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    Use "frotar" em uma frase

    frotar frases de exemplo

    frota


    frotaba


    frotaban


    frotado


    frotamos


    frotan


    frotando


    frotar


    frotas


    froto


    froté


    1. Se corta en trozos y se tiene un buen rato en adobo de sal y ajo; despuésse frota bien con un paño y se dora


    2. yemas de huevo batidas; se mezcla todo bien, ycon ello se frota la cabeza en todas direcciones; luego se


    3. El capuchino no responde, y, con vieja experiencia de remedios selváticos, pone un tapón de telarañas en el entrepiernas de la niña, mientras le frota el pubis con ungüento sublimado


    4. El tío Concordio se frota las manos con fruición y se lía con un plato de callos con el que al final no puede


    5. Muestra la mano y frota con el pulgar las yemas de los dedos índice y medio


    6. - (Suspirando, alza la cabeza y se frota los ojos


    7. La hermana frota la piel de las mejillas de este agente


    8. La mujer frota la mejilla en la solapa del hombre y el hombre le da un beso en la coronilla


    9. Se frota las manos pálidas para calentárselas; tiene la cara exangüe de un cadáver


    10. Se frota, es lo que digo

    11. Melissa mira fijamente el tornado, mientras se frota las manos contra las rodillas


    12. Shaun intenta recobrar la calma, mueve los hombros y se frota los brazos


    13. Él esboza una sonrisa y se frota los brazos para entrar en calor


    14. Cuando un niño se hace hombre, el Mo-gur le graba la señal del tótem, y después le frota con unas cenizas especiales para que le quede un tatuaje


    15. Por su mente acaba de pasar su difícil relación con este abogado que se frota con suavidad las muñecas y los codos


    16. Entonces pasa a la seda de araña, que frota en el musgo hasta que queda pegada y entonces la estira y la utiliza para atar


    17. [Sonríe y se frota las manos


    18. No lleva abrigo y se frota las manos para calentarse


    19. Con gesto cansado y expresión displicente, el teniente Bryan O'Flynn deja caer los brazos entumecidos y se golpea los muslos con los puños, luego se quita el gorro y las gafas, afloja el foulard en su cuello, frota con él un mascarón de la frente y se sienta al borde del camastro cruzando las piernas


    20. –Ojalá estuviera en un avión de vuelta a Australia -se frota la frente con la mano-

    21. Le frota los dedos un poco hasta que se mueven


    22. Ella se frota los ojos y se pregunta:


    23. Se incorpora sobre los cojines, se frota los ojos como un niño pequeño y me entran ganas de cogerlo en brazos, pero, por supuesto, no lo hago


    24. Al contacto con aquellas manos suyas, grandes y fuertes que me dan jabón con ternura en las piernas, en las rodillas, en los tobillos, y cuando me sujeta los pies en silencio mientras los frota, me quedo sin respiración


    25. Cuando el médico termina, se reclina sobre la silla y se frota los ojos


    26. Randy adopta un gesto interrogativo, levanta una mano y frota el pulgar y el índice en el gesto de «dinero»


    27. Se apoya en los antebrazos, y me frota la parte delantera de las bragas con un dedo con un movimiento ascendente y descendente, por encima del clitoris y hacia abajo


    28. (Frota el lugar mojado con su pañuelo


    29. Joe se frota los ojos con las puntas de los dedos, y me dice sin mirarme:


    30. El soldado alto se quita las gafas, se frota las aletas de la nariz, se vuelve a poner las gafas

    31. Se frota las manos


    32. Me han contado que, cuando van a hablar con él, se limita a mirarlos, se ríe, se frota las manos


    33. Se frota en el cuerpo —dijo el señor Saveloy—


    34. Un peine ordinario puede electrizarse no sólo rozándolo con los pelos: si se frota con un paño de lana seco (o un trozo de franela), también adquiere propiedades eléctricas, incluso en mayor grado


    35. –Está en su habitación, pero… -titubea y se frota las manos en la falda, a la altura de las caderas


    36. Frota con energía y determinación en medio de la boca entornada, igual que se hace con el vaho rebelde de los espejos


    37. –¿Eh? Ah, pues… fue el primer capullo que tuvo la desgraciada ocurrencia de cortar el vino con agua -responde mientras se frota la camisa y consigue hacer la mancha todavía más grande-


    38. Luego salta: choca y rueda hacia atrás, cierra los ojos, se frota la cabeza y las rodillas, furiosamente, luego se sienta; se mueve en el sitio, se incorpora


    39. Se arregla la camisa, levanta un pie y frota la puntera del zapato en la basta del pantalón; hace lo mismo con el otro pie


    40. Muñequilla de cabritilla con que se frota la encarnación de las esculturas para darle pulimento

    41. Mira hacia el cielo blanquecino, saca un pañuelo y se frota los ojos


    42. -Se baña todos los días en leche y se frota las manos con moco de cocodrilo


    43. BLOOM: (se frota las manos, animado) Igual que en los viejos tiempos


    44. El padre se frota el miembro para provocar una eyaculación


    45. Limpia, frota con limón y cuece las alcachofas en agua con sal y harina durante 20 minutos aproximadamente


    46. Y por eso, en el momento en que el clarinete de Benny Goodman ataca One O'clock Jump, Veiss se sumerge en el agua muy caliente, se frota vigorosamente con una esponja embebida en jabón con un perfume de hierbas para eliminar los olores penetrantes del sexo y la muerte que podrían asustar a las ovejas


    47. Se frota los tobillos


    48. «Feliz» es una palabra de significado muy general, y, sin embargo, tiene un componente demasiado directo, cotidiano, de alegría inmediata, como cuando uno se frota las manos entre amplias sonrisas


    49. El viento azota sus cabellos y le frota rudamente la cara, es el viento de las alturas mitológicas, de la dorada trascendencia, de las visiones incomprensibles que gobiernan la creación


    50. Se frota las suelas en el felpudo

    1. El mozo de cuadra, calzados los zuecos yentonando una canción de su tierra, frotaba los arreos en la puerta dela cochera; y en una habitación de la planta baja, junto a


    2. en La Estiba, frente al eletricista Silva “El cortito” - explicaba mientras frotaba


    3. colgaron de unfarol, se frotaba las manos


    4. frotaba con elpañuelo, y se miraba después en aquel espejo


    5. frotaba losbrazos con una pomada olorosa que había tomado de la batería de tarros yfrascos de todos


    6. tiesaslas orejas y frotaba a su compañero con el hocico


    7. brío conque apaleaba las alfombras, frotaba las maderas y sacudía un polvoimaginario


    8. brazos, frotaba su cara en uno de sus hombros, leacariciaba el cuello con el raso de


    9. mañanas más frías del año, frotaba las manos y hablaba delprecio de las reses, y de las ventajas


    10. Y se frotaba las manos colosales, sonriendo a una idea que, siacariciaba tiempo hacía allá en

    11. Y el pobre Bonis se frotaba la frente y toda la cabeza con las manos,compadecido de aquel


    12. Agitábase ya Lucía en su asiento, y echando abajo el chal escocés eincorporándose, se frotaba


    13. Luego, de un maletín de cuero pardo, muy raído, que siempre llevaba consigo, sacó los ornamentos y objetos litúrgicos -algunos muy mellados-, mordidos por negras herrumbres, a los que frotaba con el vuelo de las mangas antes de disponerlos sobre el altar


    14. En España la oposición democrática se frotaba los ojos; fuera de España la incredulidad era total: «Asombrosa victoria de Adolfo Suárez», titulaba The New York Times; «Las Cortes nombradas por el dictador han enterrado el franquismo», titulaba Le Monde


    15. — ¿Qué ha sido eso? —preguntó Anakin mientras se frotaba las piernas


    16. En la playa, jadeando apenas, frotaba a Jacques enérgicamente, entre grandes carcajadas, después se volvía para orinar con brío, siempre riendo y felicitándose del buen funcionamiento de su vejiga, golpeándose el vientre con los «Bueno, bueno» que acompañaban todas sus sensaciones agradables, entre las cuales no establecía diferencias, fuesen de excreción o de nutrición, insistiendo igualmente y con la misma inocencia en el placer que le procuraban, y constantemente deseoso de compartir ese placer con su prójimo, lo que provocaba en la mesa las protestas de la abuela, que admitía que se hablara de esas cosas e incluso lo hacía ella misma, pero «no en la mesa», como decía, aunque tolerase el número de la sandía, fruta con una sólida reputación de diurético, que Ernest adoraba y cuya ingestión empezaba con risas, pícaras guiñadas dirigidas a la abuela, variados ruidos de aspiración, regurgitación y blanda masticación, y después de las primeras mordidas directas de la tajada, toda una mímica en que la mano indicaba varias veces el trayecto que la hermosa fruta rosada y blanca recorrería desde la boca hasta el sexo, mientras la cara exhibía un regocijo expresado con muecas, revuelo de ojos acompañados de «Bueno, bueno


    17. Durante el camino de ida a mi casa, no permití a Roscio que pronunciara una sola palabra mientras me frotaba el lugar en que se une la nariz con la frente en un infructuoso intento de aliviar la despiadada jaqueca que había comenzado a atormentarme


    18. Éste les dijo que había muchos descontentos, que las tajadas son siempre para los mismos, que tanto va el cántaro a la fuente que al fin se rompe y que probablemente, aquí se frotaba las manos, habría gresca


    19. El viejo se frotaba las manos


    20. Los frotaba hasta obtener una espuma perfumada y luego, lentamente, dejaba caer la brillante masa de su peinado en aquel brillante líquido blanco y oleoso

    21. Por entre las lágrimas que la cegaban, Pyanfar vio a Tully, con una Chanur detrás de él sujetándole los brazos en una fuerte llave, y luego vio a Khym en el suelo y a Kara, que también se frotaba los ojos e intentaba recobrar el aliento


    22. —respondí mientras le frotaba las manos para calentarla


    23. —Dime qué quieres que haga para mejorar las cosas —susurró, mientras se inclinaba y me frotaba los hombros


    24. Se frotaba las manos y sonreía


    25. Eso tuvo un efecto terapéutico; recuperó en parte el respeto por su cuerpo y decidió cuidarse; no renunció a los callos a la madrileña, pero agregó también verduras y frutas a su dieta, y daba largas caminatas y se frotaba la piel con aceite de almendras y loción de salvia y yerbabuena, comprobó ropa para la criatura, y por unas semanas reapareció su antigua personalidad


    26. Después Zulema se enjabonaba furiosamente, se frotaba con alcohol y se hacía lavados con vinagre


    27. Sonrió mientras se frotaba una crema gris desengrasante en las palmas de las manos y luego sobre el resto de las mismas


    28. Pettikin se frotaba las doloridas muñecas, intentando poner su mente en funcionamiento


    29. Horrísona tempestad levantó en la Prensa y en la opinión este atroz desafuero, y mientras el Papa se frotaba las manos de


    30. Con el entrecejo fruncido y la mirada ausente, Dujek se frotaba el muñón del brazo izquierdo

    31. Todas las mañanas lavaba su vulva con agua del pozo y la frotaba con un puré de amapolas y bolitas de azahar para potenciar la lozanía


    32. –Entonces, creo que llamarían «gotas de haya» a estas plantas -dijo Ayla, mientras se incorporaba y se frotaba las manos para quitarse la tierra


    33. Había excitación en sus ojos grises mientras se frotaba las manos


    34. Finalmente logró mantener la cabeza fuera del agua, pataleando acompasadamente mientras se frotaba los ojos para aliviar el escozor del salitre, y la sangre le brotaba de los brazos desgarrados


    35. Jondalar asintió con la cabeza mientras se frotaba los dientes


    36. Pitt hizo un esfuerzo por tomar el fuerte café sin endulzar, mientras frotaba una rodilla contra la de Teri


    37. El lobo dejó escapar un suave gruñido de satisfacción mientras ella le frotaba


    38. Se frotaba los ojos, somnolienta


    39. —Gracias —dijo mientras se frotaba las muñecas


    40. Al cabo de unos instantes King se frotaba la zona del brazo en la que ella le había propinado un golpe

    41. Frank frotaba un ojo de buey, con los ojos fijos en la olla


    42. Maitland estaba intrigado por el interrogatorio de Hardoon, y miraba en su derredor mientras se frotaba el magullado rostro


    43. Julia entrevió la jactanciosa golosina que él le frotaba contra el muslo


    44. Se había chupado los dedos y le frotaba los labios inflamados, intentando separarlos


    45. Beth, que había llenado de ron un recipiente de barro, permanecía sentada en tierra y de vez en cuando se frotaba el abdomen y sonreía


    46. Jolene sonrió, mientras daba saltitos y se frotaba los brazos, en un intento por entrar en calor


    47. El Nazareno se resistió pero, ante mi insistencia, puso parte del paño en mis manos, mientras él divertido con lo que parecía un juego y una delicadeza- se frotaba con el otro extremo del lienzo


    48. Se preguntó el porqué, mientras se frotaba los nudillos en las patillas


    49. El pulgar de la mano derecha se lo había metido en la boca y frotaba los dientes contra él


    50. Mientras se frotaba los ojos irritados por la pena, Maggie Walsh dijo:














































    1. Mientras unosla mantenían verticalmente, otros se frotaban las manos y escupían enellas, preparándose para el gran esfuerzo común


    2. impregnar la gordura animal con algún veneno muy poderosoy luego frotaban con esa


    3. manos y se frotaban contra sus piernas, impacientes por emprender lamarcha, les


    4. Entre los árboles resonó un chillido procedente de dos ramas que se frotaban la una contra la otra


    5. Dos de los soldados se llevaron el cuerpo del carcelero y luego limpiaron la sangre, maldiciéndola mientras frotaban el suelo


    6. El padre Llobet intuyó que bajo las amplias mangas del hábito, las manos de su coadjutor se frotaban sudorosas


    7. Los cuatro guardias sudaron estoicamente mientras lo bañaban, le recortaban la barba y le lavaban y frotaban el cabello


