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    Usa "sacudir" in una frase

    sacudir frasi di esempio

    sacude


    sacuden


    sacudido


    sacudiendo


    sacudimos


    sacudir


    sacudo


    sacudí


    sacudía


    sacudíamos


    sacudían


    1. sacude el mortal plazo distante,


    2. Dos hijaslloraban abrazadas en un rincón: la mayor, más valiente, le acariciabacon la mano los cabellos, o lo entretenía con frases zalameras, mientrasle preparaba una bebida; de pronto, desasiéndose bruscamente de lasmanos de doña Andrea, abrió don Manuel los brazos y los labios comobuscando aire; los cerró violentamente alrededor de la cabeza de doñaAndrea, a quien besó en la frente con un beso frenético; se irguió comosi quisiera levantarse, con los brazos al cielo; cayó sobre el respaldodel asiento, estremeciéndosele el cuerpo horrendamente, como cuando entormenta furiosa un barco arrebatado sacude la cadena que lo sujeta almuelle; se le llenó de sangre todo el rostro, como si en lo interior delcuerpo se le hubiese roto el vaso que la guarda y distribuye; y blanco,y sonriendo, con la mano casualmente caída sobre el mango de suguitarra, quedó muerto


    3. El viento sacude la reja del jardín, hace el ruido de un


    4. Juan aprieta los dientes, un estremecimiento sacude sus brazos


    5. sacude y la lluvia losazota


    6. quedice, se muerde los labios y sacude la cabeza con desesperación


    7. durante la cual el joven baja lavista hacia sus pantalones y los sacude un poco con el


    8. la profunda impresión de terror y queinvade el alma, la sacude,


    9. En esta vida tan sin emociones, el juego sacude los espíritus enervados,el licor


    10. mujer o el hijo, o el viejo, o elcompañero, sacude la trompa

    11. gente, a palos y latigazosse les sacude el polvo


    12. , sacude bien y estira


    13. como cae de los matorros cuando los sacude y zarandea elcierzo


    14. Diciendo esto la sacudía por las muñecas, como el huracán sacude altierno arbusto


    15. Sacude la cabeza y se ríe, frunciendo los labios en un silbido mudo


    16. sacude la mesa de operaciones


    17. Y se encogió de hombros como quien se sacude un recuerdo desagradable, uno de esos recuerdos molestos, antes de añadir:


    18. Sacude los dedos de una mano, se oprime la muñeca con la otra mano y dice:


    19. Al final la chica se despega de él, cruza los brazos sobre los pechos, estira las manos, sacude la cabeza en silencio


    20. se la sacude en el lomo

    21. [129] llega en aquel momento por la derecha el General Zabala con cuatro batallones, y sacude a los moros como les sacudió, la hazaña de Prim quizás no habría sido más que un heroísmo inútil, y con hablar de muerte gloriosa, ya estaba el asunto despachado


    22. —Todo esto es muy vago, por supuesto —añade mientras se sacude la pechera del chaleco—


    23. Lo sacude ahora un largo escalofrío, que se prolonga como un suspiro reprimido y silencioso


    24. Sacude la cabeza


    25. Aprieta los puños y los sacude de ira y frustración


    26. La mujer de más edad sacude la cabeza en un gesto de incredulidad y se quita el empapado pañuelo con la mano libre


    27. ¿Qué línea se refiere a ti, Ethan? – Se pone en pie y se sacude el polvo de los vaqueros


    28. El juez sacude la cabeza y sonríe


    29. En el silencio, el Viejo se sacude y murmura algo con una voz que parece un trueno surgido desde el centro de la tierra


    30. Tan sólo Hugo, siempre más inquieto que sus compañeros, ha devorado ya su almuerzo, y ahora se sacude las migajas mientras manosea un melocotón no muy maduro que ha cogido por juego, sin demasiada intención de comérselo

    31. La empleada levanta la vista y sacude la cabeza


    32. El inesperado retroceso lo sacude hasta los hombros, y tropieza sorprendido


    33. Finalmente -y puede que esté olvidando otras «coincidencias»- una «idea» (?) me sacude en los túneles del Serapeum:


    34. Saben lo que es la vida y tienen un adorable aire de cansancio (sacude la cabeza)


    35. Cómo no iba un médico a conocer la farmacia, y sin embargo mira a su alrededor, como si estuviera allí por primera vez y sacude la cabeza ante las colas de gente y los vendedores


    36. Allí enfrente no se producen cambios, allá 'sé" está tranquilo, por encima del tiempo; aquí en cambio cada instante sacude al oyente


    37. –Son los camiones que llevan a nuestros hermanos a las minas –dice, al tiempo que se retira el polvo de la cara y sacude la manta–


    38. Se incorpora, camina hacia el hombre y se inclina, lo agarra por los hombros, lo sacude


    39. Ella sacude la cabeza, se saca las manos de los bolsillos y se aparta el pelo de la cara


    40. Ya pronto será hora de que le deje Genoveva; pero espera todavía, escucha, inclinado sobre ella a través de su respiración ligera, el vago rumor de la ciudad que ya sacude su entumecimiento

    41. (Coge su sombrero -el de Lucky- mira en el interior, pasa la mano, lo sacude y se lo vuelve a poner


    42. Esta idea me sacude y recorre todo el cuerpo


    43. Luego sacude la cabeza en un gesto de remordimiento


    44. Se sacude el pelo para que los rizos le caigan entre los omoplatos y levanta las manos de manera que se unen sobre el cierre del sujetador


    45. —Marlena —dice mientras se vuelve hacia ella y sacude la cabeza tristemente


    46. Sus pasos describen un pequeño círculo en el centro de la pista y sacude los látigos en una sucesión de señales


    47. Parpadea con esas pestañas escandalosamente largas y suspira, una tremenda exhalación de aire que le sacude toda la trompa


    48. Las arcas reales sufren la penuria que sacude al reino y los reyes también tienen que comer -respondió con una sonrisa confidencial, dando a entender que no era solamente comida lo que la realeza precisaba


    49. —El tupido bigote de Walo Ögi se sacude de pura diversión—


    50. El inspector sacude la cabeza con resignación, llama a Abed y paga












































    1. tiranizados, una vez que sacuden elyugo, es adoptar el Gobierno más libre, como un chico


    2. ynudos como con una armadura, desafían á las borrascas y sacuden decuando en cuando sus penachos de


    3. losgolpecitos secos y reiterados que sacuden las patas unguladas del zorroo del perro


    4. Todos me miran, sacuden la cabeza y dicen que Akbar es un necio


    5. Al pie de los paredones verdes, grises, negros, cuyas cimas parecen diluirse entre brumas, los helechos sacuden el leve cierzo que los esmalta


    6. Adele era como uno de esos gorriones que, después de que la tormenta los deja empapados por haber permanecido posados en una rama, se sacuden batiendo las alas y quedan más secos que antes


    7. (Las tías agarran al abuelo y a la abuela y los sacuden contra


    8. De pronto los animales sacuden la cabeza, dan un gañido y salen corriendo por la puerta del templo tan rápido como sus patas se lo permiten


    9. Los calambres que habían empezado en sus intestinos ahora sacuden todo su cuerpo


    10. «Vamos, vamos -dijo el coronel sacudiendo toda aquella argumentación capciosa, como se sacuden las moscas-; hablemos claro y seamos prácticos sin miedo a la situación verdadera

    11. Aunque lo sabe a ciencia cierta, se incorpora no obstante, una y otra vez y mira tenso, por un instante, hacia la puerta; la boca abierta, los ojos dilatados y los mechones del cabello se sacuden sobre su frente húmeda


    12. De eso estoy segura y sin embargo me sacuden oleadas de miedo y me cierro el chal sobre los hombros


    13. Fisher y Sully se sacuden como pueden la impresión e intentan cruzar el espacio


    14. Pues bien, si en lugar de hacer girar la cuerda la sacuden de arriba abajo, generan ondas sinuosas que se desplazan a lo largo de la cuerda, de un lado a otro


    15. —Pero si las niñas la sacuden sin cesar, las ondas parecen dejar de moverse de un lado a otro


    16. Se arrodillaron sin ruido, y yo marqué el ritmo de sus movimientos de memoria primero la vacilación, cuando los camellos, echando la vista al suelo, palpan el piso buscando un lugar blando; luego el golpe sordo y el repentino suspiro entrecortado, mientras caen sobre sus rodillas delanteras, puesto que la partida viene de lejos y está cansada; a continuación el silbido que acompaña a la genuflexión, y el balanceo, mientras se sacuden de un lado a otro, empujando hacia delante con las rodillas para enterrarlas en el fresco subsuelo, debajo de los abrasadores guijarros, al tiempo que los jinetes, con rápido y suave palmeteo de su pies desnudos, como pájaros que picotearan el suelo, se dirigen o bien al cobertizo del café o a la tienda de Abdulla, según sea su negocio


    17. Está sola, pero detrás de la puerta oye el rítmico siseo de una plancha, de sábanas que se sacuden y luego se doblan


    18. Aprietan demasiado fuerte, sacuden la polla con un frenesí estúpido, puede que para imitar a las actrices de cine porno


    19. Era yo como el marinero que ve perfectamente el muelle adonde ha de amarrar su barca, cuando todavía la sacuden las olas; hacía intención de mirar la hora que era y levantarme, pero mi cuerpo veíase lanzado de nuevo a las oleadas del sueño; cosa difícil era el tomar tierra; y antes de incorporarme para ver el reloj y confrontar su hora con la que marcaba la riqueza de materiales de que disponían mis cansadas piernas, volvía a caer dos o tres veces en la almohada


    20. Las siente marchar tras él y adivina: no intentan mimar expresiones viriles, exhiben agresivamente su condición mujeril, yerguen el busto, quiebran las cinturas, tiemblan las nalgas y sacuden las largas cabelleras

    21. Gardener Hathaway, Station Chief de la CÍA en Argentina, es semillero de futuras revelaciones como las que hoy sacuden a la comunidad internacional, que no han de agotarse siquiera cuando se esclarezca el papel de esa agencia y de altos jefes del Ejército, encabezados por el general Menéndez, en la creación de la Logia Libertadores de América, que reemplazó a las 3 A hasta que su papel global fue asumido por esa Junta en nombre de las 3 Armas


    22. Estos hechos, que sacuden la conciencia del mundo civilizado, no son sin embargo los que mayores sufrimientos han traído al pueblo argentino ni las peores violaciones de los derechos humanos en que ustedes incurren


    23. Cada vez que el sueño ofusca mi discernimiento, me sacuden de pies a cabeza y me entregan a un oficial descansado y afanoso


    24. Por fin pueden compartir el triunfo de la caza y sacuden las patas y el hocico


    25. Benjamín se repite (porque lo sacuden ramalazos de inquietud) que goza el privilegio de haber descubierto una comunidad extraviada, una de las doce tribus perdidas, que su ambición de parecerse a Benjamín de Tudela se ha cumplido


    1. Introdujo en su bolsillo el pañuelo con que había sacudido de


    2. Parecía haber sacudido las ideas negras


    3. Con el pañuelo en losojos, el cuerpo sacudido por fuertes


    4. ojosenrojecidos, el cuerpo sacudido siempre por los sollozos


    5. sacudido de su inteligencia el polvo de las preocupaciones y habíaavanzado en el


    6. las expansiones violentas de su pecho, sacudido por unarespiración fuerte y ruidosa


    7. habían sacudido el yugo; que no se espantasen delos trabajos y


    8. Sacudido por el movimiento, Remi se


    9. Rodó hasta quedarse de espaldas, con el pecho agitado, los brazos en cruz y su vestido blanco hecho jirones, sacudido por el viento


    10. El aire las transformaba, de súbito, en luces de exterminio, en teas enfurecidas, para reunirlas luego en un haz de antorchas, en un solo tronco rojinegro que tenía fugaces esguinces de torso humano; pero pronto se rompía lo amasado y el ardiente cuerpo, sacudido de convulsiones amarillas, se enroscaba en zarza ardiente, hincada de chispas, sonora de bramidos, antes de estirarse hacia la ciudad, en mil latigazos zumbantes, como para castigo de una población impía

    11. , cuando cerró el libro en silencio, confrontado con su emoción y sus recuerdos para alzar después los ojos hacia la clase sumida en el estupor y el silencio, vio a Jacques en la primera fila que lo miraba fijo, la cara bañada en lágrimas, sacudido por sollozos interminables, que parecían no cesar nunca


    12. » Él había sacudido la cabeza con desaprobación: «Cuando se es joven, la prioridad debe residir en el estudio y el trabajo


    13. –¡Me han sacudido y no lo consiento!


    14. Le ofrecieron un vaso que vació con el cuerpo sacudido por febril temblor


    15. Este último se había librado de los esquíes y sacudido la nieve, y llevaba en la mano una gran libreta y un lápiz


    16. Se produjo la angustia de la escasez, el país estaba sacudido por oleadas de rumores contradictorios que alertaban a la población sobre los productos que iban a faltar y la gente compraba lo que hubiera, sin medida, para prevenir el futuro


    17. Apenas mis padres pisaron San Francisco se dieron cuenta de que algo muy grave nos había sacudido y no quedó más remedio que contarles la verdad


    18. Esto de la buena intención ha sacudido a Antonio Vega más que casi todo lo demás


    19. El hombre, siempre con el abrigo puesto, se había sentado en la litera, los brazos alrededor del pecho, el cuerpo sacudido por largos escalofríos


    20. Monsalud, sacudido por viva excitación nerviosa, se levantó del suelo en que yacía

    21. Envolviendo con ellas su esbelta figura, y bien amarradas a la cintura, después de haber sacudido la nieve que las Impregnaba, estas esteras le procuraron un extraño atavío, una especie de enagua tiesa, que dio al coronel D'Hubert un aspecto de impecable decencia, pero mucho más extravagante que antes


    22. Y entonces, con un tremendo gemido del metal, recomenzó el golpeteo del calamar, que se encontraba fuera; el habitáculo era sacudido por los tirones del animal


    23. Nada ha sacudido de tal manera a Estados Unidos, y al mundo entero, como ese desastre con testigos


    24. Estaba encogido en el suelo, sacudido por las arcadas


    25. Se puso de pie, con el cuerpo sacudido por la ira


    26. Los oficiales alemanes, por su parte, habrían sacudido la cabeza con extrañeza ante todo aquello


    27. Y, sacudido por uno de sus chispazos de genialidad, el teniente se precipitó sobre el teléfono, solicitando una conferencia


    28. Luego se vio sacudido por una tos fuerte y prolongada


    29. El letrero de la posada rechinó sacudido por el viento


    30. La tragedia, que había sacudido de manera muy especial a los judíos, movía a compasión, también, a los que no lo eran

    31. Cazador del Cuervo se dobló de dolor con el estómago sacudido por las náuseas


    32. Cuando uno permanece mucho tiempo solo, cuando pasan años y años sin que el diálogo vivificante y buceador lo estimule a llevar esa modesta civilización del alma que se llama lucidez hasta las zonas más intrincadas del instinto, hasta esas tierras realmente vírgenes, inexploradas, de los deseos, de los sentimientos, de las repulsiones, cuando esa soledad se convierte en rutina, uno va perdiendo inexorablemente la capacidad de sentirse sacudido, de sentirse vivir


    33. Pero viene Avellaneda y hace preguntas, y sobre las preguntas que me hace, yo me hago muchas más, y entonces sí, ahora sí, me siento vivo y sacudido


