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    Используйте «estirar» в предложении

    estirar примеры предложений

    estira


    estiraba


    estiraban


    estirado


    estiramos


    estiran


    estirando


    estirar


    estiras


    estiro


    estirábamos


    estiré


    1. Como los medios informativos buscan presentar su versión del significado de las ideas y acciones de los candidatos, como descripción, no como persuasión, de ahí nace un proceso de "estira y encoge" mediante el cual "los estrategas de campaña" buscan involucrar a los medios de información, aunque lo nieguen reiteradamente, y éstos a tratar de mantenerse al margen o de involucrarse de acuerdo con su propios intereses


    2. la estira, lavándola en seguida en el rio:vuelve luego á macearla todavía por algunos instantes, y


    3. espaldas a la puerta y se estira una media


    4. tritura cuanto ponen bajo el martillo-pilón y estira los metalespasados por el laminador; pero sabe también


    5. —Se abre el lomo y se estira bien con el mazo, rellenándolocon aceitunas picadas, tiras


    6. Se toma piel de ternera, se estira bien, y se colocan intercaladas lastiritas y trufas; encima, una capa de la pasta de huevo, otra de tiras, yasí sucesivamente


    7. Se toma untrozo de piel de ternera, se estira bien y se va colocando


    8. —Se abre un trozo de lomo y se estira con el mazo, serellena con aceitunas picadas,


    9. , sacude bien y estira


    10. y se estira un mes

    11. »Y me agrada el poema en que habla de su Dios, que estira "un grano de polvo desde el Infierno hasta el Cielo"


    12. Estira los brazos sobre el mostrador para cubrir mis manos con las suyas


    13. Al final la chica se despega de él, cruza los brazos sobre los pechos, estira las manos, sacude la cabeza en silencio


    14. Si el programa se [313] cumplía, ¡qué hermosa solución de los enmarañados problemas pendientes, qué gallarda manera de cortar el nudo que en vano con su estira y afloja había querido desatar!


    15. El resultado de esta diferencia en la atracción de la Luna en los lados cercano y distante de la Tierra es que ésta se estira en dirección a la Luna


    16. Así, la Tierra se estira en línea con la Luna, y el agua del océano se pandea a cada lado


    17. La Tierra se estira a consecuencia de esta diferencia de atracción; esto causa pequeñas hinchazones a ambos lados, hacia la Luna y en dirección contraria a ella, y estas hinchazones son las mareas


    18. Las pedimos y hubo un estira y afloja con los japoneses


    19. Cuando Wakil se retira, Shakila se estira sobre los cojines rojos


    20. El potro estira mis miembros más allá de lo que puedo soportar

    21. Tiberio se pone en pie justo cuando Octavio estira un brazo para levantar la tapa


    22. Estira los brazos y retrocede un paso


    23. —Tu tío Keith vuelve a estar en el hospital —dice Harry, dándose la vuelta para hablar con Lizzie, que se estira y se sienta bien


    24. Y en medio de ese estira y afloja corre el tren, mientras el rebaño espera


    25. -Blix se levanta, bosteza y se estira, de manera que las sombras de sus brazos ante la luz de la hoguera abarcan todo el África que abarcan sus ojos


    26. Estira un brazo sobre el respaldo del sofá


    27. Tengo que avanzar por la Galería D, que es donde él trabaja, seguir por la oscuridad hasta que lo encuentre y decirle… pero ya no recuerdo qué le vengo a decir, ya no importa, importa la proeza de mi cuerpo incandescente que va avanzando por el interior nervado de las fortificaciones que ciñen el túnel como los anillos de una víscera viva que me engulle, se contrae y se estira, tragándome para luego excretar lo que quede: eso que queda soy yo


    28. Entonces pasa a la seda de araña, que frota en el musgo hasta que queda pegada y entonces la estira y la utiliza para atar


    29. Los agujeros negros proporcionan otro ejemplo indiscutible en el que la estructura del universo se estira hasta sus últimos límites


    30. »Justo en el instante en que va a desaparecer en aquel agujero negro, estira una mano y sujeta a Jack por la bota

    31. El viejo estira el cuello y mira dentro de la cuna


    32. Se estira la falda por encima de las rodillas y luego la alisa sobre sus muslos


    33. El doctor se estira y encaja los pulgares en el chaleco


    34. Me mira con frialdad, se estira las mangas y vuelve a entrar en la tienda


    35. Me estira sobre su mesa de trabajo, como Madeleine en sus tiempos, y me hace esperar


    36. Nota un crujido en la rodilla izquierda cuando estira los ligamentos de la corva


    37. Siente que su cuerpo, grande como un continente, se estira tanto que desborda la cama: es un rey, es vasto, complaciente, inmune, dirá que sí a cualquier plan que entrañe bondad y afecto


    38. Se estira, posando una garra sobre mi brazo, agradeciéndome la atención con su cálida mirada


    39. Doy un respingo y me sonríe somnoliento, a la vez que estira la mano


    40. El cable de oro se estira y gruñe

    41. En el momento en que siente que el gozo se extiende por su cuerpo, Franz se estira y se diluye en el infinito de su oscuridad, él mismo se vuelve infinito


    42. En el Restaurante, Alfred sale en mangas de camisa, se estira, bosteza y se rasca la barriga


    43. Tu mente se estira en todas direcciones


    44. —¿Acaso la raedura estira el tiempo?


    45. La piel no se estira en la misma proporción en todas las direcciones, detalle que es preciso tener en


    46. Tschirnhaus se levanta, estira la espalda agarrotada, da unas vueltas por la habitación y se detiene ante el óleo que hay sobre el canapé


    47. Estira las piernas y ayúdame a descargar todo esto


    48. Mamá se estira el delantal y dice:


    49. Sonríe, de pronto, y se estira en su sillón:


    50. ¡Sigfrid se levanta, estira las piernas, y se instala en un sillón más cómodo! Tampoco sabía que pudiese hacer esto















    1. Más tardecelebraba don Hildebrando, cura francés de los de babero, el cual era locontrario que Pintado, pues estiraba la misa hasta lo increíble


    2. sonreía, cuando seatusaba el bigote, cuando se estiraba las piernas, una


    3. estiraba las orejas y en el balcón le bañaba en sangrela cara


    4. todocansancio, estiraba los flacos brazos como un obrero


    5. Sin alzar los ojos delpapel estiraba de rato en rato


    6. fondo del cajón la diminuta fiera,que estiraba su cuerpo ondulante como el de un


    7. atento, como si comprendiera de lo que se trataba, y devez en cuando estiraba las


    8. balcón le sacudía el polvo su madre,en el balcón le estiraba las orejas y en el balcón le


    9. De vez en cuando estiraba el cuello, mirando á lo lejos con el deseode ver la llegada de alguien


    10. El pobre pequeño resoplaba como una maquina de vapor cuando ella lo cogió, y se encogía y se estiraba con tal furia que durante los primeros minutos Alicia se las vio y deseó para evitar que se le escabullera de los brazos

    11. Las dos chicas chillaban como poseídas, y sus notas agudísimas se enroscaban y confundían en los torrentes, aunque cada una lo hacía por distinto motivo: Jessica porque la tormenta, aunque tan anunciada, la había puesto positivamente histérica, Vanessa porque a la luz verdosa de los cuadrantes del tablero había reconocido la cara bestial que se estiraba para mirarlas desde abajo: ¡era el hombre horrible de la entrevista, el perseguidor que la había estado acosando en sus peores pesadillas! Tan inesperado le resultaba, y a la vez tan espantosamente oportuno, que todo su ser se contraía en un espasmo de terror, y lo veía como a un estegosaurio sanguinario asomando el cuello pedregoso de un lago de petróleo, la noche del fin del mundo


    12. cuando se acabó el tiempo, llevamos nuestras chinches junto a la puerta de la celda, donde había luz, y las contamos, yo tenía trece, él tenía dieciocho, le di el dinero, más tarde descubrí que él partía las suyas por la mitad y las estiraba, había sido estafador, era un buen profesional el muy hijoputa


    13. La feroz chiquilla elfa se puso entonces de pie y empezó a saltar con los pies desnudos sobre la espalda del hombre, mientras estiraba del látigo con todas sus fuerzas


    14. Al mismo tiempo, mientras estiraba la diestra para tomar el diamante, se esparció el derredor suyo un olor tan agudo, que le hizo toser


    15. Trataba de pasear en círculos para evitar los calambres y desentumecer los músculos, pero resultaba imposible porque su cabeza tocaba el techo y si estiraba los brazos golpeaba los muros


    16. Estiraba el cuerpo con voluptuosidad, para ver cómo se le ajustaba el vestido; acariciaba la tela como si fuera su propio cuerpo


    17. –¿Qué hace Anjín-san? – preguntó Yabú, mientras se estiraba en la cama, bostezando


    18. Jensen le rió la gracia mientras se estiraba y tomaba una de las fotos que Somers ya había descartado, poniéndola en un lado de su escritorio


    19. Lady Beatriz y Raquel se excusaron y salieron, y, mientras se estiraba, sir John refunfuñó que todo aquello era una historia horrible pero que los asuntos de Estado le requerían


    20. Clavaba sus uñas en los ladrillos y estiraba el amenazante rostro descompuesto

    21. Sobre el yeso veíanse las correderas que de noche salían de las infinitas grietas de la casa para hacer sus excursiones, y el gato corría cazando y trepaba por las vigas y desaparecía por ignorados agujeros para reaparecer en la habitación más lejana, o bien se estiraba perezoso en el rincón de los muebles viejos, donde sus ojos brillaban como dos gotas de oro encendido


    22. Él fue el primero que, encaramado en los hombros de un gastador, y valiéndose de una larga percha, alargó el rollo de cuerda [37] para que lo cogiese la mano flaca, perteneciente a un enjuto y tiznado brazo, que se estiraba en la ventana ojival


    23. Las mejillas de Marilyn parecían soplar cuando el bíceps se estiraba y se contraía


    24. Desvió la mirada mientras Ahmed estiraba la mano para acariciarle la frente muy suavemente con la punta de los dedos


    25. –¡Las puertas! – gritó Deborah mientras estiraba una mano y cogía la correa de lona atada por dentro a la puerta superior


    26. Lucy estiraba el cuello para ver mejor y todos los jurados estaban muy alerta


    27. Lo encontré cuando estiraba las piernas, con las gafas de sol puestas


    28. Pensó en su ombligo hundido en la piel, en la curva de su vientre cuando se estiraba por la mañana


    29. Míster Bones deseaba que pasara más tiempo con él, pero estaba todo el día fuera en aquel dichoso colegio, y con las clases a que asistía después, de ballet el martes y de piano el jueves, aparte de los deberes que tenía que hacer en casa todas las noches, sus visitas entre semana se reducían a una breve conversación antes de marcharse -mientras le estiraba las mantas y le llenaba las escudillas de comida y agua-, y luego, cuando volvía a casa, a un ratito antes de cenar durante el cual le contaba lo que había hecho desde por la mañana y le preguntaba qué tal había pasado el día


    30. Se levantó dejando caer los brazos mientras se encogía de hombros y estiraba el cuerpo en un grácil movimiento de futilidad

    31. —¿Tendremos que subir por la ladera? —preguntó Garion con aprensión mientras estiraba el cuello para mirar hacia el enorme peñasco


    32. La piel suave se estiraba sobre el cráneo pero le colgaba debajo de la barbilla, y los pómulos altos y la barba rala le daban la apariencia de un mono triste y extraño, una presencia de alguna manera maligna


    33. Declan estiraba los dedos para saltarle los ojos y los dientes para arrancarle la nariz


    34. De vez en cuando suspiraba para sí y se estiraba en el asiento


    35. —¿Todo en orden? —preguntó Emma mientras Michael aparcaba la furgoneta delante del edificio, se bajaba y se estiraba


    36. Entonces ella miraba el horizonte, estiraba las piernas en dirección al océano y se lamentaba de que todavía hiciera demasiado frío para nadar


    37. El hombre se hurgaba los incisivos con un palillo, mientras ella bostezaba y se estiraba


    38. Me di la vuelta, me deslicé por la superficie de cuero y puse la cabeza sobre su regazo a la vez que estiraba las piernas


    39. Tarareaba sentado a su escritorio mientras aporreaba el ordenador y de vez en cuando estiraba la mano para revisar los mensajes en su teléfono


    40. Más tarde celebraba don Hildebrando, cura francés de los de babero, el cual era lo contrario que Pintado, pues estiraba la misa hasta lo increíble

    41. Los vivos se movían, hacían preguntas, le miraban el brazo con curiosidad mientras ella se inclinaba y estiraba el cuerpo para compensar su limitada capacidad de movimientos


    42. –Das muchas cosas por supuestas -dijo ella mientras estiraba la columna y hacía lo posible por mostrar una imagen intimidadora


    43. Hacía todo tipo de ruiditos y estiraba el morro


    44. —¿Te molesto? —preguntó Anawak mientras se estiraba por encima del borde y acariciaba a los animales


    45. K comenzó a prever situaciones incómodas, provisionalmente renunció a entender al italiano en presencia del director, que le entendía tan fácilmente, hubiera sido un esfuerzo innecesario, así que se limitó a observar malhumorado cómo éste descansaba tranquilo y semihundido en el sillón, cómo estiraba de vez en cuando su chaqueta bien cortada y cómo una vez, elevando el brazo y agitando las manos, Intentaba explicar algo que K no podía comprender, a pesar de que no perdía de vista sus manos


    46. El muchacho estiraba del todo su cuerpo para tocar con las manos la pared, a la cabeza de la cama, y la parte baja con los dedos de los pies; luego saltaba como saltan los peces del río


    47. Se había puesto otra manta sobre los hombros y se estiraba para alcanzar la cera


    48. A más de uno he encontrado ya que se estiraba y se hincha­ba, y el pueblo gritaba: “¡Mirad, un gran hombre!” ¡Mas de qué sirven todos los fuelles del mundo! Al final lo que sale es viento


    49. Jorge se levantó al tiempo que Tim se estiraba, desperezándose


    50. –Estoy muerto de hambre –dijo Redrick, mientras estiraba los músculos entumecidos, –apretando las manos contra el volante










































    1. los pájaros sacudían sus alas, los cuadrúpedos estiraban suspatas, y en la sombra todos se


    2. Unas se estiraban lo mismo que fierasperezosas, sin reparar en lo que dejaban al descubierto;


    3. pantalones estiraban, simétricas y unidas, una y otra pierna;las chambras tendían los brazos, las


    4. Los guías se estiraban hacia adelante para contemplar el campamento por encima de las cabezas de sus monturas


    5. Con una toalla sobre los hombros, la boca llena de horquillas, peinaban prolongadamente los largos cabellos blancos o castaños, después los levantaban, los estiraban pegándolos en los costados y los anudaban en la nuca, acribillándolos de horquillas que iban retirando una por una de la boca, con los labios separados y los dientes apretados, y plantándolos en la espesa masa del moño


    6. Andaba desesperado de amor, encendido por un calor brutal e incomprensible, asustado del tambor de su corazón, de la miel pegajosa en su saco de dormir, de los sueños turbulentos y de las sorpresas de su cuerpo; se le estiraban los huesos, le aparecían músculos, le crecían vellos y se le cocinaba la sangre en una calentura pertinaz


    7. Unos caballos de fina estampa estiraban sus cuellos espléndidos por encima de las puertas de sus establos y no pude resistir la tentación de acariciar los ollares aterciopelados de los corceles árabes y purasangres


    8. Sus labios de un color amarillo bilioso se estiraban en una amplia sonrisa que advirtió a Austin que seguía siendo el principal objetivo de su venganza


