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    Verwenden Sie „agotar“ in einem Satz

    agotar Beispielsätze

    agota


    agotaba


    agotaban


    agotabas


    agotado


    agotan


    agotando


    agotar


    agoté


    1. (Este es un procedimiento complejo que no se agota, por ejemplo, en la publicidad de los procesos, que no sería otra cosa que la presentación pública de las comunicaciones internas autónomas)


    2. ● Cuando el glucógeno se agota, la glucosa se obtiene a partir de los aminoácidos del músculo (se deshace


    3. No negaré, con todo, que a veces agota la cordobesa laresignación y


    4. Lo malo esque el pozo se agota en su poder


    5. cuando su fuerza en el combate agota,


    6. flauta se trueca en el medroso resonar del clarín guerrerocuando su paciencia se agota, se


    7. sobreagudas,en las que su accion se gasta y agota pronto, pero con la condicion deno


    8. Pero también la influencia segasta y agota, y


    9. –He pasado un lapso muy prolongado lejos del mundo de los hombres, y mi tiempo en Krynn se agota


    10. Cuando uno agota sus fuerzas en la visión de la desdicha, ¿cómo afrontar la desdicha misma? Casandra se atormenta doblemente: antes y durante el desastre, mientras que al optimista se le ahorran los tormentos de la presciencia

    11. Sin embargo, debido al aumento de la longevidad, los hospitales están atestados de una población de ancianos que se mantienen con vida a un precio enorme, que no sólo agota sus recursos económicos sino también la energía del personal médico


    12. Dado que el oro del subsuelo no produce más oro y por tanto no es necesario respetar ningún ritmo de renovación del mismo, los mineros extraen oro de una veta con la mayor rapidez posible y económicamente viable hasta que la veta se agota


    13. Jabavu está tan enfadado que se agota de bailar y gritar, hasta que al final se calma y se pregunta si debe echar a correr detrás de su hermano o darse la vuelta y seguir su camino


    14. Y se pone en marcha el mecanismo de la posesión (o al menos del deseo de posesión) siempre latente en la relación hombre-objeto, relación que sin embargo no se agota en ella porque su fin es la identificación, el reconocerse en el objeto


    15. Una vez se le prende fuego, la sustancia arde hasta que se agota


    16. A veces, Lanza del Sol me agota con tanto ruido, tanta suciedad, estos olores


    17. Estoy delicado de salud, y a veces… A veces, Lanza del Sol me agota con tanto ruido, tanta suciedad, estos olores… En cuanto mis deberes me lo permitan tengo intención de regresar a los Jardines del Agua


    18. El ajetreo de las vacaciones me agota mucho


    19. A Su Majestad se le agota la paciencia


    20. Su disfraz de pájaro despierta admiración, pero en cuanto se pone a bailar los comedidos minuetos y las rápidas danzas con giros, vueltas y saltos, suda y se agota dentro de su pesado disfraz de plumas

    21. –Pero el tiempo se agota -Sara no se dio cuenta de que estaba a punto de llorar sino hasta que sintió las lágrimas rodar por las mejillas


    22. Nuestro mal externo se agota


    23. Después, ya que había llegado tan alto, prolongado con tanta fuerza, el canto, mezclado a un murmullo de súplica en el deleite, parecía en ciertos momentos detenerse por completo, como se agota una fuente


    24. Siete horas y media de trabajo suave, que no agota, y después la ración de soma, los juegos, la copulación sin restricciones y el sensorama


    25. Pero su fertilidad se agota; sus facultades productoras disminuyen de día en día; esas enfermedades nuevas que atacan cada año los productos de la tierra, esas malas cosechas, esos recursos insuficientes, todo ello es indicio cierto de una vitalidad que se altera, de una extenuación próxima