    34. Tras él, la figura tremenda del patriarca dispuesto a todo, inyectados los ojos, arremolinada la barba, sacudido el rojo manto por un vendaval siniestro, oprimiendo hacia abajo con la mano izquierda la nuca del hijo y alzando con el musculoso brazo derecho un alfanje a punto de degollar


    35. Los ojos fijos en la lumbre, Sarnita contaba y no acababa, hasta que Martín se acercó a decirle oye, ¿no ves que es un crío, un monaguillo? Pues por eso, porque aún es pequeño, ¿qué quieres que le diga, la verdad y toda la verdad y nada más que la verdad? ¿Que no son tan finas ni cariñosas, las putas, que se burlan de uno y no tienen vergüenza ni alma, que la chupan y la rechupan, que le pidió a Java que la diera gusto por el culo una y otra vez y que llorando le pasó la lengua desde las uñas de los pies hasta la punta de los cabellos, llorando como una pobre loca y como muriéndose de pena, llorando y chupándosela con desespero para retenerle, para no quedarse sola otra vez, perdiendo el mundo de vista de tal manera que él llegó a asustarse y se le quedó como un higo en la boca, y entonces ella abandonó el intento y acurrucada al borde del lecho fue resbalando hasta dejarse caer en la alfombra, entre los pies de los que iban a ser fusilados, botas y zapatos negros y las alpargatas del catalán con barretina, el sombrero de copa y la venda ensangrentada del joven caído, ella un fardo sacudido por los sollozos sobre la arena fría al amanecer, confundida con los maniatados en ringlera, como aguardando ella también la descarga del pelotón…? ¿Qué quieres, la asquerosa verdad, que es una viciosa perdida, una degenerada y que está podrida, venérea hasta las cejas, acostumbrada a todo por delante y por detrás, un pellejo lleno de pus que ya no encuentra clientes, que apenas tiene qué comer y que Java por lástima le compra cucuruchos de judías cocidas…? Y de qué te extrañas, tú también, pues qué te creías


    36. Los veteranos de Aníbal, una vez que los africanos que habían intentado penetrar en sus filas ya corrían por el campo alejándose del combate, cargaron sus escudos y emprendieron el avance como quien se pone a anclar después de haberse sacudido unas molestas moscas que lo importunaban


    37. –La linterna en el cañón del fusil estaba encendida y la he visto durante un instante a plena luz; es un animal monstruoso, una bestia salida de los mismísimos infiernos, es… -Fue sacudido por un estremecimiento convulso, tenía el rostro de color terroso, los ojos enrojecidos, la respiración entrecortada


    38. Sacudido por la escena, salió despacito de la casa y se sentó en el coche durante una hora, bebiendo hasta vaciar la botella


    39. Cayó la espada y arrancó de cuajo la cabeza de Cicerón, separándola del cuerpo con un corte limpio; del tronco empezó a manar sangre, y el cuerpo se tensó y fue sacudido por unas breves convulsiones mientras la cabeza caía sobre el camino enlodado y echaba a rodar un momento antes de detenerse por completo


    40. Miles se sintió satisfecho de haber sacudido a Venn lo suficiente para que, avergonzado en el grado justo, se pusiera en marcha sin ponerse a la defensiva

    41. Richard se levanta, empapado en sudor y sacudido por la tos de fumador


    42. –¡¡¡PAPl!!! – sacudido por los sollozos que le doblan en dos, Grayer se aferra al picaporte-


    43. Al parecer, aquel Ochaita, un hombretón corpulento y, conforme había demostrado, con cierta propensión a la violencia, había sacudido como un pelele a Trinidad, de complexión más bien delgada y menor estatura


    44. El enorme avión vibró de repente, sacudido por una explosión sorda


    45. De nuevo es el Diablo trabajando, tal como trabaja en la mente del eslavo que es sacudido por la mera idea de que una mujer se desvista en un espectáculo picaresco


    46. cielo se incendió en llamas y el gran silbido del aire sacudido movió la piedra bajo sus pies, El Jet Ranger se dio vuelta, un brillante ramillete de llamas, la máquina lanzó su grito de muerte, se precipitó por el borde del precipicio y se sumergió, ardiendo ferozmente, en el oscuro vacío sobre el que se erguía Peter


    47. David se sintió sacudido por un profundo recuerdo ancestral y tuvo conciencia de un gran vacío en su alma, que deseaba ser llenado


    48. A la segunda cuenta de la noche, cuando el preso vuelve a entrar por la puerta del campo, se siente más sacudido por el viento, helado y hambriento, que en todo el resto del día, y el cucharón de sopa de coles ardientes y acuosa no es para él sino una gota de agua sobre una piedra al rojo: absorbida en un segundo


    49. No había sacudido Julián el estupor profundo en que le sumió la aventura de la catedral, cuando una mañana le mandó llamar el rector del seminario


    50. –Sí -dijo Ben, con el estómago sacudido por los sollozos-








































    1. Fortunata quisosobreponerse a aquel suplicio, y sacudiendo la despeinada cabeza, comopara alejar y espantar una convicción que quería penetrar en ella, ledijo:


    2. El viejo abogado hacía muecas sacudiendo á un lado yotro la cabeza en señal de descontento y pasándose lamano por la calva; despues en tono de protectora compasion dijo:


    3. sacudiendo los andadores,soltaban el pecho y la papilla y se


    4. Estava de los árbores las frutas sacudiendo,


    5. sacudiendo de cuando en cuando las orejas, pensandoque aún no había cesado la borrasca de las


    6. por las puertas y balconesdel oriente iba descubriendo la hermosura de su rostro, sacudiendo de


    7. Entonces, sacudiendo el sopor


    8. sacudiendo su capa, que estaba empapadapor la lluvia


    9. Cuando la pasion se presenta en toda su deformidady violencia, sacudiendo brutalmente el


    10. sacudiendo el entumecimiento del invierno, salían enbusca de

    11. del capital, y sacudiendo suensimismamiento, rompió en un


    12. Lancémehacia allá, sacudiendo con los talones los ijares del


    13. sacudiendo sus piernitas


    14. Soltó el arma, sacudiendo los dedos, golpeó


    15. Un largo rato pasó exhalando amargas quejas, llamando en todos los tonos y sacudiendo la


    16. sacudiendo sus cabezas, como con desaprobación


    17. el portalón sacudiendo su capa de aguay relampagueándola los


    18. comodidades que tieneen su casa y el mismo lujo … mayor lujo—añadió sacudiendo la cabezacon


    19. parte más gruesa, hizo un gestoespantoso y arrojó la fruta al corredor, sacudiendo los


    20. con los brazos arremangados,cocinando, sacudiendo el polvo, repasando la escasa

    21. alrededor de la bestia;apaleando las malezas, sacudiendo los


    22. Y luego, sacudiendo la cabeza, y extendiendo los brazos hacia el techo,había añadido en voz


    23. —¡Locuras, señor, locuras!—rugió el Provisor sacudiendo la cabeza


    24. lospájaros sacudiendo el rocío del amanecer


    25. dejando escapar frases deconmiseración y sacudiendo la cabeza


    26. 51 Ellos entónces sacudiendo en ellos el polvo de sus piés, se vinieron áIconio


    27. 5 Mas él, sacudiendo la víbora en el fuego, ningun mal padeció


    28. 51 Ellos entonces sacudiendo en ellos el polvo de sus piés, se vinieron áIconio


    29. Sacudiendo los rizos que quedaron atrapados en la capucha, Julianne cruzó la


    30. Después me miró a mí, y sacudiendo apenas la cabeza en dirección de Gómez, me dijo:

    31. Desde el primer momento el pícaro sin escrúpulos interpreta con aplomo el papel del aristócrata de izquierdas, y todo cuanto ve o experimenta en la cárcel parece ayudarle en su interpretación, sacudiendo su conciencia: el mismo día de su llegada lee en las paredes de su celda los mensajes póstumos de los partisanos fusilados; los prisioneros se ponen a sus órdenes y lo tratan con el respeto que merece quien personifica para ellos la promesa de una Italia en libertad, le preguntan por parientes y amigos que lucharon en unidades bajo su mando, bromean sobre el destino desdichado que les aguarda, le ruegan sin palabras que les infunda ánimos; uno de los presos que frecuenta Bardone se suicida antes que convertirse en delator; para afincarle en su papel de De la Rovere, más tarde los alemanes torturan al propio Bardone, lo que a punto está de encender un motín entre sus compañeros de cautiverio; más tarde todavía Bardone recibe una carta de la condesa De la Rovere en la que la mujer del general intenta confortar a su marido asegurándole que sus hijos y ella se encuentran bien y sólo piensan en ser dignos de su coraje y su patriotismo


    32. Comieron algo en silencio, y luego Vocula, sacudiendo la cabeza con expresión de perplejidad, observó:


    33. —Desde luego —dijo sacudiendo la cabeza con aire pensativo—, si el río hubiese estado mejor patrullado tal vez no hubieran podido desplazarse hacia esa parte, no al menos esa cantidad de bárbaros


    34. Cuando un buñuelo estaba a punto, es decir, dorado por los bordes y con la masa sumamente fina en el centro, a la vez translúcida y crujiente (como una patata frita transparente), deslizaba la espumadera por debajo y lo sacaba rápidamente del aceite, lo escurría después sobre el barreño, sacudiendo tres o cuatro veces la espumadera, y lo colocaba en un escaparate protegido por un vidrio, con estantes perforados en los que se alineaban, de un lado los buñuelos de miel en forma de bastoncillos, y del otro, chatos y redondos, los buñuelos al aceite


    35. Antes de recobrar el control sobre sí, estaba sacudiendo a Paulina, sin saber si era el pánico o la exaltación lo que la había hecho correr


    36. -Pero este caballo -me contestó, sacudiendo las riendas para que le mirase- estaría más muerto que un cochinillo asado antes de la mitad del camino


    37. -¡Eso es un amigo! -dijo mister Peggotty sacudiendo su pipa—


    38. -Muy abatida -dijo míster Micawber sacudiendo la cabeza-, es la reacción


    39. No había visto nunca su boca tan abierta ni las arrugas de sus mejillas tan profundas como en el momento en que expuso aquel principio sacudiendo la cabeza y retorciéndose con modestia


    40. -¡Oh, no! —dijo sacudiendo sus bucles- Al contrario, sus alabanzas no terminaban y tiene tanto en cuenta tu opinión, que yo casi la temía

    41. -Micawber -dijo mistress Micawber, sacudiendo la cabeza-, nunca les has comprendido, y ellos nunca lo han comprendido a ti


    42. Le pongo el pulgar encima y la voy sacudiendo


    43. Solamente Grecia, sacudiendo el yugo de Turquía, principiaba entonces la guerra de la independencia


    44. Miró al cielo para ver si aún se notaba el resplandor rojizo y observó que se iba extinguiendo; después desapareció por un momento su rostro bajo el manto, al inclinar la cabeza sobre [310] el pecho; luego la levantó sacudiendo atrás el manto y descubriendo la cabellera y el cuello


    45. Y el príncipe, siempre sacudiendo los guantes, entró alegremente en el salón para dar la bienvenida a sus huéspedes


    46. Ahora Leon está de pie, con las manos en jarras, sacudiendo la cabeza, y Martin se tumba en el suelo alzando la vista hacia la cámara y me ve y se levanta y se me acerca, dejando la pistola en el suelo, y Leon la agarra y la huele y aquí básicamente no hay nadie


    47. El detective tomó asiento y con el ceño fruncido fue sacudiendo el polvo de sus pantalones


    48. -¡Hermano, ya es hora! -dijo el pastor sacudiendo a al fregatario


    49. -¿Estabas tú también entre los que iban a cazarme? El soldado no respondió; luego, sacudiendo la cabeza, dijo:


    50. Yáñez lo miró largamente en silencio, y luego se puso a pasear por el puente, sacudiendo a intervalos la cabeza














































    1. Nos sacudimos el límite fundamental de nuestros cascarones antes de expandirnos por el mundo, y luego por el Universo


    1. —¡Los justos y los dignos deben sufrir para que susideas se conozcan y se estiendan! Hay que sacudir ó romper losvasos para derramar su perfume, ¡hay que herir la piedra para quesalte la luz! ¡Hay algo providencial en las persecuciones de lostiranos, señor Simoun!


    2. sacudir la coz delasno contra el león que juzga moribundo


    3. voluntarioso y propenso a sacudir el cascarón de la niñez, arrastrando por el polvo de la


    4. en sacudir con el junquillo lospantalones, haciendo saltar nubecillas de polvo, apenas


    5. que agitaba la cabeza en todasdirecciones como para sacudir la sangre


    6. Para sacudir del cuello el intolerable yugo que los oprimia, urdieronlos judíos una


    7. violencia de las armas,guardando siempre en sus corazones el deseo de sacudir el


    8. y ésteaceptó la invitación porque, con el fin de sacudir su


    9. Sería cosa de ver que sin sacudir el polvo del camino(esto pensaba él) le acogieran con aplauso en el


    10. atención? Algún emisario de Berbería que les provocaba a sacudir elyugo de los

    11. cama, sondar los colchonesy el somier, sacudir los muebles


    12. todas maneras había de descomponerla él, sacudir las almohadasy poner el embozo a su gusto


    13. Pero, ¿dónde están losbrahmanes que quieran sublevarse y sacudir el


    14. la malquerencia de los sectariosde Brahma que no han sabido sacudir el yugo extraño


    15. leuniesen para contribuir á la defensa comun, sacudir el mal gobierno y laopresion en que los habian


    16. espejillo lospreciosos dijes, complaciéndose en sacudir la cabeza a fin de quefulgurasen los


    17. italiano que han combatido con denuedo, cada uno en su casa, para sacudir el yugo y conquistar la


    18. la cabeza arqueó la espalda, tratando de sacudir el sueño de sus articulaciones


    19. sacudir el yugo de los mandamientos


    20. Un escalofrío parecía sacudir el cuerpo del sacerdote

    21. Valerio se limitó a sacudir la cabeza


    22. De vez en cuando abría el armario para sacudir los vestidos y no resistía la tentación de despojarse de sus ropajes oscuros y probarse a escondidas los trajes bordados de pedrerías, las estolas de piel, los zapatos de raso y los guantes de cabritilla


    23. Obligó a su hija a secundarla en la tarea de contratar nuevos sirvientes, abrir los postigos, quitar las sábanas que cubrían los muebles, las fundas de las lámparas, los candados de las puertas, sacudir el polvo y dejar entrar la luz y el aire


    24. La ocasión sirvió para sacudir el polvo al zocucho y espantar los bichos y pajarracos a escobazos


    25. El ligero viento que soplaba en aquellos momentos bastaba para sacudir una persiana que no se comprendía cómo era posible que todavía aguantara sin caer


    26. Floyd observó con satisfacción que la tubería se estaba empezando a sacudir, mientras el fluido ingresaba en ella con violencia


    27. Entonces el gallo empezó a chillar, a sacudir las alas y a hacernos señas con el pico, pero no entendíamos su lenguaje, y como no podíamos comprenderle, lanzó un grito tan terrible, que nos pareció que el palacio se nos venía encima


    28. Monsalud participando de la general curiosidad, trató de sacudir el pesado sopor que embargaba sus sentidos


    29. Antes de que el herido despertara, Lucila se levantó diligente, y puso mano en la limpieza y arreglo de la vivienda mísera: a bien poco se reducía su trabajo; pero se daba el gusto de variar el sitio de algunas cosas y de sacudir el polvo de las prendas de vestir