    9. Las cámaras de televisión estiraban el cuello, alertas


    10. Estaba lleno de vida y los músculos de sus brazos se estiraban y se ponían duros mientras tiraba de las rejas

    11. Y con unos movimientos de hombros que estiraban sobre su pecho las mallas de su chaqueta de punto, señalaba con las dos manos la taberna de su rival, de donde salían en aquel momento canciones


    12. Bajé la mirada y vi gruesas raíces marrones que se estiraban retorciéndose por el suelo


    13. Una pequeña bruja y un vampiro apenas un poco más grande estiraban sus manos en el porche de la entrada


    14. Había visto sus pechos que se encogían y se estiraban, como papayas maduras


    15. Las calles estiraban la senda sinuosa de la noche en un extravío que difuminaba cualquier orientación


    16. No había peatones allí, no se encaminaban hacia la ciudad las vendedoras de feria, las verduleras, como allá, en la tierra de Karl; mas, no obstante, aparecían de cuando en cuando grandes automóviles chatos que llevaban a una veintena de mujeres, de pie, con canastos a la espalda, acaso verduleras con todo, y éstas estiraban los cuellos para ver bien el tránsito y encontrar así alguna esperanza de hacer el viaje más rápidamente


    17. Los visitantes estiraban el cuello para ver las diferentes atracciones


    18. Cautelosamente, Ted abrió la puerta del cuartel general del Oyente Silencioso, mientras Kate y Aguadulce estiraban el cuello para mirar por encima de su hombro


    19. Bajo la luz de las linternas de papel, en el mukab, Ibn Jad examinó el mosquete con la mirada, mientras los demás, que estiraban el cuello para ver por encima de su hombro, se apretujaban detrás


    20. Varios soldados se acercaron con diversos cuchillos en manos nerviosas que estiraban para acercar su arma al gran general de Cartago

    21. Los fornidos brazos del veterano tribuno y las musculosas y más jóvenes extremidades de Publio se estiraban y contraían a un ritmo brutal que el resto de los legionarios se esforzaba en seguir a duras penas


    22. Los soldados se levantaban con refunfuños, estiraban los miembros fríos y entumecidos y se sacudían la arena con la que el viento los había cubierto durante la noche


    23. Recorrieron un pasillo entre canguros y machos cabríos, pasaron junto a avestruces que estiraban el cuello con curiosidad y, finalmente, llegaron a un edificio alargado, situado transversalmente, cuya parte trasera lindaba con Riehler Strasse, una calle muy transitada


    24. Debí de palidecer porque noté que se me estiraban las mejillas y que tiraban de mis ojos las sienes


    25. El sol se ponía y las sombras de los álamos se estiraban más allá del estanque muerto


    26. Tras él, en el jardín, las plantas se estiraban para beber la lluvia que caía de un firmamento pálido


    27. Cómo estiraban los brazos


    28. Se justificó ante sí mismo achacándolo a una indisposición pasajera y al exceso de trabajo, aunque admitiendo al mismo tiempo que estaba un poco preocupado, como lo está cualquier padre que tiene una hija en edad de casarse, una preocupación totalmente normal… ¿Acaso no había cundido ya en el exterior la fama de su belleza? ¿Acaso no se estiraban ya los cuellos cuando la llevaba los domingos a la iglesia? ¿No le hacían ya insinuaciones ciertos caballeros del concejo, en nombre propio o en el de sus hijos…?


    29. Era, con todo, una buena canción, llena de un ritmo que encantaba a los camellos, de modo que éstos bajaban sus cabezas, estiraban el cuello hacia delante y con paso cada vez más largo se disparaban hacia delante con aire meditativo, mientras duraba el canto


    30. Ella albergaba la intención de usar contra él esa red, pero las runas de Loki no jugaban limpio, se estiraban y se retorcían entre sus dedos

    31. Sólo cuando se producían las escasas descargas de lluvia se acercaban a la ventana y sacaban los brazos, se estiraban para bañarse la mayor parte posible del cuerpo en ella


    32. Los labios de Clawdia Chauchat se entreabrían y sus ojos oblicuos se estiraban por encima de los pómulos como dos hendiduras estrechas


    33. En la vecindad, desde las ventanas o las aceras, eran muchos los que estiraban el cuello para ver qué iba pasando


    34. Estiraban los cuellos, moviendo las cabezas acompasadamente en saludos engañosos, que eran sólo de prolija observación


    35. Viejos enemigos del triunvirato -Bíbulo, Curio- se desperezaban y estiraban sus miembros, despertando de una larga hibernación


    36. En las atestadas tribunas descubiertas, todos estiraban el cuello para verla mejor


    37. El teniente MacKinlay no había advertido aún la consternación del anciano – aunque los que rodeaban a Shandy estiraban el cuello con curiosidad – y siguió hablando


    38. El agua entraba por el centro del bote a medida que la lona y la brea se estiraban y gemían a punto de partirse


    39. Sin salir del grupo de sus amigas, las manos de Andrea, delgadas y mucho más finas, tenían una especie de vida particular dócil al mandato de la muchacha, pero independiente, y a veces se estiraban aquellas manos delante de Andrea como magníficos lebreles, con actitudes de pereza o de profundos ensueños, con bruscos alargamientos de falange, todo lo cual había movido a Elstir a hacer varios estudios de esas manos


    40. De suerte que los rostros, construidos quizá de modo muy poco diferente, según los alumbrara el fuego de un pelo rojizo o una tez rosada, o bien la luz blanca de una palidez mate, estiraban ose ensanchaban, convertíanse en otra cosa, como esos accesorios de los bailes rusos que vistos a la luz del día no suelen ser más que una rodaja de papel, y que luego, gracias al genio de un Baks, y con arreglo a la iluminación encarnada o lunar que da a la decoración, se incrustan duramente cual una turquesa en la fachada de un palacio o se abren voluptuosamente, rosa de bengala, en medio de un jardín

    41. La mayor parte de los hermanos estiraban el hambre mientras podían soportarlo, solo por que no querían molestarse con la intimidad


    42. La sesión estaba comenzando, y senadores de toda la galaxia estiraban el cuello para ver quién iba a tomar la palabra en aquella sesión especial


    43. Los viajeros que se cruzaban con ellos dirigiéndose al puerto eran todos bárbaros, extraños a la visión y al olfato; fenicios con barbas teñidas de azul, carios con aros pesados que les estiraban las orejas; una caravana de porteadores negros desnudos hasta la cintura, con su negrura extraña y terrible para un ojo septentrional acostumbrado sólo a los esclavos pelirrojos de Tracia; a veces un persa con pantalones, el ogro legendario de los niños griegos, con sombrero bordado y espada curva


    44. Se estiraban en la oscuridad como guías hacia la desesperanza


    45. Mat y Perrin estiraban intrigados el cuello en dirección a la sala principal, la cual despedía oleadas de risas, cantos y gritos joviales cada vez que se abría la puerta del rellano


    46. Allí el Guardián oteaba el horizonte mientras los demás estiraban las piernas o se sentaban bajo un árbol para comer


    47. La interjección Ainari brotó de sus labios al mismo tiempo que sus cuádriceps y gemelos se estiraban como muelles para levantar sus ciento veinte kilos de peso y Midrangor salía de la funda en una rapidísima Yagartéi


    48. los que trabajaban junto a las ventanas estiraban el cuello para mirar hacia el


    49. Los mayores se estiraban en el suelo y echaban una siesta mientras los jóvenes charlaban


    50. Se rascaban, se estiraban en el suelo con las piernas abiertas y hablaban de cosas de las que nunca hablarían si supieran que un hombre las estaba escuchando








    1. También he ido en la cubierta y saludo calurosamente a los muchos amigos que estoy a punto de dejar atrás: estirado el brazo y el puño cerrado, que sólo una mano firmemente plantados en el antebrazo, lejos de cualquier significación política y social


    2. sentaba medio estirado en el sillón, es


    3. serio, tan estirado y tan correcto


    4. Entonces, con todosu cuerpo estirado, bosteza y se


    5. parecían haberse estirado en convulsionescontra la madera de la


    6. con el cuello estirado y las crines caídas, en forma debarba, sobre la cara


    7. estirado y su energía


    8. Rocchio, el cuello estirado, los ojos febriles, mira las


    9. Era un señor muy seco y estirado, conchupa


    10. Sturm dio un abrazo a Tajanubes algo estirado, pero dictado por el corazón

    11. Al decir esas palabras, con un gesto ágil se puso en guardia, con las piernas flexionadas, un brazo delante del rostro y el otro más estirado


    12. En ocasiones he visto que pasaban meses sin que esta filosofía pudiera modificar la mentalidad de un paciente, pero llegaba el día en que el resorte estirado con lentitud hubo adquirido suficiente fuerza


    13. Los micrófonos que venían empuñando con el brazo estirado también estaban envueltos en un capuchón impermeable, y en toda esa profusión de plástico se reflejaba el haz de los reflectores incorporados a las cámaras, volviéndolo todo una acumulación móvil de estructuras como de cristal blando y crujiente


    14. Al dar la vuelta por el corredor Pyanfar se encontró con lo que parecía toda una reunión social: un mahe de aspecto digno y estirado, con el cuello cubierto de joyas y un faldellín; un ayudante mahe, Haral, Tirun y Hilfy


    15. El ayudante de Wynd o su asistente personal, que era un hombre alto y corpulento, con cabello rubio y estirado, estaba detrás del escritorio de su jefe sosteniendo en la mano un montón de cartas; y el secretario particular de Wynd, un joven pelirrojo aseado, con rostro vivaz, tenía ya su mano en la empuñadura de la puerta como si hubiera adivinado u obedecido algún gesto de su jefe


    16. Si significa lo que usted supone, tanto ella como el estirado inglés están complicados en el asunto


    17. Lo encontramos en un sitio inaccesible a las mareas y reposaba estirado sobre las rocas con las ropas en orden


    18. Podía haber estirado la mano y haber tocado el cañón del máuser que penetraba amenazante por las rejas de la puerta


    19. Un centenar de pasos antes de llegar al pabellón se toparon con Angela, la herborista, que estaba arrodillada entre dos tiendas, señalando un cuadrado de cuero estirado sobre una piedra baja y lisa


    20. Cuando lo hubo soltado, Roran bajó con cuidado el brazo derecho, entablillado, hasta que quedó estirado

    21. —Tú eres el espía en prácticas —dice la hermana-huésped, agitando un dedo estirado hacia la cara de este agente


    22. Y durante todo el proceso, las compañeras coetáneas femeninas observaban, emitiendo muecas faciales exageradas para expresar asco, cerrándose los orificios nasales con los dedos, haciendo sobresalir los músculos linguales y señalando con el dedo estirado a este agente


    23. ¿Usted entiende de esto? —movió un dedo estirado a su alrededor y afirmé con la cabeza—


    24. Ahora estaba muy estirado en la silla, la cabeza recta, un gesto duro en los ojos, en los labios, pero ella sintió que todo esto, lejos de aplacarla, la espoleaba


    25. Se había estirado de manera considerable el cuello de la camisa, a base de tirarse constantemente de él a lo largo de una hora


    26. —¿Ya has terminado? —le preguntó con un gruñido y frunciendo de tal manera el entrecejo que el nacimiento del pelo, que llevaba estirado hacia atrás en un severo moño, se adelantó tanto que casi se le juntó con las cejas


    27. Despidiose, al fin, cortésmente del estirado Rapella, dejándole en extremo descorazonado


    28. Cuando George se levantaba de su silla para ir al otro cuarto, Harry no lo seguía y permanecía estirado junto a la rendija respirando el aire fresco que entraba por las ventanas


    29. —Muy bien —dijo muy estirado Pompeyo Rufo—


    30. Lupo se puso en pie, muy estirado, sin que por ello resultase muy impresionante

    31. Francisco Chico, que por la estatura no merecía tal nombre, viejo, seco y estirado, con patillas bordando la quijada dura, el pelo entrecano, la actitud como de perro que olfatea


    32. Walter los observó irse y luego me miró, todavía con el brazo estirado


    33. Pierce mantuvo el brazo estirado por si se trataba de un truco


    34. Raoul estaba estirado sobre el sofá, revisando nuevamente las cartas que Yvon ya había examinado


    35. Estúpido y estirado hijo de mala madre


    36. –Hay una zona del cromosoma seis en las preparaciones de cerebro donde el ADN ha perdido la envoltura y se ha estirado


    37. Luego habría transmitido estas características desarrolladas a sus hijos, los cuales, a su vez, debían de haberse estirado más y transmitido a su vez un cuello aún más largo a sus descendientes; y así sucesivamente


    38. Y en lo refrente a mi estómago, tengo la sensación de que alguien hubiera estirado mi intestino y le hubiera hecho miles de nudos antes de ponerlo otra vez en su sitio


    39. Cuando se unió a nosotros, estaban sacando el cadáver del hoyo, y allí estaba el pobre Frick, estirado sobre el césped, ya sin ojos, la cara cubierta de tierra y un enjambre de gusanos blancos asomándole por la boca


    40. Tess estaba tendida sobre el suelo de la cocina, bocabajo, con la cabeza torcida en un ángulo extraño, un brazo estirado y el otro sobre la espalda

    41. –Parece un método efectivo -comentó Justino, algo estirado


    42. Tratando de ver toda la nave sin caerse por el suelo podrido, Owain estaba estirado sobre el estómago, todo lo extendido que le permitía el poco espacio pero sin acercarse tanto que pudieran verle


    43. –Hemos estirado los miembros -dijo alegremente-


    44. En ese momento fue Cawley el que se inclinó hacia delante; en consecuencia, los cuatro tenían los hombros encorvados y el cuello estirado


    45. Tenía el pelo estirado hacia atrás y el fuego hacía que los bordes de sus orejas brillaran con destellos rojizos


    46. Traspasaron la cerca y se asomaron con el cuello muy estirado


    47. Por lo que parece aún no se ha hecho una idea del tribunal dijo el pintor, que había estirado las piernas y golpeaba el suelo con las puntas de los pies


    48. Permanecía estirado en una alargada llanura


    49. Tras estrellarse contra el piso con violencia aturdidora, quedó estirado sobre el cemento, extendidos los brazos y con una pierna debajo del tronco


    50. Antes de que pudiera pensar qué decir, se dio cuenta que Luis estaba estirado en la meseta que dominaba el lago y el campo de béisbol, besando a Lolli con profundos, húmedos y suaves besos











































    1. estiramos en la manta a dormir un


    2. Estiramos la piel y los músculos mediante unas pinzas diminutas


    3. Estiramos un poco las piernas y comentamos en voz baja lo que acabábamos de oír


    1. Las mujeres que conozca todos se apresuran Algunos van a los boxes el soporte de recipientes, otros lavan su ropa en casa, otros estiran la ropa que sólo diez minutos harán perfectamente seca


    2. hombres del atlético oficial, lo estiran en una ventana,y bien amarrado de pies y


    3. Esos individuos con piernas y brazos que veo ahora, tan semejantes a mí; esas mujeres cuyos senos son ubres flaccidas que cuelgan sobre vientres hinchados; esos niños que se estiran y ovillan con gestos felinos; esas gentes que aún no han cobrado el pudor primordial de ocultar los órganos de la generación, que están desnudas sin saberlo, como Adán y Eva antes del pecado, son hombres, sin embargo


    4. laten bajo la tierra y los valles se estiran


    5. Los indios ricos estiran el cuello y alzan la mandíbula, porque ellos siempre tienen que estar por encima de los demás, tienen que ser más altos, más guapos y elegantes