    8. Mientras la frotaban con el líquido jabonoso, la pequeña se quedó quieta con la frente un poco arrugada


    9. Le frotaban para secarle y sus brazos torneados, su fina tez y hermosísimo cuerpo producían a cada instante exclamaciones de admiración


    10. Los dos vigilantes estaban sentados en un baúl cubierto con un paño decorativo y frotaban sus rodillas

    11. Todos aquellos rostros eran repugnantes; la mayor parte de las personas con las que me encontraba y con las que volvía a cruzarme en los pasillos una y otra vez, parecían viejas gordas; vestían inmensos delantales rayados en blanco y azul que les cubrían por entero el cuerpo; se frotaban el vientre mientras se movían con pesadez de un lado a otro


    12. Cuando el viento lo impulsaba hacia ellos, los hombres parpadeaban y se frotaban los ojos


    13. Dos hombres armados hacían guardia; habían encendido una pequeña fogata y se frotaban las manos, mientras pateaban el suelo para entrar en calor


    14. Hace varios años encontré una referencia del empleo de un ungüento de Datura por los indios yaqui del norte de Méjico, quienes según se dice se frotaban con él el estomago para «tener visiones»


    15. Y afuera, en medio de la oscuridad de la noche, un millón de grillos frotaban sus élitros, y esperaban…


    16. –Así que cuando los cavadores se frotaban el cuerpo contra las estatuas…


    17. No había nada aparte de aquella sensación devastadora, emocionante y henchida, y del sonido de tela sobre tela y piel sobre tela mientras sus miembros se frotaban en aquel forcejeo incesante y sensual


    18. Entre una y otra tarea, quizás una docena de veces al día, las alumnas se frotaban con agua helada las manos llenas de sabañones, agrietadas y ensangrentadas


    19. Las jóvenes se sentaban en la bañera, abrían el agua, y cuando salía tibia se aplicaban el pico de la ducha entre las piernas y se frotaban suave y rítmicamente


    20. Las cigarras continuaban cantando; como si quisieran infundir renovados bríos en la ya agonizante estación, frotaban sus cuerpos con el frenesí de la muerte

    21. Jack no era uno de los capitanes modernos que se preocupaban exageradamente por la limpieza y pensaban que un barco de primera clase era aquel en el cual los masteleros se colocaban cinco segundos más rápido que en los demás en el puerto, en el cual innumerables objetos de bronce brillaban más que el sol a todas horas e hiciera el tiempo que hiciera, en el cual los guardiamarinas tenían que usar estrechos calzones, sombreros de dos picos y botas con borla y ribetes dorados, especialmente apropiadas para arrizar gavias, y en el cual las balas que estaban colocadas en las chilleras se ennegrecían cuidadosamente y los aros negros que servían para sujetar las bandejas a la mesa se frotaban con arena hasta que quedaban blancos como la plata


    22. –Estoy seguro de que es el Spartan -dijo Davies el Torpe a su compañero, mientras los dos frotaban la cubierta con una enorme piedra con un forro que llamaban «el oso»-


    23. Se frotaban los picos y lo creían muerto Bajo las estrellas de junio


    24. —Estoy seguro de que es el Spartan —dijo Davies el Torpe a su compañero, mientras los dos frotaban la cubierta con una enorme piedra con un forro que llamaban «el oso»—


    25. Ungüento cuyo principal ingrediente era la cera, y con el que se frotaban los miembros los atletas antes de empezar la lucha


    26. La conversación fue casi inexistente mientras se frotaban y regaban con cazos de humeante agua la suciedad acumulada durante una semana


    27. Otras esclavas lo abanicaban y le frotaban las manos y los pies, pero solo Esqueleto podía tocar el órgano regio


    28. Le frotaban la espalda, los pechos, y luego ella se los follaba en el dormitorio


    29. Una hora más tarde se aseguró que las ponían a secar al fuego, las frotaban entre sus gruesas manos y las mezclaban con su tabaco


    1. —¿Se ha frotado usted la pasta en la frente, don Juan?


    2. había frotado con la poción de amor toda la polla


    3. Delante del espejo y de los cristales había hicos peinándose despacio y en silencio el pelo que habían frotado con agua de abedul el Viernes Santo


    4. Los pies le dolían de correr; se los había frotado con la savia de una segade, pero aún sentía en ellos un dolor intenso


    5. Las han frotado, pero han calado en la madera y no hay manera de limpiarla


    6. Le gustaba la idea de que Ethan le midiera las costillas al gilipollas ese que se había frotado contra ella


    7. Estaba cenando con uno de esos árabes que parecen haberse frotado todas las partes del cuerpo con bronceador


    8. Hay trapos en la carpa; los hemos frotado con minch


    9. Tenía fiebre y alguien le había frotado el cuerpo con colonia


    10. Me habían desnudado, me habían frotado un poco las extremidades, me habían envuelto en mantas y me habían metido en la única tienda de los bandidos que todavía quedaba en pie

    11. El pato se maceraba en jengibre, canela, anís estrellado, hojas de té y un vaso de vino "shao hsing" después de haber sido frotado con azúcar y sal


    12. Había inspeccionado a su tropa, fatigado dos caballos, mordisqueado con sus dragones de Gascuña una rebanada de pan frotado con ajo


    13. Daneel aguardaba con paciencia cuando Baley volvió con el cuerpo bien frotado, la ropa interior limpia, una camisa recién planchada y, en general, con una sensación de mayor comodidad


    14. El ladrillero consultaba una tablilla cubierta de cifras mientras degustaba pan frotado con ajo


    15. Era casi tan alto como los gemelos y su nariz todavía estaba rosada, en donde su madre la había frotado


    1. Trajimos unos cubos de agua y la frotamos a conciencia con unas esponjas muy suaves


    2. Mis amigas trajeron lociones aromáticas y la frotamos con aceite de romero por la mañana para estimularla, de lavanda por la noche para adormecerla, de rosas y camomila para refrescarla


    1. —Se frotan bien con un paño tomates maduros y muysanos, y se ponen en


    2. —Se quita el palito a las guindas; se frotan conun paño y se meten en un


    3. —Limpios y preparados los pollos, se frotan con zumo delimón, y se pone sal, ajo,


    4. —Se frotan muy bien en un paño los membrillos paraquitarles el pelo, y con


    5. acostumbran á envenenar con jugo de plantas que ellos conocen,en las cuales frotan é impregnan el


    6. Con un trapo empapado de desinfectante borran el amor, frotan las lágrimas


    7. Los ciervos se frotan la cornamenta en la hierba, le dijo, hasta que tienen un orgasmo


    8. ) (Acaba el autor de traducir estas líneas y se acuerda de su claro y límpido Levante, donde también las mujeres frotan, lavan, aljofifan los bellos pisos de mosaicos, y donde los sábados es preciso también comer frugalmente y marcharse de casa, porque en ella, con la estrepitosa y vehemente limpieza, no se puede trabajar


    9. Ve cómo los jóvenes ríen y se frotan contra Posidionos, le acarician el vientre y el cuello, hacen señales a Espartaco, mimetizan muecas de connivencia, con los párpados medio caídos, esbozando un beso con sus labios


    10. pues, si se frotan las fresas quimerales,

    11. Se frotan los ojos con cebolla


    12. Sin darse cuenta de lo que él mismo hace, Marrajo se incorpora tras el joven para sujetarlo por el faldón de la casaca e impedirle seguir, y en ese momento, descubiertos ambos como liebres en un prado, los tiradores de las cofas del tres puentes inglés, situado a pocas brazas por el través de estribor, se frotan las manos, claro, y empiezan a dispararles mosquetería, crac, crac, pam, pam, pam, y los abejorros de plomo silban por todas partes, chascando contra la regala, en los tablones rotos


    13. ¡Enseñarle quién manda! Y luego, para que asomen, se les frotan las encías con carne de cangrejo de río


    14. Hombres que durmieron sobre cubierta se frotan los ojos y trepan a medias a los cabos para descubrir la costa


    15. Su comportamiento le recordó a Shimamura el de los mendigos menos sinceros en las estaciones de tren, que se frotan las manos cada vez que ven bajar un nuevo contingente de pasajeros y se ofenden cuando no reciben lo que esperaban


    1. Qué podía hacer para evitar que la mujer santa de mi madre, los costos de la gasa y vendas? "Gracias, usted era un amigo" - le respondí bajando la cabeza y frotando el punto de impacto


    2. peor! Se quedó con Chloe en la ventana, frotando la espalda de su hermana y


    3. Kit se había estado frotando las muñecas y los tobillos, y ahora parecía recuperada y dispuesta a entrar en acción


    4. El pequeño químico de Quimperlé se acercó en ese momento frotando las gafas con un pañuelo de colores


    5. Los cientos de hombres que se afanaban cuidando las hogueras, cortando carne, cascando huevos, amasando, removiendo misteriosos líquidos en cazos de hierro colado, frotando enormes montones de sartenes y cacerolas sucias y que estaban dedicados a la ingente e interminable tarea de preparar comida para los vardenos no se detuvieron a contemplar a Eragon y a Saphira


    6. La niña lo presentía y se agitaba sobre sus rodillas presionando, restregando, frotando, hasta sentirlo gemir ahogado, apretar los nudillos contra el borde de la mesa, ponerse rígido y un picante y dulce aroma los envolvía a ambos


    7. Bastaba con observar a un niño de Marte frotando con suavidad un trozo de legítima roca de la Tierra para apreciar la diferencia


    8. Fernando, frotando el arma hasta desollarse los dedos-


    9. El material de limpieza también estaba casi agotado, ya que ella había estado frotando los inodoros todos los días


    10. Luego se iba al café, donde seguía culotando y frotando, y ofreciendo su obra a la admiración de un círculo de ociosos

    11. La empleada estaba de rodillas en el suelo, frotando el interior de la bañera


    12. Y creeré en la producción de fuego frotando dos trozos de pedernal cuando lo vea


    13. Se estaba frotando las manos con un amplio pañuelo


    14. –Está ahí haciendo reverencias y frotando el suelo con las suelas de los zapatos…


    15. Doheny se había lavado las manos y se las estaba frotando vigorosamente con una toalla de papel


    16. Cierro la puerta detrás de mí y veo que Ethan se está frotando las manos, enfundadas en guantes


    17. Cuando embarcamos, Alma me iba frotando la mejilla para quitarme las manchas de carmín, y apenas me di cuenta de que cruzábamos el umbral y entrábamos en el avión


    18. Michelle se había incorporado y se estaba frotando los ojos


    19. En la cálida, íntima y anónima oscuridad del cuarto, el rascar del alambre frotando el interior de la cerradura parecía producir un ruido mayor del que en efecto estaba haciendo


    20. Allí estaba Isabel al otro extremo, arrodillada, frotando las baldosas del suelo con un cepillo

    21. Durante toda su vida había recorrido el barrio de Flores, casa por casa, anunciando que se venía el fin del mundo, que el Juicio Final nos iba a agarrar a todos inconfesos y que el Diablo se estaba frotando las manos


    22. Mientras tiraba de sus últimos dientes y los limaba, ese hombre no dejaba de hablar frotando su rodilla de manera insinuante contra sus piernas


    23. La madre de Linda -debía de serlo, pues el parecido era asombroso- frotando su nariz con la de su nieto en Navidades


    24. Tenía capas y capas de lápiz de labios rojo oscuro y mientras hablaba se mantenía a la mínima distancia posible, mirándome a los ojos y riéndose, frotando partes de su cuerpo contra mí


    25. –¿Alguna vez has jugado con la electricidad estática frotando un peine sobre la lana y pasándotelo por el pelo?


    26. No los vi BIEN, pero Cuencos estaba frotando el vientre de Come-hojas, y creo que esos bultitos del vientre podían estar erectos


    27. Mary se acercó vacilante y metió el bastoncillo en la boca de Ponter, frotando el interior de la mejilla larga y angulosa


    28. –Me está frotando el pelo de la espalda -dijo Vissan


    29. A las cuatro, el editor en jefe reía y lloraba sobre las páginas, frotando con dedos torcidos su escabrosa calva


    30. Y, afuera, en la tranquila oscuridad, los grillos siguieron frotando sus élitros hasta la llegada de la mañana

    31. Se está frotando los ojos un poco grogui cuando aprieto el timbre de la mansión, con la raqueta colgada de mi hombro


    32. –No es un cuento -insistió Seba, frotando los hilillos pulverizados sobre mi maltratada piel-


    33. Lena se dio cuenta de que se estaba frotando las cicatrices de las manos y se obligó a detenerse


    34. –Fíjate bien -dijo el entrenador, frotando la etiqueta del bate, que alguien había intentado rayar-


    35. Seguía frotando, con el trabajo bastante avanzado ya pero lejos aún de haber acabado, cuando oyó que llamaban a la puerta de entrada


    36. Jake frotando el eslabón en el pedernal, haciendo saltar chispas sobre la leña del fuego de campamento, chispas que brotaban y se extinguían antes de prender


    37. Y aseguran que, frotando los ojos con jugo de lechuga, se curan todas las infecciones de los ojos


    38. Apartó rápidamente la mirada y siguió frotando los platos del desayuno al tiempo que la mujer se ponía en pie y caminaba hacia ella


    39. Eliminé la idea y seguí frotando


    40. Probablemente trataron de quitárselo frotando y eso lo empeoró más

    41. Urna se estaba frotando pensativamente el mentón con un martillo


    42. Max le prestó una ayuda nominal y aprendió ciertas nociones de cómo se hacía, después de lo cual siguió frotando los esmaltes


    43. –No me había dado cuenta… -dijo, frotando la grasa con los dedos-


    44. —Veo que te van bastante bien las cosas —comentó Denna frotando el dobladillo de mi capa granate con dos dedos—


    45. Encontró que sus manos se estaban frotando despacio, y se preguntó por qué


    46. Con un esfuerzo, aclaró su mente, siguió frotando sus ligadoras


    47. Perforan frotando con un palo, como si encendieran fuego


    48. –Uno de los niños dijo que Harding se estaba frotando la entrepierna con el teléfono móvil antes de que llegara usted


