1.
Y hoy yace por el suelo tendido y sin aliento
2.
también en el mundo yace oculto el desenvolvimiento de un orden y un propósito superiores
3.
Todos ellos se disputan á porfía y metiendouna bulla espantosa la presa que yace en tierra[1]
4.
la tierra, el cual yace en aquellacama, malferido por las manos del encantado moro que está en
5.
yace debajo desta losa fría
6.
157]haya en el lastimoso abandono en que yace esteramo? ¿Quién cuida de aficionar á la
7.
progreso, quesalga del letargo en que yace, y que de algún modo
8.
estado de barbarie en que yace
9.
fijamente el cuerpoencantador que yace delante de él, sumido en
10.
lozana y alta vegetación, yace el esqueleto de LaRioja, ciudad solitaria, sin arrabales y
11.
Aquí yace Rafaela la generosa, a quien Dios perdone por lo mucho que haamado
12.
tienen diferentes sonidos para expresar la alegría o el dolor;pero el paralítico yace en
13.
Mallorca, en cuyogobierno murió, y su cuerpo yace en la sala
14.
desencanto en que el alma yace atormentada por losdolores de la caída: el tormento de esta situación
15.
Yace embebido en la lascivia ardiente:
16.
lo que yace en pedazos por el suelo
17.
Y yace inconsciente en el suelo
18.
Una maldición para quien se burle del que yace bajo siete cerraduras
19.
Jorge Yáñez: Aquí yace…, desangrado en el mar
20.
La diferencia yace en que las opiniones desatendidas en el último caso pertenecen a personajes de carne y hueso, mientras que en el otro supuesto sólo existen los delirios para el paciente
21.
-Señor, quien quiera que seáis, hacednos merced y beneficio de darnos un poco de romero, aceite, sal y vino, que es menester para curar uno de los mejores caballeros andantes que hay en la tierra, el cual yace en aquella cama, malferido por las manos del encantado moro que está en esta venta
22.
–Geneviève yace ante la Madona en el cuarto de mármol
23.
–Nada… una mujer muerta que yace en la Morgue lleva un anillo semejante
24.
La túnica sedeña en el armario yace;
25.
yace en lo seco como un pez que se ahoga,
26.
–El policía yace todavía sobre el suelo: el telón se ha levantado seis veces, y él sigue todavía tendido
27.
Bajo la decencia y las convenciones de la vida cotidiana, yace un amplio
28.
Seguimos ascendiendo en silencio hasta llegar al punto en que yace sepultado Rhodes, custodiado por gigantescas peñas
29.
pero yace fría y sola en su sepulcro helado
30.
Egipto yace en silencio
31.
Aquí yace Rudiguero, muerto por los Borgoñones
32.
¡Mi corazón de muchacha sencilla, en la tierna edad de la adolescencia, yace a los pies del raptor de corazones!
33.
Sobre una parte principalísima de su existencia [263] ponía la losa con epitafio harto breve: Aquí yace
34.
Un posible cabo suelto que yace en la cuestión: ¿Porqué Roy, el perro lobo del profesor Presbury, se empeña en morderlo?
35.
El hombre ignora esto y por lo tanto su Llama Triple yace en una célula hermética hasta que, o se lo enseñan, o alguien se la despierta voluntariamente por medio de un tratamiento en el cual hace una llamada directamente al Cristo en el corazón
36.
Cubierto con carrick encerado y sombrero de hule, apoyado en un muro para protegerse del agua, el comisario Tizón observa el cuerpo que yace en el suelo, a pocos pasos, junto a la pila de escombros bajo los que apareció hace tres horas
37.
a la gente que yace en los supulcros
38.
y todo el Carro yace sobre el Coro,
39.
del fuego y yace despectivo y fiero,
40.
que yace al lado y el fondo recubre
41.
cuando desanimado el cuerpo yace;
42.
el cuerpo del que fue arrojada yace
43.
El cuerpo de Yamun yace en su interior
44.
¡Oh! ¿habrá alguien que sepa comprender de veras lo que significa el manso cordero que yace a los pies de Dios, el emblema más conmovedor de todas las víctimas terrestres, el símbolo de su porvenir, en una palabra, la debilidad y el sufrimiento glorificados?
45.
El sándwich de Amparo yace en el suelo, casi entero, junto a la silla que ésta ocupaba
46.
"Por tanto la realidad que yace bajo el espacio debe formar una variedad discontinua, o debemos buscar el fundamento de sus relaciones métricas fuera de él, en fuerzas de unión que sobre él actúan
47.
Esa religión de la revelación yace en lo más íntimo de tu espíritu
48.
«Ahora ven y mira en el quinto círculo de tu pensamiento, donde yace la religión de la revelación
49.
Max, frente al león dormido que yace a los pies del monumento a Clemente XIII, sigue filmando la portentosa arquitectura vaticana
50.
—¿Y quién es ése de ahí? —dice señalando con la fusta al que yace tirado en el suelo
51.
Uno de ellos, Joaquín Larios, yace desplomado en el suelo
52.
«¿Soy yo el hombre que yace en la cama?», gritó arrodillado
53.
Decía así: "Aquí yace el antiguo comandante
54.
Pero de mi parte todo está menos dispuesto que entonces; la gran obra yace como entonces inerme; aunque ya no soy un pequeño aprendiz, sino un maestro de obra, las energías que me restan fracasarán en el momento de la decisión; a pesar de mi edad avanzada me parece que quisiera ser más viejo aún, tan viejo que ya no pudiera levantarme de mi lecho bajo el musgo
55.
yace dormida a los pies del Cristodesnudo
56.
Enterrado en R'lyeh, el Gran Cthulhu yace esperando, esperando el momento en que las estrellas sean propicias y recobre el poder para liberarse
57.
Ahora el sol arde sobre él, y los perros lamen su sudor:{391} pero él yace ahí en su obstinación y prefiere desfallecer:
58.
¡Guardaos también de los doctos! Os odian: ¡pues ellos son estériles! Tienen ojos fríos y secos, ante ellos todo pájaro yace desplumado
59.
Ese desgraciado que yace en el suelo
60.
Ella cree que lo está haciendo por grandes razones, pero debajo yace una de las cosas pequeñas
61.
Echan un vistazo rápido al hombre sin sombrero, que yace en la calle, convienen en que no se le puede ayudar y se centran en Emina
62.
300 Tras mi no-cooperación yace siempre el agudísimo deseo de cooperar, al menor pretexto, hasta con el peor de los oponentes
63.
Otros, como el barón de Richemont, capaz de describir con desbordante imaginación las tribulaciones de su infancia, vivieron la ficción hasta el fin de sus días, para ser enterrados con epitafios como «Aquí yace Luis Carlos de Francia»
64.
Mientras tanto me vuelvo hacia Bernadette, que yace en el suelo tan agotada que no puede expulsar la bolsa
65.
¡Y lo que yace ahí son los restos mortales de Werper, el belga!
66.
Y ahora se ha hundido en el Reino de las Profundidades y ahí yace, soñando con todo lo que hacía en el Mundo de Más Arriba
67.
Aquí yace uno cuyo nombre fue escrito en el agua
68.
Del cuerpo de un personaje que yace boca arriba nace un tronco fino y retorcido que se ramifica cubriendo circularmente la bóveda con una armoniosa trama de volutas vegetales, de las cuales se separan personajes en relieve como racimos del sarmiento (la planta tiene también racimos verdaderos, y pámpanos, lo que nos autoriza a reconocerla como una vid)
69.
Creo que la mayor parte del tesoro aún yace donde Cortés lo mandó tirar en aquella Noche Triste
70.
Si estoy en lo cierto en cuanto a mi estimación de donde yace el tesoro, se encuentra en algún lugar profundamente debajo de los cimientos de los elegantes edificios señoriales que adornan su calzada llamada de Tacuba
71.
La hermana yace con el hermano en el lecho de los reyes, y el fruto de su incesto hace cabriolas por el palacio al son de la música que toca un monito tarado y diabólico
72.
—Aquí yace Tristifer, el cuarto de su nombre, Rey de los Ríos y las Colinas
73.
La pelirroja yace todavía bajo una sábana, en el quirófano
74.
¿Y esa cruz de rubíes que llevas al cuello, me dirás que la has ganado a cambio de nada? Es noche de alarmas y presagios, entre la muchedumbre que yace desquiciada y semidormida en el andén, una niña orina en cuclillas y a calzón quitado, y la culata de una pistola asoma entre las solapas de una americana a rayas sobre un mono de mecánico
75.
Estamos hinchados, abotargados, podridos… La hermana yace con el hermano en el lecho de los reyes, y el fruto de su incesto hace cabriolas por el palacio al son de la música que toca un monito tarado y diabólico
76.
–Aquí yace Tristifer, el cuarto de su nombre, Rey de los Ríos y las Colinas
77.
Él yace en su cama y espera
78.
Yace sobre esta tierra con el mismo peso y la misma ubicuidad
79.
Pero la señora Delvecchio Schwartz está muerta, yo la vi muerta, y sé que en estos momentos la pobre mujer yace en un depósito en la morgue
80.
Qué mundo tan extraño y desconocido para la mayoría de nosotros yace bajo nuestros pies: vivimos sobre una tierra cavernosa llena de cascadas y corrientes fluviales, donde las mareas suben y bajan como en el mundo de arriba
81.
Y los desechos tienen cierto interés arqueológico: un «No en mi nombre», con un palo roto, yace entre tazas de plástico, hamburguesas abandonadas y folletos impolutos del Consejo Musulmán Británico
82.
Un piso más abajo de donde Andrea Chapman sueña con que la cautive el amor improbable de un joven médico, y con ser médico ella misma, yace Baxter en su oscuridad privada, vigilado por los policías
83.
A mis pies yace la ciudad, envuelta en las primeras luces, como una visión de la tierra prometida
84.
¡húmedo yace en la tierra, a orillas del Hudson!
85.
Quizá la respuesta yace en los recuerdos de la Bruja —sugirió—
86.
Uno de los chicos mayores había sacado su flauta, mientras otro tocaba el rabel, sacando de las cuerdas con su arco una tonada lastimera, e incluso Charles empezó a cantar, no un salmo esta vez, sino una canción de un amante dolido: «Quisiera estar donde yace Helen»
87.
—Señor, quien quiera que seáis, hacednos merced y beneficio de darnos un poco de romero, aceite, sal y vino, que es menester para curar uno de los mejores caballeros andantes que hay en la tierra, el cual yace en aquella cama malferido por las manos del encantado moro que está en esta venta
88.
El tercero bajo la Colina yace
89.
El origen de Tularecito yace en la obscuridad, mientras su descubrimiento es un mito que las gentes de las Praderas del Cielo se niegan a creer, lo mismo que se niegan a creer en fantasmas
90.
—Escucha, Blaine: en un túnel de tinieblas yace una bestia de hierro
91.
Uno de ellos está cubierto con los muñones desgastados de antiguos baluartes y junto a él yace un acorazado francés medio hundido, todavía exhalando humo y vapor al aire
92.
Todo eso llega a la mente de Waterhouse mientras yace tendido en la cama húmeda entre las cuatro y las seis de la mañana, meditando sobre su lugar en el mundo con la claridad cristalina que sólo puede obtenerse por medio de una agradable noche de sueño seguida de la emisión de varias semanas de producción de semen
93.
Pero el diagrama incluye la sentina, y todo lo que yace en dicha fetidez, ¿no?
94.
donde yace enterrado en su espléndida iglesia, según cuenta la tradición
95.
El doctor Hannibal Lecter, veterano de los catres de prisiones y manicomios, yace tranquilo en la
96.
Y ha sido tal el poder de las runas que después de la Guerra del Invierno, el Fuego yace durmiendo bajo tierra, y allí ha estado durante semanas, meses, e incluso años
97.
Siempre han puesto al descubierto cuánta hipocresía, espíritu de comodidad, dejarse ir y dejarse caer, cuánta mentira yace oculta bajo los tipos más venerados de la moralidad contemporánea, cuánta virtud estaba anticuada; siempre dijeron: «Nosotros tenemos que ir allá, allá fuera, donde hoy vosotros menos os sentís como en vuestra casa»
1.
Y ante la tumba fria do yacen nuestros padres, Que de laurel eterno cubrieron nuestras madres,
2.
entre los muchos mutilados{152} y desnudos que yacen en elcampo
3.
autoresescolásticos que olvidados y cubiertos de polvo yacen ahora en elfondo de las bibliotecas, se
4.
Aquí yacen los celebrados Amantes de Teruel, D
5.
de un olivo,ofrece a Cristo el cáliz de la amargura, y los discípulos yacen portierra dormidos
6.
, yacen a las dos de la tardehasta una docena de sus miembros más asiduos
7.
reconoce y mira cuán dislocados tus miembros gimen, o yacen entodas las Islas del
8.
animales tumbados enla paja sucia, y en el otro yacen hombres y mujeres entre sábanas nadalimpias
9.
sueñode muchos siglos a las dormidas naciones orientales, que aletargadas einertes yacen en el
10.
En una de las capillaslaterales de ésta yacen los restos
11.
arcos, que yacen sobre el suelode los que fueron patios y
12.
Cuando les pregunté la causa de aquella orientación, respondieron que para ellos el paraíso estaba al norte; así lo afirmaba el libro de Henoc, del que eran fervientes lectores: «Muertos que esperan el día de la Resurrección yacen con la cabeza hacia el sur, contemplando en el sueño de un pasajero sopor su futura patria
13.
Los grandes reptiles cuyos huesos yacen en las rocas esperaron millones de años a ser interpretados
14.
Puesto que las ciudades de residencia real de la Baja Época han sufrido una destrucción casi sistemática, o yacen en los lados del Delta, la ausencia de restos materiales de los emplazamientos de los palacios agudiza aún más nuestra impresión de decadencia y pobreza
15.
Debajo yacen dos asiáticos[10] caídos
16.
Allí reposan sus héroes; allí yacen sus antiguos reyes durmiendo tranquilos el sueño de la Historia; allí se ha celebrado un mismo culto por espacio de muchos siglos, y en aquella santa custodia han fijado los ojos, creyendo ver al mismo Dios, los padres, los abuelos, todos los que han nacido y muerto en la ciudad
17.
Cierto es que miles de turcos yacen sin enterrar en el fondo del barranco
18.
La burocracia, pensó el comisario, es un laberinto en cuyo interior yacen los huesos blanqueados de millones de diligencias que no han tenido la posibilidad de salir de allí
19.
Los niños yacen en el suelo con los brazos y las piernas extendidas
20.
Una cruz de plomo sobre el ataúd decía: AQUÍ YACEN ENTERRADOS EL CONOCIDO
21.
Nada sabríamos de lo que contiene este sepulcro inmenso en que tantas grandezas yacen, si no existiese el epitafio que se llama historia
22.
Sube los escalones, y apenas cruza el vestíbulo que comunica las dos grandes salas del hospital, experimenta una sensación conocida e incómoda: el estremecimiento de internarse en un espacio ingrato, de rumor bajo y continuo, monótono; gemido colectivo de centenares de hombres que yacen sobre jergones de paja y hojas de maíz puestos sobre tablas, alineados hasta lo que desde la puerta parece el infinito
23.
Esas porciones de la atmósfera, cerca de la superficie sólida o líquida del planeta, se hallan comprimidas por el impulso que ejercen hacia abajo las porciones que yacen por encima
24.
Unas yacen; y están erguidas otras,
25.
Caminan a paso ligero hacia el victoria, justo en el momento en que los soldados abren los accesos a la Plaza de Armas y el gentío se precipita para ver de cerca los cadáve res de los cinco ejecutados que yacen inmóviles, cubiertos con una capucha negra
26.
Ya miles de hectáreas que podían ser fértiles yacen ociosas o son pasto para toros de lidia
27.
Los demás supervivientes de los combates yacen en el suelo, sus cuerpos cubiertos de sangre y de sudor
28.
No viviré en una ciudad en la que los cuerpos de los muertos yacen abandonados en las calles, y tú no le dirás al mundo que lo hago
29.
También soy minero, y sé los secretos que yacen bajo dicha superficie
30.
Sus cuerpos yacen alIado del aparato
31.
Los esposos no yacen juntos hasta pasados siete días de la desfloración y, en ese plazo, la novia ya está recuperada…
32.
–Cuando los seres amados yacen en el solitario diván del sueño eterno, deje usted que Clooney eche el cobertor -y volvió a bajar la vista, con una sonrisa de modesto servilismo
33.
Tres Reyes en la oscuridad yacen,
34.
Pero las flores caen de su mano, y muchas yacen pisoteadas sobre el suelo
35.
(Aquí yacen) los huesos del muy ilustre Michel Nostradamus, considerado digno entre todos los mortales, con cuya pluma casi
36.
(Aquí yacen) los huesos del muy ilustre Michel
37.
Si no, dígame: ¿Hay mayor contento que ver, como si dijésemos, aquí ahora se muestra delante de nosotros un gran lago de pez hirviendo a borbollones, y que andan nadando y cruzando por él muchas serpientes, culebras y lagartos, y otros muchos géneros de animales feroces y espantables, y que del medio del lago sale una voz tristísima que dice: «Tú, caballero, quienquiera que seas, que el temeroso lago estás mirando, si quieres alcanzar el bien que debajo destas negras aguas se encubre, muestra el valor de tu fuerte pecho y arrójate en mitad de su negro y encendido licor; porque si así no lo haces, no serás digno de ver las altas maravillas que en sí encierran y contienen los siete castillos de las siete fadas que debajo desta negrura yacen»? ;Y que apenas el caballero no ha acabado de oír la voz temerosa, cuando, sin entrar en más cuentas consigo, sin ponerse a considerar el peligro a que se pone, y aun sin despojarse de la pesadumbre de sus fuertes armas, encomendándose a Dios y a su señora, se arroja en mitad del bullente lago, y cuando no se cata ni sabe dónde ha de parar, se halla entre unos floridos campos, con quien los Elíseos no tienen que ver en ninguna cosa? Allí le parece que el cielo es más transparente, y que el sol luce con claridad más nueva; ofrécesele a los ojos una apacible floresta de tan verdes y frondosos árboles compuesta, que alegra a la vista su verdura y entretiene los oídos el dulce y no aprendido canto de los pequeños, infinitos y pintados pajarillos que por los intrincados ramos van cruzando
38.