    6. Sobre una superficie enharinada se estiran dos rectángulos de hojaldre


    7. Notar cómo se contraen y se estiran los músculos


    8. Las burkas se estiran en todas direcciones, se enganchan y son pisadas


    9. Está en una de las últimas posiciones, y ha renunciado a competir con los cuerpos que se estiran de puntillas, que alargan el cuello en un intento de ver algo más allá de los hombros de Ginés


    10. En verdad, yo no quiero parecerme a los cordeleros: estiran sus cuerdas y, al hacerlo, van siempre hacia atrás

    11. –Los metales, sobre todo el estaño y el peltre, estiran tu cuerpo


    12. El primer plano de las mandíbulas que se estiran, se abren, la carótida que se debate en el cuello echado hacia atrás, la mano que sube contraída y rasga el pecho donde centellean las condecoraciones, son contemplados por millones de espectadores con sereno recogimiento, como quien observa los movimientos de los cuerpos celestes en su cíclica repetición, espectáculo que cuanto más extraño tanto más tranquilizador nos parece


    13. Cuando llevamos el heno en carretillas a la tienda de los establos, los caballos piafan, se revuelven y estiran los cuellos para robar bocados antes siquiera de que toque el suelo


    14. Las hebras se estiran con un crujido


    15. Luego reuniremos a todos los hombres disponibles, y, mientras ellos estiran en esta dirección, nosotros quitaremos esos troncos, y el barco se deslizará hacia ahí…, hasta el agua


    16. –Los gatos estiran la cola y no la mueven cuando comen


    17. Desde fuera, llegaban los sonidos del puerto, la estridencia de la sirena de los remolcadores, el rezongar de los motores, el silbido del vapor, el retumbar de los guinches de cubierta y el crujido de calabrotes que se estiran


    18. No son irritables, nerviosas ni chillonas; no tienen adorables cuellos negros, que estiran como para liberarse de un collar invisible; sus ojos no muerden


    19. Los mineros se quitan las botas y los calcetines mojados, y estiran los pies frente al fuego y sacan de las cestas enormes empanadillas y empiezan a comérselas


    20. En la tribuna de la prensa se aprietan los asistentes unos contra otros y estiran el cuello para ver mejor

    21. Las piezas se estiran y multiplican para acomodar a todos los que llegan: abuelos, nietos, hijos de Willie y ahora Paula, esta niña que lentamente se va convirtiendo en ángel


    1. mientras las arrugas del viejo se van estirando, su papada se va reduciendo, el


    2. El secretario bostezaba en aquel momento estendiendo ambos brazospor encima de la cabeza y estirando en lo posible las piernas cruzadaspor debajo de la mesita


    3. estirando el medio por el que viaja, La percepción de un sonido es simplemente la


    4. rezuman sal; las tortugas, que colgantes de un garfiopatalean furiosas en el espacio, estirando


    5. imaginación tal como estaba en su cuadra alsalir ellas de paseo, panza arriba, estirando


    6. Algunas manchas blancas aparecían, en efecto, estirando las


    7. Y don Sebastián erguía su cuerpo de anciano obeso, estirando los brazoscon la arrogancia de


    8. acierto—replicó entonces el hidalgo, acostándose, casi, enel sillón y estirando hacia el


    9. tenor, ósonaba sola, estirando las melodías, amplificando los


    10. perezosamente en el sofá y estirando laspiernas con demasiada confianza,—hablemos

    11. Bonis se acercó al lecho a tientas, estirando el cuello, abriendo mucholos ojos y pisando de un


    12. estirando el cuello, veían por lasventanas lo que pasaba adentro


    13. loconsiguiente—dijo Baldomero estirando el brazo y la mano


    14. una esquina cerrados los ojos, y, estirando laspiernas, las apoyó en el asiento fronterizo


    15. –¿Cómo dijiste? –preguntó Julio, quitándose los guantes y estirando sus miembros como un gato


    16. Se irguió estirando un poco el traje y ajustándose el nudo Windsor de la corbata, que ya estaba perfecto


    17. barandilla de fuera de la habitación de Chloe, estirando sus pantorrillas y sus


    18. Cuando la policía de Luzhayka recibía copias de la fotografía de Jack, él y Henryk ya estaban estirando las piernas en Kotka


    19. y estirando las piernas me puse a pensar en todo aquello


    20. Se puso en pie estirando los miembros entumecidos y luego se aproximó a la tronera y miró al exterior

    21. En aquella confusión de mástiles, cordajes y velas, aparecían hombres estirando sus miembros, mientras alguna monótona canción resonaba ya en el aire tranquilo


    22. Media docena de enanos marchaban en torno a la plaza, estirando las piernas


    23. Y estirando su dedo bien recto, este agente señala el otro extremo de la penumbra del estadio, allí donde se ubica Magda


    24. En cuanto a Antonio Banderas, yo ya lo había visto un par de veces antes y estaba enamorada de él con ese amor tímido y ridículo de las adolescentes por las estrellas de la pantalla, a pesar de que podría ser mi hijo, estirando un poco las cosas


    25. Elliott salió por la puerta de servicio del ala en que se hospedaban y avanzó a buen paso a lo largo de la pared, estirando la pierna izquierda para no cargar su peso en la rodilla


    26. -Por mi parte, concluido -dijo Villela estirando el cuerpo, arqueando las cejas, sacudiendo los dedos y tirando de la punta del monumental pañuelo; para sacarlo del bolsillo


    27. —Hay quienes sostienen que un hombre es el propio artífice de su suerte —dijo Sila, estirando los brazos por encima de la cabeza


    28. Estirando mucho el pescuezo por entre brazos y cabezas de curiosos que bloqueaban la puerta, pudo pescar Hillo alguna que otra frase:


    29. De rodillas, medio destapada de una cadera y enteramente desnuda de un brazo, estirando los dos, empezó a soltar de su boca los terribles anatemas ya dichos, a que siguieron otros más violentos y desatinados


    30. Después se sentó, estirando su pierna sobre otra silla, y permaneció pensativo un buen rato, mientras Pilarita y los pequeños, sentados en ruedo casi debajo de la mesa, repasaban las vistas de batallas, agregándoles innumerables detalles, ya con trazos de lápiz gordo, ya con la impresión de sus manos puercas

    31. Dejó de teclear, estirando los músculos entumecidos, y bostezó


    32. Me coloqué en el centro de la cámara y levanté la cabeza hacia la oscuridad que reinaba sobre mi, estirando el cuello como hacía el gallo de los dibujos


    33. Estamos estirando al máximo los planetas gigantes, puesto que la circunferencia ecuatorial de Saturno es de 377 megámetros, y la de Júpiter, de 451,8 megámetros


    34. Palpó en derredor, en busca de Beth, estirando los brazos a ciegas en todas direcciones


    35. Entonces se sentó, relajando su cuerpo y estirando todos sus músculos


    36. --¿De qué? -preguntó Ashe, desplomándose sobre un sillón y estirando las piernas


    37. Harry se encogió de hombros y se quedó a los pies de los escalones estirando el cuello para poder distinguir algo en la penumbra


    38. Volvió a contemplar la señal estirando el cuello para asegurarse de que había leído bien


    39. En el hueco aparecieron cuatro hombres empujándose, estirando los hocicos con ansiedad y pateando el suelo


    40. Estoy estirando las piernas un poco

    41. Bajo la luna, bañado por su luz plateada, estirando las extremidades y comiendo carne humana, se sentía imbatible


    42. Eva deja la pistola sobre el capó, y agarra con las dos manos el tirador, estirando con todas sus fuerzas


    43. —Ven aquí —le ofreció con calidez, estirando los brazos hacia ella


    44. Hacer lo mismo para cualquier figura dibujada en una lámina de caucho, estirando, pero no desgarrando el caucho, en la forma en que se nos antoje


    45. Estirando adecuadamente el caucho, las líneas rectas pueden haberse deformado constituyendo curvas o líneas tan tortuosas como queramos, y al mismo tiempo las curvas originales, o al menos algunas de ellas, pueden haberse convertido en líneas rectas


    46. El operador de telegrafía y el artillero, estirando el cuello, contaron las explosiones


    47. La llama de la chimenea hacía temblar en el techo una claridad alegre; ella se volvió de espalda estirando los brazos


    48. Todavía estaba estirando sus largas piernas cuando mis brazos se cerraron alrededor de su cuello, con los dedos de mis pies apenas tocando el suelo


    49. Por las mejillas le corre agua, la cual trata de alcanzar estirando la lengua


    50. –¿Dónde está? – dijo Cuchillo, terminando la segunda porción y estirando la mano hacia el pan, en la oscuridad














































    1. fuera de la habitación, te apetecía estirar las piernas


    2. Mix tiró la piedra tras de sí y metió sus manos centrales dentro del agujero y comenzó a estirar de los lados


    3. Fortunata hacía que le ayudase a estirar la ropa o adevanar madejas, y él se prestaba a todo con sumisión; doña Lupe solíaencargarle que le arreglase alguna cuenta, y con esto se entretenía, ynadie le tuviera por dañado en la parte más fina de la máquina humana


    4. poco a estirar las piernas y a tomar un piscolabis


    5. historia interesante queles obligase á estirar el cuello con asombro y curiosidad, hasta la horade


    6. capitán y estirar con la punta de losdedos los cabos del pañuelo á fin de que cayesen


    7. resentida, ante la cual el viejo comenzaba poraflojar las rodillas, y por estirar los


    8. —¡Muy bien! Por fin voy a poder estirar un poco las piernas—dijoMaterne—, y a


    9. revolver en su caletre para procurarse algúnsobrante del gasto de la casa y estirar las


    10. sobre la punta de los piés, y de estirar el cuello;despues de esforzar á un mismo tiempo los ojos y la

    11. –Pues en realidad es un hecho amable, Galen -agregó el juglar, a la vez que se movía para estirar las piernas


    12. —Si, ya lo sé; pero uno podría estirar eso un poco, ¿verdad?—No, no podría estirarlo


    13. ¿cómo se llamaba aquella estación? En Vincovci, para estirar las piernas un poco


    14. Quizá no lo recuerde usted, pero miss Grey habló en su declaración de un muchacho con gorra y abrigo que bajó al andén con la aparente intención de estirar las piernas


    15. Cuando al fin regresó el sol —trayendo consigo su bienvenida luz—, Saphira aterrizó al borde de un pequeño lago para que Eragon y Orik pudieran estirar las piernas, aliviar sus necesidades y tomar un desayuno sin el movimiento constante que experimentaban a su grupa


    16. Para no caer hacia delante, Roran tuvo que tumbarse de espaldas casi por completo y estirar las piernas hacia delante haciendo fuerza con las rodillas para sujetarse a los costados del animal


    17. No era una solución práctica para un hombre solo, como le hizo ver todo el mundo, pero en un apartamento se sentía prisionero, necesitaba amplios espacios donde estirar el cuerpo y dejar el alma suelta


    18. Ya tenía ganas de estirar los músculos


    19. Eric decidió apearse para estirar las piernas y tomar algo en la cantina de la estación


    20. “Es bueno estirar las piernas”, observó Dominic, acelerando el motor

    21. Pero usted andaba corriendo terneras por ahí, semejante hombre que ya debía estar casado, con la cola asentada en casa en vez de vivir cambiando de piernas, después del trabajo… Un día, a pesar de todo ese cuerpo, va a enfermarse y a estirar las patas…


    22. Squires caminaba por la cabina para estirar las piernas y que la tripulación le pusiera al día


    23. Volvió a estirar el brazo hacia el bargueño y hurgó con los dedos en sus compartimientos


    24. Dentro de la cúpula tendremos espacio para estirar las piernas y cenar cómodamente


    25. Aún sentía la cabeza rara y ligera, pero tras estirar con cuidado los brazos y las piernas, se dio cuenta de que no podía tener lesiones graves


    26. —Cuando el pobre hombre se durmió, alguien subió y empezó a estirar de un fino hilo atado a la mecha; un hilo que atravesaba la habitación hasta la galería


    27. Y el nuevo discípulo contestó con el oído y la obediencia, y al punto se puso a estirar y aflojar la cuerda del fuelle, sin interrupción, desde el momento de su llegada hasta la puesta del sol


    28. Los bueyes ya estaban dispuestos con antelación para la tarea antes de la escaramuza, pues cien bestias enganchadas por parejas podían coger ímpetu en cuestión de segundos en cuanto comenzara a estirar los dos ayuntados en cabeza y los cincuenta pares tensaran las cadenas para derribar el puente


    29. Beltrán molido y displicente por el duro trotar de la condenada bestia, y lo primero que solicitó de la bondad de su amigo fue que le metieran en cualquier mechinal, para poder estirar su esqueleto y darse algún descanso


    30. En el agraciado rostro de Pilar de Loaysa, la huella de las penas y ansiedades largo tiempo sufridas concordaba las facciones con la edad; pero en el cuerpo y talle salían burlados los años, pues por mucho que se quisiera estirar, los cálculos no podían pasar de los treinta

    31. Se acomodó en un sillón, poniendo delante [219] una silla para estirar las piernas


    32. »Escribí dos artículos más y, entonces, sintiéndome todavía más soñoliento, me levanté y paseé arriba y debajo de la habitación para estirar las piernas


    33. Las calles eran sucias y tortuosas, mas para Francisco contituía un placer estirar las piernas, embotadas por su confinamiento en el junco


    34. Vuelve Tizón a estirar las piernas bajo la mesa


    35. Wesley empujó su silla hacia atrás y se levantó para estirar las piernas


    36. Los metales son fácilmente deformables, se dejan extender en láminas y estirar en hilos, mientras que los no metales son quebradizos y se rompen o se pulverizan al golpearlos


    37. Esta diferencia entre las dos fuerzas de atracción tiende a estirar muy ligeramente la Tierra en la dirección del Sol, y produce lo que se conoce como "efecto de marea"


    38. Dorr hizo una pausa para estirar la espalda


    39. Supuso que una criatura primitiva, parecida al antílope, que se alimentaba de las hojas de los árboles, habría agotado los alimentos fácilmente alcanzables, viéndose obligada a estirar su cuello tanto como podía para conseguir más comida


    40. Debido al esfuerzo habitual de estirar el cuello, la lengua y las patas, gradualmente aumentó la longitud de estos apéndices

    41. Ralson trató de estirar el brazo hacia arriba, y se encorvó bajo la terrible presión de Darrity


    42. Ahora, si me lo permite, arreglaré mis cosas y luego bajaré al pueblo para estirar un poco las piernas


    43. Resopló con fuerza al incorporarse en el sillón y estirar el brazo para bajar la música


    44. Hodj se ocupó de esta tarea mientras Koja aprovechaba la ocasión para estirar las piernas


    45. Transcurrieron largos minutos antes de que pudiera estirar las piernas y cuando éstas recuperaron la circulación tuvo la sensación de que se le clavaban agujas calientes en la carne


    46. Ginés afianza bien los pies y se apoya en la carrocería, empujando en vez de estirar


    47. El orden (como se ha dicho) es un invariante respecto de las transformaciones particulares originadas al arrugar el papel para formar una bolita o al estirar la lámina de caucho


    48. Yacía en el suelo en la posición de un hombre sentado en una silla; y sus piernas no se podían estirar


    49. Al señor Rensselaer no le gustan los coches deportivos rápidos; prefiere poder estirar las piernas


    50. Dexter se limitó a estirar el brazo hacia arriba tanto como pudo y cortó el cable con su cuchillo











































    1. Una vez más, Rosie, no estiras bastante el brazo


    2. Y antes de los tres días estiras la pata


    3. Pero si te estiras la ropa y te peinas el pelo podría pasar por un atuendo de inspiración británica


    4. si estiras en la dirección equivocada, no hay quien quite la marca del estirón