    49. Lo mismo ocurrió con el tigre, al que se engaña arrojándole una bola de cristal a los pies, en la que ve su propia imagen reflejada; con el león, que perdona a los hombres heridos y a los cautivos, que borra su rastro con la cola y que teme a los gallos blancos; con el íbex, que puede saltar desde lo alto de una montaña sin hacerse daño, porque rebota sobre sus cuernos curvados; con los erizos, que recogían uvas para sus pequeños frotando el cuerpo contra las vides y transportando los frutos pinchados en sus espinas


    50. Estaba frotando una lápida desgastada y cubierta de musgo y la examinaba con el entrecejo fruncido



















    1. " La hermosa reina en esas palabras, que deja escapar una carcajada, mientras se continúa sin cesar a frotar mi pecho


    2. resignación a lavar el puente y frotar losbronces


    3. Pero mi imaginación, al frotar, volaba muy lejos de allí, pues otra cosa diferente por completo me había llamado la atención


    4. No tiene más que frotar la lámpara para que aparezca el genio


    5. Al mismo tiempo vertió el contenido del frasquito sobre un trocito de franela; después, empapando en la misma preparación uno de los cepillitos, empezó a frotar la cabeza de Steerforth con una actividad incomparable, y siempre hablando sin parar


    6. Me mantuve oculto mientras escuchaba todos los sonidos de su vida: el correr del agua en el lavabo, el frotar del cepillo entre sus dientes, el cerrar del pequeño armario del baño


    7. Un antiguo remedio contra la impotencia consistía en frotar mostaza en el miembro masculino, método de persuasión algo brutal, a mi parecer


    8. Viendo una barrica con los sunchos de hierro muy sobresalientes, el germano, a fuerza de paciencia, logró levantar sus manos atadas y comenzó a frotar las sogas contra ese borde afilado


    9. ¿Quién le limpia las botas y los zapatos? ¡Mire aquí! – Empujó al perro del regazo, buceó bajo la mesa y apareció acto seguido con una vieja bota y un frasco de betún, poniéndose a frotar activamente-


    10. ¡Frota! Frotar hasta que se refleje la cara en el betún

    11. Poco después, hallándose en medio de la estancia, con sus escasos pelos mojados y tiesos, la cara enrojecida del frotar de la toalla, se decía: «Y has de tener muy en [53]


    12. Hacen lavar y frotar incesantemente todos los muebles de madera, hasta los bancos y las más pequeñas tablas, así como también los tramos de las escaleras, al pie de las cuales la mayoría se descalza, antes -144- de subir a las cámaras de lo alto


    13. No se extraña uno de encontrar las calles tan completamente ordenadas y limpias cuando se considera el tiempo y el trabajo que se emplea en frotar el piso


    14. Por este dato será fácil de deducir que no se ahorra tampoco esfuerzo en frotar el de las habitaciones, que a menudo es de bello mármol


    15. El movimiento característico de este estado consiste en frotar el dedo meñique sobre las cejas


    16. Sacó del bolso una esquina de la toalla y empezó a frotar algo con furia


    17. Acto seguido, se puso a frotar suavemente a una de las serpientes, haciendo penetrar la loción entre las escamas


    18. –Eso sólo son mitos del pasado, Seneb -contestó Shepsenuré mientras volvía a frotar los palos para lanzarlos


    19. Piel deja de frotar con el trapo:


    20. Sin embargo, mientras empezaba a frotar y sus manos se movían con cuidado y precisión, se le ocurrió otra idea

    21. Frotar la carne del salmón con azúcar y sal marina, y dejar marinar durante 24 horas en el frigorífico


    22. Salpimentar y frotar con las hierbas aromáticas (los ramitos enteros) y el ajo


    23. greg empezó a frotar el pecho del recién nacido con manojos de paja seca


    24. Palpó la frente de Jesse, intentando no frotar ni presionar la piel-


    25. Entonces, con gran dificultad, se puso encima, aplicó las manos y empezó a frotar las cuerdas


    26. Tomó un sorbito y se puso a frotar la servilleta entre los dedos


    27. Tenía las manos en la espalda y no paraba de frotar y masajear la parte del cuerpo que le dolía


    28. Por último, en este brevísimo repaso del sexo alternativo, he descubierto que esa frase tan común de «anda y machácatela contra un árbol» tiene nombre y se llama dendrofilia, que es cuando la excitación se produce al frotar los genitales contra los árboles


    29. Para cuando la señora Cake se enfadaba con cualesquiera que fueran los sacerdotes[16] que en ese momento estuvieran haciendo de moderadores entre ella y los dioses, por lo general ya se había hecho cargo por la fuerza bruta de su personalidad de los arreglos florales, de quitar el polvo al altar, de limpiar el templo, de frotar con el estropajo la piedra de los sacrificios, de cuidar de las vírgenes honorarias, de arreglar los cojines y de todas las demás funciones vitales para el buen funcionamiento de cualquier religión, con lo cual su desaparición implicaba un caos absoluto


    30. Extendió las patas y se dirigió hacia una gran conifera, contra la que empezó a frotar el tumor

    31. Al primer oficial eso le gustaba todavía más, y, curiosamente, los marineros que tenían que trabajar para conseguirlo estaban totalmente de acuerdo con ellos, tal vez porque estaban acostumbrados a hacer ese trabajo y se enorgullecían de él, a pesar de que tenían que empezar a frotar la cubierta con arena y piedra arenisca mucho antes del amanecer y de desayunar, y de que, como en este caso, corrían peligro al pintar determinadas partes de la fragata mientras cabeceaba con fuerza entre las grandes olas del Atlántico, con cuatro timoneles sujetando el timón y todos los marineros preparados para cualquier emergencia


    32. Sin embargo, al oír la última combinación de los sonidos producidos al pulir y frotar con el choque de cubos, roncos susurros, y el ruido del agua que corría, de los lampazos que la empujaban a los imbornales y de pies descalzos, ya no podía negar que la guardia de babor y los marineros del combés limpiaban la cubierta, sacando el polvo volcánico y las cenizas volcánicas de debajo del enjaretado, las cureñas y lugares insospechados, como los cajones de la bitácora


    33. Alcé el raspador de dientes y empecé a frotar unos cuantos ángulos, salientes en exceso, de los molares del caballo


    34. El director Wullicke emitió un sonido similar al que se produce al frotar violentamente la cuerda más grave de un contrabajo


    35. De momento en el carrito llevaba aspirinas infantiles, gotas nasales, alcohol para frotar y un vaporizador


    36. Estaba todo a la vista: las aspirinas infantiles, las gotas nasales, el alcohol para frotar y el vaporizador


    37. Su peine se electrizaba al frotar con los cabellos


    38. No se enterarían ni aunque una bomba estallase aquí arriba —la besó en el cuello, y comenzó a frotar su estómago en círculos, subiendo mas con cada rotación


    39. Para cuando la señora Cake se enfadaba con cualesquiera que fueran los sacerdotes1 que en ese momento estuvieran haciendo de moderadores entre ella y los dioses, por lo general ya se había hecho cargo por la fuerza bruta de su personalidad de los arreglos florales, de quitar el polvo al altar, de limpiar el templo, de frotar con el estropajo la piedra de los sacrificios, de cuidar de las vírgenes honorarias, de arreglar los cojines y de todas las demás funciones vitales para el buen funcionamiento de cualquier religión, con lo cual su desaparición implicaba un caos absoluto


    40. Entonces cerró la puerta del armario y sacó un trapo del bolsillo del delantal, para frotar los bordes que había tocado

    41. Tanteando en la oscuridad, encontró el borde afilado de una roca y empezó a frotar contra él sus ligaduras


    42. Acción de frotar


    43. Acción y efecto de frotar algo con otra cosa


    44. En esa oportunidad única de estar a solas con Daniel sin interrupciones me propuse, guiada por él, la tarea exquisita de aprender las múltiples posibilidades de los sentidos, el placer de acariciarse sin un propósito, por el gusto de frotar piel con piel


    45. Compuesto de yeso y greda que se usa en el juego de billar para frotar la suela de los tacos a fin de que no resbalen al dar en las bolas


    46. Echo un poco más de aguarrás en el trapo y empiezo a frotar en círculo sobre el colorete de las mejillas de la Virgen


    47. –Bueno, sir Palomides puede frotar su cuello contra el de ella, de vez en cuando, y vos, sir Grummore, podéis menear la cola con afecto


    48. Parecía el colmo de la blasfemia frotar el pañuelo raído y ensangrentado contra esos rasgos adorables; una vez que les quitó el polvo le parecieron más reales que él mismo


    49. Volvió a coger el frasco de ungüento y se lo extendió en una fina capa, concentrando aparentemente toda su atención en frotar los arañazos sin hacerle daño


    50. Se soltó la mano de un tirón y empezó a frotar el ungüento quizá con más energía de lo que era necesario











    1. Si frotas la piedra lentamente por la cara muchas veces, y después repites el mismo movimiento con rapidez el mismo número de veces, descubrirás que los resultados son muy diferentes


    1. «¡Ay!, en vano la retejo, y launto, y la froto, y la pinto; esta


    2. Parpadeo unas cuantas veces y me froto los ojos, ya que la luz de la habitación cambia de golpe


    3. Me froto el estómago en señal de aceptación y cojo una del plato que ha puesto encima de la mesa, sin esperar al té que debe acompañarlas


    4. Lo tengo entre mis piernas y, mientras le froto la espalda, Nick recoge el jabón y empieza a enjabonarme las pantorrillas


    5. Se incorporo de un salto, como si le hubiese, mordido una serpiente, y se froto las sudorosas palmas en los muslos


    6. «¡Deben estar hablando de Amsterdam!» Me froto las manos, justamente en el momento en que entra el pedazo de rubia