    30. Debemos quebrantar alguna vez la rígida observancia social, y sacudir el ánimo para que caigan de él las murrias que lo devoran

    31. En la soledad de mi casa, suspendidas ya las caminatas campestres, el buen Segis trataba de sacudir mi pereza mental refiriéndome pormenores de la maquinación sediciosa


    32. Según las instrucciones impresas en el largo tubo, había que romper el sello y sacudir el aparato antes de ponérselo


    33. ¿Qué opinan ellos? ¿Las enfermedades como el Ébola esperarán hasta que se pongan de acuerdo con respecto al presupuesto? – Volvió a sacudir la cabeza


    34. Connor escribió durante un momento y luego empezó a sacudir el bolígrafo con irritación


    35. Después de sacudir la cabeza para apartarse el grueso y enmarañado pelo de los ojos, Kelemvor examinó la celda


    36. Cuando Billy se marchó, las muías casi no podían avanzar debido al peso, pero el muchacho desplegó una amplia sonrisa al sacudir las riendas y desapareció en la oscuridad de la noche


    37. Estiró el cuello, en un esfuerzo por sacudir la modorra


    38. El profesor Taltomar se tomó su tiempo para sacarse el cigarrillo de los labios y sacudir una ceniza imaginaria


    39. Cualquiera con categoría y dinero suficientes para convertirse en emperador podía tratar de sacudir del olivo a la nueva dinastía


    40. Así que en vez de sacudir la cabeza, la alzó un poquito

    41. Cuando la comprensión desaparecía, el aire se escapaba de sus pulmones de repente y ella tenía que parpadear, sacudir la cabeza -una vez se mordió accidentalmente la lengua- antes de estar nuevamente en libertad de comprender


    42. Cuando hablaba tranquilo, le entendía casi todo, pero ésos eran momentos excepcionales la mayoría de las veces las palabras manaban a borbotones de su boca y parecía sacudir la cabeza de placer cuando esto ocurría


    43. Siempre de repente el puño golpeando la puerta de la criada, el dictado del pedido, bajar a la cocina, sacudir al mozo de cocina que duerme, poner el pedido en el suelo ante la puerta de la criada, donde lo recogía uno de los sirvientes, qué triste era todo eso


    44. Helen se limitó a sacudir la cabeza y mirar por la ventanilla mientras el automóvil salía a toda velocidad del aeropuerto y tomaba en dirección al sudeste, hacia Moscú


    45. Tuvo que sacudir la cabeza


    46. Para defenderse de las acusaciones que han empezado a sacudir la prensa norteamericana, los militares presentan de forma habitual en los periódicos artículos que comparan las antenas de HAARP con otros calentadores ionosféricos que hay en otras partes del mundo, como las de Arecibo en Puerto Rico o el EISCAT de Noruega, pero no engañan ya a nadie


    47. «Hasta tuvo el cuidado de sacudir con la mano la tierra que le quedó en las tripas», me dijo mi tía Wene


    48. Sacudir el respaldo de la silla


    49. —Por la mañana, cuando todavía están aletargados por el frío de la noche, y permanecen inmóviles sobre las hojas, hay que sacudir los árboles en los que están, agitar las ramas con un palo, y recogerlos con una tela


    50. El maestre Luwin aconsejó a Robb que permaneciera en Invernalia, y Bran también se lo suplicó, por su seguridad y por el bien de Rickon, pero su hermano se limitó a sacudir la cabeza con testarudez











































    1. Me paseo en la parte posterior, sacudo la cabeza y, finalmente, la sequía comienza a disminuir, hacer los primeros intentos de hablar y escuchar mi voz cambió por completo; ahora es cálido, tranquilo, casi desde el más allá, y lo mismo para formular cualquier palabra me da una sensación de placer por todo el cuerpo; por último, trato de hablar de golpear las notas altas, pero trato de pronunciar ninguna palabra sale como un silbido de mi boca, como un silbido de alta frecuencia: yo lo hice, y ahora estoy en condiciones de emitir ultrasonidos y hablar con los peces


    2. risa en los labiosmi botarga y siempre alegre sacudo mis cascabeles, y sipudiera


    3. En vez de emprender el camino de vuelta, me sacudo lo mejor posible la arena de la ropa y de la cara, pongo la mano en el pomo de la puerta y entro


    4. Una vez en pie, las sacudo y las abro y las cierro varias veces para que recuperen la sensibilidad


    5. Sacudo la cabeza mientras la luz se alza sobre mí y desaparecen mis recuerdos de niño


    6. Me libro de Arkarian, doy un paso hacia atrás y sacudo los brazos para que recuperen la circulación


    7. Sacudo cuidadosamente la ceniza de mi cigarrillo


    8. Me sacudo la sensación con un estremecimiento


    1. sacudí bien desde el primer momento


    2. Lo sacudí con brutalidad y despertó en el acto


    3. Sacudí la cabeza mientras recogía los libros para el resto de la tarde


    4. Sacudí la cabeza con admiración


    5. Lo sacudí del brazo, y le dije: «Hay que apearse ya


    6. ¿Era impresión mía o la niña estaba más delgada? Sacudí la cabeza para deshacerme de la ilusión óptica: la ropa china engañaba mucho


    7. – Sacudí la cabeza


    8. Agarré el picaporte y sacudí las puertas presa de la frustración


    9. Sacudí la cabeza con energía, pero Lilly se limitó a decir entre dos estornudos:


    10. Un cosquilleo recorrió mi pie con tanta insistencia que levanté la pierna y la sacudí pese a que sabía que no era probable que en esas áridas honduras morara ser alguno

    11. Me puse en pie y me sacudí las migas de la túnica


    12. Sacudí la cabeza y me reí suavemente


    13. Pero sacudí la cabeza


    14. Por un instante resultó tentador, pero al coger nuestros billetes miré a Julia y sacudí la cabeza: no podíamos arriesgarnos a que nos atraparan en el interior del vagón, lo cual sin duda ocurriría si por cada una de las dos puertas entraba un policía


    15. Sacudí la cabeza bruscamente, alejando los ojos de la cosa


    16. Cuando sacudí la cabeza, suspiró y luego soltó un par de imprecaciones en francés


    17. Sacudí las ramas bajas de un sauce y el rocío me mojó la cara y los hombros


    18. Sacudí la cabeza


    19. Sacudí la cabeza, pero había en ello más obstinación que sinceridad


    20. Sacudí la cabeza, le di las gracias de nuevo y salí

    21. Le sacudí suavemente y al despertar le hice un signo de silencio


    22. Sacudí la cabeza, desconcertado


    23. Sacudí la cabeza para alejar de mí tales recuerdos y fijé la mirada en el vacío tablero de ajedrez


    24. Sacudí la cabeza en silencio, disgustado


    25. Sacudí la cabeza, en señal de desaprobación


    26. ¿De dónde podía venir? Sacudí la cabeza y me golpeé las orejas con las manos ateridas, convencido de que se trataba de una alucinación


    27. Cuando la sacudí, no hizo el menor ruido


    28. Sacudí la cabeza, yo quería darle las gracias, pero en vez de eso le dije, "Era Beck, en el teléfono


    29. ¿De dónde sacaban los vampiros el dinero para comprarse esos coches? Sacudí la cabeza y cubrí los escalones del porche hasta entrar en la casa


    30. Sacudí los restos de hielo que quedaban en mi vaso mientras pensaba en algo que decir

    31. Lo sacudí un poco para que pudiera oír el ruido de las monedas en su interior


    32. Me sacudí el agua de las manos mientras dirigía unas palabras a los hombres, quienes volvieron su tímida mirada hacia mí


    33. Lo llamé, lo sacudí ligeramente, pero no hubo respuesta


    34. Me levanté, me sacudí el polvo de las rodillas y abrí la puerta hacia dentro con un floreo


    35. Sacudí la cabeza y me alegré de que el maer me hubiera brindado la ocasión para introducir el tema que a mí me interesaba:


    36. Dejé el cubo en el suelo, lo agarré por los hombros y lo sacudí


    37. Le sacudí una patada en el trasero y se sentó más tieso que un palo


    38. Con ella compartí secretos, aprendí otro oficio y me sacudí la depresión que me mantuvo paralizada por mucho tiempo


    39. ¡Demonios! Sacudí aquella distracción


    40. Sacudí la cabeza, y era Deborah, por supuesto, pero no podía parar el cuchillo

    41. Lo sacudí dos veces en el aire


    42. Sacudí la faltriquera y su contenido se esparció ante nosotros


    43. Nadie ha tocado nunca un timbre tan terrible: no me refiero al sonido que produjo sino a la presión en sí, al tacto del botón contra mi dedo, o de mi dedo contra el botón, nadie ha sentido nunca lo mismo que yo; aunque mi sensación fue lógica, ya que físicamente sería imposible tocar el timbre sin el hueso, quiero decir que sin el hueso nuestro dedo se torcería sobre el botón como un tubo de goma, o se aplastaría ridículamente, o se introduciría en sí mismo como un guante vacío, así que hasta cierto punto resulta lógico suponer que el timbre suena con el hueso, que es mi esqueleto el que llama a la puerta, pero nadie ha sentido nunca tal cosa, y me produjo pena y sorpresa comprobar que hasta aquel momento crucial yo ignoraba lo que realmente somos y que el conocimiento puede producirse así, de improviso, mientras el zumbido eléctrico molesta el oído todavía, que se me haya revelado en ese instante doméstico, que cuando Galia abrió la puerta yo ya fuera otro, que el sonido de su timbre me despertara de un sueño de ignorancia para sumirme en la vigilia de un mundo que, por desagradable que fuera, era más cierto, porque si mi dedo había hecho sonar el timbre era debido a que llevaba hueso en su interior; lo había percibido de repente: mi dedo era un dedo con hueso y su utilidad radicaba en el hueso, al palparlo noté la dureza debajo, tras impensables láminas de músculo, y la realidad de aquella presencia me dejó asombrado, estuporoso, con un estupor y un asombro no demasiado intensos pero permanentes: oh Dios mío tengo un hueso debajo, mi dedo no es un dedo, es un hueso articulado y protegido contra el desgaste: la idea me vino así, con una lógica tan aplastante que no me sorprendió en sí misma sino su ausencia hasta ese timbre; no había una idea extraña e increíble, había una extraña e increíble omisión de la idea en todo el mundo, justo hasta el histórico momento en que llamé a la puerta del piso de Galia, pero Galia estaba en el umbral con su bata azul celeste y su cabello ondulado como por rulos invisibles, y me contemplaba sorprendida; y es que es una mujer muy perspicaz: apenas me entretuve un instante demasiado largo entre su saludo y mi entrada, y ya me había preguntado qué me ocurría: yo me frotaba el índice de mi descubrimiento contra el pulgar, incapaz de creer aún que lo obvio podía estar tan oculto, casi temeroso de creerlo, y opté por disimular esperando tener más tiempo para razonar, así que entré, le di un beso, me quité el abrigo húmedo y la bufanda y saludé al pasar a César, que ladraba incesante en el patio de la cocina: Galia me dijo qué tal y yo le dije muy bien, y le devolví estúpidamente la pregunta y ella me respondió igual, y de repente me pareció absurdo este diálogo especular de respuestas consabidas, o quizá era que la revelación me había estropeado la rutina, véase si no otro ejemplo: mantuve tieso el culpable dedo índice mientras entraba, y ni siquiera lo utilicé para quitarme el abrigo, como si una herida repentina me impidiera usarlo, y es que desde que había comprobado que ocultaba un hueso lo miraba con cierta aprensión, como se miran los fetiches o los amuletos mágicos; pero hice lo que suelo hacer: me senté en uno de los dos grandes sofás de respaldo recto, estiré las piernas, saqué un cigarrillo —con los dedos pulgar y medio— y dije que sí casi al mismo instante que Galia me preguntaba si quería café, incluso antes de saber si realmente tenía ganas de café, ya que la tradición es que acepte, y Galia, tan maternal, necesita que yo acepte todo lo que me da y rechace todo lo que no puede darme; tomar el café en la salita, mientras termino el cigarrillo y justo antes de pasar al dormitorio, se ha vuelto, a la larga, el rato más excitante para ambos; charlamos de lo acontecido durante la semana, Galia me pregunta siempre por Ameli y Héctor Luis, se muestra interesada en mis problemas y apenas me habla de los suyos, pero el diálogo es una excusa para que ella me inspeccione, me palpe, capte cosas en mi mirada, en mi forma de vestir, en mis gestos, pues Galia, a diferencia de Alejandra, es una mujer afectuosa, impulsiva y, como ya he dicho, perspicaz, y la conversación no le interesa tanto como ese otro lenguaje inaudible de la apariencia, así que es muy natural que la interrumpa para decirme: estás cansado, ¿verdad?, o bien: hoy no tenías muchas ganas de venir, ¿no es cierto? o bien: cuéntame lo que te ha pasado, vamos, has discutido con Alejandra, ¿me equivoco?, así estemos hablando del tiempo que hace, los estudios de Héctor Luis o lo que sea, da igual, su mirada me envuelve y nota las diferencias; por lo tanto, no fue extraño que esa tarde me dijera, de repente: te encuentro raro, Héctor, y yo, con simulada ingenuidad: ¿sí?, y ella, confundida, aventura la idea de que pueda tratarse de Alejandra o de la niña: no, no es Alejandra, le digo, tampoco es Ameli; Alejandra sigue sin saber nada de lo nuestro, tranquila, y en cuanto a Ameli, ya la dejo por imposible, pero ella concluye que tengo una cara muy curiosa este jueves y yo la consuelo a medias diciéndole que estoy cansado, y ella insiste: pero no es cara de estar cansado sino preocupado, y yo: pues lo cierto es que no me pasa nada, Gali, porque cómo decirle que estoy pensando inevitablemente en el hueso de mi dedo índice, cómo decirle que de repente me he descubierto un hueso al llamar al timbre de su casa: ¿acaso no iba a sentirse un poco dolida?, ¿acaso no pensaría que era una forma como cualquier otra de decirle que ya estaba harto de visitarla cada semana, todos los jueves, desde hace años?, sonaba mal eso de: acabo de darme cuenta, Gali, justo al llamar al timbre de tu puerta, de que tengo un hueso en el dedo, de que mi dedo índice son tres huesos camuflados, para acto seguido decir: bueno, Gali, no pensemos más en que mi dedo índice son tres huesos, ¿no?, y vamos a la cama, que se hace tarde; sonaba mal, sobre todo porque con Galia, igual que con Alejandra, tenía que andar de puntillas: nuestra relación se había prolongado tanto que, a su modo, también era rutinaria, a pesar de que ella seguía llamándola «una locura»; curiosamente, Galia es viuda y libre y yo estoy casado y tengo dos hijos, pero ella sigue diciendo que lo nuestro es «una locura» y yo pienso cada vez más en una aburrida traición, un engaño cuya monótona supervivencia lo ha despojado incluso del interés perverso de todo engaño dejando solo los inconvenientes: jamás podría hablarle a Alejandra de Galia, ahora ya no, y jamás podría terminar con Galia, ahora ya no, cada relación se había instalado en su propia rutina y ya ni siquiera podía soñar con escaparme de ésta, porque se suponía que cada una servía precisamente para huir de la rutina de la otra: mi deber era cuidar de ambas, conocer a Galia y a Alejandra, saber qué les gustaba oír y qué no, lo cual, naturalmente, era difícil, y por eso mi propia rutina consistía en callarme frente a las dos; pero en momentos así callarme también era un esfuerzo, porque si me notaba incluso la división entre los huesos, si podía imaginármelos al tacto, sentirlos allí como un dolor o una comezón repentina, ¿cómo podía evitar pensar en eso?; y ni siquiera era mi dedo lo que me molestaba, ya dije, sino mi error al no darme cuenta hasta ahora: esa ceguera era lo que jodía un poco, perdonando la expresión; porque hubiera sido como si me creyera que el arlequín de la fiesta de disfraces no esconde a nadie debajo, cuando es bien cierto que ese alguien bajo el arlequín es quien le otorga forma a este último, que no podría existir sin el primero: sería tan solo puros leotardos a rombos blancos y negros, bicornio de cascabeles, zapatillas en punta y antifaz, pero no el arlequín, y de igual manera, ¿qué error me llevó a creer hasta esa misma tarde que mi dedo índice era un dedo?; si lo analizamos con frialdad, un dedo es un disfraz, ¿no?, una piel elegante que oculta el cuerpo de un hueso, o de tres huesos si nos atenemos a lo exacto, y a poco que lo meditemos, una vez llegados a este punto y pinchado en el hueso, valga la expresión, ya no se puede retroceder y razonar al revés: decir, por ejemplo, que el hueso es simplemente la parte interna de un dedo: sería como llegar a ver el alma: ¿acaso pensaríamos en el cuerpo con el mismo interés que antes?; pero mientras hablaba con Galia y la tranquilizaba estaba razonando lo siguiente: que este descubrimiento conlleva sus problemas, porque es un hallazgo delator, como atrapar a un miembro de la banda y lograr que revele la guarida de los demás: si mi dedo índice derecho, el dedo del timbre, lleva huesos ocultos, la conclusión más sencilla se extiende como un contagio a los otros cuatro de esa misma mano y, ¿por qué no?, a los cinco de la otra: tengo un total de diez huesos entre las dos manos, tirando por lo bajo, cinco huesos en cada una, y lo peor de todo es que se mueven: porque hay que pensar en esto para horrorizarse del todo: ¿alguna vez vieron moverse solos a diez huesos?, pues ocurre todos los días frente a ustedes, en el extremo final de los brazos: hagan esto, alcen una mano como hice yo aprovechando que Galia se acicalaba en el cuarto de baño (porque Galia se acicala antes y después de nuestro encuentro amoroso), alcen cualquiera de las dos manos frente a sus ojos y notarán el asco: cinco repugnantes huesos bajo una capa de pellejo (ni siquiera huesos limpios, por tanto, sino envueltos en carne) moviéndose como ustedes desean, cinco huesos pegados a ustedes, oigan, y tan usados: saber que nos rascamos con huesos, que cogemos la cuchara con huesos, que estrechamos los huesos de los demás en la calle, que acariciamos con huesos la piel de una mujer como Galia: saberlo es tan terrible pero no menos real que los propios huesos, saberlo es descubrirlo para siempre, y lo peor de todo fue lo que me afectó: no se trata de que no se me pusiera tiesa en toda la tarde, perdonando la intimidad, ya que esto me ocurría incluso cuando pensaba que los dedos eran dedos, no, lo peor fue el cuidado que puse: tanto que no parecía que estaba haciendo el amor sino operando algún diente delicado; y es que me invadió una notoria compasión por Galia, tan hermosota a sus cincuenta incluso, al pensar que sobaba sus opulencias, sus suavidades, con huesos fríos y duros de cadáver: mi culpa llegó incluso a hacerme balbucear incongruencias, desnudos ambos en la cama: ¿soy demasiado duro?, comencé por decirle, y ella susurró que no y me abrazó maternalmente, e insistir al rato, todo tembloroso: ¿no estoy siendo quizá algo tosco?, y ella: no, cariño, sigue, sigue, pero yo la tocaba con la delicadeza con que se cierran los ojos de un muerto, porque ¿cómo olvidar que eran huesos lo que deslizaba por sus muslos?, aún más: ¿cómo es que ella no lo sabía?, ¿acaso no se percataba de que las caricias que más le gustaban, aquellas en que mis dedos se cerraban sobre su carne, eran debidas a los huesos?: sin ellos, tanto daría que la magreara con un plumero: ¿cómo podría estrujar sus pechos sin los huesos?, ¿cómo apretaría sus nalgas sin los huesos?, ¿cómo la haría venirse, en fin, sin frotar un hueso contra su cosa, perdonando la vulgaridad?: sin los huesos, mis dedos valdrían tanto como mi pilila, perdonando la obscenidad, o sea, nada: ¿cómo es que ella no se horrorizaba de saber que nuestros retozos, que tanto le agradaban, eran puro intercambio de huesos muertos?, porque incluso sus propias manos, y mis brazos, y los suyos, Dios mío, ¿no eran largos y recios huesos articulados que se deslizaban por nuestros cuerpos, nos envolvían, apretaban nuestra carne, nos abrazaban?, ¿acaso era posible no sentir el grosero tacto de los húmeros, la chirriante estrechez del cúbito y el radio, los bolondros del codo y la muñeca?; sumido en esa obsesión me hallaba cuando dije, sin querer: ¿no estoy siendo muy afilado para ti?, y ella dijo: ¿qué?, y supe que la frase era absurda: «afilado»», ¿cómo podía alguien ser «afilado» para otro?, y casi al mismo tiempo me percaté de que era la pregunta correcta, la más cortés, la más cierta: porque con toda seguridad había huesos y huesos, unos afilados y otros romos, unos muy bastos y ásperos corno rocas lunares y otros pulidos quizá como jaspes: incluso era posible que el tacto del mismo hueso dependiera del ángulo en que se colocaba con respecto a la piel, porque un hueso es un poliedro, casi un diamante, y hay que imaginarse sobando a la querida con diez durísimos y helados cuarzos para comprender mi situación, pensar en la carilla adecuada que usaremos para deslizarlos por la piel, el borde más inofensivo, no sea que nuestros apretujones se conviertan en el corte del filo de un papel, en la erizante cosquilla de una navaja de barbero; y entre ésas y otras se nos pasó el tiempo y terminamos como siempre pero peor, resoplando ambos bocarriba como dos boyas en el mar, mirando al techo, con esa satisfacción pacífica que solo otorga la insatisfacción perenne: cuánto tiempo hace que tú y yo no disfrutamos, Galia, pienso entonces, que vamos llevando esto adelante por no aguardar la muerte con las manos vacías, tiempo repetido que nunca se recobra porque nunca se pierde, días monótonos, el trasiego de la rutina incluso en la excepción: porque, Galia, hemos hecho un matrimonio de nuestra hermosa amistad, eso es lo que pienso, pero hubiéramos podido ser felices si todo esto conservara algún sentido, si existiera alguna otra razón que no fuera la inercia para mantenerlo; oía su respiración jadeante de cincuenta años junto a mí y trataba de imaginarme que estaba pensando lo mismo: ese silencio, Galia, que nunca llenamos, la distancia de nuestra proximidad, por qué tener que imaginarlo todo sin las palabras, qué piensas de mí, qué piensas de ti misma, por qué hablar de lo intrascendente, y va y me indaga ella entonces: ¿qué tal el trabajo?, porque cree que el exceso de dedicación me está afectando, y yo le digo que bien, y ella, apoyada en uno de sus codos e inclinada sobre mí, los pechos como almohadas blandas, vuelve a la carga con Alejandra: pero te ocurre algo, Héctor, dice, desde que has entrado hoy por la puerta te noto cambiado, ¿no será que Alejandra sospecha algo y no me lo quieres decir?, y le he contestado otra vez que no, y a veces me interrogo: ¿por qué todo esto?, ¿por qué lo mismo de lo mismo, este vaivén inacabable?, ¿qué pasaría si un día hablara y confesara?, ¿qué pasaría si por fin me decidiera a hablar delante de Alejandra, pero también delante de Galia y de mí mismo?, decir: basta de secretos, de engaños, de misterios: ¿qué sentido le encontráis a todo?, ¿por qué oficiar siempre el mismo ritual de lo cotidiano?, y para cambiar de tema le comento que Ameli está atravesando ahora la crisis de la adolescencia y discute frecuentemente conmigo y que Héctor Luis ha decidido que no será dentista sino aviador; a Galia le gusta saber lo que ocurre con mis hijos, ese tema siempre la distrae, incluso me ofrece consejos sobre cómo educarlos mejor, y yo creo que goza más de su maternidad imaginaria que Alejandra de la real; en todo caso, es un buen tema para cambiar de tema, y pasamos un largo rato charlando sin interés y pienso que es curioso que venga a casa de Galia para hablar de lo que apenas importa, ya que eso es prácticamente lo único que hago con Alejandra; en los instantes de silencio previos a mi partida seguimos mirando el techo, o bien ella me acaricia, zalamera, incluso pesada, y me dice algo: esa tarde, por ejemplo: me gusta tu pecho velludo, así lo dice, «velludo», y no sé por qué pero de repente me parece repugnante recibir un piropo como ése, aunque no se lo comento, claro, y ella, insistente, juega con el vello de mi pecho y sonríe; Galia es una orquídea salvaje, pienso, y a saber por qué se me ocurre esa pijada de comparación, pero es tan cierta como que Dios está en los cielos aunque nunca le vemos: Galia es una orquídea salvaje en olor, tacto, sabor, vista y sonido, y me encuentro de repente pensando en ella como orquídea cuando la oigo decir: ¿por qué me preguntaste antes si eras «afilado»?, ¿eso fue lo que dijiste?, y me pilla en bragas, perdonando la expresión, porque al pronto no sé a lo que se refiere, y cuando caigo en la cuenta, y para no traicionarme, le respondo que quería saber si le estaba haciendo daño en el cuello con mis dientes, y ella va y se echa a reír y dice: ¡vampirillo, vampirillo!, y vuelve a acariciarme, y como un tema trae otro, lo de los dientes le recuerda que necesita hacerse otro empaste, porque hace dos días, comiendo empanada gallega, notó que se le desprendía un pedacito de la muela arreglada, así que pasará por mi consulta sin avisarme cualquier día de éstos, y de esa forma nos veremos antes del jueves, dice, y su sonrisa parece dar a entender que está recordando el día en que nos conocimos, porque las mujeres son aficionadas a los aniversarios, ella tendida en el sillón articulado, la boca abierta, y yo con mi bata blanca y los instrumentos plateados del oficio, y como para confirmar mis sospechas me acaricia de nuevo el pecho «velludo» y dice: me gustaste desde aquel primer día, Héctor, me hiciste daño pero me gustaste, y claro está que nos reímos brevemente