proyecto del barco


    37. El camión entró en el Embassy Row y fue saludado por el policía de guardia


    38. En efecto, ya se habían encontrado con algunos hombres que llevaban escobas al hombro y que habían saludado al fogonero


    39. ¡Pero si apenas se les veía! Se habían adelantado, se los había saludado ya con anterioridad como a perros a pesar de la confusión creada por el estruendo que los acompañaba; sí, eran perros, perros como tú y yo, uno quería acercárseles, intercambiar saludos, estaban muy próximos, eran perros ciertamente mucho más viejos que yo y no de mi especie lanuda, pero tampoco muy distintos en tamaño y aspecto; al contrario, resultaban muy familiares; yo conocía a muchos de esa especie o de otra parecida, pero mientras estaba entretenido en tales reflexiones, la música comenzaba a predominar; lo cogía materialmente a uno, lo apartaba de estos pequeños perros reales, y a pesar de resistirse con todas las fuerzas, aullando como si le causaran daño, no podía ya ocuparse de otra cosa que de la música procedente de todas partes, de arriba, de abajo, arrastrando al oyente, sepultándolo y aplastándolo; que al aniquilarlo a uno estaba tan próxima que de inmediato parecía lejanísima, soplando trompetas apenas audibles


    40. Mientras paseaba a lo largo de los bulliciosos corredores y habitaciones exteriores, fue saludado por su secretaria con un puñado de perlas memorizadoras

    41. Frieda, ciertamente, seguirá a K a donde él quiera, por la nieve o el hielo, sobre eso no cabía ninguna duda, pero en todo caso su situación era muy mala, por eso ha saludado con gran alegría la oferta del maestro; por más que no sea un puesto muy adecuado para K, era temporal, se podía ganar tiempo y se podrían encontrar fácilmente otras posibilidades, aunque la decisión final fuese desfavorable


    42. Y fue saludado por un Momus sonriente con una palmada en el hombro


    43. Guan apareció, como de costumbre, y fue saludado por Tim calurosamente


    44. Virtualmente, todos los corresponsales científicos y los autores de ciencia-ficción de la Tierra habían convergido en Quito, y todo el día estaba siendo saludado por viejos conocidos en diferentes versiones del acento inglés


    45. Había llegado a pie, había saludado a todos los senadores, uno a uno, y ahora se disponía a gobernar el mundo


    46. Durante un año entero, se habían saludado los lunes por la noche con un rápido beso, pero esta vez… esta vez ambos vacilaron


    47. Fue la acción correcta, fue lo que requería el arte de la guerra y, en su momento, el niño fue merecidamente saludado como un héroe


    48. Su comentario fue saludado con suspiros y risas de coincidencia, y las miradas que se encontraron los ojos de Ansset dejaron de ser suspicaces y lujuriosas y se volvieron tiernas y amables


    49. El otro agente, el que había saludado, corría hacia ellos


    50. Al cruzar la doble puerta, recibió un chorro de aire frío que en invierno habría sido saludado con gritos de indignación





































    1. «¡Si doña María levantara la cabeza», nos dijo a Bergamín y a mí cuando lo saludamos


    2. Nos saludamos y puse a preparar un café


    3. Así nos saludamos como parientes de sangre


    4. Saludamos a las muchachas de recepción y seguimos discutiendo


    5. Entramos en el despacho y saludamos:


    6. Nos saludamos el uno al otro con una inclinación de cabeza, con la misma calidez que podría esperarse de unos robots


    7. Luego, a la clara luz del sol, nos dimos la mano y nos saludamos y nos dimos la mano y nos deseamos lo mejor para la estación pascual a toda la comunidad de vecinos


    8. No nos relacionamos mucho con sus padres, pero nos saludamos cuando nos encontramos en el pueblo


    9. Se interrogó entonces si había algunos deseos especiales por parte del difunto y la respuesta fue: Os saludamos, oh amigos de la tierra que todavía estáis en el cuerpo


    10. Algunos de mis compañeros de clase ya estaban allí, y nos saludamos

    1. Las personas están mesuradas, aunque tristes pero conservando la calma, saludan el paso del carro fúnebre


    2. Mirad cual lo saludan del muro los cañones,


    3. saludan el advenimiento de lanoche; yo, recostado en el tronco de aquel árbol gigantesco, no


    4. saludan y a quienes informan como ellos han sido informados


    5. data» y álos que esta tienen llaman Saludadores, y, particularmente saludan elganado;


    6. saludan con veneración y hablandel castillo del lago de Como comprado por el gran


    7. encuentran en losalrededores del café, me saludan del mismo


    8. atrevidas sólo la saludan conun movimiento de labios, y al


    9. 19 Las iglesias de Asia os saludan


    10. Os saludan mucho en el Señor Aquila y

    11. Os saludan las Iglesias de


    12. 19 Las Iglesias de Asia os saludan


    13. uncaballero jóven, y ambos se saludan con más afecto del que convienemanifestar en público, sobre todo


    14. Mi grupo de jóvenes la saludan cuando entran en esta sala


    15. No me saludan


    16. No me hubiese gustado ser, en aquel momento, uno de sus clientes, de esos que llegan y le saludan con un buen apretón, de manos


    17. Los recién llegados saludan a Antonio y Jacobo pregunta:


    18. Otero de Arce se saludan militarmente y se abrazan efusivamente sobre el hielo


    19. Era más que palacio un conjunto de edificios de distinta edad y construcción, unidos por dentro, y en los cuales la parte habitable era muy pequeña, si bien embellecida y alegrada por una frondosa huerta, algunos de cuyos pinos corpulentos viven todavía, y parece que saludan a sus honrados vecinos los del Botánico


    20. Los vencidos saludan a los vencedores

    21. Tanto gusto tuve de su lectura que Taracena me la regaló, y aquí transcribo un párrafo de ella muy interesante: «En vos, Señor, saludan las presentes kalendas al esclarecido descendiente de aquellos Turdetanos que en el Sur de nuestra Península renovaron la ciencia de los famosos Túrdulos, compañeros de nuestro común padre Túbal


    22. Mientras los caballeros se quedan de pie, encienden cigarros, dan tormento a la cuerda del reloj, saludan a conocidos y miran a otras señoras que pasan, ellas ocupan una mesa libre, piden refrescos con pastelillos y charlan de sus cosas: bodas, partos, bautizos, entierros


    23. No sé si montar en bicicleta es un buen ejercicio, me tiene sin cuidado, no tengo ningún interés en vivir más años de los que sean estrictamente necesarios, pero me parece que hacerlo me permite un conocimiento más preciso y cabal de mis dimensiones humanas y, a la vez, un cierto deslumbramiento ante las bellezas insospechadas de mi barrio: los gatos que me miran con una inteligencia superior a la que poseo, las mucamas que se protegen del sol con paraguas y me saludan con una alegría tropical que nunca será mía, las chicas adolescentes que me ignoran y se ponen pantalones cortos bien apretados y me recuerdan con qué facilidad podría ser yo un criminal si alguna de ellas me mirase y me guiñase el ojo y me permitiese tocar ese cuerpo que las leyes me prohíben tocar, las mujeres que corren cantando una música que sólo ellas escuchan, las ardillas esquivas, los pájaros que se obstinan en cantar sobre los cables de luz, las casas espléndidas en las que nunca viviré y a las que nunca me invitarán porque un escritor impúdico y desleal no es bienvenido en las fiestas de aquellos que preservan una cierta reputación (una reputación que a menudo es falsa), los obreros de construcción y los jardineros ilegales y los limpiadores de piscinas que me quieren y me saludan porque saben que ellos, como yo, no tienen reputación y eso curiosamente nos hermana, nos hace iguales


    24. Y anciano y policía saludan a los gentiles ocupantes, reanudando la marcha hacia la columnata


    25. Hombres de azul saludan a Chíniv a las puertas del Hospicio de Santa Marta


    26. Más abajo, a lo que se ve, la escena se desarrolla en el puente más alto del buque, en tanto que, cortadas por el marco de la lámina, aparecen largas filas de marineros que saludan


    27. Comentarios recogidos en el pontón de esquí acuático del Majestic, entre personas que se saludan haciendo chocar las palmas de las manos:


    28. Los prefectos del pretorio saludan al nuevo César


    29. los picos saludan la resurrección del sol,


    30. Gloria se había desayunado a la hora en que los pájaros saludan el día, porque en aquel tenía muchas ocupaciones la señorita de Lantigua y era preciso empezar pronto

    31. Cuando acaba la actuación, los demás padres aplauden orgullosos y saludan emocionados a sus hijos


    32. -Y ahora nos saludan con los pañuelos


    33. Pero cuando los hombres del Gertrude se suben a un bote y comienzan a remar hacia ellos, los hombres de Bischoff recuerdan sus modales, se ponen firmes y saludan


    34. Según muchos autores, tanto franceses como ingleses, los iroqueses saludan así a los «caras pálidas»


    35. Una discreta oleada de alegría y satisfacción se extiende por el castillo de proa, y saludan esos diez nudos estampando los pies en cubierta con tal entusiasmo que el oficial de guardia ordena a su segundo encargarse de «ese maldito estampido, que parece provocado por un rebaño de vacas beodas, locas por arrimarse al toro»


    36. En el “Almirante Brown” enarbola su insignia el almirante Daniel de Solier (empecemos a anotar los nombres porque serán los protagonistas del drama), altivo marino a quien los diarios de la época lo saludan con respeto señalando que tiene “gran sentido de casta”


    37. Ambas se levantan y saludan a la rectora


    38. Las dos policías vuelven a levantarse y saludan marcialmente antes de alejarse hacia la cafetería


    39. A través de la ventana de la cocina los tres cocineros nos saludan levantando el pulgar


    40. Las mujeres la saludan con la reverencia que a todo el barrio es menester y entran al consultorio mientras permanezco, sin mover la cabeza, viendo la televisión

    41. Sus manos tiemblan cuando saludan al coronel


    42. Los dos se saludan militarmente con feroz hostilidad


    43. Luego sigue con la tradición de dar una vuelta alrededor del mausoleo y pasa delante de Sonia y de sus hijos, pero no se saludan