    7. La Aes Sedai froto las yemas de los dedos contra las palmas de las manos con un mohín de repugnancia


    8. ¡Uf! —Arrojo su vara al suelo y se froto la mano en la capa


    9. Nadie ha tocado nunca un timbre tan terrible: no me refiero al sonido que produjo sino a la presión en sí, al tacto del botón contra mi dedo, o de mi dedo contra el botón, nadie ha sentido nunca lo mismo que yo; aunque mi sensación fue lógica, ya que físicamente sería imposible tocar el timbre sin el hueso, quiero decir que sin el hueso nuestro dedo se torcería sobre el botón como un tubo de goma, o se aplastaría ridículamente, o se introduciría en sí mismo como un guante vacío, así que hasta cierto punto resulta lógico suponer que el timbre suena con el hueso, que es mi esqueleto el que llama a la puerta, pero nadie ha sentido nunca tal cosa, y me produjo pena y sorpresa comprobar que hasta aquel momento crucial yo ignoraba lo que realmente somos y que el conocimiento puede producirse así, de improviso, mientras el zumbido eléctrico molesta el oído todavía, que se me haya revelado en ese instante doméstico, que cuando Galia abrió la puerta yo ya fuera otro, que el sonido de su timbre me despertara de un sueño de ignorancia para sumirme en la vigilia de un mundo que, por desagradable que fuera, era más cierto, porque si mi dedo había hecho sonar el timbre era debido a que llevaba hueso en su interior; lo había percibido de repente: mi dedo era un dedo con hueso y su utilidad radicaba en el hueso, al palparlo noté la dureza debajo, tras impensables láminas de músculo, y la realidad de aquella presencia me dejó asombrado, estuporoso, con un estupor y un asombro no demasiado intensos pero permanentes: oh Dios mío tengo un hueso debajo, mi dedo no es un dedo, es un hueso articulado y protegido contra el desgaste: la idea me vino así, con una lógica tan aplastante que no me sorprendió en sí misma sino su ausencia hasta ese timbre; no había una idea extraña e increíble, había una extraña e increíble omisión de la idea en todo el mundo, justo hasta el histórico momento en que llamé a la puerta del piso de Galia, pero Galia estaba en el umbral con su bata azul celeste y su cabello ondulado como por rulos invisibles, y me contemplaba sorprendida; y es que es una mujer muy perspicaz: apenas me entretuve un instante demasiado largo entre su saludo y mi entrada, y ya me había preguntado qué me ocurría: yo me frotaba el índice de mi descubrimiento contra el pulgar, incapaz de creer aún que lo obvio podía estar tan oculto, casi temeroso de creerlo, y opté por disimular esperando tener más tiempo para razonar, así que entré, le di un beso, me quité el abrigo húmedo y la bufanda y saludé al pasar a César, que ladraba incesante en el patio de la cocina: Galia me dijo qué tal y yo le dije muy bien, y le devolví estúpidamente la pregunta y ella me respondió igual, y de repente me pareció absurdo este diálogo especular de respuestas consabidas, o quizá era que la revelación me había estropeado la rutina, véase si no otro ejemplo: mantuve tieso el culpable dedo índice mientras entraba, y ni siquiera lo utilicé para quitarme el abrigo, como si una herida repentina me impidiera usarlo, y es que desde que había comprobado que ocultaba un hueso lo miraba con cierta aprensión, como se miran los fetiches o los amuletos mágicos; pero hice lo que suelo hacer: me senté en uno de los dos grandes sofás de respaldo recto, estiré las piernas, saqué un cigarrillo —con los dedos pulgar y medio— y dije que sí casi al mismo instante que Galia me preguntaba si quería café, incluso antes de saber si realmente tenía ganas de café, ya que la tradición es que acepte, y Galia, tan maternal, necesita que yo acepte todo lo que me da y rechace todo lo que no puede darme; tomar el café en la salita, mientras termino el cigarrillo y justo antes de pasar al dormitorio, se ha vuelto, a la larga, el rato más excitante para ambos; charlamos de lo acontecido durante la semana, Galia me pregunta siempre por Ameli y Héctor Luis, se muestra interesada en mis problemas y apenas me habla de los suyos, pero el diálogo es una excusa para que ella me inspeccione, me palpe, capte cosas en mi mirada, en mi forma de vestir, en mis gestos, pues Galia, a diferencia de Alejandra, es una mujer afectuosa, impulsiva y, como ya he dicho, perspicaz, y la conversación no le interesa tanto como ese otro lenguaje inaudible de la apariencia, así que es muy natural que la interrumpa para decirme: estás cansado, ¿verdad?, o bien: hoy no tenías muchas ganas de venir, ¿no es cierto? o bien: cuéntame lo que te ha pasado, vamos, has discutido con Alejandra, ¿me equivoco?, así estemos hablando del tiempo que hace, los estudios de Héctor Luis o lo que sea, da igual, su mirada me envuelve y nota las diferencias; por lo tanto, no fue extraño que esa tarde me dijera, de repente: te encuentro raro, Héctor, y yo, con simulada ingenuidad: ¿sí?, y ella, confundida, aventura la idea de que pueda tratarse de Alejandra o de la niña: no, no es Alejandra, le digo, tampoco es Ameli; Alejandra sigue sin saber nada de lo nuestro, tranquila, y en cuanto a Ameli, ya la dejo por imposible, pero ella concluye que tengo una cara muy curiosa este jueves y yo la consuelo a medias diciéndole que estoy cansado, y ella insiste: pero no es cara de estar cansado sino preocupado, y yo: pues lo cierto es que no me pasa nada, Gali, porque cómo decirle que estoy pensando inevitablemente en el hueso de mi dedo índice, cómo decirle que de repente me he descubierto un hueso al llamar al timbre de su casa: ¿acaso no iba a sentirse un poco dolida?, ¿acaso no pensaría que era una forma como cualquier otra de decirle que ya estaba harto de visitarla cada semana, todos los jueves, desde hace años?, sonaba mal eso de: acabo de darme cuenta, Gali, justo al llamar al timbre de tu puerta, de que tengo un hueso en el dedo, de que mi dedo índice son tres huesos camuflados, para acto seguido decir: bueno, Gali, no pensemos más en que mi dedo índice son tres huesos, ¿no?, y vamos a la cama, que se hace tarde; sonaba mal, sobre todo porque con Galia, igual que con Alejandra, tenía que andar de puntillas: nuestra relación se había prolongado tanto que, a su modo, también era rutinaria, a pesar de que ella seguía llamándola «una locura»; curiosamente, Galia es viuda y libre y yo estoy casado y tengo dos hijos, pero ella sigue diciendo que lo nuestro es «una locura» y yo pienso cada vez más en una aburrida traición, un engaño cuya monótona supervivencia lo ha despojado incluso del interés perverso de todo engaño dejando solo los inconvenientes: jamás podría hablarle a Alejandra de Galia, ahora ya no, y jamás podría terminar con Galia, ahora ya no, cada relación se había instalado en su propia rutina y ya ni siquiera podía soñar con escaparme de ésta, porque se suponía que cada una servía precisamente para huir de la rutina de la otra: mi deber era cuidar de ambas, conocer a Galia y a Alejandra, saber qué les gustaba oír y qué no, lo cual, naturalmente, era difícil, y por eso mi propia rutina consistía en callarme frente a las dos; pero en momentos así callarme también era un esfuerzo, porque si me notaba incluso la división entre los huesos, si podía imaginármelos al tacto, sentirlos allí como un dolor o una comezón repentina, ¿cómo podía evitar pensar en eso?; y ni siquiera era mi dedo lo que me molestaba, ya dije, sino mi error al no darme cuenta hasta ahora: esa ceguera era lo que jodía un poco, perdonando la expresión; porque hubiera sido como si me creyera que el arlequín de la fiesta de disfraces no esconde a nadie debajo, cuando es bien cierto que ese alguien bajo el arlequín es quien le otorga forma a este último, que no podría existir sin el primero: sería tan solo puros leotardos a rombos blancos y negros, bicornio de cascabeles, zapatillas en punta y antifaz, pero no el arlequín, y de igual manera, ¿qué error me llevó a creer hasta esa misma tarde que mi dedo índice era un dedo?; si lo analizamos con frialdad, un dedo es un disfraz, ¿no?, una piel elegante que oculta el cuerpo de un hueso, o de tres huesos si nos atenemos a lo exacto, y a poco que lo meditemos, una vez llegados a este punto y pinchado en el hueso, valga la expresión, ya no se puede retroceder y razonar al revés: decir, por ejemplo, que el hueso es simplemente la parte interna de un dedo: sería como llegar a ver el alma: ¿acaso pensaríamos en el cuerpo con el mismo interés que antes?; pero mientras hablaba con Galia y la tranquilizaba estaba razonando lo siguiente: que este descubrimiento conlleva sus problemas, porque es un hallazgo delator, como atrapar a un miembro de la banda y lograr que revele la guarida de los demás: si mi dedo índice derecho, el dedo del timbre, lleva huesos ocultos, la conclusión más sencilla se extiende como un contagio a los otros cuatro de esa misma mano y, ¿por qué no?, a los cinco de la otra: tengo un total de diez huesos entre las dos manos, tirando por lo bajo, cinco huesos en cada una, y lo peor de todo es que se mueven: porque hay que pensar en esto para horrorizarse del todo: ¿alguna vez vieron moverse solos a diez huesos?, pues ocurre todos los días frente a ustedes, en el extremo final de los brazos: hagan esto, alcen una mano como hice yo aprovechando que Galia se acicalaba en el cuarto de baño (porque Galia se acicala antes y después de nuestro encuentro amoroso), alcen cualquiera de las dos manos frente a sus ojos y notarán el asco: cinco repugnantes huesos bajo una capa de pellejo (ni siquiera huesos limpios, por tanto, sino envueltos en carne) moviéndose como ustedes desean, cinco huesos pegados a ustedes, oigan, y tan usados: saber que nos rascamos con huesos, que cogemos la cuchara con huesos, que estrechamos los huesos de los demás en la calle, que acariciamos con huesos la piel de una mujer como Galia: saberlo es tan terrible pero no menos real que los propios huesos, saberlo es descubrirlo para siempre, y lo peor de todo fue lo que me afectó: no se trata de que no se me pusiera tiesa en toda la tarde, perdonando la intimidad, ya que esto me ocurría incluso cuando pensaba que los dedos eran dedos, no, lo peor fue el cuidado que puse: tanto que no parecía que estaba haciendo el amor sino operando algún diente delicado; y es que me invadió una notoria compasión por Galia, tan hermosota a sus cincuenta incluso, al pensar que sobaba sus opulencias, sus suavidades, con huesos fríos y duros de cadáver: mi culpa llegó incluso a hacerme balbucear incongruencias, desnudos ambos en la cama: ¿soy demasiado duro?, comencé por decirle, y ella susurró que no y me abrazó maternalmente, e insistir al rato, todo tembloroso: ¿no estoy siendo quizá algo tosco?, y ella: no, cariño, sigue, sigue, pero yo la tocaba con la delicadeza con que se cierran los ojos de un muerto, porque ¿cómo olvidar que eran huesos lo que deslizaba por sus muslos?, aún más: ¿cómo es que ella no lo sabía?, ¿acaso no se percataba de que las caricias que más le gustaban, aquellas en que mis dedos se cerraban sobre su carne, eran debidas a los huesos?: sin ellos, tanto daría que la magreara con un plumero: ¿cómo podría estrujar sus pechos sin los huesos?, ¿cómo apretaría sus nalgas sin los huesos?, ¿cómo la haría venirse, en fin, sin frotar un hueso contra su cosa, perdonando la vulgaridad?: sin los huesos, mis dedos valdrían tanto como mi pilila, perdonando la obscenidad, o sea, nada: ¿cómo es que ella no se horrorizaba de saber que nuestros retozos, que tanto le agradaban, eran puro intercambio de huesos muertos?, porque incluso sus propias manos, y mis brazos, y los suyos, Dios mío, ¿no eran largos y recios huesos articulados que se deslizaban por nuestros cuerpos, nos envolvían, apretaban nuestra carne, nos abrazaban?, ¿acaso era posible no sentir el grosero tacto de los húmeros, la chirriante estrechez del cúbito y el radio, los bolondros del codo y la muñeca?; sumido en esa obsesión me hallaba cuando dije, sin querer: ¿no estoy siendo muy afilado para ti?, y ella dijo: ¿qué?, y supe que la frase era absurda: «afilado»», ¿cómo podía alguien ser «afilado» para otro?, y casi al mismo tiempo me percaté de que era la pregunta correcta, la más cortés, la más cierta: porque con toda seguridad había huesos y huesos, unos afilados y otros romos, unos muy bastos y ásperos corno rocas lunares y otros pulidos quizá como jaspes: incluso era posible que el tacto del mismo hueso dependiera del ángulo en que se colocaba con respecto a la piel, porque un hueso es un poliedro, casi un diamante, y hay que imaginarse sobando a la querida con diez durísimos y helados cuarzos para comprender mi situación, pensar en la carilla adecuada que usaremos para deslizarlos por la piel, el borde más inofensivo, no sea que nuestros apretujones se conviertan en el corte del filo de un papel, en la erizante cosquilla de una navaja de barbero; y entre ésas y otras se nos pasó el tiempo y terminamos como siempre pero peor, resoplando ambos bocarriba como dos boyas en el mar, mirando al techo, con esa satisfacción pacífica que solo otorga la insatisfacción perenne: cuánto tiempo hace que tú y yo no disfrutamos, Galia, pienso entonces, que vamos llevando esto adelante por no aguardar la muerte con las manos vacías, tiempo repetido que nunca se recobra porque nunca se pierde, días monótonos, el trasiego de la rutina incluso en la excepción: porque, Galia, hemos hecho un matrimonio de nuestra hermosa amistad, eso es lo que pienso, pero hubiéramos podido ser felices si todo esto conservara algún sentido, si existiera alguna otra razón que no fuera la inercia para mantenerlo; oía su respiración jadeante de cincuenta años junto a mí y trataba de imaginarme que estaba pensando lo mismo: ese silencio, Galia, que nunca llenamos, la distancia de nuestra proximidad, por qué tener que imaginarlo todo sin las palabras, qué piensas de mí, qué piensas de ti misma, por qué hablar de lo intrascendente, y va y me indaga ella entonces: ¿qué tal el trabajo?, porque cree que el exceso de dedicación me está afectando, y yo le digo que bien, y ella, apoyada en uno de sus codos e inclinada sobre mí, los pechos como almohadas blandas, vuelve a la carga con Alejandra: pero te ocurre algo, Héctor, dice, desde que has entrado hoy por la puerta te noto cambiado, ¿no será que Alejandra sospecha algo y no me lo quieres decir?, y le he contestado otra vez que no, y a veces me interrogo: ¿por qué todo esto?, ¿por qué lo mismo de lo mismo, este vaivén inacabable?, ¿qué pasaría si un día hablara y confesara?, ¿qué pasaría si por fin me decidiera a hablar delante de Alejandra, pero también delante de Galia y de mí mismo?, decir: basta de secretos, de engaños, de misterios: ¿qué sentido le encontráis a todo?, ¿por qué oficiar siempre el mismo ritual de lo cotidiano?, y para cambiar de tema le comento que Ameli está atravesando ahora la crisis de la adolescencia y discute frecuentemente conmigo y que Héctor Luis ha decidido que no será dentista sino aviador; a Galia le gusta saber lo que ocurre con mis hijos, ese tema siempre la distrae, incluso me ofrece consejos sobre cómo educarlos mejor, y yo creo que goza más de su maternidad imaginaria que Alejandra de la real; en todo caso, es un buen tema para cambiar de tema, y pasamos un largo rato charlando sin interés y pienso que es curioso que venga a casa de Galia para hablar de lo que apenas importa, ya que eso es prácticamente lo único que hago con Alejandra; en los instantes de silencio previos a mi partida seguimos mirando el techo, o bien ella me acaricia, zalamera, incluso pesada, y me dice algo: esa tarde, por ejemplo: me gusta tu pecho velludo, así lo dice, «velludo», y no sé por qué pero de repente me parece repugnante recibir un piropo como ése, aunque no se lo comento, claro, y ella, insistente, juega con el vello de mi pecho y sonríe; Galia es una orquídea salvaje, pienso, y a saber por qué se me ocurre esa pijada de comparación, pero es tan cierta como que Dios está en los cielos aunque nunca le vemos: Galia es una orquídea salvaje en olor, tacto, sabor, vista y sonido, y me encuentro de repente pensando en ella como orquídea cuando la oigo decir: ¿por qué me preguntaste antes si eras «afilado»?, ¿eso fue lo que dijiste?, y me pilla en bragas, perdonando la expresión, porque al pronto no sé a lo que se refiere, y cuando caigo en la cuenta, y para no traicionarme, le respondo que quería saber si le estaba haciendo daño en el cuello con mis dientes, y ella va y se echa a reír y dice: ¡vampirillo, vampirillo!, y vuelve a acariciarme, y como un tema trae otro, lo de los dientes le recuerda que necesita hacerse otro empaste, porque hace dos días, comiendo empanada gallega, notó que se le desprendía un pedacito de la muela arreglada, así que pasará por mi consulta sin avisarme cualquier día de éstos, y de esa forma nos veremos antes del jueves, dice, y su sonrisa parece dar a entender que está recordando el día en que nos conocimos, porque las mujeres son aficionadas a los aniversarios, ella tendida en el sillón articulado, la boca abierta, y yo con mi bata blanca y los instrumentos plateados del oficio, y como para confirmar mis sospechas me acaricia de nuevo el pecho «velludo» y dice: me gustaste desde aquel primer día, Héctor, me hiciste daño pero me gustaste, y claro está que nos reímos brevemente y yo le digo que nunca he comprendido por qué se enamoró de mí en la consulta, qué clase de erotismo desprendería mi aspecto, bajito, calvo y bigotudo, amortajado en mi bata blanca, entre el olor a alcohol, benzol, formol y otros volátiles, provisto de