    5. —Si te cuelgas un poco del pescante y estiras el brazo izquierdo, puedes tener la mitad del cuerpo en Ritión y la otra mitad en Malabashi —le decía Barantán—, Una experiencia muy interesante desde el punto de vista geográfico


    1. Estiro los brazos para señalar a todos los miembros del Tribunal con la esperanza de obtener algún tipo de respuesta, algún tipo de apoyo


    2. Estiro las manos a ciegas, pero debe de haberse girado, porque lo que yo creía que eran las asas de su mochila son en realidad las solapas de su cazadora


    3. zumbido de los seres vivientes cuyas alas se tocaban entre sí y el rumor de las ruedas acompañándole, Y ahora estiro el cuello para recibir el fuego de la crítica


    4. Me duele el cuerpo cuando me estiro y tambaleo por el pasillo


    5. Me levanto de la silla, me estiro y vuelvo a mirar hacia las cuadras, hacia el regimiento sin gracia de los árboles que me rodean


    6. Estiro el papel y lo releo, sentado en la cama


    7. A pesar de las palpitaciones en la cabeza y el dolor por todo el cuerpo, me sitúo delante de la puerta abierta del vagón y estiro el cuello para ver bien


    8. Estiro el cuerpo y, en un alarde de contención, me pongo la servilleta sobre las piernas


    9. Me levanto y estiro el cuello para ver qué está pasando


    10. El se puso en pie con un crujido de las articulaciones, estiro las piernas y se acercó a ella

    11. Dos horas más tarde me bajo de la escalera y me estiro sonriendo


    12. Me estiro para mirar por encima de los arbustos y su nuevo esplendor me asombra: toda la muralla del jardín está cubierta de mosaicos


    13. Me estiro y vuelvo a ponerla para que suene dentro de diez minutos; voy a comenzar mi visualización diaria para Matisse


    14. Estiro el cuello, intentado echar un vistazo por encima de los tejados a la espesa columna de humo que se alzaba hacia el cielo, cada vez más oscuro


    15. Salió del domo, se estiro lujuriosamente durante un momento para recibir los cálidos rayos tanto del sol como de las microondas y comprobó sus baterías


    16. Pero pienso demasiado despacio para ocuparme del problema de Squillante, de modo que aplasto una Moxfane con la yema de los dedos, estiro el pulgar lo más posible y esnifo el polvo en el declive que se me forma al final de la muñeca


    17. Aparto la mochila a un lado y estiro los pies


    18. Todavía sentada en la cama, me desperezo, me estiro, bostezo


    1. Y mientras yacíamos y nos estirábamos, las rompientes allá fuera seguían con su estruendo como un tren que fuera y viniera, una y otra vez, a lo largo de todo el horizonte


    2. Estirábamos las piernas, llenábamos los pulmones, digeríamos un banquete que no habíamos comido


    1. Me senté a esa mesa y estiré las piernas


    2. Bostecé a todo pulmón, me estiré como un gato, cara al sol, y enseguida ordené preparar los caballos para regresar contigo a Santiago ese mismo día, sin más equipaje que la ropa puesta y las armas


    3. Me estiré por encima de la mesa y le pedí que me devolviera el post-it con la dirección del liquidador


    4. Estiré la espalda cargada y entumecida por la falta de cambio de posición


    5. Después miré mi reloj y me estiré para poner la hora y conectar la cámara


    6. Me estiré hasta la caja de cartón y abrí mi archivo


    7. Con un ojo atento a la puerta del balcón me estiré por encima de la mesa y rocé las yemas de los dedos de Helena


    8. Dejé unas monedas sobre la mesa, abandoné la taberna y estiré las piernas por las inmediaciones hasta que reapareció el tribuno


    9. Luego, muy lentamente, y sin hacer ruido, estiré cada uno de mis músculos -brazos, piernas, espalda, cuello- a medida que contaba cada una de las lentas campanadas


    10. Estiré la mano hacia abajo y pasé los dedos sobre las hierbas que crecían a mis pies

    11. —Encontré un trozo de alambre en la mesa de mi cubículo y lo estiré frente a la puerta para que el zan se cayera


    12. Estiré el cuello para mirar por encima del mueble de la cocina y echar un vistazo


    13. Estiré un poco el cuello y vi que entre los ascensores había sendas columnas de luces que indicaban en qué piso concreto se encontraba el ascensor respectivo


    14. Eché las cortinas y volví a la cama, donde me estiré y me recosté en las almohadas mientras llamaba a Henry


    15. Estiré los brazos por encima de mi cabeza y respingué de dolor


    16. Yo estiré el cuello queriendo atisbar las mansiones históricas que se alineaban junto a la orilla, pero todas estaban ocultas tras setos muy bien cuidados y de un kilómetro de altura


    17. Estiré la mano para abrir la puerta de un tirón pero Junior puso el cerrojo por dentro


    18. Allí estiré la mano y toqué con cuidado las hojas oscuras


    19. Exhalé un suspiro de alivio cuando el señor Banner encendió las luces al final de la clase y estiré los brazos, flexionando los dedos agarrotados


    20. Aparté las mantas, posé los pies en el suelo y me estiré para coger la bata

    21. Luego, me senté en el sofá y estiré las piernas


    22. Estiré el cuello para ver la sigaldría y descubrí un profundo rayón en el estaño que tachaba dos runas


    23. Me estiré los guantes y me coloqué bien la capa sobre los hombros


    24. Estiré la mano con rapidez y cogí la de Agnes con fuerza, introduciendo al propio tiempo el pulgar en el resorte del seguro


    25. Me estiré, giré en el lecho y consulté el reloj: era las diez y veinticinco


    26. Estiré las piernas y mis pies toparon con el bolso que había colocado debajo del asiento delantero


    27. Estiré el cuello para mirar por encima de ella


    28. Me quité las botas y me estiré en el canapé para reposar


    29. Estiré el cuello para echarle un vistazo, y empecé a temblar


    30. Me estiré, me puse bocabajo, con la cabeza hundida en la mullida almohada, tendido como se había tendido ella allí tantas veces, después del baño, durante tantos años