    44. Nadie ha tocado nunca un timbre tan terrible: no me refiero al sonido que produjo sino a la presión en sí, al tacto del botón contra mi dedo, o de mi dedo contra el botón, nadie ha sentido nunca lo mismo que yo; aunque mi sensación fue lógica, ya que físicamente sería imposible tocar el timbre sin el hueso, quiero decir que sin el hueso nuestro dedo se torcería sobre el botón como un tubo de goma, o se aplastaría ridículamente, o se introduciría en sí mismo como un guante vacío, así que hasta cierto punto resulta lógico suponer que el timbre suena con el hueso, que es mi esqueleto el que llama a la puerta, pero nadie ha sentido nunca tal cosa, y me produjo pena y sorpresa comprobar que hasta aquel momento crucial yo ignoraba lo que realmente somos y que el conocimiento puede producirse así, de improviso, mientras el zumbido eléctrico molesta el oído todavía, que se me haya revelado en ese instante doméstico, que cuando Galia abrió la puerta yo ya fuera otro, que el sonido de su timbre me despertara de un sueño de ignorancia para sumirme en la vigilia de un mundo que, por desagradable que fuera, era más cierto, porque si mi dedo había hecho sonar el timbre era debido a que llevaba hueso en su interior; lo había percibido de repente: mi dedo era un dedo con hueso y su utilidad radicaba en el hueso, al palparlo noté la dureza debajo, tras impensables láminas de músculo, y la realidad de aquella presencia me dejó asombrado, estuporoso, con un estupor y un asombro no demasiado intensos pero permanentes: oh Dios mío tengo un hueso debajo, mi dedo no es un dedo, es un hueso articulado y protegido contra el desgaste: la idea me vino así, con una lógica tan aplastante que no me sorprendió en sí misma sino su ausencia hasta ese timbre; no había una idea extraña e increíble, había una extraña e increíble omisión de la idea en todo el mundo, justo hasta el histórico momento en que llamé a la puerta del piso de Galia, pero Galia estaba en el umbral con su bata azul celeste y su cabello ondulado como por rulos invisibles, y me contemplaba sorprendida; y es que es una mujer muy perspicaz: apenas me entretuve un instante demasiado largo entre su saludo y mi entrada, y ya me había preguntado qué me ocurría: yo me frotaba el índice de mi descubrimiento contra el pulgar, incapaz de creer aún que lo obvio podía estar tan oculto, casi temeroso de creerlo, y opté por disimular esperando tener más tiempo para razonar, así que entré, le di un beso, me quité el abrigo húmedo y la bufanda y saludé al pasar a César, que ladraba incesante en el patio de la cocina: Galia me dijo qué tal y yo le dije muy bien, y le devolví estúpidamente la pregunta y ella me respondió igual, y de repente me pareció absurdo este diálogo especular de respuestas consabidas, o quizá era que la revelación me había estropeado la rutina, véase si no otro ejemplo: mantuve tieso el culpable dedo índice mientras entraba, y ni siquiera lo utilicé para quitarme el abrigo, como si una herida repentina me impidiera usarlo, y es que desde que había comprobado que ocultaba un hueso lo miraba con cierta aprensión, como se miran los fetiches o los amuletos mágicos; pero hice lo que suelo hacer: me senté en uno de los dos grandes sofás de respaldo recto, estiré las piernas, saqué un cigarrillo —con los dedos pulgar y medio— y dije que sí casi al mismo instante que Galia me preguntaba si quería café, incluso antes de saber si realmente tenía ganas de café, ya que la tradición es que acepte, y Galia, tan maternal, necesita que yo acepte todo lo que me da y rechace todo lo que no puede darme; tomar el café en la salita, mientras termino el cigarrillo y justo antes de pasar al dormitorio, se ha vuelto, a la larga, el rato más excitante para ambos; charlamos de lo acontecido durante la semana, Galia me pregunta siempre por Ameli y Héctor Luis, se muestra interesada en mis problemas y apenas me habla de los suyos, pero el diálogo es una excusa para que ella me inspeccione, me palpe, capte cosas en mi mirada, en mi forma de vestir, en mis gestos, pues Galia, a diferencia de Alejandra, es una mujer afectuosa, impulsiva y, como ya he dicho, perspicaz, y la conversación no le interesa tanto como ese otro lenguaje inaudible de la apariencia, así que es muy natural que la interrumpa para decirme: estás cansado, ¿verdad?, o bien: hoy no tenías muchas ganas de venir, ¿no es cierto? o bien: cuéntame lo que te ha pasado, vamos, has discutido con Alejandra, ¿me equivoco?, así estemos hablando del tiempo que hace, los estudios de Héctor Luis o lo que sea, da igual, su mirada me envuelve y nota las diferencias; por lo tanto, no fue extraño que esa tarde me dijera, de repente: te encuentro raro, Héctor, y yo, con simulada ingenuidad: ¿sí?, y ella, confundida, aventura la idea de que pueda tratarse de Alejandra o de la niña: no, no es Alejandra, le digo, tampoco es Ameli; Alejandra sigue sin saber nada de lo nuestro, tranquila, y en cuanto a Ameli, ya la dejo por imposible, pero ella concluye que tengo una cara muy curiosa este jueves y yo la consuelo a medias diciéndole que estoy cansado, y ella insiste: pero no es cara de estar cansado sino preocupado, y yo: pues lo cierto es que no me pasa nada, Gali, porque cómo decirle que estoy pensando inevitablemente en el hueso de mi dedo índice, cómo decirle que de repente me he descubierto un hueso al llamar al timbre de su casa: ¿acaso no iba a sentirse un poco dolida?, ¿acaso no pensaría que era una forma como cualquier otra de decirle que ya estaba harto de visitarla cada semana, todos los jueves, desde hace años?, sonaba mal eso de: acabo de darme cuenta, Gali, justo al llamar al timbre de tu puerta, de que tengo un hueso en el dedo, de que mi dedo índice son tres huesos camuflados, para acto seguido decir: bueno, Gali, no pensemos más en que mi dedo índice son tres huesos, ¿no?, y vamos a la cama, que se hace tarde; sonaba mal, sobre todo porque con Galia, igual que con Alejandra, tenía que andar de puntillas: nuestra relación se había prolongado tanto que, a su modo, también era rutinaria, a pesar de que ella seguía llamándola «una locura»; curiosamente, Galia es viuda y libre y yo estoy casado y tengo dos hijos, pero ella sigue diciendo que lo nuestro es «una locura» y yo pienso cada vez más en una aburrida traición, un engaño cuya monótona supervivencia lo ha despojado incluso del interés perverso de todo engaño dejando solo los inconvenientes: jamás podría hablarle a Alejandra de Galia, ahora ya no, y jamás podría terminar con Galia, ahora ya no, cada relación se había instalado en su propia rutina y ya ni siquiera podía soñar con escaparme de ésta, porque se suponía que cada una servía precisamente para huir de la rutina de la otra: mi deber era cuidar de ambas, conocer a Galia y a Alejandra, saber qué les gustaba oír y qué no, lo cual, naturalmente, era difícil, y por eso mi propia rutina consistía en callarme frente a las dos; pero en momentos así callarme también era un esfuerzo, porque si me notaba incluso la división entre los huesos, si podía imaginármelos al tacto, sentirlos allí como un dolor o una comezón repentina, ¿cómo podía evitar pensar en eso?; y ni siquiera era mi dedo lo que me molestaba, ya dije, sino mi error al no darme cuenta hasta ahora: esa ceguera era lo que jodía un poco, perdonando la expresión; porque hubiera sido como si me creyera que el arlequín de la fiesta de disfraces no esconde a nadie debajo, cuando es bien cierto que ese alguien bajo el arlequín es quien le otorga forma a este último, que no podría existir sin el primero: sería tan solo puros leotardos a rombos blancos y negros, bicornio de cascabeles, zapatillas en punta y antifaz, pero no el arlequín, y de igual manera, ¿qué error me llevó a creer hasta esa misma tarde que mi dedo índice era un dedo?; si lo analizamos con frialdad, un dedo es un disfraz, ¿no?, una piel elegante que oculta el cuerpo de un hueso, o de tres huesos si nos atenemos a lo exacto, y a poco que lo meditemos, una vez llegados a este punto y pinchado en el hueso, valga la expresión, ya no se puede retroceder y razonar al revés: decir, por ejemplo, que el hueso es simplemente la parte interna de un dedo: sería como llegar a ver el alma: ¿acaso pensaríamos en el cuerpo con el mismo interés que antes?; pero mientras hablaba con Galia y la tranquilizaba estaba razonando lo siguiente: que este descubrimiento conlleva sus problemas, porque es un hallazgo delator, como atrapar a un miembro de la banda y lograr que revele la guarida de los demás: si mi dedo índice derecho, el dedo del timbre, lleva huesos ocultos, la conclusión más sencilla se extiende como un contagio a los otros cuatro de esa misma mano y, ¿por qué no?, a los cinco de la otra: tengo un total de diez huesos entre las dos manos, tirando por lo bajo, cinco huesos en cada una, y lo peor de todo es que se mueven: porque hay que pensar en esto para horrorizarse del todo: ¿alguna vez vieron moverse solos a diez huesos?, pues ocurre todos los días frente a ustedes, en el extremo final de los brazos: hagan esto, alcen una mano como hice yo aprovechando que Galia se acicalaba en el cuarto de baño (porque Galia se acicala antes y después de nuestro encuentro amoroso), alcen cualquiera de las dos manos frente a sus ojos y notarán el asco: cinco repugnantes huesos bajo una capa de pellejo (ni siquiera huesos limpios, por tanto, sino envueltos en carne) moviéndose como ustedes desean, cinco huesos pegados a ustedes, oigan, y tan usados: saber que nos rascamos con huesos, que cogemos la cuchara con huesos, que estrechamos los huesos de los demás en la calle, que acariciamos con huesos la piel de una mujer como Galia: saberlo es tan terrible pero no menos real que los propios huesos, saberlo es descubrirlo para siempre, y lo peor de todo fue lo que me afectó: no se trata de que no se me pusiera tiesa en toda la tarde, perdonando la intimidad, ya que esto me ocurría incluso cuando pensaba que los dedos eran dedos, no, lo peor fue el cuidado que puse: tanto que no parecía que estaba haciendo el amor sino operando algún diente delicado; y es que me invadió una notoria compasión por Galia, tan hermosota a sus cincuenta incluso, al pensar que sobaba sus opulencias, sus suavidades, con huesos fríos y duros de cadáver: mi culpa llegó incluso a hacerme balbucear incongruencias, desnudos ambos en la cama: ¿soy demasiado duro?, comencé por decirle, y ella susurró que no y me abrazó maternalmente, e insistir al rato, todo tembloroso: ¿no estoy siendo quizá algo tosco?, y ella: no, cariño, sigue, sigue, pero yo la tocaba con la delicadeza con que se cierran los ojos de un muerto, porque ¿cómo olvidar que eran huesos lo que deslizaba por sus muslos?, aún más: ¿cómo es que ella no lo sabía?, ¿acaso no se percataba de que las caricias que más le gustaban, aquellas en que mis dedos se cerraban sobre su carne, eran debidas a los huesos?: sin ellos, tanto daría que la magreara con un plumero: ¿cómo podría estrujar sus pechos sin los huesos?, ¿cómo apretaría sus nalgas sin los huesos?, ¿cómo la haría venirse, en fin, sin frotar un hueso contra su cosa, perdonando la vulgaridad?: sin los huesos, mis dedos valdrían tanto como mi pilila, perdonando la obscenidad, o sea, nada: ¿cómo es que ella no se horrorizaba de saber que nuestros retozos, que tanto le agradaban, eran puro intercambio de huesos muertos?, porque incluso sus propias manos, y mis brazos, y los suyos, Dios mío, ¿no eran largos y recios huesos articulados que se deslizaban por nuestros cuerpos, nos envolvían, apretaban nuestra carne, nos abrazaban?, ¿acaso era posible no sentir el grosero tacto de los húmeros, la chirriante estrechez del cúbito y el radio, los bolondros del codo y la muñeca?; sumido en esa obsesión me hallaba cuando dije, sin querer: ¿no estoy siendo muy afilado para ti?, y ella dijo: ¿qué?, y supe que la frase era absurda: «afilado»», ¿cómo podía alguien ser «afilado» para otro?, y casi al mismo tiempo me percaté de que era la pregunta correcta, la más cortés, la más cierta: porque con toda seguridad había huesos y huesos, unos afilados y otros romos, unos muy bastos y ásperos corno rocas lunares y otros pulidos quizá como jaspes: incluso era posible que el tacto del mismo hueso dependiera del ángulo en que se colocaba con respecto a la piel, porque un hueso es un poliedro, casi un diamante, y hay que imaginarse sobando a la querida con diez durísimos y helados cuarzos para comprender mi situación, pensar en la carilla adecuada que usaremos para deslizarlos por la piel, el borde más inofensivo, no sea que nuestros apretujones se conviertan en el corte del filo de un papel, en la erizante cosquilla de una navaja de barbero; y entre ésas y otras se nos pasó el tiempo y terminamos como siempre pero peor, resoplando ambos bocarriba como dos boyas en el mar, mirando al techo, con esa satisfacción pacífica que solo otorga la insatisfacción perenne: cuánto tiempo hace que tú y yo no disfrutamos, Galia, pienso entonces, que vamos llevando esto adelante por no aguardar la muerte con las manos vacías, tiempo repetido que nunca se recobra porque nunca se pierde, días monótonos, el trasiego de la rutina incluso en la excepción: porque, Galia, hemos hecho un matrimonio de nuestra hermosa amistad, eso es lo que pienso, pero hubiéramos podido ser felices si todo esto conservara algún sentido, si existiera alguna otra razón que no fuera la inercia para mantenerlo; oía su respiración jadeante de cincuenta años junto a mí y trataba de imaginarme que estaba pensando lo mismo: ese silencio, Galia, que nunca llenamos, la distancia de nuestra proximidad, por qué tener que imaginarlo todo sin las palabras, qué piensas de mí, qué piensas de ti misma, por qué hablar de lo intrascendente, y va y me indaga ella entonces: ¿qué tal el trabajo?, porque cree que el exceso de dedicación me está afectando, y yo le digo que bien, y ella, apoyada en uno de sus codos e inclinada sobre mí, los pechos como almohadas blandas, vuelve a la carga con Alejandra: pero te ocurre algo, Héctor, dice, desde que has entrado hoy por la puerta te noto cambiado, ¿no será que Alejandra sospecha algo y no me lo quieres decir?, y le he contestado otra vez que no, y a veces me interrogo: ¿por qué todo esto?, ¿por qué lo mismo de lo mismo, este vaivén inacabable?, ¿qué pasaría si un día hablara y confesara?, ¿qué pasaría si por fin me decidiera a hablar delante de Alejandra, pero también delante de Galia y de mí mismo?, decir: basta de secretos, de engaños, de misterios: ¿qué sentido le encontráis a todo?, ¿por qué oficiar siempre el mismo ritual de lo cotidiano?, y para cambiar de tema le comento que Ameli está atravesando ahora la crisis de la adolescencia y discute frecuentemente conmigo y que Héctor Luis ha decidido que no será dentista sino aviador; a Galia le gusta saber lo que ocurre con mis hijos, ese tema siempre la distrae, incluso me ofrece consejos sobre cómo educarlos mejor, y yo creo que goza más de su maternidad imaginaria que Alejandra de la real; en todo caso, es un buen tema para cambiar de tema, y pasamos un largo rato charlando sin interés y pienso que es curioso que venga a casa de Galia para hablar de lo que apenas importa, ya que eso es prácticamente lo único que hago con Alejandra; en los instantes de silencio previos a mi partida seguimos mirando el techo, o bien ella me acaricia, zalamera, incluso pesada, y me dice algo: esa tarde, por ejemplo: me gusta tu pecho velludo, así lo dice, «velludo», y no sé por qué pero de repente me parece repugnante recibir un piropo como ése, aunque no se lo comento, claro, y ella, insistente, juega con el vello de mi pecho y sonríe; Galia es una orquídea salvaje, pienso, y a saber por qué se me ocurre esa pijada de comparación, pero es tan cierta como que Dios está en los cielos aunque nunca le vemos: Galia es una orquídea salvaje en olor, tacto, sabor, vista y sonido, y me encuentro de repente pensando en ella como orquídea cuando la oigo decir: ¿por qué me preguntaste antes si eras «afilado»?, ¿eso fue lo que dijiste?, y me pilla en bragas, perdonando la expresión, porque al pronto no sé a lo que se refiere, y cuando caigo en la cuenta, y para no traicionarme, le respondo que quería saber si le estaba haciendo daño en el cuello con mis dientes, y ella va y se echa a reír y dice: ¡vampirillo, vampirillo!, y vuelve a acariciarme, y como un tema trae otro, lo de los dientes le recuerda que necesita hacerse otro empaste, porque hace dos días, comiendo empanada gallega, notó que se le desprendía un pedacito de la muela arreglada, así que pasará por mi consulta sin avisarme cualquier día de éstos, y de esa forma nos veremos antes del jueves, dice, y su sonrisa parece dar a entender que está recordando el día en que nos conocimos, porque las mujeres son aficionadas a los aniversarios, ella tendida en el sillón articulado, la boca abierta, y yo con mi bata blanca y los instrumentos plateados del oficio, y como para confirmar mis sospechas me acaricia de nuevo el pecho «velludo» y dice: me gustaste desde aquel primer día, Héctor, me hiciste daño pero me gustaste, y claro está que nos reímos brevemente y yo le digo que nunca he comprendido por qué se enamoró de mí en la consulta, qué clase de erotismo desprendería mi aspecto, bajito, calvo y bigotudo, amortajado en mi bata blanca, entre el olor a alcohol, benzol, formol y otros volátiles, provisto de garfios, tenacillas, tubos de goma, lancetas y ganchos, porque no es que mi oficio me disgustara, claro que no, pero no dejaba de reconocer que la consulta de un dentista de pago es cualquier cosa menos un balcón a la luz de la luna frente a un jardín repleto de tulipanes, eso le digo y ella se ríe, y por último el silencio regresa otra vez, inexorable, porque es un enemigo que gana siempre la última batalla; llega la hora de irme, esa tarde más temprano porque mi suegro viene a cenar a casa, y cuando voy a levantarme la oigo decir, como de forma casual: ¿qué haces frotándote los dedos sin parar, Héctor?, ¿te pican?, eso dice, y descubro que, en efecto, he estado todo el rato dale que dale moviendo los dedos de la mano derecha como si repitiera una y otra vez el gesto con el que indicamos «dinero» o nos desprendemos de alguna mucosidad, perdonando la vulgaridad, que es casi el mismo que el que utilizamos para indicar «dinero», y enrojezco como un niño de colegio de curas pillado en una mentira y quedo sin saber qué decirle, hasta que por fin me decido y opto por revelarle mi hallazgo: nada, digo, ¿es que nunca te has tocado el hueso que tenemos bajo los dedos?, y lo pregunto con un tono prefabricado de sorpresa, como si lo increíble no fuera que yo me los frotase sino que ella no lo hiciera: qué dices, me mira sin entender, y me encojo de hombros y le explico: es que resulta curioso, ¿no?, quiero decir que si te tocas los dedos notas durezas debajo, ¿verdad?, y esas durezas son el hueso, ¿no te parece curioso, Gali?, toca, toca mis dedos: ¿no lo palpas bajo la piel, la grasa y los tendones?, es un hueso cualquiera, como los que César puede roer todos los días, le digo, y ella retira la mano con asco: qué cosas tienes, Héctor, dice, es repugnante, dice, y yo le doy la razón: en efecto, es repugnante pero está ahí, son huesos, Gali, mondos y lirondos, blancos, fríos y duros huesos sin vida: sin vida no, dice ella, pero replico: sin vida, Gali, porque nadie puede vivir con los huesos fuera, los huesos son muerte, por eso nos morimos y sobresalen, emergen y persisten para siempre, pero se ocultan mientras estamos vivos, es curioso, ¿no?, quiero decir que es curioso que seamos incapaces de vivir sin los huesos de nuestra propia muerte, pero más aún: que los llevemos dentro como tumbas, que seamos ellos ocultos por la piel, que seamos el disfraz del esqueleto, ¿no, Gali?, y ella: ¿te pasa algo, Héctor?, y yo: no, ¿por qué?, y ella: es que hablas de algo tan extraño, y yo le digo que es posible y me callo y pienso que quién me manda contarle mi descubrimiento a Galia, sonrío para tranquilizarla y me levanto de la cama, no sin antes cubrirme convenientemente con la sábana, ya que siempre me ha parecido, a propósito del tema, que la desnudez tiene su hora y lugar, como la muerte, y recojo la ropa doblada sobre la silla, me visto en el cuarto de baño y para cuando salgo Galia me espera ya de pie, en bata estampada por cuya abertura despuntan orondos los pechos y destaca el abultado pubis, me da un besazo enorme y húmedo y me envuelve con su cariño y bondad maternales: te quiero, Héctor, dice, y yo a ti, respondo, y no te preocupes, dice, porque otro día nos saldrá mejor, y me recuerda aquel jueves de la primavera pasada, o quizá de la anterior, en que fuimos capaces de hacerlo dos veces seguidas y en que ella me bautizó con el apodo de «hombre lobo»: teniendo en cuenta que hoy he sido «vampirillo», más intelectual pero menos bestia, quién duda de que me convertiré cualquier futuro jueves en «momia» y terminará así este ciclo de avatares terroríficos que comenzó con un «frankenstein» entre luces blancas, olor a fármacos y cuchillas plateadas, pero esto lo digo en broma, porque bien sé que lo nuestro nunca terminará, ya que, a pesar de todo —incluso de mi escasa fogosidad—, es «una locura», o no, porque hay ritual: el rito de decirle adiós a César, ladrando en el patio encadenado a una tubería oxidada, el beso final de Galia, y otra vez en la calle, ya de noche, frotándome los dedos dentro de los bolsillos del abrigo mientras camino, porque vivo cerca de la casa de Galia y tengo mi trabajo cerca de donde vivo, así que me puedo permitir ir caminando de un sitio a otro, todo a mano en mi vida salvo los instantes de vacaciones en que nos vamos al apartamento de la costa, y, sin embargo, debido a la repetición de los veranos, también a mano el apartamento, y la costa, y todo el universo, pienso, tan próximo todo como mis propias manos, y, sin embargo, a veces tan sorprendentemente extraño como ellas: porque de improviso surge lo oculto, los huesos que yacen debajo, ¿no?, pienso eso y froto mis dedos dentro de los bolsillos del abrigo; y ya en casa, comprobar que mi suegro había llegado ya y excusarme frente a él y Alejandra con tonos de voz similares, aunque ambos creen que los jueves me quedo hasta tarde en la consulta «haciendo inventario», que es la excusa que doy, así me cuesta menos trabajo la mentira, ya que me parece que «hacer inventario» es suministrarle a Alejandra la pista de que mi demora es una invención, una alocada fantasía de mi adolescencia póstuma, hasta tal extremo de juego y cansancio me ha llevado el silencio de estos últimos años; además, sospecho que el viejo escoge los jueves para disponer de un rato a solas con Alejandra mientras yo estoy ausente, lo cual, hasta cierto punto, me parece una compensación, Alejandra tiene a su padre y yo tengo a Galia, y sospecho que desde hace meses ambas parejas pasamos el tiempo de manera similar: hablando de tonterías y fumando; el padre de Alejandra, rebasados los ochenta, tiene una cabeza tan perfecta y despejada que te hace desear verlo un poco confuso de vez en cuando, que Dios me perdone, porque además ha sido librero, propietario de una antigua tienda ya traspasada en la calle Tudescos, hombre instruido y amante de la letra impresa, particularmente de los periódicos, y con un genio detestable muy acorde con su inútil sabiduría y su fisonomía encorvada y su luenga barbilla lampiña; Alejandra, que ha heredado del viejo el gusto por la lectura fácil y la barbilla, además de cierta distracción del ojo izquierdo que apenas llega a ser bizquera, se enzarza con él en discusiones bienintencionadas en las que siempre terminan ambos de acuerdo y en contra de mí, aunque yo no haya intervenido siquiera, ya que al viejo nunca le gustó nuestro matrimonio, y no porque hubiera creído que yo era una mala oportunidad, sino por «principios», porque el viejo es de los que odian a priori, y yo nunca sería él, nunca compartiría todas sus opiniones, nunca aceptaría todos sus consejos y, particularmente, jamás permitiría que Alejandra regresara a su área de influencia (vacía ya, porque su otro hijo se emancipó hace tiempo y tiene librería propia en otra provincia); además, mi profesión era casi una ofensa al buen gusto de los «intelectuales discretos» a los que él representa, porque está claro que los dentistas solo sabemos provocar dolor, somos terriblemente groseros, apenas se puede hablar con nosotros a diferencia de lo que ocurre con el peluquero o el callista (debido a que no se puede hablar mientras alguien te hurga en las muelas), y, por último, ni siquiera poseemos la categoría social de los cirujanos: el hecho de que yo ganara más que suficiente como para mantener confortables a Alejandra y a mis dos hijos, poseer consulta privada, secretaria y servicio doméstico, no excusaba la vulgaridad de mi trabajo, pero lo cierto es que nunca me había confiado de manera directa ninguna de estas razones: frente a mí siempre pasaba en silencio y con fingido respeto, como frente a la estatua del dictador, pero se agazapaba aguardando el momento de mi error, el instante apropiado para señalar algo en lo que me equivoqué por no hacerle caso, aunque, por supuesto, nunca de manera obvia ni durante el período inmediatamente posterior a mi pequeño fracaso, porque no era tanto un cazador legal como furtivo y rondaba en secreto a mi alrededor esperando el instante apropiado para que su odio, dirigido hacia mí con fina puntería, apenas sonara, y entonces hablaba con una sutileza que él mismo detestaba que empleasen con él, ya que había que ser «franco, directo, como los hombres de antes», pero yo, lejos de aborrecerle, le compadecía (y fingía aborrecerle precisamente porque le compadecía): me preguntaba por qué tanto silencio, por qué llevarse todas sus maldiciones a la tumba, cuál es la ventaja de aguantar, de reprimir la emoción día tras día o enfocarla hacia el sitio incorrecto; pero lo más insoportable del viejo era su fingida indiferencia, esa charla intrascendente durante las cenas, ese acuerdo tácito para no molestar ni ser molestado, tan bien vestido siempre con su chaqueta oscura y su corbata negra de nudo muy fino: un día te morirás trabajando, me dice cuando me excuso por la tardanza, y no te habrá servido de nada: este gobierno nunca nos devuelve el tiempo perdido ese del señor Joyce, añade (su costumbre de citar autores que nunca ha leído solo es superada por la de citarlos mal), que diga, Proust, se corrige, a mí siempre los escritores franceses me han dado por atrás, con perdón, dice, y por eso me equivoco, y Alejandra se lo reprocha: papá, dice; mientras finjo que escucho al viejo, contemplo a Alejandra ir y venir instruyendo a la criada para la cena y llego a la conclusión de que mi mujer es como la casa en la que vivimos: demasiado grande, pero a la vez muy estrecha, adornada inútilmente para ocultar los años que tiene y llena de recuerdos que te impiden abandonarla; Alejandra tiene amigas que la visitan y le dan la enhorabuena cuando Ameli o Héctor Luis consiguen un sobresaliente; a diferencia de Galia, Alejandra es fría, distinguida e intelectual a su modo, y vive como tantas otras personas: pensando que no está bien vivir como a uno realmente le gustaría, porque Alejandra cree que el matrimonio termina unos meses después de la boda y ya solo persiste el temor a separarse; su religión es semejante: hace tiempo que dejó de creer en la felicidad eterna y ahora tan solo teme la tristeza inmediata; sin embargo, invita a almorzar con frecuencia al párroco de la iglesia y acude a ésta con una elegancia no llamativa, lo que considera una característica importante de su cultura, pues en la iglesia se arrodilla, reza y se confiesa y murmura por lo bajo cosas que parecen palabras importantes; a veces he pensado en la siguiente blasfemia: si a Dios le diera por no existir, ¡cuántos secretos desperdiciados que pudimos habernos dicho!, ¡qué opiniones sobre ambos hemos entregado a otros hombres!, pero lo terrible es que tanto da que Dios exista: dudo que al final me entere de todo lo que comentas sobre mí y sobre nuestro matrimonio en la iglesia, Alejandra, eso pienso; qué va: por paradójico que resulte, la iglesia es el lugar donde la gente como nosotros habla más y mejor, pero todo se disuelve en murmullos y silencio y oraciones, y la verdad se pierde irremediablemente: quizá la clave resida en arrodillarnos frente al otro siempre que tengamos necesidad de hablar, o en hacerlo en voz baja y muy rápido, sin pensar, cómo si rezáramos un rosario; y meditando esto oigo que el viejo me dice: ¿te pasa algo en los dedos, Héctor?, con esa malicia oculta de atraparme en otro error: y es que ahora compruebo que desde que he llegado no he dejado en ningún momento de palparme los extremos de las falanges, los rebordes óseos, el final de los metacarpos; ¿qué opinaría el viejo si le confiara mi hallazgo?, pienso y sonrío al imaginar las posibles reacciones: nada, le digo, y muevo los huesos ante sus ojos y cambio de tema; ni Ameli ni Héctor Luis están en casa cuando llego, e imagino que es la forma filial que poseen de «hacer inventario» por su cuenta, lo cual no me parece ni malo ni bueno en sí mismo, y nos sentamos a la mesa casi enseguida y Alejandra sirve de la fuente de plata con el cucharón de plata las albóndigas de los jueves, y nos ponemos a escuchar la conversación del viejo con el debido respeto, como quien oye una interminable bendición de los alimentos, interrumpido a ratos por las breves acotaciones de Alejandra, solo que esa noche el tema elegido se me hace extraño, alegórico casi, y además empiezo a sentirme incómodo nada más comenzar a comer, porque los brazos, que apoyo en el borde de la mesa, me han desvelado con todo su peso la presencia de los huesos, del cúbito y el radio que guardan dentro, y los codos se me figuran una zona tan inadecuada y brutal para esa respetuosa reunión como colocar quijadas de asno sobre la mesa mientras el viejo habla, y en su discurso de esa noche repite una y otra vez la palabra «corrupción»: ¿habéis visto qué corrupción?, dice, ¿os dais cuenta de la corrupción de este gobierno?, ¿acaso no se pone de manifiesto la corrupción del sistema?, ¿no son unos corruptos todos los políticos?, ¿no oléis a corrupción por todas partes?, ¿no se ha descubierto por fin toda la corrupción?, y mientras le escucho, intento no hacer ruido con mis brazos, porque de repente me parece que la madera de la mesa al chocar contra el hueso produce un sonido como el de un muerto arañando el ataúd y no me parece correcto escuchar la opinión del viejo con tal ruido de fondo, pero como tengo que comer, cojo tenedor y cuchillo y divido una albóndiga en dos partes y me llevo una a los labios intentando no mirar hacia los huesos que sostienen el tenedor, porque no es agradable la paradoja de verme alimentado por un esqueleto, aunque sea el mío, pero mientras mastico con los ojos cerrados oyendo al viejo hablar de la «corrupción» mi lengua detecta una esquirla, un pedacito de algo dentro de la albóndiga, y, tras quejarme a Alejandra con suavidad, recibo esta respuesta: será un huesecillo de algo, es que son de pollo, Héctor, y es quitarme con mis huesos índice y pulgar el huesecillo y dejarlo sobre el plato, e írseme la mente tras esta idea inevitable: que dentro de todo lo blando necesariamente existe lo que queda, el hueso, el armazón, la dureza, el hallazgo, aquello oculto que es blanco y eterno, lo que permanece en el cedazo, la piedra, lo que «nadie quiere»; es imposible huir de «eso que queda», porque está dentro, así que escondo los brazos bajo la mesa, incluso me tienta la idea de comer como César, acercando el hocico al plato, pero ¿acaso no es inútil todo intento de disimulo frente al apocalíptico trajín de la cena?, porque lo que percibo en ese instante es algo muy parecido a una hogareña resurrección de los muertos: incluso con el apropiado evangelista —mi suegro—, gritando «corrupción»: Alejandra coge el pan con sus huesos y lo hace crujir y lo parte, el viejo apoya los huesos en el mantel y los hace sonar con ritmo, Alejandra coge el cucharón con sus huesos y sirve más albóndigas repletas de huesecillos de pollo muerto, el viejo va y se limpia los huesos sucios de carne ajena con la servilleta, Alejandra señala con su hueso la cesta del pan y yo se la alcanzo extendiendo mis huesos y ella la coge con los suyos, hay un cruce de húmeros, cúbitos y radios, de carpos y metacarpianos, de falanges, y nos pasamos de unos a otros, de hueso a hueso, la vinagrera, el aceite, la sal, el vino y la gaseosa, y llegan Ameli y Héctor Luis, una del cine y el otro de estudiar, y saludan, y Ameli desliza sus frágiles huesos de quince años por mi cabeza calva, envuelve con sus breves húmeros mi cuello, me besa en la mejilla: ¿dónde has estado hasta estas horas?, le pregunto, y ella: en el cine, ya te lo he dicho, y yo: pero ¿tan tarde?; sí, dice, habla sin mirar sus manos gélidas, los huesos de sus manos muertas, sus brazos como pinzas blancas; sí, papá, la película terminó muy tarde; y de repente, mientras la contemplo sentándose a la mesa, su cabello oscuro y lacio, los ojos muy grandes, el jersey azul celeste tenso por la presencia de los huesos, he sentido miedo por ella, he querido cogerla, atraparla y bogar juntos por ese fluir desconocido e incesante hacia la oscuridad final: creo que deberías volver más temprano a casa a partir de ahora, Ameli, le digo, y ella: ¿por qué?, con sus ojos brillando de disgusto, y yo, mis brazos escondidos, ocultos, sin revelarlos: creo que las calles no son seguras, y el viejo me interrumpe: hoy ya nada es seguro, Héctor, dice y sigue comiendo, Alejandra sirve albóndigas y Héctor Luis se queja de que son muchas, y Ameli: ¡pero ya tengo quince años, papá!, y yo: es igual, y entonces Alejandra: no seas muy duro con la niña, Héctor, dice, le dimos permiso para que volviera hoy a esta hora, pero ella sabe que solamente hoy; guardo silencio: en realidad, todo se sumerge en el silencio salvo el entrechocar de los huesos; Ameli y Héctor Luis son tan distintos, pienso, pero en algo se parecen, y es que ambos se nos van; no los he visto crecer, los he visto irse: pero ni siquiera eso, pienso ahora, porque jamás he podido saber si alguna vez estuvieron por completo; Ameli tiene novio, pero es un secreto; sabemos que Héctor Luis ha salido con varias chicas, pero lo que piensa de ellas es secreto; ambos se han hecho planes para el futuro, tienen deseos, ganas de hacer cosas, pero todo es secreto: quizá lo comentan en los «pubs» a falta de una buena iglesia en la que poder hablar como nosotros, tan a gusto, pero en casa adoptan los dos mandamientos trascendentales de la familia: nunca hablarás de nada importante y ama el enigma como a ti mismo, ¡y si hubiera solo silencio!, pero es la charla insignificante lo que molesta, y ahora esos ruidos detrás: el golpe, el crujir de nuestros huesos; siento algo muy parecido a la pena, pero una pena casi biológica, como una mota en el ojo o el aroma inevitable de la cebolla cruda, y