    26. Repuesto del depósito o chasis de un utensilio o aparato cuyo contenido se agota periódicamente


    27. Perdura hasta que se agota el eficiente impulso recibido


    28. El decurso de los hombres se agota, y las horas decrecen


    29. Nadie ha tocado nunca un timbre tan terrible: no me refiero al sonido que produjo sino a la presión en sí, al tacto del botón contra mi dedo, o de mi dedo contra el botón, nadie ha sentido nunca lo mismo que yo; aunque mi sensación fue lógica, ya que físicamente sería imposible tocar el timbre sin el hueso, quiero decir que sin el hueso nuestro dedo se torcería sobre el botón como un tubo de goma, o se aplastaría ridículamente, o se introduciría en sí mismo como un guante vacío, así que hasta cierto punto resulta lógico suponer que el timbre suena con el hueso, que es mi esqueleto el que llama a la puerta, pero nadie ha sentido nunca tal cosa, y me produjo pena y sorpresa comprobar que hasta aquel momento crucial yo ignoraba lo que realmente somos y que el conocimiento puede producirse así, de improviso, mientras el zumbido eléctrico molesta el oído todavía, que se me haya revelado en ese instante doméstico, que cuando Galia abrió la puerta yo ya fuera otro, que el sonido de su timbre me despertara de un sueño de ignorancia para sumirme en la vigilia de un mundo que, por desagradable que fuera, era más cierto, porque si mi dedo había hecho sonar el timbre era debido a que llevaba hueso en su interior; lo había percibido de repente: mi dedo era un dedo con hueso y su utilidad radicaba en el hueso, al palparlo noté la dureza debajo, tras impensables láminas de músculo, y la realidad de aquella presencia me dejó asombrado, estuporoso, con un estupor y un asombro no demasiado intensos pero permanentes: oh Dios mío tengo un hueso debajo, mi dedo no es un dedo, es un hueso articulado y protegido contra el desgaste: la idea me vino así, con una lógica tan aplastante que no me sorprendió en sí misma sino su ausencia hasta ese timbre; no había una idea extraña e increíble, había una extraña e increíble omisión de la idea en todo el mundo, justo hasta el histórico momento en que llamé a la puerta del piso de Galia, pero Galia estaba en el umbral con su bata azul celeste y su cabello ondulado como por rulos invisibles, y me contemplaba sorprendida; y es que es una mujer muy perspicaz: apenas me entretuve un instante demasiado largo entre su saludo y mi entrada, y ya me había preguntado qué me ocurría: yo me frotaba el índice de mi descubrimiento contra el pulgar, incapaz de creer aún que lo obvio podía estar tan oculto, casi temeroso de creerlo, y opté por disimular esperando tener más tiempo para razonar, así que entré, le di un beso, me quité el abrigo húmedo y la bufanda y saludé al pasar a César, que ladraba incesante en el patio de la cocina: Galia me dijo qué tal y yo le dije muy bien, y le devolví estúpidamente la pregunta y ella me respondió igual, y de repente me pareció absurdo este diálogo especular de respuestas consabidas, o quizá era que la revelación me había estropeado la rutina, véase si no otro ejemplo: mantuve tieso el culpable dedo índice mientras entraba, y ni siquiera lo utilicé para quitarme el abrigo, como si una herida repentina me impidiera usarlo, y es que desde que había comprobado que ocultaba un hueso lo miraba con cierta aprensión, como se miran los fetiches o los amuletos mágicos; pero hice lo que suelo hacer: me senté en uno de los dos grandes sofás de respaldo recto, estiré las piernas, saqué un cigarrillo —con los dedos pulgar y medio— y dije que sí casi al mismo instante que Galia me preguntaba si quería café, incluso antes de saber si realmente tenía ganas de café, ya que la tradición es que acepte, y Galia, tan maternal, necesita que yo acepte todo lo que me da y rechace todo lo que no puede darme; tomar el café en la salita, mientras termino el cigarrillo y justo antes de pasar al dormitorio, se ha vuelto, a la larga, el rato más excitante para ambos; charlamos de lo acontecido durante la semana, Galia me pregunta siempre por Ameli y Héctor Luis, se muestra interesada en mis problemas y apenas me habla de los suyos, pero el diálogo es una excusa para que ella me inspeccione, me palpe, capte cosas en mi mirada, en mi forma de vestir, en mis gestos, pues Galia, a diferencia de Alejandra, es una mujer afectuosa, impulsiva y, como ya he dicho, perspicaz, y la conversación no le interesa tanto como ese otro lenguaje inaudible de la apariencia, así que es muy natural que la interrumpa para decirme: estás cansado, ¿verdad?, o bien: hoy no tenías muchas ganas de venir, ¿no es cierto? o bien: cuéntame lo que te ha pasado, vamos, has discutido con Alejandra, ¿me equivoco?, así estemos hablando del tiempo que hace, los estudios de Héctor Luis o lo que sea, da igual, su mirada me envuelve y nota las diferencias; por lo tanto, no fue extraño que esa tarde me dijera, de repente: te encuentro raro, Héctor, y yo, con simulada ingenuidad: ¿sí?, y ella, confundida, aventura la idea de que pueda tratarse de Alejandra o de la niña: no, no es Alejandra, le digo, tampoco es Ameli; Alejandra sigue sin saber nada de lo nuestro, tranquila, y en cuanto a Ameli, ya la dejo por imposible, pero ella concluye que tengo una cara muy curiosa este jueves y yo la consuelo a medias diciéndole que estoy cansado, y ella insiste: pero no es cara de estar cansado sino preocupado, y yo: pues lo cierto es que no me pasa nada, Gali, porque cómo decirle que estoy pensando inevitablemente en el hueso de mi dedo índice, cómo decirle que de repente me he descubierto un hueso al llamar al timbre de su casa: ¿acaso no iba a sentirse un poco dolida?, ¿acaso no pensaría que era una forma como cualquier otra de decirle que ya estaba harto de visitarla cada semana, todos los jueves, desde hace años?, sonaba mal eso de: acabo de darme cuenta, Gali, justo al llamar al timbre de tu puerta, de que tengo un hueso en el dedo, de que mi dedo índice son tres huesos camuflados, para acto seguido decir: bueno, Gali, no pensemos más en que mi dedo índice son tres huesos, ¿no?, y vamos a la cama, que se hace tarde; sonaba mal, sobre todo porque con Galia, igual que con Alejandra, tenía que andar de puntillas: nuestra relación se había prolongado tanto que, a su modo, también era rutinaria, a pesar de que ella seguía llamándola «una locura»; curiosamente, Galia es viuda y libre y yo estoy casado y tengo dos hijos, pero ella sigue diciendo que lo nuestro es «una locura» y yo pienso cada vez más en una aburrida traición, un engaño cuya monótona supervivencia lo ha despojado incluso del interés perverso de todo engaño dejando solo los inconvenientes: jamás podría hablarle a Alejandra de Galia, ahora ya no, y jamás podría terminar con Galia, ahora ya no, cada relación se había instalado en su propia rutina y ya ni siquiera podía soñar con escaparme de ésta, porque se suponía que cada una servía precisamente para huir de la rutina de la otra: mi deber era cuidar de ambas, conocer a Galia y a Alejandra, saber qué les gustaba oír y qué no, lo cual, naturalmente, era difícil, y por eso mi propia rutina consistía en callarme frente a las dos; pero en momentos así callarme también era un esfuerzo, porque si me notaba incluso la división entre los huesos, si podía imaginármelos al tacto, sentirlos allí como un dolor o una comezón repentina, ¿cómo podía evitar pensar en eso?; y ni siquiera era mi dedo lo que me molestaba, ya dije, sino mi error al no darme cuenta hasta ahora: esa ceguera era lo que jodía un poco, perdonando la expresión; porque hubiera sido como si me creyera que el arlequín de la fiesta de disfraces no esconde a nadie debajo, cuando es bien cierto que ese alguien bajo el arlequín es quien le otorga forma a este último, que no podría existir sin el primero: sería tan solo puros leotardos a rombos blancos y negros, bicornio de cascabeles, zapatillas en punta y antifaz, pero no el arlequín, y de igual manera, ¿qué error me llevó a creer hasta esa misma tarde que mi dedo índice era un dedo?; si lo analizamos con frialdad, un dedo es un disfraz, ¿no?, una piel elegante que oculta el cuerpo de un hueso, o de tres huesos si nos atenemos a lo exacto, y a poco que lo meditemos, una vez llegados a este punto y pinchado en el hueso, valga la expresión, ya no se puede retroceder y razonar al revés: decir, por ejemplo, que el hueso es simplemente la parte interna de un dedo: sería como llegar a ver el alma: ¿acaso pensaríamos en el cuerpo con el mismo interés que antes?; pero mientras hablaba con Galia y la tranquilizaba estaba razonando lo siguiente: que este descubrimiento conlleva sus problemas, porque es un hallazgo delator, como atrapar a un miembro de la banda y lograr que revele la guarida de los demás: si mi dedo índice derecho, el dedo del timbre, lleva huesos ocultos, la conclusión más sencilla se extiende como un contagio a los otros cuatro de esa misma mano y, ¿por qué no?, a los cinco de la otra: tengo un total de diez huesos entre las dos manos, tirando por lo bajo, cinco huesos en cada una, y lo peor de todo es que se mueven: porque hay que pensar en esto para horrorizarse del todo: ¿alguna vez vieron moverse solos a diez huesos?, pues ocurre todos los días frente a ustedes, en el extremo final de los brazos: hagan esto, alcen una mano como hice yo aprovechando que Galia se acicalaba en el cuarto de baño (porque Galia se acicala antes y después de nuestro encuentro amoroso), alcen cualquiera de las dos manos frente a sus ojos y notarán el asco: cinco repugnantes huesos bajo una capa de pellejo (ni siquiera huesos limpios, por tanto, sino envueltos en carne) moviéndose como ustedes desean, cinco huesos pegados a ustedes, oigan, y tan usados: saber que nos rascamos con huesos, que cogemos la cuchara con huesos, que estrechamos los huesos de los demás en la calle, que acariciamos con huesos la piel de una mujer como Galia: saberlo es tan terrible pero no menos real que los propios huesos, saberlo es descubrirlo para siempre, y lo peor de todo fue lo que me afectó: no se trata de que no se me pusiera tiesa en toda la tarde, perdonando la intimidad, ya que esto me ocurría incluso cuando pensaba que los dedos eran dedos, no, lo peor fue el cuidado que puse: tanto que no parecía que estaba haciendo el amor sino operando algún diente delicado; y es que me invadió una notoria compasión por Galia, tan hermosota a sus cincuenta incluso, al pensar que sobaba sus opulencias, sus suavidades, con huesos fríos y duros de cadáver: mi culpa llegó incluso a hacerme balbucear incongruencias, desnudos ambos en la cama: ¿soy demasiado duro?, comencé por decirle, y ella susurró que no y me abrazó maternalmente, e insistir al rato, todo tembloroso: ¿no estoy siendo quizá algo tosco?, y ella: no, cariño, sigue, sigue, pero yo la tocaba con la delicadeza con que se cierran los ojos de un muerto, porque ¿cómo olvidar que eran huesos lo que deslizaba por sus muslos?, aún más: ¿cómo es que ella no lo sabía?, ¿acaso no se percataba de que las caricias que más le gustaban, aquellas en que mis dedos se cerraban sobre su carne, eran debidas a los huesos?: sin ellos, tanto daría que la magreara con un plumero: ¿cómo podría estrujar sus pechos sin los huesos?, ¿cómo apretaría sus nalgas sin los huesos?, ¿cómo la haría venirse, en fin, sin frotar un hueso contra su cosa, perdonando la vulgaridad?: sin los huesos, mis dedos valdrían tanto como mi pilila, perdonando la obscenidad, o sea, nada: ¿cómo es que ella no se horrorizaba de saber que nuestros retozos, que tanto le agradaban, eran puro intercambio de huesos muertos?, porque incluso sus propias manos, y mis brazos, y los suyos, Dios mío, ¿no eran largos y recios huesos articulados que se deslizaban por nuestros cuerpos, nos envolvían, apretaban nuestra carne, nos abrazaban?, ¿acaso era posible no sentir el grosero tacto de los húmeros, la chirriante estrechez del cúbito y el radio, los bolondros del codo y la muñeca?; sumido en esa obsesión me hallaba cuando dije, sin querer: ¿no estoy siendo muy afilado para ti?, y ella dijo: ¿qué?, y supe que la frase era absurda: «afilado»», ¿cómo podía alguien ser «afilado» para otro?, y casi al mismo tiempo me percaté de que era la pregunta correcta, la más cortés, la más cierta: porque con toda seguridad había huesos y huesos, unos afilados y otros romos, unos muy bastos y ásperos corno rocas lunares y otros pulidos quizá como jaspes: incluso era posible que el tacto del mismo hueso dependiera del ángulo en que se colocaba con respecto a la piel, porque un hueso es un poliedro, casi un diamante, y hay que imaginarse sobando a la querida con diez durísimos y helados cuarzos para comprender mi situación, pensar en la carilla adecuada que usaremos para deslizarlos por la piel, el borde más inofensivo, no sea que nuestros apretujones se conviertan en el corte del filo de un papel, en la erizante cosquilla de una navaja de barbero; y entre ésas y otras se nos pasó el tiempo y terminamos como siempre pero peor, resoplando ambos bocarriba como dos boyas en el mar, mirando al techo, con esa satisfacción pacífica que solo otorga la insatisfacción perenne: cuánto tiempo hace que tú y yo no disfrutamos, Galia, pienso entonces, que vamos llevando esto adelante por no aguardar la muerte con las manos vacías, tiempo repetido que nunca se recobra porque nunca se pierde, días monótonos, el trasiego de la rutina incluso en la excepción: porque, Galia, hemos hecho un matrimonio de nuestra hermosa amistad, eso es lo que pienso, pero hubiéramos podido ser felices si todo esto conservara algún sentido, si existiera alguna otra razón que no fuera la inercia para mantenerlo; oía su respiración jadeante de cincuenta años junto a mí y trataba de imaginarme que estaba pensando lo mismo: ese silencio, Galia, que nunca llenamos, la distancia de nuestra proximidad, por qué tener que imaginarlo todo sin las palabras, qué piensas de mí, qué piensas de ti misma, por qué hablar de lo intrascendente, y va y me indaga ella entonces: ¿qué tal el trabajo?, porque cree que el exceso de dedicación me está afectando, y yo le digo que bien, y ella, apoyada en uno de sus codos e inclinada sobre mí, los pechos como almohadas blandas, vuelve a la carga con Alejandra: pero te ocurre algo, Héctor, dice, desde que has entrado hoy por la puerta te noto cambiado, ¿no será que Alejandra sospecha algo y no me lo quieres decir?, y le he contestado otra vez que no, y a veces me interrogo: ¿por qué todo esto?, ¿por qué lo mismo de lo mismo, este vaivén inacabable?, ¿qué pasaría si un día hablara y confesara?, ¿qué pasaría si por fin me decidiera a hablar delante de Alejandra, pero también delante de Galia y de mí mismo?, decir: basta de secretos, de engaños, de misterios: ¿qué sentido le encontráis a todo?, ¿por qué oficiar siempre el mismo ritual de lo cotidiano?, y para cambiar de tema le comento que Ameli está atravesando ahora la crisis de la adolescencia y discute frecuentemente conmigo y que Héctor Luis ha decidido que no será dentista sino aviador; a Galia le gusta saber lo que ocurre con mis hijos, ese tema siempre la distrae, incluso me ofrece consejos sobre cómo educarlos mejor, y yo creo que goza más de su maternidad imaginaria que Alejandra de la real; en todo caso, es un buen tema para cambiar de tema, y pasamos un largo rato charlando sin interés y pienso que es curioso que venga a casa de Galia para hablar de lo que apenas importa, ya que eso es prácticamente lo único que hago con Alejandra; en los instantes de silencio previos a mi partida seguimos mirando el techo, o bien ella me acaricia, zalamera, incluso pesada, y me dice algo: esa tarde, por ejemplo: me gusta tu pecho velludo, así lo dice, «velludo», y no sé por qué pero de repente me parece repugnante recibir un piropo como ése, aunque no se lo comento, claro, y ella, insistente, juega con el vello de mi pecho y sonríe; Galia es una orquídea salvaje, pienso, y a saber por qué se me ocurre esa pijada de comparación, pero es tan cierta como que Dios está en los cielos aunque nunca le vemos: Galia es una orquídea salvaje en olor, tacto, sabor, vista y sonido, y me encuentro de repente pensando en ella como orquídea cuando la oigo decir: ¿por qué me preguntaste antes si eras «afilado»?, ¿eso fue lo que dijiste?, y me pilla en bragas, perdonando la expresión, porque al pronto no sé a lo que se refiere, y cuando caigo en la cuenta, y para no traicionarme, le respondo que quería saber si le estaba haciendo daño en el cuello con mis dientes, y ella va y se echa a reír y dice: ¡vampirillo, vampirillo!, y vuelve a acariciarme, y como un tema trae otro, lo de los dientes le recuerda que necesita hacerse otro empaste, porque hace dos días, comiendo empanada gallega, notó que se le desprendía un pedacito de la muela arreglada, así que pasará por mi consulta sin avisarme cualquier día de éstos, y de esa forma nos veremos antes del jueves, dice, y su sonrisa parece dar a entender que está recordando el día en que nos conocimos, porque las mujeres son aficionadas a los aniversarios, ella tendida en el sillón articulado, la boca abierta, y yo con mi bata blanca y los instrumentos plateados del oficio, y como para confirmar mis sospechas me acaricia de nuevo el pecho «velludo» y dice: me gustaste desde aquel primer día, Héctor, me hiciste daño pero me gustaste, y claro está que nos reímos brevemente y yo le digo que nunca he comprendido por qué se enamoró de mí en la consulta, qué clase de erotismo desprendería mi aspecto, bajito, calvo y bigotudo, amortajado en mi bata blanca, entre el olor a alcohol, benzol, formol