Tres Reyes en la Oscuridad yacen, Gutheran de Orgyyo, bajo un cielo sombrío y sin sol
39.
Tres Reyes en la oscuridad yacen, Gutheran de Org y yo, bajo un cielo triste y sin sol
40.
Como dos docenas de cuerpos yacen en el agua frente a la entrada del Gólgota
41.
-Así que, ¿no estaría bien tener un directorio de vampiros de los Estados Unidos, en qué son buenos, dónde yacen sus regalos?
42.
¡Compasión para con vosotros! no es, desde luego, la compasión tal como vosotros la entendéis: no es compasión para con la «miseria» social, para con la «sociedad» y sus enfermos y lisiados, para con los viciosos y arruinados de antemano, que yacen por tierra a nuestro alrededor; y menos todavía es compasión para con esas murmurantes, oprimidas, levantiscas capas de esclavos que aspiran al dominio – ellas lo llaman libertad -
43.
En el fondo yacen varios cadáveres hinchados
44.
YACEN LOS RESTOS MORTALES
45.
Estaba tumbada boca arriba, en la posición en que yacen los muertos medievales
46.
En el suelo yacen las ropas del muchacho, recién tiradas: como las huellas de alguien que acabara de pasar para desaparecer a lo lejos
47.
«Las malezas lo cubren casi todo; es el fondo en el que yacen todos los demás rasgos de la superficie de la Tierra
48.
[1900] “Aquel que sólo y por su propia fuerza consiga levantar esta losa, liberaría a aquellos y aquellas que yacen en cautividad en la tierra de donde no sale nadie, ni siervo ni gentilhombre, una vez que ha penetrado en ella
49.
Las fotografías yacen sobre una estrecha mesa de trabajo, iluminadas por un cono de luz amarilla
50.
A ese lado yacen las escorias
51.
Sus mentes son tan fuertes que mientras yacen en letargo pueden proyectarlas y avasallar la personalidad de un mortal
52.
Venezuela entera descansa en un mar de oro negro, donde clavan un pico sale un grueso chorro de petróleo, la riqueza natural es paradisíaca, hay regiones donde trozos de oro y brillantes en bruto yacen sobre la tierra como semillas
53.
bandera, cuyos huesos yacen, juntamente con todos los de los demás, mezclados, en el cementerio de la iglesia
54.
— Aquí yacen los padres de la civilización saissai
55.
—AQUÍ YACEN LOS PADRES DE LA CIVILIZACIÓN SAISSAI —leyó Tierney en
56.
—En deliberado sacrilegio y anticuado rigor, yacen debajo de las piedras de la iglesia
57.
—¿Dónde yacen los cazadores?
58.
Sí, el cuerpo del rey y el de todos los caballeros de su escolta que aquí yacen
59.
Nadie ha tocado nunca un timbre tan terrible: no me refiero al sonido que produjo sino a la presión en sí, al tacto del botón contra mi dedo, o de mi dedo contra el botón, nadie ha sentido nunca lo mismo que yo; aunque mi sensación fue lógica, ya que físicamente sería imposible tocar el timbre sin el hueso, quiero decir que sin el hueso nuestro dedo se torcería sobre el botón como un tubo de goma, o se aplastaría ridículamente, o se introduciría en sí mismo como un guante vacío, así que hasta cierto punto resulta lógico suponer que el timbre suena con el hueso, que es mi esqueleto el que llama a la puerta, pero nadie ha sentido nunca tal cosa, y me produjo pena y sorpresa comprobar que hasta aquel momento crucial yo ignoraba lo que realmente somos y que el conocimiento puede producirse así, de improviso, mientras el zumbido eléctrico molesta el oído todavía, que se me haya revelado en ese instante doméstico, que cuando Galia abrió la puerta yo ya fuera otro, que el sonido de su timbre me despertara de un sueño de ignorancia para sumirme en la vigilia de un mundo que, por desagradable que fuera, era más cierto, porque si mi dedo había hecho sonar el timbre era debido a que llevaba hueso en su interior; lo había percibido de repente: mi dedo era un dedo con hueso y su utilidad radicaba en el hueso, al palparlo noté la dureza debajo, tras impensables láminas de músculo, y la realidad de aquella presencia me dejó asombrado, estuporoso, con un estupor y un asombro no demasiado intensos pero permanentes: oh Dios mío tengo un hueso debajo, mi dedo no es un dedo, es un hueso articulado y protegido contra el desgaste: la idea me vino así, con una lógica tan aplastante que no me sorprendió en sí misma sino su ausencia hasta ese timbre; no había una idea extraña e increíble, había una extraña e increíble omisión de la idea en todo el mundo, justo hasta el histórico momento en que llamé a la puerta del piso de Galia, pero Galia estaba en el umbral con su bata azul celeste y su cabello ondulado como por rulos invisibles, y me contemplaba sorprendida; y es que es una mujer muy perspicaz: apenas me entretuve un instante demasiado largo entre su saludo y mi entrada, y ya me había preguntado qué me ocurría: yo me frotaba el índice de mi descubrimiento contra el pulgar, incapaz de creer aún que lo obvio podía estar tan oculto, casi temeroso de creerlo, y opté por disimular esperando tener más tiempo para razonar, así que entré, le di un beso, me quité el abrigo húmedo y la bufanda y saludé al pasar a César, que ladraba incesante en el patio de la cocina: Galia me dijo qué tal y yo le dije muy bien, y le devolví estúpidamente la pregunta y ella me respondió igual, y de repente me pareció absurdo este diálogo especular de respuestas consabidas, o quizá era que la revelación me había estropeado la rutina, véase si no otro ejemplo: mantuve tieso el culpable dedo índice mientras entraba, y ni siquiera lo utilicé para quitarme el abrigo, como si una herida repentina me impidiera usarlo, y es que desde que había comprobado que ocultaba un hueso lo miraba con cierta aprensión, como se miran los fetiches o los amuletos mágicos; pero hice lo que suelo hacer: me senté en uno de los dos grandes sofás de respaldo recto, estiré las piernas, saqué un cigarrillo —con los dedos pulgar y medio— y dije que sí casi al mismo instante que Galia me preguntaba si quería café, incluso antes de saber si realmente tenía ganas de café, ya que la tradición es que acepte, y Galia, tan maternal, necesita que yo acepte todo lo que me da y rechace todo lo que no puede darme; tomar el café en la salita, mientras termino el cigarrillo y justo antes de pasar al dormitorio, se ha vuelto, a la larga, el rato más excitante para ambos; charlamos de lo acontecido durante la semana, Galia me pregunta siempre por Ameli y Héctor Luis, se muestra interesada en mis problemas y apenas me habla de los suyos, pero el diálogo es una excusa para que ella me inspeccione, me palpe, capte cosas en mi mirada, en mi forma de vestir, en mis gestos, pues Galia, a diferencia de Alejandra, es una mujer afectuosa, impulsiva y, como ya he dicho, perspicaz, y la conversación no le interesa tanto como ese otro lenguaje inaudible de la apariencia, así que es muy natural que la interrumpa para decirme: estás cansado, ¿verdad?, o bien: hoy no tenías muchas ganas de venir, ¿no es cierto? o bien: cuéntame lo que te ha pasado, vamos, has discutido con Alejandra, ¿me equivoco?, así estemos hablando del tiempo que hace, los estudios de Héctor Luis o lo que sea, da igual, su mirada me envuelve y nota las diferencias; por lo tanto, no fue extraño que esa tarde me dijera, de repente: te encuentro raro, Héctor, y yo, con simulada ingenuidad: ¿sí?, y ella, confundida, aventura la idea de que pueda tratarse de Alejandra o de la niña: no, no es Alejandra, le digo, tampoco es Ameli; Alejandra sigue sin saber nada de lo nuestro, tranquila, y en cuanto a Ameli, ya la dejo por imposible, pero ella concluye que tengo una cara muy curiosa este jueves y yo la consuelo a medias diciéndole que estoy cansado, y ella insiste: pero no es cara de estar cansado sino preocupado, y yo: pues lo cierto es que no me pasa nada, Gali, porque cómo decirle que estoy pensando inevitablemente en el hueso de mi dedo índice, cómo decirle que de repente me he descubierto un hueso al llamar al timbre de su casa: ¿acaso no iba a sentirse un poco dolida?, ¿acaso no pensaría que era una forma como cualquier otra de decirle que ya estaba harto de visitarla cada semana, todos los jueves, desde hace años?, sonaba mal eso de: acabo de darme cuenta, Gali, justo al llamar al timbre de tu puerta, de que tengo un hueso en el dedo, de que mi dedo índice son tres huesos camuflados, para acto seguido decir: bueno, Gali, no pensemos más en que mi dedo índice son tres huesos, ¿no?, y vamos a la cama, que se hace tarde; sonaba mal, sobre todo porque con Galia, igual que con Alejandra, tenía que andar de puntillas: nuestra relación se había prolongado tanto que, a su modo, también era rutinaria, a pesar de que ella seguía llamándola «una locura»; curiosamente, Galia es viuda y libre y yo estoy casado y tengo dos hijos, pero ella sigue diciendo que lo nuestro es «una locura» y yo pienso cada vez más en una aburrida traición, un engaño cuya monótona supervivencia lo ha despojado incluso del interés perverso de todo engaño dejando solo los inconvenientes: jamás podría hablarle a Alejandra de Galia, ahora ya no, y jamás podría terminar con Galia, ahora ya no, cada relación se había instalado en su propia rutina y ya ni siquiera podía soñar con escaparme de ésta, porque se suponía que cada una servía precisamente para huir de la rutina de la otra: mi deber era cuidar de ambas, conocer a Galia y a Alejandra, saber qué les gustaba oír y qué no, lo cual, naturalmente, era difícil, y por eso mi propia rutina consistía en callarme frente a las dos; pero en momentos así callarme también era un esfuerzo, porque si me notaba incluso la división entre los huesos, si podía imaginármelos al tacto, sentirlos allí como un dolor o una comezón repentina, ¿cómo podía evitar pensar en eso?; y ni siquiera era mi dedo lo que me molestaba, ya dije, sino mi error al no darme cuenta hasta ahora: esa ceguera era lo que jodía un poco, perdonando la expresión; porque hubiera sido como si me creyera que el arlequín de la fiesta de disfraces no esconde a nadie debajo, cuando es bien cierto que ese alguien bajo el arlequín es quien le otorga forma a este último, que no podría existir sin el primero: sería tan solo puros leotardos a rombos blancos y negros, bicornio de cascabeles, zapatillas en punta y antifaz, pero no el arlequín, y de igual manera, ¿qué error me llevó a creer hasta esa misma tarde que mi dedo índice era un dedo?; si lo analizamos con frialdad, un dedo es un disfraz, ¿no?, una piel elegante que oculta el cuerpo de un hueso, o de tres huesos si nos atenemos a lo exacto, y a poco que lo meditemos, una vez llegados a este punto y pinchado en el hueso, valga la expresión, ya no se puede retroceder y razonar al revés: decir, por ejemplo, que el hueso es simplemente la parte interna de un dedo: sería como llegar a ver el alma: ¿acaso pensaríamos en el cuerpo con el mismo interés que antes?; pero mientras hablaba con Galia y la tranquilizaba estaba razonando lo siguiente: que este descubrimiento conlleva sus problemas, porque es un hallazgo delator, como atrapar a un miembro de la banda y lograr que revele la guarida de los demás: si mi dedo índice derecho, el dedo del timbre, lleva huesos ocultos, la conclusión más sencilla se extiende como un contagio a los otros cuatro de esa misma mano y, ¿por qué no?, a los cinco de la otra: tengo un total de diez huesos entre las dos manos, tirando por lo bajo, cinco huesos en cada una, y lo peor de todo es que se mueven: porque hay que pensar en esto para horrorizarse del todo: ¿alguna vez vieron moverse solos a diez huesos?, pues ocurre todos los días frente a ustedes, en el extremo final de los brazos: hagan esto, alcen una mano como hice yo aprovechando que Galia se acicalaba en el cuarto de baño (porque Galia se acicala antes y después de nuestro encuentro amoroso), alcen cualquiera de las dos manos frente a sus ojos y notarán el asco: cinco repugnantes huesos bajo una capa de pellejo (ni siquiera huesos limpios, por tanto, sino envueltos en carne) moviéndose como ustedes desean, cinco huesos pegados a ustedes, oigan, y tan usados: saber que nos rascamos con huesos, que cogemos la cuchara con huesos, que estrechamos los huesos de los demás en la calle, que acariciamos con huesos la piel de una mujer como Galia: saberlo es tan terrible pero no menos real que los propios huesos, saberlo es descubrirlo para siempre, y lo peor de todo fue lo que me afectó: no se trata de que no se me pusiera tiesa en toda la tarde, perdonando la intimidad, ya que esto me ocurría incluso cuando pensaba que los dedos eran dedos, no, lo peor fue el cuidado que puse: tanto que no parecía que estaba haciendo el amor sino operando algún diente delicado; y es que me invadió una notoria compasión por Galia, tan hermosota a sus cincuenta incluso, al pensar que sobaba sus opulencias, sus suavidades, con huesos fríos y duros de cadáver: mi culpa llegó incluso a hacerme balbucear incongruencias, desnudos ambos en la cama: ¿soy demasiado duro?, comencé por decirle, y ella susurró que no y me abrazó maternalmente, e insistir al rato, todo tembloroso: ¿no estoy siendo quizá algo tosco?, y ella: no, cariño, sigue, sigue, pero yo la tocaba con la delicadeza con que se cierran los ojos de un muerto, porque ¿cómo olvidar que eran huesos lo que deslizaba por sus muslos?, aún más: ¿cómo es que ella no lo sabía?, ¿acaso no se percataba de que las caricias que más le gustaban, aquellas en que mis dedos se cerraban sobre su carne, eran debidas a los huesos?: sin ellos, tanto daría que la magreara con un plumero: ¿cómo podría estrujar sus pechos sin los huesos?, ¿cómo apretaría sus nalgas sin los huesos?, ¿cómo la haría venirse, en fin, sin frotar un hueso contra su cosa, perdonando la vulgaridad?: sin los huesos, mis dedos valdrían tanto como mi pilila, perdonando la obscenidad, o sea, nada: ¿cómo es que ella no se horrorizaba de saber que nuestros retozos, que tanto le agradaban, eran puro intercambio de huesos muertos?, porque incluso sus propias manos, y mis brazos, y los suyos, Dios mío, ¿no eran largos y recios huesos articulados que se deslizaban por nuestros cuerpos, nos envolvían, apretaban nuestra carne, nos abrazaban?, ¿acaso era posible no sentir el grosero tacto de los húmeros, la chirriante estrechez del cúbito y el radio, los bolondros del codo y la muñeca?; sumido en esa obsesión me hallaba cuando dije, sin querer: ¿no estoy siendo muy afilado para ti?, y ella dijo: ¿qué?, y supe que la frase era absurda: «afilado»», ¿cómo podía alguien ser «afilado» para otro?, y casi al mismo tiempo me percaté de que era la pregunta correcta, la más cortés, la más cierta: porque con toda seguridad había huesos y huesos, unos afilados y otros romos, unos muy bastos y ásperos corno rocas lunares y otros pulidos quizá como jaspes: incluso era posible que el tacto del mismo hueso dependiera del ángulo en que se colocaba con respecto a la piel, porque un hueso es un poliedro, casi un diamante, y hay que imaginarse sobando a la querida con diez durísimos y helados cuarzos para comprender mi situación, pensar en la carilla adecuada que usaremos para deslizarlos por la piel, el borde más inofensivo, no sea que nuestros apretujones se conviertan en el corte del filo de un papel, en la erizante cosquilla de una navaja de barbero; y entre ésas y otras se nos pasó el tiempo y terminamos como siempre pero peor, resoplando ambos bocarriba como dos boyas en el mar, mirando al techo, con esa satisfacción pacífica que solo otorga la insatisfacción perenne: cuánto tiempo hace que tú y yo no disfrutamos, Galia, pienso entonces, que vamos llevando esto adelante por no aguardar la muerte con las manos vacías, tiempo repetido que nunca se recobra porque nunca se pierde, días monótonos, el trasiego de la rutina incluso en la excepción: porque, Galia, hemos hecho un matrimonio de nuestra hermosa amistad, eso es lo que pienso, pero hubiéramos podido ser felices si todo esto conservara algún sentido, si existiera alguna otra razón que no fuera la inercia para mantenerlo; oía su respiración jadeante de cincuenta años junto a mí y trataba de imaginarme que estaba pensando lo mismo: ese silencio, Galia, que nunca llenamos, la distancia de nuestra proximidad, por qué tener que imaginarlo todo sin las palabras, qué piensas de mí, qué piensas de ti misma, por qué hablar de lo intrascendente, y va y me indaga ella entonces: ¿qué tal el trabajo?, porque cree que el exceso de dedicación me está afectando, y yo le digo que bien, y ella, apoyada en uno de sus codos e inclinada sobre mí, los pechos como almohadas blandas, vuelve a la carga con Alejandra: pero te ocurre algo, Héctor, dice, desde que has entrado hoy por la puerta te noto cambiado, ¿no será que Alejandra sospecha algo y no me lo quieres decir?, y le he contestado otra vez que no, y a veces me interrogo: ¿por qué todo esto?, ¿por qué lo mismo de lo mismo, este vaivén inacabable?, ¿qué pasaría si un día hablara y confesara?, ¿qué pasaría si por fin me decidiera a hablar delante de Alejandra, pero también delante de Galia y de mí mismo?, decir: basta de secretos, de engaños, de misterios: ¿qué sentido le encontráis a todo?, ¿por qué oficiar siempre el mismo ritual de lo cotidiano?, y para cambiar de tema le comento que Ameli está atravesando ahora la crisis de la adolescencia y discute frecuentemente conmigo y que Héctor Luis ha decidido que no será dentista sino aviador; a Galia le gusta saber lo que ocurre con mis hijos, ese tema siempre la distrae, incluso me ofrece consejos sobre cómo educarlos mejor, y yo creo que goza más de su maternidad imaginaria que Alejandra de la real; en todo caso, es un buen tema para cambiar de tema, y pasamos un largo rato charlando sin interés y pienso que es curioso que venga a casa de Galia para hablar de lo que apenas importa, ya que eso es prácticamente lo único que hago con Alejandra; en los instantes de silencio previos a mi partida seguimos mirando el techo, o bien ella me acaricia, zalamera, incluso pesada, y me dice algo: esa tarde, por ejemplo: me gusta tu pecho velludo, así lo dice, «velludo», y no sé por qué pero de repente me parece repugnante recibir un piropo como ése, aunque no se lo comento, claro, y ella, insistente, juega con el vello de mi pecho y sonríe; Galia es una orquídea salvaje, pienso, y a saber por qué se me ocurre esa