y yo le digo que nunca he comprendido por qué se enamoró de mí en la consulta, qué clase de erotismo desprendería mi aspecto, bajito, calvo y bigotudo, amortajado en mi bata blanca, entre el olor a alcohol, benzol, formol y otros volátiles, provisto de garfios, tenacillas, tubos de goma, lancetas y ganchos, porque no es que mi oficio me disgustara, claro que no, pero no dejaba de reconocer que la consulta de un dentista de pago es cualquier cosa menos un balcón a la luz de la luna frente a un jardín repleto de tulipanes, eso le digo y ella se ríe, y por último el silencio regresa otra vez, inexorable, porque es un enemigo que gana siempre la última batalla; llega la hora de irme, esa tarde más temprano porque mi suegro viene a cenar a casa, y cuando voy a levantarme la oigo decir, como de forma casual: ¿qué haces frotándote los dedos sin parar, Héctor?, ¿te pican?, eso dice, y descubro que, en efecto, he estado todo el rato dale que dale moviendo los dedos de la mano derecha como si repitiera una y otra vez el gesto con el que indicamos «dinero» o nos desprendemos de alguna mucosidad, perdonando la vulgaridad, que es casi el mismo que el que utilizamos para indicar «dinero», y enrojezco como un niño de colegio de curas pillado en una mentira y quedo sin saber qué decirle, hasta que por fin me decido y opto por revelarle mi hallazgo: nada, digo, ¿es que nunca te has tocado el hueso que tenemos bajo los dedos?, y lo pregunto con un tono prefabricado de sorpresa, como si lo increíble no fuera que yo me los frotase sino que ella no lo hiciera: qué dices, me mira sin entender, y me encojo de hombros y le explico: es que resulta curioso, ¿no?, quiero decir que si te tocas los dedos notas durezas debajo, ¿verdad?, y esas durezas son el hueso, ¿no te parece curioso, Gali?, toca, toca mis dedos: ¿no lo palpas bajo la piel, la grasa y los tendones?, es un hueso cualquiera, como los que César puede roer todos los días, le digo, y ella retira la mano con asco: qué cosas tienes, Héctor, dice, es repugnante, dice, y yo le doy la razón: en efecto, es repugnante pero está ahí, son huesos, Gali, mondos y lirondos, blancos, fríos y duros huesos sin vida: sin vida no, dice ella, pero replico: sin vida, Gali, porque nadie puede vivir con los huesos fuera, los huesos son muerte, por eso nos morimos y sobresalen, emergen y persisten para siempre, pero se ocultan mientras estamos vivos, es curioso, ¿no?, quiero decir que es curioso que seamos incapaces de vivir sin los huesos de nuestra propia muerte, pero más aún: que los llevemos dentro como tumbas, que seamos ellos ocultos por la piel, que seamos el disfraz del esqueleto, ¿no, Gali?, y ella: ¿te pasa algo, Héctor?, y yo: no, ¿por qué?, y ella: es que hablas de algo tan extraño, y yo le digo que es posible y me callo y pienso que quién me manda contarle mi descubrimiento a Galia, sonrío para tranquilizarla y me levanto de la cama, no sin antes cubrirme convenientemente con la sábana, ya que siempre me ha parecido, a propósito del tema, que la desnudez tiene su hora y lugar, como la muerte, y recojo la ropa doblada sobre la silla, me visto en el cuarto de baño y para cuando salgo Galia me espera ya de pie, en bata estampada por cuya abertura despuntan orondos los pechos y destaca el abultado pubis, me da un besazo enorme y húmedo y me envuelve con su cariño y bondad maternales: te quiero, Héctor, dice, y yo a ti, respondo, y no te preocupes, dice, porque otro día nos saldrá mejor, y me recuerda aquel jueves de la primavera pasada, o quizá de la anterior, en que fuimos capaces de hacerlo dos veces seguidas y en que ella me bautizó con el apodo de «hombre lobo»: teniendo en cuenta que hoy he sido «vampirillo», más intelectual pero menos bestia, quién duda de que me convertiré cualquier futuro jueves en «momia» y terminará así este ciclo de avatares terroríficos que comenzó con un «frankenstein» entre luces blancas, olor a fármacos y cuchillas plateadas, pero esto lo digo en broma, porque bien sé que lo nuestro nunca terminará, ya que, a pesar de todo —incluso de mi escasa fogosidad—, es «una locura», o no, porque hay ritual: el rito de decirle adiós a César, ladrando en el patio encadenado a una tubería oxidada, el beso final de Galia, y otra vez en la calle, ya de noche, frotándome los dedos dentro de los bolsillos del abrigo mientras camino, porque vivo cerca de la casa de Galia y tengo mi trabajo cerca de donde vivo, así que me puedo permitir ir caminando de un sitio a otro, todo a mano en mi vida salvo los instantes de vacaciones en que nos vamos al apartamento de la costa, y, sin embargo, debido a la repetición de los veranos, también a mano el apartamento, y la costa, y todo el universo, pienso, tan próximo todo como mis propias manos, y, sin embargo, a veces tan sorprendentemente extraño como ellas: porque de improviso surge lo oculto, los huesos que yacen debajo, ¿no?, pienso eso y froto mis dedos dentro de los bolsillos del abrigo; y ya en casa, comprobar que mi suegro había llegado ya y excusarme frente a él y Alejandra con tonos de voz similares, aunque ambos creen que los jueves me quedo hasta tarde en la consulta «haciendo inventario», que es la excusa que doy, así me cuesta menos trabajo la mentira, ya que me parece que «hacer inventario» es suministrarle a Alejandra la pista de que mi demora es una invención, una alocada fantasía de mi adolescencia póstuma, hasta tal extremo de juego y cansancio me ha llevado el silencio de estos últimos años; además, sospecho que el viejo escoge los jueves para disponer de un rato a solas con Alejandra mientras yo estoy ausente, lo cual, hasta cierto punto, me parece una compensación, Alejandra tiene a su padre y yo tengo a Galia, y sospecho que desde hace meses ambas parejas pasamos el tiempo de manera similar: hablando de tonterías y fumando; el padre de Alejandra, rebasados los ochenta, tiene una cabeza tan perfecta y despejada que te hace desear verlo un poco confuso de vez en cuando, que Dios me perdone, porque además ha sido librero, propietario de una antigua tienda ya traspasada en la calle Tudescos, hombre instruido y amante de la letra impresa, particularmente de los periódicos, y con un genio detestable muy acorde con su inútil sabiduría y su fisonomía encorvada y su luenga barbilla lampiña; Alejandra, que ha heredado del viejo el gusto por la lectura fácil y la barbilla, además de cierta distracción del ojo izquierdo que apenas llega a ser bizquera, se enzarza con él en discusiones bienintencionadas en las que siempre terminan ambos de acuerdo y en contra de mí, aunque yo no haya intervenido siquiera, ya que al viejo nunca le gustó nuestro matrimonio, y no porque hubiera creído que yo era una mala oportunidad, sino por «principios», porque el viejo es de los que odian a priori, y yo nunca sería él, nunca compartiría todas sus opiniones, nunca aceptaría todos sus consejos y, particularmente, jamás permitiría que Alejandra regresara a su área de influencia (vacía ya, porque su otro hijo se emancipó hace tiempo y tiene librería propia en otra provincia); además, mi profesión era casi una ofensa al buen gusto de los «intelectuales discretos» a los que él representa, porque está claro que los dentistas solo sabemos provocar dolor, somos terriblemente groseros, apenas se puede hablar con nosotros a diferencia de lo que ocurre con el peluquero o el callista (debido a que no se puede hablar mientras alguien te hurga en las muelas), y, por último, ni siquiera poseemos la categoría social de los cirujanos: el hecho de que yo ganara más que suficiente como para mantener confortables a Alejandra y a mis dos hijos, poseer consulta privada, secretaria y servicio doméstico, no excusaba la vulgaridad de mi trabajo, pero lo cierto es que nunca me había confiado de manera directa ninguna de estas razones: frente a mí siempre pasaba en silencio y con fingido respeto, como frente a la estatua del dictador, pero se agazapaba aguardando el momento de mi error, el instante apropiado para señalar algo en lo que me equivoqué por no hacerle caso, aunque, por supuesto, nunca de manera obvia ni durante el período inmediatamente posterior a mi pequeño fracaso, porque no era tanto un cazador legal como furtivo y rondaba en secreto a mi alrededor esperando el instante apropiado para que su odio, dirigido hacia mí con fina puntería, apenas sonara, y entonces hablaba con una sutileza que él mismo detestaba que empleasen con él, ya que había que ser «franco, directo, como los hombres de antes», pero yo, lejos de aborrecerle, le compadecía (y fingía aborrecerle precisamente porque le compadecía): me preguntaba por qué tanto silencio, por qué llevarse todas sus maldiciones a la tumba, cuál es la ventaja de aguantar, de reprimir la emoción día tras día o enfocarla hacia el sitio incorrecto; pero lo más insoportable del viejo era su fingida indiferencia, esa charla intrascendente durante las cenas, ese acuerdo tácito para no molestar ni ser molestado, tan bien vestido siempre con su chaqueta oscura y su corbata negra de nudo muy fino: un día te morirás trabajando, me dice cuando me excuso por la tardanza, y no te habrá servido de nada: este gobierno nunca nos devuelve el tiempo perdido ese del señor Joyce, añade (su costumbre de citar autores que nunca ha leído solo es superada por la de citarlos mal), que diga, Proust, se corrige, a mí siempre los escritores franceses me han dado por atrás, con perdón, dice, y por eso me equivoco, y Alejandra se lo reprocha: papá, dice; mientras finjo que escucho al viejo, contemplo a Alejandra ir y venir instruyendo a la criada para la cena y llego a la conclusión de que mi mujer es como la casa en la que vivimos: demasiado grande, pero a la vez muy estrecha, adornada inútilmente para ocultar los años que tiene y llena de recuerdos que te impiden abandonarla; Alejandra tiene amigas que la visitan y le dan la enhorabuena cuando Ameli o Héctor Luis consiguen un sobresaliente; a diferencia de Galia, Alejandra es fría, distinguida e intelectual a su modo, y vive como tantas otras personas: pensando que no está bien vivir como a uno realmente le gustaría, porque Alejandra cree que el matrimonio termina unos meses después de la boda y ya solo persiste el temor a separarse; su religión es semejante: hace tiempo que dejó de creer en la felicidad eterna y ahora tan solo teme la tristeza inmediata; sin embargo, invita a almorzar con frecuencia al párroco de la iglesia y acude a ésta con una elegancia no llamativa, lo que considera una característica importante de su cultura, pues en la iglesia se arrodilla, reza y se confiesa y murmura por lo bajo cosas que parecen palabras importantes; a veces he pensado en la siguiente blasfemia: si a Dios le diera por no existir, ¡cuántos secretos desperdiciados que pudimos habernos dicho!, ¡qué opiniones sobre ambos hemos entregado a otros hombres!, pero lo terrible es que tanto da que Dios exista: dudo que al final me entere de todo lo que comentas sobre mí y sobre nuestro matrimonio en la iglesia, Alejandra, eso pienso; qué va: por paradójico que resulte, la iglesia es el lugar donde la gente como nosotros habla más y mejor, pero todo se disuelve en murmullos y silencio y oraciones, y la verdad se pierde irremediablemente: quizá la clave resida en arrodillarnos frente al otro siempre que tengamos necesidad de hablar, o en hacerlo en voz baja y muy rápido, sin pensar, cómo si rezáramos un rosario; y meditando esto oigo que el viejo me dice: ¿te pasa algo en los dedos, Héctor?, con esa malicia oculta de atraparme en otro error: y es que ahora compruebo que desde que he llegado no he dejado en ningún momento de palparme los extremos de las falanges, los rebordes óseos, el final de los metacarpos; ¿qué opinaría el viejo si le confiara mi hallazgo?, pienso y sonrío al imaginar las posibles reacciones: nada, le digo, y muevo los huesos ante sus ojos y cambio de tema; ni Ameli ni Héctor Luis están en casa cuando llego, e imagino que es la forma filial que poseen de «hacer inventario» por su cuenta, lo cual no me parece ni malo ni bueno en sí mismo, y nos sentamos a la mesa casi enseguida y Alejandra sirve de la fuente de plata con el cucharón de plata las albóndigas de los jueves, y nos ponemos a escuchar la conversación del viejo con el debido respeto, como quien oye una interminable bendición de los alimentos, interrumpido a ratos por las breves acotaciones de Alejandra, solo que esa noche el tema elegido se me hace extraño, alegórico casi, y además empiezo a sentirme incómodo nada más comenzar a comer, porque los brazos, que apoyo en el borde de la mesa, me han desvelado con todo su peso la presencia de los huesos, del cúbito y el radio que guardan dentro, y los codos se me figuran una zona tan inadecuada y brutal para esa respetuosa reunión como colocar quijadas de asno sobre la mesa mientras el viejo habla, y en su discurso de esa noche repite una y otra vez la palabra «corrupción»: ¿habéis visto qué corrupción?, dice, ¿os dais cuenta de la corrupción de este gobierno?, ¿acaso no se pone de manifiesto la corrupción del sistema?, ¿no son unos corruptos todos los políticos?, ¿no oléis a corrupción por todas partes?, ¿no se ha descubierto por fin toda la corrupción?, y mientras le escucho, intento no hacer ruido con mis brazos, porque de repente me parece que la madera de la mesa al chocar contra el hueso produce un sonido como el de un muerto arañando el ataúd y no me parece correcto escuchar la opinión del viejo con tal ruido de fondo, pero como tengo que comer, cojo tenedor y cuchillo y divido una albóndiga en dos partes y me llevo una a los labios intentando no mirar hacia los huesos que sostienen el tenedor, porque no es agradable la paradoja de verme alimentado por un esqueleto, aunque sea el mío, pero mientras mastico con los ojos cerrados oyendo al viejo hablar de la «corrupción» mi lengua detecta una esquirla, un pedacito de algo dentro de la albóndiga, y, tras quejarme a Alejandra con suavidad, recibo esta respuesta: será un huesecillo de algo, es que son de pollo, Héctor, y es quitarme con mis huesos índice y pulgar el huesecillo y dejarlo sobre el plato, e írseme la mente tras esta idea inevitable: que dentro de todo lo blando necesariamente existe lo que queda, el hueso, el armazón, la dureza, el hallazgo, aquello oculto que es blanco y eterno, lo que permanece en el cedazo, la piedra, lo que «nadie quiere»; es imposible huir de «eso que queda», porque está dentro, así que escondo los brazos bajo la mesa, incluso me tienta la idea de comer como César, acercando el hocico al plato, pero ¿acaso no es inútil todo intento de disimulo frente al apocalíptico trajín de la cena?, porque lo que percibo en ese instante es algo muy parecido a una hogareña resurrección de los muertos: incluso con el apropiado evangelista —mi suegro—, gritando «corrupción»: Alejandra coge el pan con sus huesos y lo hace crujir y lo parte, el viejo apoya los huesos en el mantel y los hace sonar con ritmo, Alejandra coge el cucharón con sus huesos y sirve más albóndigas repletas de huesecillos de pollo muerto, el viejo va y se limpia los huesos sucios de carne ajena con la servilleta, Alejandra señala con su hueso la cesta del pan y yo se la alcanzo extendiendo mis huesos y ella la coge con los suyos, hay un cruce de húmeros, cúbitos y radios, de carpos y metacarpianos, de falanges, y nos pasamos de unos a otros, de hueso a hueso, la vinagrera, el aceite, la sal, el vino y la gaseosa, y llegan Ameli y Héctor Luis, una del cine y el otro de estudiar, y saludan, y Ameli desliza sus frágiles huesos de quince años por mi cabeza calva, envuelve con sus breves húmeros mi cuello, me besa en la mejilla: ¿dónde has estado hasta estas horas?, le pregunto, y ella: en el cine, ya te lo he dicho, y yo: pero ¿tan tarde?; sí, dice, habla sin mirar sus manos gélidas, los huesos de sus manos muertas, sus brazos como pinzas blancas; sí, papá, la película terminó muy tarde; y de repente, mientras la contemplo sentándose a la mesa, su cabello oscuro y lacio, los ojos muy grandes, el jersey azul celeste tenso por la presencia de los huesos, he sentido miedo por ella, he querido cogerla, atraparla y bogar juntos por ese fluir desconocido e incesante hacia la oscuridad final: creo que deberías volver más temprano a casa a partir de ahora, Ameli, le digo, y ella: ¿por qué?, con sus ojos brillando de disgusto, y yo, mis brazos escondidos, ocultos, sin revelarlos: creo que las calles no son seguras, y el viejo me interrumpe: hoy ya nada es seguro, Héctor, dice y sigue comiendo, Alejandra sirve albóndigas y Héctor Luis se queja de que son muchas, y Ameli: ¡pero ya tengo quince años, papá!, y yo: es igual, y entonces Alejandra: no seas muy duro con la niña, Héctor, dice, le dimos permiso para que volviera hoy a esta hora, pero ella sabe que solamente hoy; guardo silencio: en realidad, todo se sumerge en el silencio salvo el entrechocar de los huesos; Ameli y Héctor Luis son tan distintos, pienso, pero en algo se parecen, y es que ambos se nos van; no los he visto crecer, los he visto irse: pero ni siquiera eso, pienso ahora, porque jamás he podido saber si alguna vez estuvieron por completo; Ameli tiene novio, pero es un secreto; sabemos que Héctor Luis ha salido con varias chicas, pero lo que piensa de ellas es secreto; ambos se han hecho planes para el futuro, tienen deseos, ganas de hacer cosas, pero todo es secreto: quizá lo comentan en los «pubs» a falta de una buena iglesia en la que poder hablar como nosotros, tan a gusto, pero en casa adoptan los dos mandamientos trascendentales de la familia: nunca hablarás de nada importante y ama el enigma como a ti mismo, ¡y si hubiera solo