y otros volátiles, provisto de garfios, tenacillas, tubos de goma, lancetas y ganchos, porque no es que mi oficio me disgustara, claro que no, pero no dejaba de reconocer que la consulta de un dentista de pago es cualquier cosa menos un balcón a la luz de la luna frente a un jardín repleto de tulipanes, eso le digo y ella se ríe, y por último el silencio regresa otra vez, inexorable, porque es un enemigo que gana siempre la última batalla; llega la hora de irme, esa tarde más temprano porque mi suegro viene a cenar a casa, y cuando voy a levantarme la oigo decir, como de forma casual: ¿qué haces frotándote los dedos sin parar, Héctor?, ¿te pican?, eso dice, y descubro que, en efecto, he estado todo el rato dale que dale moviendo los dedos de la mano derecha como si repitiera una y otra vez el gesto con el que indicamos «dinero» o nos desprendemos de alguna mucosidad, perdonando la vulgaridad, que es casi el mismo que el que utilizamos para indicar «dinero», y enrojezco como un niño de colegio de curas pillado en una mentira y quedo sin saber qué decirle, hasta que por fin me decido y opto por revelarle mi hallazgo: nada, digo, ¿es que nunca te has tocado el hueso que tenemos bajo los dedos?, y lo pregunto con un tono prefabricado de sorpresa, como si lo increíble no fuera que yo me los frotase sino que ella no lo hiciera: qué dices, me mira sin entender, y me encojo de hombros y le explico: es que resulta curioso, ¿no?, quiero decir que si te tocas los dedos notas durezas debajo, ¿verdad?, y esas durezas son el hueso, ¿no te parece curioso, Gali?, toca, toca mis dedos: ¿no lo palpas bajo la piel, la grasa y los tendones?, es un hueso cualquiera, como los que César puede roer todos los días, le digo, y ella retira la mano con asco: qué cosas tienes, Héctor, dice, es repugnante, dice, y yo le doy la razón: en efecto, es repugnante pero está ahí, son huesos, Gali, mondos y lirondos, blancos, fríos y duros huesos sin vida: sin vida no, dice ella, pero replico: sin vida, Gali, porque nadie puede vivir con los huesos fuera, los huesos son muerte, por eso nos morimos y sobresalen, emergen y persisten para siempre, pero se ocultan mientras estamos vivos, es curioso, ¿no?, quiero decir que es curioso que seamos incapaces de vivir sin los huesos de nuestra propia muerte, pero más aún: que los llevemos dentro como tumbas, que seamos ellos ocultos por la piel, que seamos el disfraz del esqueleto, ¿no, Gali?, y ella: ¿te pasa algo, Héctor?, y yo: no, ¿por qué?, y ella: es que hablas de algo tan extraño, y yo le digo que es posible y me callo y pienso que quién me manda contarle mi descubrimiento a Galia, sonrío para tranquilizarla y me levanto de la cama, no sin antes cubrirme convenientemente con la sábana, ya que siempre me ha parecido, a propósito del tema, que la desnudez tiene su hora y lugar, como la muerte, y recojo la ropa doblada sobre la silla, me visto en el cuarto de baño y para cuando salgo Galia me espera ya de pie, en bata estampada por cuya abertura despuntan orondos los pechos y destaca el abultado pubis, me da un besazo enorme y húmedo y me envuelve con su cariño y bondad maternales: te quiero, Héctor, dice, y yo a ti, respondo, y no te preocupes, dice, porque otro día nos saldrá mejor, y me recuerda aquel jueves de la primavera pasada, o quizá de la anterior, en que fuimos capaces de hacerlo dos veces seguidas y en que ella me bautizó con el apodo de «hombre lobo»: teniendo en cuenta que hoy he sido «vampirillo», más intelectual pero menos bestia, quién duda de que me convertiré cualquier futuro jueves en «momia» y terminará así este ciclo de avatares terroríficos que comenzó con un «frankenstein» entre luces blancas, olor a fármacos y cuchillas plateadas, pero esto lo digo en broma, porque bien sé que lo nuestro nunca terminará, ya que, a pesar de todo —incluso de mi escasa fogosidad—, es «una locura», o no, porque hay ritual: el rito de decirle adiós a César, ladrando en el patio encadenado a una tubería oxidada, el beso final de Galia, y otra vez en la calle, ya de noche, frotándome los dedos dentro de los bolsillos del abrigo mientras camino, porque vivo cerca de la casa de Galia y tengo mi trabajo cerca de donde vivo, así que me puedo permitir ir caminando de un sitio a otro, todo a mano en mi vida salvo los instantes de vacaciones en que nos vamos al apartamento de la costa, y, sin embargo, debido a la repetición de los veranos, también a mano el apartamento, y la costa, y todo el universo, pienso, tan próximo todo como mis propias manos, y, sin embargo, a veces tan sorprendentemente extraño como ellas: porque de improviso surge lo oculto, los huesos que yacen debajo, ¿no?, pienso eso y froto mis dedos dentro de los bolsillos del abrigo; y ya en casa, comprobar que mi suegro había llegado ya y excusarme frente a él y Alejandra con tonos de voz similares, aunque ambos creen que los jueves me quedo hasta tarde en la consulta «haciendo inventario», que es la excusa que doy, así me cuesta menos trabajo la mentira, ya que me parece que «hacer inventario» es suministrarle a Alejandra la pista de que mi demora es una invención, una alocada fantasía de mi adolescencia póstuma, hasta tal extremo de juego y cansancio me ha llevado el silencio de estos últimos años; además, sospecho que el viejo escoge los jueves para disponer de un rato a solas con Alejandra mientras yo estoy ausente, lo cual, hasta cierto punto, me parece una compensación, Alejandra tiene a su padre y yo tengo a Galia, y sospecho que desde hace meses ambas parejas pasamos el tiempo de manera similar: hablando de tonterías y fumando; el padre de Alejandra, rebasados los ochenta, tiene una cabeza tan perfecta y despejada que te hace desear verlo un poco confuso de vez en cuando, que Dios me perdone, porque además ha sido librero, propietario de una antigua tienda ya traspasada en la calle Tudescos, hombre instruido y amante de la letra impresa, particularmente de los periódicos, y con un genio detestable muy acorde con su inútil sabiduría y su fisonomía encorvada y su luenga barbilla lampiña; Alejandra, que ha heredado del viejo el gusto por la lectura fácil y la barbilla, además de cierta distracción del ojo izquierdo que apenas llega a ser bizquera, se enzarza con él en discusiones bienintencionadas en las que siempre terminan ambos de acuerdo y en contra de mí, aunque yo no haya intervenido siquiera, ya que al viejo nunca le gustó nuestro matrimonio, y no porque hubiera creído que yo era una mala oportunidad, sino por «principios», porque el viejo es de los que odian a priori, y yo nunca sería él, nunca compartiría todas sus opiniones, nunca aceptaría todos sus consejos y, particularmente, jamás permitiría que Alejandra regresara a su área de influencia (vacía ya, porque su otro hijo se emancipó hace tiempo y tiene librería propia en otra provincia); además, mi profesión era casi una ofensa al buen gusto de los «intelectuales discretos» a los que él representa, porque está claro que los dentistas solo sabemos provocar dolor, somos terriblemente groseros, apenas se puede hablar con nosotros a diferencia de lo que ocurre con el peluquero o el callista (debido a que no se puede hablar mientras alguien te hurga en las muelas), y, por último, ni siquiera poseemos la categoría social de los cirujanos: el hecho de que yo ganara más que suficiente como para mantener confortables a Alejandra y a mis dos hijos, poseer consulta privada, secretaria y servicio doméstico, no excusaba la vulgaridad de mi trabajo, pero lo cierto es que nunca me había confiado de manera directa ninguna de estas razones: frente a mí siempre pasaba en silencio y con fingido respeto, como frente a la estatua del dictador, pero se agazapaba aguardando el momento de mi error, el instante apropiado para señalar algo en lo que me equivoqué por no hacerle caso, aunque, por supuesto, nunca de manera obvia ni durante el período inmediatamente posterior a mi pequeño fracaso, porque no era tanto un cazador legal como furtivo y rondaba en secreto a mi alrededor esperando el instante apropiado para que su odio, dirigido hacia mí con fina puntería, apenas sonara, y entonces hablaba con una sutileza que él mismo detestaba que empleasen con él, ya que había que ser «franco, directo, como los hombres de antes», pero yo, lejos de aborrecerle, le compadecía (y fingía aborrecerle precisamente porque le compadecía): me preguntaba por qué tanto silencio, por qué llevarse todas sus maldiciones a la tumba, cuál es la ventaja de aguantar, de reprimir la emoción día tras día o enfocarla hacia el sitio incorrecto; pero lo más insoportable del viejo era su fingida indiferencia, esa charla intrascendente durante las cenas, ese acuerdo tácito para no molestar ni ser molestado, tan bien vestido siempre con su chaqueta oscura y su corbata negra de nudo muy fino: un día te morirás trabajando, me dice cuando me excuso por la tardanza, y no te habrá servido de nada: este gobierno nunca nos devuelve el tiempo perdido ese del señor Joyce, añade (su costumbre de citar autores que nunca ha leído solo es superada por la de citarlos mal), que diga, Proust, se corrige, a mí siempre los escritores franceses me han dado por atrás, con perdón, dice, y por eso me equivoco, y Alejandra se lo reprocha: papá, dice; mientras finjo que escucho al viejo, contemplo a Alejandra ir y venir instruyendo a la criada para la cena y llego a la conclusión de que mi mujer es como la casa en la que vivimos: demasiado grande, pero a la vez muy estrecha, adornada inútilmente para ocultar los años que tiene y llena de recuerdos que te impiden abandonarla; Alejandra tiene amigas que la visitan y le dan la enhorabuena cuando Ameli o Héctor Luis consiguen un sobresaliente; a diferencia de Galia, Alejandra es fría, distinguida e intelectual a su modo, y vive como tantas otras personas: pensando que no está bien vivir como a uno realmente le gustaría, porque Alejandra cree que el matrimonio termina unos meses después de la boda y ya solo persiste el temor a separarse; su religión es semejante: hace tiempo que dejó de creer en la felicidad eterna y ahora tan solo teme la tristeza inmediata; sin embargo, invita a almorzar con frecuencia al párroco de la iglesia y acude a ésta con una elegancia no llamativa, lo que considera una característica importante de su cultura, pues en la iglesia se arrodilla, reza y se confiesa y murmura por lo bajo cosas que parecen palabras importantes; a veces he pensado en la siguiente blasfemia: si a Dios le diera por no existir, ¡cuántos secretos desperdiciados que pudimos habernos dicho!, ¡qué opiniones sobre ambos hemos entregado a otros hombres!, pero lo terrible es que tanto da que Dios exista: dudo que al final me entere de todo lo que comentas sobre mí y sobre nuestro matrimonio en la iglesia, Alejandra, eso pienso; qué va: por paradójico que resulte, la iglesia es el lugar donde la gente como nosotros habla más y mejor, pero todo se disuelve en murmullos y silencio y oraciones, y la verdad se pierde irremediablemente: quizá la clave resida en arrodillarnos frente al otro siempre que tengamos necesidad de hablar, o en hacerlo en voz baja y muy rápido, sin pensar, cómo si rezáramos un rosario; y meditando esto oigo que el viejo me dice: ¿te pasa algo en los dedos, Héctor?, con esa malicia oculta de atraparme en otro error: y es que ahora compruebo que desde que he llegado no he dejado en ningún momento de palparme los extremos de las falanges, los rebordes óseos, el final de los metacarpos; ¿qué opinaría el viejo si le confiara mi hallazgo?, pienso y sonrío al imaginar las posibles reacciones: nada, le digo, y muevo los huesos ante sus ojos y cambio de tema; ni Ameli ni Héctor Luis están en casa cuando llego, e imagino que es la forma filial que poseen de «hacer inventario» por su cuenta, lo cual no me parece ni malo ni bueno en sí mismo, y nos sentamos a la mesa casi enseguida y Alejandra sirve de la fuente de plata con el cucharón de plata las albóndigas de los jueves, y nos ponemos a escuchar la conversación del viejo con el debido respeto, como quien oye una interminable bendición de los alimentos, interrumpido a ratos por las breves acotaciones de Alejandra, solo que esa noche el tema elegido se me hace extraño, alegórico casi, y además empiezo a sentirme incómodo nada más comenzar a comer, porque los brazos, que apoyo en el borde de la mesa, me han desvelado con todo su peso la presencia de los huesos, del cúbito y el radio que guardan dentro, y los codos se me figuran una zona tan inadecuada y brutal para esa respetuosa reunión como colocar quijadas de asno sobre la mesa mientras el viejo habla, y en su discurso de esa noche repite una y otra vez la palabra «corrupción»: ¿habéis visto qué corrupción?, dice, ¿os dais cuenta de la corrupción de este gobierno?, ¿acaso no se pone de manifiesto la corrupción del sistema?, ¿no son unos corruptos todos los políticos?, ¿no oléis a corrupción por todas partes?, ¿no se ha descubierto por fin toda la corrupción?, y mientras le escucho, intento no hacer ruido con mis brazos, porque de repente me parece que la madera de la mesa al chocar contra el hueso produce un sonido como el de un muerto arañando el ataúd y no me parece correcto escuchar la opinión del viejo con tal ruido de fondo, pero como tengo que comer, cojo tenedor y cuchillo y divido una albóndiga en dos partes y me llevo una a los labios intentando no mirar hacia los huesos que sostienen el tenedor, porque no es agradable la paradoja de verme alimentado por un esqueleto, aunque sea el mío, pero mientras mastico con los ojos cerrados oyendo al viejo hablar de la «corrupción» mi lengua detecta una esquirla, un pedacito de algo dentro de la albóndiga, y, tras quejarme a Alejandra con suavidad, recibo esta respuesta: será un huesecillo de algo, es que son de pollo, Héctor, y es quitarme con mis huesos índice y pulgar el huesecillo y dejarlo sobre el plato, e írseme la mente tras esta idea inevitable: que dentro de todo lo blando necesariamente existe lo que queda, el hueso, el armazón, la dureza, el hallazgo, aquello oculto que es blanco y eterno, lo que permanece en el cedazo, la piedra, lo que «nadie quiere»; es imposible huir de «eso que queda», porque está dentro, así que escondo los brazos bajo la mesa, incluso me tienta la idea de comer como César, acercando el hocico al plato, pero ¿acaso no es inútil todo intento de disimulo frente al apocalíptico trajín de la cena?, porque lo que percibo en ese instante es algo muy parecido a una hogareña resurrección de los muertos: incluso con el apropiado evangelista —mi suegro—, gritando «corrupción»: Alejandra coge el pan con sus huesos y lo hace crujir y lo parte, el viejo apoya los huesos en el mantel y los hace sonar con ritmo, Alejandra coge el cucharón con sus huesos y sirve más albóndigas repletas de huesecillos de pollo muerto, el viejo va y se limpia los huesos sucios de carne ajena con la servilleta, Alejandra señala con su hueso la cesta del pan y yo se la alcanzo extendiendo mis huesos y ella la coge con los suyos, hay un cruce de húmeros, cúbitos y radios, de carpos y metacarpianos, de falanges, y nos pasamos de unos a otros, de hueso a hueso, la vinagrera, el aceite, la sal, el vino y la gaseosa, y llegan Ameli y Héctor Luis, una del cine y el otro de estudiar, y saludan, y Ameli desliza sus frágiles huesos de quince años por mi cabeza calva, envuelve con sus breves húmeros mi cuello, me besa en la mejilla: ¿dónde has estado hasta estas horas?, le pregunto, y ella: en el cine, ya te lo he dicho, y yo: pero ¿tan tarde?; sí, dice, habla sin mirar sus manos gélidas, los huesos de sus manos muertas, sus brazos como pinzas blancas; sí, papá, la película terminó muy tarde; y de repente, mientras la contemplo sentándose a la mesa, su cabello oscuro y lacio, los ojos muy grandes, el jersey azul celeste tenso por la presencia de los huesos, he sentido miedo por ella, he querido cogerla, atraparla y bogar juntos por ese fluir desconocido e incesante hacia la oscuridad final: creo que deberías volver más temprano a casa a partir de ahora, Ameli, le digo, y ella: ¿por qué?, con sus ojos brillando de disgusto, y yo, mis brazos escondidos, ocultos, sin revelarlos: creo que las calles no son seguras, y el viejo me interrumpe: hoy ya nada es seguro, Héctor, dice y sigue comiendo, Alejandra sirve albóndigas y Héctor Luis se queja de que son muchas, y Ameli: ¡pero ya tengo quince años, papá!, y yo: es igual, y entonces Alejandra: no seas muy duro con la niña, Héctor, dice, le dimos permiso para que volviera hoy a esta hora, pero ella sabe que solamente hoy; guardo silencio: en realidad, todo se sumerge en el silencio salvo el entrechocar de los huesos; Ameli y Héctor Luis son tan distintos, pienso, pero en algo se parecen, y es que ambos se nos van; no los he visto crecer, los he visto irse: pero ni siquiera eso, pienso ahora, porque jamás he podido saber si alguna vez estuvieron por completo; Ameli tiene novio, pero es un secreto; sabemos que Héctor Luis ha salido con varias chicas, pero lo que piensa de ellas es secreto; ambos se han hecho planes para el futuro, tienen deseos, ganas de hacer cosas, pero todo es secreto: quizá lo comentan en los «pubs» a falta de una buena iglesia en la que poder hablar como nosotros, tan a gusto, pero en casa adoptan los dos mandamientos trascendentales de la familia: nunca hablarás de nada importante y ama el enigma como a ti mismo, ¡y si hubiera solo silencio!, pero es la charla insignificante lo que molesta, y ahora esos ruidos detrás: el golpe, el crujir de nuestros huesos; siento algo