pijada de comparación, pero es tan cierta como que Dios está en los cielos aunque nunca le vemos: Galia es una orquídea salvaje en olor, tacto, sabor, vista y sonido, y me encuentro de repente pensando en ella como orquídea cuando la oigo decir: ¿por qué me preguntaste antes si eras «afilado»?, ¿eso fue lo que dijiste?, y me pilla en bragas, perdonando la expresión, porque al pronto no sé a lo que se refiere, y cuando caigo en la cuenta, y para no traicionarme, le respondo que quería saber si le estaba haciendo daño en el cuello con mis dientes, y ella va y se echa a reír y dice: ¡vampirillo, vampirillo!, y vuelve a acariciarme, y como un tema trae otro, lo de los dientes le recuerda que necesita hacerse otro empaste, porque hace dos días, comiendo empanada gallega, notó que se le desprendía un pedacito de la muela arreglada, así que pasará por mi consulta sin avisarme cualquier día de éstos, y de esa forma nos veremos antes del jueves, dice, y su sonrisa parece dar a entender que está recordando el día en que nos conocimos, porque las mujeres son aficionadas a los aniversarios, ella tendida en el sillón articulado, la boca abierta, y yo con mi bata blanca y los instrumentos plateados del oficio, y como para confirmar mis sospechas me acaricia de nuevo el pecho «velludo» y dice: me gustaste desde aquel primer día, Héctor, me hiciste daño pero me gustaste, y claro está que nos reímos brevemente y yo le digo que nunca he comprendido por qué se enamoró de mí en la consulta, qué clase de erotismo desprendería mi aspecto, bajito, calvo y bigotudo, amortajado en mi bata blanca, entre el olor a alcohol, benzol, formol y otros volátiles, provisto de garfios, tenacillas, tubos de goma, lancetas y ganchos, porque no es que mi oficio me disgustara, claro que no, pero no dejaba de reconocer que la consulta de un dentista de pago es cualquier cosa menos un balcón a la luz de la luna frente a un jardín repleto de tulipanes, eso le digo y ella se ríe, y por último el silencio regresa otra vez, inexorable, porque es un enemigo que gana siempre la última batalla; llega la hora de irme, esa tarde más temprano porque mi suegro viene a cenar a casa, y cuando voy a levantarme la oigo decir, como de forma casual: ¿qué haces frotándote los dedos sin parar, Héctor?, ¿te pican?, eso dice, y descubro que, en efecto, he estado todo el rato dale que dale moviendo los dedos de la mano derecha como si repitiera una y otra vez el gesto con el que indicamos «dinero» o nos desprendemos de alguna mucosidad, perdonando la vulgaridad, que es casi el mismo que el que utilizamos para indicar «dinero», y enrojezco como un niño de colegio de curas pillado en una mentira y quedo sin saber qué decirle, hasta que por fin me decido y opto por revelarle mi hallazgo: nada, digo, ¿es que nunca te has tocado el hueso que tenemos bajo los dedos?, y lo pregunto con un tono prefabricado de sorpresa, como si lo increíble no fuera que yo me los frotase sino que ella no lo hiciera: qué dices, me mira sin entender, y me encojo de hombros y le explico: es que resulta curioso, ¿no?, quiero decir que si te tocas los dedos notas durezas debajo, ¿verdad?, y esas durezas son el hueso, ¿no te parece curioso, Gali?, toca, toca mis dedos: ¿no lo palpas bajo la piel, la grasa y los tendones?, es un hueso cualquiera, como los que César puede roer todos los días, le digo, y ella retira la mano con asco: qué cosas tienes, Héctor, dice, es repugnante, dice, y yo le doy la razón: en efecto, es repugnante pero está ahí, son huesos, Gali, mondos y lirondos, blancos, fríos y duros huesos sin vida: sin vida no, dice ella, pero replico: sin vida, Gali, porque nadie puede vivir con los huesos fuera, los huesos son muerte, por eso nos morimos y sobresalen, emergen y persisten para siempre, pero se ocultan mientras estamos vivos, es curioso, ¿no?, quiero decir que es curioso que seamos incapaces de vivir sin los huesos de nuestra propia muerte, pero más aún: que los llevemos dentro como tumbas, que seamos ellos ocultos por la piel, que seamos el disfraz del esqueleto, ¿no, Gali?, y ella: ¿te pasa algo, Héctor?, y yo: no, ¿por qué?, y ella: es que hablas de algo tan extraño, y yo le digo que es posible y me callo y pienso que quién me manda contarle mi descubrimiento a Galia, sonrío para tranquilizarla y me levanto de la cama, no sin antes cubrirme convenientemente con la sábana, ya que siempre me ha parecido, a propósito del tema, que la desnudez tiene su hora y lugar, como la muerte, y recojo la ropa doblada sobre la silla, me visto en el cuarto de baño y para cuando salgo Galia me espera ya de pie, en bata estampada por cuya abertura despuntan orondos los pechos y destaca el abultado pubis, me da un besazo enorme y húmedo y me envuelve con su cariño y bondad maternales: te quiero, Héctor, dice, y yo a ti, respondo, y no te preocupes, dice, porque otro día nos saldrá mejor, y me recuerda aquel jueves de la primavera pasada, o quizá de la anterior, en que fuimos capaces de hacerlo dos veces seguidas y en que ella me bautizó con el apodo de «hombre lobo»: teniendo en cuenta que hoy he sido «vampirillo», más intelectual pero menos bestia, quién duda de que me convertiré cualquier futuro jueves en «momia» y terminará así este ciclo de avatares terroríficos que comenzó con un «frankenstein» entre luces blancas, olor a fármacos y cuchillas plateadas, pero esto lo digo en broma, porque bien sé que lo nuestro nunca terminará, ya que, a pesar de todo —incluso de mi escasa fogosidad—, es «una locura», o no, porque hay ritual: el rito de decirle adiós a César, ladrando en el patio encadenado a una tubería oxidada, el beso final de Galia, y otra vez en la calle, ya de noche, frotándome los dedos dentro de los bolsillos del abrigo mientras camino, porque vivo cerca de la casa de Galia y tengo mi trabajo cerca de donde vivo, así que me puedo permitir ir caminando de un sitio a otro, todo a mano en mi vida salvo los instantes de vacaciones en que nos vamos al apartamento de la costa, y, sin embargo, debido a la repetición de los veranos, también a mano el apartamento, y la costa, y todo el universo, pienso, tan próximo todo como mis propias manos, y, sin embargo, a veces tan sorprendentemente extraño como ellas: porque de improviso surge lo oculto, los huesos que yacen debajo, ¿no?, pienso eso y froto mis dedos dentro de los bolsillos del abrigo; y ya en casa, comprobar que mi suegro había llegado ya y excusarme frente a él y Alejandra con tonos de voz similares, aunque ambos creen que los jueves me quedo hasta tarde en la consulta «haciendo inventario», que es la excusa que doy, así me cuesta menos trabajo la mentira, ya que me parece que «hacer inventario» es suministrarle a Alejandra la pista de que mi demora es una invención, una alocada fantasía de mi adolescencia póstuma, hasta tal extremo de juego y cansancio me ha llevado el silencio de estos últimos años; además, sospecho que el viejo escoge los jueves para disponer de un rato a solas con Alejandra mientras yo estoy ausente, lo cual, hasta cierto punto, me parece una compensación, Alejandra tiene a su padre y yo tengo a Galia, y sospecho que desde hace meses ambas parejas pasamos el tiempo de manera similar: hablando de tonterías y fumando; el padre de Alejandra, rebasados los ochenta, tiene una cabeza tan perfecta y despejada que te hace desear verlo un poco confuso de vez en cuando, que Dios me perdone, porque además ha sido librero, propietario de una antigua tienda ya traspasada en la calle Tudescos, hombre instruido y amante de la letra impresa, particularmente de los periódicos, y con un genio detestable muy acorde con su inútil sabiduría y su fisonomía encorvada y su luenga barbilla lampiña; Alejandra, que ha heredado del viejo el gusto por la lectura fácil y la barbilla, además de cierta distracción del ojo izquierdo que apenas llega a ser bizquera, se enzarza con él en discusiones bienintencionadas en las que siempre terminan ambos de acuerdo y en contra de mí, aunque yo no haya intervenido siquiera, ya que al viejo nunca le gustó nuestro matrimonio, y no porque hubiera creído que yo era una mala oportunidad, sino por «principios», porque el viejo es de los que odian a priori, y yo nunca sería él, nunca compartiría todas sus opiniones, nunca aceptaría todos sus consejos y, particularmente, jamás permitiría que Alejandra regresara a su área de influencia (vacía ya, porque su otro hijo se emancipó hace tiempo y tiene librería propia en otra provincia); además, mi profesión era casi una ofensa al buen gusto de los «intelectuales discretos» a los que él representa, porque está claro que los dentistas solo sabemos provocar dolor, somos terriblemente groseros, apenas se puede hablar con nosotros a diferencia de lo que ocurre con el peluquero o el callista (debido a que no se puede hablar mientras alguien te hurga en las muelas), y, por último, ni siquiera poseemos la categoría social de los cirujanos: el hecho de que yo ganara más que suficiente como para mantener confortables a Alejandra y a mis dos hijos, poseer consulta privada, secretaria y servicio doméstico, no excusaba la vulgaridad de mi trabajo, pero lo cierto es que nunca me había confiado de manera directa ninguna de estas razones: frente a mí siempre pasaba en silencio y con fingido respeto, como frente a la estatua del dictador, pero se agazapaba aguardando el momento de mi error, el instante apropiado para señalar algo en lo que me equivoqué por no hacerle caso, aunque, por supuesto, nunca de manera obvia ni durante el período inmediatamente posterior a mi pequeño fracaso, porque no era tanto un cazador legal como furtivo y rondaba en secreto a mi alrededor esperando el instante apropiado para que su odio, dirigido hacia mí con fina puntería, apenas sonara, y entonces hablaba con una sutileza que él mismo detestaba que empleasen con él, ya que había que ser «franco, directo, como los hombres de antes», pero yo, lejos de aborrecerle, le compadecía (y fingía aborrecerle precisamente porque le compadecía): me preguntaba por qué tanto silencio, por qué llevarse todas sus maldiciones a la tumba, cuál es la ventaja de aguantar, de reprimir la emoción día tras día o enfocarla hacia el sitio incorrecto; pero lo más insoportable del viejo era su fingida indiferencia, esa charla intrascendente durante las cenas, ese acuerdo tácito para no molestar ni ser molestado, tan bien vestido siempre con su chaqueta oscura y su corbata negra de nudo muy fino: un día te morirás trabajando, me dice cuando me excuso por la tardanza, y no te habrá servido de nada: este gobierno nunca nos devuelve el tiempo perdido ese del señor Joyce, añade (su costumbre de citar autores que nunca ha leído solo es superada por la de citarlos mal), que diga, Proust, se corrige, a mí siempre los escritores franceses me han dado por atrás, con perdón, dice, y por eso me equivoco, y Alejandra se lo reprocha: papá, dice; mientras finjo que escucho al viejo, contemplo a Alejandra ir y venir instruyendo a la criada para la cena y llego a la conclusión de que mi mujer es como la casa en la que vivimos: demasiado grande, pero a la vez muy estrecha, adornada inútilmente para ocultar los años que tiene y llena de recuerdos que te impiden abandonarla; Alejandra tiene amigas que la visitan y le dan la enhorabuena cuando Ameli o Héctor Luis consiguen un sobresaliente; a diferencia de Galia, Alejandra es fría, distinguida e intelectual a su modo, y vive como tantas otras personas: pensando que no está bien vivir como a uno realmente le gustaría, porque Alejandra cree que el matrimonio termina unos meses después de la boda y ya solo persiste el temor a separarse; su religión es semejante: hace tiempo que dejó de creer en la felicidad eterna y ahora tan solo teme la tristeza inmediata; sin embargo, invita a almorzar con frecuencia al párroco de la iglesia y acude a ésta con una elegancia no llamativa, lo que considera una característica importante de su cultura, pues en la iglesia se arrodilla, reza y se confiesa y murmura por lo bajo cosas que parecen palabras importantes; a veces he pensado en la siguiente blasfemia: si a Dios le diera por no existir, ¡cuántos secretos desperdiciados que pudimos habernos dicho!, ¡qué opiniones sobre ambos hemos entregado a otros hombres!, pero lo terrible es que tanto da que Dios exista: dudo que al final me entere de todo lo que comentas sobre mí y sobre nuestro matrimonio en la iglesia, Alejandra, eso pienso; qué va: por paradójico que resulte, la iglesia es el lugar donde la gente como nosotros habla más y mejor, pero todo se disuelve en murmullos y silencio y oraciones, y la verdad se pierde irremediablemente: quizá la clave resida en arrodillarnos frente al otro siempre que tengamos necesidad de hablar, o en hacerlo en voz baja y muy rápido, sin pensar, cómo si rezáramos un rosario; y meditando esto oigo que el viejo me dice: ¿te pasa algo en los dedos, Héctor?, con esa malicia oculta de atraparme en otro error: y es que ahora compruebo que desde que he llegado no he dejado en ningún momento de palparme los extremos de las falanges, los rebordes óseos, el final de los metacarpos; ¿qué opinaría el viejo si le confiara mi hallazgo?, pienso y sonrío al imaginar las posibles reacciones: nada, le digo, y muevo los huesos ante sus ojos y cambio de tema; ni Ameli ni Héctor Luis están en casa cuando llego, e imagino que es la forma filial que poseen de «hacer inventario» por su cuenta, lo cual no me parece ni malo ni bueno en sí mismo, y nos sentamos a la mesa casi enseguida y Alejandra sirve de la fuente de plata con el cucharón de plata las albóndigas de los jueves, y nos ponemos a escuchar la conversación del viejo con el debido respeto, como quien oye una interminable bendición de los alimentos, interrumpido a ratos por las breves acotaciones de Alejandra, solo que esa noche el tema elegido se me hace extraño, alegórico casi, y además empiezo a sentirme incómodo nada más comenzar a comer, porque los brazos, que apoyo en el borde de la mesa, me han desvelado con todo su peso la presencia de los huesos, del cúbito y el radio que guardan dentro, y los codos se me figuran una zona tan inadecuada y brutal para esa respetuosa reunión como colocar quijadas de asno sobre la mesa mientras el viejo habla, y en su discurso de esa noche repite una y otra vez la palabra «corrupción»: ¿habéis visto qué corrupción?, dice, ¿os dais cuenta de la corrupción de este gobierno?, ¿acaso no se pone de manifiesto la corrupción del sistema?, ¿no son unos corruptos todos los políticos?, ¿no oléis a corrupción por todas partes?, ¿no se ha descubierto por fin toda la corrupción?, y mientras le escucho, intento no hacer ruido con mis brazos, porque de repente me parece que la madera de la mesa al chocar contra el hueso produce un sonido como el de un muerto arañando el ataúd y no me parece correcto escuchar la opinión del viejo con tal ruido de fondo, pero como tengo que comer, cojo tenedor y cuchillo y divido una albóndiga en dos partes y me llevo una a los labios intentando no mirar hacia los huesos que sostienen el tenedor, porque no es agradable la paradoja de verme alimentado por un esqueleto, aunque sea el mío, pero mientras mastico con los ojos cerrados oyendo al viejo hablar de la «corrupción» mi lengua detecta una esquirla, un pedacito de algo dentro de la albóndiga, y, tras quejarme a Alejandra con suavidad, recibo esta respuesta: será un huesecillo de algo, es que son de pollo, Héctor, y es quitarme con mis huesos índice y pulgar el huesecillo y dejarlo sobre el plato, e írseme la mente tras esta idea inevitable: que dentro de todo lo blando necesariamente existe lo que queda, el hueso, el armazón, la dureza, el hallazgo, aquello oculto que es blanco y eterno, lo que permanece en el cedazo, la piedra, lo que «nadie quiere»; es imposible huir de «eso que queda», porque está dentro, así que escondo los brazos bajo la mesa, incluso me tienta la idea de comer como César, acercando el hocico al plato, pero ¿acaso no es inútil todo intento de disimulo frente al apocalíptico trajín de la cena?, porque lo que percibo en ese instante es algo muy parecido a una hogareña resurrección de los muertos: incluso con el apropiado evangelista —mi suegro—, gritando «corrupción»: Alejandra coge el pan con sus huesos y lo hace crujir y lo parte, el viejo apoya los huesos en el mantel y los hace sonar con ritmo, Alejandra coge el cucharón con sus huesos y sirve más albóndigas repletas de huesecillos de pollo muerto, el viejo va y se limpia los huesos sucios de carne ajena con la servilleta, Alejandra señala con su hueso la cesta del pan y yo se la alcanzo extendiendo mis huesos y ella la coge con los suyos, hay un cruce de húmeros, cúbitos y radios, de carpos y metacarpianos, de falanges, y nos pasamos de unos a otros, de hueso a hueso, la vinagrera, el aceite, la sal, el vino y la gaseosa, y llegan Ameli y Héctor Luis, una del cine y el otro de estudiar, y saludan, y Ameli desliza sus frágiles huesos de quince años por mi cabeza calva, envuelve con sus breves húmeros mi cuello, me besa en la mejilla: ¿dónde has estado hasta estas horas?, le pregunto, y ella: en el cine, ya te lo he dicho, y yo: pero ¿tan tarde?; sí, dice, habla sin mirar sus manos gélidas, los huesos de sus manos muertas, sus brazos como pinzas blancas; sí, papá, la película terminó muy tarde; y de repente, mientras la contemplo sentándose a la mesa, su cabello oscuro y lacio, los ojos muy grandes, el jersey azul celeste tenso por la presencia de los huesos, he sentido miedo por ella, he querido cogerla, atraparla y bogar juntos por ese fluir desconocido e incesante hacia la oscuridad final: creo que deberías volver más temprano a casa a partir de ahora, Ameli, le digo, y ella: ¿por qué?, con sus ojos brillando de disgusto, y yo, mis brazos escondidos, ocultos, sin revelarlos: creo que las calles no son seguras, y el viejo me interrumpe: hoy ya nada es seguro, Héctor, dice y sigue comiendo, Alejandra sirve albóndigas y Héctor Luis se queja de que son muchas, y Ameli: ¡pero ya tengo quince años, papá!, y yo: es igual, y entonces Alejandra: no seas muy duro con la