    31. Nadie ha tocado nunca un timbre tan terrible: no me refiero al sonido que produjo sino a la presión en sí, al tacto del botón contra mi dedo, o de mi dedo contra el botón, nadie ha sentido nunca lo mismo que yo; aunque mi sensación fue lógica, ya que físicamente sería imposible tocar el timbre sin el hueso, quiero decir que sin el hueso nuestro dedo se torcería sobre el botón como un tubo de goma, o se aplastaría ridículamente, o se introduciría en sí mismo como un guante vacío, así que hasta cierto punto resulta lógico suponer que el timbre suena con el hueso, que es mi esqueleto el que llama a la puerta, pero nadie ha sentido nunca tal cosa, y me produjo pena y sorpresa comprobar que hasta aquel momento crucial yo ignoraba lo que realmente somos y que el conocimiento puede producirse así, de improviso, mientras el zumbido eléctrico molesta el oído todavía, que se me haya revelado en ese instante doméstico, que cuando Galia abrió la puerta yo ya fuera otro, que el sonido de su timbre me despertara de un sueño de ignorancia para sumirme en la vigilia de un mundo que, por desagradable que fuera, era más cierto, porque si mi dedo había hecho sonar el timbre era debido a que llevaba hueso en su interior; lo había percibido de repente: mi dedo era un dedo con hueso y su utilidad radicaba en el hueso, al palparlo noté la dureza debajo, tras impensables láminas de músculo, y la realidad de aquella presencia me dejó asombrado, estuporoso, con un estupor y un asombro no demasiado intensos pero permanentes: oh Dios mío tengo un hueso debajo, mi dedo no es un dedo, es un hueso articulado y protegido contra el desgaste: la idea me vino así, con una lógica tan aplastante que no me sorprendió en sí misma sino su ausencia hasta ese timbre; no había una idea extraña e increíble, había una extraña e increíble omisión de la idea en todo el mundo, justo hasta el histórico momento en que llamé a la puerta del piso de Galia, pero Galia estaba en el umbral con su bata azul celeste y su cabello ondulado como por rulos invisibles, y me contemplaba sorprendida; y es que es una mujer muy perspicaz: apenas me entretuve un instante demasiado largo entre su saludo y mi entrada, y ya me había preguntado qué me ocurría: yo me frotaba el índice de mi descubrimiento contra el pulgar, incapaz de creer aún que lo obvio podía estar tan oculto, casi temeroso de creerlo, y opté por disimular esperando tener más tiempo para razonar, así que entré, le di un beso, me quité el abrigo húmedo y la bufanda y saludé al pasar a César, que ladraba incesante en el patio de la cocina: Galia me dijo qué tal y yo le dije muy bien, y le devolví estúpidamente la pregunta y ella me respondió igual, y de repente me pareció absurdo este diálogo especular de respuestas consabidas, o quizá era que la revelación me había estropeado la rutina, véase si no otro ejemplo: mantuve tieso el culpable dedo índice mientras entraba, y ni siquiera lo utilicé para quitarme el abrigo, como si una herida repentina me impidiera usarlo, y es que desde que había comprobado que ocultaba un hueso lo miraba con cierta aprensión, como se miran los fetiches o los amuletos mágicos; pero hice lo que suelo hacer: me senté en uno de los dos grandes sofás de respaldo recto, estiré las piernas, saqué un cigarrillo —con los dedos pulgar y medio— y dije que sí casi al mismo instante que Galia me preguntaba si quería café, incluso antes de saber si realmente tenía ganas de café, ya que la tradición es que acepte, y Galia, tan maternal, necesita que yo acepte todo lo que me da y rechace todo lo que no puede darme; tomar el café en la salita, mientras termino el cigarrillo y justo antes de pasar al dormitorio, se ha vuelto, a la larga, el rato más excitante para ambos; charlamos de lo acontecido durante la semana, Galia me pregunta siempre por Ameli y Héctor Luis, se muestra interesada en mis problemas y apenas me habla de los suyos, pero el diálogo es una excusa para que ella me inspeccione, me palpe, capte cosas en mi mirada, en mi forma de vestir, en mis gestos, pues Galia, a diferencia de Alejandra, es una mujer afectuosa, impulsiva y, como ya he dicho, perspicaz, y la conversación no le interesa tanto como ese otro lenguaje inaudible de la apariencia, así que es muy natural que la interrumpa para decirme: estás cansado, ¿verdad?, o bien: hoy no tenías muchas ganas de venir, ¿no es cierto? o bien: cuéntame lo que te ha pasado, vamos, has discutido con Alejandra, ¿me equivoco?, así estemos hablando del tiempo que hace, los estudios de Héctor Luis o lo que sea, da igual, su mirada me envuelve y nota las diferencias; por lo tanto, no fue extraño que esa tarde me dijera, de repente: te encuentro raro, Héctor, y yo, con simulada ingenuidad: ¿sí?, y ella, confundida, aventura la idea de que pueda tratarse de Alejandra o de la niña: no, no es Alejandra, le digo, tampoco es Ameli; Alejandra sigue sin saber nada de lo nuestro, tranquila, y en cuanto a Ameli, ya la dejo por imposible, pero ella concluye que tengo una cara muy curiosa este jueves y yo la consuelo a medias diciéndole que estoy cansado, y ella insiste: pero no es cara de estar cansado sino preocupado, y yo: pues lo cierto es que no me pasa nada, Gali, porque cómo decirle que estoy pensando inevitablemente en el hueso de mi dedo índice, cómo decirle que de repente me he descubierto un hueso al llamar al timbre de su casa: ¿acaso no iba a sentirse un poco dolida?, ¿acaso no pensaría que era una forma como cualquier otra de decirle que ya estaba harto de visitarla cada semana, todos los jueves, desde hace años?, sonaba mal eso de: acabo de darme cuenta, Gali, justo al llamar al timbre de tu puerta, de que tengo un hueso en el dedo, de que mi dedo índice son tres huesos camuflados, para acto seguido decir: bueno, Gali, no pensemos más en que mi dedo índice son tres huesos, ¿no?, y vamos a la cama, que se hace tarde; sonaba mal, sobre todo porque con Galia, igual que con Alejandra, tenía que andar de puntillas: nuestra relación se había prolongado tanto que, a su modo, también era rutinaria, a pesar de que ella seguía llamándola «una locura»; curiosamente, Galia es viuda y libre y yo estoy casado y tengo dos hijos, pero ella sigue diciendo que lo nuestro es «una locura» y yo pienso cada vez más en una aburrida traición, un engaño cuya monótona supervivencia lo ha despojado incluso del interés perverso de todo engaño dejando solo los inconvenientes: jamás podría hablarle a Alejandra de Galia, ahora ya no, y jamás podría terminar con Galia, ahora ya no, cada relación se había instalado en su propia rutina y ya ni siquiera podía soñar con escaparme de ésta, porque se suponía que cada una servía precisamente para huir de la rutina de la otra: mi deber era cuidar de ambas, conocer a Galia y a Alejandra, saber qué les gustaba oír y qué no, lo cual, naturalmente, era difícil, y por eso mi propia rutina consistía en callarme frente a las dos; pero en momentos así callarme también era un esfuerzo, porque si me notaba incluso la división entre los huesos, si podía imaginármelos al tacto, sentirlos allí como un dolor o una comezón repentina, ¿cómo podía evitar pensar en eso?; y ni siquiera era mi dedo lo que me molestaba, ya dije, sino mi error al no darme cuenta hasta ahora: esa ceguera era lo que jodía un poco, perdonando la expresión; porque hubiera sido como si me creyera que el arlequín de la fiesta de disfraces no esconde a nadie debajo, cuando es bien cierto que ese alguien bajo el arlequín es quien le otorga forma a este último, que no podría existir sin el primero: sería tan solo puros leotardos a rombos blancos y negros, bicornio de cascabeles, zapatillas en punta y antifaz, pero no el arlequín, y de igual manera, ¿qué error me llevó a creer hasta esa misma tarde que mi dedo índice era un dedo?; si lo analizamos con frialdad, un dedo es un disfraz, ¿no?, una piel elegante que oculta el cuerpo de un hueso, o de tres huesos si nos atenemos a lo exacto, y a poco que lo meditemos, una vez llegados a este punto y pinchado en el hueso, valga la expresión, ya no se puede retroceder y razonar al revés: decir, por ejemplo, que el hueso es simplemente la parte interna de un dedo: sería como llegar a ver el alma: ¿acaso pensaríamos en el cuerpo con el mismo interés que antes?; pero mientras hablaba con Galia y la tranquilizaba estaba razonando lo siguiente: que este descubrimiento conlleva sus problemas, porque es un hallazgo delator, como atrapar a un miembro de la banda y lograr que revele la guarida de los demás: si mi dedo índice derecho, el dedo del timbre, lleva huesos ocultos, la conclusión más sencilla se extiende como un contagio a los otros cuatro de esa misma mano y, ¿por qué no?, a los cinco de la otra: tengo un total de diez huesos entre las dos manos, tirando por lo bajo, cinco huesos en cada una, y lo peor de todo es que se mueven: porque hay que pensar en esto para horrorizarse del todo: ¿alguna vez vieron moverse solos a diez huesos?, pues ocurre todos los días frente a ustedes, en el extremo final de los brazos: hagan esto, alcen una mano como hice yo aprovechando que Galia se acicalaba en el cuarto de baño (porque Galia se acicala antes y después de nuestro encuentro amoroso), alcen cualquiera de las dos manos frente a sus ojos y notarán el asco: cinco repugnantes huesos bajo una capa de pellejo (ni siquiera huesos limpios, por tanto, sino envueltos en carne) moviéndose como ustedes desean, cinco huesos pegados a ustedes, oigan, y tan usados: saber que nos rascamos con huesos, que cogemos la cuchara con huesos, que estrechamos los huesos de los demás en la calle, que acariciamos con huesos la piel de una mujer como Galia: saberlo es tan terrible pero no menos real que los propios huesos, saberlo es descubrirlo para siempre, y lo peor de todo fue lo que me afectó: no se trata de que no se me pusiera tiesa en toda la tarde, perdonando la intimidad, ya que esto me ocurría incluso cuando pensaba que los dedos eran dedos, no, lo peor fue el cuidado que puse: tanto que no parecía que estaba haciendo el amor sino operando algún diente delicado; y es que me invadió una notoria compasión por Galia, tan hermosota a sus cincuenta incluso, al pensar que sobaba sus opulencias, sus suavidades, con huesos fríos y duros de cadáver: mi culpa llegó incluso a hacerme balbucear incongruencias, desnudos ambos en la cama: ¿soy demasiado duro?, comencé por decirle, y ella susurró que no y me abrazó maternalmente, e insistir al rato, todo tembloroso: ¿no estoy siendo quizá algo tosco?, y ella: no, cariño, sigue, sigue, pero yo la tocaba con la delicadeza con que se cierran los ojos de un muerto, porque ¿cómo olvidar que eran huesos lo que deslizaba por sus muslos?, aún más: ¿cómo es que ella no lo sabía?, ¿acaso no se percataba de que las caricias que más le gustaban, aquellas en que mis dedos se cerraban sobre su carne, eran debidas a los huesos?: sin ellos, tanto daría que la magreara con un plumero: ¿cómo podría estrujar sus pechos sin los huesos?, ¿cómo apretaría sus nalgas sin los huesos?, ¿cómo la haría venirse, en fin, sin frotar un hueso contra su cosa, perdonando la vulgaridad?: sin los huesos, mis dedos valdrían tanto como mi pilila, perdonando la obscenidad, o sea, nada: ¿cómo es que ella no se horrorizaba de saber que nuestros retozos, que tanto le agradaban, eran puro intercambio de huesos muertos?, porque incluso sus propias manos, y mis brazos, y los suyos, Dios mío, ¿no eran largos y recios huesos articulados que se deslizaban por nuestros cuerpos, nos envolvían, apretaban nuestra carne, nos abrazaban?, ¿acaso era posible no sentir el grosero tacto de los húmeros, la chirriante estrechez del cúbito y el radio, los bolondros del codo y la muñeca?; sumido en esa obsesión me hallaba cuando dije, sin querer: ¿no estoy siendo muy afilado para ti?, y ella dijo: ¿qué?, y supe que la frase era absurda: «afilado»», ¿cómo podía alguien ser «afilado» para otro?, y casi al mismo tiempo me percaté de que era la pregunta correcta, la más cortés, la más cierta: porque con toda seguridad había huesos y huesos, unos afilados y otros romos, unos muy bastos y ásperos corno rocas lunares y otros pulidos quizá como jaspes: incluso era posible que el tacto del mismo hueso dependiera del ángulo en que se colocaba con respecto a la piel, porque un hueso es un poliedro, casi un diamante, y hay que imaginarse sobando a la querida con diez durísimos y helados cuarzos para comprender mi situación, pensar en la carilla adecuada que usaremos para deslizarlos por la piel, el borde más inofensivo, no sea que nuestros apretujones se conviertan en el corte del filo de un papel, en la erizante cosquilla de una navaja de barbero; y entre ésas y otras se nos pasó el tiempo y terminamos como siempre pero peor, resoplando ambos bocarriba como dos boyas en el mar, mirando al techo, con esa satisfacción pacífica que solo otorga la insatisfacción perenne: cuánto tiempo hace que tú y yo no disfrutamos, Galia, pienso entonces, que vamos llevando esto adelante por no aguardar la muerte con las manos vacías, tiempo repetido que nunca se recobra porque nunca se pierde, días monótonos, el trasiego de la rutina incluso en la excepción: porque, Galia, hemos hecho un matrimonio de nuestra hermosa amistad, eso es lo que pienso, pero hubiéramos podido ser felices si todo esto conservara algún sentido, si existiera alguna otra razón que no fuera la inercia para mantenerlo; oía su respiración jadeante de cincuenta años junto a mí y trataba de imaginarme que estaba pensando lo mismo: ese silencio, Galia, que nunca llenamos, la distancia de nuestra proximidad, por qué tener que imaginarlo todo sin las palabras, qué piensas de mí, qué piensas de ti misma, por qué hablar de lo intrascendente, y va y me indaga ella entonces: ¿qué tal el trabajo?, porque cree que el exceso de dedicación me está afectando, y yo le digo que bien, y ella, apoyada en uno de sus codos e inclinada sobre mí, los pechos como almohadas blandas, vuelve a la carga con Alejandra: pero te ocurre algo, Héctor, dice, desde que has entrado hoy por la puerta te noto cambiado, ¿no será que Alejandra sospecha algo y no me lo quieres decir?, y le he contestado otra vez que no, y a veces me interrogo: ¿por qué todo esto?, ¿por qué lo mismo de lo mismo, este vaivén inacabable?, ¿qué pasaría si un día hablara y confesara?, ¿qué pasaría si por fin me decidiera a hablar delante de Alejandra, pero también delante de Galia y de mí mismo?, decir: basta de secretos, de engaños, de misterios: ¿qué sentido le encontráis a todo?, ¿por qué oficiar siempre el mismo ritual de lo cotidiano?, y para cambiar de tema le comento que Ameli está atravesando ahora la crisis de la adolescencia y discute frecuentemente conmigo y que Héctor Luis ha decidido que no será dentista sino aviador; a Galia le gusta saber lo que ocurre con mis hijos, ese tema siempre la distrae, incluso me ofrece consejos sobre cómo educarlos mejor, y yo creo que goza más de su maternidad imaginaria que Alejandra de la real; en todo caso, es un buen tema para cambiar de tema, y pasamos un largo rato charlando sin interés y pienso que es curioso que venga a casa de Galia para hablar de lo que apenas importa, ya que eso es prácticamente lo único que hago con Alejandra; en los instantes de silencio previos a mi partida seguimos mirando el techo, o bien ella me acaricia, zalamera, incluso pesada, y me dice algo: esa tarde, por ejemplo: me gusta tu pecho velludo, así lo dice, «velludo», y no sé por qué pero de repente me parece repugnante recibir un piropo como ése, aunque no se lo comento, claro, y ella, insistente, juega con el vello de mi pecho y sonríe; Galia es una orquídea salvaje, pienso, y a saber por qué se me ocurre esa pijada de comparación, pero es tan cierta como que Dios está en los cielos aunque nunca le vemos: Galia es una orquídea salvaje en olor, tacto, sabor, vista y sonido, y me encuentro de repente pensando en ella como orquídea cuando la oigo decir: ¿por qué me preguntaste antes si eras «afilado»?, ¿eso fue lo que dijiste?, y me pilla en bragas, perdonando la expresión, porque al pronto no sé a lo que se refiere, y cuando caigo en la cuenta, y para no traicionarme, le respondo que quería saber si le estaba haciendo daño en el cuello con mis dientes, y ella va y se echa a reír y dice: ¡vampirillo, vampirillo!, y vuelve a acariciarme, y como un tema trae otro, lo de los dientes le recuerda que necesita hacerse otro empaste, porque hace dos días, comiendo empanada gallega, notó que se le desprendía un pedacito de la muela arreglada, así que pasará por mi consulta sin avisarme cualquier día de éstos, y de esa forma nos veremos antes del jueves, dice, y su sonrisa parece dar a entender que está recordando el día en que nos conocimos, porque las mujeres son aficionadas a los aniversarios, ella tendida en el sillón articulado, la boca abierta, y yo con mi bata blanca y los instrumentos plateados del oficio, y como para confirmar mis sospechas me acaricia de nuevo el pecho «velludo» y dice: me gustaste desde aquel primer día, Héctor, me hiciste daño pero me gustaste, y claro está que nos reímos brevemente y yo le digo que nunca he comprendido por qué se enamoró de mí en la consulta, qué clase de erotismo desprendería mi aspecto, bajito, calvo y bigotudo, amortajado en mi bata blanca, entre el olor a alcohol, benzol, formol y otros volátiles, provisto de garfios, tenacillas, tubos de goma, lancetas y ganchos, porque no es que mi oficio me disgustara, claro que no, pero no dejaba de reconocer que la consulta de un dentista de pago es cualquier cosa menos un balcón a la luz de la luna frente a un jardín repleto de tulipanes, eso le digo y ella se ríe, y por último el silencio regresa