muy parecido a la pena, pero una pena casi biológica, como una mota en el ojo o el aroma inevitable de la cebolla cruda, y me disculpo para ir al baño y llorar a gusto por algo que no entiendo, y más tarde, en la cama, con Alejandra a mi lado leyendo complacida un librito de romances, me da por preguntarle: ¿soy demasiado duro contigo? mientras me observo los huesos tranquilos sobre la colcha: mis manos muertas y peladas, los cúbitos y radios en aspa, los húmeros convergiendo, y ella deja un instante el libro que sostiene con sus huesos, me mira sorprendida y dice: no, Héctor, no, ¿por qué preguntas eso?, y yo, insistente: ¿he sido duro contigo alguna vez?, y ella: nunca, y yo: ¿quizá soy demasiado tosco?, y ella: Héctor, ¿qué te pasa?, y yo: demasiado rudo quizá, ¿no?, y ella: no seas bobo, ¿lo dices porque hoy no hablaste apenas durante la cena?, ya sé que papá no te cae bien, me da un beso y añade: procura descansar, el trabajo te agota, y la veo extender las falanges blancas y articuladas de sus dedos, apagar la lamparilla de pantalla rosa y sumir la habitación en una oscuridad donde la luz de la luna, filtrada, hace brillar las superficies ásperas de nuestros huesos; después, en el sueño, he presenciado un teatro de sombras donde mis manos y brazos se movían, desplazándome, porque eran lo único, ya que la vida se había invertido como un negativo de foto y ahora solo importaba lo oculto, el secreto descubierto: los huesos de mis manos se extendían con un sonido semejante a los resortes de madera de ciertos juguetes antiguos, emergiendo del telón negro que los rodeaba: son ellos solos, el mundo es ellos, brazos y manos colgantes que hacen y deshacen, crean y destruyen, no nacen ni mueren, simplemente cambian su posición, horizontal, vertical, en ángulo, hacia arriba o hacia abajo, brazos que se balancean al caminar y manos que agarran con sus huesos cosas invisibles; y a la mañana siguiente, tras toda una noche de sueños interrumpidos y vueltas en la cama, creo comprenderlo: mi revelación es una lepra que avanza incesante, porque suena el despertador con su timbre gangoso que tanto me recuerda a una trompeta de cobre, pongo los pies descalzos en las zapatillas y lo noto: la dureza bajo las plantas, la pelusa del forro de las zapatillas adherida a los huesos del tarso, el rompecabezas de huesos irregulares de mis pies, los extremos de la tibia y el peroné sobresaliendo por el borde del pijama, las rótulas marcando un óvalo bajo la tela extendida, y al erguirme, el crujido de los fémures: el descubrimiento no me hace ni más ni menos feliz que antes, ya que lo intuyo como una consecuencia, pero un estupor inmóvil de estatua persiste en mi interior; y al ducharme viene lo peor, porque entonces compruebo que los golpes de las gotas no me lavan sino que se limitan a disgregarme la suciedad por mis huesos: arrastran el barro de mis costillas goteantes, concentran la cal en mis pies, desprenden la tierra, permean las junturas, las grietas, los desperfectos, rajan los pequeños metacarpos como cáscaras de huevo, horadan mis clavículas y escápulas, pero no hoy ni ayer sino todos y cada uno de los días en un inexorable desgaste, siento que me disuelvo en agua y salgo con prisa no disimulada de la bañera y seco mi esqueleto goteante, deslizo la toalla por el cilindro de los huesos largos como si envolviera unos juncos, la arranco con torpeza de la trabazón de las vértebras, froto como cristales de ventana los huesos planos, pienso que debo conservarme seco para siempre porque de repente sé que soy un armazón de cincuenta años de edad que solo puede humedecerse con aceite, y es en ese instante, o quizá un poco después, cuando apoyo la maquinilla de afeitar contra mi rostro, que siento la invasión final de esa lepra y quedo tan inerme que apenas puedo apartar las cuchillas giratorias de mi mejilla: algo parecido a una horrísona dentera me paraliza, porque de repente noto como el restregar de un rastrillo contra una pizarra o el arañar baldosas con las patas metálicas de una silla, incluso imagino que pueden saltar chispas entre la maquinilla y el hueso de la mandíbula o el pómulo; me palpo con la otra mano la cabeza, siento las durezas del cráneo, el arco de las órbitas, el puente del maxilar, el ángulo de la quijada, y pienso: ¿por qué finjo que me afeito?, ¿acaso mi rostro no es un añadido, una capa, una máscara?; entra Alejandra en ese instante y casi me parece que gritará al ver a un desconocido, pero apenas me mira y se dirige al lavabo; yo me aparto, desenchufo la maquinilla y la guardo en su funda, y ella: ¿ya te has afeitado, Héctor?, y yo: sí, y salgo del baño con rapidez: ¡no podría acercar esa maquinilla a los huesos de mi calavera!; todo es tan obvio que lo inconcebible parece la ignorancia, pienso mientras me visto frente al espejo del dormitorio y abrocho la camisa blanca alrededor de las delgadas vértebras cervicales: llevar un cráneo dentro, una calavera sobre los hombros, besar con una calavera, pensar con una calavera, sonreír con una calavera, mirar a través de una calavera como a través de los ojos de buey de un barco fantasma, hablar por entre los dientes de una calavera: aquí está, tan simple que movería a risa si no fuera espantoso, y me afano en terminar el lazo de mi corbata con los huesos de mis dedos sonando como agujas de tricotar; Alejandra llega detrás, peinándose la melena amplia y negra que luce sobre su propia calavera, y el paso del cepillo descubre espacios blancos en el cuero cabelludo donde los pelos se entierran: parece inaudito saberlo ahora, contemplarlo ahora; entre los dientes sostiene dos ganchillos: el asco llega a tal extremo que tengo que apartar la vista: allí emerge el hueso, pienso, el subterfugio, el disfraz, tiene un defecto, como una carrera en la media que descubre el rectángulo de muslo blanco; allí, tras los labios, los dientes, los únicos huesos que asoman, y vivimos sonriendo y mostrándolos, y nos agrada enseñarlos y cuidarlos y mi profesión consiste precisamente en mantenerlos en buen estado, blancos y brillantes, limpios, pelados, lisos, desprovistos de carne, como tras el paso de aves carroñeras: esa hilera de pequeñas muertes, esa dureza tras lo blando; ¿acaso no es enorme el descuido?; de repente tengo deseos de decirle: Alejandra, estás enseñando tus huesos, oculta tus huesos, Alejandra, una mujer tan respetable como tú, una señora de rubor fácil, tan educada y limpia, con tu colección de novela rosa y tu familia y tu religión, ¿qué haces con los huesos al aire?, ¿no estás viendo que incluso muerdes cosas con tus huesos?, ¡Alejandra, por favor, que son tus huesos hundidos en el cráneo oculto, los huesos que quedarán cuando te pudras, mujer: no los enseñes!; esto va más allá de lo inmoral, pienso: es una especie de exhumación prematura, cada sonrisa es la profanación de una tumba, porque desenterramos nuestros huesos incluso antes de morir; deberíamos ir con los labios cerrados y una cruz encima de la boca, hablar como viejos desdentados, educar a los niños para que no mostraran los dientes al comer: un error, un gravísimo error en la estructura social comparable a caminar con las clavículas despellejadas, tener los omoplatos desnudos, descubrir el extremo basto del húmero al flexionar el codo, mostrar las suturas del cráneo al saludar cortésmente a una señora, enseñar las rótulas al arrodillarnos en la misa o las palas del coxal durante un baile o la superficie cortante del sacro durante el acto sexual: y sin embargo, ella y yo, con nuestros horribles dientes, la prueba visible de la existencia de los cráneos: absurdo, murmuro, y ella: ¿decías algo?, pero hablando entre dientes debido a los ganchillos, como si lo hiciera a través de apretadas filas de lápidas blancas, un soplo de aire muerto por entre las piedras de un cementerio, o peor: la voz a través de la tumba, las palabras pronunciadas en la fosa: no, nada, respondo, y ella, intrigada, se me acerca y arrastra sus falanges por mis vértebras: te noto distante desde ayer, Héctor, ¿te ocurre algo?, ¿es el trabajo?, y juro que estuve a punto de decirle: te la pego con una antigua paciente desde hace varios años, todos los jueves a la misma hora, pero no te preocupes porque una increíble revelación me ha hecho dejarlo, ya nunca más regresaré con Galia, no merece la pena (y por qué no decirlo, pienso, por qué reprimir el deseo y no decir la verdad, por qué no descargar la conciencia y vaciarme del todo); sin embargo, en vez de esa explicación catártica, le dije que sí, que era el exceso de trabajo, y me mostré torpe, callándome la inmensa sabiduría que poseía mientras notaba cómo descendían sus falanges por el edificio engarzado de mi columna, y ella dijo: pero hace mucho tiempo que no me sonríes, y pensé: ¡te equivocas!, somos una sonrisa eterna, ¿no lo ves?: nuestros dientes alcanzan hasta los extremos de la mandíbula y no podemos dejar de sonreír: sonreímos cuando gritamos, cuando lloramos, al pelear, al matar, al morir, al soñar: sonreímos siempre, Alejandra, quise decirle, y la sonrisa es muerte, ¿no lo ves?, quise decirle, nuestras calaveras sonríen siempre, así que la mayor sinceridad consiste en apartar los labios, elevar las comisuras y sonreír con la piel intentando imitar lo mejor posible nuestra sonrisa interior en un gesto que indica que estamos conformes, que aceptamos nuestro final: porque al sonreír descubrimos nuestros dientes, «enseñamos la calavera un poco más», no hay otro gesto humano que nos desvele tanto; la sonrisa, quise decirle, traiciona nuestra muerte, la delata; cada sonrisa es una profecía que se cumple siempre, Alejandra, así que vamos a sonreír, separemos los labios, mostremos los dientes, sonriamos para revelar las calaveras en nuestras caras, hagamos salir el armazón frío y secreto, draguemos el rostro con nuestra sonrisa y extraigamos el cráneo de la profundidad de nuestros hijos, de ti y de mí, del abuelo, de los amigos, de los parientes y del cura; pero no le dije nada de eso y me disculpé con frases inacabadas y ella enfrentó mis ojos y me abrazó y sentí los crujidos, la fricción, costilla contra costilla, golpes de cráneos, y supuse que ella también los había sentido: no seamos tan duros, le dije, y ella respondió, abrazándome aún: no, tú no eres duro, Héctor, y yo le dije: ambos somos duros, y tenía razón, porque se notaba en los ruidos del abrazo, en el telón de fondo de nuestro amor: un sonido semejante al que se produciría al echarnos la suerte con los palillos del I Ching sobre una mesa de mármol, o jugando al ajedrez con fichas de marfil, un trajín de palitos recios como un pimpón de piedra, el entrechocar aparentemente dulce de nuestros esqueletos como agitar perchas vacías; me aparté de ella y terminé de vestirme: quizá soy dura contigo, repitió ella, yo también soy duro, dije, y pensé: y Ameli y Héctor Luis, y todos entre sí y cada uno consigo mismo, ¡qué duros y afilados y cortantes y fríos y blancos y sonoros!; ¿te vas ya?, me dijo, sí, le dije, porque no deseaba desayunar en casa, en realidad no deseaba desayunar nunca más, pero sobre todo, sobre todas las cosas, no deseaba cruzarme con los esqueletos de mis hijos recién levantados, así que casi eché a correr, abrí la puerta y salí a la calle con el abrigo bajo el brazo, a la madrugada fría y oscura; ya he dicho que tengo la consulta cerca, lo cual siempre ha sido una ventaja, aunque no lo era esa mañana: quería trasladarme a ella solo con mi voluntad, sin perder siquiera el tiempo que tardara en desearlo; caminaba observando con mis cuencas vacías las casas que se abren, las figuras blancas que emergen de ellas como fantasmas en medio de la oscuridad, las primeras tiendas de alimentos llenas de huesos y cadáveres limpios de seres y cosas; caminaba y observaba con mis órbitas negras, lleno de un extraño y perseverante horror: ¿qué hacer después de la revelación?, ¿dónde, en qué lugar encontraría el reposo necesario?; porque ahora necesitaba envolverme, ahora, más que nunca, era preciso hallar la suavidad; mientras caminaba hacia la consulta lo pensaba: todos tenemos ansias de suavidad: guantes de borrego, abrigos de lana, bufandas, zapatos cómodos; sin embargo, el mundo son aristas, y todo suena a nuestro alrededor con crujidos de metal; qué pocas cosas delicadas, cuánta aspereza, cuánta jaula de púas, qué amenaza constante de quebrarnos como juncos, de partirnos, qué mundo de esqueletos por dentro y por fuera, móviles o quietos, invasión blanca o negra de huesos pelados, qué cementerio: toda obra es una ruina, toda cosa recién creada tiene aires de destrucción, y nosotros avanzamos por entre cruces, mármol, inscripciones, rejas y ángeles de piedra como espectros, y la niebla de la madrugada nos traspasa, huesos que van y vienen, esqueletos que se acercan y caminan junto a mí y me adelantan, apresurados, aquel que limpia los huesos en ese tramo de la calle, ese otro que espera en la parada, envuelto en su impermeable, huesos blancos por encima de los cuellos, la muerte dentro como una enfermedad que aparece desde que somos concebidos, ¿no hay solución?; y sorprender entonces a un hombre, una figura, no como yo, no como los demás, que se detiene frente a mí y me habla: ¿tiene fuego?, dice, un individuo desaliñado de espesa melena y barba, rostro pequeño, casi escondido, chaqueta sucia y manos sucias que se tambalea de un lado a otro como si el mero hecho de estar de pie fuera un tremendo esfuerzo para él; le ofrezco fuego y se cubre con las manos para encender un cigarrillo medio consumido, entonces dice: gracias, y se aleja; me detengo para observarle: camina con cierta vacilación hasta llegar a la esquina, después se vuelve de cara a la pared, una figura sin rasgos, y distingo la creciente humedad oscura a sus pies, detenerme un instante para contemplarle, volverse él y alejarse con un encogimiento de hombros y una frase brutal; un borracho orinando, pienso, pero al mismo tiempo deduzco: se ha reconstruido, ha verificado su interior, ha exhumado cosas que le pertenecen y le llenan por dentro: líquidos que alguna vez formaron parte de él; eso es un proceso de autoafirmación, pienso: él es algo que yo no soy o que he dejado de ser, ha logrado obtener lo que yo pierdo poco a poco: integridad, quizá porque no tiene que callar, porque es libre para decir lo que le gusta y lo que no, pienso y golpeo con los huesos del pie el cadáver de una vieja lata en la acera, o porque ha aceptado la vida tal cual es, o quizá porque tiene hambre y sed, y necesidad de fumar, dormir y orinar en una esquina, quizá porque siente necesidades en su interior, dentro de esa intimidad de las costillas que en mí mismo forma un espacio negro: sus necesidades le llenan, y yo, satisfecho, camino vacío: eso pensé; era preciso, pues, reformarse, volver a la vida a partir de los huesos, resucitar, aunque es cierto que en algún sitio dentro de mí existían vestigios, cosas que se movían bajo las costillas o en el espacio entre éstas y el hueso púbico, pero era necesario comprobarlo; todo aturdido por el ansia, entré en uno de los bares que estaban abiertos a esas horas y me dirigí apresurado al cuarto de baño, respondiendo con un gesto al hombre que atendía la barra y que me dijo buenos días; ya en el urinario, muy nervioso, busqué mi pija semihundida, perdonando la frase, la extraje y me esforcé un instante: tras un cierto lapso, comprobé la aparición brusca del fino chorro amarillo y sentí una distensión lenta en mi pubis que califiqué como el hallazgo de la vejiga: al fin me sirves de algo, pensé mientras me sacudía la pilila, perdonando la bajeza; así, convertido en pura vejiga, salí a la calle de nuevo y respiré hondo: noté bolsas gemelas a ambos lados del esternón, sacos que se ampliaban con el aire frío de la mañana, y descubrí mis pulmones; en un estado de alborozo difícilmente descriptible me tomé el pulso y sentí, con la alegría de tocar el pecho de un pájaro recién nacido, el golpeteo suave de la arteria contra mi dedo, su pequeño pero nítido calor de hogar, y supe que guardaba sangre y que mi corazón había emergido; caminando hacia la consulta completé mi resurrección, la encarnación lenta de mi esqueleto; así pues, yo era pulmones y vejiga, yo era intestino, tripas, estómago, yo era músculos del pene, tendones, sangre, hígado, vesícula, bazo y páncreas, yo era glándulas y linfa, todo suave, todo lleno, ocupando intersticios como si vertieran sobre mí unas sobras de hombre: yo era, por fin, globos oculares líquidos, yo era lengua y labios, yo era el abrir lento de los párpados, la creación del paladar, la suave nariz horadada, la humedad limpia de la saliva, la lágrima tibia y el sudor de los poros; yo era sobre todo mi propio cerebro, las revueltas grises de los nervios, la masa de ideas invisibles, la voluntad, el deseo, el pensamiento; llegué a la consulta recién creado, aún sin piel pero ya formado y funcionando, atravesé el oscuro umbral con la placa dorada donde se leía «Héctor Galbo, odontólogo», preferí las escaleras y abrí la puerta con la delicadeza muscular de un relojero, con la exactitud de un ladrón o un pianista; Laura, mi secretaria, ya estaba esperándome, y el vestíbulo aparecía iluminado así como la marina enmarcada en la pared opuesta, y me dejé invadir por el olor a cedro de los muebles, la suavidad de la moqueta bajo los pies, y cuando mis globos oculares se movieron hacia Laura pude parpadear evidenciando mi perfección; entonces, la prueba de fuego: me incliné para saludarla con un beso y percibí la suavidad de mi mejilla, los delicados embriones de mis labios, y supe que por fin la piel