niña, Héctor, dice, le dimos permiso para que volviera hoy a esta hora, pero ella sabe que solamente hoy; guardo silencio: en realidad, todo se sumerge en el silencio salvo el entrechocar de los huesos; Ameli y Héctor Luis son tan distintos, pienso, pero en algo se parecen, y es que ambos se nos van; no los he visto crecer, los he visto irse: pero ni siquiera eso, pienso ahora, porque jamás he podido saber si alguna vez estuvieron por completo; Ameli tiene novio, pero es un secreto; sabemos que Héctor Luis ha salido con varias chicas, pero lo que piensa de ellas es secreto; ambos se han hecho planes para el futuro, tienen deseos, ganas de hacer cosas, pero todo es secreto: quizá lo comentan en los «pubs» a falta de una buena iglesia en la que poder hablar como nosotros, tan a gusto, pero en casa adoptan los dos mandamientos trascendentales de la familia: nunca hablarás de nada importante y ama el enigma como a ti mismo, ¡y si hubiera solo silencio!, pero es la charla insignificante lo que molesta, y ahora esos ruidos detrás: el golpe, el crujir de nuestros huesos; siento algo muy parecido a la pena, pero una pena casi biológica, como una mota en el ojo o el aroma inevitable de la cebolla cruda, y me disculpo para ir al baño y llorar a gusto por algo que no entiendo, y más tarde, en la cama, con Alejandra a mi lado leyendo complacida un librito de romances, me da por preguntarle: ¿soy demasiado duro contigo? mientras me observo los huesos tranquilos sobre la colcha: mis manos muertas y peladas, los cúbitos y radios en aspa, los húmeros convergiendo, y ella deja un instante el libro que sostiene con sus huesos, me mira sorprendida y dice: no, Héctor, no, ¿por qué preguntas eso?, y yo, insistente: ¿he sido duro contigo alguna vez?, y ella: nunca, y yo: ¿quizá soy demasiado tosco?, y ella: Héctor, ¿qué te pasa?, y yo: demasiado rudo quizá, ¿no?, y ella: no seas bobo, ¿lo dices porque hoy no hablaste apenas durante la cena?, ya sé que papá no te cae bien, me da un beso y añade: procura descansar, el trabajo te agota, y la veo extender las falanges blancas y articuladas de sus dedos, apagar la lamparilla de pantalla rosa y sumir la habitación en una oscuridad donde la luz de la luna, filtrada, hace brillar las superficies ásperas de nuestros huesos; después, en el sueño, he presenciado un teatro de sombras donde mis manos y brazos se movían, desplazándome, porque eran lo único, ya que la vida se había invertido como un negativo de foto y ahora solo importaba lo oculto, el secreto descubierto: los huesos de mis manos se extendían con un sonido semejante a los resortes de madera de ciertos juguetes antiguos, emergiendo del telón negro que los rodeaba: son ellos solos, el mundo es ellos, brazos y manos colgantes que hacen y deshacen, crean y destruyen, no nacen ni mueren, simplemente cambian su posición, horizontal, vertical, en ángulo, hacia arriba o hacia abajo, brazos que se balancean al caminar y manos que agarran con sus huesos cosas invisibles; y a la mañana siguiente, tras toda una noche de sueños interrumpidos y vueltas en la cama, creo comprenderlo: mi revelación es una lepra que avanza incesante, porque suena el despertador con su timbre gangoso que tanto me recuerda a una trompeta de cobre, pongo los pies descalzos en las zapatillas y lo noto: la dureza bajo las plantas, la pelusa del forro de las zapatillas adherida a los huesos del tarso, el rompecabezas de huesos irregulares de mis pies, los extremos de la tibia y el peroné sobresaliendo por el borde del pijama, las rótulas marcando un óvalo bajo la tela extendida, y al erguirme, el crujido de los fémures: el descubrimiento no me hace ni más ni menos feliz que antes, ya que lo intuyo como una consecuencia, pero un estupor inmóvil de estatua persiste en mi interior; y al ducharme viene lo peor, porque entonces compruebo que los golpes de las gotas no me lavan sino que se limitan a disgregarme la suciedad por mis huesos: arrastran el barro de mis costillas goteantes, concentran la cal en mis pies, desprenden la tierra, permean las junturas, las grietas, los desperfectos, rajan los pequeños metacarpos como cáscaras de huevo, horadan mis clavículas y escápulas, pero no hoy ni ayer sino todos y cada uno de los días en un inexorable desgaste, siento que me disuelvo en agua y salgo con prisa no disimulada de la bañera y seco mi esqueleto goteante, deslizo la toalla por el cilindro de los huesos largos como si envolviera unos juncos, la arranco con torpeza de la trabazón de las vértebras, froto como cristales de ventana los huesos planos, pienso que debo conservarme seco para siempre porque de repente sé que soy un armazón de cincuenta años de edad que solo puede humedecerse con aceite, y es en ese instante, o quizá un poco después, cuando apoyo la maquinilla de afeitar contra mi rostro, que siento la invasión final de esa lepra y quedo tan inerme que apenas puedo apartar las cuchillas giratorias de mi mejilla: algo parecido a una horrísona dentera me paraliza, porque de repente noto como el restregar de un rastrillo contra una pizarra o el arañar baldosas con las patas metálicas de una silla, incluso imagino que pueden saltar chispas entre la maquinilla y el hueso de la mandíbula o el pómulo; me palpo con la otra mano la cabeza, siento las durezas del cráneo, el arco de las órbitas, el puente del maxilar, el ángulo de la quijada, y pienso: ¿por qué finjo que me afeito?, ¿acaso mi rostro no es un añadido, una capa, una máscara?; entra Alejandra en ese instante y casi me parece que gritará al ver a un desconocido, pero apenas me mira y se dirige al lavabo; yo me aparto, desenchufo la maquinilla y la guardo en su funda, y ella: ¿ya te has afeitado, Héctor?, y yo: sí, y salgo del baño con rapidez: ¡no podría acercar esa maquinilla a los huesos de mi calavera!; todo es tan obvio que lo inconcebible parece la ignorancia, pienso mientras me visto frente al espejo del dormitorio y abrocho la camisa blanca alrededor de las delgadas vértebras cervicales: llevar un cráneo dentro, una calavera sobre los hombros, besar con una calavera, pensar con una calavera, sonreír con una calavera, mirar a través de una calavera como a través de los ojos de buey de un barco fantasma, hablar por entre los dientes de una calavera: aquí está, tan simple que movería a risa si no fuera espantoso, y me afano en terminar el lazo de mi corbata con los huesos de mis dedos sonando como agujas de tricotar; Alejandra llega detrás, peinándose la melena amplia y negra que luce sobre su propia calavera, y el paso del cepillo descubre espacios blancos en el cuero cabelludo donde los pelos se entierran: parece inaudito saberlo ahora, contemplarlo ahora; entre los dientes sostiene dos ganchillos: el asco llega a tal extremo que tengo que apartar la vista: allí emerge el hueso, pienso, el subterfugio, el disfraz, tiene un defecto, como una carrera en la media que descubre el rectángulo de muslo blanco; allí, tras los labios, los dientes, los únicos huesos que asoman, y vivimos sonriendo y mostrándolos, y nos agrada enseñarlos y cuidarlos y mi profesión consiste precisamente en mantenerlos en buen estado, blancos y brillantes, limpios, pelados, lisos, desprovistos de carne, como tras el paso de aves carroñeras: esa hilera de pequeñas muertes, esa dureza tras lo blando; ¿acaso no es enorme el descuido?; de repente tengo deseos de decirle: Alejandra, estás enseñando tus huesos, oculta tus huesos, Alejandra, una mujer tan respetable como tú, una señora de rubor fácil, tan educada y limpia, con tu colección de novela rosa y tu familia y tu religión, ¿qué haces con los huesos al aire?, ¿no estás viendo que incluso muerdes cosas con tus huesos?, ¡Alejandra, por favor, que son tus huesos hundidos en el cráneo oculto, los huesos que quedarán cuando te pudras, mujer: no los enseñes!; esto va más allá de lo inmoral, pienso: es una especie de exhumación prematura, cada sonrisa es la profanación de una tumba, porque desenterramos nuestros huesos incluso antes de morir; deberíamos ir con los labios cerrados y una cruz encima de la boca, hablar como viejos desdentados, educar a los niños para que no mostraran los dientes al comer: un error, un gravísimo error en la estructura social comparable a caminar con las clavículas despellejadas, tener los omoplatos desnudos, descubrir el extremo basto del húmero al flexionar el codo, mostrar las suturas del cráneo al saludar cortésmente a una señora, enseñar las rótulas al arrodillarnos en la misa o las palas del coxal durante un baile o la superficie cortante del sacro durante el acto sexual: y sin embargo, ella y yo, con nuestros horribles dientes, la prueba visible de la existencia de los cráneos: absurdo, murmuro, y ella: ¿decías algo?, pero hablando entre dientes debido a los ganchillos, como si lo hiciera a través de apretadas filas de lápidas blancas, un soplo de aire muerto por entre las piedras de un cementerio, o peor: la voz a través de la tumba, las palabras pronunciadas en la fosa: no, nada, respondo, y ella, intrigada, se me acerca y arrastra sus falanges por mis vértebras: te noto distante desde ayer, Héctor, ¿te ocurre algo?, ¿es el trabajo?, y juro que estuve a punto de decirle: te la pego con una antigua paciente desde hace varios años, todos los jueves a la misma hora, pero no te preocupes porque una increíble revelación me ha hecho dejarlo, ya nunca más regresaré con Galia, no merece la pena (y por qué no decirlo, pienso, por qué reprimir el deseo y no decir la verdad, por qué no descargar la conciencia y vaciarme del todo); sin embargo, en vez de esa explicación catártica, le dije que sí, que era el exceso de trabajo, y me mostré torpe, callándome la inmensa sabiduría que poseía mientras notaba cómo descendían sus falanges por el edificio engarzado de mi columna, y ella dijo: pero hace mucho tiempo que no me sonríes, y pensé: ¡te equivocas!, somos una sonrisa eterna, ¿no lo ves?: nuestros dientes alcanzan hasta los extremos de la mandíbula y no podemos dejar de sonreír: sonreímos cuando gritamos, cuando lloramos, al pelear, al matar, al morir, al soñar: sonreímos siempre, Alejandra, quise decirle, y la sonrisa es muerte, ¿no lo ves?, quise decirle, nuestras calaveras sonríen siempre, así que la mayor sinceridad consiste en apartar los labios, elevar las comisuras y sonreír con la piel intentando imitar lo mejor posible nuestra sonrisa interior en un gesto que indica que estamos conformes, que aceptamos nuestro final: porque al sonreír descubrimos nuestros dientes, «enseñamos la calavera un poco más», no hay otro gesto humano que nos desvele tanto; la sonrisa, quise decirle, traiciona nuestra muerte, la delata; cada sonrisa es una profecía que se cumple siempre, Alejandra, así que vamos a sonreír, separemos los labios, mostremos los dientes, sonriamos para revelar las calaveras en nuestras caras, hagamos salir el armazón frío y secreto, draguemos el rostro con nuestra sonrisa y extraigamos el cráneo de la profundidad de nuestros hijos, de ti y de mí, del abuelo, de los amigos, de los parientes y del cura; pero no le dije nada de eso y me disculpé con frases inacabadas y ella enfrentó mis ojos y me abrazó y sentí los crujidos, la fricción, costilla contra costilla, golpes de cráneos, y supuse que ella también los había sentido: no seamos tan duros, le dije, y ella respondió, abrazándome aún: no, tú no eres duro, Héctor, y yo le dije: ambos somos duros, y tenía razón, porque se notaba en los ruidos del abrazo, en el telón de fondo de nuestro amor: un sonido semejante al que se produciría al echarnos la suerte con los palillos del I Ching sobre una mesa de mármol, o jugando al ajedrez con fichas de marfil, un trajín de palitos recios como un pimpón de piedra, el entrechocar aparentemente dulce de nuestros esqueletos como agitar perchas vacías; me aparté de ella y terminé de vestirme: quizá soy dura contigo, repitió ella, yo también soy duro, dije, y pensé: y Ameli y Héctor Luis, y todos entre sí y cada uno consigo mismo, ¡qué duros y afilados y cortantes y fríos y blancos y sonoros!; ¿te vas ya?, me dijo, sí, le dije, porque no deseaba desayunar en casa, en realidad no deseaba desayunar nunca más, pero sobre todo, sobre todas las cosas, no deseaba cruzarme con los esqueletos de mis hijos recién levantados, así que casi eché a correr, abrí la puerta y salí a la calle con el abrigo bajo el brazo, a la madrugada fría y oscura; ya he dicho que tengo la consulta cerca, lo cual siempre ha sido una ventaja, aunque no lo era esa mañana: quería trasladarme a ella solo con mi voluntad, sin perder siquiera el tiempo que tardara en desearlo; caminaba observando con mis cuencas vacías las casas que se abren, las figuras blancas que emergen de ellas como fantasmas en medio de la oscuridad, las primeras tiendas de alimentos llenas de huesos y cadáveres limpios de seres y cosas; caminaba y observaba con mis órbitas negras, lleno de un extraño y perseverante horror: ¿qué hacer después de la revelación?, ¿dónde, en qué lugar encontraría el reposo necesario?; porque ahora necesitaba envolverme, ahora, más que nunca, era preciso hallar la suavidad; mientras caminaba hacia la consulta lo pensaba: todos tenemos ansias de suavidad: guantes de borrego, abrigos de lana, bufandas, zapatos cómodos; sin embargo, el mundo son aristas, y todo suena a nuestro alrededor con crujidos de metal; qué pocas cosas delicadas, cuánta aspereza, cuánta jaula de púas, qué amenaza constante de quebrarnos como juncos, de partirnos, qué mundo de esqueletos por dentro y por fuera, móviles o quietos, invasión blanca o negra de huesos pelados, qué cementerio: toda obra es una ruina, toda cosa recién creada tiene aires de destrucción, y nosotros avanzamos por entre cruces, mármol, inscripciones, rejas y ángeles de piedra como espectros, y la niebla de la madrugada nos traspasa, huesos que van y vienen, esqueletos que se acercan y caminan junto a mí y me adelantan, apresurados, aquel que limpia los huesos en ese tramo de la calle, ese otro que espera en la parada, envuelto en su impermeable, huesos blancos por encima de los cuellos, la muerte dentro como una enfermedad que aparece desde que somos concebidos, ¿no hay solución?; y sorprender entonces a un hombre, una figura, no como yo, no como los demás, que se detiene frente a mí y me habla: ¿tiene fuego?, dice, un individuo desaliñado de espesa melena y barba, rostro pequeño, casi escondido, chaqueta sucia y manos sucias que se tambalea de un lado a otro como si el mero hecho de estar de pie fuera un tremendo esfuerzo para él; le ofrezco fuego y se cubre con las manos para encender un cigarrillo medio consumido, entonces dice: gracias, y se aleja; me detengo para observarle: camina con cierta vacilación hasta llegar a la esquina, después se vuelve de cara a la pared, una figura sin rasgos, y distingo la creciente humedad oscura a sus pies, detenerme un instante para contemplarle, volverse él y alejarse con un encogimiento de hombros y una frase brutal; un borracho orinando, pienso, pero al mismo tiempo deduzco: se ha reconstruido, ha verificado su interior, ha exhumado cosas que le pertenecen y le llenan por dentro: líquidos que alguna vez formaron parte de él; eso es un proceso de autoafirmación, pienso: él es algo que yo no soy o que he dejado de ser, ha logrado obtener lo que yo pierdo poco a poco: integridad, quizá porque no tiene que callar, porque es libre para decir lo que le gusta y lo que no, pienso y golpeo con los huesos del pie el cadáver de una vieja lata en la acera, o porque ha aceptado la vida tal cual es, o quizá porque tiene hambre y sed, y necesidad de fumar, dormir y orinar en una esquina, quizá porque siente necesidades en su interior, dentro de esa intimidad de las costillas que en mí mismo forma un espacio negro: sus necesidades le llenan, y yo, satisfecho, camino vacío: eso pensé; era preciso, pues, reformarse, volver a la vida a partir de los huesos, resucitar, aunque es cierto que en algún sitio dentro de mí existían vestigios, cosas que se movían bajo las costillas o en el espacio entre éstas y el hueso púbico, pero era necesario comprobarlo; todo aturdido por el ansia, entré en uno de los bares que estaban abiertos a esas horas y me dirigí apresurado al cuarto de baño, respondiendo con un gesto al hombre que atendía la barra y que me dijo buenos días; ya en el urinario, muy nervioso, busqué mi pija semihundida, perdonando la frase, la extraje y me esforcé un instante: tras un cierto lapso, comprobé la aparición brusca del fino chorro amarillo y sentí una distensión lenta en mi pubis que califiqué como el hallazgo de la vejiga: al fin me sirves de algo, pensé mientras me sacudía la pilila, perdonando la bajeza; así, convertido en pura vejiga, salí a la calle de nuevo y respiré hondo: noté bolsas gemelas a ambos lados del esternón, sacos que se ampliaban con el aire frío de la mañana, y descubrí mis pulmones; en un estado de alborozo difícilmente descriptible me tomé el pulso y sentí, con la alegría de tocar el pecho de un pájaro recién nacido, el golpeteo suave de la arteria contra mi dedo, su pequeño pero nítido calor de hogar, y supe que guardaba sangre y que mi corazón había emergido; caminando hacia la consulta completé mi resurrección, la encarnación lenta de mi esqueleto; así pues, yo era pulmones y vejiga, yo era intestino, tripas, estómago, yo era músculos del pene, tendones, sangre, hígado, vesícula, bazo y páncreas, yo era glándulas y linfa, todo suave, todo lleno, ocupando intersticios como si vertieran sobre mí unas sobras de hombre: yo era, por fin, globos oculares líquidos, yo era lengua y labios, yo era el abrir lento de los párpados, la creación del paladar, la suave nariz horadada, la humedad limpia de la saliva, la lágrima tibia y el sudor de los poros; yo era sobre todo mi propio cerebro, las revueltas grises de los nervios, la masa de ideas invisibles, la voluntad, el deseo, el pensamiento; llegué a la consulta recién creado, aún sin piel pero ya formado y funcionando, atravesé el oscuro umbral con la placa dorada donde se leía «Héctor Galbo, odontólogo», preferí las escaleras y abrí la puerta con la delicadeza muscular de un