me disculpo para ir al baño y llorar a gusto por algo que no entiendo, y más tarde, en la cama, con Alejandra a mi lado leyendo complacida un librito de romances, me da por preguntarle: ¿soy demasiado duro contigo? mientras me observo los huesos tranquilos sobre la colcha: mis manos muertas y peladas, los cúbitos y radios en aspa, los húmeros convergiendo, y ella deja un instante el libro que sostiene con sus huesos, me mira sorprendida y dice: no, Héctor, no, ¿por qué preguntas eso?, y yo, insistente: ¿he sido duro contigo alguna vez?, y ella: nunca, y yo: ¿quizá soy demasiado tosco?, y ella: Héctor, ¿qué te pasa?, y yo: demasiado rudo quizá, ¿no?, y ella: no seas bobo, ¿lo dices porque hoy no hablaste apenas durante la cena?, ya sé que papá no te cae bien, me da un beso y añade: procura descansar, el trabajo te agota, y la veo extender las falanges blancas y articuladas de sus dedos, apagar la lamparilla de pantalla rosa y sumir la habitación en una oscuridad donde la luz de la luna, filtrada, hace brillar las superficies ásperas de nuestros huesos; después, en el sueño, he presenciado un teatro de sombras donde mis manos y brazos se movían, desplazándome, porque eran lo único, ya que la vida se había invertido como un negativo de foto y ahora solo importaba lo oculto, el secreto descubierto: los huesos de mis manos se extendían con un sonido semejante a los resortes de madera de ciertos juguetes antiguos, emergiendo del telón negro que los rodeaba: son ellos solos, el mundo es ellos, brazos y manos colgantes que hacen y deshacen, crean y destruyen, no nacen ni mueren, simplemente cambian su posición, horizontal, vertical, en ángulo, hacia arriba o hacia abajo, brazos que se balancean al caminar y manos que agarran con sus huesos cosas invisibles; y a la mañana siguiente, tras toda una noche de sueños interrumpidos y vueltas en la cama, creo comprenderlo: mi revelación es una lepra que avanza incesante, porque suena el despertador con su timbre gangoso que tanto me recuerda a una trompeta de cobre, pongo los pies descalzos en las zapatillas y lo noto: la dureza bajo las plantas, la pelusa del forro de las zapatillas adherida a los huesos del tarso, el rompecabezas de huesos irregulares de mis pies, los extremos de la tibia y el peroné sobresaliendo por el borde del pijama, las rótulas marcando un óvalo bajo la tela extendida, y al erguirme, el crujido de los fémures: el descubrimiento no me hace ni más ni menos feliz que antes, ya que lo intuyo como una consecuencia, pero un estupor inmóvil de estatua persiste en mi interior; y al ducharme viene lo peor, porque entonces compruebo que los golpes de las gotas no me lavan sino que se limitan a disgregarme la suciedad por mis huesos: arrastran el barro de mis costillas goteantes, concentran la cal en mis pies, desprenden la tierra, permean las junturas, las grietas, los desperfectos, rajan los pequeños metacarpos como cáscaras de huevo, horadan mis clavículas y escápulas, pero no hoy ni ayer sino todos y cada uno de los días en un inexorable desgaste, siento que me disuelvo en agua y salgo con prisa no disimulada de la bañera y seco mi esqueleto goteante, deslizo la toalla por el cilindro de los huesos largos como si envolviera unos juncos, la arranco con torpeza de la trabazón de las vértebras, froto como cristales de ventana los huesos planos, pienso que debo conservarme seco para siempre porque de repente sé que soy un armazón de cincuenta años de edad que solo puede humedecerse con aceite, y es en ese instante, o quizá un poco después, cuando apoyo la maquinilla de afeitar contra mi rostro, que siento la invasión final de esa lepra y quedo tan inerme que apenas puedo apartar las cuchillas giratorias de mi mejilla: algo parecido a una horrísona dentera me paraliza, porque de repente noto como el restregar de un rastrillo contra una pizarra o el arañar baldosas con las patas metálicas de una silla, incluso imagino que pueden saltar chispas entre la maquinilla y el hueso de la mandíbula o el pómulo; me palpo con la otra mano la cabeza, siento las durezas del cráneo, el arco de las órbitas, el puente del maxilar, el ángulo de la quijada, y pienso: ¿por qué finjo que me afeito?, ¿acaso mi rostro no es un añadido, una capa, una máscara?; entra Alejandra en ese instante y casi me parece que gritará al ver a un desconocido, pero apenas me mira y se dirige al lavabo; yo me aparto, desenchufo la maquinilla y la guardo en su funda, y ella: ¿ya te has afeitado, Héctor?, y yo: sí, y salgo del baño con rapidez: ¡no podría acercar esa maquinilla a los huesos de mi calavera!; todo es tan obvio que lo inconcebible parece la ignorancia, pienso mientras me visto frente al espejo del dormitorio y abrocho la camisa blanca alrededor de las delgadas vértebras cervicales: llevar un cráneo dentro, una calavera sobre los hombros, besar con una calavera, pensar con una calavera, sonreír con una calavera, mirar a través de una calavera como a través de los ojos de buey de un barco fantasma, hablar por entre los dientes de una calavera: aquí está, tan simple que movería a risa si no fuera espantoso, y me afano en terminar el lazo de mi corbata con los huesos de mis dedos sonando como agujas de tricotar; Alejandra llega detrás, peinándose la melena amplia y negra que luce sobre su propia calavera, y el paso del cepillo descubre espacios blancos en el cuero cabelludo donde los pelos se entierran: parece inaudito saberlo ahora, contemplarlo ahora; entre los dientes sostiene dos ganchillos: el asco llega a tal extremo que tengo que apartar la vista: allí emerge el hueso, pienso, el subterfugio, el disfraz, tiene un defecto, como una carrera en la media que descubre el rectángulo de muslo blanco; allí, tras los labios, los dientes, los únicos huesos que asoman, y vivimos sonriendo y mostrándolos, y nos agrada enseñarlos y cuidarlos y mi profesión consiste precisamente en mantenerlos en buen estado, blancos y brillantes, limpios, pelados, lisos, desprovistos de carne, como tras el paso de aves carroñeras: esa hilera de pequeñas muertes, esa dureza tras lo blando; ¿acaso no es enorme el descuido?; de repente tengo deseos de decirle: Alejandra, estás enseñando tus huesos, oculta tus huesos, Alejandra, una mujer tan respetable como tú, una señora de rubor fácil, tan educada y limpia, con tu colección de novela rosa y tu familia y tu religión, ¿qué haces con los huesos al aire?, ¿no estás viendo que incluso muerdes cosas con tus huesos?, ¡Alejandra, por favor, que son tus huesos hundidos en el cráneo oculto, los huesos que quedarán cuando te pudras, mujer: no los enseñes!; esto va más allá de lo inmoral, pienso: es una especie de exhumación prematura, cada sonrisa es la profanación de una tumba, porque desenterramos nuestros huesos incluso antes de morir; deberíamos ir con los labios cerrados y una cruz encima de la boca, hablar como viejos desdentados, educar a los niños para que no mostraran los dientes al comer: un error, un gravísimo error en la estructura social comparable a caminar con las clavículas despellejadas, tener los omoplatos desnudos, descubrir el extremo basto del húmero al flexionar el codo, mostrar las suturas del cráneo al saludar cortésmente a una señora, enseñar las rótulas al arrodillarnos en la misa o las palas del coxal durante un baile o la superficie cortante del sacro durante el acto sexual: y sin embargo, ella y yo, con nuestros horribles dientes, la prueba visible de la existencia de los cráneos: absurdo, murmuro, y ella: ¿decías algo?, pero hablando entre dientes debido a los ganchillos, como si lo hiciera a través de apretadas filas de lápidas blancas, un soplo de aire muerto por entre las piedras de un cementerio, o peor: la voz a través de la tumba, las palabras pronunciadas en la fosa: no, nada, respondo, y ella, intrigada, se me acerca y arrastra sus falanges por mis vértebras: te noto distante desde ayer, Héctor, ¿te ocurre algo?, ¿es el trabajo?, y juro que estuve a punto de decirle: te la pego con una antigua paciente desde hace varios años, todos los jueves a la misma hora, pero no te preocupes porque una increíble revelación me ha hecho dejarlo, ya nunca más regresaré con Galia, no merece la pena (y por qué no decirlo, pienso, por qué reprimir el deseo y no decir la verdad, por qué no descargar la conciencia y vaciarme del todo); sin embargo, en vez de esa explicación catártica, le dije que sí, que era el exceso de trabajo, y me mostré torpe, callándome la inmensa sabiduría que poseía mientras notaba cómo descendían sus falanges por el edificio engarzado de mi columna, y ella dijo: pero hace mucho tiempo que no me sonríes, y pensé: ¡te equivocas!, somos una sonrisa eterna, ¿no lo ves?: nuestros dientes alcanzan hasta los extremos de la mandíbula y no podemos dejar de sonreír: sonreímos cuando gritamos, cuando lloramos, al pelear, al matar, al morir, al soñar: sonreímos siempre, Alejandra, quise decirle, y la sonrisa es muerte, ¿no lo ves?, quise decirle, nuestras calaveras sonríen siempre, así que la mayor sinceridad consiste en apartar los labios, elevar las comisuras y sonreír con la piel intentando imitar lo mejor posible nuestra sonrisa interior en un gesto que indica que estamos conformes, que aceptamos nuestro final: porque al sonreír descubrimos nuestros dientes, «enseñamos la calavera un poco más», no hay otro gesto humano que nos desvele tanto; la sonrisa, quise decirle, traiciona nuestra muerte, la delata; cada sonrisa es una profecía que se cumple siempre, Alejandra, así que vamos a sonreír, separemos los labios, mostremos los dientes, sonriamos para revelar las calaveras en nuestras caras, hagamos salir el armazón frío y secreto, draguemos el rostro con nuestra sonrisa y extraigamos el cráneo de la profundidad de nuestros hijos, de ti y de mí, del abuelo, de los amigos, de los parientes y del cura; pero no le dije nada de eso y me disculpé con frases inacabadas y ella enfrentó mis ojos y me abrazó y sentí los crujidos, la fricción, costilla contra costilla, golpes de cráneos, y supuse que ella también los había sentido: no seamos tan duros, le dije, y ella respondió, abrazándome aún: no, tú no eres duro, Héctor, y yo le dije: ambos somos duros, y tenía razón, porque se notaba en los ruidos del abrazo, en el telón de fondo de nuestro amor: un sonido semejante al que se produciría al echarnos la suerte con los palillos del I Ching sobre una mesa de mármol, o jugando al ajedrez con fichas de marfil, un trajín de palitos recios como un pimpón de piedra, el entrechocar aparentemente dulce de nuestros esqueletos como agitar perchas vacías; me aparté de ella y terminé de vestirme: quizá soy dura contigo, repitió ella, yo también soy duro, dije, y pensé: y Ameli y Héctor Luis, y todos entre sí y cada uno consigo mismo, ¡qué duros y afilados y cortantes y fríos y blancos y sonoros!; ¿te vas ya?, me dijo, sí, le dije, porque no deseaba desayunar en casa, en realidad no deseaba desayunar nunca más, pero sobre todo, sobre todas las cosas, no deseaba cruzarme con los esqueletos de mis hijos recién levantados, así que casi eché a correr, abrí la puerta y salí a la calle con el abrigo bajo el brazo, a la madrugada fría y oscura; ya he dicho que tengo la consulta cerca, lo cual siempre ha sido una ventaja, aunque no lo era esa mañana: quería trasladarme a ella solo con mi voluntad, sin perder siquiera el tiempo que tardara en desearlo; caminaba observando con mis cuencas vacías las casas que se abren, las figuras blancas que emergen de ellas como fantasmas en medio de la oscuridad, las primeras tiendas de alimentos llenas de huesos y cadáveres limpios de seres y cosas; caminaba y observaba con mis órbitas negras, lleno de un extraño y perseverante horror: ¿qué hacer después de la revelación?, ¿dónde, en qué lugar encontraría el reposo necesario?; porque ahora necesitaba envolverme, ahora, más que nunca, era preciso hallar la suavidad; mientras caminaba hacia la consulta lo pensaba: todos tenemos ansias de suavidad: guantes de borrego, abrigos de lana, bufandas, zapatos cómodos; sin embargo, el mundo son aristas, y todo suena a nuestro alrededor con crujidos de metal; qué pocas cosas delicadas, cuánta aspereza, cuánta jaula de púas, qué amenaza constante de quebrarnos como juncos, de partirnos, qué mundo de esqueletos por dentro y por fuera, móviles o quietos, invasión blanca o negra de huesos pelados, qué cementerio: toda obra es una ruina, toda cosa recién creada tiene aires de destrucción, y nosotros avanzamos por entre cruces, mármol, inscripciones, rejas y ángeles de piedra como espectros, y la niebla de la madrugada nos traspasa, huesos que van y vienen, esqueletos que se acercan y caminan junto a mí y me adelantan, apresurados, aquel que limpia los huesos en ese tramo de la calle, ese otro que espera en la parada, envuelto en su impermeable, huesos blancos por encima de los cuellos, la muerte dentro como una enfermedad que aparece desde que somos concebidos, ¿no hay solución?; y sorprender entonces a un hombre, una figura, no como yo, no como los demás, que se detiene frente a mí y me habla: ¿tiene fuego?, dice, un individuo desaliñado de espesa melena y barba, rostro pequeño, casi escondido, chaqueta sucia y manos sucias que se tambalea de un lado a otro como si el mero hecho de estar de pie fuera un tremendo esfuerzo para él; le ofrezco fuego y se cubre con las manos para encender un cigarrillo medio consumido, entonces dice: gracias, y se aleja; me detengo para observarle: camina con cierta vacilación hasta llegar a la esquina, después se vuelve de cara a la pared, una figura sin rasgos, y distingo la creciente humedad oscura a sus pies, detenerme un instante para contemplarle, volverse él y alejarse con un encogimiento de hombros y una frase brutal; un borracho orinando, pienso, pero al mismo tiempo deduzco: se ha reconstruido, ha verificado su interior, ha exhumado cosas que le pertenecen y le llenan por dentro: líquidos que alguna vez formaron parte de él; eso es un proceso de autoafirmación, pienso: él es algo que yo no soy o que he dejado de ser, ha logrado obtener lo que yo pierdo poco a poco: integridad, quizá porque no tiene que callar, porque es libre para decir lo que le gusta y lo que no, pienso y golpeo con los huesos del pie el cadáver de una vieja lata en la acera, o porque ha aceptado la vida tal cual es, o quizá porque tiene hambre y sed, y necesidad de fumar, dormir y orinar en una esquina, quizá porque siente necesidades en su interior, dentro de esa intimidad de las costillas que en mí mismo forma un espacio negro: sus necesidades le llenan, y yo, satisfecho, camino vacío: eso pensé; era preciso, pues, reformarse, volver a la vida a partir de los huesos, resucitar, aunque es cierto que en algún sitio dentro de mí existían vestigios, cosas que se movían bajo las costillas o en el espacio entre éstas y el hueso púbico, pero era necesario comprobarlo; todo aturdido por el ansia, entré en uno de los bares que estaban abiertos a esas horas y me dirigí apresurado al cuarto de baño, respondiendo con un gesto al hombre que atendía la barra y que me dijo buenos días; ya en el urinario, muy nervioso, busqué mi pija semihundida, perdonando la frase, la extraje y me esforcé un instante: tras un cierto lapso, comprobé la aparición brusca del fino chorro amarillo y sentí una distensión lenta en mi pubis que califiqué como el hallazgo de la vejiga: al fin me sirves de algo, pensé mientras me sacudía la pilila, perdonando la bajeza; así, convertido en pura vejiga, salí a la calle de nuevo y respiré hondo: noté bolsas gemelas a ambos lados del esternón, sacos que se ampliaban con el aire frío de la mañana, y descubrí mis pulmones; en un estado de alborozo difícilmente descriptible me tomé el pulso y sentí, con la alegría de tocar el pecho de un pájaro recién nacido, el golpeteo suave de la arteria contra mi dedo, su pequeño pero nítido calor de hogar, y supe que guardaba sangre y que mi corazón había emergido; caminando hacia la consulta completé mi resurrección, la encarnación lenta de mi esqueleto; así pues, yo era pulmones y vejiga, yo era intestino, tripas, estómago, yo era músculos del pene, tendones, sangre, hígado, vesícula, bazo y páncreas, yo era glándulas y linfa, todo suave, todo lleno, ocupando intersticios como si vertieran sobre mí unas sobras de hombre: yo era, por fin, globos oculares líquidos, yo era lengua y labios, yo era el abrir lento de los párpados, la creación del paladar, la suave nariz horadada, la humedad limpia de la saliva, la lágrima tibia y el sudor de los poros; yo era sobre todo mi propio cerebro, las revueltas grises de los nervios, la masa de ideas invisibles, la voluntad, el deseo, el pensamiento; llegué a la consulta recién creado, aún sin piel pero ya formado y funcionando, atravesé el oscuro umbral con la placa dorada donde se leía «Héctor Galbo, odontólogo», preferí las escaleras y abrí la puerta con la delicadeza muscular de un relojero, con la exactitud de un ladrón o un pianista; Laura, mi secretaria, ya estaba esperándome, y el vestíbulo aparecía iluminado así como la marina enmarcada en la pared opuesta, y me dejé invadir por el olor a cedro de los muebles, la suavidad de la moqueta bajo los pies, y cuando mis globos oculares se movieron hacia Laura pude parpadear evidenciando mi perfección; entonces, la prueba de fuego: me incliné para saludarla con un beso y percibí la suavidad de mi mejilla, los delicados embriones de mis labios, y supe que por fin la piel había aparecido: cabello, pestañas, cejas, uñas, el florecer de mi bigote negro; besarla fue como besarme a mí mismo: buenos días, doctor Galbo, me dijo, noté las cosquillas de mi camisa sobre mi pecho velludo, muy velludo, buenos días, dije, buenos días, Laura, y percibí mi laringe en el foso oculto entre la cabeza y el pecho, sentí el aire atravesando sus infinitos tubos de órgano: buenos días, repetí despacio saludando a todo mi cuerpo reflejado en el espejo del vestíbulo, mi cuerpo con piel y sentimientos, mi cuerpo vestido, bajito, mi cabeza calva y mi rostro bigotudo: buenos días, doctor Galbo, hoy viene usted contento, dice Laura, sí, le dije, vengo aliviado, quise añadir, he orinado en un bar y he descubierto por fin que tengo vejiga, y a partir de ahí todo lo demás, pero en vez de decirle esto pregunté: ¿hay pacientes ya?, y ella: todavía no, y yo: ¿cuántos tengo citados?, y ella: cinco para la mañana, la primera es Francisca, ah sí, Francisca, dije, sí: sus prótesis darán un poco la lata, y me deleito: oh mi memoria perfecta, mis sentidos vivos, mis movimientos coordinados, sí, sí, Francisca, muy bien, y mi imaginación: porque de repente me vi avanzando hacia mi despacho con los músculos poderosos de un tigre, todo mi cuerpo a franjas negras, mis fauces abiertas, los bigotes vibrantes, los ojos de esmeralda, y mi sexo, por fin, mi sexo: porque Laura, con la mitad de años que yo, me parecía una presa fácil para mis instintos, una captura que podía intentarse, la gacela desnuda en la sabana; ya era yo del todo, incluso con mis pensamientos malignos, incluso con mi crueldad, por fin: avíseme cuando llegue, le dije, y entré en mi despacho, me quité el abrigo y la chaqueta, me vestí con la bata blanca, inmaculada, mi bata y mi reloj a prueba de agua y de golpes, y mi anillo de matrimonio, y los periódicos que Laura me compra y deposita en la mesa, y mi ordenador y mis libros, y mis cuadros anatómicos: secciones de la boca, dientes abiertos, mitades de cabezas, nervios, lenguas, ojos, mejor será no mirarlos, pienso, porque son hombres incompletos, yo ya estoy hecho, pienso, envuelto al fin de nuevo en mi funda limpia, recién estrenado; por fin pensar: saber que he regresado al origen, me he recobrado, he impedido mi disolución guardándome en un cuerpo recién hecho; no recuerdo cuánto tiempo estuve sentado frente al escritorio saboreando mi triunfo, pero sé que la segunda y más terrible revelación llegó después, con el primer paciente, y que a partir de entonces ya no he podido ser el mismo, peor aún, porque me he preguntado después si he sido yo mismo alguna vez, si mi integridad fue algo más que una simple ilusión: y fue cuando sonó el timbre de la puerta, el siguiente timbre, el nuevo timbre que me despertó de la última ensoñación (como el de casa de Galia, o el del despertador con sonido de trompeta de cobre, ahora el de la consulta, pensé, y no pude encontrarles relación alguna entre sí, salvo que parecían avisos repentinos, llamadas, notas eléctricas que presagiaban algo), y Laura anunció a la señora Francisca, una mujer mayor y adinerada, como Galia, como Alejandra, con las piernas flebíticas y el rostro rojizo bajo un peinado constante, que entró con lentitud en la consulta hablando de algo que no recuerdo porque me encontraba aún absorto en el éxito de mi creación: fue verla entrar y pensar que iría a casa de Galia cuando la consulta terminara y le diría que todo seguía igual, que era posible continuar, que nada nos estorbaba, y después llegaría a mi casa y le diría a Alejandra que la quería, que nunca más sería duro con ella ni con Ameli, eso me propuse, y saludé a la señora Francisca con una sonrisa amable, y la hice sentarse en el sillón articulado, la eché hacia atrás con los pedales, la enfrenté al brillo de los focos y le pedí que abriera la boca, porque eso es lo primero que le pido a mis pacientes incluso antes de oír sus quejas por completo: como estoy acostumbrado a que esta instrucción se realice a medias, me incliné sobre ella y abrí mi propia boca para demostrarle cómo la quería: así, abra bien la boca, le dije, ah, ah, ah, y es curioso lo cerca que siempre estamos de la inocencia momentos antes de que un nuevo horror nos alcance: incluso éste aparece al principio con disimulo, revelándose en un detalle, en un suceso que, de otra manera, apenas merecería recordarse, porque mientras Francisca, obediente, abría más la boca, descubrí el último de los horrores, la luz del rayo que nunca debería contemplar un ser humano, la degradación final, tan rápida, pavorosa e inevitable como cuando presioné el timbre de Galia, pero mucho peor porque no era lo oculto, lo que era, sino lo que no era, aquello que falta, no lo que se esconde sino lo que no existe: la nueva revelación me violó, perdonando la brutalidad, de tal manera que todos mis logros anteriores adoptaron de inmediato la apariencia de un sueño que no se recuerda sino a fragmentos, e incapaz de reaccionar, permanecí inmóvil, inclinado sobre la mujer, ambos con la boca abierta, ella con los ojos cerrados esperando sin duda la llegada de mis instrumentos; pero como no llegaban los abrió, me vio y advirtió en mi rostro el horror más puro que cabe imaginarse: qué pasa, doctor, me dijo, qué tengo, qué tengo, pero yo me sentía incapaz de responderle, incapaz incluso de continuar allí, fingiendo, así que retrocedí, me quité la bata con delirante torpeza, la arrojé al suelo, me puse la chaqueta y salí de la habitación, corrí hacia el vestíbulo sin hacer caso a las voces de la paciente y a las preguntas de Laura, abrí la puerta, bajé las escaleras frenéticamente y salí a la calle: no sabía adónde dirigirme, ni siquiera si tenía sentido dirigirme a algún sitio; contemplé a los transeúntes con muchísima más incredulidad de la que ellos mostraron al contemplarme a mí: ¿era posible que todos ignoraran?, ¿hasta ese punto nos ha embotado la existencia?; hubo un momento terrible en el que no supe cuál debería ser mi labor: si caer en soledad por el abismo o arrastrar como un profeta a las conciencias ciegas que me rodeaban; es cierto que toda gran verdad precisa ser expresada, pero la locura de mi actual situación consistía en que esta verdad última era inexpresable: quiero decir que esta verdad final no era algo, más bien era nada, así que no podía soñar con explicarla: quizá el silencio en el gélido vacío entre las estrellas hubiera sido una explicación adecuada, pero no un silencio progresivo sino repentino y abrupto: una brecha de espacio muerto, una bomba inversa que absorbiera las cosas hacia dentro, que nos introdujera a todos en un mundo sin lugares ni tiempo donde la nada cobrara alguna especial y terrible significación, quizá entonces, pensé, y corrí por la acera intuyendo que cada minuto desperdiciado era fatal: ¿le ocurre algo?, fue la pregunta que me hizo un individuo que aguardaba frente a un paso de peatones cuando me acerqué, y solo entonces fui consciente de que tenía ambas manos sobre la boca, como si tratara de contener un inmenso vómito; mi respuesta fue ininteligible, porque sacudí la cabeza diciendo que no, pero esperando que él entendiera que eso era lo que me pasaba: que no; si hubiera podido hablar, habría respondido: nada, y precisamente ahí radicaba lo que me ocurría: me ocurría nada, pero era imposible hacerle comprender que nada era infinitamente peor que todos los algos que nos ocurren diariamente; no pude hacer otra cosa sino alejarme de él con las manos aún sobre la boca, corriendo sin saber por dónde iba pero con la secreta esperanza de no ir a ninguna parte, de no llegar, de seguir corriendo para siempre, porque no podía presentarme en casa de aquel modo, no con aquel fallo, sería preciso hacer cualquier cosa para remediar esa escisión, quizá comenzar desde el principio, reunir de nuevo el hilo en el ovillo, a la inversa: pensar en el instante anterior a la revelación, notar la presencia para comprender ahora la falta; pero cómo describirlo: cómo decir que había conocido de repente la boca cuando la paciente abrió la suya y yo quise indicarle cómo tenía que hacerlo y abrí la mía; fue entonces: el tiempo se congeló a mi alrededor y quedé solo en medio de mi hallazgo, como un náufrago, paralizado por la revelación suprema, incapaz de comprender, al igual que con la anterior, por qué no lo había sabido hasta entonces: la boca, claro, ahí, aquí, abajo, bajo mi nariz, en mi rostro, la boca: de repente me había percatado de la verdad, tan simple e invisible debido a su propia evidencia: la boca no es nada, lo comprendí al pedirle a la paciente que la abriera y al abrir la mía: ¿qué he abierto?, pensé: la boca; pero entonces, si la boca abierta también es la boca, el resultado era una oscuridad, un agujero vacío, un abismo; quiero decir que, de repente, al ver la boca, al inclinarme para verla, no la vi, pero no la vi justamente porque era eso: el no verla; si hubiera visto la boca de la misma forma que veo mis dedos, por ejemplo, no lo sería o estaría cerrada; sin embargo, el horror consiste en que una boca abierta también es una boca: como llamarle «dedos» al espacio vacío que hay entre ellos; ¡pero eso no era todo!: si aquel defecto, aquella nada, era, ¿cómo podía evitar la llegada del vacío?, ¿cómo impedir que todo siguiera siendo lo que es en la nada?, ¿cómo pretender recobrar mi cuerpo si me evacuo por ese agujero negro y absurdo?; lo comprendí: ¡si todo se hubiera cerrado a mi alrededor!, ¡si las junturas hubieran encajado perfectamente, sin interrupciones, sin oquedades!, pero tenía que estar la boca, la boca abierta que también era la boca, y ahora ¿cómo permanecer incólume?, ¿cómo seguir inmutable, conservándome dentro, si allí estaba eso que no era, esa nada negra implantada en mí?; corrí, en efecto, a ciegas, no recuerdo durante cuánto tiempo, hasta que un nuevo acontecimiento pudo más que mi propia desesperación: en una esquina, recostado en un portal, distinguí a un hombre, el borracho de aquella madrugada, que parecía dormir o agonizar: un sombrero gris le cubría casi todo el rostro salvo la barba, y allí, insertado en lo más hondo del pelo, un agujero abierto, sin dientes, sin lengua, una cosa negra y circular como una cloaca o la pupila de un cíclope ciego que me mirara, aunque yo fuera «nadie», el vacío terrible, la nada; de repente se había apoderado de mí un horror supremo, un asco infinito, la conjunción final de todo lo repugnante, y me alejé desesperado cubriéndome con las manos aquel «salto», aquel «vacío» letal, atenazado por una sensación revulsiva, un pánico que era como cribar mis ideas con violencia hasta romperlas, la certeza de mi perdición, el desprendimiento a trozos de mi voluntad frente a lo irremediable: esa boca abierta, el error por el que todo entra y todo sale, los secretos, la palabra, el vómito, la saliva, la vida, el aliento final, porque me había envuelto en mi propio cuerpo para hallar algo último que no cierra, ese terrible defecto tras los labios del beso, tras el lenguaje cotidiano, tras los gestos de comer y masticar, más allá de los dientes y la lengua, ese algo que no es el paladar ni la faringe ni la descarga de las glándulas, ese vacío que me recorre hacia dentro, el túnel deshabitado del gusano, la nada, la negación, eso que ahora empezaba a corroerme; porque si existía la boca, nada podía detener la entrada del vacío; así que cerca de casa empecé a perderme, a dividirme en secciones, a horadarme: primero fue la piel, que apenas se presiente, que es casi solamente tacto, la piel que cayó a la acera mientras corría, la piel con mi figura y mis rasgos que se me desprendió como la de un reptil mudando sus escamas, porque el vacío se introducía bajo ella como un cuchillo de aire y la separaba; entonces los músculos y los tendones, en silencio: ¿qué protección pueden ofrecer frente a los túneles de la nada?, ¿qué defensa procuran ante esa marea de vacío, ese fallo que me alcanzaba como a través de un sumidero?, también ellos caen y se desatan como cordajes de barco en una tempestad; la calle en la que vivo recibió el tributo de la lenta pero inexorable pérdida de mis vísceras: ese trago infecto de nada, que no está pero es, provoca la caída de mi estómago y mis intestinos, mi hígado derretido y mi bazo, los pulmones sueltos que se alejan por el aire como palomas grises, el corazón que ya no late, madura, se endurece y cae, gélido como el puño de un muerto, porque nada puede latir frente a la boca, los nervios arrastrados por la acera como hilos de un títere estropeado, los ojos como gotas de leche derramada, la suave materia de mi cerebro, la exactitud de mis sentidos, la excitante delicia del deseo, la provocación del hambre y el instinto, las sensaciones, los impulsos: todo cae y se pierde, todo gotea incesante desde mi armazón, todo se va y se desvanece calle abajo; entro en casa al fin, ya solo mi esqueleto muerto y limpio, y pienso: mis hijos están en el colegio, por fortuna; me dirijo al salón y allí encuentro a Alejandra, que me mira con pasmo; se halla sentada en su sofá tejiendo algo, y probablemente destejiéndolo también, creando y destruyendo en un vaivén de interminable dedicación; entonces me detengo frente a ella, aparto con lentitud las falanges blancas de mi oquedad y la descubro, por fin, en toda su horrible grandeza: la boca abierta, las mandíbulas separadas, el enorme vacío entre maxilares, la verdadera boca que no es, desprovista del engaño de las mucosas, ese espacio negro que nada contiene, y hablo, por fin, tras lo que me parecen siglos de silencio, y mis palabras, emergiendo de ese vacío, son también vacío y horadan: Alejandra, hablo, llevo años traicionándote con una mujer que conocí en la consulta, y ella: Héctor, qué dices, y yo: es guapa, pero no demasiado, cariñosa, pero no demasiado, inteligente, pero no demasiado: lo mejor que tiene es que me quiere y que intentó hacerme feliz, y que nunca me ha creado problemas salvo la necesidad de mentirte, de ocultártelo, una mujer con la que descubrí que puede haber una cierta felicidad cotidiana a la que nunca deberíamos renunciar, como hemos hecho tú y yo, ni siquiera a esa cierta felicidad cotidiana, una mujer, en fin, con la que he sabido que ya todo es igual, que incluso el pecado termina alguna vez, incluso la culpa, incluso lo prohibido, y ella: Héctor, Héctor, qué te pasa, dice, que ya basta de mentiras, respondo y me deshago de su lento abrazo y de sus lágrimas, y basta de silencio, porque era necesario hablar, pero no solo a ti, no, no solo a ti, y ella, gritando: ¿adónde vas?, pero su grito se me pierde con el mío propio, que ya solo oigo yo, y eso es lo terrible: porque mi garganta ha desaparecido y solo quedan las tenues vértebras y el deseo de ser escuchado; corro entonces a casa de Galia arrastrando apenas los jirones blancos de mis huesos por la acera, y ella misma abre la puerta y grita al verme: no, Galia, no podemos seguir juntos, dije entonces, no tengo nada más que hacer aquí, tú, viuda y solitaria, yo, casado y solitario, nada que hacer, Galia, no más consuelos, no más secretos, basta de felicidad y de cariño doméstico, porque llega un instante, Galia, en que todo termina, y lo peor de todo es que tú no eres una solución: ¿por qué?, me dijo: porque es necesario decir la verdad y revelar la mentira, repliqué, aunque nos quedemos vacíos, es necesario abrir las bocas, Galia, le dije, y volcarnos en hablar y hablar y destruirlo todo con las palabras, dije, porque si algo somos, Galia, es aliento, así que es necesario, por eso lo hago, dije, y me alejé de ella, que gritó: ¿adónde vas?, pero su grito se perdió dentro del mío, que ya era tan enorme como el silencio del cielo; y me alejé de todos, de una ciudad que no era mi ciudad, de una vida que no era mi vida, corrí ya casi llevado por el viento, las espinas delgadas de mi cuerpo flotando en el aire, corrí, volé hacia los bosques transportado por una ráfaga de brisa como el polvo o la basura, avancé por la hierba, entre los árboles, desgastándome con cada palabra: basta con eso, dije, no más hogar, no más vida, no más esfuerzo, dije, grité en silencio: ya basta de mundo y de existencia, ya basta de hacer y de procurar, soportar, callar y mirar buscando respuestas, no, no más luz sobre mis ojos, nunca otro día más, basta de desear y pretender, de conseguir y por último perder lo conseguido y enfermar y morir y terminar en nada, todo vacío, intrascendente, limitado y mediocre: basta, porque hay un error en nosotros, un hiato perenne, el sello de la nada, esta boca siempre abierta, este hueco hacia algo y desde algo, miradlo: está en vosotros, el sumidero, el vórtice; lo he soportado todo, incluso los años de silencio, los años iguales y el silencio, la muerte interior, el vacío interior, la falsa esperanza, la ausencia de deseos, pero no puedo soportar esta conexión: si tiene que existir esto, este hueco vacío y nulo, esta ausencia de mi carne y de mi cuerpo, si tiene que existir la boca, prefiero echarlo todo fuera, dejar que todo se vaya como un soplo puro, que lo oigan todos, que todos lo sepan, prefiero esto a la falsa seguridad de un cuerpo muerto, eso dije, eso grité, y me vi por fin convertido en nada, la oquedad llenando todos mis huesos abiertos como flautas mudas, desmenuzados como arena por fin, solo esa ceniza última, apenas el rastro leve que el viento termina por borrar, el vacío enorme de esa boca que tiene que decir y revelar y descubrir y gritar y acusar y vaciarme hacia fuera desde dentro y mezclarme con todo, esa boca abierta e infinita del silencio absoluto por la que hablo aunque nadie oiga