había aparecido: cabello, pestañas, cejas, uñas, el florecer de mi bigote negro; besarla fue como besarme a mí mismo: buenos días, doctor Galbo, me dijo, noté las cosquillas de mi camisa sobre mi pecho velludo, muy velludo, buenos días, dije, buenos días, Laura, y percibí mi laringe en el foso oculto entre la cabeza y el pecho, sentí el aire atravesando sus infinitos tubos de órgano: buenos días, repetí despacio saludando a todo mi cuerpo reflejado en el espejo del vestíbulo, mi cuerpo con piel y sentimientos, mi cuerpo vestido, bajito, mi cabeza calva y mi rostro bigotudo: buenos días, doctor Galbo, hoy viene usted contento, dice Laura, sí, le dije, vengo aliviado, quise añadir, he orinado en un bar y he descubierto por fin que tengo vejiga, y a partir de ahí todo lo demás, pero en vez de decirle esto pregunté: ¿hay pacientes ya?, y ella: todavía no, y yo: ¿cuántos tengo citados?, y ella: cinco para la mañana, la primera es Francisca, ah sí, Francisca, dije, sí: sus prótesis darán un poco la lata, y me deleito: oh mi memoria perfecta, mis sentidos vivos, mis movimientos coordinados, sí, sí, Francisca, muy bien, y mi imaginación: porque de repente me vi avanzando hacia mi despacho con los músculos poderosos de un tigre, todo mi cuerpo a franjas negras, mis fauces abiertas, los bigotes vibrantes, los ojos de esmeralda, y mi sexo, por fin, mi sexo: porque Laura, con la mitad de años que yo, me parecía una presa fácil para mis instintos, una captura que podía intentarse, la gacela desnuda en la sabana; ya era yo del todo, incluso con mis pensamientos malignos, incluso con mi crueldad, por fin: avíseme cuando llegue, le dije, y entré en mi despacho, me quité el abrigo y la chaqueta, me vestí con la bata blanca, inmaculada, mi bata y mi reloj a prueba de agua y de golpes, y mi anillo de matrimonio, y los periódicos que Laura me compra y deposita en la mesa, y mi ordenador y mis libros, y mis cuadros anatómicos: secciones de la boca, dientes abiertos, mitades de cabezas, nervios, lenguas, ojos, mejor será no mirarlos, pienso, porque son hombres incompletos, yo ya estoy hecho, pienso, envuelto al fin de nuevo en mi funda limpia, recién estrenado; por fin pensar: saber que he regresado al origen, me he recobrado, he impedido mi disolución guardándome en un cuerpo recién hecho; no recuerdo cuánto tiempo estuve sentado frente al escritorio saboreando mi triunfo, pero sé que la segunda y más terrible revelación llegó después, con el primer paciente, y que a partir de entonces ya no he podido ser el mismo, peor aún, porque me he preguntado después si he sido yo mismo alguna vez, si mi integridad fue algo más que una simple ilusión: y fue cuando sonó el timbre de la puerta, el siguiente timbre, el nuevo timbre que me despertó de la última ensoñación (como el de casa de Galia, o el del despertador con sonido de trompeta de cobre, ahora el de la consulta, pensé, y no pude encontrarles relación alguna entre sí, salvo que parecían avisos repentinos, llamadas, notas eléctricas que presagiaban algo), y Laura anunció a la señora Francisca, una mujer mayor y adinerada, como Galia, como Alejandra, con las piernas flebíticas y el rostro rojizo bajo un peinado constante, que entró con lentitud en la consulta hablando de algo que no recuerdo porque me encontraba aún absorto en el éxito de mi creación: fue verla entrar y pensar que iría a casa de Galia cuando la consulta terminara y le diría que todo seguía igual, que era posible continuar, que nada nos estorbaba, y después llegaría a mi casa y le diría a Alejandra que la quería, que nunca más sería duro con ella ni con Ameli, eso me propuse, y saludé a la señora Francisca con una sonrisa amable, y la hice sentarse en el sillón articulado, la eché hacia atrás con los pedales, la enfrenté al brillo de los focos y le pedí que abriera la boca, porque eso es lo primero que le pido a mis pacientes incluso antes de oír sus quejas por completo: como estoy acostumbrado a que esta instrucción se realice a medias, me incliné sobre ella y abrí mi propia boca para demostrarle cómo la quería: así, abra bien la boca, le dije, ah, ah, ah, y es curioso lo cerca que siempre estamos de la inocencia momentos antes de que un nuevo horror nos alcance: incluso éste aparece al principio con disimulo, revelándose en un detalle, en un suceso que, de otra manera, apenas merecería recordarse, porque mientras Francisca, obediente, abría más la boca, descubrí el último de los horrores, la luz del rayo que nunca debería contemplar un ser humano, la degradación final, tan rápida, pavorosa e inevitable como cuando presioné el timbre de Galia, pero mucho peor porque no era lo oculto, lo que era, sino lo que no era, aquello que falta, no lo que se esconde sino lo que no existe: la nueva revelación me violó, perdonando la brutalidad, de tal manera que todos mis logros anteriores adoptaron de inmediato la apariencia de un sueño que no se recuerda sino a fragmentos, e incapaz de reaccionar, permanecí inmóvil, inclinado sobre la mujer, ambos con la boca abierta, ella con los ojos cerrados esperando sin duda la llegada de mis instrumentos; pero como no llegaban los abrió, me vio y advirtió en mi rostro el horror más puro que cabe imaginarse: qué pasa, doctor, me dijo, qué tengo, qué tengo, pero yo me sentía incapaz de responderle, incapaz incluso de continuar allí, fingiendo, así que retrocedí, me quité la bata con delirante torpeza, la arrojé al suelo, me puse la chaqueta y salí de la habitación, corrí hacia el vestíbulo sin hacer caso a las voces de la paciente y a las preguntas de Laura, abrí la puerta, bajé las escaleras frenéticamente y salí a la calle: no sabía adónde dirigirme, ni siquiera si tenía sentido dirigirme a algún sitio; contemplé a los transeúntes con muchísima más incredulidad de la que ellos mostraron al contemplarme a mí: ¿era posible que todos ignoraran?, ¿hasta ese punto nos ha embotado la existencia?; hubo un momento terrible en el que no supe cuál debería ser mi labor: si caer en soledad por el abismo o arrastrar como un profeta a las conciencias ciegas que me rodeaban; es cierto que toda gran verdad precisa ser expresada, pero la locura de mi actual situación consistía en que esta verdad última era inexpresable: quiero decir que esta verdad final no era algo, más bien era nada, así que no podía soñar con explicarla: quizá el silencio en el gélido vacío entre las estrellas hubiera sido una explicación adecuada, pero no un silencio progresivo sino repentino y abrupto: una brecha de espacio muerto, una bomba inversa que absorbiera las cosas hacia dentro, que nos introdujera a todos en un mundo sin lugares ni tiempo donde la nada cobrara alguna especial y terrible significación, quizá entonces, pensé, y corrí por la acera intuyendo que cada minuto desperdiciado era fatal: ¿le ocurre algo?, fue la pregunta que me hizo un individuo que aguardaba frente a un paso de peatones cuando me acerqué, y solo entonces fui consciente de que tenía ambas manos sobre la boca, como si tratara de contener un inmenso vómito; mi respuesta fue ininteligible, porque sacudí la cabeza diciendo que no, pero esperando que él entendiera que eso era lo que me pasaba: que no; si hubiera podido hablar, habría respondido: nada, y precisamente ahí radicaba lo que me ocurría: me ocurría nada, pero era imposible hacerle comprender que nada era infinitamente peor que todos los algos que nos ocurren diariamente; no pude hacer otra cosa sino alejarme de él con las manos aún sobre la boca, corriendo sin saber por dónde iba pero con la secreta esperanza de no ir a ninguna parte, de no llegar, de seguir corriendo para siempre, porque no podía presentarme en casa de aquel modo, no con aquel fallo, sería preciso hacer cualquier cosa para remediar esa escisión, quizá comenzar desde el principio, reunir de nuevo el hilo en el ovillo, a la inversa: pensar en el instante anterior a la revelación, notar la presencia para comprender ahora la falta; pero cómo describirlo: cómo decir que había conocido de repente la boca cuando la paciente abrió la suya y yo quise indicarle cómo tenía que hacerlo y abrí la mía; fue entonces: el tiempo se congeló a mi alrededor y quedé solo en medio de mi hallazgo, como un náufrago, paralizado por la revelación suprema, incapaz de comprender, al igual que con la anterior, por qué no lo había sabido hasta entonces: la boca, claro, ahí, aquí, abajo, bajo mi nariz, en mi rostro, la boca: de repente me había percatado de la verdad, tan simple e invisible debido a su propia evidencia: la boca no es nada, lo comprendí al pedirle a la paciente que la abriera y al abrir la mía: ¿qué he abierto?, pensé: la boca; pero entonces, si la boca abierta también es la boca, el resultado era una oscuridad, un agujero vacío, un abismo; quiero decir que, de repente, al ver la boca, al inclinarme para verla, no la vi, pero no la vi justamente porque era eso: el no verla; si hubiera visto la boca de la misma forma que veo mis dedos, por ejemplo, no lo sería o estaría cerrada; sin embargo, el horror consiste en que una boca abierta también es una boca: como llamarle «dedos» al espacio vacío que hay entre ellos; ¡pero eso no era todo!: si aquel defecto, aquella nada, era, ¿cómo podía evitar la llegada del vacío?, ¿cómo impedir que todo siguiera siendo lo que es en la nada?, ¿cómo pretender recobrar mi cuerpo si me evacuo por ese agujero negro y absurdo?; lo comprendí: ¡si todo se hubiera cerrado a mi alrededor!, ¡si las junturas hubieran encajado perfectamente, sin interrupciones, sin oquedades!, pero tenía que estar la boca, la boca abierta que también era la boca, y ahora ¿cómo permanecer incólume?, ¿cómo seguir inmutable, conservándome dentro, si allí estaba eso que no era, esa nada negra implantada en mí?; corrí, en efecto, a ciegas, no recuerdo durante cuánto tiempo, hasta que un nuevo acontecimiento pudo más que mi propia desesperación: en una esquina, recostado en un portal, distinguí a un hombre, el borracho de aquella madrugada, que parecía dormir o agonizar: un sombrero gris le cubría casi todo el rostro salvo la barba, y allí, insertado en lo más hondo del pelo, un agujero abierto, sin dientes, sin lengua, una cosa negra y circular como una cloaca o la pupila de un cíclope ciego que me mirara, aunque yo fuera «nadie», el vacío terrible, la nada; de repente se había apoderado de mí un horror supremo, un asco infinito, la conjunción final de todo lo repugnante, y me alejé desesperado cubriéndome con las manos aquel «salto», aquel «vacío» letal, atenazado por una sensación revulsiva, un pánico que era como cribar mis ideas con violencia hasta romperlas, la certeza de mi perdición, el desprendimiento a trozos de mi voluntad frente a lo irremediable: esa boca abierta, el error por el que todo entra y todo sale, los secretos, la palabra, el vómito, la saliva, la vida, el aliento final, porque me había envuelto en mi propio cuerpo para hallar algo último que no cierra, ese terrible defecto tras los labios del beso, tras el lenguaje cotidiano, tras los gestos de comer y masticar, más allá de los dientes y la lengua, ese algo que no es el paladar ni la faringe ni la descarga de las glándulas, ese vacío que me recorre hacia dentro, el túnel deshabitado del gusano, la nada, la negación, eso que ahora empezaba a corroerme; porque si existía la boca, nada podía detener la entrada del vacío; así que cerca de casa empecé a perderme, a dividirme en secciones, a horadarme: primero fue la piel, que apenas se presiente, que es casi solamente tacto, la piel que cayó a la acera mientras corría, la piel con mi figura y mis rasgos que se me desprendió como la de un reptil mudando sus escamas, porque el vacío se introducía bajo ella como un cuchillo de aire y la separaba; entonces los músculos y los tendones, en silencio: ¿qué protección pueden ofrecer frente a los túneles de la nada?, ¿qué defensa procuran ante esa marea de vacío, ese fallo que me alcanzaba como a través de un sumidero?, también ellos caen y se desatan como cordajes de barco en una tempestad; la calle en la que vivo recibió el tributo de la lenta pero inexorable pérdida de mis vísceras: ese trago infecto de nada, que no está pero es, provoca la caída de mi estómago y mis intestinos, mi hígado derretido y mi bazo, los pulmones sueltos que se alejan por el aire como palomas grises, el corazón que ya no late, madura, se endurece y cae, gélido como el puño de un muerto, porque nada puede latir frente a la boca, los nervios arrastrados por la acera como hilos de un títere estropeado, los ojos como gotas de leche derramada, la suave materia de mi cerebro, la exactitud de mis sentidos, la excitante delicia del deseo, la provocación del hambre y el instinto, las sensaciones, los impulsos: todo cae y se pierde, todo gotea incesante desde mi armazón, todo se va y se desvanece calle abajo; entro en casa al fin, ya solo mi esqueleto muerto y limpio, y pienso: mis hijos están en el colegio, por fortuna; me dirijo al salón y allí encuentro a Alejandra, que me mira con pasmo; se halla sentada en su sofá tejiendo algo, y probablemente destejiéndolo también, creando y destruyendo en un vaivén de interminable dedicación; entonces me detengo frente a ella, aparto con lentitud las falanges blancas de mi oquedad y la descubro, por fin, en toda su horrible grandeza: la boca abierta, las mandíbulas separadas, el enorme vacío entre maxilares, la verdadera boca que no es, desprovista del engaño de las mucosas, ese espacio negro que nada contiene, y hablo, por fin, tras lo que me parecen siglos de silencio, y mis palabras, emergiendo de ese vacío, son también vacío y horadan: Alejandra, hablo, llevo años traicionándote con una mujer que conocí en la consulta, y ella: Héctor, qué dices, y yo: es guapa, pero no demasiado, cariñosa, pero no demasiado, inteligente, pero no demasiado: lo mejor que tiene es que me quiere y que intentó hacerme feliz, y que nunca me ha creado problemas salvo la necesidad de mentirte, de ocultártelo, una mujer con la que descubrí que puede haber una cierta felicidad cotidiana a la que nunca deberíamos renunciar, como hemos hecho tú y yo, ni siquiera a esa cierta felicidad cotidiana, una mujer, en fin, con la que he sabido que ya todo es igual, que incluso el pecado termina alguna vez, incluso la culpa, incluso lo prohibido, y ella: Héctor, Héctor, qué te pasa, dice, que ya basta de mentiras, respondo y me deshago de su lento abrazo y de sus lágrimas, y basta de silencio, porque era necesario hablar, pero no solo a ti, no, no solo a ti, y ella, gritando: ¿adónde vas?, pero su grito se me pierde con el mío propio, que ya solo oigo yo, y eso es lo terrible: porque mi garganta ha desaparecido y solo quedan las tenues vértebras y el deseo de ser escuchado; corro entonces a casa de Galia arrastrando apenas los jirones blancos de mis huesos por la acera, y ella misma abre la puerta y grita al verme: no, Galia, no podemos seguir juntos, dije entonces, no tengo nada más que hacer aquí, tú, viuda y solitaria, yo, casado y solitario, nada que hacer, Galia, no más consuelos, no más secretos, basta de felicidad y de cariño doméstico, porque llega un instante, Galia, en que todo termina, y lo peor de todo es que tú no eres una solución: ¿por qué?, me dijo: porque es necesario decir la verdad y revelar la mentira, repliqué, aunque nos quedemos vacíos, es necesario abrir las bocas, Galia, le dije, y volcarnos en hablar y hablar y destruirlo todo con las palabras, dije, porque si algo somos, Galia, es aliento, así que es necesario, por eso lo hago, dije, y me alejé de ella, que gritó: ¿adónde vas?, pero su grito se perdió dentro del mío, que ya era tan enorme como el silencio del cielo; y me alejé de todos, de una ciudad que no era mi ciudad, de una vida que no era mi vida, corrí ya casi llevado por el viento, las espinas delgadas de mi cuerpo flotando en el aire, corrí, volé hacia los bosques transportado por una ráfaga de brisa como el polvo o la basura, avancé por la hierba, entre los árboles, desgastándome con cada palabra: basta con eso, dije, no más hogar, no más vida, no más esfuerzo, dije, grité en silencio: ya basta de mundo y de existencia, ya basta de hacer y de procurar, soportar, callar y mirar buscando respuestas, no, no más luz sobre mis ojos, nunca otro día más, basta de desear y pretender, de conseguir y por último perder lo conseguido y enfermar y morir y terminar en nada, todo vacío, intrascendente, limitado y mediocre: basta, porque hay un error en nosotros, un hiato perenne, el sello de la nada, esta boca siempre abierta, este hueco hacia algo y desde algo, miradlo: está en vosotros, el sumidero, el vórtice; lo he soportado todo, incluso los años de silencio, los años iguales y el silencio, la muerte interior, el vacío interior, la falsa esperanza, la ausencia de deseos, pero no puedo soportar esta conexión: si tiene que existir esto, este hueco vacío y nulo, esta ausencia de mi carne y de mi cuerpo, si tiene que existir la boca, prefiero echarlo todo fuera, dejar que todo se vaya como un soplo puro, que lo oigan todos, que todos lo sepan, prefiero esto a la falsa seguridad de un cuerpo muerto, eso dije, eso grité, y me vi por fin convertido en nada, la oquedad llenando todos mis huesos abiertos como flautas mudas, desmenuzados como arena por fin, solo esa ceniza última, apenas el rastro leve que el viento termina por borrar, el vacío enorme de esa boca que tiene que decir y revelar y descubrir y gritar y acusar y vaciarme hacia fuera desde dentro y mezclarme con todo, esa boca abierta e infinita del silencio absoluto por la que hablo aunque nadie oiga