otra vez, inexorable, porque es un enemigo que gana siempre la última batalla; llega la hora de irme, esa tarde más temprano porque mi suegro viene a cenar a casa, y cuando voy a levantarme la oigo decir, como de forma casual: ¿qué haces frotándote los dedos sin parar, Héctor?, ¿te pican?, eso dice, y descubro que, en efecto, he estado todo el rato dale que dale moviendo los dedos de la mano derecha como si repitiera una y otra vez el gesto con el que indicamos «dinero» o nos desprendemos de alguna mucosidad, perdonando la vulgaridad, que es casi el mismo que el que utilizamos para indicar «dinero», y enrojezco como un niño de colegio de curas pillado en una mentira y quedo sin saber qué decirle, hasta que por fin me decido y opto por revelarle mi hallazgo: nada, digo, ¿es que nunca te has tocado el hueso que tenemos bajo los dedos?, y lo pregunto con un tono prefabricado de sorpresa, como si lo increíble no fuera que yo me los frotase sino que ella no lo hiciera: qué dices, me mira sin entender, y me encojo de hombros y le explico: es que resulta curioso, ¿no?, quiero decir que si te tocas los dedos notas durezas debajo, ¿verdad?, y esas durezas son el hueso, ¿no te parece curioso, Gali?, toca, toca mis dedos: ¿no lo palpas bajo la piel, la grasa y los tendones?, es un hueso cualquiera, como los que César puede roer todos los días, le digo, y ella retira la mano con asco: qué cosas tienes, Héctor, dice, es repugnante, dice, y yo le doy la razón: en efecto, es repugnante pero está ahí, son huesos, Gali, mondos y lirondos, blancos, fríos y duros huesos sin vida: sin vida no, dice ella, pero replico: sin vida, Gali, porque nadie puede vivir con los huesos fuera, los huesos son muerte, por eso nos morimos y sobresalen, emergen y persisten para siempre, pero se ocultan mientras estamos vivos, es curioso, ¿no?, quiero decir que es curioso que seamos incapaces de vivir sin los huesos de nuestra propia muerte, pero más aún: que los llevemos dentro como tumbas, que seamos ellos ocultos por la piel, que seamos el disfraz del esqueleto, ¿no, Gali?, y ella: ¿te pasa algo, Héctor?, y yo: no, ¿por qué?, y ella: es que hablas de algo tan extraño, y yo le digo que es posible y me callo y pienso que quién me manda contarle mi descubrimiento a Galia, sonrío para tranquilizarla y me levanto de la cama, no sin antes cubrirme convenientemente con la sábana, ya que siempre me ha parecido, a propósito del tema, que la desnudez tiene su hora y lugar, como la muerte, y recojo la ropa doblada sobre la silla, me visto en el cuarto de baño y para cuando salgo Galia me espera ya de pie, en bata estampada por cuya abertura despuntan orondos los pechos y destaca el abultado pubis, me da un besazo enorme y húmedo y me envuelve con su cariño y bondad maternales: te quiero, Héctor, dice, y yo a ti, respondo, y no te preocupes, dice, porque otro día nos saldrá mejor, y me recuerda aquel jueves de la primavera pasada, o quizá de la anterior, en que fuimos capaces de hacerlo dos veces seguidas y en que ella me bautizó con el apodo de «hombre lobo»: teniendo en cuenta que hoy he sido «vampirillo», más intelectual pero menos bestia, quién duda de que me convertiré cualquier futuro jueves en «momia» y terminará así este ciclo de avatares terroríficos que comenzó con un «frankenstein» entre luces blancas, olor a fármacos y cuchillas plateadas, pero esto lo digo en broma, porque bien sé que lo nuestro nunca terminará, ya que, a pesar de todo —incluso de mi escasa fogosidad—, es «una locura», o no, porque hay ritual: el rito de decirle adiós a César, ladrando en el patio encadenado a una tubería oxidada, el beso final de Galia, y otra vez en la calle, ya de noche, frotándome los dedos dentro de los bolsillos del abrigo mientras camino, porque vivo cerca de la casa de Galia y tengo mi trabajo cerca de donde vivo, así que me puedo permitir ir caminando de un sitio a otro, todo a mano en mi vida salvo los instantes de vacaciones en que nos vamos al apartamento de la costa, y, sin embargo, debido a la repetición de los veranos, también a mano el apartamento, y la costa, y todo el universo, pienso, tan próximo todo como mis propias manos, y, sin embargo, a veces tan sorprendentemente extraño como ellas: porque de improviso surge lo oculto, los huesos que yacen debajo, ¿no?, pienso eso y froto mis dedos dentro de los bolsillos del abrigo; y ya en casa, comprobar que mi suegro había llegado ya y excusarme frente a él y Alejandra con tonos de voz similares, aunque ambos creen que los jueves me quedo hasta tarde en la consulta «haciendo inventario», que es la excusa que doy, así me cuesta menos trabajo la mentira, ya que me parece que «hacer inventario» es suministrarle a Alejandra la pista de que mi demora es una invención, una alocada fantasía de mi adolescencia póstuma, hasta tal extremo de juego y cansancio me ha llevado el silencio de estos últimos años; además, sospecho que el viejo escoge los jueves para disponer de un rato a solas con Alejandra mientras yo estoy ausente, lo cual, hasta cierto punto, me parece una compensación, Alejandra tiene a su padre y yo tengo a Galia, y sospecho que desde hace meses ambas parejas pasamos el tiempo de manera similar: hablando de tonterías y fumando; el padre de Alejandra, rebasados los ochenta, tiene una cabeza tan perfecta y despejada que te hace desear verlo un poco confuso de vez en cuando, que Dios me perdone, porque además ha sido librero, propietario de una antigua tienda ya traspasada en la calle Tudescos, hombre instruido y amante de la letra impresa, particularmente de los periódicos, y con un genio detestable muy acorde con su inútil sabiduría y su fisonomía encorvada y su luenga barbilla lampiña; Alejandra, que ha heredado del viejo el gusto por la lectura fácil y la barbilla, además de cierta distracción del ojo izquierdo que apenas llega a ser bizquera, se enzarza con él en discusiones bienintencionadas en las que siempre terminan ambos de acuerdo y en contra de mí, aunque yo no haya intervenido siquiera, ya que al viejo nunca le gustó nuestro matrimonio, y no porque hubiera creído que yo era una mala oportunidad, sino por «principios», porque el viejo es de los que odian a priori, y yo nunca sería él, nunca compartiría todas sus opiniones, nunca aceptaría todos sus consejos y, particularmente, jamás permitiría que Alejandra regresara a su área de influencia (vacía ya, porque su otro hijo se emancipó hace tiempo y tiene librería propia en otra provincia); además, mi profesión era casi una ofensa al buen gusto de los «intelectuales discretos» a los que él representa, porque está claro que los dentistas solo sabemos provocar dolor, somos terriblemente groseros, apenas se puede hablar con nosotros a diferencia de lo que ocurre con el peluquero o el callista (debido a que no se puede hablar mientras alguien te hurga en las muelas), y, por último, ni siquiera poseemos la categoría social de los cirujanos: el hecho de que yo ganara más que suficiente como para mantener confortables a Alejandra y a mis dos hijos, poseer consulta privada, secretaria y servicio doméstico, no excusaba la vulgaridad de mi trabajo, pero lo cierto es que nunca me había confiado de manera directa ninguna de estas razones: frente a mí siempre pasaba en silencio y con fingido respeto, como frente a la estatua del dictador, pero se agazapaba aguardando el momento de mi error, el instante apropiado para señalar algo en lo que me equivoqué por no hacerle caso, aunque, por supuesto, nunca de manera obvia ni durante el período inmediatamente posterior a mi pequeño fracaso, porque no era tanto un cazador legal como furtivo y rondaba en secreto a mi alrededor esperando el instante apropiado para que su odio, dirigido hacia mí con fina puntería, apenas sonara, y entonces hablaba con una sutileza que él mismo detestaba que empleasen con él, ya que había que ser «franco, directo, como los hombres de antes», pero yo, lejos de aborrecerle, le compadecía (y fingía aborrecerle precisamente porque le compadecía): me preguntaba por qué tanto silencio, por qué llevarse todas sus maldiciones a la tumba, cuál es la ventaja de aguantar, de reprimir la emoción día tras día o enfocarla hacia el sitio incorrecto; pero lo más insoportable del viejo era su fingida indiferencia, esa charla intrascendente durante las cenas, ese acuerdo tácito para no molestar ni ser molestado, tan bien vestido siempre con su chaqueta oscura y su corbata negra de nudo muy fino: un día te morirás trabajando, me dice cuando me excuso por la tardanza, y no te habrá servido de nada: este gobierno nunca nos devuelve el tiempo perdido ese del señor Joyce, añade (su costumbre de citar autores que nunca ha leído solo es superada por la de citarlos mal), que diga, Proust, se corrige, a mí siempre los escritores franceses me han dado por atrás, con perdón, dice, y por eso me equivoco, y Alejandra se lo reprocha: papá, dice; mientras finjo que escucho al viejo, contemplo a Alejandra ir y venir instruyendo a la criada para la cena y llego a la conclusión de que mi mujer es como la casa en la que vivimos: demasiado grande, pero a la vez muy estrecha, adornada inútilmente para ocultar los años que tiene y llena de recuerdos que te impiden abandonarla; Alejandra tiene amigas que la visitan y le dan la enhorabuena cuando Ameli o Héctor Luis consiguen un sobresaliente; a diferencia de Galia, Alejandra es fría, distinguida e intelectual a su modo, y vive como tantas otras personas: pensando que no está bien vivir como a uno realmente le gustaría, porque Alejandra cree que el matrimonio termina unos meses después de la boda y ya solo persiste el temor a separarse; su religión es semejante: hace tiempo que dejó de creer en la felicidad eterna y ahora tan solo teme la tristeza inmediata; sin embargo, invita a almorzar con frecuencia al párroco de la iglesia y acude a ésta con una elegancia no llamativa, lo que considera una característica importante de su cultura, pues en la iglesia se arrodilla, reza y se confiesa y murmura por lo bajo cosas que parecen palabras importantes; a veces he pensado en la siguiente blasfemia: si a Dios le diera por no existir, ¡cuántos secretos desperdiciados que pudimos habernos dicho!, ¡qué opiniones sobre ambos hemos entregado a otros hombres!, pero lo terrible es que tanto da que Dios exista: dudo que al final me entere de todo lo que comentas sobre mí y sobre nuestro matrimonio en la iglesia, Alejandra, eso pienso; qué va: por paradójico que resulte, la iglesia es el lugar donde la gente como nosotros habla más y mejor, pero todo se disuelve en murmullos y silencio y oraciones, y la verdad se pierde irremediablemente: quizá la clave resida en arrodillarnos frente al otro siempre que tengamos necesidad de hablar, o en hacerlo en voz baja y muy rápido, sin pensar, cómo si rezáramos un rosario; y meditando esto oigo que el viejo me dice: ¿te pasa algo en los dedos, Héctor?, con esa malicia oculta de atraparme en otro error: y es que ahora compruebo que desde que he llegado no he dejado en ningún momento de palparme los extremos de las falanges, los rebordes óseos, el final de los metacarpos; ¿qué opinaría el viejo si le confiara mi hallazgo?, pienso y sonrío al imaginar las posibles reacciones: nada, le digo, y muevo los huesos ante sus ojos y cambio de tema; ni Ameli ni Héctor Luis están en casa cuando llego, e imagino que es la forma filial que poseen de «hacer inventario» por su cuenta, lo cual no me parece ni malo ni bueno en sí mismo, y nos sentamos a la mesa casi enseguida y Alejandra sirve de la fuente de plata con el cucharón de plata las albóndigas de los jueves, y nos ponemos a escuchar la conversación del viejo con el debido respeto, como quien oye una interminable bendición de los alimentos, interrumpido a ratos por las breves acotaciones de Alejandra, solo que esa noche el tema elegido se me hace extraño, alegórico casi, y además empiezo a sentirme incómodo nada más comenzar a comer, porque los brazos, que apoyo en el borde de la mesa, me han desvelado con todo su peso la presencia de los huesos, del cúbito y el radio que guardan dentro, y los codos se me figuran una zona tan inadecuada y brutal para esa respetuosa reunión como colocar quijadas de asno sobre la mesa mientras el viejo habla, y en su discurso de esa noche repite una y otra vez la palabra «corrupción»: ¿habéis visto qué corrupción?, dice, ¿os dais cuenta de la corrupción de este gobierno?, ¿acaso no se pone de manifiesto la corrupción del sistema?, ¿no son unos corruptos todos los políticos?, ¿no oléis a corrupción por todas partes?, ¿no se ha descubierto por fin toda la corrupción?, y mientras le escucho, intento no hacer ruido con mis brazos, porque de repente me parece que la madera de la mesa al chocar contra el hueso produce un sonido como el de un muerto arañando el ataúd y no me parece correcto escuchar la opinión del viejo con tal ruido de fondo, pero como tengo que comer, cojo tenedor y cuchillo y divido una albóndiga en dos partes y me llevo una a los labios intentando no mirar hacia los huesos que sostienen el tenedor, porque no es agradable la paradoja de verme alimentado por un esqueleto, aunque sea el mío, pero mientras mastico con los ojos cerrados oyendo al viejo hablar de la «corrupción» mi lengua detecta una esquirla, un pedacito de algo dentro de la albóndiga, y, tras quejarme a Alejandra con suavidad, recibo esta respuesta: será un huesecillo de algo, es que son de pollo, Héctor, y es quitarme con mis huesos índice y pulgar el huesecillo y dejarlo sobre el plato, e írseme la mente tras esta idea inevitable: que dentro de todo lo blando necesariamente existe lo que queda, el hueso, el armazón, la dureza, el hallazgo, aquello oculto que es blanco y eterno, lo que permanece en el cedazo, la piedra, lo que «nadie quiere»; es imposible huir de «eso que queda», porque está dentro, así que escondo los brazos bajo la mesa, incluso me tienta la idea de comer como César, acercando el hocico al plato, pero ¿acaso no es inútil todo intento de disimulo frente al apocalíptico trajín de la cena?, porque lo que percibo en ese instante es algo muy parecido a una hogareña resurrección de los muertos: incluso con el apropiado evangelista —mi suegro—, gritando «corrupción»: Alejandra coge el pan con sus huesos y lo hace crujir y lo parte, el viejo apoya los huesos en el mantel y los hace sonar con ritmo, Alejandra coge el cucharón con sus huesos y sirve más albóndigas repletas de huesecillos de pollo muerto, el viejo va y se limpia los huesos sucios de carne ajena con la servilleta, Alejandra señala con su hueso la cesta del pan y yo se la alcanzo extendiendo mis huesos y ella la coge con los suyos, hay un cruce de húmeros, cúbitos y radios, de carpos y metacarpianos, de falanges, y nos pasamos de unos a otros, de hueso a hueso, la vinagrera, el aceite, la sal, el vino y la gaseosa, y llegan Ameli y Héctor Luis, una del cine y el otro de estudiar, y saludan, y Ameli desliza sus frágiles huesos de quince años por mi cabeza calva, envuelve con sus breves húmeros mi cuello, me besa en la mejilla: ¿dónde has estado hasta estas horas?, le pregunto, y ella: en el cine, ya te lo he dicho, y yo: pero ¿tan tarde?; sí, dice, habla sin mirar sus manos gélidas, los huesos de sus manos muertas, sus brazos como pinzas blancas; sí, papá, la película terminó muy tarde; y de repente, mientras la contemplo sentándose a la mesa, su cabello oscuro y lacio, los ojos muy grandes, el jersey azul celeste tenso por la presencia de los huesos, he sentido miedo por ella, he querido cogerla, atraparla y bogar juntos por ese fluir desconocido e incesante hacia la oscuridad final: creo que deberías volver más temprano a casa a partir de ahora, Ameli, le digo, y ella: ¿por qué?, con sus ojos brillando de disgusto, y yo, mis brazos escondidos, ocultos, sin revelarlos: creo que las calles no son seguras, y el viejo me interrumpe: hoy ya nada es seguro, Héctor, dice y sigue comiendo, Alejandra sirve albóndigas y Héctor Luis se queja de que son muchas, y Ameli: ¡pero ya tengo quince años, papá!, y yo: es igual, y entonces Alejandra: no seas muy duro con la niña, Héctor, dice, le dimos permiso para que volviera hoy a esta hora, pero ella sabe que solamente hoy; guardo silencio: en realidad, todo se sumerge en el silencio salvo el entrechocar de los huesos; Ameli y Héctor Luis son tan distintos, pienso, pero en algo se parecen, y es que ambos se nos van; no los he visto crecer, los he visto irse: pero ni siquiera eso, pienso ahora, porque jamás he podido saber si alguna vez estuvieron por completo; Ameli tiene novio, pero es un secreto; sabemos que Héctor Luis ha salido con varias chicas, pero lo que piensa de ellas es secreto; ambos se han hecho planes para el futuro, tienen deseos, ganas de hacer cosas, pero todo es secreto: quizá lo comentan en los «pubs» a falta de una buena iglesia en la que poder hablar como nosotros, tan a gusto, pero en casa adoptan los dos mandamientos trascendentales de la familia: nunca hablarás de nada importante y ama el enigma como a ti mismo, ¡y si hubiera solo silencio!, pero es la charla insignificante lo que molesta, y ahora esos ruidos detrás: el golpe, el crujir de nuestros huesos; siento algo muy parecido a la pena, pero una pena casi biológica, como una mota en el ojo o el aroma inevitable de la cebolla cruda, y me disculpo para ir al baño y llorar a gusto por algo que no entiendo, y más tarde, en la cama, con Alejandra a mi lado leyendo complacida un librito de romances, me da por preguntarle: ¿soy demasiado duro contigo? mientras me observo los huesos tranquilos sobre la colcha: mis manos muertas y peladas, los cúbitos y radios en aspa, los húmeros convergiendo, y ella deja un instante el