silencio!, pero es la charla insignificante lo que molesta, y ahora esos ruidos detrás: el golpe, el crujir de nuestros huesos; siento algo muy parecido a la pena, pero una pena casi biológica, como una mota en el ojo o el aroma inevitable de la cebolla cruda, y me disculpo para ir al baño y llorar a gusto por algo que no entiendo, y más tarde, en la cama, con Alejandra a mi lado leyendo complacida un librito de romances, me da por preguntarle: ¿soy demasiado duro contigo? mientras me observo los huesos tranquilos sobre la colcha: mis manos muertas y peladas, los cúbitos y radios en aspa, los húmeros convergiendo, y ella deja un instante el libro que sostiene con sus huesos, me mira sorprendida y dice: no, Héctor, no, ¿por qué preguntas eso?, y yo, insistente: ¿he sido duro contigo alguna vez?, y ella: nunca, y yo: ¿quizá soy demasiado tosco?, y ella: Héctor, ¿qué te pasa?, y yo: demasiado rudo quizá, ¿no?, y ella: no seas bobo, ¿lo dices porque hoy no hablaste apenas durante la cena?, ya sé que papá no te cae bien, me da un beso y añade: procura descansar, el trabajo te agota, y la veo extender las falanges blancas y articuladas de sus dedos, apagar la lamparilla de pantalla rosa y sumir la habitación en una oscuridad donde la luz de la luna, filtrada, hace brillar las superficies ásperas de nuestros huesos; después, en el sueño, he presenciado un teatro de sombras donde mis manos y brazos se movían, desplazándome, porque eran lo único, ya que la vida se había invertido como un negativo de foto y ahora solo importaba lo oculto, el secreto descubierto: los huesos de mis manos se extendían con un sonido semejante a los resortes de madera de ciertos juguetes antiguos, emergiendo del telón negro que los rodeaba: son ellos solos, el mundo es ellos, brazos y manos colgantes que hacen y deshacen, crean y destruyen, no nacen ni mueren, simplemente cambian su posición, horizontal, vertical, en ángulo, hacia arriba o hacia abajo, brazos que se balancean al caminar y manos que agarran con sus huesos cosas invisibles; y a la mañana siguiente, tras toda una noche de sueños interrumpidos y vueltas en la cama, creo comprenderlo: mi revelación es una lepra que avanza incesante, porque suena el despertador con su timbre gangoso que tanto me recuerda a una trompeta de cobre, pongo los pies descalzos en las zapatillas y lo noto: la dureza bajo las plantas, la pelusa del forro de las zapatillas adherida a los huesos del tarso, el rompecabezas de huesos irregulares de mis pies, los extremos de la tibia y el peroné sobresaliendo por el borde del pijama, las rótulas marcando un óvalo bajo la tela extendida, y al erguirme, el crujido de los fémures: el descubrimiento no me hace ni más ni menos feliz que antes, ya que lo intuyo como una consecuencia, pero un estupor inmóvil de estatua persiste en mi interior; y al ducharme viene lo peor, porque entonces compruebo que los golpes de las gotas no me lavan sino que se limitan a disgregarme la suciedad por mis huesos: arrastran el barro de mis costillas goteantes, concentran la cal en mis pies, desprenden la tierra, permean las junturas, las grietas, los desperfectos, rajan los pequeños metacarpos como cáscaras de huevo, horadan mis clavículas y escápulas, pero no hoy ni ayer sino todos y cada uno de los días en un inexorable desgaste, siento que me disuelvo en agua y salgo con prisa no disimulada de la bañera y seco mi esqueleto goteante, deslizo la toalla por el cilindro de los huesos largos como si envolviera unos juncos, la arranco con torpeza de la trabazón de las vértebras, froto como cristales de ventana los huesos planos, pienso que debo conservarme seco para siempre porque de repente sé que soy un armazón de cincuenta años de edad que solo puede humedecerse con aceite, y es en ese instante, o quizá un poco después, cuando apoyo la maquinilla de afeitar contra mi rostro, que siento la invasión final de esa lepra y quedo tan inerme que apenas puedo apartar las cuchillas giratorias de mi mejilla: algo parecido a una horrísona dentera me paraliza, porque de repente noto como el restregar de un rastrillo contra una pizarra o el arañar baldosas con las patas metálicas de una silla, incluso imagino que pueden saltar chispas entre la maquinilla y el hueso de la mandíbula o el pómulo; me palpo con la otra mano la cabeza, siento las durezas del cráneo, el arco de las órbitas, el puente del maxilar, el ángulo de la quijada, y pienso: ¿por qué finjo que me afeito?, ¿acaso mi rostro no es un añadido, una capa, una máscara?; entra Alejandra en ese instante y casi me parece que gritará al ver a un desconocido, pero apenas me mira y se dirige al lavabo; yo me aparto, desenchufo la maquinilla y la guardo en su funda, y ella: ¿ya te has afeitado, Héctor?, y yo: sí, y salgo del baño con rapidez: ¡no podría acercar esa maquinilla a los huesos de mi calavera!; todo es tan obvio que lo inconcebible parece la ignorancia, pienso mientras me visto frente al espejo del dormitorio y abrocho la camisa blanca alrededor de las delgadas vértebras cervicales: llevar un cráneo dentro, una calavera sobre los hombros, besar con una calavera, pensar con una calavera, sonreír con una calavera, mirar a través de una calavera como a través de los ojos de buey de un barco fantasma, hablar por entre los dientes de una calavera: aquí está, tan simple que movería a risa si no fuera espantoso, y me afano en terminar el lazo de mi corbata con los huesos de mis dedos sonando como agujas de tricotar; Alejandra llega detrás, peinándose la melena amplia y negra que luce sobre su propia calavera, y el paso del cepillo descubre espacios blancos en el cuero cabelludo donde los pelos se entierran: parece inaudito saberlo ahora, contemplarlo ahora; entre los dientes sostiene dos ganchillos: el asco llega a tal extremo que tengo que apartar la vista: allí emerge el hueso, pienso, el subterfugio, el disfraz, tiene un defecto, como una carrera en la media que descubre el rectángulo de muslo blanco; allí, tras los labios, los dientes, los únicos huesos que asoman, y vivimos sonriendo y mostrándolos, y nos agrada enseñarlos y cuidarlos y mi profesión consiste precisamente en mantenerlos en buen estado, blancos y brillantes, limpios, pelados, lisos, desprovistos de carne, como tras el paso de aves carroñeras: esa hilera de pequeñas muertes, esa dureza tras lo blando; ¿acaso no es enorme el descuido?; de repente tengo deseos de decirle: Alejandra, estás enseñando tus huesos, oculta tus huesos, Alejandra, una mujer tan respetable como tú, una señora de rubor fácil, tan educada y limpia, con tu colección de novela rosa y tu familia y tu religión, ¿qué haces con los huesos al aire?, ¿no estás viendo que incluso muerdes cosas con tus huesos?, ¡Alejandra, por favor, que son tus huesos hundidos en el cráneo oculto, los huesos que quedarán cuando te pudras, mujer: no los enseñes!; esto va más allá de lo inmoral, pienso: es una especie de exhumación prematura, cada sonrisa es la profanación de una tumba, porque desenterramos nuestros huesos incluso antes de morir; deberíamos ir con los labios cerrados y una cruz encima de la boca, hablar como viejos desdentados, educar a los niños para que no mostraran los dientes al comer: un error, un gravísimo error en la estructura social comparable a caminar con las clavículas despellejadas, tener los omoplatos desnudos, descubrir el extremo basto del húmero al flexionar el codo, mostrar las suturas del cráneo al saludar cortésmente a una señora, enseñar las rótulas al arrodillarnos en la misa o las palas del coxal durante un baile o la superficie cortante del sacro durante el acto sexual: y sin embargo, ella y yo, con nuestros horribles dientes, la prueba visible de la existencia de los cráneos: absurdo, murmuro, y ella: ¿decías algo?, pero hablando entre dientes debido a los ganchillos, como si lo hiciera a través de apretadas filas de lápidas blancas, un soplo de aire muerto por entre las piedras de un cementerio, o peor: la voz a través de la tumba, las palabras pronunciadas en la fosa: no, nada, respondo, y ella, intrigada, se me acerca y arrastra sus falanges por mis vértebras: te noto distante desde ayer, Héctor, ¿te ocurre algo?, ¿es el trabajo?, y juro que estuve a punto de decirle: te la pego con una antigua paciente desde hace varios años, todos los jueves a la misma hora, pero no te preocupes porque una increíble revelación me ha hecho dejarlo, ya nunca más regresaré con Galia, no merece la pena (y por qué no decirlo, pienso, por qué reprimir el deseo y no decir la verdad, por qué no descargar la conciencia y vaciarme del todo); sin embargo, en vez de esa explicación catártica, le dije que sí, que era el exceso de trabajo, y me mostré torpe, callándome la inmensa sabiduría que poseía mientras notaba cómo descendían sus falanges por el edificio engarzado de mi columna, y ella dijo: pero hace mucho tiempo que no me sonríes, y pensé: ¡te equivocas!, somos una sonrisa eterna, ¿no lo ves?: nuestros dientes alcanzan hasta los extremos de la mandíbula y no podemos dejar de sonreír: sonreímos cuando gritamos, cuando lloramos, al pelear, al matar, al morir, al soñar: sonreímos siempre, Alejandra, quise decirle, y la sonrisa es muerte, ¿no lo ves?, quise decirle, nuestras calaveras sonríen siempre, así que la mayor sinceridad consiste en apartar los labios, elevar las comisuras y sonreír con la piel intentando imitar lo mejor posible nuestra sonrisa interior en un gesto que indica que estamos conformes, que aceptamos nuestro final: porque al sonreír descubrimos nuestros dientes, «enseñamos la calavera un poco más», no hay otro gesto humano que nos desvele tanto; la sonrisa, quise decirle, traiciona nuestra muerte, la delata; cada sonrisa es una profecía que se cumple siempre, Alejandra, así que vamos a sonreír, separemos los labios, mostremos los dientes, sonriamos para revelar las calaveras en nuestras caras, hagamos salir el armazón frío y secreto, draguemos el rostro con nuestra sonrisa y extraigamos el cráneo de la profundidad de nuestros hijos, de ti y de mí, del abuelo, de los amigos, de los parientes y del cura; pero no le dije nada de eso y me disculpé con frases inacabadas y ella enfrentó mis ojos y me abrazó y sentí los crujidos, la fricción, costilla contra costilla, golpes de cráneos, y supuse que ella también los había sentido: no seamos tan duros, le dije, y ella respondió, abrazándome aún: no, tú no eres duro, Héctor, y yo le dije: ambos somos duros, y tenía razón, porque se notaba en los ruidos del abrazo, en el telón de fondo de nuestro amor: un sonido semejante al que se produciría al echarnos la suerte con los palillos del I Ching sobre una mesa de mármol, o jugando al ajedrez con fichas de marfil, un trajín de palitos recios como un pimpón de piedra, el entrechocar aparentemente dulce de nuestros esqueletos como agitar perchas vacías; me aparté de ella y terminé de vestirme: quizá soy dura contigo, repitió ella, yo también soy duro, dije, y pensé: y Ameli y Héctor Luis, y todos entre sí y cada uno consigo mismo, ¡qué duros y afilados y cortantes y fríos y blancos y sonoros!; ¿te vas ya?, me dijo, sí, le dije, porque no deseaba desayunar en casa, en realidad no deseaba desayunar nunca más, pero sobre todo, sobre todas las cosas, no deseaba cruzarme con los esqueletos de mis hijos recién levantados, así que casi eché a correr, abrí la puerta y salí a la calle con el abrigo bajo el brazo, a la madrugada fría y oscura; ya he dicho que tengo la consulta cerca, lo cual siempre ha sido una ventaja, aunque no lo era esa mañana: quería trasladarme a ella solo con mi voluntad, sin perder siquiera el tiempo que tardara en desearlo; caminaba observando con mis cuencas vacías las casas que se abren, las figuras blancas que emergen de ellas como fantasmas en medio de la oscuridad, las primeras tiendas de alimentos llenas de huesos y cadáveres limpios de seres y cosas; caminaba y observaba con mis órbitas negras, lleno de un extraño y perseverante horror: ¿qué hacer después de la revelación?, ¿dónde, en qué lugar encontraría el reposo necesario?; porque ahora necesitaba envolverme, ahora, más que nunca, era preciso hallar la suavidad; mientras caminaba hacia la consulta lo pensaba: todos tenemos ansias de suavidad: guantes de borrego, abrigos de lana, bufandas, zapatos cómodos; sin embargo, el mundo son aristas, y todo suena a nuestro alrededor con crujidos de metal; qué pocas cosas delicadas, cuánta aspereza, cuánta jaula de púas, qué amenaza constante de quebrarnos como juncos, de partirnos, qué mundo de esqueletos por dentro y por fuera, móviles o quietos, invasión blanca o negra de huesos pelados, qué cementerio: toda obra es una ruina, toda cosa recién creada tiene aires de destrucción, y nosotros avanzamos por entre cruces, mármol, inscripciones, rejas y ángeles de piedra como espectros, y la niebla de la madrugada nos traspasa, huesos que van y vienen, esqueletos que se acercan y caminan junto a mí y me adelantan, apresurados, aquel que limpia los huesos en ese tramo de la calle, ese otro que espera en la parada, envuelto en su impermeable, huesos blancos por encima de los cuellos, la muerte dentro como una enfermedad que aparece desde que somos concebidos, ¿no hay solución?; y sorprender entonces a un hombre, una figura, no como yo, no como los demás, que se detiene frente a mí y me habla: ¿tiene fuego?, dice, un individuo desaliñado de espesa melena y barba, rostro pequeño, casi escondido, chaqueta sucia y manos sucias que se tambalea de un lado a otro como si el mero hecho de estar de pie fuera un tremendo esfuerzo para él; le ofrezco fuego y se cubre con las manos para encender un cigarrillo medio consumido, entonces dice: gracias, y se aleja; me detengo para observarle: camina con cierta vacilación hasta llegar a la esquina, después se vuelve de cara a la pared, una figura sin rasgos, y distingo la creciente humedad oscura a sus pies, detenerme un instante para contemplarle, volverse él y alejarse con un encogimiento de hombros y una frase brutal; un borracho orinando, pienso, pero al mismo tiempo deduzco: se ha reconstruido, ha verificado su interior, ha exhumado cosas que le pertenecen y le llenan por dentro: líquidos que alguna vez formaron parte de él; eso es un proceso de autoafirmación, pienso: él es algo que yo no soy o que he dejado de ser, ha logrado obtener lo que yo pierdo poco a poco: integridad, quizá porque no tiene que callar, porque es libre para decir lo que le gusta y lo que no, pienso y golpeo con los huesos del pie el cadáver de una vieja lata en la acera, o porque ha aceptado la vida tal cual es, o quizá porque tiene hambre y sed, y necesidad de fumar, dormir y orinar en una esquina, quizá porque siente necesidades en su interior, dentro de esa intimidad de las costillas que en mí mismo forma un espacio negro: sus necesidades le llenan, y yo, satisfecho, camino vacío: eso pensé; era preciso, pues, reformarse, volver a la vida a partir de los huesos, resucitar, aunque es cierto que en algún sitio dentro de mí existían vestigios, cosas que se movían bajo las costillas o en el espacio entre éstas y el hueso púbico, pero era necesario comprobarlo; todo aturdido por el ansia, entré en uno de los bares que estaban abiertos a esas horas y me dirigí apresurado al cuarto de baño, respondiendo con un gesto al hombre que atendía la barra y que me dijo buenos días; ya en el urinario, muy nervioso, busqué mi pija semihundida, perdonando la frase, la extraje y me esforcé un instante: tras un cierto lapso, comprobé la aparición brusca del fino chorro amarillo y sentí una distensión lenta en mi pubis que califiqué como el hallazgo de la vejiga: al fin me sirves de algo, pensé mientras me sacudía la pilila, perdonando la bajeza; así, convertido en pura vejiga, salí a la calle de nuevo y respiré hondo: noté bolsas gemelas a ambos lados del esternón, sacos que se ampliaban con el aire frío de la mañana, y descubrí mis pulmones; en un estado de alborozo difícilmente descriptible me tomé el pulso y sentí, con la alegría de tocar el pecho de un pájaro recién nacido, el golpeteo suave de la arteria contra mi dedo, su pequeño pero nítido calor de hogar, y supe que guardaba sangre y que mi corazón había emergido; caminando hacia la consulta completé mi resurrección, la encarnación lenta de mi esqueleto; así pues, yo era pulmones y vejiga, yo era intestino, tripas, estómago, yo era músculos del pene, tendones, sangre, hígado, vesícula, bazo y páncreas, yo era glándulas y linfa, todo suave, todo lleno, ocupando intersticios como si vertieran sobre mí unas sobras de hombre: yo era, por fin, globos oculares líquidos, yo era lengua y labios, yo era el abrir lento de los párpados, la creación del paladar, la suave nariz horadada, la humedad limpia de la saliva, la lágrima tibia y el sudor de los poros; yo era sobre todo mi propio cerebro, las revueltas grises de los nervios, la masa de ideas invisibles, la voluntad, el deseo, el pensamiento; llegué a la consulta recién creado, aún sin piel pero ya formado y funcionando, atravesé el oscuro umbral con la placa dorada donde se leía «Héctor Galbo, odontólogo», preferí las escaleras y abrí la puerta con la delicadeza muscular de un relojero, con la exactitud de un ladrón o un pianista; Laura, mi secretaria, ya estaba esperándome, y el vestíbulo aparecía iluminado así como la marina enmarcada en la pared opuesta, y me dejé invadir por el olor a cedro de los muebles, la suavidad de la moqueta bajo los pies, y cuando mis globos oculares se movieron hacia Laura pude parpadear evidenciando mi perfección; entonces, la prueba de fuego: me incliné para saludarla con un beso y percibí la suavidad de mi