    1. imberbeestudiante? Adivinarlo puede el discreto lector, siendo como eran, eljuego, las mujeres y las orgías con los amigos la vorágine que consumíael caudal de Gamboa y le agotaba el perfume del alma en la flor de suvida


    2. La temperatura cálida del agua y el efecto aletargador de la niebla los adormecía y agotaba sus fuerzas


    3. Ahora, por la fatigada respiración de la criatura, se hacía evidente para Tanar y Stellara que ésta se agotaba por momentos al faltarle la resistencia del sari


    4. Y las ratas tan felices, mientras la gran caja negra agotaba recursos y amontonaba mierda


    5. José Leal tenía experiencia porque gran parte de su energía se agotaba en esos trajines


    6. Fernando agotaba su ingenio para producir en él una dulce componenda entre la esperanza y la resignación


    7. Ya de tal modo se le agotaba la mansedumbre al bendito López, y tan cargado le tenía su papel de salvador del País y del Trono, que se plantó resueltamente, y no hubo razones que le retuvieran un día más en el Gobierno


    8. Se resistía a pensar que lo que realmente significaba era que se le agotaba el tiempo, que su plan de acelerar la investigación había fracasado, y que cuando apareciera en la televisión al día siguiente, no tendría ninguna respuesta aceptable a las preguntas de Marty Reardon


    9. El perro, observó Cara de Ángel, mientras don Juan agotaba las frases comunes de su repertorio de fórmulas sociales, sigue siendo el alma de la casa, como en los tiempos primitivos


    10. Distinta en invierno, antes de que las nieves llegaran a los Apeninos con un silencio de plata, o en abril, cuando afloraba la lavanda y el espliego, o en pleno verano italiano, cuyo calor semetía dentro de las piedras y lo agotaba, o en octubre, con el cielo fresco de un azul lavado, muy luminoso, a veces manchado de carmín o de oro a la puesta de sol, y de nuevo otra vez en invierno con jersey de lana y calcetines gruesos, a través de los cristales mojados y del rumor sordo de la lluvia, fatigoso como la continuidad paciente de la vida

    11. La conversación se agotaba


    12. - Ah, me parece ver que te lo estás comiendo - dijo al fin, mientras el gato agotaba las posibilidades de diversión de la mota de polvo y caía sobre el pescado


    13. El calor no me agotaba, como me sucede ahora


    14. Pero Joey pesaba menos que lo normal y cualquier ejercicio físico lo agotaba


    15. Sobre esto discutían acaloradamente hasta que a los dos se les agotaba la saliva


    16. Se agotaba el tiempo legal para presentar la propuesta de ley negociada por todos los partidos, y la UMD seguía fuera de la amnistía


    17. En cuanto uno de aquellos motivos convencionales se agotaba, la señora Medolaghi se metía en otro, con mal disimulada precipitación


    18. Estaba convencido de que el aire contenía algún tipo de espíritu que sostenía tanto el fuego como la vida, y que cuando se agotaba hacía que ambos se extinguiesen


    19. A estribor se podía ver un grueso río sinuoso que serpenteaba por entre los pantanos de Kent y casi se agotaba luchando contra el llano creciente al intentar conectar con el Támesis


    20. Menion sintió que su paciencia se agotaba

    21. A Nicholas se le agotaba la paciencia


    22. Había cuestiones importantes que había que tratar, y se les agotaba el tiempo


    23. Richard estaba cansado y se le agotaba la paciencia


    24. Un esfuerzo tan intenso era arriesgado porque agotaba, pero tuvo el efecto deseado


    25. Hablar con animación —en la llanura tenía una tendencia a hablar deprisa, sin freno y de una manera casi atrevida—, hablar deprisa con Joachim, durante sus paseos a través de la nieve, era algo que le agotaba, produciéndole vértigos, temblores y una impresión de aturdimiento y embriaguez


    26. Pero al llegar a este punto, su fantasía se agotaba


    27. Gersen sintió que su paciencia se agotaba


    28. Es cierto que cuando Charlie (Morel) se había ido, el señor de Charlus no agotaba sus elogios repitiendo, lo que lo halagaba, que el violinista era muy bueno con él


    29. A Drizzt y Montolio se les agotaba el tiempo


    30. Se agotaba el tiempo: cada momento que pasaba, los patryn estaban más cerca de escapar de su encierro

    31. Alejandro, que le escribía sin falta y le enviaba muchos regalos generosos, sentía que de vez en cuando se le agotaba la paciencia y en una ocasión se lo cita comentando que Olimpia le cobró un alquiler muy alto por los nueve meses de alojamiento que le proporcionó


    32. ¿Dónde estaban Fleur y Krum? El tiempo se agotaba y, de acuerdo con la canción, si la hora de plazo concluía, los rehenes se quedarían allí para siempre


    33. El corazón le golpeteaba las costillas como un pájaro desesperado; quizá intuyera que se agotaba el tiempo y estuviera decidido a dar todos los latidos que le quedaban antes del final


    34. El tiempo de posesión se agotaba


    35. Era el tercer purasangre al que Méhy agotaba desde que había comenzado la mañana; el general no tenía la menor consideración con los animales, en los que descargaba sus nervios


    36. La espera agotaba al muchacho, que ya no podía con su impaciencia


    37. Schomberg sintió que la desesperación, ese lamentable sustituto del valor, le agotaba


    38. Gwen se dio cuenta de que el espíritu del medio-elfo se fundía con la esencia del árbol; se le agotaba el tiempo, y ahora ya no sabía dónde buscar