relojero, con la exactitud de un ladrón o un pianista; Laura, mi secretaria, ya estaba esperándome, y el vestíbulo aparecía iluminado así como la marina enmarcada en la pared opuesta, y me dejé invadir por el olor a cedro de los muebles, la suavidad de la moqueta bajo los pies, y cuando mis globos oculares se movieron hacia Laura pude parpadear evidenciando mi perfección; entonces, la prueba de fuego: me incliné para saludarla con un beso y percibí la suavidad de mi mejilla, los delicados embriones de mis labios, y supe que por fin la piel había aparecido: cabello, pestañas, cejas, uñas, el florecer de mi bigote negro; besarla fue como besarme a mí mismo: buenos días, doctor Galbo, me dijo, noté las cosquillas de mi camisa sobre mi pecho velludo, muy velludo, buenos días, dije, buenos días, Laura, y percibí mi laringe en el foso oculto entre la cabeza y el pecho, sentí el aire atravesando sus infinitos tubos de órgano: buenos días, repetí despacio saludando a todo mi cuerpo reflejado en el espejo del vestíbulo, mi cuerpo con piel y sentimientos, mi cuerpo vestido, bajito, mi cabeza calva y mi rostro bigotudo: buenos días, doctor Galbo, hoy viene usted contento, dice Laura, sí, le dije, vengo aliviado, quise añadir, he orinado en un bar y he descubierto por fin que tengo vejiga, y a partir de ahí todo lo demás, pero en vez de decirle esto pregunté: ¿hay pacientes ya?, y ella: todavía no, y yo: ¿cuántos tengo citados?, y ella: cinco para la mañana, la primera es Francisca, ah sí, Francisca, dije, sí: sus prótesis darán un poco la lata, y me deleito: oh mi memoria perfecta, mis sentidos vivos, mis movimientos coordinados, sí, sí, Francisca, muy bien, y mi imaginación: porque de repente me vi avanzando hacia mi despacho con los músculos poderosos de un tigre, todo mi cuerpo a franjas negras, mis fauces abiertas, los bigotes vibrantes, los ojos de esmeralda, y mi sexo, por fin, mi sexo: porque Laura, con la mitad de años que yo, me parecía una presa fácil para mis instintos, una captura que podía intentarse, la gacela desnuda en la sabana; ya era yo del todo, incluso con mis pensamientos malignos, incluso con mi crueldad, por fin: avíseme cuando llegue, le dije, y entré en mi despacho, me quité el abrigo y la chaqueta, me vestí con la bata blanca, inmaculada, mi bata y mi reloj a prueba de agua y de golpes, y mi anillo de matrimonio, y los periódicos que Laura me compra y deposita en la mesa, y mi ordenador y mis libros, y mis cuadros anatómicos: secciones de la boca, dientes abiertos, mitades de cabezas, nervios, lenguas, ojos, mejor será no mirarlos, pienso, porque son hombres incompletos, yo ya estoy hecho, pienso, envuelto al fin de nuevo en mi funda limpia, recién estrenado; por fin pensar: saber que he regresado al origen, me he recobrado, he impedido mi disolución guardándome en un cuerpo recién hecho; no recuerdo cuánto tiempo estuve sentado frente al escritorio saboreando mi triunfo, pero sé que la segunda y más terrible revelación llegó después, con el primer paciente, y que a partir de entonces ya no he podido ser el mismo, peor aún, porque me he preguntado después si he sido yo mismo alguna vez, si mi integridad fue algo más que una simple ilusión: y fue cuando sonó el timbre de la puerta, el siguiente timbre, el nuevo timbre que me despertó de la última ensoñación (como el de casa de Galia, o el del despertador con sonido de trompeta de cobre, ahora el de la consulta, pensé, y no pude encontrarles relación alguna entre sí, salvo que parecían avisos repentinos, llamadas, notas eléctricas que presagiaban algo), y Laura anunció a la señora Francisca, una mujer mayor y adinerada, como Galia, como Alejandra, con las piernas flebíticas y el rostro rojizo bajo un peinado constante, que entró con lentitud en la consulta hablando de algo que no recuerdo porque me encontraba aún absorto en el éxito de mi creación: fue verla entrar y pensar que iría a casa de Galia cuando la consulta terminara y le diría que todo seguía igual, que era posible continuar, que nada nos estorbaba, y después llegaría a mi casa y le diría a Alejandra que la quería, que nunca más sería duro con ella ni con Ameli, eso me propuse, y saludé a la señora Francisca con una sonrisa amable, y la hice sentarse en el sillón articulado, la eché hacia atrás con los pedales, la enfrenté al brillo de los focos y le pedí que abriera la boca, porque eso es lo primero que le pido a mis pacientes incluso antes de oír sus quejas por completo: como estoy acostumbrado a que esta instrucción se realice a medias, me incliné sobre ella y abrí mi propia boca para demostrarle cómo la quería: así, abra bien la boca, le dije, ah, ah, ah, y es curioso lo cerca que siempre estamos de la inocencia momentos antes de que un nuevo horror nos alcance: incluso éste aparece al principio con disimulo, revelándose en un detalle, en un suceso que, de otra manera, apenas merecería recordarse, porque mientras Francisca, obediente, abría más la boca, descubrí el último de los horrores, la luz del rayo que nunca debería contemplar un ser humano, la degradación final, tan rápida, pavorosa e inevitable como cuando presioné el timbre de Galia, pero mucho peor porque no era lo oculto, lo que era, sino lo que no era, aquello que falta, no lo que se esconde sino lo que no existe: la nueva revelación me violó, perdonando la brutalidad, de tal manera que todos mis logros anteriores adoptaron de inmediato la apariencia de un sueño que no se recuerda sino a fragmentos, e incapaz de reaccionar, permanecí inmóvil, inclinado sobre la mujer, ambos con la boca abierta, ella con los ojos cerrados esperando sin duda la llegada de mis instrumentos; pero como no llegaban los abrió, me vio y advirtió en mi rostro el horror más puro que cabe imaginarse: qué pasa, doctor, me dijo, qué tengo, qué tengo, pero yo me sentía incapaz de responderle, incapaz incluso de continuar allí, fingiendo, así que retrocedí, me quité la bata con delirante torpeza, la arrojé al suelo, me puse la chaqueta y salí de la habitación, corrí hacia el vestíbulo sin hacer caso a las voces de la paciente y a las preguntas de Laura, abrí la puerta, bajé las escaleras frenéticamente y salí a la calle: no sabía adónde dirigirme, ni siquiera si tenía sentido dirigirme a algún sitio; contemplé a los transeúntes con muchísima más incredulidad de la que ellos mostraron al contemplarme a mí: ¿era posible que todos ignoraran?, ¿hasta ese punto nos ha embotado la existencia?; hubo un momento terrible en el que no supe cuál debería ser mi labor: si caer en soledad por el abismo o arrastrar como un profeta a las conciencias ciegas que me rodeaban; es cierto que toda gran verdad precisa ser expresada, pero la locura de mi actual situación consistía en que esta verdad última era inexpresable: quiero decir que esta verdad final no era algo, más bien era nada, así que no podía soñar con explicarla: quizá el silencio en el gélido vacío entre las estrellas hubiera sido una explicación adecuada, pero no un silencio progresivo sino repentino y abrupto: una brecha de espacio muerto, una bomba inversa que absorbiera las cosas hacia dentro, que nos introdujera a todos en un mundo sin lugares ni tiempo donde la nada cobrara alguna especial y terrible significación, quizá entonces, pensé, y corrí por la acera intuyendo que cada minuto desperdiciado era fatal: ¿le ocurre algo?, fue la pregunta que me hizo un individuo que aguardaba frente a un paso de peatones cuando me acerqué, y solo entonces fui consciente de que tenía ambas manos sobre la boca, como si tratara de contener un inmenso vómito; mi respuesta fue ininteligible, porque sacudí la cabeza diciendo que no, pero esperando que él entendiera que eso era lo que me pasaba: que no; si hubiera podido hablar, habría respondido: nada, y precisamente ahí radicaba lo que me ocurría: me ocurría nada, pero era imposible hacerle comprender que nada era infinitamente peor que todos los algos que nos ocurren diariamente; no pude hacer otra cosa sino alejarme de él con las manos aún sobre la boca, corriendo sin saber por dónde iba pero con la secreta esperanza de no ir a ninguna parte, de no llegar, de seguir corriendo para siempre, porque no podía presentarme en casa de aquel modo, no con aquel fallo, sería preciso hacer cualquier cosa para remediar esa escisión, quizá comenzar desde el principio, reunir de nuevo el hilo en el ovillo, a la inversa: pensar en el instante anterior a la revelación, notar la presencia para comprender ahora la falta; pero cómo describirlo: cómo decir que había conocido de repente la boca cuando la paciente abrió la suya y yo quise indicarle cómo tenía que hacerlo y abrí la mía; fue entonces: el tiempo se congeló a mi alrededor y quedé solo en medio de mi hallazgo, como un náufrago, paralizado por la revelación suprema, incapaz de comprender, al igual que con la anterior, por qué no lo había sabido hasta entonces: la boca, claro, ahí, aquí, abajo, bajo mi nariz, en mi rostro, la boca: de repente me había percatado de la verdad, tan simple e invisible debido a su propia evidencia: la boca no es nada, lo comprendí al pedirle a la paciente que la abriera y al abrir la mía: ¿qué he abierto?, pensé: la boca; pero entonces, si la boca abierta también es la boca, el resultado era una oscuridad, un agujero vacío, un abismo; quiero decir que, de repente, al ver la boca, al inclinarme para verla, no la vi, pero no la vi justamente porque era eso: el no verla; si hubiera visto la boca de la misma forma que veo mis dedos, por ejemplo, no lo sería o estaría cerrada; sin embargo, el horror consiste en que una boca abierta también es una boca: como llamarle «dedos» al espacio vacío que hay entre ellos; ¡pero eso no era todo!: si aquel defecto, aquella nada, era, ¿cómo podía evitar la llegada del vacío?, ¿cómo impedir que todo siguiera siendo lo que es en la nada?, ¿cómo pretender recobrar mi cuerpo si me evacuo por ese agujero negro y absurdo?; lo comprendí: ¡si todo se hubiera cerrado a mi alrededor!, ¡si las junturas hubieran encajado perfectamente, sin interrupciones, sin oquedades!, pero tenía que estar la boca, la boca abierta que también era la boca, y ahora ¿cómo permanecer incólume?, ¿cómo seguir inmutable, conservándome dentro, si allí estaba eso que no era, esa nada negra implantada en mí?; corrí, en efecto, a ciegas, no recuerdo durante cuánto tiempo, hasta que un nuevo acontecimiento pudo más que mi propia desesperación: en una esquina, recostado en un portal, distinguí a un hombre, el borracho de aquella madrugada, que parecía dormir o agonizar: un sombrero gris le cubría casi todo el rostro salvo la barba, y allí, insertado en lo más hondo del pelo, un agujero abierto, sin dientes, sin lengua, una cosa negra y circular como una cloaca o la pupila de un cíclope ciego que me mirara, aunque yo fuera «nadie», el vacío terrible, la nada; de repente se había apoderado de mí un horror supremo, un asco infinito, la conjunción final de todo lo repugnante, y me alejé desesperado cubriéndome con las manos aquel «salto», aquel «vacío» letal, atenazado por una sensación revulsiva, un pánico que era como cribar mis ideas con violencia hasta romperlas, la certeza de mi perdición, el desprendimiento a trozos de mi voluntad frente a lo irremediable: esa boca abierta, el error por el que todo entra y todo sale, los secretos, la palabra, el vómito, la saliva, la vida, el aliento final, porque me había envuelto en mi propio cuerpo para hallar algo último que no cierra, ese terrible defecto tras los labios del beso, tras el lenguaje cotidiano, tras los gestos de comer y masticar, más allá de los dientes y la lengua, ese algo que no es el paladar ni la faringe ni la descarga de las glándulas, ese vacío que me recorre hacia dentro, el túnel deshabitado del gusano, la nada, la negación, eso que ahora empezaba a corroerme; porque si existía la boca, nada podía detener la entrada del vacío; así que cerca de casa empecé a perderme, a dividirme en secciones, a horadarme: primero fue la piel, que apenas se presiente, que es casi solamente tacto, la piel que cayó a la acera mientras corría, la piel con mi figura y mis rasgos que se me desprendió como la de un reptil mudando sus escamas, porque el vacío se introducía bajo ella como un cuchillo de aire y la separaba; entonces los músculos y los tendones, en silencio: ¿qué protección pueden ofrecer frente a los túneles de la nada?, ¿qué defensa procuran ante esa marea de vacío, ese fallo que me alcanzaba como a través de un sumidero?, también ellos caen y se desatan como cordajes de barco en una tempestad; la calle en la que vivo recibió el tributo de la lenta pero inexorable pérdida de mis vísceras: ese trago infecto de nada, que no está pero es, provoca la caída de mi estómago y mis intestinos, mi hígado derretido y mi bazo, los pulmones sueltos que se alejan por el aire como palomas grises, el corazón que ya no late, madura, se endurece y cae, gélido como el puño de un muerto, porque nada puede latir frente a la boca, los nervios arrastrados por la acera como hilos de un títere estropeado, los ojos como gotas de leche derramada, la suave materia de mi cerebro, la exactitud de mis sentidos, la excitante delicia del deseo, la provocación del hambre y el instinto, las sensaciones, los impulsos: todo cae y se pierde, todo gotea incesante desde mi armazón, todo se va y se desvanece calle abajo; entro en casa al fin, ya solo mi esqueleto muerto y limpio, y pienso: mis hijos están en el colegio, por fortuna; me dirijo al salón y allí encuentro a Alejandra, que me mira con pasmo; se halla sentada en su sofá tejiendo algo, y probablemente destejiéndolo también, creando y destruyendo en un vaivén de interminable dedicación; entonces me detengo frente a ella, aparto con lentitud las falanges blancas de mi oquedad y la descubro, por fin, en toda su horrible grandeza: la boca abierta, las mandíbulas separadas, el enorme vacío entre maxilares, la verdadera boca que no es, desprovista del engaño de las mucosas, ese espacio negro que nada contiene, y hablo, por fin, tras lo que me parecen siglos de silencio, y mis palabras, emergiendo de ese vacío, son también vacío y horadan: Alejandra, hablo, llevo años traicionándote con una mujer que conocí en la consulta, y ella: Héctor, qué dices, y yo: es guapa, pero no demasiado, cariñosa, pero no demasiado, inteligente, pero no demasiado: lo mejor que tiene es que me quiere y que intentó hacerme feliz, y que nunca me ha creado problemas salvo la necesidad de mentirte, de ocultártelo, una mujer con la que descubrí que puede haber una cierta felicidad cotidiana a la que nunca deberíamos renunciar, como hemos hecho tú y yo, ni siquiera a esa cierta felicidad cotidiana, una mujer, en fin, con la que he sabido que ya todo es igual, que incluso el pecado termina alguna vez, incluso la culpa, incluso lo prohibido, y ella: Héctor, Héctor, qué te pasa, dice, que ya basta de mentiras, respondo y me deshago de su lento abrazo y de sus lágrimas, y basta de silencio, porque era necesario hablar, pero no solo a ti, no, no solo a ti, y ella, gritando: ¿adónde vas?, pero su grito se me pierde con el mío propio, que ya solo oigo yo, y eso es lo terrible: porque mi garganta ha desaparecido y solo quedan las tenues vértebras y el deseo de ser escuchado; corro entonces a casa de Galia arrastrando apenas los jirones blancos de mis huesos por la acera, y ella misma abre la puerta y grita al verme: no, Galia, no podemos seguir juntos, dije entonces, no tengo nada más que hacer aquí, tú, viuda y solitaria, yo, casado y solitario, nada que hacer, Galia, no más consuelos, no más secretos, basta de felicidad y de cariño doméstico, porque llega un instante, Galia, en que todo termina, y lo peor de todo es que tú no eres una solución: ¿por qué?, me dijo: porque es necesario decir la verdad y revelar la mentira, repliqué, aunque nos quedemos vacíos, es necesario abrir las bocas, Galia, le dije, y volcarnos en hablar y hablar y destruirlo todo con las palabras, dije, porque si algo somos, Galia, es aliento, así que es necesario, por eso lo hago, dije, y me alejé de ella, que gritó: ¿adónde vas?, pero su grito se perdió dentro del mío, que ya era tan enorme como el silencio del cielo; y me alejé de todos, de una ciudad que no era mi ciudad, de una vida que no era mi vida, corrí ya casi llevado por el viento, las espinas delgadas de mi cuerpo flotando en el aire, corrí, volé hacia los bosques transportado por una ráfaga de brisa como el polvo o la basura, avancé por la hierba, entre los árboles, desgastándome con cada palabra: basta con eso, dije, no más hogar, no más vida, no más esfuerzo, dije, grité en silencio: ya basta de mundo y de existencia, ya basta de hacer y de procurar, soportar, callar y mirar buscando respuestas, no, no más luz sobre mis ojos, nunca otro día más, basta de desear y pretender, de conseguir y por último perder lo conseguido y enfermar y morir y terminar en nada, todo vacío, intrascendente, limitado y mediocre: basta, porque hay un error en nosotros, un hiato perenne, el sello de la nada, esta boca siempre abierta, este hueco hacia algo y desde algo, miradlo: está en vosotros, el sumidero, el vórtice; lo he soportado todo, incluso los años de silencio, los años iguales y el silencio, la muerte interior, el vacío interior, la falsa esperanza, la ausencia de deseos, pero no puedo soportar esta conexión: si tiene que existir esto, este hueco vacío y nulo, esta ausencia de mi carne y de mi cuerpo, si tiene que existir la boca, prefiero echarlo todo fuera, dejar que todo se vaya como un soplo puro, que lo oigan todos, que todos lo sepan, prefiero esto a la falsa seguridad de un cuerpo muerto, eso dije, eso grité, y me vi por fin convertido en nada, la oquedad llenando todos mis huesos abiertos como flautas mudas, desmenuzados como arena por fin, solo esa ceniza última, apenas el rastro leve que el viento termina por borrar, el vacío enorme de esa boca que tiene que decir y revelar y descubrir y gritar y acusar y vaciarme hacia fuera desde dentro y mezclarme con todo, esa boca abierta e infinita del silencio absoluto por la que hablo aunque nadie oiga
1.