garfios, tenacillas, tubos de goma, lancetas y ganchos, porque no es que mi oficio me disgustara, claro que no, pero no dejaba de reconocer que la consulta de un dentista de pago es cualquier cosa menos un balcón a la luz de la luna frente a un jardín repleto de tulipanes, eso le digo y ella se ríe, y por último el silencio regresa otra vez, inexorable, porque es un enemigo que gana siempre la última batalla; llega la hora de irme, esa tarde más temprano porque mi suegro viene a cenar a casa, y cuando voy a levantarme la oigo decir, como de forma casual: ¿qué haces frotándote los dedos sin parar, Héctor?, ¿te pican?, eso dice, y descubro que, en efecto, he estado todo el rato dale que dale moviendo los dedos de la mano derecha como si repitiera una y otra vez el gesto con el que indicamos «dinero» o nos desprendemos de alguna mucosidad, perdonando la vulgaridad, que es casi el mismo que el que utilizamos para indicar «dinero», y enrojezco como un niño de colegio de curas pillado en una mentira y quedo sin saber qué decirle, hasta que por fin me decido y opto por revelarle mi hallazgo: nada, digo, ¿es que nunca te has tocado el hueso que tenemos bajo los dedos?, y lo pregunto con un tono prefabricado de sorpresa, como si lo increíble no fuera que yo me los frotase sino que ella no lo hiciera: qué dices, me mira sin entender, y me encojo de hombros y le explico: es que resulta curioso, ¿no?, quiero decir que si te tocas los dedos notas durezas debajo, ¿verdad?, y esas durezas son el hueso, ¿no te parece curioso, Gali?, toca, toca mis dedos: ¿no lo palpas bajo la piel, la grasa y los tendones?, es un hueso cualquiera, como los que César puede roer todos los días, le digo, y ella retira la mano con asco: qué cosas tienes, Héctor, dice, es repugnante, dice, y yo le doy la razón: en efecto, es repugnante pero está ahí, son huesos, Gali, mondos y lirondos, blancos, fríos y duros huesos sin vida: sin vida no, dice ella, pero replico: sin vida, Gali, porque nadie puede vivir con los huesos fuera, los huesos son muerte, por eso nos morimos y sobresalen, emergen y persisten para siempre, pero se ocultan mientras estamos vivos, es curioso, ¿no?, quiero decir que es curioso que seamos incapaces de vivir sin los huesos de nuestra propia muerte, pero más aún: que los llevemos dentro como tumbas, que seamos ellos ocultos por la piel, que seamos el disfraz del esqueleto, ¿no, Gali?, y ella: ¿te pasa algo, Héctor?, y yo: no, ¿por qué?, y ella: es que hablas de algo tan extraño, y yo le digo que es posible y me callo y pienso que quién me manda contarle mi descubrimiento a Galia, sonrío para tranquilizarla y me levanto de la cama, no sin antes cubrirme convenientemente con la sábana, ya que siempre me ha parecido, a propósito del tema, que la desnudez tiene su hora y lugar, como la muerte, y recojo la ropa doblada sobre la silla, me visto en el cuarto de baño y para cuando salgo Galia me espera ya de pie, en bata estampada por cuya abertura despuntan orondos los pechos y destaca el abultado pubis, me da un besazo enorme y húmedo y me envuelve con su cariño y bondad maternales: te quiero, Héctor, dice, y yo a ti, respondo, y no te preocupes, dice, porque otro día nos saldrá mejor, y me recuerda aquel jueves de la primavera pasada, o quizá de la anterior, en que fuimos capaces de hacerlo dos veces seguidas y en que ella me bautizó con el apodo de «hombre lobo»: teniendo en cuenta que hoy he sido «vampirillo», más intelectual pero menos bestia, quién duda de que me convertiré cualquier futuro jueves en «momia» y terminará así este ciclo de avatares terroríficos que comenzó con un «frankenstein» entre luces blancas, olor a fármacos y cuchillas plateadas, pero esto lo digo en broma, porque bien sé que lo nuestro nunca terminará, ya que, a pesar de todo —incluso de mi escasa fogosidad—, es «una locura», o no, porque hay ritual: el rito de decirle adiós a César, ladrando en el patio encadenado a una tubería oxidada, el beso final de Galia, y otra vez en la calle, ya de noche, frotándome los dedos dentro de los bolsillos del abrigo mientras camino, porque vivo cerca de la casa de Galia y tengo mi trabajo cerca de donde vivo, así que me puedo permitir ir caminando de un sitio a otro, todo a mano en mi vida salvo los instantes de vacaciones en que nos vamos al apartamento de la costa, y, sin embargo, debido a la repetición de los veranos, también a mano el apartamento, y la costa, y todo el universo, pienso, tan próximo todo como mis propias manos, y, sin embargo, a veces tan sorprendentemente extraño como ellas: porque de improviso surge lo oculto, los huesos que yacen debajo, ¿no?, pienso eso y froto mis dedos dentro de los bolsillos del abrigo; y ya en casa, comprobar que mi suegro había llegado ya y excusarme frente a él y Alejandra con tonos de voz similares, aunque ambos creen que los jueves me quedo hasta tarde en la consulta «haciendo inventario», que es la excusa que doy, así me cuesta menos trabajo la mentira, ya que me parece que «hacer inventario» es suministrarle a Alejandra la pista de que mi demora es una invención, una alocada fantasía de mi adolescencia póstuma, hasta tal extremo de juego y cansancio me ha llevado el silencio de estos últimos años; además, sospecho que el viejo escoge los jueves para disponer de un rato a solas con Alejandra mientras yo estoy ausente, lo cual, hasta cierto punto, me parece una compensación, Alejandra tiene a su padre y yo tengo a Galia, y sospecho que desde hace meses ambas parejas pasamos el tiempo de manera similar: hablando de tonterías y fumando; el padre de Alejandra, rebasados los ochenta, tiene una cabeza tan perfecta y despejada que te hace desear verlo un poco confuso de vez en cuando, que Dios me perdone, porque además ha sido librero, propietario de una antigua tienda ya traspasada en la calle Tudescos, hombre instruido y amante de la letra impresa, particularmente de los periódicos, y con un genio detestable muy acorde con su inútil sabiduría y su fisonomía encorvada y su luenga barbilla lampiña; Alejandra, que ha heredado del viejo el gusto por la lectura fácil y la barbilla, además de cierta distracción del ojo izquierdo que apenas llega a ser bizquera, se enzarza con él en discusiones bienintencionadas en las que siempre terminan ambos de acuerdo y en contra de mí, aunque yo no haya intervenido siquiera, ya que al viejo nunca le gustó nuestro matrimonio, y no porque hubiera creído que yo era una mala oportunidad, sino por «principios», porque el viejo es de los que odian a priori, y yo nunca sería él, nunca compartiría todas sus opiniones, nunca aceptaría todos sus consejos y, particularmente, jamás permitiría que Alejandra regresara a su área de influencia (vacía ya, porque su otro hijo se emancipó hace tiempo y tiene librería propia en otra provincia); además, mi profesión era casi una ofensa al buen gusto de los «intelectuales discretos» a los que él representa, porque está claro que los dentistas solo sabemos provocar dolor, somos terriblemente groseros, apenas se puede hablar con nosotros a diferencia de lo que ocurre con el peluquero o el callista (debido a que no se puede hablar mientras alguien te hurga en las muelas), y, por último, ni siquiera poseemos la categoría social de los cirujanos: el hecho de que yo ganara más que suficiente como para mantener confortables a Alejandra y a mis dos hijos, poseer consulta privada, secretaria y servicio doméstico, no excusaba la vulgaridad de mi trabajo, pero lo cierto es que nunca me había confiado de manera directa ninguna de estas razones: frente a mí siempre pasaba en silencio y con fingido respeto, como frente a la estatua del dictador, pero se agazapaba aguardando el momento de mi error, el instante apropiado para señalar algo en lo que me equivoqué por no hacerle caso, aunque, por supuesto, nunca de manera obvia ni durante el período inmediatamente posterior a mi pequeño fracaso, porque no era tanto un cazador legal como furtivo y rondaba en secreto a mi alrededor esperando el instante apropiado para que su odio, dirigido hacia mí con fina puntería, apenas sonara, y entonces hablaba con una sutileza que él mismo detestaba que empleasen con él, ya que había que ser «franco, directo, como los hombres de antes», pero yo, lejos de aborrecerle, le compadecía (y fingía aborrecerle precisamente porque le compadecía): me preguntaba por qué tanto silencio, por qué llevarse todas sus maldiciones a la tumba, cuál es la ventaja de aguantar, de reprimir la emoción día tras día o enfocarla hacia el sitio incorrecto; pero lo más insoportable del viejo era su fingida indiferencia, esa charla intrascendente durante las cenas, ese acuerdo tácito para no molestar ni ser molestado, tan bien vestido siempre con su chaqueta oscura y su corbata negra de nudo muy fino: un día te morirás trabajando, me dice cuando me excuso por la tardanza, y no te habrá servido de nada: este gobierno nunca nos devuelve el tiempo perdido ese del señor Joyce, añade (su costumbre de citar autores que nunca ha leído solo es superada por la de citarlos mal), que diga, Proust, se corrige, a mí siempre los escritores franceses me han dado por atrás, con perdón, dice, y por eso me equivoco, y Alejandra se lo reprocha: papá, dice; mientras finjo que escucho al viejo, contemplo a Alejandra ir y venir instruyendo a la criada para la cena y llego a la conclusión de que mi mujer es como la casa en la que vivimos: demasiado grande, pero a la vez muy estrecha, adornada inútilmente para ocultar los años que tiene y llena de recuerdos que te impiden abandonarla; Alejandra tiene amigas que la visitan y le dan la enhorabuena cuando Ameli o Héctor Luis consiguen un sobresaliente; a diferencia de Galia, Alejandra es fría, distinguida e intelectual a su modo, y vive como tantas otras personas: pensando que no está bien vivir como a uno realmente le gustaría, porque Alejandra cree que el matrimonio termina unos meses después de la boda y ya solo persiste el temor a separarse; su religión es semejante: hace tiempo que dejó de creer en la felicidad eterna y ahora tan solo teme la tristeza inmediata; sin embargo, invita a almorzar con frecuencia al párroco de la iglesia y acude a ésta con una elegancia no llamativa, lo que considera una característica importante de su cultura, pues en la iglesia se arrodilla, reza y se confiesa y murmura por lo bajo cosas que parecen palabras importantes; a veces he pensado en la siguiente blasfemia: si a Dios le diera por no existir, ¡cuántos secretos desperdiciados que pudimos habernos dicho!, ¡qué opiniones sobre ambos hemos entregado a otros hombres!, pero lo terrible es que tanto da que Dios exista: dudo que al final me entere de todo lo que comentas sobre mí y sobre nuestro matrimonio en la iglesia, Alejandra, eso pienso; qué va: por paradójico que resulte, la iglesia es el lugar donde la gente como nosotros habla más y mejor, pero todo se disuelve en murmullos y silencio y oraciones, y la verdad se pierde irremediablemente: quizá la clave resida en arrodillarnos frente al otro siempre que tengamos necesidad de hablar, o en hacerlo en voz baja y muy rápido, sin pensar, cómo si rezáramos un rosario; y meditando esto oigo que el viejo me dice: ¿te pasa algo en los dedos, Héctor?, con esa malicia oculta de atraparme en otro error: y es que ahora compruebo que desde que he llegado no he dejado en ningún momento de palparme los extremos de las falanges, los rebordes óseos, el final de los metacarpos; ¿qué opinaría el viejo si le confiara mi hallazgo?, pienso y sonrío al imaginar las posibles reacciones: nada, le digo, y muevo los huesos ante sus ojos y cambio de tema; ni Ameli ni Héctor Luis están en casa cuando llego, e imagino que es la forma filial que poseen de «hacer inventario» por su cuenta, lo cual no me parece ni malo ni bueno en sí mismo, y nos sentamos a la mesa casi enseguida y Alejandra sirve de la fuente de plata con el cucharón de plata las albóndigas de los jueves, y nos ponemos a escuchar la conversación del viejo con el debido respeto, como quien oye una interminable bendición de los alimentos, interrumpido a ratos por las breves acotaciones de Alejandra, solo que esa noche el tema elegido se me hace extraño, alegórico casi, y además empiezo a sentirme incómodo nada más comenzar a comer, porque los brazos, que apoyo en el borde de la mesa, me han desvelado con todo su peso la presencia de los huesos, del cúbito y el radio que guardan dentro, y los codos se me figuran una zona tan inadecuada y brutal para esa respetuosa reunión como colocar quijadas de asno sobre la mesa mientras el viejo habla, y en su discurso de esa noche repite una y otra vez la palabra «corrupción»: ¿habéis visto qué corrupción?, dice, ¿os dais cuenta de la corrupción de este gobierno?, ¿acaso no se pone de manifiesto la corrupción del sistema?, ¿no son unos corruptos todos los políticos?, ¿no oléis a corrupción por todas partes?, ¿no se ha descubierto por fin toda la corrupción?, y mientras le escucho, intento no hacer ruido con mis brazos, porque de repente me parece que la madera de la mesa al chocar contra el hueso produce un sonido como el de un muerto arañando el ataúd y no me parece correcto escuchar la opinión del viejo con tal ruido de fondo, pero como tengo que comer, cojo tenedor y cuchillo y divido una albóndiga en dos partes y me llevo una a los labios intentando no mirar hacia los huesos que sostienen el tenedor, porque no es agradable la paradoja de verme alimentado por un esqueleto, aunque sea el mío, pero mientras mastico con los ojos cerrados oyendo al viejo hablar de la «corrupción» mi lengua detecta una esquirla, un pedacito de algo dentro de la albóndiga, y, tras quejarme a Alejandra con suavidad, recibo esta respuesta: será un huesecillo de algo, es que son de pollo, Héctor, y es quitarme con mis huesos índice y pulgar el huesecillo y dejarlo sobre el plato, e írseme la mente tras esta idea inevitable: que dentro de todo lo blando necesariamente existe lo que queda, el hueso, el armazón, la dureza, el hallazgo, aquello oculto que es blanco y eterno, lo que permanece en el cedazo, la piedra, lo que «nadie quiere»; es imposible huir de «eso que queda», porque está dentro, así que escondo los brazos bajo la mesa, incluso me tienta la idea de comer como César, acercando el hocico al plato, pero ¿acaso no es inútil todo intento de disimulo frente al apocalíptico trajín de la cena?, porque lo que percibo en ese instante es algo muy parecido a una hogareña resurrección de los muertos: incluso con el apropiado evangelista —mi suegro—, gritando «corrupción»: Alejandra coge el pan con sus huesos y lo hace crujir y lo parte, el viejo apoya los huesos en el mantel y los hace sonar con ritmo, Alejandra coge el cucharón con sus huesos y sirve más albóndigas repletas de huesecillos de pollo muerto, el viejo va y se limpia los huesos sucios de carne ajena con la servilleta, Alejandra señala con su hueso la cesta del pan y yo se la alcanzo extendiendo mis huesos y ella la coge con los suyos, hay un cruce de húmeros, cúbitos y radios, de carpos y metacarpianos, de falanges, y nos pasamos de unos a otros, de hueso a hueso, la vinagrera, el aceite, la sal, el vino y la gaseosa, y llegan Ameli y Héctor Luis, una del cine y el otro de estudiar, y saludan, y Ameli desliza sus frágiles huesos de quince años por mi cabeza calva, envuelve con sus breves húmeros mi cuello, me besa en la mejilla: ¿dónde has estado hasta estas horas?, le pregunto, y ella: en el cine, ya te lo he dicho, y yo: pero ¿tan tarde?; sí, dice, habla sin mirar sus manos gélidas, los huesos de sus manos muertas, sus brazos como pinzas blancas; sí, papá, la película terminó muy tarde; y de repente, mientras la contemplo sentándose a la mesa, su cabello oscuro y lacio, los ojos muy grandes, el jersey azul celeste tenso por la presencia de los huesos, he sentido miedo por ella, he querido cogerla, atraparla y bogar juntos por ese fluir desconocido e incesante hacia la oscuridad final: creo que deberías volver más temprano a casa a partir de ahora, Ameli, le digo, y ella: ¿por qué?, con sus ojos brillando de disgusto, y yo, mis brazos escondidos, ocultos, sin revelarlos: creo que las calles no son seguras, y el viejo me interrumpe: hoy ya nada es seguro, Héctor, dice y sigue comiendo, Alejandra sirve albóndigas y Héctor Luis se queja de que son muchas, y Ameli: ¡pero ya tengo quince años, papá!, y yo: es igual, y entonces Alejandra: no seas muy duro con la niña, Héctor, dice, le dimos permiso para que volviera hoy a esta hora, pero ella sabe que solamente hoy; guardo silencio: en realidad, todo se sumerge en el silencio salvo el entrechocar de los huesos; Ameli y Héctor Luis son tan distintos, pienso, pero en algo se parecen, y es que ambos se nos van; no los he visto crecer, los he visto irse: pero ni siquiera eso, pienso ahora, porque jamás he podido saber si alguna vez estuvieron por completo; Ameli tiene novio, pero es un secreto; sabemos que Héctor Luis ha salido con varias chicas, pero lo que piensa de ellas es secreto; ambos se han hecho planes para el futuro, tienen deseos, ganas de hacer cosas, pero todo es secreto: quizá lo comentan en los «pubs» a falta de una buena iglesia en la que poder hablar como nosotros, tan a gusto, pero en casa adoptan los dos mandamientos trascendentales de la familia: nunca hablarás de nada importante y ama el enigma como a ti mismo, ¡y si hubiera solo silencio!, pero es la charla insignificante lo que molesta, y ahora esos ruidos detrás: el golpe, el crujir de nuestros huesos; siento algo muy parecido a la pena, pero una