    45. ¡Qué atractivo tienen esos encuentros de buques, de esos huéspedes del Atlántico, que se saludan al paso! No es posible la diferencia entre buque y buque


    46. El emperador de China y sus humildes sirvientes los saludan


    47. Cuando va de compras a Girvan, la ciudad más próxima, los comerciantes le saludan como si fuera un lord


    48. Saludan en posición de firmes


    49. En los arcenes, unos soldados en posición de firmes saludan el convoy a lo largo del todo el camino


    50. Y me había ya preguntado muchas veces (puesto que el problema me parecía de fundamental importancia) si esto ocurría espontáneamente, por íntima corrupción moral o fisiológica, como reacción contra las costumbres, los modales, los prejuicios, los declinantes ideales burgueses, y no más bien como consecuencia de una propaganda sutil, cínica y perversa conducida desde lejos y tendiendo a disolver la trama social europea en previsión de aquello que los espíritus débiles de nuestro tiempo saludan como la gran revolución de la edad moderna


    1. Héctor entró por la puerta del restaurante y se acercó a la barra saludando a dos


    2. ¿Qué caballerín, de los elegantes de la ciudad, no estaba aquellamañana, con un ramo de flores en el ojal, saludando a las damas y niñasdesde su caballo? Los estudiantes, no, esos no estaban por las calles,aunque en los balcones tenían a sus hermanas y a sus novias: losestudiantes estaban en la procesión, vestidos de negro, y entreadmirados y envidiosos de los muertos a quienes iban a visitar, porqueestos, al fin, ya habían muerto en defensa de su patria, pero ellostodavía no: y saludaban a sus hermanas y novias en los balcones, como sise despidieran de ellas


    3. Y salió, saludando por segunda vez y haciendo con la mano un


    4. saludando a lacondesa, echeme fuera, juntándose conmigo en la


    5. penitencia ysalieron del templo, saludando con inclinaciones de


    6. Golbasto, que allá donde iba se consideraba el centro de la reunión,entró en los salones saludando


    7. fuentes delClitumno, cuya inspiración es enteramente contraria, saludando


    8. su edecán y saludando a todos aquellos que conocía


    9. saludando a todo el mundo ypor todos saludado con cariño? Lo


    10. expedición por toda laciudad y la gente gritaba saludando el rápido paso de la barca:

    11. El ruiseñor cantaba en el sauce melancólicamente, como saludando unailusión que


    12. impetrado el favor de la poesía popular, saludando laaparición de la Reforma


    13. Losde Entralgo tiran sus monteras al alto saludando con alegría lapintoresca comitiva


    14. Los señores de Morel y Butrón siguieron al de Chandos, saludando á supaso entre


    15. de lamisma edad, enlazados con un brazo por la espalda y saludando con elotro al tren


    16. saludando aldoctor, y convirtiendo en ches cuantas eses tenía


    17. Casi tropezó en la puerta con el contratista, queentraba saludando desde lejos á la «señora marquesa»


    18. ampliabarba y saludando a las señoras


    19. Los pasajeros más cortesesiban saludando a las


    20. Y los hombres entraron uno tras otro, saludando al siñó

    21. Y fue saludando a los cortejantes según salían de la casa


    22. saludando la continuación del espectáculo


    23. derretía el cerebro siempre que la consideraba saludando á un traseunte ó á la amiga de enfrente


    24. Mitch y Julianne recorrieron el lugar, saludando a otros miembros del equipo


    25. Al otro día, la crítica más exigente y puntillosa concedía al torero la oreja, el rabo y los pitones, saludando en él la aparición de un nuevo autor dramático


    26. –Que "mademoiselle" ha aprovechado muy bien el tiempo y que el resultado es encantador -replicó Laurie, saludando con la mano en el corazón y una mirada de admiración


    27. Él estaba en el escenario arreglando la decoración, los atriles, el piano; él en el vestíbulo disponiendo los tiestos de plantas vivas que a última hora no habían sido bien colocados; él en los palcos saludando a no sé cuántas familias; él adentro, afuera, arriba y abajo, y aun creo que le vi colgado de la lucerna y saliendo por los agujeros de la caja de un contrabajo


    28. Bertuccio se retiró saludando, y al llegar a la puerta, se detuvo:


    29. El joven aplicó sus labios sobre la frente del anciano en el mismo sitio en que la joven había puesto los suyos, y saludando al señor Noirtier por segunda vez, salió


    30. Y saludando con gravedad al joven, Beauchamp le volvió la espalda y entró en la imprenta

    31. Creo e ya es hora -y saludando a todos con una prisa desapareció en el interior de la casa


    32. Un policía entró, saludando


    33. Poirot se apuntó el número en su libreta y, saludando con una amistosa inclinación, abandonó el lugar


    34. El viejo mayordomo salió de la habitación, saludando a los tres hombres


    35. El Centauro, a una orden del comandante, había puesto en movimiento las dos poderosas máquinas y se había elevado doscientos metros, saludando a la población de la estación con silbidos agudos


    36. Atravesaron todo el pueblo por la calle principal, saludando como era la costumbre a las personas que se les cruzaron por delante


    37. Quienes podían pagarlos, compraban sus bestias y los dejaban por una temporada en la escuela de Rupert, de donde regresaban caminando a dos patas, saludando con la mano, acarreando en el hocico el periódico y las pantuflas del amo y fingiéndose muertos cuando recibían la orden en lengua extranjera


    38. Entró en la amplia casa de madera, donde aún no llegaban los turistas de fin de semana, saludando a gritos, como siempre hacía, pero sin dar ocasión a su tía de meterle en la boca la primera ración de pastel ni a los perros de lamerlo de pies a cabeza


    39. Entretanto se presentaron en Tucapel los mismos indígenas que siempre llevaban las vituallas, saludando con el aire más sumiso del mundo, como si no estuviesen enterados del suplicio que habían sufrido sus compañeros


    40. El país estaba convulsionado por las campañas políticas, los trenes de triunfo cruzaban de Norte a Sur llevando a los candidatos asomados en la cola, con su corte de proselitistas, saludando todos del mismo modo, prometiendo todos las mismas cosas, embanderados y con una sonajera de orfeón y altoparlantes que espantaba la quietud del paisaje y pasmaba al ganado

    41. Tartarín, para mayor majestad, mandó que le izaran hasta lo alto de la giba, entre dos cajas; y allí, arrogante y bien embutido, saludando con noble ademán a todo el mercado, que acudía a verle, dio la señal de partida… ¡Truenos! ¡Si los de Tarascón hubiesen podido verle!…


    42. Toda esa agitación cesó una dulce mañana de luz azulada, cuando los jardines de Ilhéus exhalaban perfume y los pajaritos trinaban saludando tanta belleza


    43. El día 21, Muñoz Grandes visita el Cementerio Español de Grigorowo por última vez, saludando brazo en alto al despedirse de "sus soldados" y embargado de emoción, sube a su Opel Admirall para iniciar el viaje al nuevo frente


    44. -¡Gracias, gracias, mil gracias -dijo galantemente el héroe saludando a un lado y otro-


    45. Anduvo de aquí para allá, saludando a los que encontró conocidos, y uno de estos le dijo que Iglesias estaba en la tribuna oyendo hablar a Toreno


    46. —No lo hago —contestó Silo, saludando con una inclinación de cabeza a las dos mujeres, sentadas enfrente de las camillas de sus respectivos esposos


    47. Y cuando por la retirada lenta de los parroquianos íbanse quedando solos los seis puntos de la improvisada tertulia, gozosos de poder alborotar un poquito si el cuerpo y los espíritus así lo pedían, dejábase ver Lopresti con mandil y gorro blanco, saludando risueño a los señores con su atiplada mujeril voz


    48. –¡Preséntame, Juan! – exclamó al entrar saludando a Cara de Ángel con una inclinación de cabeza y una sonrisa de cortesía


    49. Continuaban saludando cuando tres coches de la policía estatal de Virginia con las sirenas y las luces de emergencia encendidas los alcanzaron


    50. Yo había visto fotos de la caravana de automóviles que acompañaba al presidente en Dallas y me había impresionado la especialmente tan reproducida imagen del pequeño hijo de Kennedy saludando el ataúd de su padre, y había leído descripciones del asesinato del presunto asesino llevado a cabo por Jack Ruby, pero nunca había visto las imágenes del asesinato de Oswald














































    1. El cura, después de saludar al padre amigo de la romería, le contó rápidamente sobre don Quijote, y así él y toda la turba de los nazarenos fueron a ver qué pasaba con el pobre caballero y, cuando se acercaron, oyeron que Güicho Panza, quien se había tirado sobre don Quijote soltando el más doloroso y risible llanto del mundo creyendo que estaba muerto, de un modo que se hacía cada vez más linajudo en él, por la junta con don Quijote, decía:


    2. La nave está ahora juego y cada pasajero es rápido para aparecer y saludar, algunos con pañuelos ya violados y no por las lágrimas, sus parientes y amigos


    3. Mientras reina el pasagero tumulto, causado por los que seatropellan para ir al vestuario y felicitar á las actrices, porlos que van á saludar á las señoras en los palcos,algunos emiten su juicio sobre la pieza y los artistas