todos los nombres, en fin, acaban por yacer en el olvido, «lamuerte de la muerte», que
2.
misterioso y graveque estar muerto y yacer en el ataúd
3.
¿Qué inauditas, qué inaudibles palabras habría puesto el pintor en boca del Hijo de Dios y en boca del prefecto romano? ¿Y qué le había ocurrido a la pecadora para que se comportara como si le fuera igualmente espantoso yacer junto a un amante y yacer en el sepulcro? ¿Por qué razones todo había cambiado tanto para ella? ¿Sólo porque había reflexionado? Entonces se trataba de un cambio como el que pueden experimentar las cosas a cada momento en los hombres, siempre que éstos reflexionen
4.
Pensé en Rodrigo, y la necesidad de hacer el amor con él me hizo estremecer, como en mi juventud, cuando escapaba a los vergeles de Plasencia para yacer con Juan de Málaga
5.
Poco a poco mis vestiduras desde la capa a las más íntimas, fueron cayendo y mi ansiedad por sentir sobre mi piel la suya nos llevó a yacer juntos
6.
Que en aquella España tan a menudo hipócrita y ruin, podía uno yacer con su hermana, con sus hijas o con su abuela, y nada pasaba; pero el pecado nefando aparejaba la hoguera
7.
Durante días, tapado con la manta que le echaron por encima y sin hallar el menor rastro del rayo de luna que apagaba el incendio de sus sueños, vio pasar al pueblo entero en procesión ante su pena para darle el pésame, y contemplar con sus ojos la tumba en la que debía yacer la mujer más hermosa del mundo, porque, por más que la buscaron, no pudieron encontrar el cadáver ni un solo hueso chamuscado
8.
Ante tal destino, sólo les quedaba yacer como salvajes en el secreto de la cripta, sin razón y sin conciencia, acompañados tan sólo por el titilar de las velas de difunto y los pedazos de cirio que Santiago sustraía de la iglesia, y distribuía en platitos de zinc alrededor del catre de la pasión que había elaborado con unos sacos de paja cubiertos por la colcha de Clara Laguna
9.
por el cual se honra a la Madre con el goce de yacer
10.
Miraron hacia otro lado y continuaron su marcha, no deseando saber qué otra cosa podía yacer bajo aquellas millas de hojarasca
11.
Golpeó violentamente la caja hasta convertirla en astillas al intentar abrirla y, finalmente, tuvo que yacer sobre el suelo del armario aquel día, arropado por el impermeable
12.
No está muerto lo que puede yacer eternamente
13.
No está muerto aquel que eternamente puede yacer y el tiempo de los extraños eones ha llegado
14.
Consideremos su yacer poco característico, en un intento por ocultar la función de las plantas que habían traído consigo
15.
Decidió, pues, que la noche le proporcionaba las horas más propicias para su investigación; de día podía yacer entre los arbustos del Jardín Prohibido, razonablemente a salvo de ser descubierto
16.
Su mayor afán era yacer en calma y sentir cómo se concentraba más energía en su cuerpo
17.
Albio no era un gran orador pero sus palabras impregnaron de esperanza los corazones de los soldados, ávidos por cobrar el dinero por el que se habían rebelado, ansiosos por descansar y beber y yacer con una mujer
18.
Alana estaba celosa de su hermana por ser la mayor y porque presentía que se le adelantaría a la hora de matar a un enemigo, pero más allá de los celos, al compartir ambas el mismo anhelo de yacer con Dadagos, Alana quería a su hermana
19.
La lista empezaba mencionando a París, aquel estúpido actor que se atrevió a yacer con la emperatriz
20.
Lo último que deseaba en aquellos momentos era yacer con una mujer por dinero
21.
Además, estaban los 6,5 millones de años de disposición genética para yacer sobre algo, aun cuando ese algo estuviera en posición vertical y pegado al techo
22.
No había una posición cómoda para dormir, pero yacer de costado era lo menos doloroso
23.
a yacer sobre el colchón con los ojos cerrados, mientras los muelles rechinaban cuando, luego, se levantó
24.
Mejor yacer allí y esperar la oscuridad
25.
y la identidad de esa víctima, el río la había llevado al campo y por el hecho de yacer indefensa en esa
26.
Bebieron, se lavaron uno al otro, se secaron y comprendieron que podían resistir la urgencia por yacer juntos
27.
Sobre cada una figuraban los nombres de los que habían de yacer dentro de ellas
28.
Qué apacible debía de ser, pensó, yacer y dormir y sonar por siempre jamás, con el viento murmurando por entre los árboles y meciendo las flores y las hierbas de la tumba, y no tener ya nunca molestias ni dolores que sufrir
29.
«Esa reina es virgen porque ningún hombre desearía yacer con un pez así de frío», informaron, y transcurrido un año y un día, el amor de Akbar se esfumó tan deprisa y misteriosamente como había nacido, quizá a causa de la revuelta de sus reinas, que por una vez se unieron a espaldas de su amada inexistente para amenazar con retirarle sus favores a menos que dejara de mandar extravagantes cartas a esa inglesa cuyo silencio, después de suscitar el interés del emperador con sus propios halagos iniciales, demostraba la insinceridad de su carácter y la locura de tratar de comprender a un personaje tan ajeno y poco atractivo, máxime cuando había tantas damas afectuosas y deseables mucho más a mano
30.
Pero la palmada y la bendición le dieron buena parte, dice el señor Vincent, pues para compensar le enseñó un truco que valía por dos de los otros de tal modo que doncella, esposa, abadesa o viuda afirman hasta el día de hoy que en cualquier momento prefieren susurrarle a la oreja en lo oscuro de un establo o recibir un lametón en la nuca de su larga y santa lengua antes que yacer con el más hermoso y gallardo joven violador en los cuatro campos de toda Irlanda
31.
Podría haber optado por yacer con Makoto para así calmar mi ansiedad y al tiempo confortarle de su congoja, pero había algo que me lo impedía
32.
Mi hijo, despertado por el ruido, pronto se les unió, y todos trataron de obligarme a yacer inmóvil y a procurar dormir
1.
Hoy que yaces envuelta en la inocencia
2.
¡Oh felicidad! ¡Oh felicidad! ¿Quieres acaso cantar,{510} alma mía? Yaces en la hierba
3.
Yaces en la luz junto a la noche
1.
¿Sí o no? En el Nombre de Dios, ¿has yacido con él? – preguntó el mollah que se encontraba en pie dominándola, semejante a un cuervo morboso, con los aldeanos esperando, todo el mundo esperando, los árboles y el viento esperando…, incluso Dios
2.
Aquí he yacido durante más de nueve semanas, señor Holmes, inconsciente y delirante debido a la fiebre
3.
y por qué tantos siglos has yacido
4.
¿Cuántas personas, cuántas generaciones habrían muerto en esa sala? ¿Cuántos hombres habían yacido en esas camas habían tosido y tosido hasta que alguien había llegado con un carrito y se había llevado su cuerpo exánime? ¿Cuántos fantasmas habían dejado tras de sí? El padre de Caxton había muerto de aquella forma, tosiendo y carraspeando, en una cama idéntica a
5.
El abogado, por el contrario, en vez de preguntarle, contaba cosas él mismo o permanecía en silencio, inclinándose sobre el escritorio tal vez por su dureza de oído, tirándose de un pelo de la barba y mirando fijamente la alfombra, es posible que hacia el lugar en el que habían yacido K y Leni
6.
¿Acaso existe alguien en el mundo que no haya yacido con ella?
7.
¡Menos mal que les había dicho que era viuda! ¿La habrían echado si supieran la verdad: que había yacido con un hombre fuera del matrimonio y que era muy posible que llevara su simiente en las entrañas?
8.
Tarzán se había despertado con los gritos salvajes procedentes de la casa del consejo, y había yacido despierto durante un rato debido a la incomodidad que le producían las ataduras, pero después volvió a dormirse
9.
Dice que hay otros que han yacido con ella y menciona a muchos hombres, tanto nobles como humildes
10.
–Habéis yacido con ella
11.
El pasto estaba aplastado y manchado donde habían yacido los muertos, pero los muertos zulúes no estaban, signo inequívoco de su victoria
12.
Grenouille, que pocas horas antes había yacido aquí pálido y sin conocimiento, tenía un aspecto fresco y saludable como cualquier hombre sano de su edad y, sí, casi podía decirse -teniendo en cuenta las limitaciones a que estaba sujeto un hombre de su condición y escasa cultura- que había adquirido algo parecido a la personalidad
13.
Todo hombre en el Crucero Dos, no importa la dieta, el aspecto, el olor que tuvieran, había yacido con su mujer
14.
—¿Lo has intentado? ¿Has yacido con ella?
15.
La llanura de abajo, donde habían yacido los cadáveres, estaba cubierta de hierba y árboles y surcada por senderos de ladrillo
16.
De muchacha, había yacido en su cama, en el inocente pueblo de montaña, excitada por su cuerpo, extraño visitante venido de ninguna parte para envolver su espíritu; se había estudiado en el espejo, visto el hoyuelo en su mentón y la curiosa hendidura en la punta de su nariz, dado un paso atrás para apreciar los anchos y combados hombros y los senos como melones y el vientre como un cuenco plano e invertido, brillando sobre el modesto matojo triangular y los sólidos muslos ovalados, y decidido que ella y su cuerpo serían amigos; el trato habría podido ser mucho peor
17.
La capa estaba todavía en el suelo, donde Agnes había yacido para el alumbramiento
18.
¿Por qué aquel continuo ataque a la mujer que tanto le había atraído, por qué? Ella era muy fuerte, y sin embargo la había visto tan deprimida que había yacido indefensa en el suelo, en aquel rover-roca, durante días, mientras su Marte rojo moría
19.
Si no hubiera tenido una relación carnal con Makoto, su obsesión no le habría conducido a exponer a Kaede ante su padre; si no hubiera yacido con Kaede en Inuyama, ella no habría estado al borde de la muerte cuando perdió a nuestro hijo, y si no me hubiera acostado con Yuki, la muchacha seguiría con vida y el hijo que algún día me iba a matar nunca habría nacido
1.
Pródigo, mientras tanto, disfruta de su bella, hasta que una noche, albajar por la ventana, se resbala de la escalera y cae de bastantealtura, lastimándose y yaciendo en el suelo sin poderse valer,circunstancia, que aprovechan la alcahueta y sus amigos, para despojarlede sus vestidos y del poco dinero con que cuenta
2.
señores del mundo, ya que la montaña toda es supedestal para ellos y ven los reinos yaciendo á sus pies
3.
Y cada noche, a lo largo del año, poco antes de que don Santiago se acostara, una sirvienta debía calentarle un rato el lecho yaciendo en él
4.
Lo han mirado con detención a la luz de cuatro grandes velas, yaciendo pomposamente como un príncipe de la Iglesia en una tumba construida antes de las Cruzadas
5.
De vez en cuando tomaba pinceles y pinturas y dedicaba sus ocios a emular a los grandes maestros, para lo cual estaba muy dotado, y siempre terminaba pintando lo mismo: una mujer yaciendo desnuda
6.
Había otros hombres en Comarre, yaciendo en trance bajo los proyectores de pensamiento
7.
Quizá la escena de la lliada me la sugirieron las 18 chalupas colocadas en hilera al borde del mar de hielo, 4 de ellas yaciendo de costado en la grava, las otras 14 atadas encima de trineos
8.
Había hombres yaciendo, durmiendo y roncando en el suelo
9.
apretados yaciendo a tu derecha?»
10.
Corrieron hasta la reja y, a través de los barrotes, Lanyon pudo ver el casco varado de uno de los submarinos de clase K, yaciendo sobre su costado en la grisácea y tenue luz
11.
Dio la vuelta a la esquina rodando sobre dos neumáticos sólo, y pasó ante la gasolinera donde todavía estaban los cadáveres del garajista y del conductor de marras, yaciendo junto a los surtidores
12.
Pasó ante dos hombres muertos, yaciendo en el pavimento delante de una gasolinera
13.
A menos que estuviera muy equivocado, las otras fotos -el cuerpo cargado por una segunda persona, como hacen los bomberos al evacuar heridos; el cuerpo inerte yaciendo en el suelo- relataban el resto de la historia
14.
Era muy consciente de estar yaciendo en la cama de él, pero no quería salir de ella sin pantalones
15.
Cuando Val abrió los ojos, vio que estaba yaciendo sobre la acera, le dolían las caderas y la espalda, y tenía la huella del pavimento en la mejilla
16.
En cuanto se levantó vio un diminuto frasco de Nunca yaciendo junto al asfódelo[7] y el escaramujo
17.
¿Cuál podría ser la relación, aceptando, como debían, la diferencia de edades? ¡Tenía que crucificarse con aquel factor! Sin embargo, ¿no había sido a su vez más joven que algunos de los hijos de Edwin? Ah, pero se había tratado de un hombre venerable, un filósofo que soñaba con el amor como una nueva filosofía, la sombra de si mismo yaciendo junto a ella, un blanco fantasma en la noche
18.
Yaciendo en la mesa, tal y como le había dejado, estaba el cuerpo de Vor Daj
19.