libro que sostiene con sus huesos, me mira sorprendida y dice: no, Héctor, no, ¿por qué preguntas eso?, y yo, insistente: ¿he sido duro contigo alguna vez?, y ella: nunca, y yo: ¿quizá soy demasiado tosco?, y ella: Héctor, ¿qué te pasa?, y yo: demasiado rudo quizá, ¿no?, y ella: no seas bobo, ¿lo dices porque hoy no hablaste apenas durante la cena?, ya sé que papá no te cae bien, me da un beso y añade: procura descansar, el trabajo te agota, y la veo extender las falanges blancas y articuladas de sus dedos, apagar la lamparilla de pantalla rosa y sumir la habitación en una oscuridad donde la luz de la luna, filtrada, hace brillar las superficies ásperas de nuestros huesos; después, en el sueño, he presenciado un teatro de sombras donde mis manos y brazos se movían, desplazándome, porque eran lo único, ya que la vida se había invertido como un negativo de foto y ahora solo importaba lo oculto, el secreto descubierto: los huesos de mis manos se extendían con un sonido semejante a los resortes de madera de ciertos juguetes antiguos, emergiendo del telón negro que los rodeaba: son ellos solos, el mundo es ellos, brazos y manos colgantes que hacen y deshacen, crean y destruyen, no nacen ni mueren, simplemente cambian su posición, horizontal, vertical, en ángulo, hacia arriba o hacia abajo, brazos que se balancean al caminar y manos que agarran con sus huesos cosas invisibles; y a la mañana siguiente, tras toda una noche de sueños interrumpidos y vueltas en la cama, creo comprenderlo: mi revelación es una lepra que avanza incesante, porque suena el despertador con su timbre gangoso que tanto me recuerda a una trompeta de cobre, pongo los pies descalzos en las zapatillas y lo noto: la dureza bajo las plantas, la pelusa del forro de las zapatillas adherida a los huesos del tarso, el rompecabezas de huesos irregulares de mis pies, los extremos de la tibia y el peroné sobresaliendo por el borde del pijama, las rótulas marcando un óvalo bajo la tela extendida, y al erguirme, el crujido de los fémures: el descubrimiento no me hace ni más ni menos feliz que antes, ya que lo intuyo como una consecuencia, pero un estupor inmóvil de estatua persiste en mi interior; y al ducharme viene lo peor, porque entonces compruebo que los golpes de las gotas no me lavan sino que se limitan a disgregarme la suciedad por mis huesos: arrastran el barro de mis costillas goteantes, concentran la cal en mis pies, desprenden la tierra, permean las junturas, las grietas, los desperfectos, rajan los pequeños metacarpos como cáscaras de huevo, horadan mis clavículas y escápulas, pero no hoy ni ayer sino todos y cada uno de los días en un inexorable desgaste, siento que me disuelvo en agua y salgo con prisa no disimulada de la bañera y seco mi esqueleto goteante, deslizo la toalla por el cilindro de los huesos largos como si envolviera unos juncos, la arranco con torpeza de la trabazón de las vértebras, froto como cristales de ventana los huesos planos, pienso que debo conservarme seco para siempre porque de repente sé que soy un armazón de cincuenta años de edad que solo puede humedecerse con aceite, y es en ese instante, o quizá un poco después, cuando apoyo la maquinilla de afeitar contra mi rostro, que siento la invasión final de esa lepra y quedo tan inerme que apenas puedo apartar las cuchillas giratorias de mi mejilla: algo parecido a una horrísona dentera me paraliza, porque de repente noto como el restregar de un rastrillo contra una pizarra o el arañar baldosas con las patas metálicas de una silla, incluso imagino que pueden saltar chispas entre la maquinilla y el hueso de la mandíbula o el pómulo; me palpo con la otra mano la cabeza, siento las durezas del cráneo, el arco de las órbitas, el puente del maxilar, el ángulo de la quijada, y pienso: ¿por qué finjo que me afeito?, ¿acaso mi rostro no es un añadido, una capa, una máscara?; entra Alejandra en ese instante y casi me parece que gritará al ver a un desconocido, pero apenas me mira y se dirige al lavabo; yo me aparto, desenchufo la maquinilla y la guardo en su funda, y ella: ¿ya te has afeitado, Héctor?, y yo: sí, y salgo del baño con rapidez: ¡no podría acercar esa maquinilla a los huesos de mi calavera!; todo es tan obvio que lo inconcebible parece la ignorancia, pienso mientras me visto frente al espejo del dormitorio y abrocho la camisa blanca alrededor de las delgadas vértebras cervicales: llevar un cráneo dentro, una calavera sobre los hombros, besar con una calavera, pensar con una calavera, sonreír con una calavera, mirar a través de una calavera como a través de los ojos de buey de un barco fantasma, hablar por entre los dientes de una calavera: aquí está, tan simple que movería a risa si no fuera espantoso, y me afano en terminar el lazo de mi corbata con los huesos de mis dedos sonando como agujas de tricotar; Alejandra llega detrás, peinándose la melena amplia y negra que luce sobre su propia calavera, y el paso del cepillo descubre espacios blancos en el cuero cabelludo donde los pelos se entierran: parece inaudito saberlo ahora, contemplarlo ahora; entre los dientes sostiene dos ganchillos: el asco llega a tal extremo que tengo que apartar la vista: allí emerge el hueso, pienso, el subterfugio, el disfraz, tiene un defecto, como una carrera en la media que descubre el rectángulo de muslo blanco; allí, tras los labios, los dientes, los únicos huesos que asoman, y vivimos sonriendo y mostrándolos, y nos agrada enseñarlos y cuidarlos y mi profesión consiste precisamente en mantenerlos en buen estado, blancos y brillantes, limpios, pelados, lisos, desprovistos de carne, como tras el paso de aves carroñeras: esa hilera de pequeñas muertes, esa dureza tras lo blando; ¿acaso no es enorme el descuido?; de repente tengo deseos de decirle: Alejandra, estás enseñando tus huesos, oculta tus huesos, Alejandra, una mujer tan respetable como tú, una señora de rubor fácil, tan educada y limpia, con tu colección de novela rosa y tu familia y tu religión, ¿qué haces con los huesos al aire?, ¿no estás viendo que incluso muerdes cosas con tus huesos?, ¡Alejandra, por favor, que son tus huesos hundidos en el cráneo oculto, los huesos que quedarán cuando te pudras, mujer: no los enseñes!; esto va más allá de lo inmoral, pienso: es una especie de exhumación prematura, cada sonrisa es la profanación de una tumba, porque desenterramos nuestros huesos incluso antes de morir; deberíamos ir con los labios cerrados y una cruz encima de la boca, hablar como viejos desdentados, educar a los niños para que no mostraran los dientes al comer: un error, un gravísimo error en la estructura social comparable a caminar con las clavículas despellejadas, tener los omoplatos desnudos, descubrir el extremo basto del húmero al flexionar el codo, mostrar las suturas del cráneo al saludar cortésmente a una señora, enseñar las rótulas al arrodillarnos en la misa o las palas del coxal durante un baile o la superficie cortante del sacro durante el acto sexual: y sin embargo, ella y yo, con nuestros horribles dientes, la prueba visible de la existencia de los cráneos: absurdo, murmuro, y ella: ¿decías algo?, pero hablando entre dientes debido a los ganchillos, como si lo hiciera a través de apretadas filas de lápidas blancas, un soplo de aire muerto por entre las piedras de un cementerio, o peor: la voz a través de la tumba, las palabras pronunciadas en la fosa: no, nada, respondo, y ella, intrigada, se me acerca y arrastra sus falanges por mis vértebras: te noto distante desde ayer, Héctor, ¿te ocurre algo?, ¿es el trabajo?, y juro que estuve a punto de decirle: te la pego con una antigua paciente desde hace varios años, todos los jueves a la misma hora, pero no te preocupes porque una increíble revelación me ha hecho dejarlo, ya nunca más regresaré con Galia, no merece la pena (y por qué no decirlo, pienso, por qué reprimir el deseo y no decir la verdad, por qué no descargar la conciencia y vaciarme del todo); sin embargo, en vez de esa explicación catártica, le dije que sí, que era el exceso de trabajo, y me mostré torpe, callándome la inmensa sabiduría que poseía mientras notaba cómo descendían sus falanges por el edificio engarzado de mi columna, y ella dijo: pero hace mucho tiempo que no me sonríes, y pensé: ¡te equivocas!, somos una sonrisa eterna, ¿no lo ves?: nuestros dientes alcanzan hasta los extremos de la mandíbula y no podemos dejar de sonreír: sonreímos cuando gritamos, cuando lloramos, al pelear, al matar, al morir, al soñar: sonreímos siempre, Alejandra, quise decirle, y la sonrisa es muerte, ¿no lo ves?, quise decirle, nuestras calaveras sonríen siempre, así que la mayor sinceridad consiste en apartar los labios, elevar las comisuras y sonreír con la piel intentando imitar lo mejor posible nuestra sonrisa interior en un gesto que indica que estamos conformes, que aceptamos nuestro final: porque al sonreír descubrimos nuestros dientes, «enseñamos la calavera un poco más», no hay otro gesto humano que nos desvele tanto; la sonrisa, quise decirle, traiciona nuestra muerte, la delata; cada sonrisa es una profecía que se cumple siempre, Alejandra, así que vamos a sonreír, separemos los labios, mostremos los dientes, sonriamos para revelar las calaveras en nuestras caras, hagamos salir el armazón frío y secreto, draguemos el rostro con nuestra sonrisa y extraigamos el cráneo de la profundidad de nuestros hijos, de ti y de mí, del abuelo, de los amigos, de los parientes y del cura; pero no le dije nada de eso y me disculpé con frases inacabadas y ella enfrentó mis ojos y me abrazó y sentí los crujidos, la fricción, costilla contra costilla, golpes de cráneos, y supuse que ella también los había sentido: no seamos tan duros, le dije, y ella respondió, abrazándome aún: no, tú no eres duro, Héctor, y yo le dije: ambos somos duros, y tenía razón, porque se notaba en los ruidos del abrazo, en el telón de fondo de nuestro amor: un sonido semejante al que se produciría al echarnos la suerte con los palillos del I Ching sobre una mesa de mármol, o jugando al ajedrez con fichas de marfil, un trajín de palitos recios como un pimpón de piedra, el entrechocar aparentemente dulce de nuestros esqueletos como agitar perchas vacías; me aparté de ella y terminé de vestirme: quizá soy dura contigo, repitió ella, yo también soy duro, dije, y pensé: y Ameli y Héctor Luis, y todos entre sí y cada uno consigo mismo, ¡qué duros y afilados y cortantes y fríos y blancos y sonoros!; ¿te vas ya?, me dijo, sí, le dije, porque no deseaba desayunar en casa, en realidad no deseaba desayunar nunca más, pero sobre todo, sobre todas las cosas, no deseaba cruzarme con los esqueletos de mis hijos recién levantados, así que casi eché a correr, abrí la puerta y salí a la calle con el abrigo bajo el brazo, a la madrugada fría y oscura; ya he dicho que tengo la consulta cerca, lo cual siempre ha sido una ventaja, aunque no lo era esa mañana: quería trasladarme a ella solo con mi voluntad, sin perder siquiera el tiempo que tardara en desearlo; caminaba observando con mis cuencas vacías las casas que se abren, las figuras blancas que emergen de ellas como fantasmas en medio de la oscuridad, las primeras tiendas de alimentos llenas de huesos y cadáveres limpios de seres y cosas; caminaba y observaba con mis órbitas negras, lleno de un extraño y perseverante horror: ¿qué hacer después de la revelación?, ¿dónde, en qué lugar encontraría el reposo necesario?; porque ahora necesitaba envolverme, ahora, más que nunca, era preciso hallar la suavidad; mientras caminaba hacia la consulta lo pensaba: todos tenemos ansias de suavidad: guantes de borrego, abrigos de lana, bufandas, zapatos cómodos; sin embargo, el mundo son aristas, y todo suena a nuestro alrededor con crujidos de metal; qué pocas cosas delicadas, cuánta aspereza, cuánta jaula de púas, qué amenaza constante de quebrarnos como juncos, de partirnos, qué mundo de esqueletos por dentro y por fuera, móviles o quietos, invasión blanca o negra de huesos pelados, qué cementerio: toda obra es una ruina, toda cosa recién creada tiene aires de destrucción, y nosotros avanzamos por entre cruces, mármol, inscripciones, rejas y ángeles de piedra como espectros, y la niebla de la madrugada nos traspasa, huesos que van y vienen, esqueletos que se acercan y caminan junto a mí y me adelantan, apresurados, aquel que limpia los huesos en ese tramo de la calle, ese otro que espera en la parada, envuelto en su impermeable, huesos blancos por encima de los cuellos, la muerte dentro como una enfermedad que aparece desde que somos concebidos, ¿no hay solución?; y sorprender entonces a un hombre, una figura, no como yo, no como los demás, que se detiene frente a mí y me habla: ¿tiene fuego?, dice, un individuo desaliñado de espesa melena y barba, rostro pequeño, casi escondido, chaqueta sucia y manos sucias que se tambalea de un lado a otro como si el mero hecho de estar de pie fuera un tremendo esfuerzo para él; le ofrezco fuego y se cubre con las manos para encender un cigarrillo medio consumido, entonces dice: gracias, y se aleja; me detengo para observarle: camina con cierta vacilación hasta llegar a la esquina, después se vuelve de cara a la pared, una figura sin rasgos, y distingo la creciente humedad oscura a sus pies, detenerme un instante para contemplarle, volverse él y alejarse con un encogimiento de hombros y una frase brutal; un borracho orinando, pienso, pero al mismo tiempo deduzco: se ha reconstruido, ha verificado su interior, ha exhumado cosas que le pertenecen y le llenan por dentro: líquidos que alguna vez formaron parte de él; eso es un proceso de autoafirmación, pienso: él es algo que yo no soy o que he dejado de ser, ha logrado obtener lo que yo pierdo poco a poco: integridad, quizá porque no tiene que callar, porque es libre para decir lo que le gusta y lo que no, pienso y golpeo con los huesos del pie el cadáver de una vieja lata en la acera, o porque ha aceptado la vida tal cual es, o quizá porque tiene hambre y sed, y necesidad de fumar, dormir y orinar en una esquina, quizá porque siente necesidades en su interior, dentro de esa intimidad de las costillas que en mí mismo forma un espacio negro: sus necesidades le llenan, y yo, satisfecho, camino vacío: eso pensé; era preciso, pues, reformarse, volver a la vida a partir de los huesos, resucitar, aunque es cierto que en algún sitio dentro de mí existían vestigios, cosas que se movían bajo las costillas o en el espacio entre éstas y el hueso púbico, pero era necesario comprobarlo; todo aturdido por el ansia, entré en uno de los bares que estaban abiertos a esas horas y me dirigí apresurado al cuarto de baño, respondiendo con un gesto al hombre que atendía la barra y que me dijo buenos días; ya en el urinario, muy nervioso, busqué mi pija semihundida, perdonando la frase, la extraje y me esforcé un instante: tras un cierto lapso, comprobé la aparición brusca del fino chorro amarillo y sentí una distensión lenta en mi pubis que califiqué como el hallazgo de la vejiga: al fin me sirves de algo, pensé mientras me sacudía la pilila, perdonando la bajeza; así, convertido en pura vejiga, salí a la calle de nuevo y respiré hondo: noté bolsas gemelas a ambos lados del esternón, sacos que se ampliaban con el aire frío de la mañana, y descubrí mis pulmones; en un estado de alborozo difícilmente descriptible me tomé el pulso y sentí, con la alegría de tocar el pecho de un pájaro recién nacido, el golpeteo suave de la arteria contra mi dedo, su pequeño pero nítido calor de hogar, y supe que guardaba sangre y que mi corazón había emergido; caminando hacia la consulta completé mi resurrección, la encarnación lenta de mi esqueleto; así pues, yo era pulmones y vejiga, yo era intestino, tripas, estómago, yo era músculos del pene, tendones, sangre, hígado, vesícula, bazo y páncreas, yo era glándulas y linfa, todo suave, todo lleno, ocupando intersticios como si vertieran sobre mí unas sobras de hombre: yo era, por fin, globos oculares líquidos, yo era lengua y labios, yo era el abrir lento de los párpados, la creación del paladar, la suave nariz horadada, la humedad limpia de la saliva, la lágrima tibia y el sudor de los poros; yo era sobre todo mi propio cerebro, las revueltas grises de los nervios, la masa de ideas invisibles, la voluntad, el deseo, el pensamiento; llegué a la consulta recién creado, aún sin piel pero ya formado y funcionando, atravesé el oscuro umbral con la placa dorada donde se leía «Héctor Galbo, odontólogo», preferí las escaleras y abrí la puerta con la delicadeza muscular de un relojero, con la exactitud de un ladrón o un pianista; Laura, mi secretaria, ya estaba esperándome, y el vestíbulo aparecía iluminado así como la marina enmarcada en la pared opuesta, y me dejé invadir por el olor a cedro de los muebles, la suavidad de la moqueta bajo los pies, y cuando mis globos oculares se movieron hacia Laura pude parpadear evidenciando mi perfección; entonces, la prueba de fuego: me incliné para saludarla con un beso y percibí la suavidad de mi mejilla, los delicados embriones de mis labios, y supe que por fin la piel había aparecido: cabello, pestañas, cejas, uñas, el florecer de mi bigote negro; besarla fue como besarme a mí mismo: buenos días, doctor Galbo, me dijo, noté las cosquillas de mi camisa sobre mi pecho velludo, muy velludo, buenos días, dije, buenos días, Laura, y percibí mi laringe en el foso oculto entre la cabeza y el pecho, sentí el aire atravesando sus infinitos tubos de órgano: buenos días, repetí despacio saludando a todo mi cuerpo reflejado en el espejo del vestíbulo, mi cuerpo con piel y sentimientos, mi cuerpo vestido, bajito, mi cabeza calva y mi rostro bigotudo: buenos días, doctor Galbo, hoy viene usted contento, dice