    4. todos losaños, quería saludar a Manuela y a las niñas, y desearles milfelicidades en el día del


    5. limpia y blanca tonsura al saludar con el bonete al públicode los balcones


    6. Mientras llegaba el momento, losinvitados entraban á saludar á los altos y poderosos señores del


    7. —Lo que yo decía, ó iba á decir, es que el ir á un baile no es motivopara que usted deje de saludar en la


    8. «Vengo a tener el gusto de saludar a la señora


    9. a ponermea la disposición de usted y saludar a sus patronas


    10. pretexto de saludar a Fernando, y leparecieron largas las horas hasta que llegase la de ver a su amiga

    11. cierta turbaciónemotiva al saludar á Elena, enredándose la lengua y pronunciandobalbuceos, en vez de


    12. Tuvo que saludar á un lado y áotro,


    13. ¡Vaya un modo gracioso que tienes de saludar a tu


    14. le dejan de saludar y leobligan a salirse del cuerpo


    15. Gallardo, mientras tanto, iba hacia la presidencia para saludar, y losentusiastas


    16. para saludar o incapazde sostener una conversación sobre motivos ligeros y


    17. Gracián y el otro clérigo se sentaron después de saludar a la enfermacon mucho interés


    18. Dos veces al año, el dos de enero y el veintitrés de diciembre, el emperador aparece en la ventana del palacio para saludar al pueblo


    19. Así, no era raro ver en mi casa, por ejemplo, a jacobinos departir con aristócratas de viejo cuño entre los que se había puesto de moda, por cierto, saludar á la victime; es decir, con un movimiento brusco de cabeza hacia delante, como si reprodujesen el momento en que la guillotina decapitaba a sus víctimas


    20. Cuando se disponía a bajar al salón para saludar a su padre, Ceferina llamó con precipitación a la puerta de su cámara

    21. Enseñar al perro, mediante el adiestramiento por recompensa, a ofrecer una conducta sociable y atractiva para las personas, como acercarse a la puerta de la perrera, mover la cola, mirar a los ojos sin agresividad, sentarse correctamente, saludar agachando la cabeza, ofrecer la pata con suavidad levantándola hacia la verja, todo eso reduce el estrés del perro —un perro de refugio no necesita más estrés ni presión en su vida— y hace que aumente la probabilidad de que atraiga la atención del visitante»


    22. Me hice algo amigo suyo, dejándolo de saludar años más tarde, cuando, nuevamente en España, tuvo el poco talento de meterse a falangista


    23. Los guardias rojos anunciaron que todos ellos deberían ser mantenidos bajo vigilancia, que habrían de barrer las instalaciones y terrenos de la escuela y limpiar los retretes, que estarían obligados a saludar en todo momento y que soportarían todas aquellas amonestaciones que pudieran recibir de cualquier guardia rojo que optara por dirigirles la palabra


    24. El ministro se puso en pie de un salto y sin saludar siquiera a los presentes, abandonó la sala, cruzó la alta galería seguido por Anuhar-el-Mojkri y por las asustadas miradas de los funcionarios locales, y penetró en el amplio despacho en penumbras del gobernador, dejando fuera al secretario, que, prácticamente, se golpeó contra la pesada puerta


    25. Sin saludar, el Corsario Negro clavó los ojos en los de la joven


    26. Tocó con dos dedos la visera de su gorra para saludar a Gwenda, acomodóse ante el volante del «Austin» y lo apartó convenientemente


    27. Sandokán con un gesto ordenó silencio a la tripulación, que iba a saludar a los dos jefes de la piratería con una intempestiva explosión de alegría


    28. Y salió con la frente alta, sin mostrar la menor impresión y sin saludar a su enemigo


    29. La caravana se disponía a entrar en la ciudad, y, de acuerdo a la costumbre, efectuaba disparos al aire para saludar a los pobladores


    30. -Y no consentirán en rendirse; antes bien, parece que tienen la intención de saludar a nuestros barcos a cañonazos

    31. Todos insistieron en darle la mano, decirle que era un honor saludar a un Jinete e invitarlo a sus respectivos estados


    32. Un centinela tocó la corneta y, con un esfuerzo brutal, los que podían ponerse de pie se formaron para saludar al capitán general


    33. Con ayuda de las criadas me vestí para ir a misa, como hago cada día, ya que me gusta saludar a Nuestra Señora del Socorro, ahora dueña de su propia iglesia y de una corona de oro con esmeraldas; hemos sido amigas por mucho tiempo


    34. Al paso de los caballeros se levantaban nubes de mariposas y los venados, curiosos, se acercaban a saludar


    35. A la entrada se alzaba un maniquí con cabeza, manos y pies de madera, ojos de vidrio azul y cabello humano, que representaba a la Virgen María y se mantenía adornado con flores frescas y una vejatoria encendida ante la cual todos nos persignábamos al pasar, no se entraba ni salía sin saludar a la Madona


    36. Se desprendió del gorro lanzándolo sobre el sofá y, cerrando la puerta sin casi saludar a sus hermanos, les espetó:


    37. Lo dijo de un tirón, sin pararse a saludar, y Raquel, por no entender, ni siquiera entendió qué hacía su amiga en la puerta de su casa a las seis menos diez de aquella tarde


    38. Pero no bien acabaron de saludar, cuando se metieron espantadas


    39. En las proximidades de la Iglesia, Josué disminuía el paso acelerado, se quitaba el sombrero, casi doblándose en dos al saludar a las solteronas


    40. Después de saludar a los guardias de seguridad armados y sentados detrás de la garita de acreditaciones, que le proporcionaron la contraseña del día, Rodgers cruzó a paso ligero el nivel administrativo de la primera planta, donde los oficiales superiores tenían sus despachos en el viejo cuartel general del equipo de evacuación

    41. Rossky se volvió sin saludar y salió precipitadamente del centro de mando


    42. El comisario, que se incorporaba para saludar, se quedó paralizado a medio camino con el brazo derecho extendido


    43. Un cincuentón gordo y malhumorado, enfundado en un overol muy sucio, atacó al director Burgio sin saludar al comisario


    44. A Limmat, que se olvidó de saludar a dos soldados con quienes se cruzó, lo tiraron al suelo, y se salvó de que lo molieran a palos gracias a la intervención de Göbbler, que pasaba en ese momento


    45. -Bien venido sea el padre Salmón -dijo Requejo adelantándose a saludar al venerable mercenario que en la noble compañía del marqués de Porreño tomaba de la Virgen del Puerto


    46. No había concluido de saludar a los del coche, cuando se llegó a él un hombracho formidable, los zapatos y el pantalón blanqueados por el polvo: era Ibraim, que en tal facha, encendido el rostro por las múltiples mañanas que había tomado, parecía más bárbaro que nunca


    47. No presencié yo el caso; mis noticias fueron que no hubo aclamación, sino un respetuoso saludar del público y frases de simpatía


    48. Fue Tarfe a saludar a Lucila: la trataba desde el tiempo de Halconero, y con el segundo marido tenía la amistad y buenas relaciones de propietarios colindantes


    49. Las casas, todas de un blanco resplandeciente, estaban llenas de tapices y mantos en sus balcones, a los que se asomaban sus dueñas al pasar la comitiva, para saludar y ver de cerca a su majestad, pues muy querido pareció que era en estos lugares


    50. 1- El verbo saludar quiere decir “salud dar”, o dar salud








































    1. Voy al lavabo mientras saludas a tus amigos y te espero en el coche


    2. Tú, Ulises, saludas aquí y allá con la mejor sonrisa de un anfitrión, y con gestos de la cabeza y de la mano-


    3. El extraño, el intruso, la amenaza que funciona desde su reiteración en los relatos de ficción como una advertencia, una llamada de atención contra la confianza, una forma de educación en el recelo individualista frente a la incertidumbre colectiva, los otros como amenaza, el hogar seguro frente al espacio público lleno de riesgos, no podemos estar tranquilos, la delicada tela de la normalidad puede rasgarse en cualquier momento, el mundo, tu mundo, tu ciudad, tu barrio, tu entorno, son lugares peligrosos, los ciudadanos anónimos que te cruzas en la calle, que saludas en el trabajo, que te sonríen en la discoteca, que te ayudan a levantarte cuando tropiezas, que atiendes o ignoras, son un peligro potencial, cualquiera puede traspasar esa línea, cruzarse en tu trayectoria hasta colisionar, nunca bajes la guardia, desconfía, teme, no abras la puerta a desconocidos, no hagas tratos con cualquiera, no compartas piso con nadie, no hagas autostop, no busques sexo furtivo, no conciertes citas en foros de Internet, no aceptes la ayuda espontánea del que se ofrece a auxiliarte, no bajes la guardia, cada paso que das puede ser un pie que no encuentra apoyo, una zancada hacia el abismo


    1. Me devolvieron todos el saludo, alegre y distraídamente


    2. También he ido en la cubierta y saludo calurosamente a los muchos amigos que estoy a punto de dejar atrás: estirado el brazo y el puño cerrado, que sólo una mano firmemente plantados en el antebrazo, lejos de cualquier significación política y social


    3. Un cordial saludo ahora se separó vívidos y ocasionales acompañantes


    4. Unas palmadas en la puerta, a modo de saludo, lo recogieron de su estupor


    5. En la playa lo recibe su amigo don Vicente Gutiérrez de Piñeres, quien desde el primer saludo se dedicó a la difícil tarea de regenerarlo


    6. El General Barón de Eben se acercó al condenado y descubriéndose le dio un saludo respetuoso de despedida


    7. El acontecimiento, más que un saludo, semejaba un adiós


    8. Antes de que él es un complemento completo de personal militar, vestidos con sus mejores uniformes y todos vienen a la atención y Grailem saludo como una banda de música toca una melodía horrible


    9. Todo el mundo está a la atención y continúa su saludo mientras suena la música, hasta que por suerte llega a su fin


    10. Levantando su mano en un saludo Grailem desciende los pasos para cumplir el gran grupo de los generales y comandantes

    11. esoy por la mala ley que las tenían, más que de saludo fueron de


    12. dirigíacorrecto saludo, siempre acompañado de una picante alusión a la disputade la víspera, y


    13. Era como un saludo de cortesanía entre dos guerreros que se van a


    14. ella y le dirigía un saludo, con grande escándalo deldorado palco en que se


    15. fumadas laspipas, saludo a mi anfitrión y lo dejo con susmujeres


    16. saludo de la más alta corrección, y que de lejos descubríaal parisiense


    17. A su vista todaslas cabezas se inclinaron; ellos respondieron con un saludo protector aestas muestras de deferencia


    18. viera salir de laimprenta! No lo digo por esto del saludo; pero no


    19. Alescuchar el saludo se tranquilizó de un modo y se


    20. El hace un saludo correcto y se retuerce el bigote

    21. mugidores que usaban en los días de niebla,dedicando al gigante un saludo ensordecedor


    22. loshabitantes del cielo rompieron sus amistades con ella y con Adán,retirándoles el saludo y


    23. fuertes besos, un largo abrazo, un saludo para mí, yel padre


    24. en aquelloslugares! Fue como el destello de un saludo, y cosa


    25. con un ligero movimiento de sorpresa y unserio saludo


    26. gracias; le saludo, señor


    27. su presencia con el saludo tradicional,exclamando en alta voz:


    28. que sale a recibirles en la puerta delcuartel, casi antes que el saludo del centinela, es la realidad


    29. emociones que ofrece a una damailustre por su hermosura y su riqueza, se iba placiendo extremadamenteen aquel saludo inocente que casi todos los días cambiaba con el jovendel mirador


    30. Por fin, un día se volvió desde la esquina y lehizo un nuevo saludo con la mano

    31. paseo delas Delicias, era el saludo que hacían las aves al sol en


    32. Una vez frente a la ventana, Beatriz insinuó un vago saludo, haciendoflorecer en su


    33. de mi tía, y el saludo fue unsaludo en el vacío


    34. La monja la miró sorprendida por el saludo, sólo usual en el convento;pero no dio


    35. (Aquí un saludo para la santa, merecedora de los mayores respetospor haber muerto


    36. puerta de lasala y, en vez de responder al saludo, al alegre


    37. Pero el saludo y la miradade Mesía quisieron decir:


    38. Saludo á los hombres con varonilaltivez y se inclinó ante la «señora marquesa», besándole una mano


    39. Y apareció en el umbral, haciendo el saludo militar, el cartero delpueblo, un


    40. aparición haciendo el saludo militar

    41. mereció variosgruñidos a guisa de saludo


    42. Alverle luego en el paseo rehuían su saludo o lo


    43. Ahora, con las «potencias», el saludo nada


    44. Y acompañó el familiar saludo con una suave palmada en el


    45. andino acompañaron el saludo con una mirada deatracción


    46. los más,enviándole un saludo por encima del agua azul, entre el


    47. empresario a guisa de saludo


    48. Contestado brevemente el saludo por la anciana, ayudó a deponer eltablero en el suelo, agregando de prisa que le diera un real de carne depuerco, medio real de huevos y medio de manteca


    49. Contestaron a su saludo, pero en sus ojos de


    50. Cuando el comandante Ramírez, después de hacer su saludo, salía por lapuerta del













































    1. ¿Acaso eso es poco? Y cuando llego a vuestra casa, ¿a quién saludáis? ¿A quién confías la historia de vuestra familia? ¿De quién tienes la esperanza, aunque sea la más improbable, de obtener ayuda? No de mí, del agrimensor, a quien, por ejemplo, hace una semana Lasemann y Brunswick expulsaron de su casa con violencia, sino que la esperas del hombre que ya posee algún instrumento de poder, pero ese instrumento de poder se lo agradezco a Frieda, a Frieda, que es tan modesta que si intentas preguntarle por algo similar no querrá saber nada de ello


    1. No bien saludé a losjugadores cuando apareció Gabriela


    2. La saludé y me incliné para recogerlo; al dárselo, abrió los brazos


    3. saludé a la Virgen,siguiendo el ejemplo que me dio Neluco,


    4. A continuación saludé y salí


    5. Le saludé con una cortesía de compromiso y seguí ordenando mi ropa


    6. –Apenas lo saludé una vez, en esa cena, pero lo cierto es que perdí mi única ocasión de hablar con él


    7. Lo saludé con


    8. Saludé a Phil y la cortina volvió a cerrarse


    9. Yo había caminado largamente en la oscuridad, con el presentimiento de grandes sucesos presentimiento que, por constante, me inducía fácilmente a error, había caminado mucho sin rumbo, ciego y sordo a todo, impulsado sólo por mi deseo impreciso; me detuve con la repentina sensación de haber llegado a buen lugar; levanté la vista y vi que era de día, un día muy luminoso, con algo de bruma, lleno de entreverados y mareantes oleajes de perfumes; saludé la mañana con turbulentas voces y, entonces, corno si los hubiese conjurado, siete perros surgieron de la oscuridad y se presentaron a la luz, con un ruido espantoso, como no había oído jamás


    10. Saludé con la intención de no detenerme, pero la señora Posador me llamó y me presentó a su acompañante

    11. Cuando me los encontré accidentalmente, dos o tres días después en los jardines del palacio, sólo los saludé brevemente y ellos respondieron con un tímido murmullo


    12. Le sonreí y lo saludé con un suave «Hola»


    13. «Que le sienten bien», saludé con la mano a los otros, lancé un suspiro de alivio y el incidente quedó zanjado


    14. Sonreí a Susan Beresford y a Toni Carreras, saludé con un gesto de cabeza suficientemente cortés al viejo Cerdán, hice una ligera inclinación a las dos enfermeras, vi que la delgada había reanudado su labor y me pareció que lo hacía perfectamente y llegué a la puerta


    15. Lo saludé y quedé inmediatamente convencido de su fuerza


    16. Al entrar saludé desde lejos a Ronette y pedí café con un gesto


    17. Le saludé con un movimiento de cabeza sin prestarle atención y seguí en dirección a los ascensores


    18. Lo saludé con una inclinación de cabeza


    19. Le saludé, invitando a Janet a sentarse, y no queriendo utilizar la puerta de comunicación con el despacho, di la vuelta por el vestíbulo


    20. Lo saludé con la mano

    21. Saludé haciendo un gesto con la cabeza y sonreí al ojo que acechaba tras la mirilla


    22. Después, retrocedí nueve pasos y, cojeando ante mi Feldwebel, saludé de manera reglamentaria


    23. Salí finalmente por la trastienda de una librería del metro; saludé con un gesto de la cabeza al dueño, pasé junto al mostrador y me mezclé con la muchedumbre


    24. Entonces sentí que se aproximaban unos pasos firmes y me levanté de un salto y, un tanto vacilante, saludé a otro imponente personaje de uniforme


    25. Me levanté de un salto y saludé profundamente; el hombre saludó más profundamente aún, y guiándome a través de varias habitaciones, me hizo subir por una escalinata cubierta de espesas alfombras


    26. —Eres muy amable —dije, y la saludé con una inclinación de cabeza mucho más esmerada que la que le había hecho a Kellin


    27. —Hola —lo saludé con educación


    28. —Hola a los de la troupe —los saludé


    29. –El nombre me causó la misma impresión que la detonación de un disparo de revólver hecho contra mí; pero instintivamente, para no quedar en mala postura, saludé; allí delante de mí, como uno de esos prestidigitadores que aparecen intactos y enlevitados entre el humo de un tiro de donde surge una paloma blanca, me estaba devolviendo el saludo un hombre joven, tostado, menudo, fornido y miope, de nariz encarnada en forma de caracol y perilla negra


    30. Luego saludé también al príncipe de Foix, y, para desdicha de mis falanges, que no salieron del trance sino magulladas, las dejé entrar en el torno que era un apretón de manos a la alemana, acompañado de una sonrisa irónica o bonachona, del príncipe de Faffenheim, el amigo del señor de Norpois, y al que, por la manía de los remoquetes propia de este medio, llamaban tan universalmente el príncipe Von, que hasta él firmaba príncipe Von, o cuando escribía a sus íntimos, Von

    31. Cuando saludé a la princesa, no iluminó su rostro la sonrisa habitual y un saludo seco bajó su barbilla; ni me alargó la mano y no volvió a hablarme nunca desde entonces


    32. Al pasar junto a mí escapando a la inglesa, la saludé


    33. Saludé con una inclinación de cabeza a los dos guardias uniformados y señalé en dirección a Ste


    34. Saludé con la cabeza y le estreché la mano


    35. Se la estreché y saludé a Crowe con un leve movimiento de la cabeza


    36. Cuando Baiasca pasó por mi lado le saludé con la mano


    37. Me acabé tranquilamente el té, los saludé cortésmente con la cabeza, les deseé que acabasen bien el día y me fui, cerrando la puerta al salir