mejilla, los delicados embriones de mis labios, y supe que por fin la piel había aparecido: cabello, pestañas, cejas, uñas, el florecer de mi bigote negro; besarla fue como besarme a mí mismo: buenos días, doctor Galbo, me dijo, noté las cosquillas de mi camisa sobre mi pecho velludo, muy velludo, buenos días, dije, buenos días, Laura, y percibí mi laringe en el foso oculto entre la cabeza y el pecho, sentí el aire atravesando sus infinitos tubos de órgano: buenos días, repetí despacio saludando a todo mi cuerpo reflejado en el espejo del vestíbulo, mi cuerpo con piel y sentimientos, mi cuerpo vestido, bajito, mi cabeza calva y mi rostro bigotudo: buenos días, doctor Galbo, hoy viene usted contento, dice Laura, sí, le dije, vengo aliviado, quise añadir, he orinado en un bar y he descubierto por fin que tengo vejiga, y a partir de ahí todo lo demás, pero en vez de decirle esto pregunté: ¿hay pacientes ya?, y ella: todavía no, y yo: ¿cuántos tengo citados?, y ella: cinco para la mañana, la primera es Francisca, ah sí, Francisca, dije, sí: sus prótesis darán un poco la lata, y me deleito: oh mi memoria perfecta, mis sentidos vivos, mis movimientos coordinados, sí, sí, Francisca, muy bien, y mi imaginación: porque de repente me vi avanzando hacia mi despacho con los músculos poderosos de un tigre, todo mi cuerpo a franjas negras, mis fauces abiertas, los bigotes vibrantes, los ojos de esmeralda, y mi sexo, por fin, mi sexo: porque Laura, con la mitad de años que yo, me parecía una presa fácil para mis instintos, una captura que podía intentarse, la gacela desnuda en la sabana; ya era yo del todo, incluso con mis pensamientos malignos, incluso con mi crueldad, por fin: avíseme cuando llegue, le dije, y entré en mi despacho, me quité el abrigo y la chaqueta, me vestí con la bata blanca, inmaculada, mi bata y mi reloj a prueba de agua y de golpes, y mi anillo de matrimonio, y los periódicos que Laura me compra y deposita en la mesa, y mi ordenador y mis libros, y mis cuadros anatómicos: secciones de la boca, dientes abiertos, mitades de cabezas, nervios, lenguas, ojos, mejor será no mirarlos, pienso, porque son hombres incompletos, yo ya estoy hecho, pienso, envuelto al fin de nuevo en mi funda limpia, recién estrenado; por fin pensar: saber que he regresado al origen, me he recobrado, he impedido mi disolución guardándome en un cuerpo recién hecho; no recuerdo cuánto tiempo estuve sentado frente al escritorio saboreando mi triunfo, pero sé que la segunda y más terrible revelación llegó después, con el primer paciente, y que a partir de entonces ya no he podido ser el mismo, peor aún, porque me he preguntado después si he sido yo mismo alguna vez, si mi integridad fue algo más que una simple ilusión: y fue cuando sonó el timbre de la puerta, el siguiente timbre, el nuevo timbre que me despertó de la última ensoñación (como el de casa de Galia, o el del despertador con sonido de trompeta de cobre, ahora el de la consulta, pensé, y no pude encontrarles relación alguna entre sí, salvo que parecían avisos repentinos, llamadas, notas eléctricas que presagiaban algo), y Laura anunció a la señora Francisca, una mujer mayor y adinerada, como Galia, como Alejandra, con las piernas flebíticas y el rostro rojizo bajo un peinado constante, que entró con lentitud en la consulta hablando de algo que no recuerdo porque me encontraba aún absorto en el éxito de mi creación: fue verla entrar y pensar que iría a casa de Galia cuando la consulta terminara y le diría que todo seguía igual, que era posible continuar, que nada nos estorbaba, y después llegaría a mi casa y le diría a Alejandra que la quería, que nunca más sería duro con ella ni con Ameli, eso me propuse, y saludé a la señora Francisca con una sonrisa amable, y la hice sentarse en el sillón articulado, la eché hacia atrás con los pedales, la enfrenté al brillo de los focos y le pedí que abriera la boca, porque eso es lo primero que le pido a mis pacientes incluso antes de oír sus quejas por completo: como estoy acostumbrado a que esta instrucción se realice a medias, me incliné sobre ella y abrí mi propia boca para demostrarle cómo la quería: así, abra bien la boca, le dije, ah, ah, ah, y es curioso lo cerca que siempre estamos de la inocencia momentos antes de que un nuevo horror nos alcance: incluso éste aparece al principio con disimulo, revelándose en un detalle, en un suceso que, de otra manera, apenas merecería recordarse, porque mientras Francisca, obediente, abría más la boca, descubrí el último de los horrores, la luz del rayo que nunca debería contemplar un ser humano, la degradación final, tan rápida, pavorosa e inevitable como cuando presioné el timbre de Galia, pero mucho peor porque no era lo oculto, lo que era, sino lo que no era, aquello que falta, no lo que se esconde sino lo que no existe: la nueva revelación me violó, perdonando la brutalidad, de tal manera que todos mis logros anteriores adoptaron de inmediato la apariencia de un sueño que no se recuerda sino a fragmentos, e incapaz de reaccionar, permanecí inmóvil, inclinado sobre la mujer, ambos con la boca abierta, ella con los ojos cerrados esperando sin duda la llegada de mis instrumentos; pero como no llegaban los abrió, me vio y advirtió en mi rostro el horror más puro que cabe imaginarse: qué pasa, doctor, me dijo, qué tengo, qué tengo, pero yo me sentía incapaz de responderle, incapaz incluso de continuar allí, fingiendo, así que retrocedí, me quité la bata con delirante torpeza, la arrojé al suelo, me puse la chaqueta y salí de la habitación, corrí hacia el vestíbulo sin hacer caso a las voces de la paciente y a las preguntas de Laura, abrí la puerta, bajé las escaleras frenéticamente y salí a la calle: no sabía adónde dirigirme, ni siquiera si tenía sentido dirigirme a algún sitio; contemplé a los transeúntes con muchísima más incredulidad de la que ellos mostraron al contemplarme a mí: ¿era posible que todos ignoraran?, ¿hasta ese punto nos ha embotado la existencia?; hubo un momento terrible en el que no supe cuál debería ser mi labor: si caer en soledad por el abismo o arrastrar como un profeta a las conciencias ciegas que me rodeaban; es cierto que toda gran verdad precisa ser expresada, pero la locura de mi actual situación consistía en que esta verdad última era inexpresable: quiero decir que esta verdad final no era algo, más bien era nada, así que no podía soñar con explicarla: quizá el silencio en el gélido vacío entre las estrellas hubiera sido una explicación adecuada, pero no un silencio progresivo sino repentino y abrupto: una brecha de espacio muerto, una bomba inversa que absorbiera las cosas hacia dentro, que nos introdujera a todos en un mundo sin lugares ni tiempo donde la nada cobrara alguna especial y terrible significación, quizá entonces, pensé, y corrí por la acera intuyendo que cada minuto desperdiciado era fatal: ¿le ocurre algo?, fue la pregunta que me hizo un individuo que aguardaba frente a un paso de peatones cuando me acerqué, y solo entonces fui consciente de que tenía ambas manos sobre la boca, como si tratara de contener un inmenso vómito; mi respuesta fue ininteligible, porque sacudí la cabeza diciendo que no, pero esperando que él entendiera que eso era lo que me pasaba: que no; si hubiera podido hablar, habría respondido: nada, y precisamente ahí radicaba lo que me ocurría: me ocurría nada, pero era imposible hacerle comprender que nada era infinitamente peor que todos los algos que nos ocurren diariamente; no pude hacer otra cosa sino alejarme de él con las manos aún sobre la boca, corriendo sin saber por dónde iba pero con la secreta esperanza de no ir a ninguna parte, de no llegar, de seguir corriendo para siempre, porque no podía presentarme en casa de aquel modo, no con aquel fallo, sería preciso hacer cualquier cosa para remediar esa escisión, quizá comenzar desde el principio, reunir de nuevo el hilo en el ovillo, a la inversa: pensar en el instante anterior a la revelación, notar la presencia para comprender ahora la falta; pero cómo describirlo: cómo decir que había conocido de repente la boca cuando la paciente abrió la suya y yo quise indicarle cómo tenía que hacerlo y abrí la mía; fue entonces: el tiempo se congeló a mi alrededor y quedé solo en medio de mi hallazgo, como un náufrago, paralizado por la revelación suprema, incapaz de comprender, al igual que con la anterior, por qué no lo había sabido hasta entonces: la boca, claro, ahí, aquí, abajo, bajo mi nariz, en mi rostro, la boca: de repente me había percatado de la verdad, tan simple e invisible debido a su propia evidencia: la boca no es nada, lo comprendí al pedirle a la paciente que la abriera y al abrir la mía: ¿qué he abierto?, pensé: la boca; pero entonces, si la boca abierta también es la boca, el resultado era una oscuridad, un agujero vacío, un abismo; quiero decir que, de repente, al ver la boca, al inclinarme para verla, no la vi, pero no la vi justamente porque era eso: el no verla; si hubiera visto la boca de la misma forma que veo mis dedos, por ejemplo, no lo sería o estaría cerrada; sin embargo, el horror consiste en que una boca abierta también es una boca: como llamarle «dedos» al espacio vacío que hay entre ellos; ¡pero eso no era todo!: si aquel defecto, aquella nada, era, ¿cómo podía evitar la llegada del vacío?, ¿cómo impedir que todo siguiera siendo lo que es en la nada?, ¿cómo pretender recobrar mi cuerpo si me evacuo por ese agujero negro y absurdo?; lo comprendí: ¡si todo se hubiera cerrado a mi alrededor!, ¡si las junturas hubieran encajado perfectamente, sin interrupciones, sin oquedades!, pero tenía que estar la boca, la boca abierta que también era la boca, y ahora ¿cómo permanecer incólume?, ¿cómo seguir inmutable, conservándome dentro, si allí estaba eso que no era, esa nada negra implantada en mí?; corrí, en efecto, a ciegas, no recuerdo durante cuánto tiempo, hasta que un nuevo acontecimiento pudo más que mi propia desesperación: en una esquina, recostado en un portal, distinguí a un hombre, el borracho de aquella madrugada, que parecía dormir o agonizar: un sombrero gris le cubría casi todo el rostro salvo la barba, y allí, insertado en lo más hondo del pelo, un agujero abierto, sin dientes, sin lengua, una cosa negra y circular como una cloaca o la pupila de un cíclope ciego que me mirara, aunque yo fuera «nadie», el vacío terrible, la nada; de repente se había apoderado de mí un horror supremo, un asco infinito, la conjunción final de todo lo repugnante, y me alejé desesperado cubriéndome con las manos aquel «salto», aquel «vacío» letal, atenazado por una sensación revulsiva, un pánico que era como cribar mis ideas con violencia hasta romperlas, la certeza de mi perdición, el desprendimiento a trozos de mi voluntad frente a lo irremediable: esa boca abierta, el error por el que todo entra y todo sale, los secretos, la palabra, el vómito, la saliva, la vida, el aliento final, porque me había envuelto en mi propio cuerpo para hallar algo último que no cierra, ese terrible defecto tras los labios del beso, tras el lenguaje cotidiano, tras los gestos de comer y masticar, más allá de los dientes y la lengua, ese algo que no es el paladar ni la faringe ni la descarga de las glándulas, ese vacío que me recorre hacia dentro, el túnel deshabitado del gusano, la nada, la negación, eso que ahora empezaba a corroerme; porque si existía la boca, nada podía detener la entrada del vacío; así que cerca de casa empecé a perderme, a dividirme en secciones, a horadarme: primero fue la piel, que apenas se presiente, que es casi solamente tacto, la piel que cayó a la acera mientras corría, la piel con mi figura y mis rasgos que se me desprendió como la de un reptil mudando sus escamas, porque el vacío se introducía bajo ella como un cuchillo de aire y la separaba; entonces los músculos y los tendones, en silencio: ¿qué protección pueden ofrecer frente a los túneles de la nada?, ¿qué defensa procuran ante esa marea de vacío, ese fallo que me alcanzaba como a través de un sumidero?, también ellos caen y se desatan como cordajes de barco en una tempestad; la calle en la que vivo recibió el tributo de la lenta pero inexorable pérdida de mis vísceras: ese trago infecto de nada, que no está pero es, provoca la caída de mi estómago y mis intestinos, mi hígado derretido y mi bazo, los pulmones sueltos que se alejan por el aire como palomas grises, el corazón que ya no late, madura, se endurece y cae, gélido como el puño de un muerto, porque nada puede latir frente a la boca, los nervios arrastrados por la acera como hilos de un títere estropeado, los ojos como gotas de leche derramada, la suave materia de mi cerebro, la exactitud de mis sentidos, la excitante delicia del deseo, la provocación del hambre y el instinto, las sensaciones, los impulsos: todo cae y se pierde, todo gotea incesante desde mi armazón, todo se va y se desvanece calle abajo; entro en casa al fin, ya solo mi esqueleto muerto y limpio, y pienso: mis hijos están en el colegio, por fortuna; me dirijo al salón y allí encuentro a Alejandra, que me mira con pasmo; se halla sentada en su sofá tejiendo algo, y probablemente destejiéndolo también, creando y destruyendo en un vaivén de interminable dedicación; entonces me detengo frente a ella, aparto con lentitud las falanges blancas de mi oquedad y la descubro, por fin, en toda su horrible grandeza: la boca abierta, las mandíbulas separadas, el enorme vacío entre maxilares, la verdadera boca que no es, desprovista del engaño de las mucosas, ese espacio negro que nada contiene, y hablo, por fin, tras lo que me parecen siglos de silencio, y mis palabras, emergiendo de ese vacío, son también vacío y horadan: Alejandra, hablo, llevo años traicionándote con una mujer que conocí en la consulta, y ella: Héctor, qué dices, y yo: es guapa, pero no demasiado, cariñosa, pero no demasiado, inteligente, pero no demasiado: lo mejor que tiene es que me quiere y que intentó hacerme feliz, y que nunca me ha creado problemas salvo la necesidad de mentirte, de ocultártelo, una mujer con la que descubrí que puede haber una cierta felicidad cotidiana a la que nunca deberíamos renunciar, como hemos hecho tú y yo, ni siquiera a esa cierta felicidad cotidiana, una mujer, en fin, con la que he sabido que ya todo es igual, que incluso el pecado termina alguna vez, incluso la culpa, incluso lo prohibido, y ella: Héctor, Héctor, qué te pasa, dice, que ya basta de mentiras, respondo y me deshago de su lento abrazo y de sus lágrimas, y basta de silencio, porque era necesario hablar, pero no solo a ti, no, no solo a ti, y ella, gritando: ¿adónde vas?, pero su grito se me pierde con el mío propio, que ya solo oigo yo, y eso es lo terrible: porque mi garganta ha desaparecido y solo quedan las tenues vértebras y el deseo de ser escuchado; corro entonces a casa de Galia arrastrando apenas los jirones blancos de mis huesos por la acera, y ella misma abre la puerta y grita al verme: no, Galia, no podemos seguir juntos, dije entonces, no tengo nada más que hacer aquí, tú, viuda y solitaria, yo, casado y solitario, nada que hacer, Galia, no más consuelos, no más secretos, basta de felicidad y de cariño doméstico, porque llega un instante, Galia, en que todo termina, y lo peor de todo es que tú no eres una solución: ¿por qué?, me dijo: porque es necesario decir la verdad y revelar la mentira, repliqué, aunque nos quedemos vacíos, es necesario abrir las bocas, Galia, le dije, y volcarnos en hablar y hablar y destruirlo todo con las palabras, dije, porque si algo somos, Galia, es aliento, así que es necesario, por eso lo hago, dije, y me alejé de ella, que gritó: ¿adónde vas?, pero su grito se perdió dentro del mío, que ya era tan enorme como el silencio del cielo; y me alejé de todos, de una ciudad que no era mi ciudad, de una vida que no era mi vida, corrí ya casi llevado por el viento, las espinas delgadas de mi cuerpo flotando en el aire, corrí, volé hacia los bosques transportado por una ráfaga de brisa como el polvo o la basura, avancé por la hierba, entre los árboles, desgastándome con cada palabra: basta con eso, dije, no más hogar, no más vida, no más esfuerzo, dije, grité en silencio: ya basta de mundo y de existencia, ya basta de hacer y de procurar, soportar, callar y mirar buscando respuestas, no, no más luz sobre mis ojos, nunca otro día más, basta de desear y pretender, de conseguir y por último perder lo conseguido y enfermar y morir y terminar en nada, todo vacío, intrascendente, limitado y mediocre: basta, porque hay un error en nosotros, un hiato perenne, el sello de la nada, esta boca siempre abierta, este hueco hacia algo y desde algo, miradlo: está en vosotros, el sumidero, el vórtice; lo he soportado todo, incluso los años de silencio, los años iguales y el silencio, la muerte interior, el vacío interior, la falsa esperanza, la ausencia de deseos, pero no puedo soportar esta conexión: si tiene que existir esto, este hueco vacío y nulo, esta ausencia de mi carne y de mi cuerpo, si tiene que existir la boca, prefiero echarlo todo fuera, dejar que todo se vaya como un soplo puro, que lo oigan todos, que todos lo sepan, prefiero esto a la falsa seguridad de un cuerpo muerto, eso dije, eso grité, y me vi por fin convertido en nada, la oquedad llenando todos mis huesos abiertos como flautas mudas, desmenuzados como arena por fin, solo esa ceniza última, apenas el rastro leve que el viento termina por borrar, el vacío enorme de esa boca que tiene que decir y revelar y descubrir y gritar y acusar y vaciarme hacia fuera desde dentro y mezclarme con todo, esa boca abierta e infinita del silencio absoluto por la que hablo aunque nadie oiga