    39. La prolongada inmovilidad no sólo la agotaba físicamente sino que empezaba a hundirla en la depresión


    40. Parecía que jamás agotaba la paciencia ni el tiempo para entregarse a su labor

    41. Nunca perdía una pieza, y agotaba a sus perros persiguiendo a sus numerosas victimas


    1. agotaban los proyectiles, hasta que aquéllos les arrojaban a lacabeza los cestones vacíos


    2. cuyos combates agotaban nuestras fuerzas y nuestro valor


    3. Para entonces hacía ya varias horas que el país se había despertado en medio de un cierto y tardío fervor antigolpista, los periódicos agotaban ediciones especiales con portadas restallantes de entusiasmo por el Rey y por la Constitución y de invectivas contra los sublevados y, aunque todas las ciudades recobraban el ajetreo de una mañana cualquiera de invierno siguiendo la consigna de normalidad impartida por la Zarzuela y por el gobierno provisional, en Madrid más de cuatro mil personas se agolpaban en los alrededores de la Carrera de San Jerónimo, alborotados durante la noche por bandas de ultraderechistas, dando vivas a la libertad y a la democracia; para entonces los secuestradores apenas dominaban ya la situación en el interior del Congreso: hacia las ocho de la mañana los parlamentarios se habían negado entre voces de protesta a desayunar las provisiones que se les ofrecían -leche, queso, jamón de York-, hacia las nueve los guardias civiles tuvieron que reprimir con la amenaza de las armas un amago de motín protagonizado por Manuel Fraga y secundado por varios de sus compañeros, y faltaba poco más de una hora para que Tejero permitiera la salida de las diputadas y para que varias decenas de guardias civiles se entregaran a las fuerzas leales saltando a la Carrera de San Jerónimo por la ventana de la sala de prensa del edificio nuevo del Congreso


    4. Amina y ella agotaban las candelas hablando hasta la extenuación, se despertaba varias veces y a tientas, guiada únicamente por la luz de la luna que entraba por la ventana, iba a comprobar, casi con miedo, que su amiga dormía junto a ella


    5. Como el campamento se veía obligado a trasladarse con frecuencia cuando se agotaban los bosques, todo el pueblo estaba sobre rieles, incluso las casas de los trabajadores, la escuela y la tienda


    6. C, la economía empezó a transformarse a medida que desaparecían o se agotaban aquellas fuentes alimentarias iniciales


    7. Los agricultores y los empresarios podían obtener beneficios simplemente comprando o arrendando terreno cubierto por vegetación autóctona e inadecuado para practicar la agricultura de forma continuada, eliminando esa vegetación, plantando una o dos cosechas de trigo que agotaban el suelo y, después, abandonando la propiedad


    8. Se agotaban a besos, declamaban llorando a lágrima viva versos de enamorados, se cantaban al oído, se revolcaban en cenagales de deseo hasta el límite de sus fuerzas; exhaustos pero vírgenes


    9. Vaciló; las explicaciones lógicas se agotaban


    10. Uno tras otro, los chupadores se le iban fijando en el cuello, en las mejillas; sus fuerzas se agotaban

    11. Se agotaban los días de octubre, pero no se daba cuenta del paso del tiempo, ni siquiera de las estaciones, a las que era más sensible en los últimos años, como si las contara una a una, a medida que se le gastaba la esperanza de vida


    12. Los sistemas se agotaban con mayor rapidez, pero por un tiempo limitado se podía usar a la vez la potencia para las armas, las defensas y la propulsión


    13. Llegaba un punto en todas las investigaciones de homicidio en el que se agotaban todas las pistas, todas las vías


    14. Aun así, la mayor parte de la leña seca caída y muchos árboles vivos, que tardarían más de una o dos estaciones en reponerse, se agotaban


    15. Mientras sus fuerzas se agotaban, la mirada del dragón se posó en una figura que se movía sin rumbo fijo en medio de los escombros


    16. En las tiendas se agotaban las botellas de champán barato, calles y terrazas llenas de gentes en busca del placer de estar juntos sin la gran sombra aplastante, pero en silencio, todavía la prudencia como virtud garantizadora de mediocres supervivencias, últimos resultados de la educación del terror


    1. Reinaba en Auschwitz un maldito parámetro de productividad según el cual podías seguir viviendo mientras fueras capaz de trabajar, y todo el mundo trabajaba sin descanso en Auschwitz; todos menos aquellos destinados para la experimentación, y dejabas de hacerlo cuando te agotabas


    1. agotado los horizontes que conquistar


    2. Por estas y otras razones que no estoy aquí para enumerar, he agotado todo mi dinero ganado con esfuerzo y me compró una vieja cabaña de pescadores situado en un pequeño muelle cerca de mi casa


    3. Estoy agotado pero feliz: me compré una botella y maloliente


    4. Quizá no se encontraron monedas porque no quedaban monedas; los albañiles habrían agotado un


    5. probado y agotado hasta lasheces


    6. Agotado el fuego de


    7. ningún caso por haber agotado su jurisdicción en al menos


    8. Pero Kernok que había agotado todos sus recursos oratorios, reemplazó eldiálogo por la pantomima y le puso bajo la nariz el cañón de su pistola


    9. ginebra, queno estaba agotado por completo


    10. El solemne Momaren cortó á tiempo este concierto de quejas, pues los querodeaban al versificador habían agotado ya todas sus palabras deindignación y no sabían qué añadir

    11. sofocante la habían agotado


    12. Esta manera de viajar hubiera agotado la paciencia de un hombre joven yrobusto:


    13. La señora de Osorio, hastiada de la vidaelegante, habiendo agotado todas las


    14. Cuando hubo agotado los superlativos del diccionario para pintar suamor, el sublime concejal quiso


    15. Al encontrarse en el dormitorio de los Pascuales, la sobrina deColetilla, que había agotado todas las fuerzas de su cuerpo y de suespíritu en aquella noche, se dejó caer en una silla y perdió elconocimiento


    16. Otros queya habían agotado sus cartuchos avanzaban cuchillo en mano


    17. Habían agotado sus voces


    18. Agotado todo lo que en elsalón había que enseñar al primo, le mostraron la


    19. navegación nopodía continuar por haberse agotado los odres del


    20. entiendas o en cajones de la plazuela, habíase agotado

    21. ciudad,sabiendo que en la posada se había agotado su crédito


    22. del 21 noventa y siete muertos y ciento cuarentaheridos: se habían agotado los recursos de la


    23. Repito, póngase en la situación más difícil, la situación en la que me vi yo, entonces y sólo entonces apreciará plenamente las penurias del esclavo fugitivo agotado por el trabajo y marcado por el látigo, y sabrá comprenderlas


    24. Stephan iba con una alegría que a las dos horas de tirarme en el tornado y de intentar no vomitar en la montaña rusa me tenía agotado


    25. La esclavitud había agotado la vitalidad de la civilización clásica


    26. [60] Los aztecas predijeron una época en la que "la Tierra se habrá cansado, cuando la semilla de la tierra se haya agotado"


    27. Estaba el cuerpo demasiado agotado por el alcance a incluso por la curación de la fiebre para permitir al espíritu una emoción violenta, y la alegría primaveral y universal que rodeaba a Armand transportaba sin querer su pensamiento hacia imágenes risueñas


    28. en el aliento agotado del supremo dolor


    29. Las reservas del torreón habían sido destruidas y las que conservaba en el invernadero sin duda se le habían agotado


    30. Agotado por la carrera, informó al guarda del motivo de la detención, con voz jadeante:

    31. El tribuno se dio cuenta de que estaba tan agotado como él


    32. Había regresado al campamento, agotado, pero al mismo tiempo satisfecho de sí


    33. El tío Ernest, por ejemplo, en un momento en que se sintió agotado, «se puso», como él mismo decía, «en el seguro», sacándose voluntariamente con la garlopa una espesa viruta de carne de la palma de la mano


    34. Más que enfermo, lo que debía estar era agotado, y aun siendo tan flaco como siempre fue, había adelgazado a tal extremo que parecía un empolvado esqueleto que alguien hubiera sacado de un armario y obligado a caminar moviéndolo con hilos como a las marionetas


    35. Tenía que… Oh, estoy demasiado agotado


    36. Y a estas alturas, tal vez el Todopoderoso está agotado por el incierto clima terrestre


    37. –Bueno -dijo el gigantón-; mis recursos de imaginación perversa se han agotado


    38. Apareció al pie de la cama, sin afeitar, sucio y agotado, y dejó el bolso junto a la pared


    39. Les interesaban cosas completamente distintas y, cuando se veían, se limitaban a hablar de los tiempos pasados y, agotado este tema, solía haber una pausa embarazosa


    40. Una vez que hubo agotado hasta la saciedad lo que ella había sentido, lo que dijo el médico y lo amable que había sido el señor Entwhistle, Poirot pasó a tratar del tema que le interesaba

    41. —¡Ah! — Poirot parecía haber agotado sus preguntas


    42. Le dolía la cabeza y todo su cuerpo estaba agotado


    43. Apenas vio el faro del puerto, el Corsario, que estaba agotado, entregó la barra a Morgan y se acercó a la joven


    44. Se hallaba tan agotado que casi le era imposible mantenerse en pie


    45. Agotado por tantos esfuerzos se dejó caer sobre él como un muerto, mientras los tiburones, furiosos por haberse dejado aquella presa que les parecía tan segura, se alejaban lanzando rugidos


    46. El hombre estuvo perdido en la cordillera durante dos semanas, y cuando ya los equípos de rescate habían abandonado la búsqueda y estaban a punto de declararlo muerto, apareció agotado y hambriento, pero intacto


    47. Agotado por los esfuerzos, Eragon colocó una mano sobre el cinturón de Beloth el Sabio, y se recargó con parte de la energía que había almacenado en los doce diamantes escondidos en el cinturón


    48. Roran estaba encantado de haberse librado de que le tocaran por sorteo las dos guardias previas al amanecer, pues en ellas no tenías ocasión de recuperar luego el sueño atrasado y te sentías agotado durante todo el día


    49. Cuando llegaron a tierra, se habían agotado las provisiones y los aldeanos estaban enfermos


    50. Podía detenerse por medio de la magia si era necesario, pero habría agotado sus reservas de energía













































    1. Muchas personas agotan buena parte de su vida en la preocupación obsesiva por las cosas


    2. para hacer frente a esta situación se agotan


    3. hacer, ymis fuerzas se agotan antes que la voluntad y el deber


    4. recurso que les queda a los hombres sinvoluntad cuando agotan


    5. Esos cuatro nombres no agotan el número de los candidatos; hay incluso quien fomenta el enredo no añadiendo un candidato más a la lista sino omitiendo el nombre del suyo: en 1988 Adolfo Suárez aseguró que sólo había dos personas que conocieran la identidad del militar, y que una de ellas era él


    6. Le encantan los niños, pero lo agotan


    7. Se suele afirmar que las cepas se agotan, pero en este caso parece lo contrario


    8. El odio y el amor agotan la mente, impiden los pensamientos claros


    9. Tiene una pluviosidad baja e impredecible, unos suelos que se agotan rápidamente y unas tasas de repoblación forestal muy bajas


    10. Este rápido abandono de las laderas de las colinas en la Antigüedad coincide con la experiencia maya moderna de que los campos de las colinas son poco fértiles y sus suelos se agotan con rapidez

    11. Por el contrario, explotaban el suelo y la vegetación de la forma que los mineros explotan el petróleo y los yacimientos de mineral, que solo se renuevan de un modo infinitamente lento y se extraen hasta que se agotan


    12. Lo susurros le agotan el aliento


    13. Los relojes, incluso los buenos, se agotan y acaban estropeándose


    14. Los fanáticos viven de emociones y pronto se agotan


    15. Estos viajes por el desierto agotan a cualquiera


    16. Por otra parte, aun cuando la hija de la Berma no hubiera tenido siempre obreros en casa, habría cansado de todos modos a su madre, como las fuerzas atractivas, feroces y ligeras de la juventud fatigan a la vejez, a la enfermedad, que se agotan en el empeño de seguirlas


    17. Algunas se agotan antes que otras


    18. Ocurre así porque, después de algunas generaciones de crianza selectiva, las variaciones genéticas disponibles se agotan, y tenemos que esperar que se produzcan nuevas mutaciones


    19. Sencillamente agotan el combustible -explicó Haller-


    20. Pero ni la distribución gratuita ni la publicidad ni la venta forzada agotan los ejemplares; entonces, a los que no tienen salida, Carvallo los hace acumular en un cuarto donde ingresa a diario el ordenanza con plumero y franela para limpiar sus lomos y rociarlos con antipolilla

    21. —Sí —concluía el padre—, los estudios agotan, acaban con cualquiera


    1. dividida entrela esperanza y el desaliento, agotando así su


    2. agotando los límites de la dignidad humana agrandada y de


    3. La resignación y la paciencia se fueron agotando


    4. El Khan trataba de concentrar sus ideas, escuchando con atención, a pesar de que el esfuerzo le estuviera agotando


    5. Llegado a este punto tío Joseph, a quien se le estaban agotando sus reservas de paciencia y educación, se asomó de nuevo a la habitación


    6. Se le estaba agotando la paciencia


    7. Nuestros recursos se están agotando, por culpa de la publicidad que dice que ustedes son la voz del equilibrio, mientras continúan su ciega carrera en pos de chips cada vez más pequeños y beneficios cada vez más grandes