pena casi biológica, como una mota en el ojo o el aroma inevitable de la cebolla cruda, y me disculpo para ir al baño y llorar a gusto por algo que no entiendo, y más tarde, en la cama, con Alejandra a mi lado leyendo complacida un librito de romances, me da por preguntarle: ¿soy demasiado duro contigo? mientras me observo los huesos tranquilos sobre la colcha: mis manos muertas y peladas, los cúbitos y radios en aspa, los húmeros convergiendo, y ella deja un instante el libro que sostiene con sus huesos, me mira sorprendida y dice: no, Héctor, no, ¿por qué preguntas eso?, y yo, insistente: ¿he sido duro contigo alguna vez?, y ella: nunca, y yo: ¿quizá soy demasiado tosco?, y ella: Héctor, ¿qué te pasa?, y yo: demasiado rudo quizá, ¿no?, y ella: no seas bobo, ¿lo dices porque hoy no hablaste apenas durante la cena?, ya sé que papá no te cae bien, me da un beso y añade: procura descansar, el trabajo te agota, y la veo extender las falanges blancas y articuladas de sus dedos, apagar la lamparilla de pantalla rosa y sumir la habitación en una oscuridad donde la luz de la luna, filtrada, hace brillar las superficies ásperas de nuestros huesos; después, en el sueño, he presenciado un teatro de sombras donde mis manos y brazos se movían, desplazándome, porque eran lo único, ya que la vida se había invertido como un negativo de foto y ahora solo importaba lo oculto, el secreto descubierto: los huesos de mis manos se extendían con un sonido semejante a los resortes de madera de ciertos juguetes antiguos, emergiendo del telón negro que los rodeaba: son ellos solos, el mundo es ellos, brazos y manos colgantes que hacen y deshacen, crean y destruyen, no nacen ni mueren, simplemente cambian su posición, horizontal, vertical, en ángulo, hacia arriba o hacia abajo, brazos que se balancean al caminar y manos que agarran con sus huesos cosas invisibles; y a la mañana siguiente, tras toda una noche de sueños interrumpidos y vueltas en la cama, creo comprenderlo: mi revelación es una lepra que avanza incesante, porque suena el despertador con su timbre gangoso que tanto me recuerda a una trompeta de cobre, pongo los pies descalzos en las zapatillas y lo noto: la dureza bajo las plantas, la pelusa del forro de las zapatillas adherida a los huesos del tarso, el rompecabezas de huesos irregulares de mis pies, los extremos de la tibia y el peroné sobresaliendo por el borde del pijama, las rótulas marcando un óvalo bajo la tela extendida, y al erguirme, el crujido de los fémures: el descubrimiento no me hace ni más ni menos feliz que antes, ya que lo intuyo como una consecuencia, pero un estupor inmóvil de estatua persiste en mi interior; y al ducharme viene lo peor, porque entonces compruebo que los golpes de las gotas no me lavan sino que se limitan a disgregarme la suciedad por mis huesos: arrastran el barro de mis costillas goteantes, concentran la cal en mis pies, desprenden la tierra, permean las junturas, las grietas, los desperfectos, rajan los pequeños metacarpos como cáscaras de huevo, horadan mis clavículas y escápulas, pero no hoy ni ayer sino todos y cada uno de los días en un inexorable desgaste, siento que me disuelvo en agua y salgo con prisa no disimulada de la bañera y seco mi esqueleto goteante, deslizo la toalla por el cilindro de los huesos largos como si envolviera unos juncos, la arranco con torpeza de la trabazón de las vértebras, froto como cristales de ventana los huesos planos, pienso que debo conservarme seco para siempre porque de repente sé que soy un armazón de cincuenta años de edad que solo puede humedecerse con aceite, y es en ese instante, o quizá un poco después, cuando apoyo la maquinilla de afeitar contra mi rostro, que siento la invasión final de esa lepra y quedo tan inerme que apenas puedo apartar las cuchillas giratorias de mi mejilla: algo parecido a una horrísona dentera me paraliza, porque de repente noto como el restregar de un rastrillo contra una pizarra o el arañar baldosas con las patas metálicas de una silla, incluso imagino que pueden saltar chispas entre la maquinilla y el hueso de la mandíbula o el pómulo; me palpo con la otra mano la cabeza, siento las durezas del cráneo, el arco de las órbitas, el puente del maxilar, el ángulo de la quijada, y pienso: ¿por qué finjo que me afeito?, ¿acaso mi rostro no es un añadido, una capa, una máscara?; entra Alejandra en ese instante y casi me parece que gritará al ver a un desconocido, pero apenas me mira y se dirige al lavabo; yo me aparto, desenchufo la maquinilla y la guardo en su funda, y ella: ¿ya te has afeitado, Héctor?, y yo: sí, y salgo del baño con rapidez: ¡no podría acercar esa maquinilla a los huesos de mi calavera!; todo es tan obvio que lo inconcebible parece la ignorancia, pienso mientras me visto frente al espejo del dormitorio y abrocho la camisa blanca alrededor de las delgadas vértebras cervicales: llevar un cráneo dentro, una calavera sobre los hombros, besar con una calavera, pensar con una calavera, sonreír con una calavera, mirar a través de una calavera como a través de los ojos de buey de un barco fantasma, hablar por entre los dientes de una calavera: aquí está, tan simple que movería a risa si no fuera espantoso, y me afano en terminar el lazo de mi corbata con los huesos de mis dedos sonando como agujas de tricotar; Alejandra llega detrás, peinándose la melena amplia y negra que luce sobre su propia calavera, y el paso del cepillo descubre espacios blancos en el cuero cabelludo donde los pelos se entierran: parece inaudito saberlo ahora, contemplarlo ahora; entre los dientes sostiene dos ganchillos: el asco llega a tal extremo que tengo que apartar la vista: allí emerge el hueso, pienso, el subterfugio, el disfraz, tiene un defecto, como una carrera en la media que descubre el rectángulo de muslo blanco; allí, tras los labios, los dientes, los únicos huesos que asoman, y vivimos sonriendo y mostrándolos, y nos agrada enseñarlos y cuidarlos y mi profesión consiste precisamente en mantenerlos en buen estado, blancos y brillantes, limpios, pelados, lisos, desprovistos de carne, como tras el paso de aves carroñeras: esa hilera de pequeñas muertes, esa dureza tras lo blando; ¿acaso no es enorme el descuido?; de repente tengo deseos de decirle: Alejandra, estás enseñando tus huesos, oculta tus huesos, Alejandra, una mujer tan respetable como tú, una señora de rubor fácil, tan educada y limpia, con tu colección de novela rosa y tu familia y tu religión, ¿qué haces con los huesos al aire?, ¿no estás viendo que incluso muerdes cosas con tus huesos?, ¡Alejandra, por favor, que son tus huesos hundidos en el cráneo oculto, los huesos que quedarán cuando te pudras, mujer: no los enseñes!; esto va más allá de lo inmoral, pienso: es una especie de exhumación prematura, cada sonrisa es la profanación de una tumba, porque desenterramos nuestros huesos incluso antes de morir; deberíamos ir con los labios cerrados y una cruz encima de la boca, hablar como viejos desdentados, educar a los niños para que no mostraran los dientes al comer: un error, un gravísimo error en la estructura social comparable a caminar con las clavículas despellejadas, tener los omoplatos desnudos, descubrir el extremo basto del húmero al flexionar el codo, mostrar las suturas del cráneo al saludar cortésmente a una señora, enseñar las rótulas al arrodillarnos en la misa o las palas del coxal durante un baile o la superficie cortante del sacro durante el acto sexual: y sin embargo, ella y yo, con nuestros horribles dientes, la prueba visible de la existencia de los cráneos: absurdo, murmuro, y ella: ¿decías algo?, pero hablando entre dientes debido a los ganchillos, como si lo hiciera a través de apretadas filas de lápidas blancas, un soplo de aire muerto por entre las piedras de un cementerio, o peor: la voz a través de la tumba, las palabras pronunciadas en la fosa: no, nada, respondo, y ella, intrigada, se me acerca y arrastra sus falanges por mis vértebras: te noto distante desde ayer, Héctor, ¿te ocurre algo?, ¿es el trabajo?, y juro que estuve a punto de decirle: te la pego con una antigua paciente desde hace varios años, todos los jueves a la misma hora, pero no te preocupes porque una increíble revelación me ha hecho dejarlo, ya nunca más regresaré con Galia, no merece la pena (y por qué no decirlo, pienso, por qué reprimir el deseo y no decir la verdad, por qué no descargar la conciencia y vaciarme del todo); sin embargo, en vez de esa explicación catártica, le dije que sí, que era el exceso de trabajo, y me mostré torpe, callándome la inmensa sabiduría que poseía mientras notaba cómo descendían sus falanges por el edificio engarzado de mi columna, y ella dijo: pero hace mucho tiempo que no me sonríes, y pensé: ¡te equivocas!, somos una sonrisa eterna, ¿no lo ves?: nuestros dientes alcanzan hasta los extremos de la mandíbula y no podemos dejar de sonreír: sonreímos cuando gritamos, cuando lloramos, al pelear, al matar, al morir, al soñar: sonreímos siempre, Alejandra, quise decirle, y la sonrisa es muerte, ¿no lo ves?, quise decirle, nuestras calaveras sonríen siempre, así que la mayor sinceridad consiste en apartar los labios, elevar las comisuras y sonreír con la piel intentando imitar lo mejor posible nuestra sonrisa interior en un gesto que indica que estamos conformes, que aceptamos nuestro final: porque al sonreír descubrimos nuestros dientes, «enseñamos la calavera un poco más», no hay otro gesto humano que nos desvele tanto; la sonrisa, quise decirle, traiciona nuestra muerte, la delata; cada sonrisa es una profecía que se cumple siempre, Alejandra, así que vamos a sonreír, separemos los labios, mostremos los dientes, sonriamos para revelar las calaveras en nuestras caras, hagamos salir el armazón frío y secreto, draguemos el rostro con nuestra sonrisa y extraigamos el cráneo de la profundidad de nuestros hijos, de ti y de mí, del abuelo, de los amigos, de los parientes y del cura; pero no le dije nada de eso y me disculpé con frases inacabadas y ella enfrentó mis ojos y me abrazó y sentí los crujidos, la fricción, costilla contra costilla, golpes de cráneos, y supuse que ella también los había sentido: no seamos tan duros, le dije, y ella respondió, abrazándome aún: no, tú no eres duro, Héctor, y yo le dije: ambos somos duros, y tenía razón, porque se notaba en los ruidos del abrazo, en el telón de fondo de nuestro amor: un sonido semejante al que se produciría al echarnos la suerte con los palillos del I Ching sobre una mesa de mármol, o jugando al ajedrez con fichas de marfil, un trajín de palitos recios como un pimpón de piedra, el entrechocar aparentemente dulce de nuestros esqueletos como agitar perchas vacías; me aparté de ella y terminé de vestirme: quizá soy dura contigo, repitió ella, yo también soy duro, dije, y pensé: y Ameli y Héctor Luis, y todos entre sí y cada uno consigo mismo, ¡qué duros y afilados y cortantes y fríos y blancos y sonoros!; ¿te vas ya?, me dijo, sí, le dije, porque no deseaba desayunar en casa, en realidad no deseaba desayunar nunca más, pero sobre todo, sobre todas las cosas, no deseaba cruzarme con los esqueletos de mis hijos recién levantados, así que casi eché a correr, abrí la puerta y salí a la calle con el abrigo bajo el brazo, a la madrugada fría y oscura; ya he dicho que tengo la consulta cerca, lo cual siempre ha sido una ventaja, aunque no lo era esa mañana: quería trasladarme a ella solo con mi voluntad, sin perder siquiera el tiempo que tardara en desearlo; caminaba observando con mis cuencas vacías las casas que se abren, las figuras blancas que emergen de ellas como fantasmas en medio de la oscuridad, las primeras tiendas de alimentos llenas de huesos y cadáveres limpios de seres y cosas; caminaba y observaba con mis órbitas negras, lleno de un extraño y perseverante horror: ¿qué hacer después de la revelación?, ¿dónde, en qué lugar encontraría el reposo necesario?; porque ahora necesitaba envolverme, ahora, más que nunca, era preciso hallar la suavidad; mientras caminaba hacia la consulta lo pensaba: todos tenemos ansias de suavidad: guantes de borrego, abrigos de lana, bufandas, zapatos cómodos; sin embargo, el mundo son aristas, y todo suena a nuestro alrededor con crujidos de metal; qué pocas cosas delicadas, cuánta aspereza, cuánta jaula de púas, qué amenaza constante de quebrarnos como juncos, de partirnos, qué mundo de esqueletos por dentro y por fuera, móviles o quietos, invasión blanca o negra de huesos pelados, qué cementerio: toda obra es una ruina, toda cosa recién creada tiene aires de destrucción, y nosotros avanzamos por entre cruces, mármol, inscripciones, rejas y ángeles de piedra como espectros, y la niebla de la madrugada nos traspasa, huesos que van y vienen, esqueletos que se acercan y caminan junto a mí y me adelantan, apresurados, aquel que limpia los huesos en ese tramo de la calle, ese otro que espera en la parada, envuelto en su impermeable, huesos blancos por encima de los cuellos, la muerte dentro como una enfermedad que aparece desde que somos concebidos, ¿no hay solución?; y sorprender entonces a un hombre, una figura, no como yo, no como los demás, que se detiene frente a mí y me habla: ¿tiene fuego?, dice, un individuo desaliñado de espesa melena y barba, rostro pequeño, casi escondido, chaqueta sucia y manos sucias que se tambalea de un lado a otro como si el mero hecho de estar de pie fuera un tremendo esfuerzo para él; le ofrezco fuego y se cubre con las manos para encender un cigarrillo medio consumido, entonces dice: gracias, y se aleja; me detengo para observarle: camina con cierta vacilación hasta llegar a la esquina, después se vuelve de cara a la pared, una figura sin rasgos, y distingo la creciente humedad oscura a sus pies, detenerme un instante para contemplarle, volverse él y alejarse con un encogimiento de hombros y una frase brutal; un borracho orinando, pienso, pero al mismo tiempo deduzco: se ha reconstruido, ha verificado su interior, ha exhumado cosas que le pertenecen y le llenan por dentro: líquidos que alguna vez formaron parte de él; eso es un proceso de autoafirmación, pienso: él es algo que yo no soy o que he dejado de ser, ha logrado obtener lo que yo pierdo poco a poco: integridad, quizá porque no tiene que callar, porque es libre para decir lo que le gusta y lo que no, pienso y golpeo con los huesos del pie el cadáver de una vieja lata en la acera, o porque ha aceptado la vida tal cual es, o quizá porque tiene hambre y sed, y necesidad de fumar, dormir y orinar en una esquina, quizá porque siente necesidades en su interior, dentro de esa intimidad de las costillas que en mí mismo forma un espacio negro: sus necesidades le llenan, y yo, satisfecho, camino vacío: eso pensé; era preciso, pues, reformarse, volver a la vida a partir de los huesos, resucitar, aunque es cierto que en algún sitio dentro de mí existían vestigios, cosas que se movían bajo las costillas o en el espacio entre éstas y el hueso púbico, pero era necesario comprobarlo; todo aturdido por el ansia, entré en uno de los bares que estaban abiertos a esas horas y me dirigí apresurado al cuarto de baño, respondiendo con un gesto al hombre que atendía la barra y que me dijo buenos días; ya en el urinario, muy nervioso, busqué mi pija semihundida, perdonando la frase, la extraje y me esforcé un instante: tras un cierto lapso, comprobé la aparición brusca del fino chorro amarillo y sentí una distensión lenta en mi pubis que califiqué como el hallazgo de la vejiga: al fin me sirves de algo, pensé mientras me sacudía la pilila, perdonando la bajeza; así, convertido en pura vejiga, salí a la calle de nuevo y respiré hondo: noté bolsas gemelas a ambos lados del esternón, sacos que se ampliaban con el aire frío de la mañana, y descubrí mis pulmones; en un estado de alborozo difícilmente descriptible me tomé el pulso y sentí, con la alegría de tocar el pecho de un pájaro recién nacido, el golpeteo suave de la arteria contra mi dedo, su pequeño pero nítido calor de hogar, y supe que guardaba sangre y que mi corazón había emergido; caminando hacia la consulta completé mi resurrección, la encarnación lenta de mi esqueleto; así pues, yo era pulmones y vejiga, yo era intestino, tripas, estómago, yo era músculos del pene, tendones, sangre, hígado, vesícula, bazo y páncreas, yo era glándulas y linfa, todo suave, todo lleno, ocupando intersticios como si vertieran sobre mí unas sobras de hombre: yo era, por fin, globos oculares líquidos, yo era lengua y labios, yo era el abrir lento de los párpados, la creación del paladar, la suave nariz horadada, la humedad limpia de la saliva, la lágrima tibia y el sudor de los poros; yo era sobre todo mi propio cerebro, las revueltas grises de los nervios, la masa de ideas invisibles, la voluntad, el deseo, el pensamiento; llegué a la consulta recién creado, aún sin piel pero ya formado y funcionando, atravesé el oscuro umbral con la placa dorada donde se leía «Héctor Galbo, odontólogo», preferí las escaleras y abrí la puerta con la delicadeza muscular de un relojero, con la exactitud de un ladrón o un pianista; Laura, mi secretaria, ya estaba esperándome, y el vestíbulo aparecía iluminado así como la marina enmarcada en la pared opuesta, y me dejé invadir por el olor a cedro de los muebles, la suavidad de la moqueta bajo los pies, y cuando mis globos oculares se movieron hacia Laura pude parpadear evidenciando mi perfección; entonces, la prueba de fuego: me incliné para saludarla con un beso y percibí la suavidad de mi mejilla, los delicados embriones de mis labios, y supe que por fin la piel había aparecido: cabello, pestañas, cejas, uñas, el florecer de mi bigote negro; besarla fue como besarme a mí mismo: buenos días, doctor Galbo, me dijo, noté las cosquillas de mi camisa sobre mi pecho velludo, muy velludo, buenos días, dije, buenos días, Laura, y percibí mi laringe en el foso oculto entre la cabeza y el pecho, sentí el aire atravesando sus infinitos tubos de órgano: buenos días, repetí despacio saludando a todo mi cuerpo reflejado en el espejo del vestíbulo, mi cuerpo con piel y sentimientos, mi cuerpo vestido, bajito, mi cabeza calva y mi rostro bigotudo: buenos días, doctor Galbo, hoy viene usted contento, dice Laura, sí, le dije, vengo aliviado, quise añadir, he orinado en un bar y he descubierto por fin que tengo vejiga, y a partir de ahí todo lo demás, pero en vez de decirle esto pregunté: ¿hay pacientes ya?, y ella: todavía no, y yo: ¿cuántos tengo citados?, y ella: cinco para la mañana, la primera es Francisca, ah sí, Francisca, dije, sí: sus prótesis darán un poco la lata, y me deleito: oh mi memoria perfecta, mis sentidos vivos, mis movimientos coordinados, sí, sí, Francisca, muy bien, y mi imaginación: porque de repente me vi avanzando hacia mi despacho con los músculos poderosos de un tigre, todo mi cuerpo a franjas negras, mis fauces abiertas, los bigotes vibrantes, los ojos de esmeralda, y mi sexo, por fin, mi sexo: porque Laura, con la mitad de años que yo, me parecía una presa fácil para mis instintos, una captura que podía intentarse, la gacela desnuda en la sabana; ya era yo del todo, incluso con mis pensamientos malignos, incluso con mi crueldad, por fin: avíseme cuando llegue, le dije, y entré en mi despacho, me quité el abrigo y la chaqueta, me vestí con la bata blanca, inmaculada, mi bata y mi reloj a prueba de agua y de golpes, y mi anillo de matrimonio, y los periódicos que Laura me compra y deposita en la mesa, y mi ordenador y mis libros, y mis cuadros anatómicos: secciones de la boca, dientes abiertos, mitades de cabezas, nervios, lenguas, ojos, mejor será no mirarlos, pienso, porque son hombres incompletos, yo ya estoy hecho, pienso, envuelto al fin de nuevo en mi funda limpia, recién estrenado; por fin pensar: saber que he regresado al origen, me he recobrado, he impedido mi disolución guardándome en un cuerpo recién hecho; no recuerdo cuánto tiempo estuve sentado frente al escritorio saboreando mi triunfo, pero sé que la segunda y más terrible revelación llegó después, con el primer paciente, y que a partir de entonces ya no he podido ser el mismo, peor aún, porque me he preguntado después si he sido yo mismo alguna vez, si mi integridad fue algo más que una simple ilusión: y fue cuando sonó el timbre de la puerta, el siguiente timbre, el nuevo timbre que me despertó de la última ensoñación (como el de casa de Galia, o el del despertador con sonido de trompeta de cobre, ahora el de la consulta, pensé, y no pude encontrarles relación alguna entre sí, salvo que parecían avisos repentinos, llamadas, notas eléctricas que presagiaban algo), y Laura anunció a la señora Francisca, una mujer mayor y adinerada, como Galia, como Alejandra, con las piernas flebíticas y el rostro rojizo bajo un peinado constante, que entró con lentitud en la consulta hablando de algo que no recuerdo porque me encontraba aún absorto en el éxito de mi creación: fue verla entrar y pensar que iría a casa de Galia cuando la consulta terminara y le diría que todo seguía igual, que era posible continuar, que nada nos estorbaba, y después llegaría a mi casa y le diría a Alejandra que la quería, que nunca más sería duro con ella ni con Ameli, eso me propuse, y saludé a la señora Francisca con una sonrisa amable, y la hice sentarse en el sillón articulado, la eché hacia atrás con los pedales, la enfrenté al brillo de los focos y le pedí que abriera la boca, porque eso es lo primero que le pido a mis pacientes incluso antes de oír sus quejas por completo: como estoy acostumbrado a que esta instrucción se realice a medias, me incliné sobre ella y abrí mi propia boca para demostrarle cómo la quería: así, abra bien la boca, le dije, ah, ah, ah, y es curioso lo cerca que siempre estamos de la inocencia momentos antes de que un nuevo horror nos alcance: incluso éste aparece al principio con disimulo, revelándose en un detalle, en un suceso que, de otra manera, apenas merecería recordarse, porque mientras Francisca, obediente, abría más la boca, descubrí el último de los horrores, la luz del rayo que nunca debería contemplar un ser humano, la degradación final, tan rápida, pavorosa e inevitable como cuando presioné el timbre de Galia, pero mucho peor porque no era lo oculto, lo que era, sino lo que no era, aquello que falta, no lo que se esconde sino lo que no existe: la nueva revelación me violó, perdonando la brutalidad, de tal manera que todos mis logros anteriores adoptaron de inmediato la apariencia de un sueño que no se recuerda sino a fragmentos, e incapaz de reaccionar, permanecí inmóvil, inclinado sobre la mujer, ambos con la boca abierta, ella con los ojos cerrados esperando sin duda la llegada de mis instrumentos; pero como no llegaban los abrió, me vio y advirtió en mi rostro el horror más puro que cabe imaginarse: qué pasa, doctor, me dijo, qué tengo, qué tengo, pero yo me sentía incapaz de responderle, incapaz incluso de continuar allí, fingiendo, así que retrocedí, me quité la bata con delirante torpeza, la arrojé al suelo, me puse la chaqueta y salí de la habitación, corrí hacia el vestíbulo sin hacer caso a las voces de la paciente y a las preguntas de Laura, abrí la puerta, bajé las escaleras frenéticamente y salí a la calle: no sabía adónde dirigirme, ni siquiera si tenía sentido dirigirme a algún sitio; contemplé a los transeúntes con muchísima más incredulidad de la que ellos mostraron al contemplarme a mí: ¿era posible que todos ignoraran?, ¿hasta ese punto nos ha embotado la existencia?; hubo un momento terrible en el que no supe cuál debería ser mi labor: si caer en soledad por el abismo o arrastrar como un profeta a las conciencias ciegas que me rodeaban; es cierto que toda gran verdad precisa ser expresada, pero la locura de mi actual situación consistía en que esta verdad última era inexpresable: quiero decir que esta verdad final no era algo, más bien era nada, así que no podía soñar con explicarla: quizá el silencio en el gélido vacío entre las estrellas hubiera sido una explicación adecuada, pero no un silencio progresivo sino repentino y abrupto: una brecha de espacio muerto, una bomba inversa que absorbiera las cosas hacia dentro, que nos introdujera a todos en un mundo sin lugares ni tiempo donde la nada cobrara alguna especial y terrible significación, quizá entonces, pensé, y corrí por la acera intuyendo que cada minuto desperdiciado era fatal: ¿le ocurre algo?, fue la pregunta que me hizo un individuo que aguardaba frente a un paso de peatones cuando me acerqué, y solo entonces fui consciente de que tenía ambas manos sobre la boca, como si tratara de contener un inmenso vómito; mi respuesta fue ininteligible, porque sacudí la cabeza diciendo que no, pero esperando que él entendiera que eso era lo que me pasaba: que no; si hubiera podido hablar, habría respondido: nada, y precisamente ahí radicaba lo que me ocurría: me ocurría nada, pero era imposible hacerle comprender que nada era infinitamente peor que todos los algos que nos ocurren diariamente; no pude hacer otra cosa sino alejarme de él con las manos aún sobre la boca, corriendo sin saber por dónde iba pero con la secreta esperanza de no ir a ninguna parte, de no llegar, de seguir corriendo para siempre, porque no podía presentarme en casa de aquel modo, no con aquel fallo, sería preciso hacer cualquier cosa para remediar esa escisión, quizá comenzar desde el principio, reunir de nuevo el hilo en el ovillo, a la inversa: pensar en el instante anterior a la revelación, notar la presencia para comprender ahora la falta; pero cómo describirlo: cómo decir que había conocido de repente la boca cuando la paciente abrió la suya y yo quise indicarle cómo tenía que hacerlo y abrí la mía; fue entonces: el tiempo se congeló a mi alrededor y quedé solo en medio de mi hallazgo, como un náufrago, paralizado por la revelación suprema, incapaz de comprender, al igual que con la anterior, por qué no lo había sabido hasta entonces: la boca, claro, ahí, aquí, abajo, bajo mi nariz, en mi rostro, la boca: de repente me había percatado de la verdad, tan simple e invisible debido a su propia evidencia: la boca no es nada, lo comprendí al pedirle a la paciente que la abriera y al abrir la mía: ¿qué he abierto?, pensé: la boca; pero entonces, si la boca abierta también es la boca, el resultado era una oscuridad, un agujero vacío, un abismo; quiero decir que, de repente, al ver la boca, al inclinarme para verla, no la vi, pero no la vi justamente porque era eso: el no verla; si hubiera visto la boca de la misma forma que veo mis dedos, por ejemplo, no lo sería o estaría cerrada; sin embargo, el horror consiste en que una boca abierta también es una boca: como llamarle «dedos» al espacio vacío que hay entre ellos; ¡pero eso no era todo!: si aquel defecto, aquella nada, era, ¿cómo podía evitar la llegada del vacío?, ¿cómo impedir que todo siguiera siendo lo que es en la nada?, ¿cómo pretender recobrar mi cuerpo si me evacuo por ese agujero negro y absurdo?; lo comprendí: ¡si todo se hubiera cerrado a mi alrededor!, ¡si las junturas hubieran encajado perfectamente, sin interrupciones, sin oquedades!, pero tenía que estar la boca, la boca abierta que también era la boca, y ahora ¿cómo permanecer incólume?, ¿cómo seguir inmutable, conservándome dentro, si allí estaba eso que no era, esa nada negra implantada en mí?; corrí, en efecto, a ciegas, no recuerdo durante cuánto tiempo, hasta que un nuevo acontecimiento pudo más que mi propia desesperación: en una esquina, recostado en un portal, distinguí a un hombre, el borracho de aquella madrugada, que parecía dormir o agonizar: un sombrero gris le cubría casi todo el rostro salvo la barba, y allí, insertado en lo más hondo del pelo, un agujero abierto, sin dientes, sin lengua, una cosa negra y circular como una cloaca o la pupila de un cíclope ciego que me mirara, aunque yo fuera «nadie», el vacío terrible, la nada; de repente se había apoderado de mí un horror supremo, un asco infinito, la conjunción final de todo lo repugnante, y me alejé desesperado cubriéndome con las manos aquel «salto», aquel «vacío» letal, atenazado por una sensación revulsiva, un pánico que era como cribar mis ideas con violencia hasta romperlas, la certeza de mi perdición, el desprendimiento a trozos de mi voluntad frente a lo irremediable: esa boca abierta, el error por el que todo entra y todo sale, los secretos, la palabra, el vómito, la saliva, la vida, el aliento final, porque me había envuelto en mi propio cuerpo para hallar algo último que no cierra, ese terrible defecto tras los labios del beso, tras el lenguaje cotidiano, tras los gestos de comer y masticar, más allá de los dientes y la lengua, ese algo que no es el paladar ni la faringe ni la descarga de las glándulas, ese vacío que me recorre hacia dentro, el túnel deshabitado del gusano, la nada, la negación, eso que ahora empezaba a corroerme; porque si existía la boca, nada podía detener la entrada del vacío; así que cerca de casa empecé a perderme, a dividirme en secciones, a horadarme: primero fue la piel, que apenas se presiente, que es casi solamente tacto, la piel que cayó a la acera mientras corría, la piel con mi figura y mis rasgos que se me desprendió como la de un reptil mudando sus escamas, porque el vacío se introducía bajo ella como un cuchillo de aire y la separaba; entonces los músculos y los tendones, en silencio: ¿qué protección pueden ofrecer frente a los túneles de la nada?, ¿qué defensa procuran ante esa marea de vacío, ese fallo que me alcanzaba como a través de un sumidero?, también ellos caen y se desatan como cordajes de barco en una tempestad; la calle en la que vivo recibió el tributo de la lenta pero inexorable pérdida de mis vísceras: ese trago infecto de nada, que no está pero es, provoca la caída de mi estómago y mis intestinos, mi hígado derretido y mi bazo, los pulmones sueltos que se alejan por el aire como palomas grises, el corazón que ya no late, madura, se endurece y cae, gélido como el puño de un muerto, porque nada puede latir frente a la boca, los nervios arrastrados por la acera como hilos de un títere estropeado, los ojos como gotas de leche derramada, la suave materia de mi cerebro, la exactitud de mis sentidos, la excitante delicia del deseo, la provocación del hambre y el instinto, las sensaciones, los impulsos: todo cae y se pierde, todo gotea incesante desde mi armazón, todo se va y se desvanece calle abajo; entro en casa al fin, ya solo mi esqueleto muerto y limpio, y pienso: mis hijos están en el colegio, por fortuna; me dirijo al salón y allí encuentro a Alejandra, que me mira con pasmo; se halla sentada en su sofá tejiendo algo, y probablemente destejiéndolo también, creando y destruyendo en un vaivén de interminable dedicación; entonces me detengo frente a ella, aparto con lentitud las falanges blancas de mi oquedad y la descubro, por fin, en toda su horrible grandeza: la boca abierta, las mandíbulas separadas, el enorme vacío entre maxilares, la verdadera boca que no es, desprovista del engaño de las mucosas, ese espacio negro que nada contiene, y hablo, por fin, tras lo que me parecen siglos de silencio, y mis palabras, emergiendo de ese vacío, son también vacío y horadan: Alejandra, hablo, llevo años traicionándote con una mujer que conocí en la consulta, y ella: Héctor, qué dices, y yo: es guapa, pero no demasiado, cariñosa, pero no demasiado, inteligente, pero no demasiado: lo mejor que tiene es que me quiere y que intentó hacerme feliz, y que nunca me ha creado problemas salvo la necesidad de mentirte, de ocultártelo, una mujer con la que descubrí que puede haber una cierta felicidad cotidiana a la que nunca deberíamos renunciar, como hemos hecho tú y yo, ni siquiera a esa cierta felicidad cotidiana, una mujer, en fin, con la que he sabido que ya todo es igual, que incluso el pecado termina alguna vez, incluso la culpa, incluso lo prohibido, y ella: Héctor, Héctor, qué te pasa, dice, que ya basta de mentiras, respondo y me deshago de su lento abrazo y de sus lágrimas, y basta de silencio, porque era necesario hablar, pero no solo a ti, no, no solo a ti, y ella, gritando: ¿adónde vas?, pero su grito se me pierde con el mío propio, que ya solo oigo yo, y eso es lo terrible: porque mi garganta ha desaparecido y solo quedan las tenues vértebras y el deseo de ser escuchado; corro entonces a casa de Galia arrastrando apenas los jirones blancos de mis huesos por la acera, y ella misma abre la puerta y grita al verme: no, Galia, no podemos seguir juntos, dije entonces, no tengo nada más que hacer aquí, tú, viuda y solitaria, yo, casado y solitario, nada que hacer, Galia, no más consuelos, no más secretos, basta de felicidad y de cariño doméstico, porque llega un instante, Galia, en que todo termina, y lo peor de todo es que tú no eres una solución: ¿por qué?, me dijo: porque es necesario decir la verdad y revelar la mentira, repliqué, aunque nos quedemos vacíos, es necesario abrir las bocas, Galia, le dije, y volcarnos en hablar y hablar y destruirlo todo con las palabras, dije, porque si algo somos, Galia, es aliento, así que es necesario, por eso lo hago, dije, y me alejé de ella, que gritó: ¿adónde vas?, pero su grito se perdió dentro del mío, que ya era tan enorme como el silencio del cielo; y me alejé de todos, de una ciudad que no era mi ciudad, de una vida que no era mi vida, corrí ya casi llevado por el viento, las espinas delgadas de mi cuerpo flotando en el aire, corrí, volé hacia los bosques transportado por una ráfaga de brisa como el polvo o la basura, avancé por la hierba, entre los árboles, desgastándome con cada palabra: basta con eso, dije, no más hogar, no más vida, no más esfuerzo, dije, grité en silencio: ya basta de mundo y de existencia, ya basta de hacer y de procurar, soportar, callar y mirar buscando respuestas, no, no más luz sobre mis ojos, nunca otro día más, basta de desear y pretender, de conseguir y por último perder lo conseguido y enfermar y morir y terminar en nada, todo vacío, intrascendente, limitado y mediocre: basta, porque hay un error en nosotros, un hiato perenne, el sello de la nada, esta boca siempre abierta, este hueco hacia algo y desde algo, miradlo: está en vosotros, el sumidero, el vórtice; lo he soportado todo, incluso los años de silencio, los años iguales y el silencio, la muerte interior, el vacío interior, la falsa esperanza, la ausencia de deseos, pero no puedo soportar esta conexión: si tiene que existir esto, este hueco vacío y nulo, esta ausencia de mi carne y de mi cuerpo, si tiene que existir la boca, prefiero echarlo todo fuera, dejar que todo se vaya como un soplo puro, que lo oigan todos, que todos lo sepan, prefiero esto a la falsa seguridad de un cuerpo muerto, eso dije, eso grité, y me vi por fin convertido en nada, la oquedad llenando todos mis huesos abiertos como flautas mudas, desmenuzados como arena por fin, solo esa ceniza última, apenas el rastro leve que el viento termina por borrar, el vacío enorme de esa boca que tiene que decir y revelar y descubrir y gritar y acusar y vaciarme hacia fuera desde dentro y mezclarme con todo, esa boca abierta e infinita del silencio absoluto por la que hablo aunque nadie oiga