    44. Le cogí por los hombros y lo sacudí


    1. La llegada del hombre marcaba el suceso inusual del mes y sacudía con


    2. Pero Juan Montiño los había acorralado en un rincón, ydominados ya, les sacudía


    3. Un estremecimiento de anhelo sacudía, el cuerpo del escultor


    4. motín, unasúbita rebeldía conque la tripulación sacudía su yugo,


    5. cuando, amén, de algún chicotazoque el patrón le sacudía siempre que lo juzgaba oportuno


    6. arcón, ó hacía cualquierdiablura propia de su edad, en el balcón le sacudía el polvo su madre,en el balcón le


    7. brío conque apaleaba las alfombras, frotaba las maderas y sacudía un polvoimaginario


    8. facilidad, según ella, que sacudía un polvoilusorio de todos los rincones de su casa


    9. calores, sacudía, desde lo alto de su ladera, un cardo secoen dirección de las mieses de


    10. balcón le sacudía el polvo su madre,en el balcón le estiraba las orejas y en el balcón le

    11. salón,estaba paseándose con agitación febril que sacudía con


    12. Sacudía en torno de la frente elmanojo de sierpes de su


    13. Un alférez sacudía losárboles


    14. El cura de Boán sacudía estacazolimpio, con regularidad y energía infatigables


    15. poner los pies enaquella casa, y que al partir sacudía sus zapatos


    16. yo me sacudía lasperneras del pantalón después de enderezarme:


    17. como un zagal, cogía a los bueyes de las carretas por loscuernos, sacudía los árboles,


    18. Diciendo esto la sacudía por las muñecas, como el huracán sacude altierno arbusto


    19. Mientras se sacudía las ropas, se fijó en un envoltorio largo y estrecho que estaba caído a sus pies


    20. Tas estaba congestionado por la violencia con que lo sacudía el chamán

    21. Era un héroe; los clientes le rodeaban haciéndole preguntas y la señora Hill le servía whisky, le daba las gracias, reía, sacudía la cabeza…


    22. Sacudía las orejas, pequeñas y bien formadas, mientras levantaba la barbilla como si nos mirara a través de unos impertinentes imaginarios


    23. Su cuerpo se sacudía


    24. Para mí, sobre todo, pues hasta estuve a punto de ser torero, cuando por segunda vez mi salud comenzaba a resentirse y una tremenda tempestad de toda índole me sacudía ya por dentro


    25. Hizo girar los ojos para observar el local -era una suerte que no lo hubieran cegado-; reparó en los pasteles envueltos y en el cliente que sacudía la botella de salsa con el canto de la mano


    26. Había dejado de llorar del todo; pero a consecuencia de mis emociones, todavía me sacudía de vez en cuando un profundo sollozo


    27. Alguien, inclinado sobre él, le sacudía


    28. ¿No lo comprendes? ¡Yo soy MacGregor! -Y se apoyó contra las cortinas al tiempo que sacudía la cabeza con desesperación


    29. El corazón le latía con fuerza; un temblor nervioso le sacudía los miembros, y gruesas y abundantes gotas de sudor frío le bañaban la frente; pero continuaba bajándose, mientras que con una mano no cesaba de tantear el terreno


    30. Quedaron así abrazados, riéndose, besándose y murmurando tonterías en un rumor de idiomas mezclados, hasta que el deseo pudo más y en una de esas vueltas de cachorros Leo Galupi se abrió paso sin prisa, firmemente, deteniéndose en cada estación del camino para esperarla y conducirla hacia los últimos jardines, donde la dejó explorar a solas hasta que ella sintió que se iba por un abismo de sombras y una explosión feliz le sacudía todo el cuerpo

    31. Clara sintió que el suelo se sacudía y no pudo sostenerse en pie


    32. Algunas veces se sacudía la distracción y llegaba con algún regalo desproporcionado y maravilloso para su nieta, que no hacía más que aumentar el contraste entre la riqueza invisible de las cuentas en los bancos y la austeridad de la casa


    33. Había una catarata en los cristales de las ventanas y el viento sacudía como plumeros los árboles de la calle, la noche no invitaba a salir y por un momento envidié el catarro del tío Frederick, que le permitía quedarse en cama con un buen libro y una taza de chocolate caliente, sin embargo la entrada de Iván Radovic me hizo olvidar el temporal


    34. Se zambulló oyendo los chillidos y vibraciones de las ruedas del carro que se sacudía horriblemente


    35. Al escuchar el estallido el hombre obeso desapareció en la oscuridad, y la cubierta se partió hacia dentro mientras la totalidad de la embarcación se sacudía


    36. Lascelles lo sacudía, haciendo que temblaran los cuadros de la pared


    37. Cuando sacudía la almohada llamaron


    38. Le dedicaba una pequeña sonrisa de vez en cuando, y él me guiñaba un ojo y sacudía la cabeza; pero aceptó que aquéllas no eran historias para ser contadas


    39. Tenía los ojos enrojecidos y de vez en cuando sacudía la cabeza para despabilarse


    40. En aquel momento se sacudía el pelo, ahuecándoselo con la punta de los dedos para mayor comodidad

    41. El aspecto de la refriega interior que me sacudía el alma cambió de improviso y por completo


    42. El anciano calló un momento, y durante breve rato no se oyó en la habitación más que el batir de las tenues alas de una mosca que se sacudía contra los cristales, engañada por la transparencia de estos


    43. Entonces comenzó un encuentro que sacudía la banca y todos los muebles de la habitación


    44. y el juez, inclinándose desde el escritorio mientras se sacudía los crespones,


    45. La palmera de Correios se sacudía y mi sobrino respondió de un tirón,


    46. Dieron media vuelta y vieron que Ellidi sacudía la cabeza y espumajeaba mientras gritaba sus groserías y maldiciones


    47. Marissa agarró las riendas y se agachó debajo del animal mientras éste sacudía, nervioso, la cabeza


    48. —Hay noches en que los espectros se reúnen en la entrada —explicó Rallick mientras sacudía las hojas muertas de uno de los bancos—


    49. –Este asunto con el gobierno -me decía el guardia mientras sacudía la cabeza-


    50. Lo sucedido no parecía cierto, y cada vez que la verdad nos sacudía de nuevo, era con el golpe de un puño pesado en el pecho














































    1. Iluminábamos a un campista dormido a los ojos con una linterna, imitábamos el sonido de un tren y lo sacudíamos gritando «¡Sal de las vías!» y mirábamos cómo el niño salía disparado de la cama


    1. Cada vezque le sacudían de sus divagaciones y le sacaban del ensimismamientooratorio, exigiéndole atención hacia el mundo exterior, se le hacía


    2. que sacudían la casa,resonaba en el interior


    3. ocultaba elrostro entre las manos; los sollozos sacudían su


    4. los pájaros sacudían sus alas, los cuadrúpedos estiraban suspatas, y en la sombra todos se


    5. que sacudían la embarcación, y ala luz de la antorcha que ensangrentaba las ondas


    6. Deaquí la tirria que se profesaban y los bofetones que se sacudían


    7. algunosperros que sacudían el agua de sus pelos lacios


    8. alborotadores, que aveces azotaban y sacudían el ramaje con su voleteo apresurado; y


    9. olas que sacudían los restos del barco; en elcielo ni una estrella, en la costa ni una luz


    10. Un haz de cañas se elevaba esbelto, y a su lado, lasagudas poas sacudían su escobillón

    11. Oyó que sacudían la puerta de la casa


    12. Sentí el estremecimiento de los sollozos que la sacudían


    13. Por fin el ruido fue aumentando y las fuerzas que sacudían su cuerpo fueron modificándose


    14. Pero las ondas, ya completamente desordenadas, la molestaban bastante y la sacudían con creciente rabia, asaltándola por estribor y pugnando por lanzarla fuera de ruta


    15. Entonces Katrina empezó a llorar también; sus silenciosos sollozos le sacudían todo el cuerpo


    16. Cayó el muchacho en un convulso y angustiado letargo agitado por sollozos intermitentes que sacudían su desmejorado cuerpo sin que él pudiera remediarlo


    17. Los rayos sacudían ya, sin duda, las regiones inferiores de la atmósfera del alrededor


    18. Los aplausos sacudían el viejo local


    19. Los que estaban más cerca ya habían recuperado su forma humana; los que estaban más atrás, todavía se sacudían lo que les quedaba de pez en el cuerpo


    20. Mientras la sacudían furiosamente, se oyó el ruido que formaban las ruedas del cabriolé del doctor frente a la casa; y de nuevo resonó una voz amistosa que decía: «Adiós!»

    21. Los técnicos que lo rodeaban sacudían la cabeza


    22. –No -con manos que se sacudían levemente, el Capitán Anson juntó sus papeles-


    23. Los alborotadores, con los hombros contra el ómnibus, lo sacudían de un lado al otro


    24. Y sentía a Camila junto a su cuerpo, en la pólvora sedosa del tacto, en su respiración, en sus oídos, entre sus dedos, contra las costillas que sacudían como pestañas los ojos de las vísceras ciegas…


    25. Anne Sutcliff estaba tirada sobre el lado de la cama del hospital, sus hombros se sacudían


    26. Sacudían a los prisioneros, tomándolos por los hombros


    27. Los terribles vientos cruzados sacudían el vehículo detrás del Centurión, lanzándolo de un lado a otro de la calle


    28. Decenas de manos maternales lo empujaban y sacudían


    29. Las explosiones sacudían los árboles


    30. Renovados latigazos le sacudían las interioridades-

    31. entrar, los contempló atónita, mientras se sacudían la nieve de las botas


    32. Los duendes le dedicaron una sarta de salvajes palabrotas mientras sacudían sus puños con gesto amenazador


    33. Los aurigas aprovecharon para penetrar el oleaje que henchía la plaza, la llegada del gremio de cargadores y el desfile del cuerpo de bomberos en correcta formación, de cuatro en fondo, con banderas, estandartes y antorchas que imitaban cabelleras de furias, según lo que sacudían las ígneas testas y el reguero de chispas que en los aires se retorcían y por los aires morían y volaban


    34. Y de nuevo le sacudían los sollozos, en tanto que golpeándose el pecho repetía:


    35. Le llevaban el equipaje, le servían el vino durante la cena, le sacudían las migas de encima con sus servilletas, daban propinas en su nombre, le abrían y sujetában las puertas y le expresaban con toda claridad que lo consideraban un gran hombre


    36. –Curioso -se rió Drizzt, mientras Bruenor y Wulfgar sacudían la cabeza con incredulidad


    37. Los soldados se levantaban con refunfuños, estiraban los miembros fríos y entumecidos y se sacudían la arena con la que el viento los había cubierto durante la noche


    38. Una suave brisa los acarició mientras caminaban y, por encima de sus cabezas, las palmeras sacudían sus ramas enormes


    39. Los dos centinelas volvieron, apoyaron sus rifles en las sillas de montar y se acercaron cada uno con un plato, mientras se sacudían las camisas y los pantalones de un polvo cada vez más abundante


    40. Las ráfagas de aire sacudían el maíz, y levantaban una polvareda que a Corrie se le metía en los ojos

    41. La conversación fue interrumpida por una serie asombrosa de golpes que sacudían toda la nave y luego se convirtieron en un rugido continuo


    42. Conrad podía percibir la resistencia en las vibraciones que sacudían el suelo bajo sus pies


    43. Hawkmoon controló los estremecimientos que sacudían su cuerpo


    44. La araña cayó de lado: un enorme bulto de carne alienígena, humeante; sus patas aún se sacudían rozando los lados del túnel y el suelo en sus últimos estertores


    45. Sacudían los puños, los dedos y las cabezas


    46. El viento que soplaba a lo largo del remanso luchaba contra la corriente, levantando olas abruptas que se sacudían y golpeaban contra los costados del barco


    47. El aire ambiente era un puro torbellino de polvo blanco mientras ellos sacudían el velo polvoriento para examinar mejor algunos objetos, velo que los siglos habían ido depositando capa a capa sobre las vitrinas de plástico


    48. Se limitó a seguir encogido grotescamente junto a su perro mientras los sollozos le sacudían el cuerpo


    49. Los temblores que le sacudían el cuerpo no se debían al frío, sino al golpe y al mal presentimiento que le oprimía el alma


    50. Falcó ya ha visto así a su comandante en otra ocasión, impasible en el alcázar, durante el combate de Finisterre, cuando se sacudían cebollazos con los ingleses del almirante Calder en medio de la niebla


























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    sacudir in English

    lash whip swish wag jolt rock shake out shake up agitate shake bob move jerkily move up and down

    Sinonimi per "sacudir"

    pegar golpear zumbar tundir zamarrear zurrar abofetear menear mover convulsionar conmover vibrar temblar