    8. El tiempo se estaba agotando


    9. Como había menos partidas para buscar provisiones que bajasen allí, a causa del severo racionamiento obligado por las muchas latas de comida podrida que los cirujanos habían descubierto, y como cada vez bajaban menos hombres a buscar sacos de carbón, ya que los suministros de éste se iban agotando y se reducían las horas de calefacción en el buque, Irving se encontró solo en aquel espacio frígido


    10. Se le estaban agotando las preguntas

    11. Lo deseaba desesperadamente porque se les estaban agotando las opciones, y no quería que la última opción viable fuese sortear la valla de Camp Peary


    12. Eleanor seguía asintiendo educada, pero su paciencia se estaba agotando


    13. Cuando Larsen entró se estaba agotando el líquido de la transmisión


    14. —La larga paciencia de Matthew se estaba agotando después de los acontecimientos de la noche anterior y más todavía con un tan poco entusiasta recibimiento


    15. –Se me está agotando la paciencia


    16. Sin embargo, esos acuíferos se están agotando y en la mayor parte de las zonas costeras están dando entrada al agua de mar, lo cual ocasiona que el suelo de algunas ciudades se hunda a medida que los acuíferos se van vaciando


    17. Si todo el mundo explota el recurso de forma abusiva, se acabará agotando como consecuencia del exceso de capturas o de pastoreo y, por tanto, disminuirá, o incluso desaparecerá, y todos los consumidores sufrirán las consecuencias


    18. A lo largo y ancho de todo el mundo, los acuíferos subterráneos de agua dulce se están agotando a un ritmo superior al que se reponen de forma natural, de manera que en última instancia se verán mermados


    19. Aun cuando la población humana del Tercer Mundo no existiera, sería imposible que solo el Primer Mundo mantuviera su rumbo actual, ya que no se encuentra en situación estática, sino que está agotando tanto sus recursos como los que importa del Tercer Mundo


    20. Se le está agotando la paciencia

    21. A Ariana se le estaban agotando las opciones, y sólo quedaba salir a comprobar la antena de radar


    22. Debido a que la herencia se iba agotando, se vio obligado a entrar en un nuevo mundo


    23. Una correo de la Cofradía se revolvió en la puerta abierta de la sala de estrategia, una demostración de que su paciencia se estaba agotando


    24. Los fondos en divisas destinados a ese efecto, en New York, se van agotando también


    25. Los frenéticos esfuerzos por soltarse de sus ligaduras, mezclados con el fuerte aguardiente, acabaron agotando a Blanca, que se sumió en un pesado sopor


    26. El manto se alimentaba con la luz del sol, pero extraía energías de su propio cuerpo en una emergencia, y el proceso de curación acelerada estaba agotando esas energías


    27. A Paul se le estaba agotando la paciencia


    28. Bosch notó que estaba agotando la paciencia de Sheehan


    29. El calor y el esfuerzo de la carrera estaban agotando a Elric, en cuya cabeza se había formado una especie de plan en el mismo instante que había encontrado al Dios Ardiente


    30. Pero irlo agotando a bocaditos, kilómetro tras kilómetro, era maravilloso para una persona que sólo una vez había cruzado los lindes de Velathys

    31. En ella se especificaba que Alcalá Zamora había llevado a cabo dos disoluciones ordinarias de las Cortes, agotando sus poderes presidenciales, y se ordenaba que el 7 de abril se produjera un crucial debate acerca de si la disolución de 1936 había sido innecesaria y, por tanto, ilegal


    32. Sin embargo, la Ley y el Caos se están agotando


    33. Se le estaba agotando la paciencia—


    34. Noté que el maestro estaba a punto de darme por imposible, que su paciencia para conmigo y la comprensión de mi naturaleza, que en su día me habían calmado y me habían dado consuelo, se estaban agotando, al igual que se extinguía mi confianza en él


    35. –¡Juicioso es el hombre que le obedece! – exclamó Wilkie, al que se le estaban agotando las frases


    36. Eran en su mayor parte los viejos y los cansados, cuyas energías se habían ido agotando


    37. Se había enamorado de Denna, pero empezaba a comprender que el tiempo a su lado se estaba agotando


    38. Kleist estaba agotando su paciencia, y la pila de reliquias le traía malos recuerdos


    39. que, hasta el momento, Morvan se había limitado a jugar con él agotando sus


    40. La paciencia de César con los rebeldes nativos se estaba agotando

    41. La paciencia de Percival se estaba agotando


    42. El le contestó con paciencia, aunque se veía fácilmente que se le estaban agotando las reservas


    43. Las relaciones afectivas cuyo vínculo se instala exclusivamente sobre la base del deber y la obligación o cuando los deberes pesan mucho más que los derechos, se van agotando a sí mismas


    44. Los hidruros de boro cobraban cada vez más valor como detonantes para las micropilas protónicas que generaban potencia a bordo de las naves espaciales, y la magra provisión existente en la Tierra se estaba agotando


    45. La luz se iba agotando entre el arbolado, y no adelantaban


    46. El fuego se iba agotando


    47. Johan sintió que se le estaba agotando la paciencia


    48. Y el tiempo se estaba agotando


    49. A Eva se le estaban agotando las fuerzas, pero seguía corriendo, con las faldas revoloteando


    50. La cinta gira, agotando la bobina final y corriendo en silencio e inútil entre los cabezotes



    1. Pero acabó por agotar la


    2. tuve que agotar los ralos conocimientos que obraban en mi poder acerca de las luces y las


    3. Al caudillo revolucionario, cuando luego de ser engañado y traicionado, fue juzgado por los tribunales para ser condenado al patíbulo, se le inventaron crímenes que nunca cometió y se quiso agotar el innoble recurso de cubrir su nombre con la más repugnante de las infamias


    4. lograron agotar el tema


    5. agotar el todo; 2º


    6. principal, que era agotar todoslos medios capaces de levantar el


    7. Temblorosa ante aquella rápida sucesión de episodios, la cantante pasabadel temor á la esperanza y de éste á la desesperación con una rapidezcapaz de agotar todas las energías


    8. aguja,recubriendo una a una las telas, sin agotar los ovillos


    9. agotar todos los recursos paraaveriguar el paradero del barón


    10. agotar una redonda corambre, queen la Casa Consistorial les había brindado la munificencia

    11. 28 Así tambien Cristo fué ofrecido una vez para agotar los pecados demuchos; y la segunda vez sin pecado


    12. 28 así tambien Cristo es ofrecido una vez para agotar los pecados de muchos:


    13. Había conseguido agotar sus fuerzas, sembrar la división en su seno


    14. Temía que la noche fuera muy corta y la vida también para agotar ese vendaval


    15. Hablaban sin cesar, pasando de un asunto a otro, sin agotar ninguno, experimentando emociones diversas, siempre sorprendidas, siempre conmovidas, quitándose una a otra la palabra, refiriendo, ponderando, encareciendo, comentando, afirmando y negando


    16. ¡Y no temas poder agotar de nuevo los dones in­cesantes de Quien te ha creado!" Y al mismo tiempo inclinó todas las demás ánforas de alabastro, y vertió en la sala de porcelana el conte­nido


    17. La creación del pasado parece agotar nuestras energías creativas colectivas


    18. SE EMPIEZAN A AGOTAR LOSEPIGRAFES… Y TAMBIEN ESTE


    19. –¿Cuánto personal necesitarás en el laboratorio? Los sueldos demasiado elevados pueden agotar el capital


    20. Siempre ha ocurrido así, porque en una generación no es posible agotar todas las víctimas

    21. Esa noche, después de comprobar que la ventana de su dormitorio estaba cerrada, se alejó con la sagrada intención de buscar la foto de Joan y encerrarse en el baño a besarla hasta agotar sus besos


    22. Así, parte de la solución de Tokugawa al problema del agotamiento de recursos en el propio Japón fue preservar los recursos japoneses desencadenando el agotamiento de los recursos de otro lugar, exactamente igual que parte de la solución de Japón y otros países del Primer Mundo a los problemas de recursos actuales es agotar los recursos de otros lugares


    23. Por tanto la paz, la estabilidad política y la confianza bien fundada en su propio futuro animó a los shogun Tokugawa a planificar e invertir en el futuro a largo plazo de sus dominios: a diferencia de ellos, los reyes mayas y los presidentes haitianos y ruandeses no podían o no pueden esperar que sus hijos les sucedan o siquiera agotar el plazo para el que han sido designados en su cargo


    24. Después de agotar la segunda cajetilla de cigarrillos de la jornada, María se encontró sin fósforos


    25. A la hora del choque inicial y tras dos reemplazos en las líneas romanas donde unos legionarios sustituían a los otros, los africanos comprendieron que su lucha no tenía más finalidad que la de agotar al enemigo, pues seguía sin llegarles apoyo alguno de los veteranos de su retaguardia


    26. Agotar las posibilidades de detención de la maniobra enemiga en Gandesa, mediante la acción ofensiva en Levante y el Segre


    27. Se convirtió en su compañero ideal para agotar muchas noches, desagraviar en general su desgracia y aliviar en parte su roto corazón


    28. El año no había resultado ser un éxito para Catón, que se había visto obligado a aprender todavía otra lección más por el difícil camino: que agotar demasiado pronto la competencia que se tiene le deja a uno sin adversarios contra los cuales luchar y lucirse


    29. Tras agotar las restantes posibilidades, bajé a la tienda de regalos para comprar un libro


    30. Lo acosaremos, le impediremos que reúna víveres y lo obligaremos a agotar sus provisiones

    31. Tras agotar la cuestión de la mosca y el contenido de su vaso, el doctor Magrew se apoyó en el respaldo de su silla con expresión triunfante


    32. Pero no tenía la intención de agotar el plazo: pretendía estar preparado en cinco meses


    33. Ese intercambio de opiniones pareció agotar el tema y durante unos quince minutos el tenso silencio en el puente sólo fue perturbado por las órdenes quedas del comandante al timonel, mientras éste mantenía su barco dentro de la línea de las diez brazas del canal


    34. El camino de reunificación exigió sobre todo una gran dosis de paciencia, lo que llevaba a agotar el tiempo en conversaciones inacabables con vueltas y vueltas a los mismos hechos; pero calmaba el esfuerzo escuchar a hombres que habían visto rotas sus vidas en la juventud, recorrido un calvario de humillaciones y dificultades, que habían mantenido el "fuego sagrado" de las ideas del socialismo, y cuando se aproximaba el final del régimen de la dictadura, una generación mucho más joven dirigía la política del socialismo español


    35. Eagleton había jugado hasta el final, hasta agotar todas las letras de la bolsa, antes de dormirse


    36. «significara verdaderamente algo» (¿y quién no lo espera?), al mismo tiempo temía agotar, ya en la primera fase de su vida, las cartas que le quedaban


    37. Me quedé debajo del chorro hasta agotar toda el agua caliente


    38. Temiendo que podría agotar todo el aire de la habitación y luego asfixiarse lentamente


    39. De modo que es tan indefinido como un partido de críquet, en el que un buen bateador podría agotar hasta el mismísimo sol


    40. El esfuerzo mental de mantener tal conversación pareció agotar a Hrun

    41. Pasados tres días nos marchamos de la Buena Blanca, pues no queríamos agotar la hospitalidad que allí nos prodigaban


    42. Es una pasión que el tiempo se ha declarado incapaz de agotar


    43. Más a la derecha aún, veo a la Reina Madre lamiendo su plato hasta agotar la salsa que un sirviente le va echando a cucharones


    44. Caminamos, habiendo de sortear a veces a alguien con el culo en pompa que se introducía un rotulador de fosforito en el ano, o despropósito semejante, hasta agotar el primer lado del cuadrado


    45. Después de agotar los placeres sexuales, era normal que los individuos liberados de las obligaciones morales ordinarias se entregasen a los placeres, más intensos, de la crueldad; Sade había seguido una trayectoria análoga dos siglos antes


    46. Que en su afán de no escatimar esfuerzos para el mejor cumplimiento de la misión que la superioridad le ha encomendado y aun a riesgo de su salud física y de la estabilidad familiar, el suscrito decidió igualmente probar en su persona algunas de las recetas que la sabiduría y la lujuria popular loretanas proponen para el retorno o el refuerzo de la virilidad, vulgarmente llamadas, con perdón de la expresión, levantamuertos o, peor todavía, parapingas, y dice sólo algunas, porque en esta región de la Patria la preocupación por todo lo que se refiere al sexo es tan acuciosa y múltiple que hay, literalmente, millares de compuestos de este tipo, lo que hace imposible, aun con la mejor buena voluntad, que un individuo aislado pueda agotar la lista ni siquiera estando dispuesto a inmolar su vida en la experiencia


    47. —Guenhwyvar ya tendría que estar de regreso —gruñó el mago, a punto de agotar la paciencia


    48. De este modo se formaron esas inmensas capas de carbón que el consumo de todos los pueblos de la tierra no logrará agotar en muchos siglos


    49. Acción y efecto de agotar


    50. Agotar el caudal, las provisiones, el ingenio, la paciencia
















    1. Luego justamente me agoté


    2. ¡Y los tiburones! ¿Había tiburones en el Mediterráneo? ¡Claro que los había! Empecé a pegar patadas en todas direcciones, pero me agoté rápidamente y tuve que interrumpir mis esfuerzos


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    agotar in English

    overtire tax make heavy demands on strain exhaust tire out wear out expend work to death use consume use up deplete

    Synonyme für "agotar"

    vaciar terminar concluir empobrecer arruinar enflaquecer