Mientras Jezabel era arrastrada a la aldea entre sus dos guardias, los aldeanos se fueron detrás de ellos, gritando insultos las mujeres, y detrás de todos iban el profeta y los apóstoles, dejando a una veintena de sus compañeros yaciendo en el suelo, donde se retorcían, sin ser observados, con un ataque de epilepsia
20.
Los guerreros, los nobles y el pueblo habían seguido a Phordos a la ciudad para vaciar las mazmorras de Nemone y proclamar rey a Alextar, dejando a su reina muerta yaciendo en el lindero del Campo de los Leones con Belthar, muerto también
21.
Así es que la última vez que recuerdo haberla visto, la Piedra de la Luna todavía estaba yaciendo de lado sobre el pavimento de la plaza, ahora ha quedado tan enterrada y perdida como la Piedra del Sol
22.
Abajo y más allá de donde se encontraban, estaban los cuerpos de agua multicolores que se comunicaban unos con otros yaciendo en su vasta cuenca, rodeados de un follaje lujurioso y de pequeños pueblos y caminos rectos que se cruzaban
23.
¿O Se encontraban en la Estación Xenobiológica? lo hacían más discretamente, yaciendo en la hierba como los cerdos de las fazendas?
24.
En el pasado reciente le hirió yaciendo con Tito; más aún: enamorándose de él
25.
Junto al anfiteatro Flavio se podía disfrutar, para los que tuvieran las entrañas suficientemente curtidas, del espectáculo de ver a mujeres jóvenes yaciendo con animales, normalmente con perros, aunque en ocasiones algún caballo viejo también valía para aquellos encuentros furtivos y brutales
26.
Yaciendo el jefe en medio como un tronco
27.
Corrí mi mano sobre el de Eric, teniendo imágenes mentales espeluznantes de él yaciendo dentro, sin vida
28.
»Llevaba siglos yaciendo allí y yacerá
29.
Podía verse un centenar de cadáveres de vampiros, todos yaciendo contra la pared, y unos cincuenta Gigantes desparramados entre el muro y el límite del pasto alto
30.
Los pocos gnomos que se les opusieron, sucumbieron pronto bajo la embestida, yaciendo en montones silenciosos e inmóviles
31.
Pero el alienígena de dos cabezas y tres piernas -con su melena adornada y enjoyada en moda formal- no estaba ahí, sino entre la cocina y un ataúd tan grande como una cabina de transferencia yaciendo de lado
32.
Si hubieras entrado en la cueva sin mí para avisarte, ahora estarías yaciendo en el suelo con un pie del tamaño de un armario ropero
33.
Ellen comenzó a reír nerviosamente de nuevo, imaginándose la visión de Hooper yaciendo al lado de la carretera, y ella junto a él, con la ropa desordenada, a la vista de todo el mundo
34.
Yaciendo entre ellos, vieron una figura ataviada con un vestido blanco
35.
Con espantosa claridad, volvió a ver los esqueletos yaciendo en el suelo
36.
Le encontré en el pozo, yaciendo sobre una losa, la cabeza colgante sobre el pretil
37.
Un ritualista de Karnak la había descubierto yaciendo en el umbral de la capilla de Mut y los sacerdotes habían llevado su cuerpo hasta el puesto de guardia de la residencia real
38.
Yaciendo, inmóvil y envuelto en sus túnicas, sobre el túmulo, estaba el cuerpo inanimado de Darth Vader
39.
El peso de éste fue arrastrando lentamente su cuerpo inerte a lo largo del muro, hasta quedar yaciendo de costado en arena
40.
Su propio y pequeño «Subaru» aparecía en su mente como un túnel de color de calabaza en cuyo extremo brillaba el silencio de su rústica cocina, la cola de Coal dándole la bienvenida, la respiración de sus hijos yaciendo dormidos o fingiendo que dormían en sus habitaciones, después de apagar la televisión en el momento en que las luces de sus faros habían iluminado las ventanas
41.
Creo sinceramente que, cuando las épocas futuras nos contemplen, cuando usted y yo no seamos más que un par de esqueletos yaciendo en esas cajas estúpidamente caras que nos hacen comprar, con los cabellos y los huesos y las uñas descansando sobre el ridículo satén que los gordos directores de las funerarias nos endosan por un precio exorbitante…, pero me estoy desviando del tema, pues, por lo que a mí atañe, me importa un bledo que echen mi corpus en un estercolero…, bueno, lo que quería decir era que, cuando usted y yo estemos muertos, aquellas latas de cerveza serán nuestra Mona Lisa
42.
Y allí se quedó yaciendo con sus páginas rotas que parecían burlarse de mí como lenguecitas blancas, porque no podía comprender lo que decían
43.
Yaciendo allí en su lecho de muerte, Eddie le había preguntado a su hermano Henry por qué nunca se acordaba de hacer cortina en los rebotes en el baloncesto
44.
El corazón le latía rápido y pensó que jamás había estado tan asustada en toda su vida-ni yaciendo junto a Mia mientras daba a luz, ni siquiera en la oscuridad bajo el Castillo Discordia
45.
Otro dibujo mostraba a Patrick, yaciendo en el suelo, reducido a la indefensión por la risa que estaba dibujada con una terrible precisión (no hubo necesidad de escribir ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! encima de su cabeza), mientras que Collins se paraba a su lado con las manos en las caderas, observando
46.
La imagen de Victoria, yaciendo en el centro del hexágono, se le quedaría grabada a fuego en el corazón y, mucho tiempo después, todavía lo visitaría en sus peores pesadillas
47.
Éstas que había allí, eran todavía más nauseabundas, porque no solamente cazaban yaciendo a la espera sobre el suelo, y atentas a los animales que se cruzaban a su paso, sino que eran también devoradoras de carroña, engullendo carne que no habían matado ellas
1.
Todos los que yacéis en la Cámara de los Condenados,
1.
Mi madre la visitó una vez por año durante los cinco largos años en que yací en período de incubación
2.
Después yací largo rato en una chaise longue, tragando vaso tras vaso de gin
3.
—Perdí mi honor en el momento en que yací con la mujer de otro hombre en Tierra Santa
1.
las sillas estaban situados encima de ese tablón, que yacía
2.
Isabel yacía como una
3.
gravedad tan indescifrable como la del reciénnacido, que yacía
4.
unabala en el corazón, yacía bajo la nieve el que a la vez había
5.
Fué pues resuelto que yo yacía aplastado en el fondo del pozo, dandoentonces principio a lo que
6.
que yacía aprisionado» y«entrar de lleno en el dominio de su
7.
con el áncora de un quechemarín que yacía alláabajo, en el
8.
El cuerpo de su hijo yacía en el suelo, cuan largo era
9.
El noble maestrante yacía en su sillón conlos naipes en la mano
10.
inmóvil como su cuerpo; yacía entregado a una sensaciónde bienestar animal, que
11.
, que yacía herido en el
12.
El Rey yacía tendido cuan largo era en el suelo
13.
habitación a quellegaron fue la de Miguel, que yacía tendido en
14.
regresado a Estrelsau, Miguel el Negro yacía en su ataúd y junto
15.
La condesa y Pedro corrieron al sitio donde yacía el perroluchando con las
16.
duda, contempló una vez más el cuerpoexánime que yacía en el
17.
Laverdad era otra: el ser amado yacía bajo tierra,
18.
Esa noche, mientras yacía en la cama, justo cuando me estaba quedando dormido, oí al
19.
Entonces vieron que un ciervo había sido golpeado por el rayo y yacía muerto a sus pies
20.
Mientras yacía en la
21.
entera yacía debajo detres dedos de polvo en el desván de un canónigo grande amigo
22.
mientras que yacía aletargado en el senode una «tempestad de
23.
Poco después yacía aletargado en una
24.
Sin aliento yacía en tierra la
25.
Pedro Santaló yacía postrado en su lecho
26.
abajo,en uno de cuyos lados yacía Chisco sin dar señales de
27.
laRanchería, se fueron derechos al rancho donde yacía el P
28.
Miguel despertó de la indiferencia en que yacía
29.
En uncuartucho de la casa yacía
30.
sinilusiones, de vuelta ya de la gloria, yacía en el mismo surco deresignación fría y amarga en
31.
Y a un soldado que yacía como muerto, por el dolor de sus heridas y laangustia del mareo, le
32.
amigo,que yacía mutilado en el piso del alcázar
33.
Marcial había sido llevado sobre cubierta, y yacía en el suelo con talpostración y abatimiento,
34.
El herido yacía sobre los almohadones, más pálido que antes y todavía inanimado
35.
En una butaca yacía Artegui, cual siempre, yerto, abandonado a lainercia de sus ensueños
36.
Oso yacía sobre el césped y la luz del reflector
37.
Ahora, Van Kraagen y toda su gente, yacía por tierra, desmadejados, vomitando, acusando en su cuerpo los efectos de los sucesivos y bruscos cambios de gravedad
38.
en la habitación sin aliento en la que él yacía
39.
Raist yacía tranquilo, con el rostro casi sereno en su reposo
40.
Los modales del capitán eran tan exquisitos como los de su amo, aunque la joven tenía la impresión de que bajo aquella apariencia aterciopelada yacía un temple de acero
41.
Kit se quedó perpleja al observar que en el centro de la arena yacía vapuleado el cuerpo de un hombre alto y musculoso
42.
Ante nosotros, el padre Millet yacía de pie, con los brazos en cruz y la cabeza inclinada hacia la izquierda
43.
Yacía en el suelo de la estancia bañado en una luminosidad prístina, inmaculada
44.
Don Juan yacía dormido en el suelo
45.
El tren yacía ahora inerte y oscuro, sin ofrecer indicio alguno que le permitiese suponer que sus compañeros pudieran estar en su interior
46.
La puerta corredera de metal se había desprendido del techo y yacía, ajada, en el suelo cubierto de polvo
47.
Kara yacía boca arriba, con la mitad superior del cuerpo en la cama
48.
Allí, con la rigidez de la muerte, los ojos helados y la lengua colgando, yacía un gran perro, delgado, con sus colmillos amarillos expuestos al aire en un último gesto de amenaza
49.
Cuando despertó, Bob yacía tumbado cuan largo era en una cama
50.
Sobreponiéndome a la impresión, me puse en cuclillas, cerca de los barrotes, para ver el rostro del hombre que yacía en ese calabozo
51.
A veinte metros, en dirección contraria, yacía el segundo hombre
52.
Al acercarse, casi tropezó con un cuerpo de acero que yacía inerte en el polvo frío
53.
Entonces, un súbito pensamiento adquirió forma: ¡Quizás el cuerpo que yacía en la Morgue era el de esa joven!
54.
Bajo la manta yacía el hermano de Tully, a quien la noche antes Kent había matado de un tiro
55.
Cuando mi padre se aproximó corriendo, el campesino yacía inerte sobre el campo
56.
Jerry yacía en los bosques del oeste
57.
Los ojos de Bill pasaron de la cosa que yacía en el suelo a mí
58.
Sabía que Debbie Pelt yacía en un agujero en algún rincón de la espesura, fría para siempre
59.
Sobre el banco yacía una enorme figura femenina, desnuda, cubierta sólo por los conductos y cables que la alimentaban o desagotaban
60.
Al subir un momento después, cuando pasé por el lado de la puerta de mi habitacioncita, que estaba sumida en la oscuridad, me pareció que Emily yacía tendida en el suelo; pero aun ahora no sé si era ella o si fue una ilusión de las sombras que confundían todo a mis ojos en las tinieblas de mi habitación
61.
La sangre de San Antonio se calentaba a medida que se enfriaba la de la tiranía y del despotismo, ante los golpes asestados por el hierro, y corría por los escalones del Hôtel de Ville, en donde yacía el cuerpo del gobernador, bajo la suela del zapato de la señora Defarge mientras lo tuvo aprisionado para mutilarlo
62.
Barrois, con la faz fatigada, los ojos sanguinolentos y el cuello caído, yacía en tierra, dando golpes en el suelo con las manos, mientras que sus piernas, tiesas y endurecidas, no podían doblarse
63.
Skkukuk yacía con el cuerpo fláccido en su asiento, olvidado de todas, aún atado, formando un montón de negrura
64.
Smoill había retirado con rapidez su cabeza, pero no a tiempo, y yacía desmayado junto al sarcófago, en medio de una mancha de sangre roja que manaba de su cráneo o de la envoltura del mismo
65.
Y cuando miré por las ventanas de marcos blancos y dorados vi que también la naturaleza, enteramente perturbada, yacía, por así decirlo, abrasada, pero llena de sombras, como si las alas de un monstruoso espanto batieran sobre ella
66.
Contemplaba las colinas cubiertas de musgo bajo las que se pudrían innumerables cuerpos humanos y hasta a sí mismo, que yacía en una de ellas; y a través del follaje de una encina que tenía las raíces en su corazón, lloraba la lluvia, y sólo la lluvia lloraba sobre su tumba
67.
Yacía medio incorporado sobre almohadas
68.
Patricia Lane yacía desplomada en el suelo
69.
En el suelo yacía una figura envuelta en una tela oscura, uno de cuyos pliegues le cubría la cara
70.
Iris yacía en un sofá, y el sol de noviembre hacía un valeroso esfuerzo por calentar a través de las ventanas de Little Priors
71.
¿Quiere que le diga por qué el señor Lawrence se puso tan pálido cuando entró por primera vez en la habitación de su madre la noche fatal? Porque mientras su madre yacía en su cama, envenenada, vio que la puerta de la habitación de Cynthia tenía el cerrojo descorrido
72.
Se levantó de la silla y se acercó a la figura inmóvil que yacía en el sillón
73.
Allí junto a la puerta del comedor, yacía el hombre en disforme montón, Rayburn estaba inclinado sobre él
74.
Jimmy Thesiger yacía en el umbral de la puerta, caído sobre lo que parecía ser un charco de sangre
75.
Nofret yacía al pie de la altura, con el rostro vuelto hacia el cielo, el cuerpo retorcido y quebrado, los ojos abiertos, mas ya sin vista
76.
Tommy cogió un libro que yacía abierto y boca abajo sobre una mesa
77.
Un hombre, un moro de las kabilas probablemente; yacía en el suelo, y sobre él estaba una fiera: la misma que asaltó al normando pocos momentos antes
78.
Un indio, con la cabeza adornada con plumas de arará, yacía entre las hojas y las raíces
79.
Poirot yacía en la misma posición en que yo lo dejara
80.
En cuanto se halló en el interior del subterráneo, que la antorcha seguía iluminando, se quito su manto y, tras cambiar un cortés saludo con Perpignano, se aproximó al momento al colchón donde yacía la duquesa de Éboli, que se encontraba despierta
81.
La luz estaba encendida y su esposa yacía en la cama, con un puñal clavado en el corazón
82.
Un tercer golpe, que sacudió hasta el lecho en el que yacía el Corsario, echó por tierra parte de los trastos acumulados en torno al agujero de la escalera, e hizo saltar una tabla del piso
83.
Eduardo yacía en el suelo, con la cabeza dentro del horno de gas, cuyas espitas estaban abiertas
84.
Sintió cómo a miss Hinchcliffe se le ponían los músculos en tensión al contemplar el cuerpo que yacía en el suelo, con el rostro congestionado y la lengua colgando
85.
No había pasado un minuto cuando el desgraciado viejo yacía en el suelo arrastrado por las manos de hierro de los dos piratas
86.
Invadieron el recinto contiguo y vieron que el cofre de hierro yacía destrozado a golpes de maza en el suelo y completamente vacío
87.
Se hallaban ya en el pasillo, y pasaron por encima del guarda, que yacía en el suelo hecho una bola—
88.
—Sin soltar la pistola, se inclinó sobre el hombre que yacía a sus pies, y luego se enderezó—
89.
Sloan yacía, hecho un ovillo ante él
90.
La mesa en que reñían los gallos yacía con las patas por lo alto, las mesitas habían sido amontonadas junto a las paredes, y taburetes, vasos y botellas hallábanse esparcidos por el suelo
91.
Al tercer día Juana La Triste ya no clamaba piedad ni rogaba por agua, porque se le había secado la lengua y las palabras morían en su garganta antes de nacer, yacía ovillada en el suelo de su jaula con los ojos perdidos y los labios hinchados, gimiendo como un animal en los momentos de lucidez y soñando con el infierno el resto del tiempo
92.
Un hombre, un moro de las cabilas probablemente, yacía en el suelo, y sobre él estaba una fiera: la misma que asaltó al normando pocos momentos antes
93.
Al decir esto se había acercado al barón, el cual yacía inerte sobre la húmeda estera
94.
Una lámpara de velador alumbraba la cama, sobre la cual yacía Ana, con el vestido de seda azul y el collar de corales que tantas veces le vi usar
95.
El enano que había estado a punto de apuñalar a Eragon yacía en el suelo, revolviéndose, y tenía el cuerpo lleno de quemaduras
96.
En el suelo, entre sus pies, yacía una masa rojiza enrollada por una larga tripa azul retorcida
97.
Acostada en un sofá de terciopelo verde, entre dos altos candelabros y cubierta por un lienzo de franela, yacía la pobre india
98.
Cuando llegó junto a la choza, Morgan había recaído en un profundo amodorramiento, y yacía entre las hojas de plátano con los brazos extendidos y la cabeza inclinada
99.
Yacía en un pequeño claro en el que sólo había un fuego de campaña sobre el que se cocía un estofado en una cacerola, mientras una ardilla tableteaba sobre una rama
100.
A Gregory el mundo se le tiñó de rojo, cogió al acusado por la solapa y se trenzó a puñetazos, el hombre logró tomar el ascensor para escapar, pero él corrió por la escalera de servicio y lo atrapó en la calle con tal escándalo que intervino la policía y acabaron todos declarando en el retén, incluso Mike Tong, quien volvía del correo y alcanzó a ser testigo del final de la pelotera, cuando el galán yacía en la acera con la nariz ensangrentada
1.