    10. —Me detengo y me froto la nariz

    1. Froté suavemente mi barbilla cortada y bajé a desayunarme, decidido a tener cuanto antes una entrevista con Laurencio Brown


    2. Sin embargo, froté una de ellas con la manga y poco después brilló como una chispa en la oscura cavidad de mi mano


    3. –Seguro que lo que ha pensado es que usted era el hombre -Me froté las sienes


    4. Me froté el rostro con ella mientras me encaminaba a la puerta principal


    5. Puse un poco de abrillantador en el raíl y luego lo froté con uno de los trapos


    6. Se me ocurrió que tal vez pudiera obtener algún conocimiento de sus intenciones repitiendo sus gestos, así que le sonreí y me froté los muslos, arriba y abajo, con las palmas de las manos


    7. Dejé el Escarabajo en el aparcamiento de mi oficina y me froté los ojos


    8. Lancé un suspiro de frustración y me froté los ojos


    9. Entré, froté los zapatos mojados en el felpudo, me los quité y los dejé junto a la puerta


    10. Antes de salir del pueblo, encontré una farmacia y compré varios polvos y lociones contra la irritación, que me froté por todo el cuerpo

    11. Me froté los cansados ojos


    12. La primera vez que se lo froté se pegó un susto tremendo


    13. Me lavé y froté los arañazos abiertos y los limpié y Mwindi me los pintó con cuidado


    14. —Lo froté con los dedos—


    15. Me froté los ojos con el pulpejo de las manos y medité un momento sin interrupciones sobre nuestra situación—


    16. Me froté las manos sudadas en los pantalones


    17. —Me froté la frente con la mano


    18. Me lavé el pelo con el champú ordinario del motel y me froté el cuerpo furiosamente, tratando de borrar con jabón las infamias de la noche


    19. Me froté la cadera y describí algunos círculos en el aire con el brazo derecho para comprobar el juego de los músculos en ese lado


    20. Me senté y me froté las sienes palpitantes

    21. Empleé el agua caliente para lavarme las manos y la cara; después froté la túnica con agua fría


    22. Salí a la terraza: el tiempo seguía fresco, me froté los brazos


    23. Me froté los ojos, pero persistían los mismos objetos


    24. Metí la mano en el futón y froté su espalda caliente


    25. Posé el cubo en la cubierta y me froté las manos, en las que el asa había dejado unas profundas marcas


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    frotar in English

    rub chafe

    Sinônimos para "frotar"

    refregar friccionar fregar estregar rozar acariciar sobar