Laura, sí, le dije, vengo aliviado, quise añadir, he orinado en un bar y he descubierto por fin que tengo vejiga, y a partir de ahí todo lo demás, pero en vez de decirle esto pregunté: ¿hay pacientes ya?, y ella: todavía no, y yo: ¿cuántos tengo citados?, y ella: cinco para la mañana, la primera es Francisca, ah sí, Francisca, dije, sí: sus prótesis darán un poco la lata, y me deleito: oh mi memoria perfecta, mis sentidos vivos, mis movimientos coordinados, sí, sí, Francisca, muy bien, y mi imaginación: porque de repente me vi avanzando hacia mi despacho con los músculos poderosos de un tigre, todo mi cuerpo a franjas negras, mis fauces abiertas, los bigotes vibrantes, los ojos de esmeralda, y mi sexo, por fin, mi sexo: porque Laura, con la mitad de años que yo, me parecía una presa fácil para mis instintos, una captura que podía intentarse, la gacela desnuda en la sabana; ya era yo del todo, incluso con mis pensamientos malignos, incluso con mi crueldad, por fin: avíseme cuando llegue, le dije, y entré en mi despacho, me quité el abrigo y la chaqueta, me vestí con la bata blanca, inmaculada, mi bata y mi reloj a prueba de agua y de golpes, y mi anillo de matrimonio, y los periódicos que Laura me compra y deposita en la mesa, y mi ordenador y mis libros, y mis cuadros anatómicos: secciones de la boca, dientes abiertos, mitades de cabezas, nervios, lenguas, ojos, mejor será no mirarlos, pienso, porque son hombres incompletos, yo ya estoy hecho, pienso, envuelto al fin de nuevo en mi funda limpia, recién estrenado; por fin pensar: saber que he regresado al origen, me he recobrado, he impedido mi disolución guardándome en un cuerpo recién hecho; no recuerdo cuánto tiempo estuve sentado frente al escritorio saboreando mi triunfo, pero sé que la segunda y más terrible revelación llegó después, con el primer paciente, y que a partir de entonces ya no he podido ser el mismo, peor aún, porque me he preguntado después si he sido yo mismo alguna vez, si mi integridad fue algo más que una simple ilusión: y fue cuando sonó el timbre de la puerta, el siguiente timbre, el nuevo timbre que me despertó de la última ensoñación (como el de casa de Galia, o el del despertador con sonido de trompeta de cobre, ahora el de la consulta, pensé, y no pude encontrarles relación alguna entre sí, salvo que parecían avisos repentinos, llamadas, notas eléctricas que presagiaban algo), y Laura anunció a la señora Francisca, una mujer mayor y adinerada, como Galia, como Alejandra, con las piernas flebíticas y el rostro rojizo bajo un peinado constante, que entró con lentitud en la consulta hablando de algo que no recuerdo porque me encontraba aún absorto en el éxito de mi creación: fue verla entrar y pensar que iría a casa de Galia cuando la consulta terminara y le diría que todo seguía igual, que era posible continuar, que nada nos estorbaba, y después llegaría a mi casa y le diría a Alejandra que la quería, que nunca más sería duro con ella ni con Ameli, eso me propuse, y saludé a la señora Francisca con una sonrisa amable, y la hice sentarse en el sillón articulado, la eché hacia atrás con los pedales, la enfrenté al brillo de los focos y le pedí que abriera la boca, porque eso es lo primero que le pido a mis pacientes incluso antes de oír sus quejas por completo: como estoy acostumbrado a que esta instrucción se realice a medias, me incliné sobre ella y abrí mi propia boca para demostrarle cómo la quería: así, abra bien la boca, le dije, ah, ah, ah, y es curioso lo cerca que siempre estamos de la inocencia momentos antes de que un nuevo horror nos alcance: incluso éste aparece al principio con disimulo, revelándose en un detalle, en un suceso que, de otra manera, apenas merecería recordarse, porque mientras Francisca, obediente, abría más la boca, descubrí el último de los horrores, la luz del rayo que nunca debería contemplar un ser humano, la degradación final, tan rápida, pavorosa e inevitable como cuando presioné el timbre de Galia, pero mucho peor porque no era lo oculto, lo que era, sino lo que no era, aquello que falta, no lo que se esconde sino lo que no existe: la nueva revelación me violó, perdonando la brutalidad, de tal manera que todos mis logros anteriores adoptaron de inmediato la apariencia de un sueño que no se recuerda sino a fragmentos, e incapaz de reaccionar, permanecí inmóvil, inclinado sobre la mujer, ambos con la boca abierta, ella con los ojos cerrados esperando sin duda la llegada de mis instrumentos; pero como no llegaban los abrió, me vio y advirtió en mi rostro el horror más puro que cabe imaginarse: qué pasa, doctor, me dijo, qué tengo, qué tengo, pero yo me sentía incapaz de responderle, incapaz incluso de continuar allí, fingiendo, así que retrocedí, me quité la bata con delirante torpeza, la arrojé al suelo, me puse la chaqueta y salí de la habitación, corrí hacia el vestíbulo sin hacer caso a las voces de la paciente y a las preguntas de Laura, abrí la puerta, bajé las escaleras frenéticamente y salí a la calle: no sabía adónde dirigirme, ni siquiera si tenía sentido dirigirme a algún sitio; contemplé a los transeúntes con muchísima más incredulidad de la que ellos mostraron al contemplarme a mí: ¿era posible que todos ignoraran?, ¿hasta ese punto nos ha embotado la existencia?; hubo un momento terrible en el que no supe cuál debería ser mi labor: si caer en soledad por el abismo o arrastrar como un profeta a las conciencias ciegas que me rodeaban; es cierto que toda gran verdad precisa ser expresada, pero la locura de mi actual situación consistía en que esta verdad última era inexpresable: quiero decir que esta verdad final no era algo, más bien era nada, así que no podía soñar con explicarla: quizá el silencio en el gélido vacío entre las estrellas hubiera sido una explicación adecuada, pero no un silencio progresivo sino repentino y abrupto: una brecha de espacio muerto, una bomba inversa que absorbiera las cosas hacia dentro, que nos introdujera a todos en un mundo sin lugares ni tiempo donde la nada cobrara alguna especial y terrible significación, quizá entonces, pensé, y corrí por la acera intuyendo que cada minuto desperdiciado era fatal: ¿le ocurre algo?, fue la pregunta que me hizo un individuo que aguardaba frente a un paso de peatones cuando me acerqué, y solo entonces fui consciente de que tenía ambas manos sobre la boca, como si tratara de contener un inmenso vómito; mi respuesta fue ininteligible, porque sacudí la cabeza diciendo que no, pero esperando que él entendiera que eso era lo que me pasaba: que no; si hubiera podido hablar, habría respondido: nada, y precisamente ahí radicaba lo que me ocurría: me ocurría nada, pero era imposible hacerle comprender que nada era infinitamente peor que todos los algos que nos ocurren diariamente; no pude hacer otra cosa sino alejarme de él con las manos aún sobre la boca, corriendo sin saber por dónde iba pero con la secreta esperanza de no ir a ninguna parte, de no llegar, de seguir corriendo para siempre, porque no podía presentarme en casa de aquel modo, no con aquel fallo, sería preciso hacer cualquier cosa para remediar esa escisión, quizá comenzar desde el principio, reunir de nuevo el hilo en el ovillo, a la inversa: pensar en el instante anterior a la revelación, notar la presencia para comprender ahora la falta; pero cómo describirlo: cómo decir que había conocido de repente la boca cuando la paciente abrió la suya y yo quise indicarle cómo tenía que hacerlo y abrí la mía; fue entonces: el tiempo se congeló a mi alrededor y quedé solo en medio de mi hallazgo, como un náufrago, paralizado por la revelación suprema, incapaz de comprender, al igual que con la anterior, por qué no lo había sabido hasta entonces: la boca, claro, ahí, aquí, abajo, bajo mi nariz, en mi rostro, la boca: de repente me había percatado de la verdad, tan simple e invisible debido a su propia evidencia: la boca no es nada, lo comprendí al pedirle a la paciente que la abriera y al abrir la mía: ¿qué he abierto?, pensé: la boca; pero entonces, si la boca abierta también es la boca, el resultado era una oscuridad, un agujero vacío, un abismo; quiero decir que, de repente, al ver la boca, al inclinarme para verla, no la vi, pero no la vi justamente porque era eso: el no verla; si hubiera visto la boca de la misma forma que veo mis dedos, por ejemplo, no lo sería o estaría cerrada; sin embargo, el horror consiste en que una boca abierta también es una boca: como llamarle «dedos» al espacio vacío que hay entre ellos; ¡pero eso no era todo!: si aquel defecto, aquella nada, era, ¿cómo podía evitar la llegada del vacío?, ¿cómo impedir que todo siguiera siendo lo que es en la nada?, ¿cómo pretender recobrar mi cuerpo si me evacuo por ese agujero negro y absurdo?; lo comprendí: ¡si todo se hubiera cerrado a mi alrededor!, ¡si las junturas hubieran encajado perfectamente, sin interrupciones, sin oquedades!, pero tenía que estar la boca, la boca abierta que también era la boca, y ahora ¿cómo permanecer incólume?, ¿cómo seguir inmutable, conservándome dentro, si allí estaba eso que no era, esa nada negra implantada en mí?; corrí, en efecto, a ciegas, no recuerdo durante cuánto tiempo, hasta que un nuevo acontecimiento pudo más que mi propia desesperación: en una esquina, recostado en un portal, distinguí a un hombre, el borracho de aquella madrugada, que parecía dormir o agonizar: un sombrero gris le cubría casi todo el rostro salvo la barba, y allí, insertado en lo más hondo del pelo, un agujero abierto, sin dientes, sin lengua, una cosa negra y circular como una cloaca o la pupila de un cíclope ciego que me mirara, aunque yo fuera «nadie», el vacío terrible, la nada; de repente se había apoderado de mí un horror supremo, un asco infinito, la conjunción final de todo lo repugnante, y me alejé desesperado cubriéndome con las manos aquel «salto», aquel «vacío» letal, atenazado por una sensación revulsiva, un pánico que era como cribar mis ideas con violencia hasta romperlas, la certeza de mi perdición, el desprendimiento a trozos de mi voluntad frente a lo irremediable: esa boca abierta, el error por el que todo entra y todo sale, los secretos, la palabra, el vómito, la saliva, la vida, el aliento final, porque me había envuelto en mi propio cuerpo para hallar algo último que no cierra, ese terrible defecto tras los labios del beso, tras el lenguaje cotidiano, tras los gestos de comer y masticar, más allá de los dientes y la lengua, ese algo que no es el paladar ni la faringe ni la descarga de las glándulas, ese vacío que me recorre hacia dentro, el túnel deshabitado del gusano, la nada, la negación, eso que ahora empezaba a corroerme; porque si existía la boca, nada podía detener la entrada del vacío; así que cerca de casa empecé a perderme, a dividirme en secciones, a horadarme: primero fue la piel, que apenas se presiente, que es casi solamente tacto, la piel que cayó a la acera mientras corría, la piel con mi figura y mis rasgos que se me desprendió como la de un reptil mudando sus escamas, porque el vacío se introducía bajo ella como un cuchillo de aire y la separaba; entonces los músculos y los tendones, en silencio: ¿qué protección pueden ofrecer frente a los túneles de la nada?, ¿qué defensa procuran ante esa marea de vacío, ese fallo que me alcanzaba como a través de un sumidero?, también ellos caen y se desatan como cordajes de barco en una tempestad; la calle en la que vivo recibió el tributo de la lenta pero inexorable pérdida de mis vísceras: ese trago infecto de nada, que no está pero es, provoca la caída de mi estómago y mis intestinos, mi hígado derretido y mi bazo, los pulmones sueltos que se alejan por el aire como palomas grises, el corazón que ya no late, madura, se endurece y cae, gélido como el puño de un muerto, porque nada puede latir frente a la boca, los nervios arrastrados por la acera como hilos de un títere estropeado, los ojos como gotas de leche derramada, la suave materia de mi cerebro, la exactitud de mis sentidos, la excitante delicia del deseo, la provocación del hambre y el instinto, las sensaciones, los impulsos: todo cae y se pierde, todo gotea incesante desde mi armazón, todo se va y se desvanece calle abajo; entro en casa al fin, ya solo mi esqueleto muerto y limpio, y pienso: mis hijos están en el colegio, por fortuna; me dirijo al salón y allí encuentro a Alejandra, que me mira con pasmo; se halla sentada en su sofá tejiendo algo, y probablemente destejiéndolo también, creando y destruyendo en un vaivén de interminable dedicación; entonces me detengo frente a ella, aparto con lentitud las falanges blancas de mi oquedad y la descubro, por fin, en toda su horrible grandeza: la boca abierta, las mandíbulas separadas, el enorme vacío entre maxilares, la verdadera boca que no es, desprovista del engaño de las mucosas, ese espacio negro que nada contiene, y hablo, por fin, tras lo que me parecen siglos de silencio, y mis palabras, emergiendo de ese vacío, son también vacío y horadan: Alejandra, hablo, llevo años traicionándote con una mujer que conocí en la consulta, y ella: Héctor, qué dices, y yo: es guapa, pero no demasiado, cariñosa, pero no demasiado, inteligente, pero no demasiado: lo mejor que tiene es que me quiere y que intentó hacerme feliz, y que nunca me ha creado problemas salvo la necesidad de mentirte, de ocultártelo, una mujer con la que descubrí que puede haber una cierta felicidad cotidiana a la que nunca deberíamos renunciar, como hemos hecho tú y yo, ni siquiera a esa cierta felicidad cotidiana, una mujer, en fin, con la que he sabido que ya todo es igual, que incluso el pecado termina alguna vez, incluso la culpa, incluso lo prohibido, y ella: Héctor, Héctor, qué te pasa, dice, que ya basta de mentiras, respondo y me deshago de su lento abrazo y de sus lágrimas, y basta de silencio, porque era necesario hablar, pero no solo a ti, no, no solo a ti, y ella, gritando: ¿adónde vas?, pero su grito se me pierde con el mío propio, que ya solo oigo yo, y eso es lo terrible: porque mi garganta ha desaparecido y solo quedan las tenues vértebras y el deseo de ser escuchado; corro entonces a casa de Galia arrastrando apenas los jirones blancos de mis huesos por la acera, y ella misma abre la puerta y grita al verme: no, Galia, no podemos seguir juntos, dije entonces, no tengo nada más que hacer aquí, tú, viuda y solitaria, yo, casado y solitario, nada que hacer, Galia, no más consuelos, no más secretos, basta de felicidad y de cariño doméstico, porque llega un instante, Galia, en que todo termina, y lo peor de todo es que tú no eres una solución: ¿por qué?, me dijo: porque es necesario decir la verdad y revelar la mentira, repliqué, aunque nos quedemos vacíos, es necesario abrir las bocas, Galia, le dije, y volcarnos en hablar y hablar y destruirlo todo con las palabras, dije, porque si algo somos, Galia, es aliento, así que es necesario, por eso lo hago, dije, y me alejé de ella, que gritó: ¿adónde vas?, pero su grito se perdió dentro del mío, que ya era tan enorme como el silencio del cielo; y me alejé de todos, de una ciudad que no era mi ciudad, de una vida que no era mi vida, corrí ya casi llevado por el viento, las espinas delgadas de mi cuerpo flotando en el aire, corrí, volé hacia los bosques transportado por una ráfaga de brisa como el polvo o la basura, avancé por la hierba, entre los árboles, desgastándome con cada palabra: basta con eso, dije, no más hogar, no más vida, no más esfuerzo, dije, grité en silencio: ya basta de mundo y de existencia, ya basta de hacer y de procurar, soportar, callar y mirar buscando respuestas, no, no más luz sobre mis ojos, nunca otro día más, basta de desear y pretender, de conseguir y por último perder lo conseguido y enfermar y morir y terminar en nada, todo vacío, intrascendente, limitado y mediocre: basta, porque hay un error en nosotros, un hiato perenne, el sello de la nada, esta boca siempre abierta, este hueco hacia algo y desde algo, miradlo: está en vosotros, el sumidero, el vórtice; lo he soportado todo, incluso los años de silencio, los años iguales y el silencio, la muerte interior, el vacío interior, la falsa esperanza, la ausencia de deseos, pero no puedo soportar esta conexión: si tiene que existir esto, este hueco vacío y nulo, esta ausencia de mi carne y de mi cuerpo, si tiene que existir la boca, prefiero echarlo todo fuera, dejar que todo se vaya como un soplo puro, que lo oigan todos, que todos lo sepan, prefiero esto a la falsa seguridad de un cuerpo muerto, eso dije, eso grité, y me vi por fin convertido en nada, la oquedad llenando todos mis huesos abiertos como flautas mudas, desmenuzados como arena por fin, solo esa ceniza última, apenas el rastro leve que el viento termina por borrar, el vacío enorme de esa boca que tiene que decir y revelar y descubrir y gritar y acusar y vaciarme hacia fuera desde dentro y mezclarme con todo, esa boca abierta e infinita del silencio absoluto por la que hablo aunque nadie oiga


    32. Estiré el cuello para ver lo que tenía en la mano


    33. Cuando estiré el brazo, ella ya estaba de pie, y se encaminaba descalza hacia la puerta


    34. Estiré el brazo para cerrar de nuevo la ventana y, temeroso de utilizar la linterna, empecé a cruzar el césped hacia las matas que había al fondo


    35. Con una terrible sensación de déjá-vu, estiré la mano y cogí aquel papel


    36. Con una terrible sensación de déjávu, estiré la mano y cogí aquel papel


    37. Dejé los cubos y estiré los brazos


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    estirar in English

    extend stretch out reach out stretch draw out prolong drag out elongate lengthen

    Синонимы для "estirar"

    alargar ensanchar dilatar tensar distender aumentar ampliar