De repente me imaginé sosteniendo las bragas de Carmen, ligeramente manchadas de caca con uno de mis dedos del pie mientras yacíamos juntos desnudos en la cama en su apartamento de Main Street
2.
Y mientras yacíamos y nos estirábamos, las rompientes allá fuera seguían con su estruendo como un tren que fuera y viniera, una y otra vez, a lo largo de todo el horizonte
3.
Yacíamos sobre la hierba, rodeados de flores y hierba, y ella dijo: «Huye», pero eso era imposible, porque no se basaba en la realidad sino en una fantasía en la que sus labios succionaban los míos y sus piernas aprisionaban mi cuerpo como una serpiente
4.
Mientras yacíamos en nuestras literas, angustiados, percibimos sólo dos golpes secos muy suaves al dispararse los misiles
5.
Yacíamos en un mundo de muertos y de larvas
1.
bienencaminando a la ganancia los pequeños capitales que yacían muertos ydedicando las
2.
Después, a la caída del sol, entraba en la capillitadonde yacían los
3.
En el borde de un hoyo, los unos cerca delos otros, yacían liebres de rojo
4.
abandono en que los infelices desvalidos yacían, comenzó ámezclarse entre los
5.
De modo que Kernok sevio obligado a pasar por la habitación donde yacían los restossangrientos de los dos esposos
6.
yacían cubiertos de polvo en un obscurosótano
7.
que yacían ahora intactos en los Bancos, eran,desgraciadamente, míos
8.
los platos y los demás objetos que yacían endesorden sobre la mesa, pero todo con
9.
que entorno suyo yacían con insistente y extraña curiosidad, como si lahubiesen
10.
esperanzas y sueñosseductores que yacían desmayados en el fondo de su alma
11.
A la mañana, amo y criado yacían, aquél en el lecho,éste en el suelo
12.
levantáronse los que yacían en la miseria,
13.
por losgarrotazos yacían algunos guerreros
14.
rasguñando de vez en cuando la puertade un armario, donde probablemente yacían los exiguos
15.
botánicas,mineralógicas y entomológicas yacían en un desorden caótico, y la perezade
16.
historia, toda lacivilización, un mundo de plomo, yacían sobre él, sobre sus brazos,sobre sus
17.
nerviosadesesperación; luego yacían inertes, reconociendo la
18.
En una de lasesquinas había un gran tendejón donde yacían hacinados
19.
viejas, y yacían arrinconadas, aunque las demás guardaran consideración a sus arrugas; y las
20.
de la cámara yacían, cubiertos con el pabellón nacional, losoficiales muertos
21.
Fuera el clero, fuera la superstición y todos los santos que yacían en pozos aquí y allá leyendo libros
22.
Mientras el oficial recogía las herramientas de trabajo que yacían esparcidas sobre la mesa, los dos subordinados se encaminaron a la puerta del humilde despacho
23.
Estaba vacío, fuera de los pájaros muertos que yacían en el
24.
Detrás de ella, yacían los cadáveres de las gaviotas negras y un paraguas roto
25.
Yacían allí, tal como habían quedado al caer, chamuscados, ennegrecidos, como los huesos de alguien que hubiese muerto abrasado
26.
Se internaron en el frío espacio de la nave circular, donde las figuras de los caballeros yacían boca arriba y formaban un redondel en torno a ellos
27.
Después de un sueño místico en el cual yacían enmoheciéndose las herramientas del examen científico, el método jonio, transmitido en algunos casos a través de los sabios de la Biblioteca de Alejandría, fue al final redescubierto
28.
a cuyos lados estaban las puertas de las celdas en donde yacían los restos de los olvidados Selfords
29.
Estas reflexiones me llevaban a pensar que la selva, con sus hombres resueltos, con sus encuentros fortuitos, con su tiempo no transcurrido aún, me había enseñado mucho más, en cuanto a las esencias mismas de mi arte, al sentido profundo de ciertos textos, a la ignorada grandeza de ciertos rumbos, que la lectura de tantos libros que yacían ya, muertos para siempre, en mi biblioteca
30.
–¿Y quiénes son éstos? – siguió preguntando la Reina, mientras señalaba a los tres jardineros que yacían en torno al rosal
31.
Cerca de ellos, en el suelo, yacían varios hombres bastante feos a quienes habían golpeado en la cabeza con pesados premios de proyectos
32.
El maquinista y el fogonero, atados y amordazados, yacían en el suelo junto a la locomotora
33.
Los bárbaros se habían llevado consigo los cuerpos de sus muertos, dejando sin embargo insepultos y desprovistos de sus armas los de los defensores, que yacían esparcidos por todo el territorio, muchos de ellos junto a las ruinas de las dependencias del cuartel, donde quizá se concentró la última y desesperada resistencia o donde, con mayor probabilidad, fueron masacrados aquellos que se rindieron a discreción
34.
Trastos de todo tipo yacían en el suelo, en medio de cortinas rasgadas, ánforas rotas, vajillas
35.
Al caer la noche, los cuerpos de algunos centenares de turingios yacían esparcidos por la llanura
36.
Mientras yacían con las piernas entrelazadas sobre unas suntuosas sábanas de satén, la suave sirena le borró a Ava del alma
37.
Un jarro y una palangana yacían hechos pedazos en el suelo, pero el cuarto estaba desierto
38.
Su declaración fue sustanciada por el hecho de que la hoja se encontró hecha un ovillo tras el guardafuegos, mientras las sucesivas yacían limpiamente en el fondo de la papelera
39.
Más de la mitad de los concurrentes yacían dormidos por tierra
40.
Otros yacían en el suelo dentro de las casas casi destruidas,
41.
A una orden del teniente, cuatro marineros se dirigieron a popa y alzaron las dos tablas, sobre las que yacían los cadáveres, hasta lo alto del costado del buque
42.
Era experto en barcos antiguos y rutas marinas, pero todos esos conocimientos yacían sepultados en lo profundo de su mente, sin la menor posibilidad de ser útiles en el paisaje caliente de esta región, donde el mar es un plácido acuario de aguas verdes y cristalinas, inapropiado para la navegación de los intrépidos barcos del Mar del Norte
43.
Los hombres asesinados yacían sobre las mujeres a las que habían tratado de proteger, las madres aún llevaban a sus hijos en brazos, y los amantes que habían intentado escudarse mutuamente descansaban en el frío abrazo de la muerte
44.
Y la arrastró con dulce violencia fuera de la sala, en la que cinco cadáveres yacían iluminados por la fúnebre luz de los candelabros
45.
Saphira salió de un salto del salón de banquetes y se posó en el techo de la fortaleza, donde yacían desparramados los cuerpos de los guardias
46.
La postulante apareció en la oficina cuando todavía no llegaban los muebles, sólo estaba el sofá de cuero inglés, cómplice de tantas conquistas, y decenas de maceteros con plantas, archivos y expedientes yacían de cualquier modo por el suelo
47.
Los guerreros que estaban de pie yacían ahora en el suelo, algunos aún moviéndose; otros, sin duda, muertos
48.
Una gran chimenea de piedra en la que ardían grandes troncos caldeaba el ambiente, y sobre ella y en un plafón tapizado de damasco con los colores del marquesado del Basto y del condado de Pernambuco sabiamente combinados yacían dos alabardas cruzadas y un pendón desflecado y chamuscado del Tercio Viejo de Nápoles; enfrente del hogar, una gran mesa de caoba de Cuba con marquetería de palo de rosa y tras ella, haciendo juego, el sillón principal con el asiento y respaldo de cuero cordobés; frente a la misma, dos sillones menores y más bajos destinados a las visitas, y a su diestra unos anaqueles con no menos de cincuenta o sesenta volúmenes; sobre la mesa, los trebejos de la escritura y un Cristo crucificado sobre un terciopelo rojo orlado con un galón dorado
49.
Las paredes se veían desconchadas y con alguna que otra mancha de humedad; los cuadros eran simples litografías enmarcadas y al parecer recortadas de un calendario de temas de botánica; las revistas que yacían en las mesa central correspondían a fechas muy anteriores y habían pasado por mil manos; el suelo era de linóleo de color gris y la cubierta se levantaba por una de las esquinas que se ajustaba junto a una pequeña rinconera; el mobiliario lo constituían seis sillas de hule y metal y dos pequeños sofás de modesta y desgastada tapicería, pegados a las paredes; la iluminación provenía de una semiesfera traslúcida colocada en medio del techo de la habitación y su luz era pobre y desangelada
50.
A las cinco de la mañana el trabajo interior estaba finalizado, los papeles de embalaje, los cordeles, restos de fino alambre, herramientas de la caja de Eric, y plomo de soldadura junto al soldador yacían por el suelo en un desorden controlado
51.
Asombrosamente, la mayor parte de las personas que yacían en el, suelo, incluso los que habían sido alcanzados, estaban vivos
52.
Cuatro cuerpos yacían en el pasillo entre la sala de correspon sales y el Consejo de Seguridad
53.
Dos miembros del equipo de emergencia yacían en el piso del área de recepción
54.
Las planchas de piedra yacían ahora en filas paralelas, quebradas a la altura de sus bases y apuntando silenciosamente a lo largo de la línea de la explosión
55.
Los miles de toneladas de pesado líquido que yacían en el mayor recipiente que jamás el hombre había horadado habían finalmente llegado a su punto de ebullición mientras las energías de la batalla penetraban en la roca
56.
Jaskier se sentó, echó un vistazo a los libros que yacían en el púlpito
57.
Y alrededor yacían cajas y barriles
58.
Jeff se quedó mirando, con un profundo asombro, pero sin miedo, como aparecían las arenas húmedas, y yacían brillantes al sol
59.
Un cierto parecido con Rüdiger era innegable, pero la cara de Lumpi se veía aún más pálida y sus ojos yacían en cuevas aún más oscuras
60.
El muchacho reflexionó un buen rato mientras yacían tranquilos y abrazados
61.
El medico se encontraba arrodillado junto a dos de los hombres que habían sufrido quemaduras y que yacían sobre una lona, inconscientes y bajo los efectos de una conmoción
62.
Allí yacían muertos los valerosos héroes; la gente estaba afligida y pesarosa
63.
Por el suelo yacían arrojados en desorden y medio roídos por los ratones, los preciosos manuscritos y los incunables, reunidos en tantos años por el celo y la paciencia del ilustre clérigo; y con un plano a pluma de la vía romana ampurdanesa, Badoret se había hecho un sombrero de tres picos
64.
) El viejo cocinero y su mujer yacían en el suelo
65.
En un rincón alejado yacían unas tumbas en ruinas con estatuas orantes en su cabecera, caballeros aferrando sus espadas ahora convirtiéndose en blanca polvareda
66.
Tres heridos graves yacían sobre colchonetas, rígidos, en posición supina, alguno de ellos con la cara tan cruzada de vendajes, que no se le veían las facciones, y más parecía envoltorio que ser humano
67.
No pocos españoles yacían entre los despojos de tan horrible matanza
68.
Por último, en su correr incierto de un lado a otro, con el pensamiento en absoluta indisciplina, sintiendo como si llamas de alcohol, azuladas, se arremolinaran dentro de su cerebro, fue a parar a un lugar desolado, donde yacían sinfín de troncos de chopo recién partidos por el hacha, y en uno de estos se sentó, rendida del incesante caminar
69.
Hizo una señal, los hijos recogieron sus maletas que yacían en el suelo, y emprendieron el camino de regreso al cielo
70.
También había sido destrozado; los cajones y la ropa del armario yacían en el suelo
71.
En la cubierta, aún resbaladiza de sangre, yacían a la luz del farol los cuerpos de nuestros muertos
72.
Sus escasos cabellos yacían sobre la almohada como un fleco plateado en torno a su cabeza
73.
Los restos de la escuela yacían en las calles y una lluvia ceniza manchaba los cabellos
74.
En otra habitación yacían armazones de camas en ángulos raros, corno si los hubieran sorprendido en una danza desaforada
75.
El liquen se adhería a las rocas, las plantas asomaban apenas unos centímetros por encima del terreno, y arbustos enanos yacían postrados en la gélida tierra bajo la que había un subsuelo permanentemente helado
76.
Algunos libros estaban colocados verticalmente en los estantes, otros yacían de forma caótica en el suelo, mientras unos cuantos más se apilaban en montones dispersos
77.
Los dos cuerpos que yacían aún en la calle parecían ahora aplastados
78.
de largo! Se encontró una piedra de 5 metros de largo yacían junto a los adultos, las crías con las madres
79.
El propietario y el mozo de cuadras yacían muertos en la calle
80.
menos las que yacían en tormento,
81.
Varios ladrillos se habían desprendido en un rincón y yacían amontonados en el suelo
82.
Por todas partes yacían los cuerpos de guerreros y caballos, medio enterrados, medio aplastados
83.
Crighton y la muchacha yacían juntos en el corredor, de cara al suelo, con la cabeza volteada en dirección del muro y las manos extendidas
84.
A pesar de las enormes escotillas herméticas y de las rampas superpuestas, los angostos corredores estaban cubiertos por el cascajo negro y arenoso, forzado por la tremenda presión, y el aire estaba húmedo y frío debido a que la corriente de aire acarreaba enormes cantidades de vapor de agua; en algunos casos, el contenido de lagos enteros, tales como el Caspio y los Grandes Lagos, fueron totalmente vaciados y sus lechos yacían desprovistos de toda humedad
85.
Maitland descargó un puñetazo en la espalda de uno de los hombres que yacían encima de él y se las arregló para librarse durante un momento
86.
Y luego, cuando yacían juntos en la acogedora oscuridad, Ehlana le refirió los sucesos acaecidos en Occidente durante su ausencia
87.
Cuerpos y objetos -la naturaleza misma- yacían allí en una inmovilidad sin límites, fuera del tiempo y del espacio, donde parecía haberse concentrado toda la muerte disponible
88.
En el fondo de la caja torácica yacían los pulmones y el corazón, como una lengua inmóvil
89.
Cada vez que se derrumbaba uno de los edificios de las inmediaciones, los enfermos que yacían en las camillas reaccionaban al estruendo y a los temblores abriendo los ojos de par en par
90.
Durante las primeras cuarenta y ocho horas, los que más sufrieron fueron quienes habían quedado aislados, que yacían heridos, deshidratados y a la merced de los cretenses armados o, en algunos casos, de los soldados y oficiales británicos
91.
Las bajas excesivamente elevadas de la división de paracaidistas pronto empezaron a justificarse con historias enloquecidas en las que brujas cretenses con cuchillos de cocina rebanaban el cuello de los paracaidistas atrapados en los árboles, y bandas ambulantes de civiles torturaban a los soldados alemanes heridos que yacían inermes sobre el campo de batalla
92.
Otros dos miembros de la tripulación del schooner yacían en cubierta, el uno medio decapitado, el otro contemplando, con ausente fascinación, el derrame de su paquete intestinal
93.
Alguien recordó al pelotón las vestiduras del Nazareno, que yacían aún en el extremo sur del gran peñasco
94.
Los soldados yacían por tierra, como muertos
95.
Alardeaban de sus costumbres occidentales, bebían alcohol importado, yacían con putas de oro, y él acabó despreciándolos también
96.
Junto a la consola de la computadora yacían las cuatro páginas de definiciones que ella había elaborado y un cuaderno lleno de especulaciones gramaticales
97.
Ambos yacían entre las sábanas desordenadas, pero la calefacción central mantenía confortable la habitación
98.
Ante nosotros se extendía como un bajel desvencijado en mitad del océano, con su palo mayor desaparecido, el nombre borrado, la tripulación muerta y nadie que nos dijera de dónde venía, a quién pertenecía, cuánto tiempo llevaba navegando o qué fue lo que originó su destrucción… La arquitectura, la escultura, la pintura… todas las artes que adornan la vida habían florecido en este espeso bosque; oradores, guerreros y hombres de Estado; belleza, ambición y gloria habían vivido y perecido allí, y nadie sabía que estas cosas hubieran existido ni podía dar razón de su antigua existencia… Allí yacían los restos de un pueblo cultivado, refinado y peculiar que había atravesado todas las etapas que conforman el auge y la caída de las naciones; habían alcanzado su edad de oro y habían fenecido… Llegamos hasta sus templos desolados y sus altares abatidos; y a dondequiera que fuéramos veíamos las pruebas de su buen gusto, de su destreza en las artes… Invocamos al curioso pueblo que nos contemplaba entristecido desde sus muros; lo imaginamos con atuendos extravagantes y adornados con penachos de plumas ascendiendo por las gradas del palacio y las escalinatas que conducían a los templos… En la gran aventura de la historia del mundo nunca nada me impresionó tanto como el espectáculo de esta en otro tiempo magnífica y encantadora ciudad desolada, desierta y abandonada…, cubierta de maleza boscosa en varios kilómetros a su alrededor, y sin siquiera un nombre que la distinguiera”
1.
Mientras yacías ahí, privado de movimiento, he ido a reconocer la conformación de esa otra galería
2.
Tú habías muerto y él hundió sus manos en el seno de los muertos, donde yacías, y te extrajo de allí como un soldado que recoge del agua de un arroyuelo la espada que se le había caído
1.
Cuando yazgo en el jergón,
2.
Cuando yazgo en el jergón
3.
Mi alma mora entre leones: y yo yazgo hasta entre aquéllos que están en llamas, hasta entre los hijos de los hombres, cuyos dientes son lanzas y flechas, y su lengua es una afilada espada