    38. Nadie ha tocado nunca un timbre tan terrible: no me refiero al sonido que produjo sino a la presión en sí, al tacto del botón contra mi dedo, o de mi dedo contra el botón, nadie ha sentido nunca lo mismo que yo; aunque mi sensación fue lógica, ya que físicamente sería imposible tocar el timbre sin el hueso, quiero decir que sin el hueso nuestro dedo se torcería sobre el botón como un tubo de goma, o se aplastaría ridículamente, o se introduciría en sí mismo como un guante vacío, así que hasta cierto punto resulta lógico suponer que el timbre suena con el hueso, que es mi esqueleto el que llama a la puerta, pero nadie ha sentido nunca tal cosa, y me produjo pena y sorpresa comprobar que hasta aquel momento crucial yo ignoraba lo que realmente somos y que el conocimiento puede producirse así, de improviso, mientras el zumbido eléctrico molesta el oído todavía, que se me haya revelado en ese instante doméstico, que cuando Galia abrió la puerta yo ya fuera otro, que el sonido de su timbre me despertara de un sueño de ignorancia para sumirme en la vigilia de un mundo que, por desagradable que fuera, era más cierto, porque si mi dedo había hecho sonar el timbre era debido a que llevaba hueso en su interior; lo había percibido de repente: mi dedo era un dedo con hueso y su utilidad radicaba en el hueso, al palparlo noté la dureza debajo, tras impensables láminas de músculo, y la realidad de aquella presencia me dejó asombrado, estuporoso, con un estupor y un asombro no demasiado intensos pero permanentes: oh Dios mío tengo un hueso debajo, mi dedo no es un dedo, es un hueso articulado y protegido contra el desgaste: la idea me vino así, con una lógica tan aplastante que no me sorprendió en sí misma sino su ausencia hasta ese timbre; no había una idea extraña e increíble, había una extraña e increíble omisión de la idea en todo el mundo, justo hasta el histórico momento en que llamé a la puerta del piso de Galia, pero Galia estaba en el umbral con su bata azul celeste y su cabello ondulado como por rulos invisibles, y me contemplaba sorprendida; y es que es una mujer muy perspicaz: apenas me entretuve un instante demasiado largo entre su saludo y mi entrada, y ya me había preguntado qué me ocurría: yo me frotaba el índice de mi descubrimiento contra el pulgar, incapaz de creer aún que lo obvio podía estar tan oculto, casi temeroso de creerlo, y opté por disimular esperando tener más tiempo para razonar, así que entré, le di un beso, me quité el abrigo húmedo y la bufanda y saludé al pasar a César, que ladraba incesante en el patio de la cocina: Galia me dijo qué tal y yo le dije muy bien, y le devolví estúpidamente la pregunta y ella me respondió igual, y de repente me pareció absurdo este diálogo especular de respuestas consabidas, o quizá era que la revelación me había estropeado la rutina, véase si no otro ejemplo: mantuve tieso el culpable dedo índice mientras entraba, y ni siquiera lo utilicé para quitarme el abrigo, como si una herida repentina me impidiera usarlo, y es que desde que había comprobado que ocultaba un hueso lo miraba con cierta aprensión, como se miran los fetiches o los amuletos mágicos; pero hice lo que suelo hacer: me senté en uno de los dos grandes sofás de respaldo recto, estiré las piernas, saqué un cigarrillo —con los dedos pulgar y medio— y dije que sí casi al mismo instante que Galia me preguntaba si quería café, incluso antes de saber si realmente tenía ganas de café, ya que la tradición es que acepte, y Galia, tan maternal, necesita que yo acepte todo lo que me da y rechace todo lo que no puede darme; tomar el café en la salita, mientras termino el cigarrillo y justo antes de pasar al dormitorio, se ha vuelto, a la larga, el rato más excitante para ambos; charlamos de lo acontecido durante la semana, Galia me pregunta siempre por Ameli y Héctor Luis, se muestra interesada en mis problemas y apenas me habla de los suyos, pero el diálogo es una excusa para que ella me inspeccione, me palpe, capte cosas en mi mirada, en mi forma de vestir, en mis gestos, pues Galia, a diferencia de Alejandra, es una mujer afectuosa, impulsiva y, como ya he dicho, perspicaz, y la conversación no le interesa tanto como ese otro lenguaje inaudible de la apariencia, así que es muy natural que la interrumpa para decirme: estás cansado, ¿verdad?, o bien: hoy no tenías muchas ganas de venir, ¿no es cierto? o bien: cuéntame lo que te ha pasado, vamos, has discutido con Alejandra, ¿me equivoco?, así estemos hablando del tiempo que hace, los estudios de Héctor Luis o lo que sea, da igual, su mirada me envuelve y nota las diferencias; por lo tanto, no fue extraño que esa tarde me dijera, de repente: te encuentro raro, Héctor, y yo, con simulada ingenuidad: ¿sí?, y ella, confundida, aventura la idea de que pueda tratarse de Alejandra o de la niña: no, no es Alejandra, le digo, tampoco es Ameli; Alejandra sigue sin saber nada de lo nuestro, tranquila, y en cuanto a Ameli, ya la dejo por imposible, pero ella concluye que tengo una cara muy curiosa este jueves y yo la consuelo a medias diciéndole que estoy cansado, y ella insiste: pero no es cara de estar cansado sino preocupado, y yo: pues lo cierto es que no me pasa nada, Gali, porque cómo decirle que estoy pensando inevitablemente en el hueso de mi dedo índice, cómo decirle que de repente me he descubierto un hueso al llamar al timbre de su casa: ¿acaso no iba a sentirse un poco dolida?, ¿acaso no pensaría que era una forma como cualquier otra de decirle que ya estaba harto de visitarla cada semana, todos los jueves, desde hace años?, sonaba mal eso de: acabo de darme cuenta, Gali, justo al llamar al timbre de tu puerta, de que tengo un hueso en el dedo, de que mi dedo índice son tres huesos camuflados, para acto seguido decir: bueno, Gali, no pensemos más en que mi dedo índice son tres huesos, ¿no?, y vamos a la cama, que se hace tarde; sonaba mal, sobre todo porque con Galia, igual que con Alejandra, tenía que andar de puntillas: nuestra relación se había prolongado tanto que, a su modo, también era rutinaria, a pesar de que ella seguía llamándola «una locura»; curiosamente, Galia es viuda y libre y yo estoy casado y tengo dos hijos, pero ella sigue diciendo que lo nuestro es «una locura» y yo pienso cada vez más en una aburrida traición, un engaño cuya monótona supervivencia lo ha despojado incluso del interés perverso de todo engaño dejando solo los inconvenientes: jamás podría hablarle a Alejandra de Galia, ahora ya no, y jamás podría terminar con Galia, ahora ya no, cada relación se había instalado en su propia rutina y ya ni siquiera podía soñar con escaparme de ésta, porque se suponía que cada una servía precisamente para huir de la rutina de la otra: mi deber era cuidar de ambas, conocer a Galia y a Alejandra, saber qué les gustaba oír y qué no, lo cual, naturalmente, era difícil, y por eso mi propia rutina consistía en callarme frente a las dos; pero en momentos así callarme también era un esfuerzo, porque si me notaba incluso la división entre los huesos, si podía imaginármelos al tacto, sentirlos allí como un dolor o una comezón repentina, ¿cómo podía evitar pensar en eso?; y ni siquiera era mi dedo lo que me molestaba, ya dije, sino mi error al no darme cuenta hasta ahora: esa ceguera era lo que jodía un poco, perdonando la expresión; porque hubiera sido como si me creyera que el arlequín de la fiesta de disfraces no esconde a nadie debajo, cuando es bien cierto que ese alguien bajo el arlequín es quien le otorga forma a este último, que no podría existir sin el primero: sería tan solo puros leotardos a rombos blancos y negros, bicornio de cascabeles, zapatillas en punta y antifaz, pero no el arlequín, y de igual manera, ¿qué error me llevó a creer hasta esa misma tarde que mi dedo índice era un dedo?; si lo analizamos con frialdad, un dedo es un disfraz, ¿no?, una piel elegante que oculta el cuerpo de un hueso, o de tres huesos si nos atenemos a lo exacto, y a poco que lo meditemos, una vez llegados a este punto y pinchado en el hueso, valga la expresión, ya no se puede retroceder y razonar al revés: decir, por ejemplo, que el hueso es simplemente la parte interna de un dedo: sería como llegar a ver el alma: ¿acaso pensaríamos en el cuerpo con el mismo interés que antes?; pero mientras hablaba con Galia y la tranquilizaba estaba razonando lo siguiente: que este descubrimiento conlleva sus problemas, porque es un hallazgo delator, como atrapar a un miembro de la banda y lograr que revele la guarida de los demás: si mi dedo índice derecho, el dedo del timbre, lleva huesos ocultos, la conclusión más sencilla se extiende como un contagio a los otros cuatro de esa misma mano y, ¿por qué no?, a los cinco de la otra: tengo un total de diez huesos entre las dos manos, tirando por lo bajo, cinco huesos en cada una, y lo peor de todo es que se mueven: porque hay que pensar en esto para horrorizarse del todo: ¿alguna vez vieron moverse solos a diez huesos?, pues ocurre todos los días frente a ustedes, en el extremo final de los brazos: hagan esto, alcen una mano como hice yo aprovechando que Galia se acicalaba en el cuarto de baño (porque Galia se acicala antes y después de nuestro encuentro amoroso), alcen cualquiera de las dos manos frente a sus ojos y notarán el asco: cinco repugnantes huesos bajo una capa de pellejo (ni siquiera huesos limpios, por tanto, sino envueltos en carne) moviéndose como ustedes desean, cinco huesos pegados a ustedes, oigan, y tan usados: saber que nos rascamos con huesos, que cogemos la cuchara con huesos, que estrechamos los huesos de los demás en la calle, que acariciamos con huesos la piel de una mujer como Galia: saberlo es tan terrible pero no menos real que los propios huesos, saberlo es descubrirlo para siempre, y lo peor de todo fue lo que me afectó: no se trata de que no se me pusiera tiesa en toda la tarde, perdonando la intimidad, ya que esto me ocurría incluso cuando pensaba que los dedos eran dedos, no, lo peor fue el cuidado que puse: tanto que no parecía que estaba haciendo el amor sino operando algún diente delicado; y es que me invadió una notoria compasión por Galia, tan hermosota a sus cincuenta incluso, al pensar que sobaba sus opulencias, sus suavidades, con huesos fríos y duros de cadáver: mi culpa llegó incluso a hacerme balbucear incongruencias, desnudos ambos en la cama: ¿soy demasiado duro?, comencé por decirle, y ella susurró que no y me abrazó maternalmente, e insistir al rato, todo tembloroso: ¿no estoy siendo quizá algo tosco?, y ella: no, cariño, sigue, sigue, pero yo la tocaba con la delicadeza con que se cierran los ojos de un muerto, porque ¿cómo olvidar que eran huesos lo que deslizaba por sus muslos?, aún más: ¿cómo es que ella no lo sabía?, ¿acaso no se percataba de que las caricias que más le gustaban, aquellas en que mis dedos se cerraban sobre su carne, eran debidas a los huesos?: sin ellos, tanto daría que la magreara con un plumero: ¿cómo podría estrujar sus pechos sin los huesos?, ¿cómo apretaría sus nalgas sin los huesos?, ¿cómo la haría venirse, en fin, sin frotar un hueso contra su cosa, perdonando la vulgaridad?: sin los huesos, mis dedos valdrían tanto como mi pilila, perdonando la obscenidad, o sea, nada: ¿cómo es que ella no se horrorizaba de saber que nuestros retozos, que tanto le agradaban, eran puro intercambio de huesos muertos?, porque incluso sus propias manos, y mis brazos, y los suyos, Dios mío, ¿no eran largos y recios huesos articulados que se deslizaban por nuestros cuerpos, nos envolvían, apretaban nuestra carne, nos abrazaban?, ¿acaso era posible no sentir el grosero tacto de los húmeros, la chirriante estrechez del cúbito y el radio, los bolondros del codo y la muñeca?; sumido en esa obsesión me hallaba cuando dije, sin querer: ¿no estoy siendo muy afilado para ti?, y ella dijo: ¿qué?, y supe que la frase era absurda: «afilado»», ¿cómo podía alguien ser «afilado» para otro?, y casi al mismo tiempo me percaté de que era la pregunta correcta, la más cortés, la más cierta: porque con toda seguridad había huesos y huesos, unos afilados y otros romos, unos muy bastos y ásperos corno rocas lunares y otros pulidos quizá como jaspes: incluso era posible que el tacto del mismo hueso dependiera del ángulo en que se colocaba con respecto a la piel, porque un hueso es un poliedro, casi un diamante, y hay que imaginarse sobando a la querida con diez durísimos y helados cuarzos para comprender mi situación, pensar en la carilla adecuada que usaremos para deslizarlos por la piel, el borde más inofensivo, no sea que nuestros apretujones se conviertan en el corte del filo de un papel, en la erizante cosquilla de una navaja de barbero; y entre ésas y otras se nos pasó el tiempo y terminamos como siempre pero peor, resoplando ambos bocarriba como dos boyas en el mar, mirando al techo, con esa satisfacción pacífica que solo otorga la insatisfacción perenne: cuánto tiempo hace que tú y yo no disfrutamos, Galia, pienso entonces, que vamos llevando esto adelante por no aguardar la muerte con las manos vacías, tiempo repetido que nunca se recobra porque nunca se pierde, días monótonos, el trasiego de la rutina incluso en la excepción: porque, Galia, hemos hecho un matrimonio de nuestra hermosa amistad, eso es lo que pienso, pero hubiéramos podido ser felices si todo esto conservara algún sentido, si existiera alguna otra razón que no fuera la inercia para mantenerlo; oía su respiración jadeante de cincuenta años junto a mí y trataba de imaginarme que estaba pensando lo mismo: ese silencio, Galia, que nunca llenamos, la distancia de nuestra proximidad, por qué tener que imaginarlo todo sin las palabras, qué piensas de mí, qué piensas de ti misma, por qué hablar de lo intrascendente, y va y me indaga ella entonces: ¿qué tal el trabajo?, porque cree que el exceso de dedicación me está afectando, y yo le digo que bien, y ella, apoyada en uno de sus codos e inclinada sobre mí, los pechos como almohadas blandas, vuelve a la carga con Alejandra: pero te ocurre algo, Héctor, dice, desde que has entrado hoy por la puerta te noto cambiado, ¿no será que Alejandra sospecha algo y no me lo quieres decir?, y le he contestado otra vez que no, y a veces me interrogo: ¿por qué todo esto?, ¿por qué lo mismo de lo mismo, este vaivén inacabable?, ¿qué pasaría si un día hablara y confesara?, ¿qué pasaría si por fin me decidiera a hablar delante de Alejandra, pero también delante de Galia y de mí mismo?, decir: basta de secretos, de engaños, de misterios: ¿qué sentido le encontráis a todo?, ¿por qué oficiar siempre el mismo ritual de lo cotidiano?, y para cambiar de tema le comento que Ameli está atravesando ahora la crisis de la adolescencia y discute frecuentemente conmigo y que Héctor Luis ha decidido que no será dentista sino aviador; a Galia le gusta saber lo que ocurre con mis hijos, ese tema siempre la distrae, incluso me ofrece consejos sobre cómo educarlos mejor, y yo creo que goza más de su maternidad imaginaria que Alejandra de la real; en todo caso, es un buen tema para cambiar de tema, y pasamos un largo rato charlando sin interés y pienso que es curioso que venga a casa de Galia para hablar de lo que apenas importa, ya que eso es prácticamente lo único que hago con Alejandra; en los instantes de silencio previos a mi partida seguimos mirando el techo, o bien ella me acaricia, zalamera, incluso pesada, y me dice algo: esa tarde, por ejemplo: me gusta tu pecho velludo, así lo dice, «velludo», y no sé por qué pero de repente me parece repugnante recibir un piropo como ése, aunque no se lo comento, claro, y ella, insistente, juega con el vello de mi pecho y sonríe; Galia es una orquídea salvaje, pienso, y a saber por qué se me ocurre esa pijada de comparación, pero es tan cierta como que Dios está en los cielos aunque nunca le vemos: Galia es una orquídea salvaje en olor, tacto, sabor, vista y sonido, y me encuentro de repente pensando en ella como orquídea cuando la oigo decir: ¿por qué me preguntaste antes si eras «afilado»?, ¿eso fue lo que dijiste?, y me pilla en bragas, perdonando la expresión, porque al pronto no sé a lo que se refiere, y cuando caigo en la cuenta, y para no traicionarme, le respondo que quería saber si le estaba haciendo daño en el cuello con mis dientes, y ella va y se echa a reír y dice: ¡vampirillo, vampirillo!, y vuelve a acariciarme, y como un tema trae otro, lo de los dientes le recuerda que necesita hacerse otro empaste, porque hace dos días, comiendo empanada gallega, notó que se le desprendía un pedacito de la muela arreglada, así que pasará por mi consulta sin avisarme cualquier día de éstos, y de esa forma nos veremos antes del jueves, dice, y su sonrisa parece dar a entender que está recordando el día en que nos conocimos, porque las mujeres son aficionadas a los aniversarios, ella tendida en el sillón articulado, la boca abierta, y yo con mi bata blanca y los instrumentos plateados del oficio, y como para confirmar mis sospechas me acaricia de nuevo el pecho «velludo» y dice: me gustaste desde aquel primer día, Héctor, me hiciste daño pero me gustaste, y claro está que nos reímos brevemente y yo le digo que nunca he comprendido por qué se enamoró de mí en la consulta, qué clase de erotismo desprendería mi aspecto, bajito, calvo y bigotudo, amortajado en mi bata blanca, entre el olor a alcohol, benzol, formol y otros volátiles, provisto de garfios, tenacillas, tubos de goma, lancetas y ganchos, porque no es que mi oficio me disgustara, claro que no, pero no dejaba de reconocer que la consulta de un dentista de pago es cualquier cosa menos un balcón a la luz de la luna frente a un jardín repleto de tulipanes, eso le digo y ella se ríe, y por último el silencio regresa otra vez, inexorable, porque es un enemigo que gana siempre la última batalla; llega la hora de irme, esa tarde más temprano porque mi suegro viene a cenar a casa, y cuando voy a levantarme la oigo decir, como de forma casual: ¿qué haces frotándote los dedos sin parar, Héctor?, ¿te pican?, eso dice, y descubro que, en efecto, he estado todo el rato dale que dale moviendo los dedos de la mano derecha como si repitiera una y otra vez el gesto con el que indicamos «dinero» o nos desprendemos de alguna mucosidad, perdonando la vulgaridad, que es casi el mismo que el que utilizamos para indicar «dinero», y enrojezco como un niño de colegio de curas pillado en una mentira y quedo sin saber qué decirle, hasta que por fin me decido y opto por revelarle mi hallazgo: nada, digo, ¿es que nunca te has tocado el hueso que tenemos bajo los dedos?, y lo pregunto con un tono prefabricado de sorpresa, como si lo increíble no fuera que yo me los frotase sino que ella no lo hiciera: qué dices, me mira sin entender, y me encojo de hombros y le explico: es que resulta curioso, ¿no?, quiero decir que si te tocas los dedos notas durezas debajo, ¿verdad?, y esas durezas son el hueso, ¿no te parece curioso, Gali?, toca, toca mis dedos: ¿no lo palpas bajo la piel, la grasa y los tendones?, es un hueso cualquiera, como los que César puede roer todos los días, le digo, y ella retira la mano con asco: qué cosas tienes, Héctor, dice, es repugnante, dice, y yo le doy la razón: en efecto, es repugnante pero está ahí, son huesos, Gali, mondos y lirondos, blancos, fríos y duros huesos sin vida: sin vida no, dice ella, pero replico: sin vida, Gali, porque nadie puede vivir con los huesos fuera, los huesos son muerte, por eso nos morimos y sobresalen, emergen y persisten para siempre, pero se ocultan mientras estamos vivos, es curioso, ¿no?, quiero decir que es curioso que seamos incapaces de vivir sin los huesos de nuestra propia muerte, pero más aún: que los llevemos dentro como tumbas, que seamos ellos ocultos por la piel, que seamos el disfraz del esqueleto, ¿no, Gali?, y ella: ¿te pasa algo, Héctor?, y yo: no, ¿por qué?, y ella: es que hablas de algo tan extraño, y yo le digo que es posible y me callo y pienso que quién me manda contarle mi descubrimiento a Galia, sonrío para tranquilizarla y me levanto de la cama, no sin antes cubrirme convenientemente con la sábana, ya que siempre me ha parecido, a propósito del tema, que la desnudez tiene su hora y lugar, como la muerte, y recojo la ropa doblada sobre la silla, me visto en el cuarto de baño y para cuando salgo Galia me espera ya de pie, en bata estampada por cuya abertura despuntan orondos los pechos y destaca el abultado pubis, me da un besazo enorme y húmedo y me envuelve con su cariño y bondad maternales: te quiero, Héctor, dice, y yo a ti, respondo, y no te preocupes, dice, porque otro día nos saldrá mejor, y me recuerda aquel jueves de la primavera pasada, o quizá de la anterior, en que fuimos capaces de hacerlo dos veces seguidas y en que ella me bautizó con el apodo de «hombre lobo»: teniendo en cuenta que hoy he sido «vampirillo», más intelectual pero menos bestia, quién duda de que me convertiré cualquier futuro jueves en «momia» y terminará así este ciclo de avatares terroríficos que comenzó con un «frankenstein» entre luces blancas, olor a fármacos y cuchillas plateadas, pero esto lo digo en broma, porque bien sé que lo nuestro nunca terminará, ya que, a pesar de todo —incluso de mi escasa fogosidad—, es «una locura», o no, porque hay ritual: el rito de decirle adiós a César, ladrando en el patio encadenado a una tubería oxidada, el beso final de Galia, y otra vez en la calle, ya de noche, frotándome los dedos dentro de los bolsillos del abrigo mientras camino, porque vivo cerca de la casa de Galia y tengo mi trabajo cerca de donde vivo, así que me puedo permitir ir caminando de un sitio a otro, todo a mano en mi vida salvo los instantes de vacaciones en que nos vamos al apartamento de la costa, y, sin embargo, debido a la repetición de los veranos, también a mano el apartamento, y la costa, y todo el universo, pienso, tan próximo todo como mis propias manos, y, sin embargo, a veces tan sorprendentemente extraño como ellas: porque de improviso surge lo oculto, los huesos que yacen debajo, ¿no?, pienso eso y froto mis dedos dentro de los bolsillos del abrigo; y ya en casa, comprobar que mi suegro había llegado ya y excusarme frente a él y Alejandra con tonos de voz similares, aunque ambos creen que los jueves me quedo hasta tarde en la consulta «haciendo inventario», que es la excusa que doy, así me cuesta menos trabajo la mentira, ya que me parece que «hacer inventario» es suministrarle a Alejandra la pista de que mi demora es una invención, una alocada fantasía de mi adolescencia póstuma, hasta tal extremo de juego y cansancio me ha llevado el silencio de estos últimos años; además, sospecho que el viejo escoge los jueves para disponer de un rato a solas con Alejandra mientras yo estoy ausente, lo cual, hasta cierto punto, me parece una compensación, Alejandra tiene a su padre y yo tengo a Galia, y sospecho que desde hace meses ambas parejas pasamos el tiempo de manera similar: hablando de tonterías y fumando; el padre de Alejandra, rebasados los ochenta, tiene una cabeza tan perfecta y despejada que te hace desear verlo un poco confuso de vez en cuando, que Dios me perdone, porque además ha sido librero, propietario de una antigua tienda ya traspasada en la calle Tudescos, hombre instruido y amante de la letra impresa, particularmente de los periódicos, y con un genio detestable muy acorde con su inútil sabiduría y su fisonomía encorvada y su luenga barbilla lampiña; Alejandra, que ha heredado del viejo el gusto por la lectura fácil y la barbilla, además de cierta distracción del ojo izquierdo que apenas llega a ser bizquera, se enzarza con él en discusiones bienintencionadas en las que siempre terminan ambos de acuerdo y en contra de mí, aunque yo no haya intervenido siquiera, ya que al viejo nunca le gustó nuestro matrimonio, y no porque hubiera creído que yo era una mala oportunidad, sino por «principios», porque el viejo es de los que odian a priori, y yo nunca sería él, nunca compartiría todas sus opiniones, nunca aceptaría todos sus consejos y, particularmente, jamás permitiría que Alejandra regresara a su área de influencia (vacía ya, porque su otro hijo se emancipó hace tiempo y tiene librería propia en otra provincia); además, mi profesión era casi una ofensa al buen gusto de los «intelectuales discretos» a los que él representa, porque está claro que los dentistas solo sabemos provocar dolor, somos terriblemente groseros, apenas se puede hablar con nosotros a diferencia de lo que ocurre con el peluquero o el callista (debido a que no se puede hablar mientras alguien te hurga en las muelas), y, por último, ni siquiera poseemos la categoría social de los cirujanos: el hecho de que yo ganara más que suficiente como para mantener confortables a Alejandra y a mis dos hijos, poseer consulta privada, secretaria y servicio doméstico, no excusaba la vulgaridad de mi trabajo, pero lo cierto es que nunca me había confiado de manera directa ninguna de estas razones: frente a mí siempre pasaba en silencio y con fingido respeto, como frente a la estatua del dictador, pero se agazapaba aguardando el momento de mi error, el instante apropiado para señalar algo en lo que me equivoqué por no hacerle caso, aunque, por supuesto, nunca de manera obvia ni durante el período inmediatamente posterior a mi pequeño fracaso, porque no era tanto un cazador legal como furtivo y rondaba en secreto a mi alrededor esperando el instante apropiado para que su odio, dirigido hacia mí con fina puntería, apenas sonara, y entonces hablaba con una sutileza que él mismo detestaba que empleasen con él, ya que había que ser «franco, directo, como los hombres de antes», pero yo, lejos de aborrecerle, le compadecía (y fingía aborrecerle precisamente porque le compadecía): me preguntaba por qué tanto silencio, por qué llevarse todas sus maldiciones a la tumba, cuál es la ventaja de aguantar, de reprimir la emoción día tras día o enfocarla hacia el sitio incorrecto; pero lo más insoportable del viejo era su fingida indiferencia, esa charla intrascendente durante las cenas, ese acuerdo tácito para no molestar ni ser molestado, tan bien vestido siempre con su chaqueta oscura y su corbata negra de nudo muy fino: un día te morirás trabajando, me dice cuando me excuso por la tardanza, y no te habrá servido de nada: este gobierno nunca nos devuelve el tiempo perdido ese del señor Joyce, añade (su costumbre de citar autores que nunca ha leído solo es superada por la de citarlos mal), que diga, Proust, se corrige, a mí siempre los escritores franceses me han dado por atrás, con perdón, dice, y por eso me equivoco, y Alejandra se lo reprocha: papá, dice; mientras finjo que escucho al viejo, contemplo a Alejandra ir y venir instruyendo a la criada para la cena y llego a la conclusión de que mi mujer es como la casa en la que vivimos: demasiado grande, pero a la vez muy estrecha, adornada inútilmente para ocultar los años que tiene y llena de recuerdos que te impiden abandonarla; Alejandra tiene amigas que la visitan y le dan la enhorabuena cuando Ameli o Héctor Luis consiguen un sobresaliente; a diferencia de Galia, Alejandra es fría, distinguida e intelectual a su modo, y vive como tantas otras personas: pensando que no está bien vivir como a uno realmente le gustaría, porque Alejandra cree que el matrimonio termina unos meses después de la boda y ya solo persiste el temor a separarse; su religión es semejante: hace tiempo que dejó de creer en la felicidad eterna y ahora tan solo teme la tristeza inmediata; sin embargo, invita a almorzar con frecuencia al párroco de la iglesia y acude a ésta con una elegancia no llamativa, lo que considera una característica importante de su cultura, pues en la iglesia se arrodilla, reza y se confiesa y murmura por lo bajo cosas que parecen palabras importantes; a veces he pensado en la siguiente blasfemia: si a Dios le diera por no existir, ¡cuántos secretos desperdiciados que pudimos habernos dicho!, ¡qué opiniones sobre ambos hemos entregado a otros hombres!, pero lo terrible es que tanto da que Dios exista: dudo que al final me entere de todo lo que comentas sobre mí y sobre nuestro matrimonio en la iglesia, Alejandra, eso pienso; qué va: por paradójico que resulte, la iglesia es el lugar donde la gente como nosotros habla más y mejor, pero todo se disuelve en murmullos y silencio y oraciones, y la verdad se pierde irremediablemente: quizá la clave resida en arrodillarnos frente al otro siempre que tengamos necesidad de hablar, o en hacerlo en voz baja y muy rápido, sin pensar, cómo si rezáramos un rosario; y meditando esto oigo que el viejo me dice: ¿te pasa algo en los dedos, Héctor?, con esa malicia oculta de atraparme en otro error: y es que ahora compruebo que desde que he llegado no he dejado en ningún momento de palparme los extremos de las falanges, los rebordes óseos, el final de los metacarpos; ¿qué opinaría el viejo si le confiara mi hallazgo?, pienso y sonrío al imaginar las posibles reacciones: nada, le digo, y muevo los huesos ante sus ojos y cambio de tema; ni Ameli ni Héctor Luis están en casa cuando llego, e imagino que es la forma filial que poseen de «hacer inventario» por su cuenta, lo cual no me parece ni malo ni bueno en sí mismo, y nos sentamos a la mesa casi enseguida y Alejandra sirve de la fuente de plata con el cucharón de plata las albóndigas de los jueves, y nos ponemos a escuchar la conversación del viejo con el debido respeto, como quien oye una interminable bendición de los alimentos, interrumpido a ratos por las breves acotaciones de Alejandra, solo que esa noche el tema elegido se me hace extraño, alegórico casi, y además empiezo a sentirme incómodo nada más comenzar a comer, porque los brazos, que apoyo en el borde de la mesa, me han desvelado con todo su peso la presencia de los huesos, del cúbito y el radio que guardan dentro, y los codos se me figuran una zona tan inadecuada y brutal para esa respetuosa reunión como colocar quijadas de asno sobre la mesa mientras el viejo habla, y en su discurso de esa noche repite una y otra vez la palabra «corrupción»: ¿habéis visto qué corrupción?, dice, ¿os dais cuenta de la corrupción de este gobierno?, ¿acaso no se pone de manifiesto la corrupción del sistema?, ¿no son unos corruptos todos los políticos?, ¿no oléis a corrupción por todas partes?, ¿no se ha descubierto por fin toda la corrupción?, y mientras le escucho, intento no hacer ruido con mis brazos, porque de repente me parece que la madera de la mesa al chocar contra el hueso produce un sonido como el de un muerto arañando el ataúd y no me parece correcto escuchar la opinión del viejo con tal ruido de fondo, pero como tengo que comer, cojo tenedor y cuchillo y divido una albóndiga en dos partes y me llevo una a los labios intentando no mirar hacia los huesos que sostienen el tenedor, porque no es agradable la paradoja de verme alimentado por un esqueleto, aunque sea el mío, pero mientras mastico con los ojos cerrados oyendo al viejo hablar de la «corrupción» mi lengua detecta una esquirla, un pedacito de algo dentro de la albóndiga, y, tras quejarme a Alejandra con suavidad, recibo esta respuesta: será un huesecillo de algo, es que son de pollo, Héctor, y es quitarme con mis huesos índice y pulgar el huesecillo y dejarlo sobre el plato, e írseme la mente tras esta idea inevitable: que dentro de todo lo blando necesariamente existe lo que queda, el hueso, el armazón, la dureza, el hallazgo, aquello oculto que es blanco y eterno, lo que permanece en el cedazo, la piedra, lo que «nadie quiere»; es imposible huir de «eso que queda», porque está dentro, así que escondo los brazos bajo la mesa, incluso me tienta la idea de comer como César, acercando el hocico al plato, pero ¿acaso no es inútil todo intento de disimulo frente al apocalíptico trajín de la cena?, porque lo que percibo en ese instante es algo muy parecido a una hogareña resurrección de los muertos: incluso con el apropiado evangelista —mi suegro—, gritando «corrupción»: Alejandra coge el pan con sus huesos y lo hace crujir y lo parte, el viejo apoya los huesos en el mantel y los hace sonar con ritmo, Alejandra coge el cucharón con sus huesos y sirve más albóndigas repletas de huesecillos de pollo muerto, el viejo va y se limpia los huesos sucios de carne ajena con la servilleta, Alejandra señala con su hueso la cesta del pan y yo se la alcanzo extendiendo mis huesos y ella la coge con los suyos, hay un cruce de húmeros, cúbitos y radios, de carpos y metacarpianos, de falanges, y nos pasamos de unos a otros, de hueso a hueso, la vinagrera, el aceite, la sal, el vino y la gaseosa, y llegan Ameli y Héctor Luis, una del cine y el otro de estudiar, y saludan, y Ameli desliza sus frágiles huesos de quince años por mi cabeza calva, envuelve con sus breves húmeros mi cuello, me besa en la mejilla: ¿dónde has estado hasta estas horas?, le pregunto, y ella: en el cine, ya te lo he dicho, y yo: pero ¿tan tarde?; sí, dice, habla sin mirar sus manos gélidas, los huesos de sus manos muertas, sus brazos como pinzas blancas; sí, papá, la película terminó muy tarde; y de repente, mientras la contemplo sentándose a la mesa, su cabello oscuro y lacio, los ojos muy grandes, el jersey azul celeste tenso por la presencia de los huesos, he sentido miedo por ella, he querido cogerla, atraparla y bogar juntos por ese fluir desconocido e incesante hacia la oscuridad final: creo que deberías volver más temprano a casa a partir de ahora, Ameli, le digo, y ella: ¿por qué?, con sus ojos brillando de disgusto, y yo, mis brazos escondidos, ocultos, sin revelarlos: creo que las calles no son seguras, y el viejo me interrumpe: hoy ya nada es seguro, Héctor, dice y sigue comiendo, Alejandra sirve albóndigas y Héctor Luis se queja de que son muchas, y Ameli: ¡pero ya tengo quince años, papá!, y yo: es igual, y entonces Alejandra: no seas muy duro con la niña, Héctor, dice, le dimos permiso para que volviera hoy a esta hora, pero ella sabe que solamente hoy; guardo silencio: en realidad, todo se sumerge en el silencio salvo el entrechocar de los huesos; Ameli y Héctor Luis son tan distintos, pienso, pero en algo se parecen, y es que ambos se nos van; no los he visto crecer, los he visto irse: pero ni siquiera eso, pienso ahora, porque jamás he podido saber si alguna vez estuvieron por completo; Ameli tiene novio, pero es un secreto; sabemos que Héctor Luis ha salido con varias chicas, pero lo que piensa de ellas es secreto; ambos se han hecho planes para el futuro, tienen deseos, ganas de hacer cosas, pero todo es secreto: quizá lo comentan en los «pubs» a falta de una buena iglesia en la que poder hablar como nosotros, tan a gusto, pero en casa adoptan los dos mandamientos trascendentales de la familia: nunca hablarás de nada importante y ama el enigma como a ti mismo, ¡y si hubiera solo silencio!, pero es la charla insignificante lo que molesta, y ahora esos ruidos detrás: el golpe, el crujir de nuestros huesos; siento algo muy parecido a la pena, pero una pena casi biológica, como una mota en el ojo o el aroma inevitable de la cebolla cruda, y me disculpo para ir al baño y llorar a gusto por algo que no entiendo, y más tarde, en la cama, con Alejandra a mi lado leyendo complacida un librito de romances, me da por preguntarle: ¿soy demasiado duro contigo? mientras me observo los huesos tranquilos sobre la colcha: mis manos muertas y peladas, los cúbitos y radios en aspa, los húmeros convergiendo, y ella deja un instante el libro que sostiene con sus huesos, me mira sorprendida y dice: no, Héctor, no, ¿por qué preguntas eso?, y yo, insistente: ¿he sido duro contigo alguna vez?, y ella: nunca, y yo: ¿quizá soy demasiado tosco?, y ella: Héctor, ¿qué te pasa?, y yo: demasiado rudo quizá, ¿no?, y ella: no seas bobo, ¿lo dices porque hoy no hablaste apenas durante la cena?, ya sé que papá no te cae bien, me da un beso y añade: procura descansar, el trabajo te agota, y la veo extender las falanges blancas y articuladas de sus dedos, apagar la lamparilla de pantalla rosa y sumir la habitación en una oscuridad donde la luz de la luna, filtrada, hace brillar las superficies ásperas de nuestros huesos; después, en el sueño, he presenciado un teatro de sombras donde mis manos y brazos se movían, desplazándome, porque eran lo único, ya que la vida se había invertido como un negativo de foto y ahora solo importaba lo oculto, el secreto descubierto: los huesos de mis manos se extendían con un sonido semejante a los resortes de madera de ciertos juguetes antiguos, emergiendo del telón negro que los rodeaba: son ellos solos, el mundo es ellos, brazos y manos colgantes que hacen y deshacen, crean y destruyen, no nacen ni mueren, simplemente cambian su posición, horizontal, vertical, en ángulo, hacia arriba o hacia abajo, brazos que se balancean al caminar y manos que agarran con sus huesos cosas invisibles; y a la mañana siguiente, tras toda una noche de sueños interrumpidos y vueltas en la cama, creo comprenderlo: mi revelación es una lepra que avanza incesante, porque suena el despertador con su timbre gangoso que tanto me recuerda a una trompeta de cobre, pongo los pies descalzos en las zapatillas y lo noto: la dureza bajo las plantas, la pelusa del forro de las zapatillas adherida a los huesos del tarso, el rompecabezas de huesos irregulares de mis pies, los extremos de la tibia y el peroné sobresaliendo por el borde del pijama, las rótulas marcando un óvalo bajo la tela extendida, y al erguirme, el crujido de los fémures: el descubrimiento no me hace ni más ni menos feliz que antes, ya que lo intuyo como una consecuencia, pero un estupor inmóvil de estatua persiste en mi interior; y al ducharme viene lo peor, porque entonces compruebo que los golpes de las gotas no me lavan sino que se limitan a disgregarme la suciedad por mis huesos: arrastran el barro de mis costillas goteantes, concentran la cal en mis pies, desprenden la tierra, permean las junturas, las grietas, los desperfectos, rajan los pequeños metacarpos como cáscaras de huevo, horadan mis clavículas y escápulas, pero no hoy ni ayer sino todos y cada uno de los días en un inexorable desgaste, siento que me disuelvo en agua y salgo con prisa no disimulada de la bañera y seco mi esqueleto goteante, deslizo la toalla por el cilindro de los huesos largos como si envolviera unos juncos, la arranco con torpeza de la trabazón de las vértebras, froto como cristales de ventana los huesos planos, pienso que debo conservarme seco para siempre porque de repente sé que soy un armazón de cincuenta años de edad que solo puede humedecerse con aceite, y es en ese instante, o quizá un poco después, cuando apoyo la maquinilla de afeitar contra mi rostro, que siento la invasión final de esa lepra y quedo tan inerme que apenas puedo apartar las cuchillas giratorias de mi mejilla: algo parecido a una horrísona dentera me paraliza, porque de repente noto como el restregar de un rastrillo contra una pizarra o el arañar baldosas con las patas metálicas de una silla, incluso imagino que pueden saltar chispas entre la maquinilla y el hueso de la mandíbula o el pómulo; me palpo con la otra mano la cabeza, siento las durezas del cráneo, el arco de las órbitas, el puente del maxilar, el ángulo de la quijada, y pienso: ¿por qué finjo que me afeito?, ¿acaso mi rostro no es un añadido, una capa, una máscara?; entra Alejandra en ese instante y casi me parece que gritará al ver a un desconocido, pero apenas me mira y se dirige al lavabo; yo me aparto, desenchufo la maquinilla y la guardo en su funda, y ella: ¿ya te has afeitado, Héctor?, y yo: sí, y salgo del baño con rapidez: ¡no podría acercar esa maquinilla a los huesos de mi calavera!; todo es tan obvio que lo inconcebible parece la ignorancia, pienso mientras me visto frente al espejo del dormitorio y abrocho la camisa blanca alrededor de las delgadas vértebras cervicales: llevar un cráneo dentro, una calavera sobre los hombros, besar con una calavera, pensar con una calavera, sonreír con una calavera, mirar a través de una calavera como a través de los ojos de buey de un barco fantasma, hablar por entre los dientes de una calavera: aquí está, tan simple que movería a risa si no fuera espantoso, y me afano en terminar el lazo de mi corbata con los huesos de mis dedos sonando como agujas de tricotar; Alejandra llega detrás, peinándose la melena amplia y negra que luce sobre su propia calavera, y el paso del cepillo descubre espacios blancos en el cuero cabelludo donde los pelos se entierran: parece inaudito saberlo ahora, contemplarlo ahora; entre los dientes sostiene dos ganchillos: el asco llega a tal extremo que tengo que apartar la vista: allí emerge el hueso, pienso, el subterfugio, el disfraz, tiene un defecto, como una carrera en la media que descubre el rectángulo de muslo blanco; allí, tras los labios, los dientes, los únicos huesos que asoman, y vivimos sonriendo y mostrándolos, y nos agrada enseñarlos y cuidarlos y mi profesión consiste precisamente en mantenerlos en buen estado, blancos y brillantes, limpios, pelados, lisos, desprovistos de carne, como tras el paso de aves carroñeras: esa hilera de pequeñas muertes, esa dureza tras lo blando; ¿acaso no es enorme el descuido?; de repente tengo deseos de decirle: Alejandra, estás enseñando tus huesos, oculta tus huesos, Alejandra, una mujer tan respetable como tú, una señora de rubor fácil, tan educada y limpia, con tu colección de novela rosa y tu familia y tu religión, ¿qué haces con los huesos al aire?, ¿no estás viendo que incluso muerdes cosas con tus huesos?, ¡Alejandra, por favor, que son tus huesos hundidos en el cráneo oculto, los huesos que quedarán cuando te pudras, mujer: no los enseñes!; esto va más allá de lo inmoral, pienso: es una especie de exhumación prematura, cada sonrisa es la profanación de una tumba, porque desenterramos nuestros huesos incluso antes de morir; deberíamos ir con los labios cerrados y una cruz encima de la boca, hablar como viejos desdentados, educar a los niños para que no mostraran los dientes al comer: un error, un gravísimo error en la estructura social comparable a caminar con las clavículas despellejadas, tener los omoplatos desnudos, descubrir el extremo basto del húmero al flexionar el codo, mostrar las suturas del cráneo al saludar cortésmente a una señora, enseñar las rótulas al arrodillarnos en la misa o las palas del coxal durante un baile o la superficie cortante del sacro durante el acto sexual: y sin embargo, ella y yo, con nuestros horribles dientes, la prueba visible de la existencia de los cráneos: absurdo, murmuro, y ella: ¿decías algo?, pero hablando entre dientes debido a los ganchillos, como si lo hiciera a través de apretadas filas de lápidas blancas, un soplo de aire muerto por entre las piedras de un cementerio, o peor: la voz a través de la tumba, las palabras pronunciadas en la fosa: no, nada, respondo, y ella, intrigada, se me acerca y arrastra sus falanges por mis vértebras: te noto distante desde ayer, Héctor, ¿te ocurre algo?, ¿es el trabajo?, y juro que estuve a punto de decirle: te la pego con una antigua paciente desde hace varios años, todos los jueves a la misma hora, pero no te preocupes porque una increíble revelación me ha hecho dejarlo, ya nunca más regresaré con Galia, no merece la pena (y por qué no decirlo, pienso, por qué reprimir el deseo y no decir la verdad, por qué no descargar la conciencia y vaciarme del todo); sin embargo, en vez de esa explicación catártica, le dije que sí, que era el exceso de trabajo, y me mostré torpe, callándome la inmensa sabiduría que poseía mientras notaba cómo descendían sus falanges por el edificio engarzado de mi columna, y ella dijo: pero hace mucho tiempo que no me sonríes, y pensé: ¡te equivocas!, somos una sonrisa eterna, ¿no lo ves?: nuestros dientes alcanzan hasta los extremos de la mandíbula y no podemos dejar de sonreír: sonreímos cuando gritamos, cuando lloramos, al pelear, al matar, al morir, al soñar: sonreímos siempre, Alejandra, quise decirle, y la sonrisa es muerte, ¿no lo ves?, quise decirle, nuestras calaveras sonríen siempre, así que la mayor sinceridad consiste en apartar los labios, elevar las comisuras y sonreír con la piel intentando imitar lo mejor posible nuestra sonrisa interior en un gesto que indica que estamos conformes, que aceptamos nuestro final: porque al sonreír descubrimos nuestros dientes, «enseñamos la calavera un poco más», no hay otro gesto humano que nos desvele tanto; la sonrisa, quise decirle, traiciona nuestra muerte, la delata; cada sonrisa es una profecía que se cumple siempre, Alejandra, así que vamos a sonreír, separemos los labios, mostremos los dientes, sonriamos para revelar las calaveras en nuestras caras, hagamos salir el armazón frío y secreto, draguemos el rostro con nuestra sonrisa y extraigamos el cráneo de la profundidad de nuestros hijos, de ti y de mí, del abuelo, de los amigos, de los parientes y del cura; pero no le dije nada de eso y me disculpé con frases inacabadas y ella enfrentó mis ojos y me abrazó y sentí los crujidos, la fricción, costilla contra costilla, golpes de cráneos, y supuse que ella también los había sentido: no seamos tan duros, le dije, y ella respondió, abrazándome aún: no, tú no eres duro, Héctor, y yo le dije: ambos somos duros, y tenía razón, porque se notaba en los ruidos del abrazo, en el telón de fondo de nuestro amor: un sonido semejante al que se produciría al echarnos la suerte con los palillos del I Ching sobre una mesa de mármol, o jugando al ajedrez con fichas de marfil, un trajín de palitos recios como un pimpón de piedra, el entrechocar aparentemente dulce de nuestros esqueletos como agitar perchas vacías; me aparté de ella y terminé de vestirme: quizá soy dura contigo, repitió ella, yo también soy duro, dije, y pensé: y Ameli y Héctor Luis, y todos entre sí y cada uno consigo mismo, ¡qué duros y afilados y cortantes y fríos y blancos y sonoros!; ¿te vas ya?, me dijo, sí, le dije, porque no deseaba desayunar en casa, en realidad no deseaba desayunar nunca más, pero sobre todo, sobre todas las cosas, no deseaba cruzarme con los esqueletos de mis hijos recién levantados, así que casi eché a correr, abrí la puerta y salí a la calle con el abrigo bajo el brazo, a la madrugada fría y oscura; ya he dicho que tengo la consulta cerca, lo cual siempre ha sido una ventaja, aunque no lo era esa mañana: quería trasladarme a ella solo con mi voluntad, sin perder siquiera el tiempo que tardara en desearlo; caminaba observando con mis cuencas vacías las casas que se abren, las figuras blancas que emergen de ellas como fantasmas en medio de la oscuridad, las primeras tiendas de alimentos llenas de huesos y cadáveres limpios de seres y cosas; caminaba y observaba con mis órbitas negras, lleno de un extraño y perseverante horror: ¿qué hacer después de la revelación?, ¿dónde, en qué lugar encontraría el reposo necesario?; porque ahora necesitaba envolverme, ahora, más que nunca, era preciso hallar la suavidad; mientras caminaba hacia la consulta lo pensaba: todos tenemos ansias de suavidad: guantes de borrego, abrigos de lana, bufandas, zapatos cómodos; sin embargo, el mundo son aristas, y todo suena a nuestro alrededor con crujidos de metal; qué pocas cosas delicadas, cuánta aspereza, cuánta jaula de púas, qué amenaza constante de quebrarnos como juncos, de partirnos, qué mundo de esqueletos por dentro y por fuera, móviles o quietos, invasión blanca o negra de huesos pelados, qué cementerio: toda obra es una ruina, toda cosa recién creada tiene aires de destrucción, y nosotros avanzamos por entre cruces, mármol, inscripciones, rejas y ángeles de piedra como espectros, y la niebla de la madrugada nos traspasa, huesos que van y vienen, esqueletos que se acercan y caminan junto a mí y me adelantan, apresurados, aquel que limpia los huesos en ese tramo de la calle, ese otro que espera en la parada, envuelto en su impermeable, huesos blancos por encima de los cuellos, la muerte dentro como una enfermedad que aparece desde que somos concebidos, ¿no hay solución?; y sorprender entonces a un hombre, una figura, no como yo, no como los demás, que se detiene frente a mí y me habla: ¿tiene fuego?, dice, un individuo desaliñado de espesa melena y barba, rostro pequeño, casi escondido, chaqueta sucia y manos sucias que se tambalea de un lado a otro como si el mero hecho de estar de pie fuera un tremendo esfuerzo para él; le ofrezco fuego y se cubre con las manos para encender un cigarrillo medio consumido, entonces dice: gracias, y se aleja; me detengo para observarle: camina con cierta vacilación hasta llegar a la esquina, después se vuelve de cara a la pared, una figura sin rasgos, y distingo la creciente humedad oscura a sus pies, detenerme un instante para contemplarle, volverse él y alejarse con un encogimiento de hombros y una frase brutal; un borracho orinando, pienso, pero al mismo tiempo deduzco: se ha reconstruido, ha verificado su interior, ha exhumado cosas que le pertenecen y le llenan por dentro: líquidos que alguna vez formaron parte de él; eso es un proceso de autoafirmación, pienso: él es algo que yo no soy o que he dejado de ser, ha logrado obtener lo que yo pierdo poco a poco: integridad, quizá porque no tiene que callar, porque es libre para decir lo que le gusta y lo que no, pienso y golpeo con los huesos del pie el cadáver de una vieja lata en la acera, o porque ha aceptado la vida tal cual es, o quizá porque tiene hambre y sed, y necesidad de fumar, dormir y orinar en una esquina, quizá porque siente necesidades en su interior, dentro de esa intimidad de las costillas que en mí mismo forma un espacio negro: sus necesidades le llenan, y yo, satisfecho, camino vacío: eso pensé; era preciso, pues, reformarse, volver a la vida a partir de los huesos, resucitar, aunque es cierto que en algún sitio dentro de mí existían vestigios, cosas que se movían bajo las costillas o en el espacio entre éstas y el hueso púbico, pero era necesario comprobarlo; todo aturdido por el ansia, entré en uno de los bares que estaban abiertos a esas horas y me dirigí apresurado al cuarto de baño, respondiendo con un gesto al hombre que atendía la barra y que me dijo buenos días; ya en el urinario, muy nervioso, busqué mi pija semihundida, perdonando la frase, la extraje y me esforcé un instante: tras un cierto lapso, comprobé la aparición brusca del fino chorro amarillo y sentí una distensión lenta en mi pubis que califiqué como el hallazgo de la vejiga: al fin me sirves de algo, pensé mientras me sacudía la pilila, perdonando la bajeza; así, convertido en pura vejiga, salí a la calle de nuevo y respiré hondo: noté bolsas gemelas a ambos lados del esternón, sacos que se ampliaban con el aire frío de la mañana, y descubrí mis pulmones; en un estado de alborozo difícilmente descriptible me tomé el pulso y sentí, con la alegría de tocar el pecho de un pájaro recién nacido, el golpeteo suave de la arteria contra mi dedo, su pequeño pero nítido calor de hogar, y supe que guardaba sangre y que mi corazón había emergido; caminando hacia la consulta completé mi resurrección, la encarnación lenta de mi esqueleto; así pues, yo era pulmones y vejiga, yo era intestino, tripas, estómago, yo era músculos del pene, tendones, sangre, hígado, vesícula, bazo y páncreas, yo era glándulas y linfa, todo suave, todo lleno, ocupando intersticios como si vertieran sobre mí unas sobras de hombre: yo era, por fin, globos oculares líquidos, yo era lengua y labios, yo era el abrir lento de los párpados, la creación del paladar, la suave nariz horadada, la humedad limpia de la saliva, la lágrima tibia y el sudor de los poros; yo era sobre todo mi propio cerebro, las revueltas grises de los nervios, la masa de ideas invisibles, la voluntad, el deseo, el pensamiento; llegué a la consulta recién creado, aún sin piel pero ya formado y funcionando, atravesé el oscuro umbral con la placa dorada donde se leía «Héctor Galbo, odontólogo», preferí las escaleras y abrí la puerta con la delicadeza muscular de un relojero, con la exactitud de un ladrón o un pianista; Laura, mi secretaria, ya estaba esperándome, y el vestíbulo aparecía iluminado así como la marina enmarcada en la pared opuesta, y me dejé invadir por el olor a cedro de los muebles, la suavidad de la moqueta bajo los pies, y cuando mis globos oculares se movieron hacia Laura pude parpadear evidenciando mi perfección; entonces, la prueba de fuego: me incliné para saludarla con un beso y percibí la suavidad de mi mejilla, los delicados embriones de mis labios, y supe que por fin la piel había aparecido: cabello, pestañas, cejas, uñas, el florecer de mi bigote negro; besarla fue como besarme a mí mismo: buenos días, doctor Galbo, me dijo, noté las cosquillas de mi camisa sobre mi pecho velludo, muy velludo, buenos días, dije, buenos días, Laura, y percibí mi laringe en el foso oculto entre la cabeza y el pecho, sentí el aire atravesando sus infinitos tubos de órgano: buenos días, repetí despacio saludando a todo mi cuerpo reflejado en el espejo del vestíbulo, mi cuerpo con piel y sentimientos, mi cuerpo vestido, bajito, mi cabeza calva y mi rostro bigotudo: buenos días, doctor Galbo, hoy viene usted contento, dice Laura, sí, le dije, vengo aliviado, quise añadir, he orinado en un bar y he descubierto por fin que tengo vejiga, y a partir de ahí todo lo demás, pero en vez de decirle esto pregunté: ¿hay pacientes ya?, y ella: todavía no, y yo: ¿cuántos tengo citados?, y ella: cinco para la mañana, la primera es Francisca, ah sí, Francisca, dije, sí: sus prótesis darán un poco la lata, y me deleito: oh mi memoria perfecta, mis sentidos vivos, mis movimientos coordinados, sí, sí, Francisca, muy bien, y mi imaginación: porque de repente me vi avanzando hacia mi despacho con los músculos poderosos de un tigre, todo mi cuerpo a franjas negras, mis fauces abiertas, los bigotes vibrantes, los ojos de esmeralda, y mi sexo, por fin, mi sexo: porque Laura, con la mitad de años que yo, me parecía una presa fácil para mis instintos, una captura que podía intentarse, la gacela desnuda en la sabana; ya era yo del todo, incluso con mis pensamientos malignos, incluso con mi crueldad, por fin: avíseme cuando llegue, le dije, y entré en mi despacho, me quité el abrigo y la chaqueta, me vestí con la bata blanca, inmaculada, mi bata y mi reloj a prueba de agua y de golpes, y mi anillo de matrimonio, y los periódicos que Laura me compra y deposita en la mesa, y mi ordenador y mis libros, y mis cuadros anatómicos: secciones de la boca, dientes abiertos, mitades de cabezas, nervios, lenguas, ojos, mejor será no mirarlos, pienso, porque son hombres incompletos, yo ya estoy hecho, pienso, envuelto al fin de nuevo en mi funda limpia, recién estrenado; por fin pensar: saber que he regresado al origen, me he recobrado, he impedido mi disolución guardándome en un cuerpo recién hecho; no recuerdo cuánto tiempo estuve sentado frente al escritorio saboreando mi triunfo, pero sé que la segunda y más terrible revelación llegó después, con el primer paciente, y que a partir de entonces ya no he podido ser el mismo, peor aún, porque me he preguntado después si he sido yo mismo alguna vez, si mi integridad fue algo más que una simple ilusión: y fue cuando sonó el timbre de la puerta, el siguiente timbre, el nuevo timbre que me despertó de la última ensoñación (como el de casa de Galia, o el del despertador con sonido de trompeta de cobre, ahora el de la consulta, pensé, y no pude encontrarles relación alguna entre sí, salvo que parecían avisos repentinos, llamadas, notas eléctricas que presagiaban algo), y Laura anunció a la señora Francisca, una mujer mayor y adinerada, como Galia, como Alejandra, con las piernas flebíticas y el rostro rojizo bajo un peinado constante, que entró con lentitud en la consulta hablando de algo que no recuerdo porque me encontraba aún absorto en el éxito de mi creación: fue verla entrar y pensar que iría a casa de Galia cuando la consulta terminara y le diría que todo seguía igual, que era posible continuar, que nada nos estorbaba, y después llegaría a mi casa y le diría a Alejandra que la quería, que nunca más sería duro con ella ni con Ameli, eso me propuse, y saludé a la señora Francisca con una sonrisa amable, y la hice sentarse en el sillón articulado, la eché hacia atrás con los pedales, la enfrenté al brillo de los focos y le pedí que abriera la boca, porque eso es lo primero que le pido a mis pacientes incluso antes de oír sus quejas por completo: como estoy acostumbrado a que esta instrucción se realice a medias, me incliné sobre ella y abrí mi propia boca para demostrarle cómo la quería: así, abra bien la boca, le dije, ah, ah, ah, y es curioso lo cerca que siempre estamos de la inocencia momentos antes de que un nuevo horror nos alcance: incluso éste aparece al principio con disimulo, revelándose en un detalle, en un suceso que, de otra manera, apenas merecería recordarse, porque mientras Francisca, obediente, abría más la boca, descubrí el último de los horrores, la luz del rayo que nunca debería contemplar un ser humano, la degradación final, tan rápida, pavorosa e inevitable como cuando presioné el timbre de Galia, pero mucho peor porque no era lo oculto, lo que era, sino lo que no era, aquello que falta, no lo que se esconde sino lo que no existe: la nueva revelación me violó, perdonando la brutalidad, de tal manera que todos mis logros anteriores adoptaron de inmediato la apariencia de un sueño que no se recuerda sino a fragmentos, e incapaz de reaccionar, permanecí inmóvil, inclinado sobre la mujer, ambos con la boca abierta, ella con los ojos cerrados esperando sin duda la llegada de mis instrumentos; pero como no llegaban los abrió, me vio y advirtió en mi rostro el horror más puro que cabe imaginarse: qué pasa, doctor, me dijo, qué tengo, qué tengo, pero yo me sentía incapaz de responderle, incapaz incluso de continuar allí, fingiendo, así que retrocedí, me quité la bata con delirante torpeza, la arrojé al suelo, me puse la chaqueta y salí de la habitación, corrí hacia el vestíbulo sin hacer caso a las voces de la paciente y a las preguntas de Laura, abrí la puerta, bajé las escaleras frenéticamente y salí a la calle: no sabía adónde dirigirme, ni siquiera si tenía sentido dirigirme a algún sitio; contemplé a los transeúntes con muchísima más incredulidad de la que ellos mostraron al contemplarme a mí: ¿era posible que todos ignoraran?, ¿hasta ese punto nos ha embotado la existencia?; hubo un momento terrible en el que no supe cuál debería ser mi labor: si caer en soledad por el abismo o arrastrar como un profeta a las conciencias ciegas que me rodeaban; es cierto que toda gran verdad precisa ser expresada, pero la locura de mi actual situación consistía en que esta verdad última era inexpresable: quiero decir que esta verdad final no era algo, más bien era nada, así que no podía soñar con explicarla: quizá el silencio en el gélido vacío entre las estrellas hubiera sido una explicación adecuada, pero no un silencio progresivo sino repentino y abrupto: una brecha de espacio muerto, una bomba inversa que absorbiera las cosas hacia dentro, que nos introdujera a todos en un mundo sin lugares ni tiempo donde la nada cobrara alguna especial y terrible significación, quizá entonces, pensé, y corrí por la acera intuyendo que cada minuto desperdiciado era fatal: ¿le ocurre algo?, fue la pregunta que me hizo un individuo que aguardaba frente a un paso de peatones cuando me acerqué, y solo entonces fui consciente de que tenía ambas manos sobre la boca, como si tratara de contener un inmenso vómito; mi respuesta fue ininteligible, porque sacudí la cabeza diciendo que no, pero esperando que él entendiera que eso era lo que me pasaba: que no; si hubiera podido hablar, habría respondido: nada, y precisamente ahí radicaba lo que me ocurría: me ocurría nada, pero era imposible hacerle comprender que nada era infinitamente peor que todos los algos que nos ocurren diariamente; no pude hacer otra cosa sino alejarme de él con las manos aún sobre la boca, corriendo sin saber por dónde iba pero con la secreta esperanza de no ir a ninguna parte, de no llegar, de seguir corriendo para siempre, porque no podía presentarme en casa de aquel modo, no con aquel fallo, sería preciso hacer cualquier cosa para remediar esa escisión, quizá comenzar desde el principio, reunir de nuevo el hilo en el ovillo, a la inversa: pensar en el instante anterior a la revelación, notar la presencia para comprender ahora la falta; pero cómo describirlo: cómo decir que había conocido de repente la boca cuando la paciente abrió la suya y yo quise indicarle cómo tenía que hacerlo y abrí la mía; fue entonces: el tiempo se congeló a mi alrededor y quedé solo en medio de mi hallazgo, como un náufrago, paralizado por la revelación suprema, incapaz de comprender, al igual que con la anterior, por qué no lo había sabido hasta entonces: la boca, claro, ahí, aquí, abajo, bajo mi nariz, en mi rostro, la boca: de repente me había percatado de la verdad, tan simple e invisible debido a su propia evidencia: la boca no es nada, lo comprendí al pedirle a la paciente que la abriera y al abrir la mía: ¿qué he abierto?, pensé: la boca; pero entonces, si la boca abierta también es la boca, el resultado era una oscuridad, un agujero vacío, un abismo; quiero decir que, de repente, al ver la boca, al inclinarme para verla, no la vi, pero no la vi justamente porque era eso: el no verla; si hubiera visto la boca de la misma forma que veo mis dedos, por ejemplo, no lo sería o estaría cerrada; sin embargo, el horror consiste en que una boca abierta también es una boca: como llamarle «dedos» al espacio vacío que hay entre ellos; ¡pero eso no era todo!: si aquel defecto, aquella nada, era, ¿cómo podía evitar la llegada del vacío?, ¿cómo impedir que todo siguiera siendo lo que es en la nada?, ¿cómo pretender recobrar mi cuerpo si me evacuo por ese agujero negro y absurdo?; lo comprendí: ¡si todo se hubiera cerrado a mi alrededor!, ¡si las junturas hubieran encajado perfectamente, sin interrupciones, sin oquedades!, pero tenía que estar la boca, la boca abierta que también era la boca, y ahora ¿cómo permanecer incólume?, ¿cómo seguir inmutable, conservándome dentro, si allí estaba eso que no era, esa nada negra implantada en mí?; corrí, en efecto, a ciegas, no recuerdo durante cuánto tiempo, hasta que un nuevo acontecimiento pudo más que mi propia desesperación: en una esquina, recostado en un portal, distinguí a un hombre, el borracho de aquella madrugada, que parecía dormir o agonizar: un sombrero gris le cubría casi todo el rostro salvo la barba, y allí, insertado en lo más hondo del pelo, un agujero abierto, sin dientes, sin lengua, una cosa negra y circular como una cloaca o la pupila de un cíclope ciego que me mirara, aunque yo fuera «nadie», el vacío terrible, la nada; de repente se había apoderado de mí un horror supremo, un asco infinito, la conjunción final de todo lo repugnante, y me alejé desesperado cubriéndome con las manos aquel «salto», aquel «vacío» letal, atenazado por una sensación revulsiva, un pánico que era como cribar mis ideas con violencia hasta romperlas, la certeza de mi perdición, el desprendimiento a trozos de mi voluntad frente a lo irremediable: esa boca abierta, el error por el que todo entra y todo sale, los secretos, la palabra, el vómito, la saliva, la vida, el aliento final, porque me había envuelto en mi propio cuerpo para hallar algo último que no cierra, ese terrible defecto tras los labios del beso, tras el lenguaje cotidiano, tras los gestos de comer y masticar, más allá de los dientes y la lengua, ese algo que no es el paladar ni la faringe ni la descarga de las glándulas, ese vacío que me recorre hacia dentro, el túnel deshabitado del gusano, la nada, la negación, eso que ahora empezaba a corroerme; porque si existía la boca, nada podía detener la entrada del vacío; así que cerca de casa empecé a perderme, a dividirme en secciones, a horadarme: primero fue la piel, que apenas se presiente, que es casi solamente tacto, la piel que cayó a la acera mientras corría, la piel con mi figura y mis rasgos que se me desprendió como la de un reptil mudando sus escamas, porque el vacío se introducía bajo ella como un cuchillo de aire y la separaba; entonces los músculos y los tendones, en silencio: ¿qué protección pueden ofrecer frente a los túneles de la nada?, ¿qué defensa procuran ante esa marea de vacío, ese fallo que me alcanzaba como a través de un sumidero?, también ellos caen y se desatan como cordajes de barco en una tempestad; la calle en la que vivo recibió el tributo de la lenta pero inexorable pérdida de mis vísceras: ese trago infecto de nada, que no está pero es, provoca la caída de mi estómago y mis intestinos, mi hígado derretido y mi bazo, los pulmones sueltos que se alejan por el aire como palomas grises, el corazón que ya no late, madura, se endurece y cae, gélido como el puño de un muerto, porque nada puede latir frente a la boca, los nervios arrastrados por la acera como hilos de un títere estropeado, los ojos como gotas de leche derramada, la suave materia de mi cerebro, la exactitud de mis sentidos, la excitante delicia del deseo, la provocación del hambre y el instinto, las sensaciones, los impulsos: todo cae y se pierde, todo gotea incesante desde mi armazón, todo se va y se desvanece calle abajo; entro en casa al fin, ya solo mi esqueleto muerto y limpio, y pienso: mis hijos están en el colegio, por fortuna; me dirijo al salón y allí encuentro a Alejandra, que me mira con pasmo; se halla sentada en su sofá tejiendo algo, y probablemente destejiéndolo también, creando y destruyendo en un vaivén de interminable dedicación; entonces me detengo frente a ella, aparto con lentitud las falanges blancas de mi oquedad y la descubro, por fin, en toda su horrible grandeza: la boca abierta, las mandíbulas separadas, el enorme vacío entre maxilares, la verdadera boca que no es, desprovista del engaño de las mucosas, ese espacio negro que nada contiene, y hablo, por fin, tras lo que me parecen siglos de silencio, y mis palabras, emergiendo de ese vacío, son también vacío y horadan: Alejandra, hablo, llevo años traicionándote con una mujer que conocí en la consulta, y ella: Héctor, qué dices, y yo: es guapa, pero no demasiado, cariñosa, pero no demasiado, inteligente, pero no demasiado: lo mejor que tiene es que me quiere y que intentó hacerme feliz, y que nunca me ha creado problemas salvo la necesidad de mentirte, de ocultártelo, una mujer con la que descubrí que puede haber una cierta felicidad cotidiana a la que nunca deberíamos renunciar, como hemos hecho tú y yo, ni siquiera a esa cierta felicidad cotidiana, una mujer, en fin, con la que he sabido que ya todo es igual, que incluso el pecado termina alguna vez, incluso la culpa, incluso lo prohibido, y ella: Héctor, Héctor, qué te pasa, dice, que ya basta de mentiras, respondo y me deshago de su lento abrazo y de sus lágrimas, y basta de silencio, porque era necesario hablar, pero no solo a ti, no, no solo a ti, y ella, gritando: ¿adónde vas?, pero su grito se me pierde con el mío propio, que ya solo oigo yo, y eso es lo terrible: porque mi garganta ha desaparecido y solo quedan las tenues vértebras y el deseo de ser escuchado; corro entonces a casa de Galia arrastrando apenas los jirones blancos de mis huesos por la acera, y ella misma abre la puerta y grita al verme: no, Galia, no podemos seguir juntos, dije entonces, no tengo nada más que hacer aquí, tú, viuda y solitaria, yo, casado y solitario, nada que hacer, Galia, no más consuelos, no más secretos, basta de felicidad y de cariño doméstico, porque llega un instante, Galia, en que todo termina, y lo peor de todo es que tú no eres una solución: ¿por qué?, me dijo: porque es necesario decir la verdad y revelar la mentira, repliqué, aunque nos quedemos vacíos, es necesario abrir las bocas, Galia, le dije, y volcarnos en hablar y hablar y destruirlo todo con las palabras, dije, porque si algo somos, Galia, es aliento, así que es necesario, por eso lo hago, dije, y me alejé de ella, que gritó: ¿adónde vas?, pero su grito se perdió dentro del mío, que ya era tan enorme como el silencio del cielo; y me alejé de todos, de una ciudad que no era mi ciudad, de una vida que no era mi vida, corrí ya casi llevado por el viento, las espinas delgadas de mi cuerpo flotando en el aire, corrí, volé hacia los bosques transportado por una ráfaga de brisa como el polvo o la basura, avancé por la hierba, entre los árboles, desgastándome con cada palabra: basta con eso, dije, no más hogar, no más vida, no más esfuerzo, dije, grité en silencio: ya basta de mundo y de existencia, ya basta de hacer y de procurar, soportar, callar y mirar buscando respuestas, no, no más luz sobre mis ojos, nunca otro día más, basta de desear y pretender, de conseguir y por último perder lo conseguido y enfermar y morir y terminar en nada, todo vacío, intrascendente, limitado y mediocre: basta, porque hay un error en nosotros, un hiato perenne, el sello de la nada, esta boca siempre abierta, este hueco hacia algo y desde algo, miradlo: está en vosotros, el sumidero, el vórtice; lo he soportado todo, incluso los años de silencio, los años iguales y el silencio, la muerte interior, el vacío interior, la falsa esperanza, la ausencia de deseos, pero no puedo soportar esta conexión: si tiene que existir esto, este hueco vacío y nulo, esta ausencia de mi carne y de mi cuerpo, si tiene que existir la boca, prefiero echarlo todo fuera, dejar que todo se vaya como un soplo puro, que lo oigan todos, que todos lo sepan, prefiero esto a la falsa seguridad de un cuerpo muerto, eso dije, eso grité, y me vi por fin convertido en nada, la oquedad llenando todos mis huesos abiertos como flautas mudas, desmenuzados como arena por fin, solo esa ceniza última, apenas el rastro leve que el viento termina por borrar, el vacío enorme de esa boca que tiene que decir y revelar y descubrir y gritar y acusar y vaciarme hacia fuera desde dentro y mezclarme con todo, esa boca abierta e infinita del silencio absoluto por la que hablo aunque nadie oiga


    39. Saludé a ambos policías con un movimiento de cabeza y estreché la mano del jefe


    40. Me senté en el tren, que iba más vacío que de costumbre, anduve por el camino que estaba más vacío que de costumbre y, como de costumbre, saludé al guardia de la puerta

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    saludar in English

    salute <i>[formal]</i> greet

    Sinónimos para "saludar"

    estrechar abrazar inclinarse gesticular congratular cumplir recibir visitar ver entrevistarse